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La solución estaba en la falda Un año después de que la dejaran ante el altar, Paige Hannover tenía ropa nueva, casa nueva y una forma de ver las cosas totalmente nueva. Estaba dispuesta a darle otra oportunidad al amor... lo que no esperaba era tener que darle esa oportunidad a su antiguo novio, Alex Mack, que estaba empeñado en convencerla de que todo había sido un error, y que nunca había dejado de amarla. Pero Paige no estaba dispuesta a dejarse engañar otra vez: armada con aquella falda que era todo un imán para los hombres, iba a romperle el corazón. Lo que no sabía era que el poder de atracción de la falda funcionaba en ambas direcciones.
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Kristin Eckhardt
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Comienza la seducción…, n.º 1259 - abril 2015
Título original: Engaging Alex
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6257-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Paige Hanover se dio cuenta demasiado tarde de que debía de haber llevado una arpillera negra para celebrar su primer aniversario de boda. Aunque no era un aniversario propiamente dicho. Después de todo, su prometido, Alex Mack, la había dejado plantada antes de la ceremonia, hacía exactamente un año.
En ese momento estaba bajo la lluvia delante de la casa victoriana de cuatro plantas que había sido trasformada en un edificio con cuatro apartamentos. Se adelantó y llamó a la puerta antes de asomarse por el cristal tintado a un lado de la misma. El portero estaba sentado de espaldas, totalmente absorto en algún programa de televisión.
Giró el pomo de latón y se sorprendió de que la puerta cediera. Entró en el vestíbulo, chorreando agua sobre el limpio suelo de baldosas. Pero el portero ni siquiera se percató de su llegada, de tan ensimismado que estaba con la tele.
Paige no planeaba quedarse demasiado tiempo. Pero cuando vio el programa que tenía tan entretenido al portero, pensó en salir de nuevo a la calle y olvidarse de aquella estúpida idea.
Cuando el programa se interrumpió para dar paso a la publicidad, el portero sacudió la cabeza.
–Sorprendente…
–Ridículo –añadió Paige mientras se pasaba los dedos por la melena corta de rizos.
El portero pegó un brinco al oír su voz y se dio la vuelta rápidamente mientras se llevaba una mano al pecho.
–¡Cómo se le ocurre aparecer así, de repente! Sobre todo cuando uno está viendo un programa de secuestros extraterrestres.
–Lo siento. No ha sido mi intención asustarlo.
–No me ha asustado –contestó–. Soy cinturón negro en kárate y judo. Podría haber sufrido importantes lesiones, señorita.
–Qué pena que no estuviera usted para defenderme cuando el reportero de Vigías de los Ovnis me sorprendió a la puerta de mi casa la semana pasada.
El portero pestañeó, miró la tele y de nuevo a Paige.
–¡Increíble! Es usted… ¡Usted es «la novia abandonada»!
Apretó los dientes al oír el sobrenombre que le había dado el programa.
–¿Cómo puede explicar la repentina desaparición de su novio el día de su boda? ¿O el hecho de que nada se sepa de su paradero? –le había preguntado el reportero.
–Sin comentarios –había respondido ella antes de meterse rápidamente en un portal.
El reportero se había vuelto hacia la cámara y había continuado en tono solemne:
–Hace exactamente un año, esta mujer de San Francisco se despertó el día de su boda para descubrir que su novio había desaparecido misteriosamente. En nuestra edición especial de Vigías de los Ovnis escucharemos por qué la madre de la novia cree que los extraterrestres pueden estar implicados, y nos contará por qué «la novia abandonada» tiene miedo de hablar.
–A mi novio no lo secuestraron unos extraterrestres –le dijo al portero, una historia que había repetido hasta la saciedad–. Simplemente se acobardó.
Pero eso no era lo que el periodista quería oír.
–A veces los periodistas son unos pesados. Al menos era guapo.
Paige no se había fijado. Se había pasado el último año evitando a cualquier hombre que mirara en dirección suya. Pero eso estaba a punto de cambiar. Se acabó el esconderse de la vida, del amor. Ya era hora de olvidar a Alex Mack de una vez por todas. De decir finalmente adiós al sueño de amor eterno del que ya llevaba colgada demasiado tiempo.
Por eso estaba allí esa noche.
–Estoy buscando a Franco Rossi –dijo, consciente del charco que agua que se había formado alrededor de sus pies.
El portero sonrió.
–Soy yo. Usted debe de estar aquí por lo del apartamento.
Paige asintió y dejó en el suelo la bolsa de la compra que llevaba en la mano.
–Soy Paige Hanover. Hablamos ayer por teléfono.
El momento no podría haber sido el más apropiado. Su madre lo había llamado destino cósmico, aunque Paige intentaba no alentar la creciente fascinación de Margo Weaver por la vida extraterrestre. Esa afición de su madre había empeorado desde que el padrastro de Paige había desaparecido de la casa de los Weaver hacía exactamente un año y medio. Incluso Paige tenía que reconocer que su desaparición a mitad de la noche había sido muy extraña. Un acontecimiento casi hecho a media para un programa como Vigías de los Ovnis.
Solo que Paige, a diferencia de su madre, no creía en los platillos volantes, en las abducciones extraterrestres, en los marcianos ni en otras tonterías así. Le asqueaban los programas sensacionalistas como Vigías de los Ovnis, y sobre todo ser protagonista de uno de sus casos.
Paige simplemente creía que había elegido al hombre equivocado, al igual que lo que le había pasado a su madre. Pero eso no quería decir que tuvieran que darse por vencidas. Ni agarrarse a la ridícula teoría de que los hombres que habían amado hubieran sido secuestrados por extraterrestres. Había llegado el momento de enfrentarse a la realidad.
Por eso estaba allí esa noche. Para demostrarse a ella misma y a su madre que era un error aferrarse al pasado. El alquilar aquel apartamento era el primer paso que daba en dirección al futuro.
Incluso el insólito alquiler convenía a Paige. Era un apartamento en tiempo compartido, que ella solo utilizaría dos días a la semana, los viernes y los sábados. Había pagado el mínimo requerido por el mes, y consideraría el gasto extra como una buena inversión si así conseguía sacarse a Alex de la cabeza y del corazón de una vez por todas.
–El apartamento está amueblado –dijo Franco–; cortesía de mi ex novio, Marlon. Tiene propiedades inmobiliarias por todo el país. Yo viví con él en Nueva York hasta que rompimos, entonces me cedió este apartamento y me mudé a San Francisco.
Paige miró a su alrededor.
–¿Y trabajar de portero fue parte del acuerdo?
Franco sonrió.
–Es más bien un puesto voluntario. Estoy escribiendo mi primer guión y pensé que así tendría oportunidad de conocer a mucha gente; a personas como usted.
–¿Entonces no vive aquí?
Franco se acercó a ella y le susurró:
–No se lo diga a nadie, pero he trasformado la habitación que hay en el sótano en mi propia casa para cuando estoy fuera de casa. Es un sitio horrible, pero se supone que los escritores deben sufrir en su profesión Y el dinero que saco arrendando mi apartamento me ayudará con la producción de la película.
Al menos el alquiler que pagara sería por una buena causa.
–Bien, buena suerte.
–Gracias –Franco se metió la mano en el bolsillo–. Aquí está la llave del apartamento. Tiene que traer sus propias sábanas y toallas, como le dije por teléfono, pero puede poner los discos compactos en el estéreo. Le recomiendo la banda sonora de El Mago de Oz. Es usted casi tan guapa como Judy Garland.
Paige asintió mientras tomaba la llave, sin molestarse en decirle que se había llevado su propio disco compacto. Uno que le iría de maravilla a aquella ocasión.
Franco se cruzó de brazos mientras la miraba de arriba abajo.
–Es usted distinta a como salió en televisión.
–Me he cortado el pelo –se llevó la mano al cabello húmedo que le llegaba a la altura del cuello.
El estilista había intentado convencerla para que no se cortara la melena larga, pero Paige estaba dispuesta a hacer unos cuantos cambios en su vida. Grandes cambios.
Franco asintió con aprobación.
–Le queda muy bien. El traje es precioso, también.
Paige se miró el top sin mangas y los pantalones de cuero rojo, incapaz ni ella misma de creer que se hubiera comprado algo tan atrevido.
–El parte meteorológico de esta mañana dijo que hoy haría sol –explicó.
–Espero que no se le hayan estropeado los pantalones –comentó Franco–. Creo que debería quitárselos y ponerlos a secar –abrió un armario que tenía a sus espaldas–. Tome, puede ponerse esto mientras tanto.
Vio que sacaba una percha de la que colgaba una falda negra.
–Gracias, pero no podría…
–Por favor, llévesela –insistió Franco, plantándosela entre las manos–. No quiero que se siente en mi sofá o en mis sillas con los pantalones mojados. Además, es una falda estupenda –dijo mientras le echaba un vistazo –. A los hombres les encanta.
Paige agarró la percha y se agachó para recoger la bolsa de la compra del suelo.
–Gracias por prestarme la falda. Le debo un favor.
–Créame, es un placer –le dijo Franco–. El apartamento 2B está en el último piso a la izquierda. Será un placer acompañarla.
–No se preocupe –le aseguró, y aspiró hondo para subir el tramo de escaleras–. Ya lo conozco.
Veinte minutos más tarde Paige se había quitado los pantalones y se había puesto la falda prestada, sorprendida de que le quedara tan bien. Le pareció un poco extraño que el portero tuviera una falda en el armario, pero Franco en general le parecía un poco extraño.
El género sedoso de la prenda le acariciaba los muslos desnudos, y le entraron ganas de balancearse al son de la música de Frank Sinatra que sonaba en el estéreo. La canción que Alex solía cantarle al oído cuando bailaban. Al menos ya no lloraba como antes cuando la oía.
La lluvia había cedido finalmente, de modo que Paige abrió las puertas de los balcones para airear el apartamento que olía a cerrado.
Se asomó al balcón para admirar la fila de casas victorianas de la acera de enfrente a espaldas del edificio. La brisa del océano se respiraba en el ambiente. Se dio la vuelta y estudió la mesa que con tanta meticulosidad había puesto.
Había dos platos con unos palos de chocolate y crema, el postre que Alex y ella habían compartido en su primera cita. Una botella de champán de la mejor calidad se enfriaba en un cubo con hielo; un champán de la misma marca que Alex había comprado el día que se prometieron. Un centro de gardenias blancas secas, su ramo de novia, adornaba la mesa.
La recorrió un escalofrío de aprensión. Aquel era un paso muy importante en su vida. Paige se había pasado todo aquel año preparándose para ese momento. Quería decirse a sí misma que era hora de avanzar. ¿Pero estaba lista para olvidar a Alex… para siempre?
Sí.
Avanzó hacia la mesa con determinación y desdobló una hoja de papel que había allí encima. La proposición de matrimonio de Alex, que él le había enviado por correo electrónico hacía un año. Paige se había quedado sorprendida al verla, y no se lo había creído hasta que había salido de la impresora. En ese momento releyó las palabras que había memorizado hacía tanto tiempo. Unas palabras que llevaba grabadas en el corazón.
Paige, solo nos conocemos hace apenas unas semanas, pero creo que me enamoré de ti el día que te conocí. Dime que te casarás conmigo y que serás mía para toda la eternidad. Alex.
Aspiró hondo y colocó el papel sobre la llama de la vela, esperando a que se prendiera. La esquina de la hoja se puso negra y empezó a curvarse hacia la palma de su mano. La dejó caer en un cuenco de cristal y la observó hasta que se quemó del todo.
Entonces abrió la botella de champán y llenó dos copas.
–A tu salud, Alex Mack –levantó una copa–. Que te pudras en el infierno.
Paige se sorprendió al ver su reflejo en un espejo antiguo que ocupaba casi toda una pared. Su espesa melena castaña había sido sustituida por una melena corta a la que se había aplicado unas mechas rojizas.
También se había ido de compras y se había dado el gusto de comprarse cosas como los pantalones de cuero rojo que había llevado esa tarde. Se terminaron los blusones y los aburridos trajes de chaqueta para Paige Hanover.
Había llegado el momento de empezar de nuevo, algo que también había simbolizado con una anémona que se había tatuado en el tobillo. En el lenguaje de las flores, la anémona simbolizaba la anticipación. Paige se había criado entre flores, ya que había trabajado en la floristería de su abuelo paterno. Cuando su abuelo había fallecido cinco años atrás, había heredado Ramos Bay.
En el presente diseñaba arreglos florales para los hogares y los negocios de algunos de los ciudadanos más ricos de San Francisco. Su madre llevaba la tienda, y su padrastro se había encargado de los repartos hasta su repentina desaparición hacía dieciocho meses.
Ramos Bay era sin duda un negocio familiar, pero tal vez hubiera llegado el momento de ampliar. En cuanto dejara atrás a Alex, podría centrarse de lleno en su tienda; tal vez incluso abrir una franquicia.
Pero lo primero era lo primero.
Paige se acercó al estéreo y sacó el CD de Sinatra; entonces salió al balcón. Las casas de alrededor estaban iluminadas, y pensó que en ese momento las familias estarían reuniéndose a cenar, contándose cómo habían pasado el día. Había soñado hacer lo mismo con Alex precisamente en aquel apartamento.
Un sueño que se había visto obligada a abandonar.
–Adiós, Frank –dijo mientras lanzaba el CD por el balcón.
Entonces se llevó la mano al anillo de compromiso que llevaba colgado de una cadena al cuello. Un exquisito diamante de medio quilate que había simbolizado el compromiso de Alex… hasta que su guapo prometido había desparecido sin dar explicación.
Sintió una especie de ahogo al recordar la emoción que había experimentado cuando Alex había sacado el anillo del bolsillo de la camisa y se lo había ofrecido; su modo, casi tímido, de colocárselo en el dedo.
Paige lo había besado entonces con tanta pasión que había sentido la llama del amor abrasándole el alma. Suspiró con nostalgia al recordar el momento y el deseo que le había parecido ver en sus ojos.
Paige había pensado que finalmente esa noche consumarían su relación… pero de nuevo se había quedado decepcionada.
Alex había querido esperar hasta la noche de bodas. Había murmurado algo de que quería que fuera especial para los dos. En aquel momento a Paige le había parecido un detalle muy tierno, aunque sin duda bastante frustrante.
En ese momento entendió que había sido una señal.
Una maña señal. Alex no la había deseado después de todo. Algo que vio en ella le hizo cambiar de opinión. Ni siquiera se había molestado en explicar la razón en la nota que había dejado, que había constado de dos palabras: Lo siento, Alex. Se había pasado meses repasando mentalmente cada momento que habían compartido, intentando adivinar qué había hecho mal.
Después de meses de tortura e interminables conversaciones telefónicas con sus amigas analizando cada ángulo de la relación, finalmente Paige había dado con la solución. Se había enamorado de un cretino.
Un cretino guapo, encantador y sexy, pero en esencia un cretino. Paige se culpaba a sí misma por haber consentido en un romance rápido e intenso; por acceder a casarse con un hombre al que había conocido hacía un mes. Por permitir que él le rompiera el corazón.
De todo lo demás le echaba la culpa a Alex. De la cobardía que le había llevado a huir antes de la boda, y de la hipocresía de aquella historia de ovnis que había tenido que soportar. Pero sobre todo le culpaba por el modo en que había conseguido que ella terminara dudando de sí misma.
De modo que había llegado el momento de dejarlo en el pasado de una vez por todas. Después de esa noche no volvería ni a pensar en Alex ni a llorar por él. Tal vez su madre siguiera su ejemplo, aunque Paige no albergaba demasiadas esperanzas al respecto.
Margo Weaver no se tomaba bien lo de perder. Había sufrido una depresión doce años atrás cuando el padre de Paige había muerto en accidente de tráfico, negándose a aceptar su muerte. Al igual que se negaba a aceptar el hecho de que su segundo marido no iba a volver. Margo estaba segura de que Stanley volvería a ella algún día; en cuanto los clientes se lo permitiesen.
Paige no quería terminar como su madre; atrapada en una loca fantasía en lugar de aceptar la realidad. Con mucho cuidado se sacó la cadena por la cabeza, abrió el cierre y el solitario le cayó en la mano. La banda de platino brilló bajo la tenue luz del sol. Cerró el puño, y entonces lo lanzó por el balcón.
–Adiós, Alex.
Se asomó para ver el anillo volando por el aire. El aro pegó contra la acera, y Paige vio cómo rebotaba hasta que lo perdió de vista.
Para siempre. Lo mismo que a Alex.
Un final perfecto para lo que un día le había parecido un amor perfecto.
Paige se puso derecha y se dio la vuelta con una sensación de liviandad en el corazón; algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Se acercó a la mesa, apagó las velas y tiró los dulces a la basura. Intentaba dejar todo el resto allí: los platos, las velas y el champán. Y una nota dándole las gracias a Franco por prestarle aquella falda. No tenía ninguna razón para volver a aquel apartamento.
Paige abrió la puerta, lista para entrar en su nueva vida.
Y se encontró a Alex Mack al otro lado.
Se agarró al marco para no caerse, puesto que su sonrisa sensual parecía hacerle aún bastante efecto.
–Hola cariño, he vuelto a casa.
Nada más decirlo, Alex supo que había metido la pata. Sus dotes de comunicación sin duda habían sufrido por falta de práctica. Eso era algo que pasaba cuando uno se encontraba confinado en una celda de diez por diez metros veinte horas al día durante doce meses seguidos.
Tenía suerte de poder al menos hablarle a Paige después de tanto tiempo. Una Paige que apenas había podido reconocer.
Se había cortado su preciosa melena castaña y había cambiado sus trajes conservadores por un top sin mangas rojo y una falda negra que le incitaba a mirarle las piernas con insistencia.
Entonces bajó un poco más la vista y vio que llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo fuego. Pestañeó muy sorprendido. ¿Aquello del tobillo era un tatuaje?
Paseó la mirada por su cuerpo sensual mientras intentaba decir algo inteligente. Estaba preciosa. Había soñado con aquel momento durante aquellos doce infernales meses. Había soñado con ella. Y allí estaba, mirándola boquiabierto como un imbécil, con ganas de decirle lo mucho que la había echado de menos; lo mucho que había deseado abrazarla para no soltarla jamás.
Pero antes de poder articular palabra alguna, Paige le dejó bien claro lo que pensaba de su visita. Le cerró la puerta en las narices.
Alex se quedó inmóvil un momento. La antigua Paige le hubiera dado la oportunidad de explicarse; habría escuchado con paciencia su parte de la historia e intentado entenderlo. Aquella nueva Paige, a juzgar por los destellos homicidas que había visto en sus grandes ojos azules, no estaba interesada en su explicación.
Mala suerte.
Alex llamó con fuerza a la puerta. No había llegado hasta allí ni renunciado a tanto para darse la vuelta en ese momento.
–Paige, déjame entrar.
–¡Lárgate!
–Tenemos que hablar.
–¡Llegas trescientos sesenta y cinco días tarde!
Agarró el pomo de la puerta.
–¡Abre la puerta!
–Te lo aviso, Alex –le gritó desde el otro lado–. Si no te marchas ahora mismo llamaré a la policía.
–No me pienso marchar a ningún sitio –Alex giró el pomo, pero la puerta no se abrió–. Y yo te aviso que si no abres la puerta cuando cuente hasta tres, pienso derribarla.
Silencio. La puerta no se abrió.
–Uno –dijo en voz alta, seguro de que la abriría antes de que contara hasta tres. Paige era una persona razonable.
–Dos.
Aunque en realidad llevaba un año sin verla. Tal vez hubiera cambiado tanto por dentro como por fuera. Retrocedió un paso, intentando valorar la solidez de la madera. Nunca había derribado una puerta en su vida, aunque en las películas siempre le había parecido muy fácil. Retrocedió unos cuantos pasos más.
–¡Tres!
Alex agachó el hombro y se abalanzó hacia la puerta en el mismo momento en que esta se abrió. Paige se apartó para evitar una colisión. Alex no tuvo tanta suerte. se precipitó al interior y se pegó contra la mesa. Los platos y las velas salieron volando y se partieron contra el suelo. Lo mismo que Alex.
Algo le mojó la espalda.
–Creo que debería llamar a una ambulancia.
Él se movió un poco, e hizo una mueca al sentir un dolor agudo en el hombro.
–No vas a librarte de mí tan fácilmente.
Ella puso las manos en jarras.
–¿Entonces qué tengo que hacer para que te largues? ¿Fijar otra fecha para la boda?
–Mira, Paige…
Alex se apoyó sobre una rodilla, pero sintió tal mareo que tuvo que agarrarse a la pata de una silla que estaba caída allí al lado.
Paige lo agarró de un hombro para que no se cayera.
–¿Estás bien?
¿Era preocupación lo que había oído en su voz? Eso le dio esperanzas, y ánimo y se puso de pie medio tambaleándose.
–Creo que sí.
–Qué pena.
Pues vaya preocupación. El mareo se le pasó, y se llevó la mano a la espalda que tenía mojada.
–¿Qué es esto?
–Champán. Dom Pérignon, cosecha 1992. Un año muy bueno.
Alex se dio cuenta demasiado tarde de que debía de estar esperando a alguien. Antes de chocarse contra la mesa se había fijado en cómo la había puesto. Las velas, el champán… Maldita sea.
Estaba esperando a un hombre.
Los celos irrumpieron sin remedio. Solo de pensar en que otro hombre pudiera tocar a Paige sintió ganas de agarrarla por los hombros y reclamar lo que era suyo. Alex aspiró hondo varias veces, algo sorprendido ante esa reacción suya tan visceral. ¿Acaso había confiado en que lo esperaría, teniendo en cuenta que no le había dado indicación de que fuera a regresar?
Sí. Lo cierto era que lo había esperado.
Su fe en el amor de Paige le había ayudado a soportar el infierno que había sufrido aquel año. Supuso que estaría enfadada, dolida y confusa. Pero jamás había considerado la posibilidad de que hubiera empezado a salir con otro hombre.