Alfred Hitchcock presenta: cuentos que mi madre nunca me contó -  - E-Book

Alfred Hitchcock presenta: cuentos que mi madre nunca me contó E-Book

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«Te aseguro que el título de este libro es una descripción totalmente exacta del contenido. No creo que mi madre me hubiera contado las historias que he recopilado aquí, ni aunque hubieran estado a su alcance. Te espera todo un abanico de emociones, exceptuando, claro está, aquellos sentimientos más tiernos y amables, con los que yo no tengo nada que ver...» Alfred Hitchcock CON RELATOS DE RAY BRADBURY, SHIRLEY JACKSON, ROALD DAHL, MARGARET ST. CLAIR Y MUCHOS MÁS.

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La perrita Blackie tenía vértigo, perseguía a los pájaros,

vigilaba quién le pisaba los talones, se asomaba con insistencia

a la ventana y desde luego sabía demasiado. Y era agotador.

Índice

Portada

Cuentos que mi madre nunca me conto

Créditos

Introducción

1. El viento

2. Los años amargos

3. Nuestros amigos los pájaros

4. Los veraneantes

5. La diosa blanca

6. La tumba circular

7. El ídolo de las moscas

8. El ascenso del señor Mappin

9. Los hijos de Noé

10. El hombre que estaba en todas partes

11. Apuestas

12. Una casa muy convincente

13. La niña que creyó

14. El montículo de arena

15. Adiós, papá

16. Onagra

17. ¿Quién tiene la dama?

18. Selección natural

19. Segunda noche en el mar

20. El muchacho que predecía terremotos

Relatos incluidos en este volumen

ALFRED HITCHCOCK nació en Reino Unido en 1899 y murió en Estados Unidos en 1980. Padre indiscutible del thriller psicológico y del cine de suspense con mayúsculas, pasó del cine mudo británico al Hollywood glorioso de los años 40. A partir de entonces y hasta bien entrada la década de los 70 su carrera sería meteórica.

A él se deben técnicas tan fundamentales como el plano que imita la mirada humana, el encuadre holandés para aumentar la tensión, los primerísimos primeros planos para las escenas más impactantes y el celebérrimo MacGuffing o detalle aparentemente baladí que articula la narración. Toda una escuela de cine moderno nació de sus icónicos largometrajes, hoy erigidos clásicos indiscutibles del cine: Psicosis, Los pájaros, Vértigo, La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Atrapa a un ladrón, Con la muerte en los talones, Rebecca y un larguísimo etcétera son aún estudiadas en escuelas de cine de todo el mundo, y homenajeadas sin cesar en precuelas, secuelas y remakes. Es probablemente el cineasta más prolífico del cine negro, y no parece que vaya a ser destronado próximamente. También protagonizó cameos en treinta y siete de sus cincuenta y tres películas, convirtiéndose así en el director de cine que más veces posó frente a las cámaras.

No es de extrañar que su pasión por el suspense, tan fundamental en su carrera artística, naciese de la literatura del género. Hitchcock era un ávido lector y jamás abandonó la lectura de los grandes maestros de la novela negra. Por ello, comenzó pronto a recopilar sus propios compendios de relatos cortos, de entre los cuales Cuentos que mi madre nunca me contó es el más memorable, el más brillante, el más misterioso.

Título original: Stories my Mother Never Told Me

Diseño de colección y cubierta: Setanta www.setanta.es

© Alfred Hitchcock, por cortesía de Alfred Hitchcock LLC. Todos los derechos están reservados

© de la traducción: Haizea Beitia, 2020

© de la edición: Blackie Books S.L.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: mayo de 2024

ISBN: 978-84-10323-00-1

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Introducción

A no ser que hayas empezado este libro por la contracubierta y lo hayas leído de atrás hacia delante, habrás observado que su título es Cuentos que mi madre nunca me contó. Y te aseguro que este título es una descripción absolutamente exacta de su contenido. Incluso estaría dispuesto a declarar bajo juramento ante cualquier tribunal del mundo que ninguno de estos cuentos me llegó, en forma alguna, por boca de mi madre.

La razón es muy sencilla: ninguno de ellos estaba escrito en la época en que mi madre me contaba cuentos.

Sin embargo, no creo que mi madre me hubiera contado las historias que he recopilado aquí, ni siquiera aunque hubieran estado a su disposición. Tampoco te recomiendo narrárselas indiscriminadamente a tus pequeños. Son cuentos para gustos refinados, para aquellas personas que ya han dejado atrás el sencillo placer del golpe contundente, el grito en la noche o el veneno en el decantador de oporto.

Creo que es del conocimiento público que soy un adicto a las historias que tiñen con una pincelada de terror las emociones del lector, que turban su sensibilidad con horrores angustiantes o le aceleran el pulso mediante el suspense. He llevado esta afición tan lejos como para publicar algunos volúmenes en los que agrupaba relatos que, a mi parecer, destilaban esas emociones en su más pura esencia.

Esta vez, en cambio, no quisiera condicionar las reacciones que provocarán en ti, lector, estos cuentos. Resistiré a la tentación y me abstendré de mencionar este o aquel relato. Hay que adentrarse en estas historias sin advertencias ni prejuicios. Solo de este modo el impacto podrá ser completo y rotundo en tu susceptible sistema nervioso.

Lo único que sí puedo prometer es que te espera todo un abanico de emociones, exceptuando, claro está, los sentimientos más tiernos y amables, con los cuales yo no tengo nada que ver. He incluido uno o dos de los cuentos por mero entretenimiento, pero no debes interpretar este detalle como un punto débil. Incluso en esos relatos subyacen elementos escalofriantes que convertirán su lectura en una experiencia extrañamente placentera. Y hay otros que considero casi diabólicos. Además...

¡Basta ya! Ya lo dijo alguien una vez: la mejor introducción es la más breve.

¡Adelante entonces!

ALFRED HITCHCOCK

1

El viento

RAY BRADBURY

El teléfono sonó a la seis y media de la tarde. Era diciembre, así que ya había anochecido. Thompson descolgó.

—¿Diga?

—Hola. ¿Herb?

—¡Ah! Eres tú, Allin.

—¿Está tu mujer en casa?

—Claro, ¿por qué?

—¡Mierda!

Herb Thompson se acercó más al teléfono y bajó la voz:

—¿Qué pasa? Te noto alterado.

—Quería pedirte que vinieras esta noche.

—No puedo, tenemos visita.

—Me gustaría que pasaras la noche aquí. ¿Cuándo se marcha tu mujer?

—La semana que viene —dijo Thompson—. Estará en Ohio unos nueve días. Su madre está enferma. Iré a verte entonces.

—Necesito que vengas hoy.

—Ojalá pudiera, pero con las visitas y todo eso, mi mujer me mataría.

—Por favor, ven hoy.

—¿Qué te pasa? ¿Otra vez el viento?

—Oh, no. No.

—¿Es el viento? —insistió Thompson.

La voz al otro lado del teléfono vaciló.

—Sí... Sí, es el viento.

—Hace buena noche. No sopla mucho viento.

—El suficiente. Llega hasta la ventana y agita un poco las cortinas. Lo justo para hablarme.

—Oye, ¿por qué no vienes tú aquí a pasar la noche? —sugirió Herb Thompson mientras recorría el vestíbulo iluminado con la mirada.

—No, no. Ya es demasiado tarde. Me atraparía por el camino. Hay mucha distancia, joder, no me atrevo. Pero gracias de todos modos. Son treinta millas, pero gracias.

—Tómate una pastilla para dormir.

—He estado de pie en la puerta una hora, te lo juro. He visto cómo se iba formando en el oeste. Por allí hay nubes y he visto cómo una se deshacía en pedazos, no sé si me entiendes. El viento sopla hacia aquí, Herb, te lo aseguro.

—Está bien, pero lo que tienes que hacer es tomarte una pastilla para dormir. Y llámame a cualquier hora que lo necesites. Luego, más tarde, si te apetece.

—¿A cualquier hora?

—Claro.

—Eso haré, pero preferiría que vinieras. Aunque tampoco quiero causarte problemas. Eres mi mejor amigo y eso no estaría bien. Tal vez sea mejor que me enfrente a esta cosa yo solo. Siento haberte molestado.

—¡Pero qué dices! ¿Para qué están los amigos entonces? Oye, mira, haz algo: por ejemplo, ¿por qué no escribes un rato? —dijo Herb Thompson, apoyándose primero en una pierna y luego en la otra—. Así te olvidarás del Himalaya, del valle de los Vientos y de esa obsesión tuya por las tormentas y los huracanes. Escribe otro capítulo de tu libro de viajes.

—Puede que lo haga. Tal vez. No sé. Puede. Muchas gracias por aguantarme.

—Gracias, dice. ¡Vete a la mierda! Y ahora cuelga. Mi mujer me está llamando para cenar.

Herb Thompson dejó el teléfono, fue al comedor y se sentó a la mesa. Su mujer se acomodó frente a él.

—¿Era Allin? —preguntó. Él asintió con un gesto y ella siguió hablando mientras le pasaba un plato lleno de comida—. Siempre anda con eso de los vientos, que si soplan para arriba, que si soplan para abajo, que si fríos, que si calientes.

—Le pasó algo en el Himalaya, durante la guerra —dijo Herb Thompson.

—No te creerás lo que cuenta del valle, ¿verdad?

—Es un buen relato.

—Escalar esto, escalar aquello. Subir montañas cada vez más altas. ¿Por qué os da por hacer esas cosas? ¿Para luego pasar miedo?

—Nevaba —continuó Thompson.

—¿Ah, sí?

—Y llovía, granizaba y soplaba mucho viento, todo a la vez. Allin me lo ha contado millones de veces, lo describe muy bien. Estaba a bastante altura. Nubes y todo eso. El valle producía un sonido...

—Por supuesto que sí —dijo ella, harta.

—... como de muchos vientos juntos. Vientos de todo el mundo. —Tomó un bocado—. Así lo cuenta él al menos.

—Para empezar, no tendría que haber ido allí. Uno mete las narices donde no le llaman y luego se le ocurren ideas raras. Además, ya sabes, los vientos se enfurecen con el intruso y lo persiguen.

—No te rías de Allin, es mi mejor amigo —replicó Herb Thompson.

—¡Es tan estúpido!

—De todos modos, no lo ha tenido nada fácil. Primero, aquella tormenta en Bombay y, luego, el huracán de las islas del Pacífico, dos meses después. Y lo de Cornualles.

—No me inspira mucha simpatía un tipo que se mete en tormentas y huracanes todo el rato y acaba desarrollando una manía persecutoria.

El teléfono volvió a sonar.

—No lo cojas —dijo ella.

—Igual es importante.

—Es Allin otra vez.

Permanecieron sentados y el teléfono sonó nueve veces sin que ninguno de los dos contestara. Finalmente, dejó de sonar. Terminaron de cenar. En la cocina, las cortinas de la ventana se movían con suavidad, agitadas por una ligera brisa.

El teléfono volvió a sonar.

—No puedo no responder —dijo él, y descolgó el auricular—. Hola, Allin.

—¡Herb! ¡Está aquí! ¡Ha llegado!

—Estás muy cerca del teléfono, aléjate un poco.

—Me he quedado esperándolo con la puerta abierta. Lo he visto recorrer la carretera, agitando todos los árboles, uno a uno, hasta que ha llegado a los que están al lado de mi casa. Y cuando estaba ya a punto de entrar, ¡le he cerrado la puerta en las narices!

Thompson no respondió. No se le ocurría nada que decir. Su mujer lo miraba desde la puerta del vestíbulo.

—Qué interesante —dijo al fin.

—Está rondando mi casa, Herb. Ahora ya no puedo salir ni hacer nada. Pero me he burlado de él. ¡Le he dejado creer que ya me tenía y, justo cuando venía a por mí, le he cerrado la puerta en las narices! Estaba listo. Me he estado preparando para ello durante semanas.

—Vaya, qué cosas, ¿no? Continúa contándomelas, colega.

Herb Thompson intentó sonar despreocupado ante la mirada de su mujer. Notó como empezaba a caerle el sudor por el cuello de la camisa.

—Empezó hace seis semanas...

—¿Ah, sí?

—Pensaba que me había librado de él. Creía que había dejado de seguirme y de intentar atraparme. Pero solo estaba a la espera. Hace seis semanas oí como el viento se reía y murmuraba por los rincones de mi casa. Duró una hora o así, no mucho tiempo, tampoco era muy fuerte. Luego se marchó.

Thompson asintió con la cabeza.

—Me alegro, me alegro.

Su mujer lo miraba fijamente.

—A la noche siguiente regresó. Golpeó las persianas y levantó chispas en la chimenea. Volvió cinco noches seguidas, un poco más fuerte cada vez. Abrí la puerta, vino hacia mí y trató de arrastrarme al exterior, pero aún no era lo bastante fuerte. Esta noche sí lo es.

—Me alegro de que estés mejor —dijo Thompson.

—No estoy mejor. ¿Qué coño te pasa? ¿Es que nos está escuchando tu mujer?

—Sí.

—Lo entiendo. Sé que parezco un loco imbécil.

—Para nada. Continúa.

La mujer de Thompson salió de la habitación y él se relajó. Se sentó en una silla al lado del teléfono.

—Sigue, Allin, saca todo lo que tengas que decir, dormirás mejor.

—Ahora envuelve toda la casa, es como si una enorme aspiradora quisiera llevarse hasta las tejas. No para de sacudir los árboles.

—Es curioso, aquí no hace nada de viento.

—¡Claro que no! Vosotros no le importáis, viene a por mí.

—Tal vez sea eso...

—Es un asesino, Herb, un cazador asesino prehistórico. El peor de todos, joder. Es una inmensa alimaña que va por ahí olfateando, tratando de llegar hasta mí. Empuja la casa con su hocico helado, husmeando. Si estoy en el salón, presiona por ahí; si me voy a la cocina, me sigue. Ahora está intentando entrar por las ventanas, pero las tengo reforzadas y puse bisagras y cerrojos nuevos en las puertas. Es una casa sólida. Es antigua, pero la construyeron con mucha solidez. He encendido todas las luces. La casa entera brilla. El viento me ha seguido de habitación en habitación, mirando por las ventanas a medida que iba encendiendo las luces. ¡Joder!

—¿Qué pasa?

—Acaba de arrancar la protección de la puerta principal.

—Lo mejor sería que vinieras aquí a pasar la noche, Allin.

—¡No puedo! Dios santo, no puedo salir de la casa. No puedo hacer nada. Conozco este viento, es listo. He intentado encender un cigarrillo hace un momento y, con una breve ráfaga, me ha apagado la cerilla. Al viento le gusta jugar, mofarse de mí. Se está tomando su tiempo, tiene toda la noche. ¡Dios mío! ¡No! Ahora mismo, uno de mis viejos libros, sobre la mesa... Ojalá pudieras verlo. Una brisa se ha colado por a saber qué agujero de la casa y... la... la brisa ha abierto el libro y está pasando las páginas una a una. Ojalá pudieras verlo. Ahí está aquella introducción. ¿Recuerdas la introducción de mi libro sobre el Tíbet, Herb?

—Sí.

—«Este libro está dedicado a todos aquellos que sucumbieron a los elementos, de parte de alguien que los conoce, pero que ha logrado sobrevivir.»

—Sí, la recuerdo.

—¡Se ha ido la luz!

Se oyó un chasquido.

—Acaba de caer el tendido eléctrico. ¿Me oyes, Herb?

—Aún te oigo.

—El viento se ha puesto celoso de las luces de mi casa, así que ha derribado los cables de fuera. Lo siguiente será el teléfono, ya verás. Mi lucha con el viento es a vida o muerte, te lo juro. Espera un segundo.

—¿Allin?

Silencio.

Herb apretó aún más el auricular. Su mujer le lanzó una mirada desde la cocina. Herb Thompson siguió esperando.

—¿Allin?

—Ya está —dijo la voz al otro lado de la línea—. Entraba una corriente por debajo de la puerta y he puesto unos trapos para evitar que se me congelasen las piernas. Al final me alegro de que no hayas venido, Herb, prefiero no haberte metido en esto. Acaba de romper una de las ventanas del salón y entra una ráfaga continua. Está arrancando los cuadros de las paredes. ¿Lo oyes?

Herb Thompson prestó atención. Se oía un aullido constante y salvaje, y también algunos golpes. Allin gritó más fuerte:

—¿Lo oyes?

Herb Thompson tragó saliva.

—Sí, lo oigo.

—Me quiere vivo, Herb. No tira la casa abajo de un solo soplo porque eso me mataría. Me quiere vivo para despedazarme miembro a miembro. Quiere lo que hay dentro de mí. Mi mente, mi cerebro. Quiere mi energía vital, mi fortaleza psíquica, mi yo. Quiere mi intelecto.

—Me llama mi mujer, Allin. Tengo que secar los platos.

—Es una gran nube de vapores, formada por vientos de todo el mundo: aquel que azotó Sulawesi hace un año, el asesino de La Pampa que tantas muertes causó en Argentina, el tifón que se cebó con Hawái y el huracán que asoló la costa africana a principios de año. Tiene un poco de todas aquellas tormentas de las que escapé. Empezó a perseguirme en el Himalaya porque no quería que yo supiera lo que averigüé, lo del valle de los Vientos; allí se junta y planea destrucciones. Algo, hace muchísimo tiempo, le infundió un principio de vida. Sé dónde se alimenta. Sé dónde nace y dónde algunas de sus partes van a morir. Por eso me odia, porque he escrito libros contra él, explicando cómo derrotarlo. Quiere incorporarme a su inmenso cuerpo, poseer mis conocimientos. ¡Me quiere en su bando!

—Tengo que colgar, Allin. Mi mujer...

—¿Qué? —Se produjo una pausa. Al otro lado del teléfono se oía soplar al viento, lejano—. ¿Cómo dices?

—Llámame dentro de una hora, Allin —dijo Thompson, y colgó.

Fue a secar los platos. Su mujer lo interrogó con la mirada, pero él fijó la vista en la vajilla mientras la iba frotando con un trapo.

—¿Qué tal noche hace? —preguntó Herb al rato.

—Buena, no muy fría. Se ven las estrellas —contestó ella—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada.

Durante la siguiente hora el teléfono sonó tres veces. A las ocho en punto llegaron las visitas, el señor y la señora Stoddard. Estuvieron hablando una media hora y, después, decidieron sentarse a la mesa de juego y empezar una partida de blackjack.

Herb Thompson barajó las cartas largo y tendido y las repartió una a una, con brusquedad, entre los jugadores. La conversación iba y venía. Se encendió un puro, cuya punta enseguida adquirió el tono gris de la ceniza, y ordenó sus cartas en la mano. De tanto en tanto levantaba la cabeza, como si tratara de escuchar algo. No se oía nada en el exterior. En una de esas ocasiones, su mujer le vio el gesto y él disimuló de inmediato. Descartó una jota de tréboles.

Continuó fumando con caladas lentas y todos charlaron tranquilamente, riendo de vez en cuando. El reloj del vestíbulo dio las nueve.

—Aquí estamos —dijo Herb Thompson sacándose el puro de la boca y mirándolo con actitud pensativa—, seguros y cómodos. Qué absurdo.

—¿Eh? —preguntó el señor Stoddard.

—Nada. Solo que aquí estamos, viviendo nuestras vidas, mientras, allá fuera, por todo el mundo, hay millones de personas viviendo las suyas.

—Es una afirmación obvia y un poco tonta, ¿no?

—Pero no deja de ser cierta. La vida... —volvió a llevarse el puro a la boca— es solitaria. Incluso para la gente casada. A veces, cuando estás en los brazos de otra persona, te sientes a miles de kilómetros de ella.

—A mí eso me gusta —respondió su mujer.

—No me has entendido —dijo con calma. No se sentía culpable por estar arruinando la conversación y se tomó su tiempo para explicarse—. Me refiero a que todos tenemos unas creencias, cada uno las suyas, y vivimos nuestras minúsculas vidas al mismo tiempo que otras personas viven las suyas propias, que pueden ser totalmente diferentes. Por ejemplo, ahora nosotros estamos aquí, sentados en esta sala, mientras mueren miles de personas. Unas de cáncer, otras de neumonía, algunas más de tuberculosis. Me imagino que, en este preciso instante, no muy lejos de aquí, alguien habrá fallecido en un accidente de tráfico.

—No es una conversación muy alegre, que digamos —interrumpió su mujer.

—Lo que quiero decir es que todos vivimos sin pararnos a pensar en cómo piensan, cómo viven o cómo mueren los demás. Esperamos hasta que nos llega la muerte. Míranos: aquí sentados, con nuestros culos bien seguros, mientras que, a treinta millas de aquí, en un caserón antiguo, completamente rodeado por la noche y por Dios sabe qué más, uno de los mejores tipos que he conocido...

—¡Herb!

Dejó el puro sobre el cenicero y miró sus cartas sin verlas.

—Lo siento. —Volvió a coger el puro con un gesto rápido y lo encendió de nuevo—. ¿Me toca?

—Te toca.

Siguieron jugando, conversando y riendo. Se intercambiaron cartas y cuchicheos. Herb Thompson se recostó en la silla y empezó a sentirse enfermo.

Sonó el teléfono. Thompson dio un salto y corrió a descolgarlo.

—¡Herb! Te he estado llamando.

—No podía contestar, no me dejaban.

—¿Qué estáis haciendo?

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—¿Han llegado ya las visitas?

—Joder, claro que sí.

—¿Estabais charlando, riéndoos y jugando a las cartas?

—Sí, sí, pero qué tiene que ver eso con...

—¿Te estás fumando tu puro de diez centavos?

—Que sí, joder, pero...

—¡Qué suerte! —dijo la voz del teléfono con envidia—. Eso sí que es una suerte. Me gustaría poder estar allí. Me gustaría no saber las cosas que sé. Hay tantas cosas que me gustarían...

—¿Estás bien?

—De momento sí. Estoy encerrado en la cocina. La entrada principal de la casa acaba de caer, pero yo ya tenía planeada la retirada. Cuando la puerta de la cocina ceda, me meteré en el sótano. Con suerte, podré aguantar ahí hasta mañana. Va a tener que echar abajo toda la maldita casa para atraparme. El sótano es un refugio bastante sólido y tengo una pala, podría incluso cavar...

A través del teléfono llegaba un sonido como de muchas voces.

—¿Qué es eso? —Herb Thompson se estaba poniendo nervioso, tenía frío, temblaba.

—¿Eso? —repuso la voz del teléfono—. Eso son las voces de los diez mil muertos por un tifón, de los siete mil asesinados por un huracán, de otros tres mil enterrados por un ciclón... ¿Te aburro? Es una lista larga. Eso es el viento, ¿sabes? Una muchedumbre de espíritus, un montón de muertos. El viento los mató y se quedó con sus inteligencias y sus almas para adquirirlas y usarlas. Se ha apoderado de todas sus voces y las ha convertido en una sola: la suya propia. Interesante, ¿verdad? Millones de personas asesinadas a lo largo de los siglos, arrastradas y torturadas de continente en continente, viajando en el vientre de los monzones y a lomos de los torbellinos. Mierda, me estoy poniendo muy poético.

Por el teléfono se oían los ecos cada vez más intensos de gritos, alaridos y quejidos.

—Venga, vuelve aquí, Herb —lo llamó su mujer desde la mesa de juego.

—Así es como el viento se hace más inteligente cada día. Aumenta su intelecto con un cuerpo tras otro, una vida tras otra, una muerte tras otra.

—Te estamos esperando, Herb —insistió su mujer.

—¡Que sí, joder! —Thompson se giró, casi gritando—. ¡Esperad un minuto! —Volvió a hablar al teléfono—: Allin, si quieres que vaya, salgo enseguida para ayudarte.

—Ni se te ocurra. Esta lucha es personal, no serviría de nada involucrarte. En fin, será mejor que cuelgue. La puerta de la cocina está cediendo y tendré que bajar al sótano.

—Llámame más tarde, ¿vale?

—Tal vez si tengo suerte. Esta vez no creo que sobreviva. Pude escabullirme y huir aquella vez en Sulawesi, pero creo que ahora me tiene atrapado. Espero no haberte molestado mucho, Herb.

—¡Para nada, joder! Llámame luego.

—Lo intentaré...

Herb Thompson regresó a la partida de cartas. Su mujer lo fulminó con la mirada.

—¿Qué tal está tu amiguito Allin? —preguntó—. ¿Ya se le ha pasado la borrachera?

—No ha tomado una copa en su vida —repuso Thompson, malhumorado—. Debería haber ido a su casa.

—Mira, ha estado llamando cada noche durante seis semanas y tú has ido a dormir allí al menos diez veces. Y ni una sola noche viste nada raro.

—Necesita ayuda.

—Estuviste allí hace solo dos noches, no puedes andar siempre pendiente de él.

Terminaron la partida. A las diez y media sirvieron los cafés. Herb Thompson tomó el suyo a sorbos, lentamente, mirando el teléfono. «Tal vez esté en el sótano», se dijo a sí mismo.

Herb Thompson se dirigió al teléfono y trató de hacer una llamada a larga distancia.

—Lo siento —respondió un operador—. Las líneas de ese distrito no funcionan. Le avisaremos cuando estén reparadas.

—¡Las líneas telefónicas están cortadas! —gritó Thompson, y colgó el teléfono de golpe. Dio media vuelta, atravesó el vestíbulo a toda prisa, abrió el armario y sacó el abrigo y el sombrero.

—Perdonadme. —Jadeó—. Me disculpáis, ¿verdad? Lo siento mucho.

Los visitantes lo miraron atónitos, y su mujer se quedó con la mano suspendida en el aire, sosteniendo la taza de café.

—¡Herb! —gritó.

—¡Tengo que ir! —dijo él.

En la puerta se oyó un leve roce. Todos se quedaron rígidos.

—¿Quién puede ser? —preguntó la mujer.

Aquel leve roce se repitió. Thompson se apresuró de nuevo al vestíbulo y se quedó allí quieto, alerta. Afuera se oía una débil risa.

—¡Qué idiota! —dijo Thompson, sorprendido pero también aliviado—. Reconocería esa risa entre un millón. Es Allin. Habrá venido en coche. —Thompson se rio entre dientes—. Creo que viene con amigos. Se oye a mucha más gente...

Abrió la puerta de la casa. En el umbral no había nadie. Thompson no mostró sorpresa, sino que puso una mueca, divertido. Riendo, gritó:

—¿Allin? ¿Ya estás con tus bromas? Vamos, entra. —Buscó el interruptor y encendió la luz del porche—. ¿Dónde estás, Allin? Anda, venga.

Una ligera brisa le sopló en la cara. Thompson se quedó petrificado y sintió que se le helaban los huesos. Salió al porche y miró a su alrededor, inquieto.

Una ráfaga de aire repentina le agitó las solapas del abrigo y lo despeinó. Le pareció que volvía a oír risas. De pronto, el viento rodeó toda la casa y la sensación fue asfixiante. El vendaval duró un minuto exacto, luego cesó.

El viento se alejó entre los árboles con un aullido fúnebre, en dirección al mar, hacia Sulawesi, hacia Costa de Marfil, hacia Sumatra y el cabo de Hornos, hacia Cornualles y las Filipinas. Se fue alejando más y más, hasta perderse.

Thompson se quedó allí de pie, aterido. Entró en la casa, cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella, con los ojos cerrados.

—¿Pasa algo? —preguntó su mujer.

2

Los años amargos

DANA LYON

La mujer terminó de limpiar los platos tras su solitaria cena (pechuga de pollo cocida al vino, ensalada crujiente de aguacate y galletas tostadas caseras, de las que dejó suficientes para el desayuno), y la pequeña casa quedó en perfecto orden. El sol no tardaría en desaparecer tras las colinas boscosas, pues en aquel rústico pueblo de montaña que había elegido como residencia permanente, el atardecer jamás se alargaba demasiado, y en apenas unos minutos todo quedaría envuelto en la oscuridad. Así pues, era momento de echarle un último vistazo al terreno que había preparado para su jardín.

«Mañana —le había dicho Samuel—. Mañana la tierra estará lista para plantar las semillas y, así, si Dios quiere, tendrás un césped decente, para variar.» El hombre estaba orgulloso de sus preparativos; nadie había conseguido todavía hacer crecer la hierba en aquella zona rocosa de las colinas. Muchos lo habían intentado, y solo habían obtenido unas pocas briznas aquí y allá, pero ella estaba decidida a cultivar un espeso césped detrás de la casa. Después compraría un toldo y algunos muebles de exterior, y quizás instalaría una pequeña fuente. Así, cuando regresara de su viaje podría sentarse al aire libre durante todo el verano y disfrutar de la belleza y la tranquilidad que habría obtenido gracias a sus propios esfuerzos. En invierno viajaría (México, América Latina, el Mediterráneo), pero los veranos los pasaría en casa cuidando del jardín que durante tanto tiempo había anhelado.

Al mirar por la ventana, vio una forma blanca que se lanzaba a toda velocidad sobre la oscura tierra removida. Alarmada, salió corriendo por la puerta de atrás, gritando:

—¡Nemo! ¡Nemo!

El pequeño gato no le prestó ni la más mínima atención; se había quedado atrapado, hundido hasta la barriga en la tierra húmeda. Sin pensárselo, temerosa de que la tierra fuera a tragarse al gato por completo, como si fuesen arenas movedizas, saltó al terreno y se hundió casi hasta las rodillas.

—¡Maldita sea! —exclamó a la vez que sus pies topaban con el suelo rocoso de debajo, y se echó a reír—. Mira que eres imbécil.

Se abrió paso por la tierra reblandecida, de unos cuarenta y cinco centímetros de profundidad, rescató al gato, que aullaba, y regresó a la casa para quitarse la ropa y ducharse.

A pesar de aquello, estaba contenta por haber podido comprobar la profundidad de su parcela. Samuel había hecho bien su trabajo: había roturado el suelo rocoso lo mejor posible y, después, había traído carretadas de tierra nueva, fertilizada y libre de malas hierbas, que ya estaba lista para recibir las semillas de césped. No la había engañado. No se había limitado, como podrían haber hecho otros jardineros, a esparcir una fina capa de abono sobre el campo rocoso, sino que realmente había preparado el suelo para que la hierba creciera allí de ahí en adelante. (Aun así, Samuel había sacudido la cabeza, refunfuñando, al estilo pesimista de las gentes de la montaña, que parecían estar demasiado acostumbradas a la desilusión como para probar suerte con la esperanza. «Aquí no crece la hierba, siempre se resiste —había dicho entre dientes mientras rastrillaba y aplanaba, aplanaba y rastrillaba—. La tierra es estéril. El aire, denso. Los inviernos, demasiado crudos.» Pero había seguido rastrillando y aplanando, augurando un desastre y sin embargo, a pesar de sí mismo, manteniendo la esperanza en cierto modo.)

La mujer sonrió para sus adentros, salió de la ducha, se secó y se puso un camisón y una bata. Lavó al gato, que no se lo tomó nada bien («¿Acaso pretendes lavar a un gato mejor que él mismo?», parecía reprocharle), y se acomodó en el sillón que había frente al televisor.

Estaba sola. Y a salvo. Por fin a salvo. Feliz y satisfecha. Descansada por primera vez en su vida y a punto de embarcarse en un maravilloso crucero por todo el mundo tras años de trabajo sin vacaciones. Solo quedaban unas pocas semanas, el tiempo suficiente para ver asomar la hierba recién plantada, sabiendo que a su regreso, varios meses después, estaría alta y hermosa. Nunca se había sentido tan contenta e ilusionada, ni siquiera de niña. Los años amargos quedaban atrás; comenzaban los años de diversión.

Se hartó rápido de la televisión porque en aquel rincón montañoso solo había dos canales, y en uno tocaba un grupo de rock moderno, cuyos berridos invadieron el salón, mientras que en el otro daban un viejo wéstern, que también emitía sonidos insoportables, esta vez del pasado: disparos, gritos y el galopar frenético de caballos.

Apagó el aparato, se dirigió al escritorio y abrió un cajón. Apartó el pequeño revólver que guardaba allí por si las moscas (al fin y al cabo, vivía sola), y cogió un montón de folletos de colores para mirarlos otra vez e imaginar su vida futura: el magnífico barco en el que dispondría de un camarote exterior, todo para ella, donde disfrutaría de días y noches de puro ocio; Inglaterra, con su magnífica historia; el continente, París, Venecia y muchos sitios más, incluida Creta... El crucero duraría casi un año. Pero, sobre todo, estaba el hecho de que aquellas serían sus primeras vacaciones en muchos años, tantos que había perdido la cuenta.

Se recreó contemplando las imágenes y las descripciones llamativas, casi disparatadas, y una vez más, igual que había hecho una docena de veces antes, cogió el voluminoso billete, las direcciones, el recibo, los folletos que aconsejaban el tipo de ropa que debía llevar... Todo lo que hasta hace poco no había sido más que un sueño. ¡Y pensar que ya estaba todo acordado! Samuel se encargaría de cortar y regar el nuevo césped, y cuidaría de Nemo; la oficina de correos le guardaría la correspondencia (¿qué correspondencia?), y el señor Prescott, el único policía del pueblo, pasaría por su casa periódicamente.

Todo estaba en orden, todo estaba listo. Finalmente —¡qué alegría!—, bajaría de la montaña en el viejo y destartalado autobús diario, tomaría un vuelo a la ciudad, pasaría la noche en uno de los grandes hoteles y, a la mañana siguiente, un taxi la llevaría hasta el gigantesco barco blanco repleto de promesas...

Al principio no oyó los golpes en la puerta. La casa estaba en silencio (el único sonido era el ronroneo de Nemo a sus pies), pero ella estaba tan absorta en ese otro mundo que no se enteró.

Volvieron a llamar y, en esa ocasión, lo oyó. Aún un poco desorientada, sin preguntarse siquiera quién podría estar llamando pasado el anochecer, se dirigió a la puerta y la abrió. Ante ella apareció un hombre pequeño.

—¿Sí? —preguntó, sorprendida, pero sin sentir aún sospecha alguna.

—¿La señorita Kendrick?

Preparada o no, consiguió mantener la más completa compostura. No vaciló, y su rostro permaneció impasible.

—No —dijo tranquilamente—. Debe de haberse equivocado.

—No creo —repuso el hombre. Tenía un aspecto totalmente anodino: metro setenta de estatura, pelo pajizo y escaso, traje del mismo color y ojos azul pálido.

—Mi nombre es Stella Nordway —dijo ella—. Señora Stella Nordway.

—¡Ah! —exclamó el hombre, sonriendo—. ¿Se ha casado hace poco?

—Soy viuda desde hace diez años —contestó—. ¿Lo ve? Se ha equivocado.

—¿Podría pasar?

—No. —La mujer empezó a cerrar la puerta.

El semblante del hombre cambió ligeramente. Hubo un atisbo de furia, pero casi al instante lo sustituyó una máscara de pasividad que podría haberle hecho pasar inadvertido entre una multitud.

—Soy detective privado —añadió—, para la compañía de seguros Halmut. Me han contratado para atrapar a una mujer llamada Norma Kendrick que desfalcó más de cien mil dólares a la empresa en la que trabajó los últimos siete años. La están buscando, señorita Kendrick. Y quieren el dinero.

—Puede pasar —dijo ella, y abrió la puerta un poco más.

El hombre se coló en la casa, enseguida identificó la silla más incómoda de la habitación (baja y con el respaldo recto) y se sentó en el borde, como si ponerse cómodo en el sofá significase bajar la guardia.

—Se equivoca —insistió ella, con gesto de impotencia—, No soy...

—Soy detective profesional —le interrumpió él—. Desde hace veintitrés años. Y esto es lo que sé: usted trabajaba como contable para Sharpe, una empresa de ventas al por mayor. Un establecimiento grande y próspero. Usted era una empleada competente y de fiar. Solo tenía una pequeña extravagancia: durante los últimos siete años se negó a coger las tres semanas de vacaciones que le correspondían por contrato.

—Bueno, yo... —empezó ella, pero se mordió la lengua. Un poco más y hubiera admitido lo que decía el hombre. Se corrigió rápidamente—: Yo no tengo nada que ver con eso, así que, por favor...

—Es usted Norma Kendrick —continuó él—. Debo confesar que siento una gran curiosidad por saber qué la llevó a convertirse de repente en una desfalcadora. Se pasó años cuidando de su padre inválido y cumpliendo sus horas en la oficina. La misma rutina cada día. Y entonces, una buena mañana, decidió llevarse parte del dinero de la empresa. Al final del primer año, sin embargo, se dio cuenta de que no podía separarse de los libros de cuentas... Si se ausentaba, aunque fuera un par de semanas, el contable que la sustituyera descubriría el engaño. La verdad es que me asombró mucho que el señor Sharpe no quisiese saber por qué renunciaba a las vacaciones cada año, pero él mismo me explicó que había confiado plenamente en usted porque era hija de un viejo amigo y siempre había demostrado sensatez y responsabilidad. Es más, usted justificó su renuncia a las vacaciones aduciendo que no podía abandonar a su padre enfermo para ir a ningún sitio, y que necesitaba el dinero para pagar las facturas médicas, por lo que si el señor Sharpe, aparte de su salario habitual, le pagaba lo que le hubiera pagado al contable sustituto, usted le estaría muy agradecida...

La mujer permaneció quieta, temerosa de hablar, pero también de quedarse callada. Optó por seguir escuchando. Tenía que haber algún tipo de escapatoria.

—¿Y? —le instó a continuar. El hombre pareció sorprendido, quizá porque había esperado otra negativa por su parte.

—En lugar de vacaciones empezó a tomarse fines de semana largos, por ejemplo, de jueves a lunes, o de viernes a martes. Aprovechaba esos periodos para crear su segunda identidad, la de Stella Nordway. Se ponía una peluca rubia, gafas oscuras y ropa más juvenil. Y se compró esta casa. También compró un billete para un crucero por todo el mundo. Todo esto lo hizo con prisas, tras siete años chupando del bote, no solo porque su padre había muerto por fin, sino también porque el propietario de la empresa estaba a punto de retirarse y venderla. Y esa venta, desde luego, conllevaría un examen minucioso de las cuentas. ¿Qué me dice, señorita Kendrick?

Su mente era un torbellino.

—¿Me persigue la policía? —preguntó, tirando la toalla y aceptando lo inevitable.

El hombre sonrió.

—No, todavía no. Como ya le he dicho antes, trabajo, en primer lugar, para la compañía de seguros y, en segundo, para su antiguo jefe, aunque, por supuesto, en cuanto la localicen tendrá que intervenir la ley. Perderá su preciosa casita...

El hombre echó una ojeada a la pulcra y acogedora habitación y miró al cielo nocturno a través de la ventana. Las estrellas se veían con total nitidez sobre las montañas. Suspiró con placer. Aquel sería un maravilloso lugar de retiro para él después de toda una vida trabajando en la ciudad.

—Respecto a su viaje alrededor del mundo... y no sabe lo mucho que la envidié por eso... también tendrá que olvidarse de él.

Estaba cada vez más confundida. ¿Por qué no estaba allí la policía? ¿Por qué aquel hombre no le había dicho al señor Prescott, el único policía del lugar, que en el pueblo se escondía una fugitiva? ¿Qué hacía allí aquel tipo, contándole todas esas cosas sin hacer nada al respecto? La mujer sabía que había perdido la partida, era un riesgo que había contemplado desde el principio. Con todo, el sabor era amargo.

El pequeño hombre volvió a hablar, medio sonriendo.

—Señora Nordway...

—¿Señora Nordway? —repitió ella—. Pero si usted... usted insiste en que soy Norma Kendrick.

—Oh, puede ser quien prefiera —repuso tranquilamente—, Usted decide.

Se dejó caer sobre el sillón más cercano, totalmente confundida. La confusión era, de hecho, mayor que su miedo.

—¿Qué quiere decir? —balbuceó.

—Bueno, verá. Usted es más valiente que yo. Y más ingenua. O sea, está más dispuesta a jugársela. He estado atado a una mujer enferma durante muchos años, igual que usted a su padre, y cuanto más me preocupaba por ella, peor era su carácter. Odiaba tener que depender de mí. Y yo no tenía forma de ganar suficiente dinero como para escapar. Soy lo que soy. Le he ahorrado a mi empresa miles de dólares, quizá millones, pero mi sueldo sigue siendo insignificante... Así que, ¿cuánto vale su libertad, señora Nordway? ¿O debería llamarla señorita Kendrick? ¿Qué queda del dinero que robó?

Se quedó helada.

Esta vez no sintió miedo, sino rabia. Podía entender que la ley le hiciera pagar por lo que había hecho. Ésa era, al fin y al cabo, la consecuencia de haber perdido el juego. Pero asistir impasiblemente al robo de todo lo que había soñado, de todo aquello por lo que había trabajado, poniendo en riesgo su libertad, a manos de aquel oportunista de poca monta... Eso sí que no.

Se levantó.

—No queda mucho dinero —dijo procurando que la voz no le traicionara—. Se fue casi todo en la compra de la casa y el crucero. Me quedaría en la miseria...

—Aceptaré la casa —respondió él con ligereza. Iba ganando y se le notaba confiado—. Y puede devolver el billete. O mejor, démelo a mí...

—No creo que sea transferible —dijo ella en tono distraído—. Espere un minuto, lo tengo aquí mismo...

Al dirigirse hacia el escritorio, se detuvo un momento ante la ventana y miró al exterior.

—¿Cómo ha venido hasta aquí? —preguntó en el mismo tono despreocupado—. No veo su coche fuera.

—Lo aparqué unas calles más abajo, lejos de aquí —dijo él—, frente a la iglesia. Dadas las circunstancias, no me pareció buena idea que la gente supiera que tenía usted visita.

—Comprendo —dijo ella.

Se acercó al escritorio y rebuscó algo durante unos instantes. Cogió lo que quería y lo escondió entre los pliegues de su bata. Entonces recordó, casi por casualidad, que había vecinos no muy lejos, por lo que se dirigió con disimulo hacia el televisor.

—¿Le gustan las películas del Oeste, señor...?

—Jordan —dijo él automáticamente—. Pero, yo...

Parecía desconcertado. ¿Televisión? ¿En esos momentos?

Ella subió el volumen al máximo, y el estruendo de los cowboys, que no paraban de gritar, cabalgar y disparar, inundó la habitación. Alzó el pequeño revólver que tenía en la mano y en el brevísimo instante en que el hombre la miró y comprendió su desenlace fatal, ella apuntó y le encajó un tiro entre los ojos.

No había donde ocultar el cuerpo. Así de simple era el problema. La minúscula casa no tenía sótano; el suelo era demasiado duro y rocoso como para cavar una fosa; no tenía coche, puesto que nunca había aprendido a conducir... En definitiva, no había lugar donde ocultar aquel pequeño cadáver con un precioso agujerito en mitad de la frente.

Se sentó. No se arrepentía de lo que había hecho, hubiera disparado a ese hombre aun a sabiendas de las complicaciones para ocultar el crimen. Lo había hecho movida por la rabia, no la avaricia, ni el miedo, ni un impulso ciego; solo había sentido una rabiosa necesidad de matar a esa persona, a esa cosa, que pretendía destruir toda su vida y su futuro en beneficio propio.

Lo dejó allí, sobre la alfombra del salón, donde había caído tras escurrirse de la silla. Había muy poca sangre. Se dirigió a la cocina, mirando, a través de la ventana de atrás, su querido jardín, con la tierra preparada para el nuevo césped en el que tantas esperanzas había depositado. Apenas podía soportar la idea de que todos sus brillantes planes de futuro hubieran quedado destruidos para siempre. Se sentía desconsolada. Hecha polvo. Muerta, como el pequeño hombre en la otra habitación.

Se quedó mirando fijamente a través de la ventana, hacia la negrura de la noche, inmóvil.

El césped. El suelo. Cuarenta y cinco centímetros de tierra negra pulverizada sobre la roca. Casi medio metro. Más profundo de lo que realmente era necesario. ¿Pero bastaría ahora? ¿Sería suficiente para un hombre tendido en horizontal? ¿Con las semillas de hierba plantadas sobre él, creciendo hasta convertirse en un buen manto de césped?

La tierra estaba muy blanda y humedecida. Esperó junto a la ventana, en la oscuridad, para que los vecinos pensaran que ya se había acostado, y observó cómo las pocas luces que quedaban se iban apagando una a una. Era un pueblo donde la gente se acostaba pronto para levantarse temprano, así que no tuvo que esperar demasiado.

La noche se volvió oscura y silenciosa. Tan silenciosa como la muerte. Entonces se dirigió a la parcela del fondo y excavó un agujero en la tierra removida, del tamaño justo para un hombre pequeño (aunque, por supuesto, el agujero no tenía más de cuarenta y cinco centímetros de profundidad). Tuvo mucho cuidado de que la pala no hiciera ruido contra la roca del fondo. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la semioscuridad, pues la única luz provenía de las pálidas estrellas, y sus movimientos eran tan silenciosos como la noche.

Arrastró al pequeño hombre hasta el jardín, lo metió en su tumba con los brazos decorosamente pegados al cuerpo y empezó a cubrirlo con tierra. Se detuvo. Debía quedar plano, lo más plano posible, porque Samuel podría querer rastrillar o remover la tierra de nuevo, y no debía existir la posibilidad de que sus herramientas chocaran contra algo sólido. Le pareció que, tal y como lo había colocado, los hombros del pequeño hombre sobresalían un poco. Debía quedar más plano.

La tumba que había cavado era ancha pero poco profunda; había más espacio a los lados del cadáver que sobre él. Hizo un segundo intento, esta vez colocándolo con los brazos extendidos en ángulo recto respecto al cuerpo. Ah. Mucho mejor. Ya estaba todo lo plano que podía estar. Ya podía cubrirlo y olvidarse. La hierba no tardaría en crecer sobre él, infinidad de raíces se enredarían sobre sí mismas y lo cubrirían por completo. Su identidad, la totalidad de su ser, perdida para siempre en otros lugares. Pero no allí.

No allí.

Regresó a la casa y se echó a dormir. Su futuro estaba a salvo de nuevo...

Pasó algún tiempo antes de que comprendiera que sus planes carecían de sentido. Día tras día observó el jardín trasero, y esperó ansiosa a que asomaran las primeras briznas verdes (casi había olvidado lo que yacía debajo). Y, en efecto, la hierba creció. Pero no demasiado bien. «Es tal y como dijo Samuel», pensó con desesperación. No había césped que pudiera crecer decentemente en aquellas montañas de roca, tierra infértil e inviernos gélidos. Aun así, brotaron algunas briznas, que luchaban por alcanzar los rayos del sol. Un parche de verde aquí, otro allá... Tal vez, después de todo, hubiera alguna esperanza.

Una mañana, tras una noche de suave lluvia de verano, miró por la ventana y vio que se había producido un cambio. En el centro del jardín había una gran mancha de hierba verde y brillante, muy hermosa, alta y gruesa, que crecía con fuerza en forma de cruz y destacaba sobre el resto de los penachos mustios y pálidos. Sí, aquella mancha de hierba crecía con fuerza al cálido sol de la mañana, mecida por una leve brisa veraniega.

Y así fue como la gente del pueblo empezó a preguntarse por la vieja loca que cortaba el césped de su patético jardín dos veces a la semana. No había abandonado la casa ni una sola vez desde que afloraron las primeras briznas, ni siquiera para tomarse unas pequeñas vacaciones. Y en los largos años que siguieron, hiciera sol, lloviera o tronara, jamás faltó a su cita con el césped.

3

Nuestros amigos los pájaros

PHILIP MACDONALD

El tórrido sol de agosto se derramaba sobre la campiña como oro líquido, implacable y abrasador. En la cima de la colina, desde donde se divisaba prácticamente todo el condado, el diminuto coche, parado a un lado de la polvorienta carretera que, como una cinta blanca, rodeaba el cerro, se parecía más a un insecto que a una máquina. Parecía una enorme abeja que hubiera decidido parar y, con las alas plegadas, echarse un sueñecito al sol.

Junto al coche, de pie, había un hombre y una mujer. Entre los dos no sumarían más de cuarenta y cinco años. El vestido de la chica, de vaporosa seda, combinaba mejor con un coche de mucha más categoría que aquél, diminuto y barato. La ropa del chico, en cambio, pese a que estaba perfectamente cuidada y era elegante, tenía el sello inconfundible de las tiendas de segunda mano de Norwood. Seguramente, aquel viejo coche parecido a una abeja se había adquirido por mucho más dinero del que costaba, en pequeños pero casi eternos plazos.

La chica no llevaba sombrero y su cabello corto y dorado brillaba con los rayos del sol. Parecía estar a gusto —y así era—, pese al sofocante calor del mediodía. El chico, con chaqueta de tweed, pantalones de gruesa franela y el cuello almidonado, en el que lucía una corbata que imitaba el estilo de los colegios y universidades prestigiosos, tenía calor. Mucho calor. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto su pelo negro, y se enjugó la frente con un pañuelo de vivos colores.

—¡Buf! —dijo—. ¿No te mueres de calor, Vi?

Ella se encogió de hombros. El vestido le dejaba el cuello y las clavículas al descubierto.

—¡Es una gozada! —exclamó. Sus grandes ojos azules miraban alrededor, contemplando el campo que se extendía a sus pies—. ¿Dónde estamos exactamente, Jack?

El chico, que continuaba resoplando y limpiándose el sudor, respondió:

—¡Ni idea! Tras pasar por aquel pueblo grande me he perdido por completo... ¿Cómo se llamaba?

—Greyne o algo así —dijo la chica con aire ausente.

Tenía la mirada fija en la ladera de la colina que había a su derecha, donde refulgía, bañado por el oro del sol, el techo esmeralda de un tupido bosque. No corría ni una pizca de aire, ni siquiera a esa altura, y el verde de las hojas se veía liso e ininterrumpido.

El chico volvió a ponerse el sombrero.

—Habrá que ir tirando, supongo. Ya hemos estirado las piernas como querías.

—¡Oooh! ¡Todavía no, Jack! ¡Vamos a quedarnos un rato!

Ella puso la mano izquierda sobre el brazo del chico. En el dedo corazón de esa mano llevaba una sortija resplandeciente, pero de dudosa calidad.

—¡No nos vayamos todavía! —insistió ella.

Luego lo miró a la cara e hizo unos pucheros con cara de diversión. Él recordó el día en que le regaló el anillo y sonrió. Le pasó el brazo por los delgados hombros, inclinó la cabeza y la besó en la boca.

—Vale, Vi... ¿pero qué quieres hacer? —El chico miró alrededor frunciendo el ceño—. ¿Sentarnos aquí, en esta hierba polvorienta, y achicharrarnos?

—¡No seas tonto! —dijo ella, apartándose de él. Con un dedo señaló las copas verdes de los árboles—. Quiero bajar allí, a ese bosque. Solo para ver cómo es. No he estado en un bosque de verdad desde las vacaciones de verano de hace dos años, cuando Effie y yo fuimos a Hastings. ¡Venga, vamos! Seguro que allá abajo se está superfresco.

El chico apenas pudo oír la última frase porque ella ya se había alejado de la carretera y comenzaba a bajar por la resbaladiza pendiente de hierba que cubría los diez primeros metros de ladera.