Alfred Hitchcock presenta: cuentos para leer con la luz encendida -  - E-Book

Alfred Hitchcock presenta: cuentos para leer con la luz encendida E-Book

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Beschreibung

Confío en que hayas estado debidamente ocupado desde la última vez que nos vimos. Mi tío Albert, desempleado de profesión, solía decirme que las manos ociosas conducen a la travesura. Así pues, por mi parte, he dedicado este ínterin a preparar una nueva colección con la que deleitar a los lectores. [...] Por tanto, si así lo deseas, asegúrate de haber cerrado bien la puerta, dale otra vuelta a la llave por si acaso y pasa la página para empezar a leer. Más historias favoritas del maestro del suspense.

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La perrita Blackie decía que todas las historias,

en el fondo, son historias de fantasmas.

Índice

Cubierta

Introducción

1. Extraños en el pueblo. Shirley Jackson

2. El tatuaje perdido. Clayton Matthews

3. Un talento muy especial. Margaret B. Maron

4. Los cachorros de zorro duermen calientes. Waldo Carlton Wright

5. Descanse en pedazos. W. T. Quick

6. Uno para el cuervo.. Mary Barrett

7. Bienda de totellas. Theodore Sturgeon

8. Suficiente cuerda para dos. Clark Howard

9. La patrona. Roald Dahl

10. La caída del doctor Scourby. Patricia Matthews

11. El espíritu navideño. Dorothy B. Bennet

12. Variaciones sobre un juego. Patricia Highsmith

13. El apocalipsis de la señorita Pinkerton. Muriel Spark

14. Todos los sonidos del miedo. Harlan Ellison

15. La encantadora señora Bluebeard. Nedra Tyre

16. El pueblo del miedo. Ellery Queen

17. Una escena de muerte. Helen Nielsen

Relatos incluidos en este volumen

Créditos

Notas

ALFRED HITCHCOCK nació en Reino Unido en 1899 y murió en Estados Unidos en 1980. Padre indiscutible del thriller psicológico y del cine de suspense con mayúsculas, pasó del cine mudo británico al Hollywood glorioso de los años 40. A partir de entonces y hasta bien entrada la década de los 70 su carrera sería meteórica.

A él se deben técnicas tan fundamentales como el plano que imita la mirada humana, el encuadre holandés para aumentar la tensión, los primerísimos primeros planos para las escenas más impactantes y el celebérrimo MacGuffin o detalle aparentemente baladí que articula la narración. Toda una escuela de cine moderno nació de sus icónicos largometrajes, hoy erigidos clásicos indiscutibles del cine: Psicosis, Los pájaros, Vértigo, La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Atrapa a un ladrón, Con la muerte en los talones, Rebecca y un larguísimo etcétera son aún estudiadas en escuelas de cine de todo el mundo, y homenajeadas sin cesar en precuelas, secuelas y remakes. Es probablemente el cineasta más prolífico del cine negro, y no parece que vaya a ser destronado próximamente. También protagonizó cameos en treinta y siete de sus cincuenta y tres películas, convirtiéndose así en el director de cine que más veces posó frente a las cámaras.

No es de extrañar que su pasión por el suspense, tan fundamental en su carrera artística, naciese de la literatura del género. Hitchcock era un ávido lector y jamás abandonó la lectura de los grandes maestros de la novela negra. Por ello, comenzó pronto a recopilar sus propios compendios de relatos cortos, como Cuentos que mi madre nunca me contó (Blackie Books, 2021), o este Cuentos para leer con la luz encendida, en los que se reúnen las mejores voces del suspense, de lo perturbador.

Los títulos originales están detallados en el apartado “Relatos incluidos en este volumen”

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© Alfred Hitchcock, por cortesía de Alfred Hitchcock LLC. Todos los derechos están reservados

© de la traducción: Haizea Beitia, 2022

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: noviembre de 2022

ISBN: 978-84-19172-77-8

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Introducción

Buenas tardes:

Confío en que hayas estado debidamente ocupado desde la última vez que nos vimos. Mi tío Albert, desempleado de profesión, solía decirme que las manos ociosas conducen a las travesuras. Así pues, por mi parte, he dedicado este ínterin a preparar una nueva colección con la que deleitar a los lectores.

Como ya sabes, trabajo en la industria del entretenimiento y, tras tantos años de empedernida búsqueda de material aceptable, el apetito de uno tiende al hartazgo. Así que descubrir historias originales, con la capacidad de emocionar o seducir, que causen escalofríos o quizás incluso la muerte, supone una satisfacción excepcional.

Vale, puede que la palabra «muerte» tenga algo de exageración. La página impresa rara vez es letal. Aunque, por otro lado, no conozco ninguna fundación o sociedad que haya financiado investigación alguna en este ámbito. No es una posibilidad tan descabellada. Es un hecho biológico que la excitación hace que el corazón lata más rápido. Y un latido acelerado podría empujar una embolia preexistente hacia alguna arteria principal. Se sabe que esto hace que la cosa deje de funcionar para siempre.

Precaución, pues, es la palabra clave. Si eres candidato a sufrir tan espantoso destino, para empezar, ni siquiera deberías estar aquí. No pasarás de esta introducción. Donarás este libro de inmediato a alguna organización benéfica que lo merezca. Y te sugiero que en su lugar leas El cuento de Ferdinando o Mujercitas.

Una última cosa.

A diferencia de la televisión, la edición de este tomo no requiere patrocinadores. En consecuencia, no tenemos por qué perder el tiempo escuchando a charlatanes vendiéndonos desodorantes o fijadores de dentaduras que permiten a los octogenarios masticar caramelitos de tofi. Podemos ir directos al grano.

Por tanto, si este es tu deseo, asegúrate de haber cerrado bien la puerta, dale otra vuelta a la llave por si acaso y pasa la página para empezar a leer.

1

Extraños en el pueblo

SHIRLEY JACKSON

No soy cotilla. Si hay algo que detesto en este mundo, son los cotilleos. Hará una semana más o menos, en la tienda, Dora Powers me vino otra vez con aquel desagradable rumor sobre el chico de los Harris, y yo le planté cara rápidamente y le dije que si repetía una palabra más de aquella historia, no le volvería a hablar en mi vida, y así ha sido. Ha pasado una semana y no le he dirigido ni una sola palabra a Dora Powers: eso es lo que pienso de los cotilleos. Tom Harris siempre ha sido muy blando con ese chico, por cierto; el chaval necesita una buena azotaina, así dejaría de armar tanta bronca. Ya se lo he dicho a Tom un millón de veces o más.

Si no me pusiera furiosa cada vez que pienso en la casa de al lado, no tendría más remedio que reírme al ver cómo la gente del pueblo se junta en la tienda o en las esquinas para, bajando mucho la voz, cuchichear sobre hadas y duendes, cuando todos saben que nada de eso existe ni ha existido jamás, que lo único que pasa es que se devanan los sesos para tener nuevas historias que contar. Pero, como decía, yo no soy cotilla, ni siquiera en lo que se refiere a hadas y duendes, y soy de la firme opinión de que a Jane Dollar le está empezando a fallar la cabeza. Los Dollar, de hecho, no son precisamente conocidos por mantener la cordura hasta el final y Jane ya tiene la misma edad que su madre cuando esta mandó una tarta al mercadillo de repostería sin haberle echado los huevos. Hay quien dijo que lo hizo a propósito para vengarse de las señoras que no le habían ofrecido poner un puesto propio, pero la mayoría pensamos que, simplemente, la pobre anciana se había despistado, y yo incluso me atrevería a decir que si le hubiera dado por ahí y se hubiera asomado al jardín en busca de hadas, las habría encontrado. Cuando los Dollar llegan a esa edad, te pueden contar cualquier cosa, y en ese punto está Jane ahora mismo, seis meses arriba, seis meses abajo.

Mi nombre es Addie Spinner y vivo en la avenida principal, en la penúltima casa. Solo hay una casa después de la mía, luego la calle se pierde en la espesura: el Bosquecillo de Spinner, lo llaman, porque mi abuelo construyó la primera casa del pueblo. Antes de que la gente loca se mudara, la casa de al lado pertenecía a los Barton, que se marcharon porque él consiguió un trabajo en la ciudad (y, a buenas horas, porque llevaban algo más de un año viviendo de la hermana y el cuñado de ella).

Pues bien, poco después de que los Barton concluyeran su traslado (dejando dinero a deber a todos los habitantes del pueblo, estoy casi segura), llegó la gente loca. Supe que estaban chiflados en cuanto vi los muebles. Ya sabía que eran jóvenes, y que probablemente no llevaban mucho tiempo casados, porque los había visto cuando vinieron a echarle una ojeada a la casa. Más tarde, cuando vi cómo metían los muebles, supe que ella y yo no nos llevaríamos bien.

El furgón de mudanzas aparcó frente a la casa a eso de las ocho de la mañana. Por supuesto, para esa hora yo ya he fregado los platos y barrido todas las habitaciones, así que me senté en el porche lateral a remendar prendas para los pobres y de esta manera pude captar cosas que, de otro modo, se me habrían escapado. Era un día caluroso, así que me preparé una ensalada para comer, y como el porche lateral es un lugar fresco y cómodo para almorzar cuando hay bochorno, no me perdí nada de lo que ocurría en esa casa.

Primero fueron las sillas, todas modernas, sin patas ni asientos como Dios manda, y yo siempre digo que una mujer que compra ese tipo de muebles tan frívolos no sabe darle la debida importancia a su hogar. Para empezar, es demasiado fácil limpiar en torno a esas patitas tan finas, y una no puede obtener un suelo bien limpio sin dedicarle el debido esfuerzo. Además, se trajo también muchas mesas bajas, y ahí ya sí que no me engañan. Cuando veáis esas mesitas bajas, tened por seguro que en esa casa se va a beber mucho alcohol; esas mesitas están hechas para gente que monta cócteles y necesita mucho espacio para dejar las copas en algún sitio. Hattie Martin tiene una de esas mesas bajas, y el modo en que Martin bebe es criminal. Después, vi cómo metían las cajas por la puerta y ya no me cupo duda. Ninguna pareja recién casada tiene tanta vajilla a no ser que esta incluya un montón de vasos de cóctel, y no hay quien me convenza de lo contrario.

Cuando bajé a la tienda más tarde, después de que hubieran terminado el traslado, me encontré con Jane Dollar y le comenté lo mucho que se iba a beber en la casa de al lado, y ella me dijo que no le sorprendía ni lo más mínimo, porque aquella gente tenía una criada. No una asistenta que iba un día a la semana para limpiar lo más gordo, sino una criada. Vivía con ellos en la casa y todo. Le dije que yo no había visto a ninguna criada, y Jane me respondió que aunque, por lo general, jamás creería en la existencia de nada que yo no hubiera visto, la criada de los West era cosa segura: había entrado en la tienda hacía no más de diez minutos para comprar un pollo. No creímos que le fuera a dar tiempo a cocinar un pollo entero antes de la cena, por lo que concluimos que, seguramente, los West planeaban ir al mesón a cenar y la criada se freiría un huevo, se prepararía una tortilla o algo así. Jane dijo que el problema de tener una criada ( Jane no ha tenido una criada en su vida y, si la hubiera tenido, yo no le dirigiría la palabra) era que nunca te quedaban sobras. No importaba lo que hubieras planeado, tenías que comprar carne fresca todos los días.

Traté de dar con la criada en el trayecto de vuelta. El modo más rápido de llegar a mi casa desde la tienda es tomar el sendero que atraviesa el jardín posterior de la casa de al lado y, aunque normalmente no lo uso (una no se encuentra con vecinos con los que echar la tarde si se escabulle por patios traseros), pensé que no me iría mal darme un poco de prisa para prepararme la cena, así que atajé por el jardín de los West. West, ese era su apellido, pero desconocía el de la criada, porque Jane no había podido enterarse. Resultó buena idea lo de coger el atajo, porque allí estaba la criada, en el jardín, de rodillas, cavando con las manos.

—Buenas tardes —dije en el tono más educado posible—, la tierra está un poco húmeda para andar así.

—No me importa —respondió—. Me gustan las cosas que crecen.

Debo decir que era una mujer agradable, aunque demasiado vieja, creo yo, para el trabajo doméstico. La pobre debía de habérselas visto negras para encontrar un puesto y, sin embargo, allí estaba, tan alegre y regordeta como una manzana. Pensé que quizá se trataba de una tía anciana o algo así, y que habían hecho ese apaño para que viviera con ellos, por lo que, sin perder ni un ápice de mi educación, pregunté:

—Acaban de llegar, ¿verdad? Hoy mismo.

—Sí —dijo ella sin aportar más información.

—¿La familia se llama West?

—Sí.

—¿No será usted la madre de la señora West, por un casual?

—No.

—¿Una tía, quizás?

—No.

—¿Ningún parentesco?

—No.

—¿No es más que la criada? —Enseguida pensé que tal vez no le gustaría el comentario, pero una vez dicho ya no había vuelta atrás.

—Sí —respondió con considerable simpatía, eso hay que reconocérselo.

—Imagino que es un trabajo duro, ¿no?

—No.

—¿Se encarga solo de ellos dos?

—Sí.

—Diría que no debe ser muy agradable...

—No está mal —dijo—. Recurro mucho a la magia, por supuesto.

—¿Magia? —repuse—. ¿Eso hace que acabe antes con sus tareas?

—Desde luego —dijo sin esbozar siquiera una sonrisa ni guiñar un ojo—. Usted no se imaginaría, por ejemplo, que aquí y ahora, con las rodillas y las manos hundidas en la tierra, estoy preparando la cena para mi familia, ¿verdad?

—No —respondí—. De ningún modo.

—¿Ve? —continuó—. Pues aquí está nuestra cena. —Y me mostró una bellota, lo juro, junto con una seta y unas briznas de hierba.

—No sé si va a llegar para todos... —dije al tiempo que me alejaba con disimulo.

La mujer soltó una carcajada y sin levantarse del suelo, con la bellota en la mano, dijo:

—Si sobra algo, le llevaré un plato. Verá como no se queda con hambre.

—¿Y qué pasa con el pollo? —pregunté.

Había seguido el sendero y me encontraba a una buena distancia de ella, pero quería saber por qué había comprado el pollo si no creía que le hiciera falta para comer.

—Ah, eso —dijo—. Es para mi gato.

Pero bueno, ¿quién compra un pollo entero para un gato? Un pollo que, además, viene sin los huesos. Como le dije a Jane por teléfono en cuanto llegué a casa, el señor Honeywell, de la tienda, debería negarse a vendérselo, o al menos ofrecerle algo más adecuado, como carne picada; aunque ninguna de las dos creímos, ni por un segundo, que el pollo fuera a ser para el gato, ni que la criada tuviera uno, la verdad sea dicha. La gente loca dice cualquier cosa que se le pasa por la cabeza.

Sé a ciencia cierta, sin embargo, que en la casa de al lado nadie cenó pollo aquella noche. La ventana de mi cocina da a su comedor si me subo en una silla, y lo que cenaron fue algo humeante en un gran cuenco marrón. Me entró la risa al pensar en la bellota, porque de eso tenía aspecto el cuenco: una gran bellota. Seguro que de ahí le había venido la ocurrencia. Y, en efecto, más tarde se acercó con una ración de aquel guiso y la dejó en mis escalones traseros. Yo no quise abrir la puerta tan tarde con una chalada en el umbral y, como le dije a Jane, ni se me pasó por la cabeza probar aquel mejunje raro de señora loca. Pero sí que lo removí un poco con la punta de una cuchara y olía bien. Llevaba setas y judías, pero no pude identificar nada más, y Jane y yo decidimos que probablemente habíamos acertado a la primera y el pollo era para el día siguiente.

Le prometí a Jane que trataría de echar un vistazo al interior de la casa para ver cómo habían colocado todos aquellos muebles de lujo, así que a la mañana siguiente agarré el cuenco y me dirigí a su puerta de entrada para devolvérselo (por lo general, en este pueblo salimos y entramos por las puertas traseras, pero como eran tan nuevos y, sobre todo, porque no estaba segura de cómo hay que llamar cuando la gente tiene criada, usé la entrada principal). Había madrugado para hacer una hornada de rosquillas y tener algo que poner en el cuenco al devolvérselo, así que sabía que los vecinos ya andaban en movimiento, porque había visto cómo él se iba al trabajo a las siete y media. Debía de trabajar en la ciudad si tenía que salir tan temprano. Jane cree que tiene un cargo alto, porque lo vio dirigirse a la estación sin correr, y según Jane la gente con despacho no tiene que llegar puntual a ninguna parte. No sabría deciros cómo Jane sabe esto.

Me abrió la señora West, una mujer menuda que, debo reconocer, tenía un aspecto bastante agradable. Había pensado que, con una criada para llevarle el desayuno a la cama y todo eso, quizá seguiría allí, pero me recibió con un vestido rosa de andar por casa y totalmente despierta. No me invitó a pasar al instante, así que me acerqué un pelín a la puerta y entonces ella dio un paso atrás y me preguntó si quería entrar. Debo decir que, por muy raros que fueran esos muebles, los tenía distribuidos con gusto, con cortinas verdes en las ventanas. Desde mi casa era imposible distinguir el patrón de aquellas cortinas, pero una vez dentro vi que se trataba de un diseño con hojas verdes entretejidas, y la alfombra, que por supuesto había visto acarrear en la mudanza, también era del mismo color. Muchas de esas cajas grandes que habían traído debían de contener libros, porque había un montón de estanterías repletas de ellos, y antes de que me hubiera dado tiempo a pensarlo, comenté:

—Dios santo, se habrá pasado toda la noche despierta para organizarlo todo tan rápido. Aunque no he visto ninguna luz encendida.

—Ha sido Mallie —dijo.

—¿Mallie es la criada?

Esbozó una especie de sonrisa y respondió:

—Es más una madrina que una criada, en realidad.

Odio parecer entrometida, así que ofrecí una respuesta escueta:

—Mallie debe de estar bastante ocupada. Ayer la vi cavando en el jardín.

—Sí.

Era muy difícil sonsacarle nada a esta gente con tanto monosílabo.

—Les he traído unas rosquillas —dije.

—Gracias. —Dejó el bol sobre una de esas mesitas ( Jane cree que esconden el vino, porque no había ni una sola botella a la vista) y añadió—: Se las ofreceremos al gato.

Bueno, tampoco es que me tomara aquello demasiado en serio.

—Su gato debe tener buen apetito —repuse.

—Sí —confirmó—. No sé qué haríamos sin él. Es el gato de Mallie, por supuesto.

—No lo he visto.

Si íbamos a hablar de gatos, concluí que yo también podía aportar mi granito de arena, porque algún gato que otro he tenido en estos sesenta años, aunque no me parecía el tema de conversación más sensato para dos señoras. Como le dije a Jane, había mucha información sobre el pueblo y sus habitantes que debería haberle interesado, por ejemplo, dónde ir a por herramientas, cacharros y cosas así (sé de buena tinta que una decena de personas han dejado de comprar en la tienda de Tom Harris desde que les conté que me cobró diecisiete centavos por una caja de tornillos), y yo era la persona idónea para proporcionársela. Pero ella prefería charlar sobre su gato.

—... y le encantan los niños —decía.

—Supongo que le hace compañía a Mallie.

—Bueno, la ayuda, ya sabe —aclaró, y ahí es cuando empecé a pensar que quizás ella también estaba loca.

—¿Y cómo la ayuda?

—Con su magia.

—Ya veo —dije, y procedí a despedirme rápidamente, mientras pensaba que debía llegar a casa a toda prisa y coger el teléfono, porque la gente del pueblo tenía todo el derecho del mundo a enterarse de lo que estaba pasando.

Pero, antes de que me diera tiempo a cruzar el umbral, la criada salió de la cocina y me saludó de lo más amable, y acto seguido se dirigió a la señora West y le dijo que estaba a punto de poner las cortinas del dormitorio, y que si a la señora le gustaría elegir el diseño. Y mientras yo estaba allí de pie con la boca abierta, nos mostró un puñado de telarañas (yo nunca había visto, ni lo he visto después, a alguien capaz de sostener una telaraña sin romperla; ni tampoco a alguien que deseara hacerlo, claro). Traía, además, la pluma de un arrendajo azul y un trozo de cinta del mismo color, y me preguntó qué me parecían sus cortinas.

Pues bien, aquello ya me pareció demasiado, así que salí de allí y me fui pitando a casa de Jane, quien, por supuesto, no me creyó. Después me acompañó a casa solo para poder echar un vistazo desde fuera, y que me parta un rayo si no habían puesto cortinas en el dormitorio, de suave hilo blanco con adornos azules y que, según Jane, se parecían a las plumas de un arrendajo. Jane dijo que eran las cortinas más bellas que había visto jamás, pero a mí me daban escalofríos cada vez que las miraba.

No habían pasado ni dos días de aquello y empecé a encontrarme cosas. Cosas pequeñas, algunas incluso dentro de mi propia casa. En una ocasión fue una cesta de uvas junto a la puerta trasera, y juro que esas uvas no eran de las que se cultivan cerca de nuestro pueblo. Para empezar, brillaban como si estuvieran cubiertas de polvo de plata y despedían un aroma desconocido. Las tiré a la basura, pero me quedé con el pañuelo bordado que encontré un día en la mesa del recibidor y que aún conservo en un cajón de la cómoda.

Una vez encontré un dedal de colores en un poste de la valla, y en otra ocasión, mi gata Samantha, que lleva conmigo más de once años, llegó con un fino collar verde y me escupió cuando se lo quité. Otro día, encontré un canasto repleto de avellanas sobre la mesa de la cocina, y me dio un ataque de ira al pensar que alguien entraba y salía de mi casa sin preguntarme y, aún peor, sin que yo me diera cuenta.

Este tipo de cosas no pasaban antes de que la gente loca se mudara a la casa de al lado, y justo se lo estaba comentando a la señora Acton una mañana cuando apareció la joven señora O’Neil y nos contó que había estado en la tienda con su bebé y había conocido a Mallie, la criada. El bebé lloraba porque hacía unos días que le estaba saliendo una muela, y Mallie le había dado un caramelito verde para que lo mordiera. Enseguida pensamos que la señora O’Neil también estaba loca por dejar que su bebé se metiera en la boca un caramelo proveniente de esa familia, y así se lo hicimos saber, y yo les comenté lo de que le daban a la bebida, lo de los muebles que habían ordenado durante la noche y lo de cavar en el jardín, y la señora Acton añadió que esperaba que no creyeran que solo por tener un jardín tendrían acceso al club de jardinería.

La señora Acton es la presidenta del club de jardinería. Jane dice que si las cosas se hicieran bien la presidenta debería ser yo, porque tengo el jardín más antiguo del pueblo, pero el marido de la señora Acton es el médico, y la gente tiene miedo de lo que pasaría cuando se ponen enfermos si la señora Acton no fuera presidenta. De todas formas, al margen de si la señora Acton tiene o no la potestad real de decidir quién entra y quién no en el club de jardinería, debo admitir que en este caso todas hubiéramos votado lo mismo, aunque al día siguiente la señora O’Neil nos dijera que esa gente no podía estar tan loca, porque al bebé le había terminado de salir la muela aquella noche y santas pascuas.

Y os diré más. Durante todo este tiempo la criada iba a la tienda a diario, y a diario compraba un pollo entero. Nada más. Jane adquirió la costumbre de pasar por la tienda cuando veía que la criada entraba y dice que la mujer jamás compró nada más que un pollo al día. En una ocasión Jane se armó de valor y le dijo a la criada que debía de encantarles el pollo, y la criada la miró a la cara y le soltó que eran vegetarianos.

—Menos el gato, supongo —dijo Jane, que cuando se arma de valor es bastante descarada.

—Sí —replicó la criada—. Todos menos el gato.

Al final, concluimos que él debía de traer comida de la cuidad, aunque nunca entendimos por qué le hacían ascos a la tienda del señor Honeywell. Cuando al bebé se le pasó lo de la muela, Tom O’Neil les llevó un lote de maíz dulce recién cosechado, y aquello debió de gustarles, porque le regalaron al bebé una manta azul tan suave que, según dijo la joven señora O’Neil, el niño no necesitaba ninguna otra, fuera invierno o verano. Y pese a haber sido tan enfermizo, aquel bebé comenzó a crecer y adquirir un aspecto de lo más saludable, tanto que no pensaríais que se trataba del mismo, aunque, por supuesto, los O’Neil jamás deberían haber aceptado regalos de extraños sin saber si la lana estaba limpia o no.

Luego descubrí que en la casa de al lado se bailaba. Noche tras noche, bailaban. A veces permanecía despierta hasta las diez o las once, tumbada en la cama, escuchando aquella música infernal y deseando reunir el valor suficiente para acercarme y decirles cuatro cosas. No era tanto que la música me impidiera dormir —diría que más bien era suave y parecida a una nana—, sino que la gente no tiene derecho a hacer eso. La gente debería acostarse y levantarse a una hora razonable, y dedicar el día a las buenas acciones y las tareas domésticas. Una mujer debería preparar la cena para su marido —sin recurrir a latas de la ciudad, claro— y, de tanto en tanto, llamar a la puerta de al lado con una tarta casera, para pasar el rato y ponerse al día. Y, sobre todo, una mujer debería hacer la compra ella misma para encontrarse con sus vecinas, en lugar de enviar a la criada.

Todas las mañanas, al salir, me encontraba anillos de hadas en el césped y todo el mundo de por aquí sabe que eso significa un invierno tempranero. Pero los de al lado ni siquiera habían pensado en comprar carbón. Cada día me asomaba a la ventana esperando ver a Adam y su camión, porque sabía con certeza que en aquel sótano no había ni una pizca de carbón. Lo sabía porque si me agachaba un poco cuando estaba en el jardín podía vislumbrar el interior del sótano, tan limpio y vacío como si planearan invitar a alguien a comer allí. Jane pensaba que eran de los que se van de viaje en invierno, vete tú a saber a dónde, para eludir la responsabilidad de enfrentarse a la nieve con sus vecinos. Aunque el sótano era lo único que podíamos ver. Habían echado aquellas cortinas verdes con tanta precisión que ni desde la ventana misma se apreciaba rendija alguna por la que observar el interior. Y ellos bailando. Ojalá hubiera podido reunir el valor necesario para plantarme en su puerta cualquiera de esas noches.

Es más, Mary Corn pensaba que debería haberlo hecho.

—Tienes todo el derecho, Addie —me dijo un día en la tienda—. Tienes todo el derecho del mundo a pedir que se callen por las noches. Eres su vecina más cercana, y es lo correcto. Diles que se están ganando cierta reputación en el pueblo...

Pues bien, no logré reunir el valor, esa es la pura verdad. De vez en cuando veía a la minúscula señora West paseando por el jardín, o a Mallie la criada volviendo del bosquecillo con una cesta (repleta de bellotas, no os quepa duda), pero me limitaba a ignorarlas. Tuve que decirle a Mary Corn en la tienda que no me veía capaz.

—Son forasteros, es por eso —dije—. Extraños. Parece que no entienden bien lo que se les dice... Es como si te respondieran siempre a otra pregunta que no has formulado.

—Si son forasteros —añadió Dora Powers, que había ido a la tienda en busca de azúcar para glasear una tarta—, lo más lógico es que hayan venido aquí por algo, y no puede ser algo bueno.

—Desde luego, yo no contaría con ellos —dijo Mary.

—No puedes tratarlos como a la gente normal —concluí—. Entré en la casa, ¿os acordáis? Aunque no fue precisamente una visita de cortesía.

Así que tuve que contarles de nuevo lo de los muebles y la bebida (la lógica dice que quien baila toda la noche también debe beber), y cómo mis deliciosas rosquillas, cocinadas según la receta de mi abuela, fueron a parar al gato. Dora estaba segura de que no tenían buenas intenciones. Mary dijo que no conocía a nadie que quisiera tratar con ellos, visto lo visto, y entonces tuvimos que callarnos de golpe porque entró Mallie a por el pollo.

Por los codazos y guiños que Dora y Mary me dirigían para que fuera a decirle algo, hubierais podido pensar que yo era la portavoz de algún tipo de comité, pero no estaba dispuesta a quedar mal por segunda vez, eso sí que no. Al fin, Dora comprendió que no tenía sentido presionarme, así que dio un paso al frente y se quedó allí de pie hasta que la criada se giró y dijo:

—Buenos días.

—Hay mucha gente en este pueblo, señora, a la que le gustaría saber algunas cosas —soltó Dora.

—Me imagino —respondió la criada.

—Nos gustaría saber qué los ha traído a nuestro pueblo —continuó Dora.

—Pensamos que sería un lugar agradable para vivir —dijo la criada.

A Dora, evidentemente, aquello le pilló por sorpresa, porque ¿quién escoge un lugar para vivir porque es agradable? La gente vive en nuestro pueblo porque nació aquí, no porque un día decidiera mudarse a él.

Supongo que Dora sabía que esperábamos su reacción, porque tomó una gran bocanada de aire y preguntó:

—¿Y cuánto tiempo piensan quedarse?

—Oh —respondió la criada—. No creo que nos quedemos mucho, después de todo.

—Aunque no se queden —dijo Mary más tarde—, todavía pueden causar mucho daño mientras estén aquí y acabar dando mal ejemplo a los jóvenes. Me he enterado, por ejemplo, de que al chico de los Harris lo ha vuelto a pillar la policía conduciendo sin carnet.

—Tom Harris es demasiado blando con ese chico —repuse—. Un chaval así necesita una buena azotaina y no una casa en pleno pueblo en la que aprender a beber y bailar toda la noche.

Jane apareció en ese preciso momento y nos contó que, al parecer, todos los niños del pueblo habían adquirido la costumbre de pasar por la casa de al lado para llevar dientes de león y bayas que recogían en el bosque (y en el jardín de sus propios padres, estoy segura), y que después iban diciendo por ahí que el gato de los vecinos hablaba. Decían que les contaba historias.

Pues bien, como os podréis imaginar, aquello se pasaba de la raya. Los niños de hoy en día ya tienen demasiadas libertades como para que encima les metan esas tonterías en la cabeza. Lo comentamos con Annie Lee cuando vino a la tienda, y dijo que creía que alguien debía llamar a la policía antes de que alguno se hiciera daño de verdad.

—Imaginad —dijo— que uno de esos niños se adentra demasiado en esa casa...

¿Cómo sabríamos si volvería a salir? No era una idea muy halagüeña, eso es cierto, pero es que Annie Lee no tiene rival en lo que se refiere a mirar el lado oscuro de las cosas. Por regla general, yo no tengo mucho trato con los niños, sobre todo cuando ya han aprendido que es mejor mantenerse alejados de mis manzanos y mis melones, y no puedo decir que los distinga unos de otros, salvo al chico de los Martin, que una vez me robó un pedazo de hojalata del patio delantero y tuve que denunciarlo a la policía. Con todo, no puedo decir que me gustara la idea de que ese gato tuviera los ojos puestos en ellos. Hay cosas que no son naturales.

¿Y os podéis creer que fue justo al día siguiente cuando se llevaron al menor de los Acton? No había cumplido ni los tres años, y la señora Acton estaba tan ocupada con el club de jardinería que le dejó meterse en el bosque con su hermana, y para cuando quisieron darse cuenta, se lo habían llevado. Jane me llamó para contármelo. Se había enterado por Dora, que estaba en la tienda justo cuando la niña de los Acton había entrado corriendo en busca de su madre para decirle que el pequeño se había perdido en el bosque y que Mallie la criada andaba cavando a no más de cinco metros de donde lo había visto por última vez. Jane me dijo que la señora Acton, Dora, Mary Corn y una decena más de mujeres se estaban dirigiendo ya mismo a la casa de al lado, y que más me valía salir si no quería perderme detalle, y que si ella llegaba tarde le contara todo lo que hubiera pasado. Apenas había puesto un pie en el exterior cuando las vi venir por la avenida, unas diez o doce madres, marchando tan furiosas que no les quedaba espacio para el miedo.

—Vamos, Addie —me dijo Dora—. Esta vez sí que nos van a oír.

Sabía que si me quedaba atrás Jane nunca me lo perdonaría, así que salí y recorrí el trecho de acera que me separaba de la casa de al lado. La señora Acton estaba lista para subir los peldaños y golpear la puerta, porque estaba furiosa, pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se abrió y aparecieron la señora West y el pequeño, sonriendo de oreja a oreja como si nada hubiera sucedido.

—Mallie se lo encontró en el bosque —dijo la señora West, y la señora Acton agarró al chico para apartarlo de ella.

Una podía intuir lo mucho que lo habían atemorizado por el modo en que el pequeño se echó a llorar en cuanto estuvo con su madre. Lo único que decía era «gatito» y, como os podréis imaginar, aquello nos dio escalofríos.

La señora Acton estaba tan furiosa que apenas le salían las palabras, pero al fin logró pronunciar:

—Ni se le ocurra acercarse a mis hijos, ¿me oye?

La señora West la miró sorprendida.

—Mallie se lo encontró en el bosque —dijo—. Íbamos a llevarlo ahora a su casa.

—Y ya nos imaginamos en qué estado —gritó Dora, y Ann Lee se le sumó enseguida desde el fondo:

—¿Por qué no se van de nuestro pueblo?

—Supongo que lo haremos —dijo la señora West—. No es como esperábamos.

Lo que hay que oír, ¿verdad? No hay nada que me moleste más que la gente que critica este pueblo, en el que mi abuelo construyó la primera casa, así que allí mismo le dije todo lo que pensaba:

—¡Habló la forastera! —exclamé—. Son gente malvada y pagana, con sus bailes y su criada, y cuanto antes se vayan de este pueblo, mejor para todos, incluidos ustedes. Porque déjeme que le diga —y la apunté con el dedo índice— que hay ciertas personas en este pueblo que no van a tolerar sus extravagancias durante mucho más tiempo, así que les recomendaría (de hecho, se lo recomiendo encarecidamente) que empaqueten sus muebles de diseño y sus cortinas y su criada y su gato y se marchen de nuestro pueblo antes de que nos veamos obligados a tomar medidas.

Jane sostiene que no dije exactamente eso, pero todas las demás estaban allí y pueden atestiguarlo (todas menos la señora Acton, que en su vida ha hecho un comentario favorable sobre nadie).

En cualquier caso, fue en ese preciso instante cuando nos dimos cuenta de que le habían dado algo al pequeño para comprar su afecto, porque la señora Acton se lo quitó de la mano y el niño se puso a llorar sin cesar. Cuando nos lo mostró, me resultó difícil de creer, aunque, por supuesto, para esta gente nada es lo suficientemente retorcido. Era una pequeña manzana dorada, muy brillante y luminosa, y la señora Acton la tiró al suelo del porche con todas sus fuerzas. El pequeño juguete se convirtió en polvo.

—No queremos nada que provenga de ustedes —declaró la señora Acton y, como le conté a Jane después, fue terrible ver la expresión que adquirió el rostro de la señora West. Durante un minuto se quedó allí parada, mirándonos. Después se dio la vuelta, entró en la casa y cerró la puerta.

Alguien propuso tirarles piedras a las ventanas, pero les recordé que destrozar la propiedad privada es un crimen y que lo mejor sería dejar la violencia a los hombres, así que la señora Acton se llevó a su pequeño a casa y yo entré en la mía para llamar a Jane. Pobre Jane, todo había ocurrido tan rápido que ni siquiera le había dado tiempo a ponerse la faja.

Jane apenas acababa de descolgar cuando, a través de la ventana del salón, vi que había un camión de mudanzas aparcado frente a la casa de al lado y que unos hombres habían empezado a cargar los muebles de lujo. Jane no se sorprendió cuando se lo conté.

—Nadie puede mudarse tan rápido —dijo—. Seguro que planeaban escaparse con el pequeño.

—O tal vez haya sido la criada con su magia —respondí, y Jane rio.

—Oye —me dijo—, ve y mira a ver qué más pasa... Esperaré al teléfono.

Pero no había nada que ver además del camión de mudanzas y los muebles, ni siquiera desde el porche. Ni rastro de la señora West o la criada.

—Él aún no ha regresado de la ciudad —dijo Jane—. Tendrán mucho que explicarle esta noche.

Y así es como se fueron. Me atribuyo gran parte del mérito, aunque Jane intenta chincharme diciendo que la señora Acton también puso mucho de su parte. Para cuando cayó la noche, ya se habían ido con todos los bártulos, y Jane y yo entramos en la casa con una linterna para determinar qué daños habían causado. Allí dentro no había quedado nada (ni un hueso de pollo ni una bellota) salvo el ala de un arrendajo azul en el piso de arriba, y eso no era algo que mereciera la pena guardarse. Jane la echó al incinerador antes de salir.

Pero hay una cosa más. Mi gata, Samantha, tuvo gatitos. Puede que a vosotros no os asombre, pero juro por Dios que a mí y a Samantha nos pilló desprevenidas, sobre todo porque la pobre vieja tiene más de once años y los días de tener camadas le quedan ya lejos. Al principio me resultó gracioso verla contoneándose por ahí como una gata joven, con los pies ligeros y actitud complaciente, como si estuviera haciendo algo que ninguna gata hubiera hecho antes. Pero aquellos gatitos me inquietaban.

La gente no se atreve a decirme nada sobre ellos a la cara, por supuesto, pero siguen con esos rumores tontos sobre hadas y duendes. Y es innegable que los gatitos son de un amarillo brillante, con ojos naranjas, y mucho más grandes de lo que unos gatitos normales deberían ser. A veces veo cómo me miran cuando estoy trajinando por la cocina y un escalofrío me recorre la espalda. La mitad de los niños del pueblo no hacen más que pedir uno de esos gatitos —«gatitos mágicos», los llaman—, pero no hay ni un adulto que quiera adoptar uno.

Jane dice que, definitivamente, hay algo extraño en esos gatitos, pero no me importa, porque quizá no vuelva a dirigirle la palabra en la vida. Jane es capaz de cotillear hasta sobre gatos, y los cotilleos son una cosa que, simplemente, no puedo soportar.

2

El tatuaje perdido

CLAYTON MATTHEWS

La noche de feria era un caleidoscopio de colores psicodélicos y un derroche de sonidos: el zumbido de las atracciones, las voces estruendosas de los vendedores de entradas y los charlatanes de las barracas y, de fondo, el tintineo alegre del calíope del carrusel.

Bernie Mather, el vocinglero de la Parada de los diez monstruos, acababa de empezar su arenga, golpeando un gong para atraer la atención de la gente y escupiendo un chorro de palabras en su megáfono.

—¡Pasen y vean! ¡Sí, ustedes! ¡Adelante! Acérquense, amigos, para un espectáculo gratuito. ¡Pasen y vean! ¡Aquí es donde están los monstruos!

Me detuve a un lado de la multitud que se aglomeraba frente a la plataforma de la carpa de los monstruos. Esa noche iban a sacar una buena tajada. Las Mil Maravillas de Montana formaba parte de una feria más grande, y el público era satisfactoriamente numeroso en la vía central.

Un feriante que pasaba por ahí me dio un toquecillo en el hombro.

—Ey, Patch. Veo que andas al loro.

—Sí, como siempre.

Ese soy yo: Patch. Nombre real, Dave Cole, pero para todos los del circo Montana era Patch. Para un feriante, representaba justo lo que el nombre sugiere: parches. El tío que arregla cosas, el que, si hace falta, unta a la policía local para que las atracciones sigan funcionando y las chicas de los espectáculos puedan quedarse en pelotas. Curiosamente, sobre todo teniendo en cuenta el rechazo total hacia la policía que se respira en el reducido mundo de los feriantes, también actuaba como una especie de agente de la ley interno: mantenía la paz, vigilaba que los barraqueros no se volvieran demasiado avariciosos, mediaba en disputas... Lo que fuera. En definitiva, ponía parches, solucionaba problemas. En ciertos aspectos tenía más poder dentro del circo que Tex Montana, el dueño, que era quien me pagaba el salario.

De hecho, Kay Foster, la cajera de la carpa de comida, ya me había acusado una vez precisamente de eso. «¿Sabes por qué sigues siendo un feriante, Dave, en vez de montarte un despacho privado en algún lado? Porque te gusta el poder que tienes aquí. Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.»

Kay y yo estábamos liados, y ella odiaba la vida de feriante. Yo había ejercido la abogacía brevemente hacía algunos años, hasta que me metí en cierto apuro, no lo bastante grande como para que me inhabilitaran pero casi.

De todos modos, Kay creía que debía casarme con ella, dejar la feria y volver a la vida sedentaria. Estaba dispuesto a lo primero, pero aún no estaba preparado para lo demás. La bromita de la cabeza de ratón y la cola de león me había molestado. Disfrutaba de la vida de feriante y del trabajo que desempeñaba. Tenían su parte buena.

Noté que Bernie me había visto entre la multitud. Me guiñó el ojo y se dio la vuelta haciendo una floritura con el bastón.

—Muy bien, amigos, ahora voy a sacar a los monstruos; les ofrezco una muestra gratuita de lo que podrán encontrar en el interior a cambio del mísero precio de una entrada.

La parada de los monstruos contaba con diez actuaciones. Para cada muestra gratuita, Bernie sacaba tres individuos, por lo general diferentes. De entre los que se podían mover, claro. Sally, la Mujer Descomunal, por ejemplo, pesaba alrededor de trescientos veinte kilos, y hubiera hecho falta una grúa para izarla a la plataforma.

Esta vez Bernie sacó a Sam, el Milagro Anatómico; a Dirk, el Tragasables, y a May, la Mujer Tatuada. Algunos monstruos lo son de nacimiento; otros, se hacen mediante trucos. El Milagro Anatómico lo era por naturaleza, el Tragasables hacía trucos y a May habría que situarla en algún punto intermedio. Llevaba ya tres temporadas con las Mil Maravillas de Montana y me conocía a todos los feriantes, incluidos los monstruosos, pero seguía fascinado por los tatuajes de May. Bernie, que había dirigido paradas de monstruos durante veinte años, me dijo una vez que tenía el cuerpo más minuciosamente tatuado que hubiera visto jamás. Bernie también era el presentador de cada número que se llevaba a cabo en el interior de la carpa, así que May le quedaba delante de las mismísimas narices, como quien dice.

May tenía treinta años, uno arriba uno abajo, y un rostro encantador. Eso era todo lo que podías ver cuando salía a la plataforma. Llevaba una bata larga que le cubría desde el cuello hasta la punta de los dedos de los pies. La había visto exhibirse varias veces en el interior, vestida con calzones y un top sin tirantes. El resto de su piel, cada centímetro visible, estaba cubierto de tatuajes maravillosamente trazados, como una pintura que debes observar largo y tendido para comprender su significado. Dibujos religiosos, escenas de caza, retratos de hombres famosos, la bandera norteamericana y, cruzando su abdomen, navegaba una goleta de dos mástiles, que ella hacía oscilar y agitaba contorsionando el estómago.

En esos momentos, sin embargo, el muy zorro de Bernie se limitaba a tentar al público con May, entreabriendo los pliegues de su bata con el extremo del bastón para que la multitud vislumbrara una pierna tatuada hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

Cuando me alejé, Bernie ya se había apartado de May y señalaba al hiperflexible Sam, el Milagro Anatómico, que también conocía el punto justo de exhibición que la plataforma requería. Meneó cada oreja en una dirección diferente y extendió una mano a la vez que rotaba cada dedo por separado.

Se acercaba la medianoche y la multitud iba disminuyendo a medida que me aproximaba a la carpa de la comida. La gente que quedaba se agrupaba, por lo general, en torno a las casetas con espectáculos, donde los presentadores soltaban las últimas peroratas de la noche.

La carpa de la comida comenzaba a llenarse, puesto que muchos feriantes ya habían terminado sus jornadas. En la caja registradora, Kay estaba ocupada, así que la saludé con la mano y me dirigí al fondo en busca de un café y un sándwich de medianoche.

Me tomé mi tiempo. Me bebí una segunda taza de café a la espera de que cerraran todos los espectáculos y atracciones para así poder pasearme por la vía principal y comprobar que todo estaba dispuesto para la noche. No entraba dentro de mi trabajo hacer de guarda nocturno (teníamos dos hombres contratados para eso), pero me gustaba revisar las cosas por mí mismo.

Al poco, todo quedó cerrado salvo la carpa de la comida. Muchos de los feriantes vivían en caravanas o tiendas en las que podían cocinar, pero la mayoría se acercaba a la carpa para mentir sobre sus ganancias de la noche. Estaba a punto de levantarme y dar comienzo a mi ronda de inspección cuando reconocí a uno de los mozos de la parada de los monstruos que se acercaba a mi mesa a toda prisa.

—¡Patch, Bernie te necesita ahora mismo!

Me puse de pie.

—¿Qué ha pasado?

—Es May. ¡Está muerta!

—¿Muerta?

—¡Asesinada, por lo que parece!

Recordé dónde estaba y miré a mi alrededor, pero ya era demasiado tarde. Aquellos que estaban más cerca se habían quedado en silencio y supe que lo habían oído todo. La voz se correría como la pólvora. Le hice un gesto al mozo para que se callara y lo empujé hacia el exterior.

Corrimos hacia la carpa de Bernie. Nuestras pisadas crujían sobre el serrín que habían esparcido sobre la vía principal, que ya se hallaba lista para recibir al público del día siguiente. El camino estaba desierto, con todas las luces apagadas excepto una hilera de bombillas a lo largo del centro. Las puertas de tela de la tienda de bienvenida estaban echadas, como bocas ávidas que hubieran quedado saciadas y cerradas, y las atracciones permanecían inmóviles, como monstruos de diversos tamaños durmiendo bajo sus fundas nocturnas.

Bernie me esperaba frente a su carpa. Flaco, pulcro y de una edad indeterminada, se apoyaba contra la taquilla, con una pipa encendida clavada en su rostro tan estrecho como la hoja de un hacha.

—¿Qué ha pasado, Bernie? ¿Han matado a May?

—No cabe otra explicación —dijo con voz ronca—. Habíamos recaudado una pequeña propina para un último espectáculo y May dijo que tenía que... No sé, que tenía algo que hacer, así que le dije que no se preocupara y se marchara tranquila, que tampoco es que esos pardillos fueran a echar en falta a una mujer tatuada. Cuando por fin bajamos la persiana, fui a su caravana. Las luces estaban encendidas, pero cuando llamé a la puerta no respondió nadie. Descubrí que la puerta no estaba cerrada, así que la abrí y entré. May estaba tendida en el suelo, con un cuchillo clavado en la espalda.

—¿Un cuchillo del arsenal de Dirk?

Bernie pareció sorprendido, o al menos más sorprendido que nunca.

—¿Sabes qué? Ni se me había ocurrido, pero podría ser, podría ser...