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Dexter D. Kane era capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con el negocio familiar... ¡incluso fingir ser un gigoló! Pero cuando una publicista llamada Kylie Timberlake le ofreció un empleo, Dexter se lanzó a interpretar su papel sin pensárselo dos veces. Kylie necesitaba desesperadamente alguien que se hiciese pasar por Harry Hanover, autor de varios libros de auto-ayuda para gente con problemas sexuales. Lo único que ella quería era que todo el mundo se volviese loco por Harry, mientras que Dexter se conformaba con que Kylie se volviese loco por él...
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Seitenzahl: 144
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kristin Eckhardt
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Alma de seductor, n.º 1276- diciembre 2019
Título original: Operation Babe-Magnet
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-639-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
QUIERO que saltéis de la avioneta.
A Dexter Kane se le habían taponado los oídos cuando la avioneta llegó a máxima altura. Por eso estaba seguro de haber oído mal.
—¿Qué has dicho, abuelo?
Amos Kane sonrió.
—Quiero que saltéis de la avioneta.
Dexter miró a su hermano pequeño, que estaba tonteando con una chica por el móvil. Incorregible playboy, Sam siempre estaba ligando por tierra, mar y aire.
—Cuelga, Sam.
Él le hizo un gesto con la mano, como diciendo que estaba a punto de hacerlo.
Dexter se volvió entonces hacia su abuelo.
—¿Has olvidado tomar tus medicinas esta mañana?
Amos negó con la cabeza.
—Llevo un mes sin tomar las pastillas, me dan sueño. Pero veo que estás un poco confuso, así que te lo explicaré desde el principio.
—Buena idea —murmuró su nieto, apoyando los brazos en el asiento.
No le gustaba volar. No le gustaba dejar su destino en manos de otro. Por eso planeaba su vida meticulosamente. Después de crecer con unos padres que pasaban más tiempo disfrutando en la Riviera francesa que con sus hijos, Dexter sabía exactamente qué quería de la vida.
Y, a sus veintiocho años, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para heredar la millonaria empresa que su abuelo había creado cuarenta años atrás; un negocio dedicado a los juegos de mesa.
Dexter empezó a trabajar a los catorce años como conserje en las oficinas principales de la empresa Kane. Después, cuando terminó sus estudios en la universidad, consiguió llegar a jefe de jefe de departamento y trabajó día y noche hasta llegar al consejo de administración.
Amos siempre había dejado claro que sus nietos heredarían la empresa Kane, pero que dejaría el resto de sus posesiones a una organización benéfica. Quería que Dexter y Sam aprendieran a ganarse la vida, al contrario que su padre, que había vivido siempre de las rentas.
Y la semana anterior, Amos Kane anunció su decisión de retirarse. Pero no había dicho quién sería su sucesor. Un hecho que ponía a Dexter muy, pero que muy nervioso.
—Vamos a jugar al «Camaleón» —dijo su abuelo entonces, refiriéndose a uno de los juegos más populares de la compañía.
Sam apagó el móvil y lo guardó en el bolsillo.
—¿Qué me he perdido?
—El abuelo quiere que juguemos al «Camaleón» —explicó Dexter, sin mencionar el asunto del salto en paracaídas.
Al menos, esperaba que fuera en paracaídas.
—Vale —sonrió Sam—. ¿Jugamos a la versión original o a la versión milenium?
—La versión real —contestó Amos, sacando dos sobres del bolsillo.
—No te entiendo —murmuró Dexter.
Aunque el nudo que tenía en el estómago contradecía aquella afirmación. El «Camaleón» era un juego que consistía en que los jugadores eligieran una carrera profesional diferente de la suya. Las decisiones que tomasen los llevaban al triunfo o a la derrota.
Dexter y Sam habían jugado mucho cuando eran pequeños, aunque solían terminar a puñetazos. Él seguía las reglas al pie de la letra, mientras que su hermano pequeño siempre intentaba hacer trampas.
—Es muy sencillo —dijo Amos, colocando los sobres encima de la mesa—. En estos sobres hay una lista con diferentes ocupaciones. El que consiga hacerse pasar por un profesional del tema que le toque, gana el juego. Y la empresa Kane.
—¿Y si ganamos los dos? —preguntó Dexter.
Aunque sabía que tenía cierta ventaja sobre su hermano. A Sam no le gustaban los compromisos, ni con las mujeres ni con el trabajo. Siempre perdía el interés después de unos días… aunque debía admitir que con la empresa de su abuelo hacía un gran esfuerzo.
Sin duda, la libertad de la que disfrutaba dirigiendo el equipo creativo tenía algo que ver.
—Si empatáis le pediré a vuestros jefes que me den un informe —explicó Amos—. El que consiga mejor nota, gana.
De modo que no solo tenían que hacer un trabajo, sino hacerlo bien. Sin problemas, se dijo Dexter. Él había sido un trabajador nato desde que estaba en el colegio.
—Espera un momento, abuelo —dijo Sam entonces—. Dexter y yo tenemos muchas cosas que hacer en la empresa. ¿Por qué tenemos que trabajar en otro sitio?
Amos se apoyó en el respaldo del asiento.
—El propósito del juego es comprobar lo importante que es el negocio familiar para vosotros. Además, podéis pasarlo muy bien.
Dexter no quería trabajar en otro sitio. Llevaba diez años en la empresa Kane y conocía todos los resortes. Pero él no tenía el encanto de Sam, ni el talento para triunfar en sociedad de sus padres. Había dejado de intentarlo a los dieciocho años, cuando se concentró en el negocio.
Además, estaba a punto de conseguir su objetivo y tenía muchas más cualificaciones que su hermano para dirigir la empresa.
Para empezar, en cuanto Sam tuviera el poder, seguro que instauraba la semana laboral de cuatro días. No era justo. Su hermano siempre lo había tenido todo: atractivo, carisma, mujeres… Lo único que él quería era la empresa familiar.
Pero para conseguirla tenía que jugar a aquel estúpido juego.
Dexter miró a su hermano, disgustado. Siempre habían competido, desde pequeños. Él organizaba los juguetes por colores y tamaños, mientras Sam se dedicaba a amedrentar a la niñera para que le diese más galletas.
Y no habían cambiado mucho desde entonces. A él le gustaba trabajar, mientras que Sam prefería pasarlo bien. Aunque tenían una cosa en común: los dos deseaban dirigir la empresa Kane. Y su abuelo era de los que creían que el ganador se lo lleva todo.
—El juego terminará exactamente dentro de treinta días —siguió Amos—. Nos veremos en mi despacho para coronar al ganador. Solo tenéis que seguir tres reglas: la primera, no decirle a nadie que estáis jugando ni cuál es vuestra verdadera ocupación. La segunda, no poneros en contacto durante todo ese tiempo. Y la tercera, seguir al pie de la letra las indicaciones de las tarjetas que vayáis recibiendo. De modo, que podéis esperar un par de sorpresas.
—¡Yo me apunto! —exclamó Sam—. ¿Puedo abrir mi sobre?
—Cuanto antes lo hagas, antes tendrás que empezar a jugar.
Su hermano abrió el sobre y leyó las instrucciones.
—¡Esto es buenísimo!
—¿Vendedor de lencería femenina? —leyó Dexter, incrédulo.
—Eso es lo que yo llamo un trabajo de ensueño —rio Sam.
Dexter abrió su sobre y leyó con atención. Pero debía de haber leído mal.
—No puede ser.
—¿Cuál es tu trabajo? —le preguntó su hermano.
Él tragó saliva.
—Acompañante masculino.
Sam soltó una carcajada.
—¿Que mi hermano va a convertirse en gigoló?
Dexter se volvió hacia su abuelo, atónito. Tenía que ser una broma. Aquello no era un trabajo; seguramente ni siquiera era legal.
Pero al ver los paracaídas que Amos tenía en las manos la protesta murió en sus labios.
—Cuanto antes empecéis, mejor.
Sam frunció el ceño.
—¿Para qué es eso?
—Para que no os hagáis daño cuando saltéis de la avioneta —contestó su abuelo.
Sam y Dexter se miraron. Con razón todo el mundo llamaba a Amos «el maniático Kane».
—¿Se te ha olvidado tomar las medicinas, abuelo?
—Ya le he dicho a tu hermano que no. Creo que saltar de la avioneta es la mejor forma de empezar el juego.
Dexter miró por la ventanilla.
—¿Dónde estamos?
—A las afueras de Pittsburg. Muchos campos verdes, no te preocupes. No os haréis daño.
—¿Y cómo volveremos a la ciudad? —preguntó Sam.
—Eso es parte del juego. Así, ninguno tiene ventaja. Los dos empezáis en el mismo punto.
El copiloto salió entonces de la cabina para ayudarlos a ponerse el paracaídas, dándoles unos consejos de última hora. Mientras Dexter escuchaba palabras como «altímetro» y «caída libre», se preguntó, angustiado, si estaría teniendo una pesadilla.
Pero unos minutos después, se abría la portezuela de la avioneta y el piloto anunciaba por el altavoz que estaban a diez mil pies de altura y podían saltar cuando quisieran.
—Tú primero, Dexter —gritó Sam para hacerse oír entre el ruido de los motores—. Eres el mayor.
Él habría querido discutir sobre el asunto, pero su orgullo se lo impedía. Nervioso, sujetó las cuerdas del paracaídas y se acercó a la puerta abierta. Toda su vida pasó por delante de sus ojos en un segundo: horas y horas en la biblioteca, horas y horas delante del ordenador. No había trabajado tanto para nada, se dijo.
—Vamos, Dexter —lo animó su abuelo.
—¿Necesitas un empujón, hermanito? —bromeó Sam.
Él lo ignoró, con el corazón latiendo a mil por hora. Era el momento que había esperado durante toda su vida.
Lo único que debía hacer era dar un paso.
Dexter se inclinó hacia delante, sujetándose a la puerta. Por un momento sintió pánico: él solo sabía estudiar y trabajar. No conocía el mundo, ni siquiera tenía novia. Pero, ¿eso qué importaba?
Entonces, cerrando los ojos, saltó al vacío.
KYLIE Timberlake se tiró al suelo justo cuando una flecha volaba sobre su cabeza y se clavaba en el árbol. Al hacerlo, oyó el amenazador gruñido de un dóberman atado a la puerta de la cabaña.
—Esa ha sido una flecha de aviso —escuchó una voz ronca—. Esta es propiedad privada. La próxima vez, apuntaré al corazón.
Ella levantó la cabeza.
—Soy yo, señor Hanover. Kylie Timberlake.
Tumbada sobre la hierba, se preguntó si su familia tendría razón; quizá era demasiado impulsiva. Quizá no estaría en aquel apuro si se hubiera parado a considerar las consecuencias de lo que iba a hacer.
Pero era demasiado tarde. Su reputación y el negocio de su hermano dependían de una sola cosa: hacer de Harry Hanover un nombre conocido en el mundo editorial. Y pensaba hacerlo a toda costa.
—La próxima vez que venga, avíseme —le advirtió el hombre—. Ya le dije que no me gustaban las visitas, así que vuelva a Pittsburg y déjeme en paz.
Kylie apretó los dientes. No había conducido durante dos horas en aquella carretera que era un crimen para volverse con las manos vacías.
—Ya sabe por qué estoy aquí.
—Y yo le he dicho por teléfono que no. No pienso hacerlo.
—Pero…
—Adiós, señorita Timberlake.
Ella dejó escapar un suspiro, mientras se limpiaba las hojas secas del pantalón. Había estropeado un traje carísimo y arruinado su carrera como publicista… además de dejar a su hermano en la calle. Y todo de un solo golpe.
El dóberman gruñó amenazadoramente al ver que se levantaba.
—Vale, vale. Ya me voy —murmuró, volviéndose hacia el Honda blanco aparcado al borde de la carretera.
Estaba a punto de entrar cuando escuchó la voz de Harry Hanover:
—¡Espere un momento, señorita Timberlake!
Kylie se volvió, esperanzada. Pero entonces vio que el dóberman se dirigía corriendo hacia ella, con las fauces abiertas.
Aterrada, solo pudo apoyarse en la puerta del coche mientras el perrazo le colocaba las patas en el pecho. Aliviada, comprobó que no se lanzaba directamente a la yugular… aunque parecía querer asfixiarla con su hediondo aliento.
—Tome el recorte del periódico —oyó que decía Hanover—. Está en el collar de Eugene.
¿Eugene? Kylie miró al dóberman, sorprendida. Efectivamente, llevaba un recorte de periódico en el collar.
—¿Seguro que no me morderá?
—Mi perro no muerde —replicó Harry, aparentemente ofendido.
Pues podía habérselo dicho antes, pensó ella, tomando el periódico.
—Qué perrito más bueno —le dijo, intentando hacerse su amiga. Eugene le dio un lametón en la cara—. Gracias, hombre —murmuró, secándose con la mano.
Harry lanzó un silbido y el dóberman volvió corriendo a la cabaña mientras Kylie desdoblaba el recorte.
—¿Qué es esto? —preguntó al ver que era un anuncio.
Hanover soltó una risita.
—La respuesta a todos nuestros problemas.
Estaba tronando cuando Dexter llegó al sitio en el que, con un poco de suerte, le darían trabajo.
La tormenta lo había seguido desde que «aterrizó» en Pittsburg. Si fuera supersticioso, tomaría aquello como una señal de desastre inminente, pero él no creía en presentimientos. Ni en el destino. Un amuleto de la suerte nunca podría reemplazar al trabajo duro.
Había aterrizado en un campo de maíz, a un par de kilómetros de su hermano. Pero no tenía duda de que Sam habría encontrado un alma caritativa que lo llevase a Pittsburg; su buena suerte era legendaria.
Dexter, por otro lado, siempre había tenido que luchar por todo. Y en aquella ocasión tuvo que recorrer cinco kilómetros, empapado, antes de que un camionero amable se apiadase de él.
Una vez en su apartamento, se cambió de ropa y fue a la dirección que indicaba la tarjeta.
Pero al ver el cartel de neón en la puerta se le revolvió el estómago. Aquella era la empresa que su abuelo había elegido para comprobar si era el hombre que podía llevar Juegos Kane al nuevo milenio: una agencia de acompañantes masculinos llamada «Machos».
El escaparate estaba lleno de fotografías: hombres con traje, con esmoquin, sin camisa, con vaqueros apretados… con un bañador diminuto que no dejaba nada a la imaginación.
Dexter sacudió la cabeza, preguntándose si el propietario estaría abierto a sugerencias. Quizá esa era la solución, pensó, mientras se arreglaba la corbata. Podría trabajar como director de marketing, ya que tenía mucha experiencia. De ese modo, habría trabajado en la empresa y no tendría que hacer nada vergonzante.
Convencido, empujó la puerta. Una campanita anunció su llegada y la recepcionista levantó la cabeza, con cara de pocos amigos. Después de soplarse las uñas recién pintadas de un tono naranja a juego con su pelo, apagó la televisión.
—¿Qué desea?
—Vengo a pedir trabajo —contestó Dexter.
Ella lo miró de arriba abajo.
—¿Aquí?
—Sí.
—Muy bien. Debe cumplimentar este formulario.
El «formulario» llevaba por título ¿Eres un auténtico macho?, algo que lo dejó con un nudo en la garganta. Pero, negándose a dejar su destino en manos de una secretaria cuyas herramientas de trabajo consistían en un calendario del mes anterior y una laca de uñas imposible, se acercó a la mesa, sonriendo.
—Mire, cumplimentar este formulario sería una pérdida de tiempo. Yo tengo… unas cualificaciones que pueden interesarles.
La joven levantó una ceja.
—¿Se refiere al tamaño?
Dexter se puso como un tomate, pero intentó disimular.
—¿Podría hablar con su jefe?
Arrugando el ceño, la secretaria se levantó y entró en un despacho. Unos segundos después, escuchaba unas risitas. Debería estar acostumbrado, pensó, considerando las numerosas bromas que tuvo soportar en el colegio.
Dexter F. Kane siempre había sido objeto de bromas. La «efe» era por «formal», siguiendo la tradición familiar de poner un segundo nombre que fuera una virtud. Tanto Sam como él habían tenido muchas peleas en el colegio a causa de eso.
Y lo curioso era que el nombre le iba como anillo al dedo. Dexter era absolutamente formal; la típica persona a la que todos llaman cuando tienen un problema; fuera una vecina que necesitaba alguien que le hiciera un recado o un amigo que necesitaba consejo.
Desgraciadamente, «formal» no era lo que le llamaban en el colegio. Más bien, hortera, empollón o su favorito «Frankenlisto». Y seguramente se lo merecía, ya que pasaba más tiempo en la biblioteca que en el patio.
Desde luego no se parecía nada a Sam, tan simpático y tan guapo que mucha gente no creía que fueran hermanos de verdad.
Favorito de las féminas, Sam había roto cientos de corazones, mientras que él se pasaba la vida concentrado en el trabajo. Quizá cuando consiguiera dirigir la empresa podría averiguar cómo se habla con una chica guapa sin ponerse de los nervios.
—Madame Helga lo recibirá ahora mismo —anunció entonces la secretaria.
¿Madame Helga? Dexter se colocó las gafas y entró en el despacho, esperando encontrar una mazmorra llena de juguetes eróticos.
Pero lo que encontró fue una agradable habitación pintada de blanco, con muebles de mimbre y acuarelas en la pared.