Alianza - Amy Tintera - E-Book

Alianza E-Book

Amy Tintera

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Beschreibung

EMELINA FLORES, LA CHICA QUE MATÓ A LA PRINCESA, LA CHICA QUE DESTRUYÓ LERA. EMELINA FLORES, LA HEROÍNA. NADIE CREYÓ EN ELLA. Emelina Flores se ha quedado sola, todo lo que tenía lo ha perdido: sus padres han muerto, su hermana fue raptada y su hogar privilegiado en la capital de Ruina ha sido saqueado por la guerra. Pero, aunque Em carezca de habilidad o magia, ella ya ha tomado la determinación de su vida: obtendrá venganza. Su plan es simple: se infiltrará en el lecho del príncipe heredero, y desde ahí asesinará al rey y a toda su descendencia. Sin embargo, hay algo con lo que no contaba: el príncipe se ha enamorado de ella. ¿La ternura de un dulce amante podrá apaciguar su sed de venganza? Quizás el amor sea un error que le cueste la vida. "¡Ruina tiene tanta acción, intriga y romance, que me mantuvo atrapada hasta la última página!" Kiera Cass, autora de La selección

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UNO

Emelina Flores no era ninguna heroína.

El aire estaba cargado de humo. Oyó a alguien reír a lo lejos. Era un sonido lleno de frenético júbilo y Em supo enseguida que se trataba de Olivia, su hermana. No era necesario volverse para confirmarlo.

Las llamas envolvían los pilares blancos al frente de la residencia del gobernador. Era una casa de dos pisos, grande y alegre: lo primero que veían quienes visitaban la ciudad de Westhaven. No había ninguna razón para destruirla.

Excepto que eso complacía a Olivia.

Em miró atrás. Olivia Flores estaba a unos pasos y las llamas iluminaban su regocijado rostro. Su cabello oscuro ondeaba al viento. Junto a ella, Jacobo sonreía ante las flamas que él mismo había creado. También podía usar su magia ruina para hacer llover y extinguir las llamas, pero ésa no era la idea.

Detrás de ella había alrededor de cien ruinos apiñados: todos los que quedaban en el mundo. Hacía apenas unas semanas había más, en Ruina, y en ese entonces habían pensado que podrían regresar a sus hogares y vivir en paz. Pero Olivia nunca encontraría la paz.

Aren estaba parado al lado de Em, ambos a una distancia prudente del fuego. Él le dio un codazo en el brazo y señaló con la cabeza algo frente a ellos. Ella siguió su mirada.

La gente de Westhaven estaba huyendo. Algunos llevaban bolsas y montaban sus caballos, pero la mayoría iba a pie y se alejaba sin llevar consigo una sola pertenencia. Cientos bajaban las calles atropelladamente, todos rumbo al este. En esa dirección estaban Ciudad Real y el castillo. Y estaba Cas: el rey Casimir.

No era la primera vez que Em y Olivia tomaban una ciudad y expulsaban a los humanos que la habitaban, pero sí, la primera vez que lo hacían en Lera.

Em volvió a mirar a Olivia. Su hermana observaba a los humanos, pero no hacía nada por detenerlos. Sus miradas se encontraron y Olivia hizo un gesto de: ¿Contenta?

Em asintió con la cabeza. Siempre había sido buena para las mentiras.

—En esa casa hay gente —dijo Aren señalando el rostro de una mujer pegado a una ventana con la boca abierta, como si estuviera gritando. Em no podía escucharla a esa distancia.

—Olivia bloqueó las puertas.

Y Em no era ninguna heroína.

Ella había sugerido que los ruinos invadieran Westhaven, la ciudad al oeste de Ciudad Real. Estaba lo suficientemente lejos del castillo para mantener a salvo a Cas, pero no tanto como para que no pudiera llegar con él si lo necesitaba. Em había estudiado Lera al hacer su plan para robar la identidad de la princesa Mary y casarse con Cas, y conocía bien las ciudades circundantes. Tomaba sólo un día llegar a Westhaven a pie desde Ciudad Real.

—Ven —le dijo Olivia a Jacobo—, vamos a asegurarnos de que los demás edificios estén vacíos —y pasó a grandes zancadas junto a Em y Aren.

—Se acabaron los fuegos —dijo Em serenamente.

Olivia se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Qué dijiste?

—Se acabaron los fuegos. Necesitamos un lugar donde dormir.

—Lo que tú digas, hermana.

Jacobo dio media vuelta, de modo que continuó retrocediendo. Volvió a sonreír viendo el fuego.

—Ése lo apagaré en un rato, antes de que se extienda, pero no nos apresuremos.

Porque si se apresuraba, la gente que estaba dentro podría sobrevivir. Se quedó viendo a Em fijamente, como si la estuviera incitando a mencionar ese detalle.

—Está bien —respondió Em.

Él se volteó y caminó con Olivia por el sendero de tierra que serpenteaba hacia la ciudad. Delante de ellos, las ventanas de las casas y edificios brillaban contra el cielo nocturno: los habitantes habían dejado encendidos velas y faroles en su huida.

Los ruinos se fueron acercando poco a poco a Olivia y Jacobo. Mariana se mordió los labios al pasar junto a Em, evidentemente esperando que le comunicara algún plan o le diera instrucciones. Ella alguna vez había pensado que Em era tan inepta como inútil, pero ahora siempre la buscaba para que la orientara.

Em no tenía nada que decirle.

Se escuchó un grito proveniente de la casa. La mujer se había alejado de la ventana, tal vez rendida tras darse cuenta de que Olivia había amarrado con cuerdas las manijas de las ventanas más grandes para que fuera imposible abrirlas. Em esperaba que hubiera ido por una silla o algo para intentar romperla.

—Em —dijo Aren en voz baja.

—Ve con los ruinos —dijo ella, y dio un paso hacia la casa.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó él.

—No —Em nunca le pediría a Aren que la ayudara con un fuego. Los dos habían quedado atrapados en las llamas que habían destruido el castillo de Ruina, su hogar, pero sólo él tenía cicatrices: su piel oscura estaba cubierta desde la cintura hasta el cuello. Las cicatrices que ella había adquirido en el incendio del castillo de Olso eran mucho menos serias: sólo cubrían su brazo izquierdo y una parte de su torso.

Mientras caminaba hacia la casa, Em volteó a ver a Aren. No había obedecido su orden de ir con los otros ruinos: estaba paralizado en su lugar, mirándola. Quizá tenía curiosidad de saber si ella en verdad iba a salvar a esa gente.

A ella misma le daba curiosidad.

Del lado oeste de la casa había una puerta con una caja pesada enfrente. La empujó hacia un lado y metió la mano en el abrigo. Alejó el rostro mientras agarraba la manija con la mano cubierta por el abrigo y abría la puerta de par en par. Enseguida retrocedió. Por la puerta salió una gran cantidad de humo.

—¿Hola? —dijo apenas con un murmullo. Carraspeó. Un vistazo de la zona le confirmó que no había nadie más que Aren cerca—. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —volvió a llamar, esta vez más fuerte.

Apareció entre el humo una figura: una mujer con la boca cubierta con una tela blanca. Salió de la casa como rayo, tosiendo. Un niño pequeño la seguía, también con la boca cubierta con algún trapo.

La mujer se desplomó sobre Em, era un desastre de histeria y lágrimas. Em se tambaleó hacia atrás y las manos de la mujer no encontraron más que aire. Ella cayó de rodillas, luego se giró y tomó a su hijo, que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas.

—¿Estás bien? —prácticamente le gritó al niño. Él tosió y asintió con la cabeza. Ella lo estrujó contra su pecho y volteó a ver a Em—: Gracias… muchas… gracias —sus sollozos no la dejaban hablar.

Em pasó el dedo por la O de su collar, el collar de su hermana, pero rápidamente lo soltó al darse cuenta de que a ella no le gustaría lo que estaba haciendo.

—Tienen que irse —dijo—. ¡Ahora!

La mujer se paró sobre sus piernas temblorosas y cargó a su hijo. Tenía las mejillas manchadas de hollín y pestañeó, viendo a Em con ojos llorosos. Era evidente que estaba tratando de reconocer quién era.

—Emelina Flores —dijo Em.

La mujer tomó aire. Todo Lera sabía quién era Em: la muchacha que había matado a la princesa de Vallos y se había hecho pasar por ella para casarse con el príncipe; la joven que se había aliado con el reino de Olso para atacar Ciudad Real e invadir Lera.

—Usted vino con el rey Casimir para recuperar Ciudad Real —dijo la mujer.

Em arqueó las cejas. También había hecho eso, apenas dos días antes. Las noticias volaban.

—Vaya a Ciudad Real —dijo Em—. Pida audiencia con el rey. Se la darán si les dice que tiene un mensaje sobre mí.

La mujer asintió con la cabeza y se enjugó las lágrimas. Enderezó los hombros, como si le alegrara que se le encomendara una tarea.

—Dígale a Cas… al rey Casimir que estamos aquí.

—Le diré que usted me salvó —asintió la mujer con más entusiasmo del necesario.

Em no iba a pedir eso, y se sintió tan avergonzada como orgullosa al imaginar a la mujer comunicándole eso a Cas.

Tomarás la decisión correcta.

Ésas habían sido las palabras de Cas apenas un día antes, la última vez que lo vio. Estaba tan seguro de que Em lo escogería a él, que no permitiría que su hermana acabara con todo. Casi deseó poder ver su cara cuando descubriera que había tenido razón.

Tal vez se mostraría petulante y nada sorprendido.

—Dígale que encontraré el modo de hacerle llegar un mensaje, tarde o temprano —dijo Em.

—Yo puedo dárselo —dijo la mujer con avidez.

—No tengo un plan. Mejor no le diga esa parte… o sí. No sé.

La mujer entrecerró los ojos, mientras una parte de su confianza se esfumaba de su expresión. Em sabía cómo se sentía eso. Les había mentido a Olivia, a Aren, a todos, cuando dijo que tenía un plan. En realidad, no tenía idea de lo que harían a continuación.

—Sólo dígale que por ahora está a salvo, pero necesito tiempo para resolver el siguiente paso.

La mujer pareció tranquilizarse.

—Lo haré.

—Vaya —pidió Em señalando al este.

La mujer dio un paso adelante, de nuevo con lágrimas en los ojos, mientras cerraba sus dedos alrededor del brazo de Em.

—Se lo agradezco mucho. Les diré a todos que usted me salvó.

Se dio media vuelta y corrió. Em dejó escapar una risita de incredulidad.

Emelina Flores, la chica que había matado a la princesa, la que había destruido Lera y cabalgado con su rey para volver a levantarla.

Emelina Flores, la heroína.

Nadie lo creería.

DOS

—Los ruinos no tienen cuernos —Cas trataba de no sonar exasperado, pero no podía disimularlo del todo.

El hombre frente a él lo miró con mucha suspicacia.

—He visto algunos cuadros —dijo.

—El artista se tomó algunas libertades —Cas se removió en el trono.

El Gran Salón estaba lleno de ciudadanos de Lera formados en filas para hablar con él. En ocasiones, esa habitación se había llenado de mesas para cenar o había albergado músicos, contra la pared del fondo, para que la gente bailara. Ese día, sin embargo, estaba vacía, sin mesas, tan sólo con una alfombra azul que iba del centro de la habitación a los pies de Cas. Los guardias estaban a sus costados y se mezclaban con la gente en busca de armas ocultas en las canastas.

Él había insistido en que se destinaran unos días para que la gente de Lera le planteara sus dudas sobre los ruinos y los guardias estaban haciendo todo lo que podían para mantenerlo a salvo en el proceso. Cas pensaba que la cantidad de guardias en el salón era excesiva, pero dado que recientemente había sobrevivido a un apuñalamiento, a un disparo de flecha y a un envenenamiento, quizá no eran tantos a fin de cuentas.

Al cabo de dos horas ya estaba preguntándose si en verdad había sido un buen plan. La mayoría de la gente de Lera nunca había visto a un ruino y los rumores no los describían nada bien. Una alianza con los ruinos parecía poco realista, en el mejor de los casos.

—¿Está seguro? —preguntó el viejo, que seguía escéptico con respecto a los cuernos. Su rostro estaba descompuesto, como si se hubiera visto obligado a replantearse de pronto todas sus ideas… o como si pensara que Cas estaba loco. Esto último era más probable.

—Completamente seguro. Conozco a muchos ruinos.

Eso es algo que el hombre debía saber: todo mundo sabía que Cas se había casado con Emelina Flores, que Olivia había matado a su madre y que él había pasado un tiempo con los ruinos en Vallos después de que su propia prima lo envenenó. Como fuera, no se veía muy convencido.

—Gracias por venir —dijo Cas. El hombre abrió la boca para decir algo más, pero dos guardias se abalanzaron sobre él y le mostraron la salida.

Los guardias que lo rodeaban eran mucho más acartonados y serios que Galo, el mejor amigo de Cas y capitán de su guardia. Pero él le había pedido unos días libres para viajar al norte y ver cómo estaba su familia, y Cas había accedido.

—¿No quieres un descanso? —preguntó Violet. Parada a su lado, saludaba a la gente que llegaba y se presentaba como gobernadora de la provincia del sur. Con su hermoso rostro y su sonrisa tranquila, ella relajaba a la gente.

—No, lo mejor será que continuemos. Por lo menos quiero terminar con todos los que ya están en el salón.

Violet asintió e hizo señas a los guardias para que dejaran pasar a la siguiente mujer, quien se acercó inclinando la cabeza, con el cabello claro cayendo sobre sus hombros.

—¿Es cierto que los ruinos te pueden matar con la mirada? —preguntó mientras se erguía.

—Sí, es cierto —dijo Cas—. Algunos pueden. Pero creo que es más importante el hecho de que deciden no hacerlo, ¿no le parece?

Y así siguió por una hora: la gente planteaba preguntas y Cas hacía su mejor esfuerzo por responderlas. Algunas personas eran abiertamente hostiles, como la mujer que gritó que el padre, el abuelo y el bisabuelo de Cas se avergonzarían de que su descendiente defendiera a los ruinos. Tomando en cuenta que el padre de Cas estaba muerto como consecuencia directa de sus políticas hacia los ruinos, no supo cómo reaccionar.

Pasaba mucho tiempo empeñado en no pensar en su madre y su padre muertos. Desde que había regresado al castillo, había tenido tiempo para tomarse las cosas con más calma y pensar detenidamente en lo que les pasó. De vez en cuando se sentía abrumado por el dolor, y luego por la culpa, por extrañar a gente que había asesinado a tantos. Lo mejor era no pensar en ellos.

Por suerte, la mayoría de los leranos que habían ido a hablar con él eran lo bastante amables para no sacar a colación a los difuntos reyes. Pocos apoyaban sus ideas sobre los ruinos, pero algunos tenían curiosidad y eso le daba esperanzas. Los ruinos y los leranos no serían los mejores amigos en un futuro cercano, pero quizá podrían estar en la misma habitación sin matarse.

—Hay una persona más —dijo Violet cuando Cas finalmente se levantó del trono—, pero a ésta creo que debes atenderla en privado.

El guardia los condujo hacia fuera. El Gran Salón estaba en el segundo piso del castillo, que no había sufrido daños con la invasión de Olso unas semanas atrás. El primer piso tenía las paredes ennegrecidas y algunos cuartos totalmente destruidos. El segundo piso, en cambio, seguía siendo brillante y alegre, con las paredes pintadas de rojo, verde, azul y morado: un color distinto cada vez que se doblaba la esquina.

El despacho de Cas también estaba en el segundo piso. Técnicamente, había sido de su padre, pero casi nunca se había usado. El difunto rey prefería tener las reuniones en su biblioteca privada, donde había sillones cómodos y vista al mar. A Cas le gustaba la pequeña oficina, escondida en el rincón oeste del castillo.

Una mujer joven esperaba frente a la puerta del despacho con cuatro guardias. Su ropa estaba manchada de tierra u hollín, pero su rostro brillaba como si acabara de limpiárselo. Había un pequeño niño a su lado.

—Su majestad —dijo inclinando la cabeza—, gracias por recibirme.

—Nada que agradecer. Pase, por favor —Cas abrió la puerta y entró majestuosamente. A su izquierda había un gran escritorio de madera con estantes de libros desplegados en la pared detrás de él. Al frente había una ventana alta con vista a la entrada oeste del castillo, con cuatro sillas y una pequeña mesa redonda. Como de costumbre, en la mesa había una jarra de agua y una tetera junto con algunos panes y pastelillos. Se volvían a llenar varias veces al día, aunque Cas nunca veía al empleado hacerlo.

Les hizo a la mujer y al niño una señal para que se sentaran. El niño se lanzó de inmediato hacia la mesa a mirar los pastelillos.

—Come los que quieras —dijo Cas. La mujer le dio permiso con un gesto de la cabeza. Los ojos del pequeño brillaron, tomó una tarta y se desplomó en una de las sillas.

Mientras Cas se sentaba, la mujer le extendió una lata.

—Es pan de queso. Sé que es su favorito.

—Gracias —dijo él con una sonrisa, a pesar de que iba a ser necesario tirar ese pan. Tenía prohibido comer cualquier cosa que no se hubiera preparado bajo la estricta supervisión de un guardia, o fuera preparado por el propio Cas, algo que siempre hacía reír al personal de la cocina.

El guardia le quitó el recipiente. Tres guardias los habían seguido al despacho; uno de ellos estaba casi encima de él.

—¿En qué le puedo ayudar? —le preguntó Cas a la mujer.

—Le traigo un mensaje de Emelina Flores.

Cas levantó las cejas.

—Violet —dijo en voz baja.

—Por favor, esperen afuera —les dijo ella a los guardias.

—Su majestad —empezó a decir el guardia que revoloteaba a su alrededor.

—Los llamaré si los necesito —dijo Cas con firmeza.

Era evidente que el guardia quería argumentar, pero salió con presteza y se llevó consigo a sus dos compañeros. Violet vio a Cas de manera inquisitiva y él con un gesto le dio a entender que se quedara. Ella cerró la puerta y atravesó el cuarto para acompañarlos.

Cas se volvió hacia la mujer.

—¿Dónde vio a Emelina Flores?

—En Westhaven. Yo trabajo… trabajaba en la casa del gobernador. Los ruinos invadieron la ciudad.

Cas ya lo sabía. Había enviado soldados para que siguieran a los ruinos y apenas el día anterior le habían informado sobre sus movimientos.

—Emelina dijo que por el momento usted se encuentra a salvo, pero necesita un tiempo para decidir el siguiente paso. Más adelante le hará llegar otro mensaje.

Cas esbozó una sonrisa. Ya había deducido eso, pero era lindo escucharlo.

—Ella me salvó —dijo la mujer y, señalando a su hijo, agregó—: A los dos. Los ruinos prendieron fuego a la casa y nos quedamos atrapados dentro, pero ella nos salvó.

—No me sorprende —dijo Cas—. Ella no es quien la gente dice.

La mujer asintió con la cabeza, entusiasta.

—No, no lo es. Se lo he estado diciendo a la gente.

—Muy bien, siga haciéndolo —y después de una pausa y de tronarse un nudillo, añadió—: Y… ¿cómo está ella? ¿Se veía bien?

—Se veía bien. Es más alta de lo que imaginaba.

—Sí —dijo Cas riendo.

—No creo que los otros ruinos supieran lo que estaba haciendo cuando me salvó. Esperó a que se hubieran ido.

Él asintió. Olivia por ningún motivo debía saber que Em había rescatado a esta mujer. Tal vez ella misma había incendiado la casa.

—¿Tiene en dónde quedarse?

La mujer negó con la cabeza y con gesto de preocupación volteó a ver al pequeño, que seguía comiendo su tarta alegremente.

—Hemos instalado albergues —se volvió hacia Violet y preguntó—: ¿Le pides a alguien que los lleve a la cocina a comer algo y luego al albergue?

—Por supuesto, su majestad —respondió Violet.

—Gracias por traerme el mensaje —le dijo Cas a la mujer.

Violet abrió la puerta para transmitirles las instrucciones a los guardias.

La mujer hizo una nueva reverencia a Cas al salir. El niño iba tras ella, con los ojos redondos como platos mirándolo fijamente. Ahora tenía la boca manchada de cereza.

Violet cerró la puerta. Cas atravesó el despacho a grandes zancadas y se dejó caer en el sillón de su escritorio.

—¿Cuánto falta para mi siguiente reunión? Y a propósito, ¿qué trataremos en ella? ¿Ya tienen una lista de candidatos a secretario? Tú no tendrías que estar al tanto de todo esto.

Violet caminó hacia el escritorio y se sentó en una de las sillas frente a él. Había sido indispensable en la fortaleza y había demostrado ser una alianza aún más poderosa cuando trabajaron para asegurar el poder de Cas como rey.

—Sí, tienen un par de candidatos; pronto te reunirás con ellos. Y tu siguiente junta es dentro de media hora con los nuevos gobernadores y conmigo. Encontraron a Jovita.

Cas de inmediato levantó la mirada.

—¿La encontraron? ¿Dónde?

—Acabamos de recibir las noticias. Algunos soldados están siguiéndola discretamente, como pediste, pero ha reunido un ejército de cazadores y exsoldados que te traicionaron. Es una tropa pequeña, pero más grande que cuando se fue de Lera, hace apenas algunos días.

—¿Y crees que este ejército… me va a atacar?

—A ti y a los ruinos. Tal vez no en ese orden. Se dirige al oeste, cosa que nos preocupa.

—¿Por qué?

—Porque al oeste no hay nada más que selva… hasta llegar a Olso.

Cas aspiró bruscamente.

—Crees que hará un trato con August.

—No podemos estar seguros. Podría simplemente estar planeando esconderse en la selva por un tiempo, pero nuestro mensajero dice que hasta ahora no ha mostrado ningún indicio de que vayan a detenerse.

La rabia hervía en sus venas con más intensidad de la que esperaba. Jovita ya había perdido una vez frente a los ruinos. Había enviado a cientos de soldados de Lera a Ruina para que los masacraran. También había perdido frente a Cas, cuando la mayoría de los leranos se alinearon con él. Pero ella se negaba a aceptar la derrota, incluso cuando Lera estaba bajo amenaza de un ataque de Olivia.

—¿Los soldados que la están siguiendo podrían matarla? —preguntó Cas. Las palabras brotaron de su boca tan de repente que casi se sorprendió de oírlas.

También Violet parecía sorprendida.

—Estoy segura de que podrían hacerlo si das la orden antes de que llegue a la frontera de Olso.

Él mismo debería haberla matado cuando había tenido la oportunidad. Le dijo a Em que lo haría, pero luego vaciló, hasta que fue demasiado tarde. Se habría ahorrado muchas molestias si se hubiera deshecho de ella.

Ese pensamiento lo sobresaltó y miró a Violet, que tenía una expresión un poco alarmada. Seguramente se había dado cuenta de lo enojado que estaba.

—Lo discutiremos en la junta —dijo él y llevó la mirada a su escritorio.

—Claro —dijo Violet poniéndose en pie—. ¿Algo más?

Él siguió mirando el escritorio, fingiendo que examinaba una lista de refugiados en los albergues de Ciudad Real.

—¿Es posible averiguar con certeza si Jovita fue quien me envenenó en la fortaleza?

—Podríamos tratar, por supuesto. ¿No crees que haya sido ella?

—Lo creo, pero ella siempre lo negó. Quisiera saberlo con toda seguridad.

—Veré si alguien tiene información.

—Gracias.

Tal vez si supiera con toda certeza que Jovita había tratado de asesinarlo, sería más fácil para él ordenar que la mataran. Sin duda ayudaría a calmar esa desagradable sensación en la boca de su estómago. Ella merecía morir, pero él tenía que estar seguro.

TRES

Galo era un hombre fabuloso, diligente y admirable. Al menos según sus progenitores. Esos elogios fueron inesperados y, sorprendentemente, inoportunos.

Su padre le dedicó una gran sonrisa desde el otro lado de la mesa. Galo llevaba apenas unas horas en casa, pero en ese lapso ya había visto a su padre sonreír más veces que en toda su vida.

Su madre colocó para el postre una bandeja de frutas en medio de la mesa y, en tanto, dejó su mano en el hombro de Mateo por un instante. Galo nunca antes había llevado a un novio a casa, y sus padres parecían encantados con él. Pero en esos momentos parecían encantados con todo lo que Galo hacía.

—Ahora que estás de regreso en el castillo, ¿harás algún cambio en la guardia? —preguntó su padre.

Galo gruñó y se removió en su asiento. Lo que más lo desconcertaba era la euforia de su padre por su trabajo como capitán de la guardia del rey. Él había sido una eterna decepción para su exigente padre y, tres años antes, cuando había dejado la casa paterna para alistarse en la guardia, su padre había dicho algo como: Supongo que no podrás encontrar nada mejor.

Pero ahora Galo tenía el puesto de guardia de más alto rango del castillo y ni siquiera su padre podía encontrar motivo de queja.

—No he pensado mucho en eso —mintió Galo—. Todavía estamos haciendo ajustes.

—Esto está delicioso —dijo Mateo masticando un mango y a todas luces intentando salvar a Galo de esa conversación. Sabía que de lo último que él quería hablar era de su trabajo de proteger a Cas. Y ésa era una de las razones por las que había ido a la casa familiar.

—Hay mucho más si quieres —dijo la madre de Galo con una sonrisa, y era cierto. La cocina estaba bien abastecida y la casa no había sufrido los estragos de la guerra. Los padres de Galo no eran adinerados, pero siempre habían tenido suficiente para comer y un hogar confortable.

Galo no había estado seguro de que la casa siguiera en pie. El día anterior había salido de Ciudad Real temiendo lo peor, de hecho: que su hogar hubiera desaparecido y sus padres estuvieran muertos. Sin embargo, los guerreros de Olso nunca se habían aventurado demasiado al norte, sino que concentraban sus recursos en las dos ciudades más grandes, Ciudad Real y Ciudad Gallego. Su tierra natal, Mareton, estaba igual que siempre. Los lugareños ni siquiera se habrían enterado de que había guerra si no fuera por los mensajeros que llevaban noticias de otras partes del país.

—Oí que los ruinos siguen en Lera —dijo su padre—. Pero el rey no va a permitir que se queden, ¿cierto?

Su madre se inclinó hacia delante y bajó la voz, como si alguien pudiera oírla y juzgarla, para decir en un susurro:

—No les deseo el mal, pero sí pienso que deberían regresar al lugar de donde vinieron. Aquí no los aceptamos, ¿sabes?

Galo se había equivocado: lo último de lo que quería hablar era de los ruinos. Sus padres nunca los habían odiado, pero tampoco hablaban de ellos de manera especialmente amable, y Galo se dio cuenta de que se sentía inquieto. El exterminio de los ruinos siempre lo había hecho sentir incómodo, pero ahora que los conocía le daba vergüenza oír a sus padres hablar de ellos de manera tan despreocupada.

—El rey Casimir tiene una relación cercana con Em… con Emelina Flores —dijo. Cas había dejado en claro que no tenía ninguna intención de ocultar su cariño por Em—, y ellos no tienen un hogar adonde volver.

—Pero bien podrían reconstruir —dijo su madre. Tomó una fruta de la bandeja, que la abuela de Galo había pintado a mano. Era fácil decirles a los ruinos que reconstruyeran su vida entera cuando ellos no habían perdido nada.

Su padre pareció interpretar la expresión en el rostro de Galo y cambió de tema de inmediato. Hizo algunas preguntas más sobre las últimas semanas —el envenenamiento de Cas, el viaje a Vallos, el regreso a Ciudad Real— hasta que Galo descubrió a Mateo intentando disimular un bostezo y lo utilizó como excusa para retirarse a su cuarto.

Deseó las buenas noches y le dio la mano a Mateo para conducirlo a la parte trasera de la casa, donde estaba su habitación. Era pequeña y tenía pocos muebles: una cama y un armario. No iba de visita muy seguido.

Galo se sentó pesadamente en la cama con un suspiro. Mateo se quitó los zapatos, se echó de espaldas junto a él y pasó la mano por sus oscuros rizos.

—Les caigo bien a tus padres —anunció.

—Le caes bien a todo mundo —dijo Galo con una sonrisa.

—Bueno, sí, pero como a tu padre no le parece bien nada de lo que haces, pensé que eso se extendería a mí.

Aunque Mateo lo había conocido apenas ese día, Galo le había contado algunas anécdotas sobre su padre.

—Por lo visto, ya no todo le parece mal —refunfuñó Galo—. ¿Es raro que todos esos halagos me incomoden?

—Sí —le dijo Mateo mirándolo fijamente. Ya habían tenido esa misma conversación.

—Sólo digo que a Cas lo capturaron y lo apuñalaron y lo envenenaron en los últimos tiempos. Quizá no soy tan buen guardia después de todo.

—¿Puedes dejar de repetir eso?

—¿Recuerdas cuando Aren dijo que no estaba haciendo bien mi trabajo? A lo mejor él tenía…

—¿A quién le importa qué piense Aren? —interrumpió Mateo—. Ese tipo es de lo peor, y la guardia completa tiene la culpa de que Cas haya sido capturado: no puedes seguir responsabilizándote por eso. Además, el día que lo apuñalaron tú ni siquiera estabas ahí.

—Porque dejé que lo capturaran.

Mateo hizo un ruido de enfado.

—Y Jovita no te dejó acercarte a Cas cuando lo estaba envenenando. No tenías manera de detenerla.

—Porque dejé que lo encerraran —Galo se tendió junto a Mateo.

Mateo se puso de lado, echó el brazo sobre el estómago de Galo y acomodó la cabeza en su hombro.

—No todo es tu responsabilidad, Galo. No tienes que salvar al mundo entero.

—Tengo que salvar por lo menos a Cas. Es mi trabajo.

Mateo resopló.

—Por favor, tienes que salvar a todo mundo. Es tu rasgo más atractivo… y el más fastidioso.

Puede ser que Mateo tuviera algo de razón. De hecho, así habían empezado a estar juntos: Galo había ayudado a Mateo a impedir que enviaran a su hermano a unirse a los cazadores. En esos días, Galo apenas conocía a Mateo, pero corrió el riesgo de igual manera. Por supuesto, sus hoyuelos también habían jugado su parte.

—Además, tú sí salvaste a Cas. Él está de regreso en su castillo, protegido cada minuto del día. Lo lograste.

Galo no estaba tan seguro. Cas estaba vivo gracias a Em, no a él. Gracias nada menos que a Aren, que los había ayudado a salir de la fortaleza y a alejarse de Jovita sin un enfrentamiento. Toda la guardia lo sabía, y Galo se daba cuenta de que algunos dejaban de hablar cuando él entraba a una habitación. Sabía que muchos pensaban que no estaba capacitado para ser capitán de la guardia y que Cas lo había elegido sólo porque eran amigos.

Galo odiaba reconocerlo, pero quizá tenían razón. Se sentía abrumado de tan sólo pensar en todas las tareas que tenía como capitán, y ni siquiera sabía bien cómo cumplir la mitad de ellas. El anterior capitán de Cas estaba muerto, al igual que el último capitán de la guardia del rey. Por lo general, los capitanes contaban con al menos una década de experiencia, no tres años de servicio y relaciones convenientes con la familia real.

Por no mencionar que él no planeaba ser un guardia para siempre. El trabajo tenía partes buenas, pero a menudo era aburrido y repetitivo. Podría haber renunciado el primer año de no haber sido por su amistad con Cas y el hecho de que su padre se lo habría recordado toda la vida.

Deslizó el brazo bajo los hombros de Mateo y apretó uno ligeramente.

—Creo que voy a dimitir —dijo en voz baja.

—No seas idiota —le dijo Mateo con cariño.

—Lo digo en serio.

Mateo levantó la cabeza con un sobresalto.

—¿En verdad estás pensando en renunciar a ser capitán?

—Sí. Creo que voy a pedir abandonar la guardia por completo.

Mateo se incorporó con expresión perpleja.

—Creo que estás exagerando.

También Galo se incorporó, cruzó las piernas y se recargó contra la pared.

—Hay quienes podrían hacerlo mejor, y ahora mismo Cas necesita a la mejor gente.

—¿Ésta es alguna especie de reacción extraña al hecho de que tu padre se sienta orgulloso de ti? No deberías renunciar sólo por él.

—No tiene nada que ver con él. Se trata de lo que es mejor para Cas y para mí. Están renovando la guardia: es el momento perfecto para que entre un nuevo capitán. Ahora mismo puedo ser de más ayuda en algún otro lugar.

—¿En dónde? —preguntó Mateo frunciendo el ceño.

—No lo sé —y señalando el cuarto preguntó—: ¿pero esto no te hace sentir algo raro? ¿Que nuestras casas estén bien, como si nada hubiera pasado?

—¿Raro como aliviado? Sí.

—No, raro como… que tuvimos una suerte increíble. Las construcciones de Ciudad Real desaparecieron, todos los que vivían en Ciudad Gallego siguen desplazados, toda la gente de Westhaven tuvo que salir huyendo y los ruinos lo perdieron todo. No lo había pensado antes, pero Cas dijo que Em volvió al sitio del castillo en Ruina, el lugar que antes era su casa: estaba quemado por completo. Todo el país quedó reducido a cenizas.

Mateo sólo se le quedó viendo.

—Es que tengo este increíble sentimiento de culpa y no sé dónde ponerlo. Lo que sí sé es que quedarme en la guardia no es en este momento la mejor decisión —añadió Galo.

—Ahora es cuando deberías quedarte en la guardia. Nada está a salvo.

—Es mejor hacerlo ahora que la locura está temporalmente detenida.

Si algo había aprendido en los últimos meses era que las épocas de tranquilidad no duraban mucho. Siempre había más peligro a la vuelta de la esquina.

Mateo lo miró como si aún no entendiera. Galo no esperaba que lo hiciera. Había sido guardia tres años; Mateo se había enrolado pocos meses antes de que llegara Em y todo se desmoronara. No había estado ahí en los aburridos años anteriores, los que Galo esperaba que volvieran.

—¿Y si no estás en la guardia qué vas a hacer?

—No tengo idea.

CUATRO

Em rescató a otros tres humanos después del incendio. Eso ya era un poco ridículo.

A dos los encontró escondidos en un granero. Gritaron cuando ella los descubrió, volvieron a gritar cuando vieron su collar y se dieron cuenta de quién era, y luego la miraron confundidos cuando les dijo que se callaran y corrieran. No estaba segura de que llegaran muy lejos.

El otro simplemente iba deambulando por la carretera como un tonto; lo hizo volverse y le dijo que regresara a Ciudad Real. Él sonrió, aceptó y le dio unas palmaditas en la cabeza.

Habían sido unos días extraños.

Em salió de su habitación y atravesó la silenciosa casa que estaba compartiendo con Olivia. Tenía un piso, con una gran sala, cocina y comedor visibles en cuanto se atravesaba la puerta. En la parte de atrás había tres recámaras y un cuarto que se había convertido en despacho. Todo indicaba que los que vivían ahí eran maestros. Tenían varias paredes cubiertas de libros y el despacho estaba lleno de manuales, artículos y ensayos.

Em pasó al comedor y se dejó caer en una de las sillas. Puso la mejilla en la gran mesa de madera y extendió los brazos sobre ella. Siempre desayunaba sola, en esa mesa. Era para ocho personas, pero siempre era ella y nadie más. Le sorprendía que Olivia no se hubiera conseguido una casa lejos de ella, pero quizá le había parecido que ésa era tan grande como para evitarse la una a la otra.

Se escuchó un grito afuera. Al principio, Em no se movió. Los gritos no eran algo inusual. Hacía más de un año que no lo eran, pero resultaban especialmente comunes cuando Olivia merodeaba por ahí.

Pensó en volver a la cama y no hacer nada. No podía ser responsable de algo que no veía.

Se levantó despacio. Esa excusa nunca funcionaría. Ni siquiera ella la creía.

Caminó a la puerta y salió. Su casa estaba en la calle Market, en medio de Westhaven. Al final, había una serie de tiendas y carros de comida, ahora abandonados y saqueados por los ruinos.

Olivia estaba parada en la calle, rodeada de aproximadamente veinte ruinos. Todos estaban a caballo, listos para emprender un viaje.

Em miró a los ruinos. Eran los que evidentemente se habían alineado con Olivia: Jacobo, Ester, Carmen, Priscila y varios más, muy poderosos. No era de sorprender que hubieran elegido a Olivia: con la mayoría de ellos, Em casi no había hablado desde que había llegado al trono. Nunca seguirían a una ruina inútil.

—¿Van a salir? —preguntó Em.

—Sí —respondió Olivia mientras montaba su caballo.

—¿Volverán?

—Por supuesto —respondió Olivia cortante.

Olivia no se veía bien, a pesar de los días de descanso y tranquilidad en Westhaven. Su piel aceitunada estaba llena de manchas; su oscura cabellera, rala y lacia. Em no estaba segura de si a Olivia le faltaba sueño o si el uso constante de su magia finalmente estaba cobrando su factura.

—Va a atacar la ciudad al sur —dijo una voz detrás de Em. Al volverse, se encontró a Aren, quien caminaba hacia ellas. Se paró junto a Em y miró a Olivia—. Fayburn, ¿cierto?

Ella sólo se le quedó viendo.

—Anoche oí a Jacobo y Ester hablando de eso —explicó Aren.

Olivia suspiró ruidosamente y dirigió una mirada de desaprobación a Jacobo y Ester.

—¿Qué? —Ester no parecía avergonzada en lo más mínimo. Era varios años mayor que Em, con una cara larga que a menudo parecía molesta, o quizá se veía así siempre que Em andaba cerca. No era ningún secreto su desdén por los ruinos inútiles—. ¿El plan es un secreto? ¿Necesitan permiso de Em? —sus palabras eran un modo de ponerla a prueba.

Olivia evidentemente se dio cuenta y se irguió.

—Por supuesto que no.

—¿Cuál es el plan? ¿Atacar humanos al azar para divertirse? —preguntó Aren.

—Sigue subestimándome, Aren; estoy segura de que a la larga te funcionará —dijo Olivia. Aren se tensó. Tanto Em como él sabían bien que más valía no desestimar a Olivia—. Voy a tomar todos los pueblos grandes de aquí a Ciudad Gallego, empezando con Fayburn.

—Ése equivale al menos a cinco pueblos o quizá diez, dependiendo de lo que consideres grande.

—Perfecto. Planeo invadir cada uno y matar a la mayoría de los humanos. ¿No quieres dibujarme un mapa, Em, tú que conoces Lera tan bien?

Dijo la última oración a modo de reto. En ocasiones, Em estaba segura de que Olivia sabía que ella no estaba de su lado. Otras veces, estaba convencida de que su hermana nunca sospecharía que ella, o cualquier ruino, podría traicionarla. En todo caso, no en tan gran escala.

—¿Y todo eso para qué? —preguntó Em—. ¿Sólo para matar a todos?

—No. Los supervivientes huirán a Ciudad Real. Luego tomaremos las ciudades del norte hasta que los tengamos a todos atrapados en Ciudad Real. Ahora el sur está medio desierto de cualquier forma, así que de eso nos preocuparemos después. De esa manera, todo el norte de Lera será de los ruinos y más adelante decidiremos qué hacer con Ciudad Real. Quizá los dejaremos vivir ahí un tiempo. Podrían ser útiles —y señalando a Aren agregó—: Después de todo, Aren ha encontrado un buen uso para los humanos.

El estómago de Em se hizo un nudo. Olivia podría matar a miles de personas si tenía la libertad de llevar a cabo ese plan.

—No tenemos a suficiente gente —dijo Em—. Cuando nos hayamos ido de aquí, tal vez los humanos simplemente regresen.

—Creo que podemos prescindir de algunos ruinos para que viajen entre nuestras ciudades conquistadas. La gente aprenderá lo que pasa si regresa a una ciudad ruina —los labios de Olivia se torcieron en algo parecido a una sonrisa—. Además, el actual ejército de Casimir deja mucho que desear, ¿no? ¿Acaso su prima no sigue intentando destronarlo? Y de seguro no han escuchado las últimas noticias de Olso. Esos guerreros no se repliegan por mucho tiempo.

Em tragó saliva. Desafortunadamente, Olivia tenía razón. Cas no podía combatir a tres enemigos a la vez. Era la ocasión perfecta para que los ruinos se abalanzaran. Era el tipo de escenario con el que su madre soñaba.

—Es un buen plan, ¿no lo crees? —preguntó Olivia con aire de suficiencia.

—Es un plan riesgoso.

—Los mejores planes lo son. Tú me lo enseñaste.

El nudo en su estómago se endureció. Era cierto que Em le había enseñado eso. Olivia estaba libre gracias al plan riesgoso de Em, a que había matado a una princesa a sangre fría y había planeado matar a muchos más. El rey Salomir era el que había secuestrado y encolerizado a Olivia, pero era verdad que desde entonces Em no había dado un buen ejemplo.

Em se tocó la garganta, donde solía colgar el collar con el amuleto de la letra O, de Olivia. Lo había guardado en un cajón unos días atrás, pero todo el tiempo olvidaba que no lo traía y se tocaba buscándolo.

Los ojos de Olivia siguieron el movimiento.

—Lo guardé —dijo Em tranquilamente—. Así es como la gente me reconocía. Preferí ser más discreta.

Era verdad, pero no toda la verdad. El collar se había convertido en un recordatorio constante de su hermana y Em prefería no tenerlo a la vista.

Olivia se dio la media vuelta antes de que su hermana pudiera ver su expresión.

—Puedes venir si quieres —dijo con voz suave—, pero sé cómo te afecta ver a los humanos morir. Supongo que hoy en día tienes más en común con ellos que con los ruinos, ¿no es así?

Algunos ruinos susurraron mostrando su acuerdo.

Olivia se volvió hacia Em y arqueó las cejas. A todas luces quería que Em los acompañara, así sólo fuera para demostrar que ella no podría detenerlos. Tenía razón. Ni siquiera si Aren iba con ella, podrían detener a veinte ruinos.

—Vamos —dijo Olivia cuando vio que Em no respondía. Pateó los costados del caballo y emprendió el camino. Los otros ruinos la siguieron.

—¿Qué hacemos? —preguntó Aren en voz baja al verlos marcharse.

—Nada —Em cerró los ojos y dio un largo suspiro. Mientras ella se preocupaba y se autocompadecía, Olivia había hecho un plan. Había organizado a sus partidarios y ahora no había nada que Em pudiera hacer para salvar a la gente de Fayburn.

Y eso no iba a ayudar a granjearles el cariño del pueblo lerano. Bastante le había costado ya a Cas convencer a su gente de que no todos los ruinos querían hacerles daño.

—Tenemos que averiguar quién está con nosotros sin asomo de dudas —dijo Em—. Necesitamos un plan para detenerla.

—Conozco a algunos. Puedo hablar con Mariana e Ivanna, y ver quién podría estar de nuestro lado.

—Muy bien, hazlo. Reunámonos con ellas mañana a primera hora.

—¿Tenemos algún plan que plantearles? —preguntó Aren.

—No precisamente, pero creo que sé por dónde tenemos que empezar.

—¿Por dónde?

—Por asociarnos con Cas y el ejército de Lera.

CINCO

Iria había pasado tres noches en una celda.

Había llegado a Olso sucia y exhausta después de atravesar el océano, e incluso había agradecido la diminuta cama llena de bultos de su celda. Al menos no se mecía y sacudía con las olas. Siempre había odiado viajar en barco.

Pero sólo había dormido bien la primera noche. En la mañana estuvieron entrando un guerrero tras otro a fulminarla con la mirada, a gritarle. Por lo general, no permitían que los prisioneros en espera de juicio recibieran visitas. Por lo visto, Iria era la excepción.

La cuarta mañana se despertó temprano; el sol aún no se asomaba por la pequeña ventana en el fondo de su celda. Se sentó en la cama y esperó, con las rodillas apretadas contra su pecho.

Ése no sería un buen día: sería procesada por traición.

Escuchó afuera los sonidos del nuevo día mientras salía el sol: murmullos, cascos de caballo por la calle. Incluso le llegaba el olor a pan recién horneado: había una panadería cerca del juzgado y algunas mañanas la brisa llevaba el aroma hasta su celda.

No lejos de ahí estaba el lugar donde había crecido, y de niña había visitado varias veces esa panadería. Las mañanas eran frías durante todo el año y ella iba a la escuela en el primer turno, así que con frecuencia entraba muy temprano, antes de la hora de clases, a comer un tibio y esponjoso pan dulce. La dueña, una mujer madura de sonrisa amable, en ocasiones le regalaba una taza de chocolate caliente; entonces Iria se sentaba en uno de los bancos junto a la ventana y veía a guerreros, jueces y otras personas del gobierno entrar en un torrente al juzgado.

Hacía poco había ido a la panadería, en una breve visita a casa, entre sus viajes a Lera y Ruina. La amable dueña había fallecido y un joven encantador había tomado su lugar, pero los roles sabían diferente y ya no vendían chocolate caliente. Al salir de la panadería con su decepcionante pan, había pensado en Aren y se había preguntado si habría llegado a Ruina y si tendría comida suficiente. Había sido idea de ella llevarles comida a los ruinos cuando el rey decidió mandar a August.

Ahuyentó los recuerdos de Aren cuando un guardia caminó con fuerza por el pasillo central de las celdas. Había por lo menos veinte en esa ubicación, pero Iria no había visto ni oído a otros presos. Quizá pensaban que la traición era contagiosa.

Se puso en pie cuando el guardia se detuvo frente a su celda. La puerta se abrió con un golpe. Otro guardia apareció junto al primero.

—Ya es hora —dijo éste—. Extiende los brazos.

Hizo lo que le pedían y el guardia esposó sus muñecas. Las cadenas tintinearon cuando bajó las manos.

—Sígueme.

El guardia salió de la celda y ella caminó detrás de él. El otro iba pisándole los talones. Pudo ver más adelante a otros dos en sus uniformes rojo y blanco. No era fácil escapar de las cárceles de Olso, pero estaba claro que no querían correr riesgos.

Las celdas se unían al juzgado a través de un largo corredor; mientras caminaba, su corazón latía con violencia. No había visto a su familia o amigos desde que había regresado a Olso, y era algo que temía y deseaba a la vez.

Llegaron al final del pasillo y el guardia abrió la puerta. Al poner el pie en los pisos de mármol, la luz la obligó a entrecerrar los ojos.

Iria conocía bien ese juzgado: los techos altos, los pisos blancos relucientes, las puertas de vitral que al abrirse dejaban pasar una ráfaga de aire frío. Su padre era juez. Se preguntó si todavía lo sería o si también a él lo habrían castigado por lo que ella había hecho.

El juzgado estaba lleno de gente que se giraba para verla fijamente a su paso. La madre de Cas, exreina de Lera, solía ser la traidora más famosa de Olso; ahora todo parecía indicar que Iria acababa de arrebatarle el título.

Sofocó una oleada de pánico. Aún no estaba del todo segura de cómo había llegado ahí. Su familia era muy apreciada en Olso y no había tenido ningún problema para pasar los exámenes y convertirse en guerrera. Había derrotado a los más duros competidores para obtener el honor de ayudar a Emelina Flores a ejecutar su plan de derribar a Lera. Y entonces cayó el castillo de Lera, los ruinos aceptaron asociarse con Olso e Iria fue proclamada heroína. Recordaba nítidamente el orgullo en los ojos de su madre cuando volvió de Lera la primera vez. Había superado sus expectativas, algo nada fácil tratándose de su madre.

Y ahora Iria estaba a punto de ser juzgada por traición.

Aren. Su rostro aparecía en su cabeza y se negaba a irse, por mucho que intentara ahuyentarlo. Por él había traicionado a los guerreros en la selva. La alternativa había sido dejar que mataran a Aren o traicionarlos, y la decisión no fue difícil: ella no lo pensó dos veces antes de lanzar el grito de advertencia que le había salvado la vida a Aren. No había dudado en correr cuando él la tomó de la mano.

Él, sin embargo, sí vacilaba mucho. Seguía en Lera —o quizás habría regresado a Ruina— por miedo a dejar a los ruinos. Aun cuando Olivia le horrorizaba y atemorizaba, la había escogido por encima de Iria debido a las marcas de sus cuerpos, a los poderes que tenían en común. Ella había visto el conflicto en los ojos de Aren, pero lo cierto era que él había vacilado.

Sin embargo, eso ya no importaba. A no ser por un milagro, ella pasaría en la cárcel el resto de su vida.

Te encontraré. No me importa si tengo que buscar en todos los calabozos de Olso. Te encontraré, lo prometo. Las últimas palabras que le había dirigido Aren, hacía apenas un par de semanas, resonaban en sus oídos. En aquel momento, le creyó. Recordaba haber pensado que, por supuesto, el más poderoso de los ruinos la rescataría.

Sin embargo, se topó con la dura realidad durante el viaje por mar, cuando la encerraron en la celda. Aren nunca había ido a Olso; los ruinos estaban al borde de una guerra con Lera. Ella no era su prioridad y desear que milagrosamente la rescatara sólo serviría para decepcionarla.

Un grito la hizo levantar la cabeza bruscamente y, a través de las ventanas frontales, vio a un enorme grupo de personas afuera del juzgado. Casi todas llevaban abrigos negro con café —en Olso, la moda era mucho menos importante que en Lera— y había algunos uniformes rojos de guerrero esparcidos entre ellos. Algunas personas llevaban pancartas; alargó el cuello y alcanzó a leer algunas.

EXIGIMOS LA VICTORIA.

GUERRA A LOS RUINOS.

Algunos manifestantes estaban tratando de entrar al juzgado y unos guardias batallaban para impedirlo.

Iria sintió que la jalaban de las cadenas, instándola a caminar más rápido, y dio la espalda a los manifestantes. Los guerreros de Olso habían sufrido derrotas humillantes en Lera y en su propio país, y por lo visto no todo mundo estaba dispuesto a rendirse.

El guardia abrió la puerta a la sala. Las bancas a izquierda y derecha estaban llenas pero todos guardaban silencio, y tuvo que contener las lágrimas al echar una ojeada a los rostros. Muchos eran familiares.

Detectó a sus padres casi de inmediato. Su madre no se había tomado la molestia de volverse para verla entrar. Estaba en pie, rígida, con la mirada fija al frente. Ella no se mostraba comprensiva ni siquiera con las cosas más nimias, así que difícilmente mostraría compasión por una hija traidora. Iria lo sabía, pero dolía de cualquier manera. Su padre sí había volteado a verla, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro cubierto de enojo y decepción.

Al frente de la sala estaba el juez, en una plataforma ligeramente elevada. A su izquierda, una mujer a la que Iria no conocía —tal vez una funcionaria— y a la derecha, August. Ahora rey August, dado que Olivia había matado a casi toda su familia. De todos los herederos al trono de Olso, August era el último al que Iria habría elegido.

En circunstancias normales, el rey no estaría presente en el juicio, pero Iria era especial. Con rostro impenetrable, la vio entrar a la sala. Ya era un rey poco popular, pues la gente, con toda razón, lo culpaba del ataque de los ruinos al castillo de Olso.

Frente al juez había una larga tarima, donde se esperaba que Iria se mantuviera en pie durante el proceso. El guardia la dejó ahí sin quitarle las cadenas de las muñecas.

Iria se atrevió a echar un vistazo por encima del hombro. Detrás de ella estaba Daven, un muchacho con el que había salido algunas veces un par de años atrás. Él la fulminó con la mirada con tal desprecio que Iria deseó haber sido un poco más malvada cuando terminó con él.

Volvió a mirar al frente. El juez hizo un gesto para que los asistentes guardaran silencio, y los suaves murmullos a su alrededor se desvanecieron.

—Iria Urbino —dijo el juez—: está usted acusada de traición, asesinato y colusión con el enemigo. Puede hacer alguna declaración sobre estas acusaciones, si lo desea.

Iria juntó las manos para evitar que le temblaran.

—Nunca asesiné a nadie.

El juez señaló a la derecha de Iria.

—Guerrero Rodrigo, ¿puede decir algo sobre esas acusaciones?

Iria miró alrededor y encontró a Rodrigo en pie. Era un guerrero al que conocía bien. Había estado presente cuando escapó con Aren, en el momento en que él y los demás guerreros mataron a los ruinos sin advertencia previa y sin razón alguna.

—Tres guerreros murieron cuando ese ruino, Aren, nos atacó y se fue con Iria —dijo.

Iria enfrentó al juez y dijo:

—Y dos ruinos murieron. Los guerreros los mataron.

—Tal como se les ordenó —dijo el juez.

—Era una orden equivocada.

—Eso no lo decide usted. Usted juró seguir siempre las órdenes de sus dirigentes. Como no lo hizo, tres guerreros murieron. ¿Tiene algo más que declarar con respecto a las acusaciones?

Las lágrimas estallaron en sus ojos. No se veía ningún milagro cerca. No sabía qué estaba esperando: ¿comprensión? No con el tema de los ruinos. No cuando Olivia acababa de incendiar buena parte del castillo y de asesinar a la familia real.

Miró de reojo a August. Lo único que podía salvarla era que él le concediera el perdón.

Él volteó a verla; su mirada era fría. Las ojeras revelaban falta de sueño. Ni siquiera parecía enojado, sólo… vacío. Como si nada pudiera importarle aunque él lo quisiera. No la ayudaría.

—Se suponía que eran nuestros aliados —dijo en voz baja, dejando de ver a August. Carraspeó para que toda la sala la oyera—: Me enviaron a ayudarlos, y me castigan por haberlo hecho.

—Su lealtad debe estar siempre con nosotros, no con ellos —dijo el juez haciendo a un lado unos papeles—. Ya escuché todo lo que necesitaba.

—¡No, aún no! —una voz conocida resonó en la sala. Iria volteó sobresaltada y descubrió a Bethania parada entre la multitud, con los puños apretados. Estaba tan enojada que sus despeinados caireles oscuros prácticamente vibraban. Iria conocía bien esa postura: el año que habían salido juntas, Bethania siempre estaba apretando los puños. Luego, ya no se aguantaron la una a la otra.

—Silencio, por favor —dijo el juez.

—Ella sirvió a los guerreros con lealtad por muchos años —gritó Bethania. Iria había sido guerrera sólo por cuatro breves años, pero Bethania tendía a exagerar—. Le asignan tareas imposibles, le piden que se haga amiga de los ruinos, y luego, cuando hace precisamente eso, ¿la castigan? ¿Qué clase de persona se habría quedado viendo cómo asesinaban a su amigo?

—¿Alguien la escolta fuera de la sala, por favor? —pidió el juez con un gesto de impaciencia.

Dos guardias tomaron a Bethania de los brazos y la arrastraron hasta las puertas. Ella no dejaba de forcejear.

—Son tan malos como Lera si hacen esto —gritó—. ¡Son unos cobardes!

Los guardias la sacaron y sus gritos se fueron apagando mientras la alejaban a rastras.

Iria se secó las lágrimas de la mejilla con el hombro. Dadas las expresiones de piedra del resto de la sala, no muchos estaban de acuerdo con Bethania. Incluso sus padres guardaban silencio.

—Iria Urbino, la declaro culpable de los tres cargos —dijo el juez—. La sentencio a cadena perpetua en la Cárcel Central de Olso —y, mirando al lugar por donde Bethania había desaparecido, agregó—: Quisiera únicamente señalar que si la hubieran juzgado en Lera, le habrían impuesto la pena de muerte. Considérese afortunada de ser ciudadana de Olso. Espero que aproveche la oportunidad de reflexionar sobre sus delitos.

Algunas personas aplaudieron. Iria inclinó la cabeza y cerró los ojos; el ruido seguía resonando en sus oídos.

—Vámonos, prisionera —dijo un guardia bruscamente.

Intentó esconder las lágrimas mientras se la llevaban.