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Su plan no salió como había pensado… Trabajar hasta tarde no era nada nuevo para el magnate Alex, y sí la perfecta excusa para conocer a la limpiadora Rosie Gray. Le había prometido a su padrino enfermo descubrir si su nieta, a la que hacía años que había perdido la pista, era una digna heredera. Halagada por las atenciones del seductor hombre de negocios, los sueños de Rosie quedaron destrozados cuando él puso fin a su aventura de una noche. Al descubrir que estaba embarazada, fue a enfrentarse a él, pero en la oficina nadie había oído hablar de "Alex Kolovos". Sin embargo, sí conocían a Alexius Stavroulakis, el dueño de la empresa, que tenía una extraordinaria oferta que hacerle.
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
ALIANZA POR UN HEREDERO, N.º 2277 - diciembre 2013
Título original: A Ring to Secure His Heir
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3906-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
–Necesito un favor –había dicho Socrates Seferis, y su ahijado, Alexius Stavroulakis, lo había dejado todo para volar mil quinientos kilómetros y acudir en su ayuda. Socrates había sido extrañamente misterioso respecto a la naturaleza del favor, alegando que era un asunto confidencial del que no podía hablar por teléfono.
Alexius, de metro ochenta y cuatro de altura y con cuerpo de atleta profesional, era un notorio millonario de treinta y un años de edad con una flota de guardaespaldas, limusinas, propiedades y aviones privados a su disposición. Famoso por la dureza de sus tácticas en los negocios y por su naturaleza agresiva, Alexius nunca bailaba al son de nadie, pero Socrates Seferis, de setenta y cinco años, era un caso especial. Durante muchos años había sido el único visitante que Alexius había tenido durante su estancia en un internado en el Reino Unido.
Socrates, un hombre que se había hecho a sí mismo, era un multimillonario poseedor de una cadena internacional de hoteles turísticos. Sin embargo, el padrino de Alexius no había sido tan afortunado en su vida privada. La esposa a la que Socrates había adorado, había fallecido al dar a luz a su tercer hijo. Sus hijos se habían convertido en adultos terribles, malcriados, vagos y extravagantes, que en muchas ocasiones habían avergonzado a su honorable y bondadoso padre. Alexius veía a Socrates como ejemplo de por qué ningún hombre sensato debería tener hijos. A menudo los hijos eran desleales, molestos y difíciles; no entendía por qué algunos de sus amigos se empeñaban en estropear vidas que, sin hijos, habrían seguido siendo tranquilas y civilizadas. Alexius no pensaba cometer ese error.
Socrates dio la bienvenida a Alexius desde un sillón en su lujosa casa en las afueras de Atenas. Los refrescos llegaron antes de que se sentara.
–Dime –dijo Alexius, con expresión seria en sus rasgos finos y morenos y los ojos plateados, que volvían locas a las mujeres, tan fríos como siempre–. ¿Qué es lo que va mal?
–Nunca fuiste paciente –se burló el anciano, con ojos oscuros chispeantes de humor–. Bebe algo, lee el informe antes...
Alexius, impaciente, levantó la fina carpeta que había sobre la mesa y la abrió, ignorando la bebida. Lo primero que vio fue una foto del rostro y los hombros de una joven pálida, recién salida de la adolescencia.
–¿Quién es? –preguntó.
–Lee –le dijo Socrates a su ahijado.
Soltando el aire con exasperación, Alexius hojeó el informe. El nombre Rosie Gray no significaba nada para él. Cuanto más leía, menos entendía la relevancia de la información.
–Se llama Rosie –murmuró Socrates, abstraído–. Mi difunta esposa también era inglesa. Y su nombre de pila era Rose.
Alexius estaba sorprendido por lo que había leído. Rosie Gray era una chica inglesa que había crecido en un hogar de acogida en Londres, trabajaba como limpiadora y llevaba una vida de lo más ordinaria. No entendía el interés de su padrino en ella.
–Es mi nieta –dijo Socrates.
–¿Desde cuándo? –Alexius lo miró con incredulidad–. ¿Esta mujer intenta timarte?
–Sin duda eres el hombre correcto para el trabajo –le dijo Socrates a su ahijado, satisfecho–. No, no intenta timarme, Alexius. Por lo que yo sé, ni siquiera conoce mi existencia. Siento curiosidad por ella, por eso te pedí que vinieras a hablar conmigo.
–¿Por qué crees que es tu nieta? –Alexius volvió a mirar la foto: una chica anodina de cabello claro, grandes ojos vacíos y sin personalidad aparente.
–Lo sé a ciencia cierta. Conozco su existencia desde hace más de quince años, y entonces se le hizo una prueba de ADN –admitió Socrates–. Es hija de Troy, concebida cuando él trabajaba para mí en Londres, aunque no se puede decir que trabajara mucho –soltó una risa amarga–. No se casó con la madre de la chica. De hecho, ya las había abandonado antes de fallecer. La mujer se puso en contacto conmigo, buscando apoyo financiero, e hice una aportación sustanciosa para ella y la niña. Por las razones que fueran, la niña no vio un céntimo del dinero y la madre la entregó al sistema de casas de acogida.
–Muy desafortunado –comentó Alexius.
–Peor que eso. La chica ha crecido con todas las desventajas posibles y me siento muy culpable por ello –admitió el hombre con voz pesada–. Es mi familia y podría ser mi heredera...
–¿Tu heredera? –se alarmó Alexius–. ¿Una chica a la que ni siquiera conoces? ¿Y la familia que ya tienes?
–Mi hija no tiene descendencia y ninguno de sus tres maridos ricos ha podido soportar su forma de gastar –respondió Socrates con voz plana–. El hijo que me queda vivo es drogadicto, como sabes, y ha pasado por rehabilitación varias veces, sin éxito...
–Pero tienes un par de nietos.
–Tan derrochadores y poco fiables como sus padres. Mis nietos están bajo sospecha de haber cometido fraude en uno de mis hoteles. No pienso desheredar a ninguno de ellos –dijo Socrates con voz triste–, pero si esta nieta es la persona adecuada, le dejaré el grueso de mi fortuna.
–¿Qué quieres decir con «persona adecuada»? –preguntó Alexius con el ceño fruncido.
–Si es una chica decente con el corazón en su sitio, será bienvenida aquí conmigo. Tú eres un hombre de honor y confío en ti para que juzgues su carácter en mi lugar.
–¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver con este asunto? ¿Por qué no puedes volar tú allí y conocer a la chica? –exigió Alexius, juntando las cejas.
–Creo que no es buena idea. Cualquiera puede disimular durante un par de días. No tardaría en comprender que le convendría impresionarme –el anciano suspiró, mostrando en el rostro una vida de cinismo y desilusiones–. Me juego demasiado para confiar en mi propio juicio... Anhelo que sea distinta al resto de mi familia. Mis hijos me han mentido y traicionado por dinero demasiadas veces, Alexius. No quiero hacerme esperanzas sobre la chica y quedar como un tonto otra vez. No necesito a una aprovechada más en mi vida.
–Me temo que sigo sin entender qué esperas que haga yo –admitió Alexius.
–Quiero que investigues a Rosie antes de arriesgarme a iniciar una relación.
–¿Que la investigue?
–No, quiero que la conozcas, que la analices por mí –le confió Socrates con una mirada esperanzada–. Significa mucho para mí, Alex.
–¿No lo dirás en serio? ¿Me estás pidiendo que conozca a una... limpiadora? –preguntó Alexius con incredulidad.
–Nunca te consideré un esnob –dijo el anciano con rostro serio.
Alexius se tensó, preguntándose cómo podía ser de otra manera con sus antecedentes. Su árbol genealógico estaba repleto de ricos griegos de sangre azul.
–¿Qué podríamos tener en común? ¿Y cómo podría conocerla sin que ella adivinara que había algo extraño en mi interés?
–Contrata a su empresa de limpieza... Si lo piensas, se te ocurrirán otras ideas –afirmó Socrates Seferis con confianza–. Sé que es un gran favor y que estás muy ocupado, pero no conozco a nadie más en quien pueda confiar. ¿Quieres que se lo pida a mi hijo, su tío, o a uno de sus poco fiables primos?
–No, no sería justo. Considerarían competencia a un nuevo miembro de la familia.
–Exacto –Socrates pareció aliviado por la comprensión del joven–. Estaré en deuda contigo si te ocupas de este asunto por mí. Si la tocaya de Rose resulta ser avariciosa o deshonesta, no necesito saber los detalles. Solo necesito saber si merece la pena correr el riesgo.
–Lo pensaré –dijo Alexius con desgana.
–No tardes mucho. No me estoy haciendo más joven –le advirtió Socrates.
–¿Hay algo que debería saber? –inquirió Alexius, preocupado de que Socrates le estuviera ocultando algún problema de salud. Aunque lo enternecía la confianza del anciano en su buen juicio, no quería la tarea. Su sexto sentido le advertía que podía ser un cáliz envenenado–. Tienes otros amigos...
–No tan astutos o experimentados como tú con las mujeres –replicó Socrates–. Tú sabrás cómo es en realidad. Estoy convencido de que no conseguirá engañarte.
–Lo pensaré –Alexius suspiró–. ¿Estás bien?
–No tienes por qué preocuparte.
Alexius sí estaba preocupado, pero la expresión obstinada de Socrates le impidió exigir más respuestas. Ya estaba bastante desconcertado por su franqueza. Su padrino había enterrado su orgullo y abierto su alma al admitir la decepción que habían sido para él sus tres hijos adultos. Alexius entendía que el anciano no quisiera añadir otro peso muerto a su círculo familiar, pero no le gustaba cómo había abordado el problema.
–Supongamos que esta chica es la buena nieta que deseas. ¿Cómo se sentirá cuando descubra vuestro parentesco y sepa que soy tu ahijado? Sabrá que todo ha sido un montaje...
–Y entenderá la razón si llega a conocer al resto de mi familia –se zafó Socrates–. No es un plan perfecto, Alexius, pero es la única forma de que pueda enfrentarme a la posibilidad de dejarla entrar en mi vida.
Tras cenar con su padrino, Alexius voló de vuelta a Londres con la mente confusa. Vivía para el reto de los negocios, para ir siempre un paso por delante de sus competidores y la emoción de derrotar a sus enemigos. ¿Cómo iba él a saber si la desconocida nieta de su padrino era una persona adecuada para convertirse en heredera del anciano? Era una responsabilidad enorme y un reto desagradable, dado que Alexius no se consideraba un «hombre de gentes».
De hecho, su vida privada estaba tan reglamentada como su vida pública. No le gustaban las ataduras y entregaba su confianza a muy pocos. No tenia familia propia y pensaba que esa carencia lo había endurecido. Sus relaciones nunca eran complicadas y con las mujeres solían ser tan básicas que a veces lo disgustaban. Siempre había evitado a las que querían compromiso, y las otras, las bellezas insulsas que compartían su cama, a veces ponían un precio a sus cuerpos que habría avergonzado a una prostituta. Pero él no era hipócrita, era consciente de que, en cierto sentido, pagaba sus servicios con el atractivo de la publicidad de ser vistas en su compañía, la ropa de diseño, los diamantes y el lujoso estilo de vida que les proporcionaba. Todas esas mujeres tenían un talento natural para forrarse los bolsillos pero, a su modo de ver, su avaricia no era peor que su propio deseo de satisfacción sexual.
–¿Qué tiene de especial este trabajo? –exigió Zoe con impaciencia–. ¿Por qué tenemos que venir hasta aquí?
Rosie contuvo un suspiro mientras empujaban juntas el carrito de la limpieza hacia el ascensor, tras haber mostrado su identificación a la plantilla de seguridad de la puerta.
–Industrias STA es parte de un consorcio y, aunque sea un contrato pequeño, esta es su sede. Vanessa cree que si damos un buen servicio conseguiremos más trabajo y nos ha elegido porque dice que somos sus mejores trabajadoras.
La atractiva morena que iba con Rosie hizo una mueca de disgusto.
–Puede que seamos sus mejores trabajadoras, pero no nos paga como si lo fuéramos, y me costará más dinero venir hasta aquí.
A Rosie tampoco le gustaba el cambio en su rutina pero, dado el clima económico, era un alivio tener un empleo regular, por no hablar del alojamiento que lo acompañaba. Una semana antes, inesperadamente, se había encontrado sin hogar; Vanessa había evitado que Rosie y su perro, Baskerville, acabaran en la calle con todas sus posesiones. Tardaría bastante en dejar de agradecerle que le hubiera permitido ocupar una habitación amueblada a buen precio, en un edificio que tenía alquilado y en el que se alojaban varios empleados más.
La pequeña empresa de limpieza de oficinas de Vanessa Jansen solo conseguía contratos ofreciendo precios más bajos que sus competidores, lo que suponía beneficios mínimos y que no hubiera subidas de salarios. Eran tiempos difíciles en el mundo de los negocios; los recortes en gastos no esenciales habían supuesto que Vanessa perdiera a un par de clientes habituales.
–Nunca te pones enferma ni llegas tarde. Sé que puedo confiar en ti y eso es poco habitual –le había dicho su jefa con calidez–. Si conseguimos más trabajo gracias a este contrato, te subiré el sueldo, te lo prometo.
Rosie estaba acostumbrada a que Vanessa rompiera ese tipo de promesas, pero había sonreído por pura cortesía. Era limpiadora porque el horario le convenía y le permitía estudiar durante el día, no porque le gustara serlo. Podría haberle dado a Vanessa consejos prácticos para mejorar su negocio. Sin embargo, ella no los habría apreciado, así que callaba respecto a compañeros que vagueaban y hacían mal su tarea por falta de supervisión. A Vanessa se le daba muy bien hacer números y buscar clientes, pero era una mala gerente, que apenas salía de su despacho. Esa era la auténtica razón de que su empresa tuviera problemas.
Rosie había aprendido hacía mucho que no se podía cambiar a la gente. Al fin y al cabo, había intentado cambiar a su madre durante años; la había animado, apoyado, aconsejado e incluso suplicado, pero no había servido de nada porque la madre de Rosie no quería cambiar. Había que aceptar a la gente como era, no como uno quería que fueran. Recordaba innumerables sesiones supervisadas con su madre, en la que había intentado brillar lo suficiente para que su difunta madre se interesara en criarla. Pero había sido energía malgastada, porque Jenny Gray había estado mucho más interesada en el alcohol, los chicos malos y su intensa vida social que en la única hija que había concebido con toda intención.
–Pensé que tu padre se casaría conmigo, y que estaría bien situada de por vida –le había confiado su madre una vez, hablándole de su concepción–. Era de familia rica, pero él no servía para nada.
Rosie, por su parte, pensaba que muchos hombres no servían para nada y que las mujeres eran mejor compañía. Los hombres con los que había salido estaban obsesionados con el sexo, el deporte y la cerveza. Como ella tenía mejores cosas que hacer en su escaso tiempo de ocio, hacía meses que no tenía una cita. En cualquier caso, tenía que admitir que los hombres no la perseguían por las calles. Rosie solo medía un metro cincuenta y cuatro y era plana como una tabla, por delante y por detrás; carecía de las curvas femeninas que atraían al sexo opuesto. Durante años había tenido la esperanza de que fuese una cuestión de «desarrollo tardío» y de que un día su cuerpo se transformaría. Pero tenía veintitrés años y seguía siendo muy delgada y poco curvilínea.
Un mechón de pelo rubio le rozó la mejilla y alzó la mano para ajustarse la cola de caballo. Gruñó cuando la goma se rompió y rebuscó en los bolsillos para ver si tenía otra, sin éxito. Su largo cabello ondulado cayó como una cortina a su alrededor y se preguntó, por enésima vez, por qué no se lo cortaba por pura comodidad. Pero sabía la razón: su madre de acogida, Beryl, le había dicho a menudo que tenía el cabello muy bonito. Sintió un pinchazo de tristeza; aunque habían pasado tres años desde la muerte de Beryl, Rosie seguía echando de menos su sentido común y su afecto. Beryl había sido más madre para Rosie que su madre biológica.
Alexius estaba en el despacho de uno de sus secretarios, intentando trabajar, pero lo irritaba que las cosas no estuvieran donde esperaba encontrarlas. Su manipulador padrino, Socrates, era el culpable de la farsa. Apretó los dientes al oír el sonido de un aspirador en la planta. Por fin habían llegado las limpiadoras y podía iniciar el maldito juego. Se sentía tenso porque no le gustaban las decepciones. Sin embargo, habría sido imposible conocer a una limpiadora siendo quien era. Era más sensato simular ser un empleado, y confiar en que Rosie Gray no lo reconocería como Alexius Stavroulakis. Dudaba que ella leyera el Financial Times, en el que su foto salía a menudo, pero cabía la posibilidad de que fuera aficionada a las revistas de celebridades, en las que también salía a veces. Cuanto más lo pensaba, más le parecía que habría sido mejor intentar coincidir con ella accidentalmente, fuera de las horas de trabajo.
Rosie iba de despacho en despacho, realizando las tareas rutinarias, mientras Zoe se ocupaba del otro extremo del corredor. Solo había un despacho ocupado, con la puerta abierta. Odiaba tener que limpiar alrededor de los empleados que trabajaban tarde, pero no podía arriesgarse a omitir esa sala, era la encargada de garantizar que todas las tareas que incluía el contrato se cumplieran a rajatabla. Miró dentro del despacho y vio a un tipo grande de pelo negro trabajando en un ordenador portátil. Él alzó la vista de repente, revelando unos ojos gris hielo, brillantes como mercurio líquido, en un rostro delgado y moreno. A Rosie le pareció guapísimo.
Alexius la miró fijamente, estudiando a su presa sin reconocerla. Rosie Gray no le había llamado la atención en la foto en blanco y negro, pero en carne y hueso era resplandeciente, inusual... y diminuta. Tenía un aspecto tan delicado y frágil como un elfo de cuento de hadas. Aunque su tamaño casi le hizo sonreír, su rostro y su cabello lo hechizaron. Su pelo era una gloriosa cascada rubia, de un color tan pálido como el sol destellando en la nieve. Su cara era triangular con enormes ojos verdes como el océano, nariz pequeña y una boca carnosa, hecha para pecar, la fantasía erótica de cualquier hombre. De cualquier hombre que tuviera fantasías eróticas; él no las necesitaba, todas las mujeres estaban siempre disponibles para Alexius. Sin embargo, los suculentos labios rosa eran de lo más sexy, aunque no era un pensamiento que quisiera tener respecto a la nieta de su padrino. Lo extraño de la situación lo estaba desequilibrando.
Al encontrarse con esos ojos claros enmarcados por pestañas negras y rizadas, Rosie tragó saliva y su corazón se desbocó. Era impresionante, con pómulos altos, nariz recta, mandíbula fuerte y angulosa y boca sensual y perfectamente dibujada. Pero no tardó en reconocer la impaciencia de su expresión, así que se retiró del umbral y se fue por el corredor. Un timbre de alarma sonó en su cabeza: ese no era un hombre al que quisiera interrumpir o incomodar. Pasaría el aspirador por la sala de reuniones y volvería después para ver si se había ido.
Alexius se tragó un gruñido de exasperación cuando ella se fue. Era un hombre acostumbrado a que las mujeres se esforzaran por atraer su atención. Había sido un ingenuo al esperar que la limpiadora se acercara a charlar con él. Fue hacia la puerta y miró la pequeña figura que se alejaba tirando de un aspirador.
–No estaré aquí mucho más –su voz profunda resonó en el silencioso edificio.
Rosie se dio la vuelta y lo miró con ojos verdes claramente aprensivos.
–Puedo limpiar la sala de reuniones antes...
–Eres nueva aquí, ¿no? –dijo Alexius, preguntándose qué tenían esos ojos y ese rostro para llamarle tanto la atención.
–Sí, es nuestro primer turno aquí –murmuró ella–. Queremos hacer un buen trabajo.
–Seguro que lo haréis –Alexius la vio tirar del aspirador, casi tan alto como ella y bastante más voluminoso, y sintió el súbito deseo de quitárselo de las manos y obligarla a prestarle toda su atención. Comprendió, atónito, que estaba excitado. Hacía años que a Alexius no lo asaltaba una reacción sexual tan indisciplinada. No entendía el efecto que estaba teniendo en él, porque no era en absoluto su tipo. Le gustaban las mujeres altas, bien formadas y de pelo oscuro, nunca se desviaba de la norma. En muchos sentidos era una criatura de hábitos, desconfiaba de lo nuevo o diferente. Había aprendido demasiado joven que, para mucha gente avariciosa, su inmensa riqueza lo convertía en una posible fuente de beneficios, un objetivo al que impresionar, halagar y, finalmente, utilizar.
Rosie estaba a punto de acabar su turno cuando volvió y encontró el despacho vacío. La lámpara de mesa seguía encendida y el portátil estaba abierto y sobre el escritorio, pero estaba cansada y sabía que no tendría otra oportunidad mejor. Estaba pasando un trapo por la mesa cuando el enorme cuerpo de él llenó el umbral. Alto, moreno y atractivo. Los asombrosos ojos claros brillaban como la plata.
–Apartaré esto –dijo Alexius, levantando el ordenador. Se acercó tanto que ella se sintió envuelta por su aroma limpio y viril, con un suave toque de alguna colonia exótica.
–No hace falta. Acabaré en cinco minutos –replicó, sonrojada. Sobre el escritorio había una foto de una guapa mujer rubia abrazando a dos chiquillos–. Bonitos niños –musitó.
–No son míos. Comparto este despacho –dijo él con voz brusca y un leve acento extranjero.
Rosie lo miró con sorpresa. No parecía un hombre dispuesto a compartir nada, aunque no sabía por qué le daba esa impresión. Quizás por su imponente presencia física y su aura de arrogancia y poder, que sugería que tenía que ser más que un mero oficinista.
–Me llamo Alex, por cierto –murmuró él–. Alex Kolovos.
–Encantada –respondió Rosie incómoda, preguntándose por qué el hombre le hablaba, no era habitual. Los oficinistas solo lo hacían si la limpiadora era lo bastante mayor para recordarles a su madre o a su abuela, o si querían ligar.
Zoe, a quien sus compañeras de trabajo apodaban «la bomba», había recibido muchos de esos acercamientos de hombres atraídos por su cara y sus impresionantes curvas, pero a Rosie nunca le había pasado en el trabajo. Se preguntó si era porque llevaba el pelo suelto. Irritada por sus estúpidos pensamientos, encendió la aspiradora. La divirtió ver su mueca de desagrado.
–Gracias –dijo, al terminar. Apagó la aspiradora y salió del despacho sin mirar atrás.
Alexius pensó que era una lección de humildad hablar con una mujer que no estaba deslumbrada por el aura magnética que le otorgaban sus miles de millones. Había percibido su prisa por alejarse de él. Se preguntaba si había sido por timidez o por inquietud, pero no tenía especial interés en averiguarlo. Consultó su reloj: tenía una cena de negocios. Cerró el portátil y se levantó, pensando que ella era muy sexy. No era en absoluto lo que había esperado.
Cuando Rosie llegó a casa esa noche, la recibieron los ladridos y saltos de Baskerville, que estaba en la cocina que compartían las inquilinas. Bas era un chihuahua de cuatro años, que había pertenecido a Beryl, la madre de acogida de Rosie. Bas se había convertido en la mascota de la casa y todas sus ocupantes lo mimaban y cuidaban. Se preparó una tostada con queso fundido y, con Bas bajo el brazo, fue al salón a ver la televisión y charlar con sus compañeras de piso mientras comía.
En algún momento de la noche, se despertó con dolor de estómago y se levantó a vomitar. Por la mañana se sintió mejor, pero muy cansada.