Almas Gemelas - Raimon Samsó - E-Book

Almas Gemelas E-Book

Raimon Samsó

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Beschreibung

Desvela los misterios de las almas gemelas en "Almas gemelas: Una historia de amor y transformación" ¿Existen realmente las almas gemelas? ¿Puede el amor trascender el tiempo y el espacio para unir a dos almas en un vínculo eterno? Encuentre las respuestas y mucho más en la encantadora y conmovedora novela "Almas gemelas: Una historia de amor y transformación". Sea testigo del impresionante viaje de dos almas gemelas que se conocen, se separan y se reencuentran, desafiando todos los pronósticos para enseñarse mutuamente valiosas lecciones de amor y de vida. Descubra la conmovedora historia de cómo el amor verdadero triunfa sobre el miedo y crea una conexión inquebrantable que trasciende el mundo físico. El tiempo y el espacio no tienen poder sobre estas almas destinadas, que se unen para experimentar un amor que se expande más allá de la comprensión. Ambientada en el pintoresco escenario de Santa Mónica, California, e inspirada en hechos reales, "Almas gemelas" ha cautivado a los lectores desde 1998. Esta galardonada novela, que recibió el premio New Age Robin Books First Edition, ha vendido decenas de miles de ejemplares y se considera una referencia definitiva sobre el tema de las almas gemelas. Intrincadamente entretejido con los profundos principios del renombrado libro "Un curso de milagros", "Almas gemelas" profundiza en el reino del amor kármico y las conexiones celestiales. Embárcate en un viaje inolvidable de amor, transformación y crecimiento espiritual. Sumérgete en el cautivador mundo de "Almas Gemelas" y descubre la verdad divina de que el amor está hecho en el cielo.

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Seitenzahl: 189

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Almas Gemelas

Una historia de Amor y Transformación

Raimon Samsó

Ediciones Instituto de Expertos

A todas las personas 

que han tocado mi corazón. 

Mi infinita gratitud 

por el gran regalo de su cariño.

Y por acogerme entre sus brazos.

Índice

Tu regalo

Prefacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Final

Diario de Víctor

Epílogo

Acerca del Autor

Recursos del autor

Quisiera pedirte…

Tu regalo

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Imagina que puedes preguntarme qué libros me han influido más, bien en este PDF te lo revelaré. Una lista con los 10 libros que más me ayudaron a cambiar el rumbo y a lograr que mi estilo de vida fuese totalmente satisfactorio.

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Yo tardé muchos años en reunir la bibliografía adecuada, pero he elaborado este informe para que a ti te resulte más fácil y rápido.

Feliz regalo, feliz lectura.

Prefacio

En el año 2018 se cumplen 20 años desde la primera publicación de este libro.

Quiero agradecer a la primera editorial que lo publicó, Robin Book, su confianza. De hecho, esta novela ganó el segundo premio del 1º Concurso Editorial de Narrativa New Age 1998. Sin ellos, esta obra no habría sido posible. Me acompañaron en el proceso de su corrección y sus consejos me convirtieron en novelista.

Ser finalista de aquel concurso nacional le dio mucha publicidad a este libro y a mí también como autor. Curiosamente mi novela, finalista, vendió más ejemplares que la obra ganadora del concurso.

Quiero dar también las gracias a la editorial Ediciones Obelisco que fue la segunda editorial que editó este libro en el año 2006.

Ahora, pasados 20 años desde que lo escribí, el tema sigue vigente (el amor y las relaciones son uno de nuestro desafíos y sueños más importantes de la vida). He tratado de dignificar un concepto (Almas Gemelas) que se ha banalizado y denigrado al ser tratado desde la superficialidad (y la mirada del ego).

Y ahora he decidido auto editar esta obra, que en su día fue un best seller y que vendió decenas de miles de ejemplares.

He aplicado las mínimas correcciones y actualizaciones al original para que se preservara su frescura del momento en que lo escribí. Yo, como el protagonista de la obra vivía entonces un momento vital de gran transformación y deshacimiento del ego. El resultado de aquella crisis vital, y de pareja, fue esta obra; y sobre todo, la persona que soy hoy en día. Este libro y el que le siguió, Juntos, dieron significado a los años más duros e interesantes de mi vida.

Yo te entrego esta historia de ficción, que tiene bastante de biográfico, y que se desarrolla en escenarios reales. Si disfrutas de su lectura, en el apartado Epílogo, descubrirás cómo continuar esta aventura Juntos.

Capítulo Uno

El alcohol y la soda de mi whisky empaparon el cuadro y arrastraron la pintura lienzo abajo. Me parecía un cuadro pésimo y me costaba creer que yo lo hubiera pintado. Así que estrellé, tan enfurecido como estaba, la copa contra el cuadro recién terminado. Y después contemplé cómo aquel gesto de capitulación lo descomponía todo.

En mi interior un abandono parecido me precipitaba a un abismo en cuyo interior yo también me disolvía, me desdibujaba y estallaba en añicos. Mis últimos trabajos eran una caricatura de lo que un día pinté; y en consecuencia, mis ventas habían bajado de modo alarmante. No atravesaba un período de escasez de ideas, a los que ya me había acostumbrado últimamente, sino más bien a la consumación de la apatía. Una apatía que oxidaba mis dedos y mis pinceles hasta hacerlos chirriar sobre el lienzo emborronándolo de desaciertos.

Aquélla era una falta de interés que impregnaba cuanto yo tocaba y que se resumía en la desgana por representar un mundo, a mis ojos, tan imperfecto. Pintaba mundos desesperanzados y vacíos de emoción porque mi corazón deshabitado sonaba colmado por la soledad de los ecos.

Salí al balcón de mi estudio a respirar el aire de la noche. Cerré los ojos, detuve el torbellino de mis pensamientos; y entonces, esperé por unos instantes a que mi alma, unos pasos atrás, me alcanzara. Los balcones del casco antiguo de Barcelona son como estanterías de una biblioteca antigua llenas de vidas descatalogadas y consumidas. Así me sentía yo.

Durante el día la calle es un museo de ruidos. De platos desconchándose, de niños llorando, de ancianos recordando, de cosas simples y sonoras. Eso durante un día cualquiera. Pero esa Nochevieja venía llena de desolación y de los vacíos más difíciles de soportar. Me estremecí, estaba aterido por el frío y el desamparo en mi segundo fin de año solo en casa tras la muerte de mi esposa Clara.

Desde la cercana Plaza Real, podía oír las voces de la gente, sus exclamaciones de alegría, y hasta su inminente afonía. Todo eso llegaba hasta mí tras haberse derramado sobre la acera, encaramado por la fachada del edificio centenario y alcanzado mi balcón para golpearme finalmente las mejillas. El mundo celebraba un año nuevo que sumaba vida a sus vidas y yo maldecía un nuevo año que restaba en la mía.

Dos años atrás, Clara y yo visitamos Kenia. Ella deseaba tanto retratar el atardecer de la sabana africana que cedí, como siempre cedía. Clara era fotógrafa. Yo la amaba como nunca antes a nadie en mi vida, como la primera vez que nos cruzamos la mirada. Por eso siempre cedía. A los pocos días de llegar a Samburu, tras una excursión que nos extenuó, la atacaron unas fiebres fulminantes.

El parásito le invadió el organismo y le envenenó la sangre. Las fiebres, los escalofríos, las náuseas de vértigo, los vómitos y las cefaleas ya no la abandonaron hasta el fin. La quinina no bastó. Los médicos no pudieron salvarla y, entonces, mi vida se escoró y se hundió en un naufragio tierra adentro.

Maldije al cielo por darme a Clara y por arrebatármela después. Yo no podía entender cómo un bichito de las marismas tan insignificante podía haber acabado con la vida de Clara y con un amor tan grande como el nuestro.

Desde ese momento, todo en mi vida ha sido un desatino.

A Clara le hablo desde entonces, y quiero creer que ella me escucha y me entiende. A veces conversamos, en mi imaginación, sobre asuntos leves:

—¿Quién cuida del rosal? –dijo la voz de Clara como un presagio en mi interior.

—¿Qué rosal?

—El que asoma por el balcón.

—Allí ya no crece nada. Las rosas se marchitaron y el rosal se desvaneció.

—Pues percibí su perfume, y al pasar incluso me pinché con uno de sus tallos.

—No puede ser Clara, acaso será porque estás... –iba a decir: muerta. Pero callé, y dejé de hablar a solas.

A menudo continuaba así la noche entera, hasta bien entrada la madrugada. En un duermevela que alteraba el descanso de su alma y el de mi consciencia. Hasta que le pedía que se durmiera; y al poco, yo caía vencido por el sueño. A veces creía oírla a través de mis sueños, durante la noche, y también en mis horas de vigilia.

Bajé a tomar un café con leche a la cafetería. Temprano por la mañana –la primera del año–, la calle se asemejaba a los manteles de un banquete de la víspera: inundada por el silencio y los rayos del primer sol. A mis pies un embrollo de confetis y serpentinas, de botellas vacías, restos de risas sordas esparcidas aquí y allá. Un desorden parecido al que reinaba en mi estudio y en mi vida –en mi vida después de Clara–.

Antes de bajar, conecté mi ordenador portátil y abrí mi buzón de correo electrónico en Internet. Un único mensaje, de mi amigo Javier. Lo imprimí, y lo guardé en el bolsillo de mi abrigo para leerlo de pie en la barra, mientras mojaba un cruasán.

Javier me anunciaba su inminente viaje a Barcelona desde Los Ángeles, vía Londres. Iba a exponer, durante dos meses, una retrospectiva de su pintura en el MACBA. Después le tocaría el turno a París, Berlín y Copenhague. La muestra itinerante estaría de vuelta en Los Ángeles, donde Javier trabaja y reside desde hace ya unos años, en un plazo de seis meses.

Javier es una de esas personas cuya amistad crece con el tiempo; no importa cuánto-tiempo-desde-la-última-vez, siempre nos retomábamos como si fuera desde la víspera. Solíamos conversar de todo, excepto de sus emociones. No es que nos las tuviera, es que no le venía en gana manifestarlas. Siempre fue así, reservado, y yo lo aceptaba. Sé que bajo su aparente desafecto latía un corazón sensible.

Años atrás, habíamos estudiado arte y expresión plástica juntos. Y tras graduarnos, él se decantó por la pintura abstracta y yo por un hiperrealismo onírico, como el de Dalí.

Unas semanas después me llamó:

—Víctor, ¿qué hora es en Barcelona? Espero no haberte despertado.

—Cerca de medianoche. Pero descuida, aún no había empezado a contar ovejas. Ni siquiera me he acostado. Dime, ¿cuándo llegas?

—El veinte, a las nueve. Te confirmaré el número de vuelo. No sabes cuánto me apetece volver a la vieja Europa. —Bueno, ahora parece vivir una segunda juventud... Bien, lo he anotado. No reserves hotel, te alojarás aquí, en mi apartamento. Me sobra espacio. Vendré a recogerte al aeropuerto. Será estupendo tenerte aquí.

—Víctor, escúchame. He estado pensando y creo que necesitas tomarte, digamos, medio año sabático. Así que he pensando en cederte mi estudio, aquí en Santa Mónica. Puedes disfrutarlo mientras yo me ausente. Creo que necesitas reencontrarte con tu pintura, alejarte de Barcelona y sobre todo de los recuerdos. Tus últimos e-mails rezuman melancolía; no puedes vivir de ese modo tan atormentado.

—Javier, muchas gracias, pero éste es mi lugar. Sea lo que sea lo que deba hacer, he de hacerlo aquí. Huyendo no mejorarán las cosas. No creo que una zancada de diez mil kilómetros consiga dejar atrás los recuerdos –repliqué.

—Está decidido. Te vienes aquí, y yo ahí. Los Ángeles te encantará. Es una ciudad llena de energía, de ideas, de creatividad. Puedes pintar en mi estudio, encontrarás todo el material que precisas. Lo necesitas, Víctor. El sol de California te cambiará el ánimo. Harás nuevos amigos, nuevas personas en tu vida. Conocerás a mi agente artístico, Jeff, alguien fenomenal, ya lo verás. Le dejaré las llaves de mi estudio y las de mi viejo descapotable a mi vecino Sam para que las recojas. ¿De acuerdo?

—Javier, espera un momento...

—¡Adióoooos...!

Había colgado sin darme ni media oportunidad para replicarle.

A esa hora, a través de la ventana, podía ver cómo Barcelona se dormía. Aquí nos acostábamos y allí, en la costa oeste, empezaban el día. Diez mil kilómetros tal vez no, pero nueve horas de diferencia sí me parecían suficientes como para desorientar el recuerdo y evitar toparme de frente con mi pasado.

Recuerdo que esa noche soñé.

Mi esposa entró de nuevo en mis sueños. Llegó desde el otro lado, cruzó medio mundo y se sentó en el borde de mi cama para decirme que aceptara la invitación de Javier. Que aceptara, nada más. Sé que era ella porque un intenso perfume de rosas invadió la estancia, y el aire olía como olían las tardes de verano cuando ella cuidaba del rosal en el balcón. Y desde ese día ya no pude dejar de respirar a rosas, por más que dejara las ventanas abiertas y las estancias del estudio a merced de las corrientes de aire.

A la mañana siguiente, porque yo siempre cedía ante la voluntad de Clara, le envié un e-mail a Javier: «De acuerdo, tú ganas, acepto la invitación. Recojo cuatro cosas y vuelo hacia la Costa Oeste».

Y añadí una sonrisa virtual. Ni siquiera era de verdad, pero era la primera que me permitía en mucho tiempo.

Capítulo Dos

Me llamo Víctor Bruguera y vine a Barcelona para pintar el mar.

Después de eso ya no quise marcharme de esta ciudad, pues el azul de su mar se mete muy adentro cuando lo contemplas. Nací hace poco más de treinta y cinco años. Soy Virgo con ascendente Leo, me hechizan las tardes de lluvia y el jazz, y echo en falta no haber aprendido a tocar el piano. Pienso que no podría pasar mucho tiempo sin vivir cerca del mar, de un espacio abierto, para que mis ideas puedan desarrollarse sin estrecheces.

Sé que aún he de aceptarlo porque mis contradicciones me provocan muchos desasosiegos. Desde la muerte de Clara me encerré dentro de un paréntesis del que no asomo. Pero, más allá de estos lastres, me reconozco muy vital. Clara admiraba mi sensibilidad, mi bondad y mi capacidad para la ternura. Eso, decía ella, la enamoró. Y añadía: «...también esos ojos verdes y brillantes, tu pelo abundante y ondulado, tu delgadez no excesiva y tu fortaleza suficiente». Así me veía ella, tamizado por la indulgencia del amor.

El espejo me devuelve la imagen de un hombre que aparenta algunos años menos. Un hombre bueno. No, bueno no, sino comprensivo. Alguien que usa los ojos para comunicar y los silencios para matizar, en un rostro suavizado por la avalancha de besos que recibió en la adolescencia.

Estudié expresión plástica; sin embargo, ahora sé que lo importante no puede enseñarse. Las cosas importantes de la vida las aprende uno por sí mismo. Cuando empecé a pintar abusaba de ciertos recursos técnicos; eso es algo normal, pues quería aplicar lo aprendido. Después, no. Descubrí que en ninguna escuela te preparan para rentabilizar los errores que en algún momento sin duda cometerás. Y bien, creo que todos necesitamos pasar por ellos para reflexionar, pues son unos excelentes maestros.

Quizás alguien piense que la creatividad es una cuestión de inspiración del principio al fin... y el artista quisiera que la obra fluyera con facilidad. Pero he de decir que ni una cosa ni la otra son así. Para mí, la creación es más transpiración que inspiración; requiere constancia y una determinación a toda prueba. Muchas personas miran un cuadro apenas unos segundos y emiten una opinión rápida, pero el pintor pasó mucho tiempo trabajando para ese fugaz segundo de atención.

De igual modo, el espectador asiste a la obra ya acabada, pero el actor trabajó en interminables ensayos. El lector lee un libro en unas semanas, pero el escritor tecleó y tecleó durante meses...

Puedo decir que he logrado sobrevivir con mi pintura. Digamos que pago todas mis facturas. Suelo vender con regularidad mis telas a particulares, locales públicos como restaurantes de la ciudad y oficinas de corporaciones. Bancos, aseguradoras, multinacionales. Mi agente me organiza algunas exposiciones aquí y allá. Por suerte cada vez más personas cuelgan alguno de mis trabajos en las paredes de sus casas. Es curioso, pero cuando empezaba a pintar creía que el día que lograra exponer, el cielo iba a desplomarse sobre mí. Y bien, no fue así. El mundo no se detuvo debido a ese minúsculo detalle.

Y sí, reconozco que me sentía feliz; aunque al mismo tiempo mi interior sonaba como una casa desamueblada. ¿Porque me había vaciado? Quizás. O tal vez porque por el camino siempre debes dejar muchas cosas a un lado, pagar tus precios. No obstante y por suerte, creo que, por mucho que dejes atrás, siempre obtienes más. Mucho más.

Alquilé un piso en un edificio rehabilitado del casco antiguo en donde me instalé. Derribé algunos tabiques y lo convertí en un estudio. Y, aunque desde mi balcón no puedo ver el mar, siento cómo me acompaña y cómo penetra en el estudio, lo llena todo de azul y antes de marcharse reboza de espuma blanca mis estados de humor. Por suerte disfruto de una luz increíble durante todo el día. El estudio no es nada lujoso, pero sirve. Tal vez la cocina sea algo justa –integrada en el salón–, pero está bien. Me encanta cocinar y, honestamente, suelo obtener muy buenos resultados en mis elaboraciones. Cocinar me relaja y hace que mi mente trabaje a un nivel de rendimiento óptimo.

Algún tiempo después llegó hasta mí Clara, una noche de un mes de abril encantado. A ese día siguieron los años más felices de mi vida, llenos de detalles impensables. En ese tiempo no había nada más hermoso en el mundo que amar a Clara. Aún tardamos dos años en casarnos, dos años que pasaron en un soplo. Luego, llenamos las paredes de este lugar con sus fotografías y mis cuadros. Atrapábamos la realidad para mostrarla, cada uno a su manera, a los demás. Lo que uno obtenía, al compartirlo, nos multiplicaba a los dos.

Una mañana de principios del recién estrenado año, cerré mi estudio, dejé las llaves donde pudiera recogerlas Javier, y tomé un avión para Estados Unidos. Nuestros vuelos coincidían en la fecha, así que no íbamos a vernos. Resultaba divertido el hecho de que tal vez nos cruzáramos en el cielo como hacen a veces las estrellas, llamadas por ello fugaces. Y reconozco que me excitaba la perspectiva de enfrentarme a una realidad nueva, a un escenario distinto que nada sabía de mí. Allí yo no tendría pasado, sólo presente. Ésa era la novedad: sólo presente. «En un entorno esterilizado de dolorosos recuerdos, podrás tomar la suficiente perspectiva como para reorientar tu vida», alegó Javier. Yo, he de confesarlo, aún mantenía mis dudas; porque uno, vaya donde vaya, termina por encontrarse a sí mismo.

Sea como fuere, allí estaba, en la terminal de llegadas del aeropuerto internacional de L.A. Con mi maleta y una dirección, con mi inglés justo y un montón de interrogantes. Un taxi me llevó a Santa Mónica, uno de los municipios del área de Los Ángeles bañado por el océano Pacífico. El conductor se detuvo ante un edificio antiguo, elegante, de tres plantas, con la fachada perfectamente conservada. Al frente, en la avenida, crecían unas estilizadas palmeras como nunca antes había visto, altas como un jardín en el cielo.

La brisa del océano me refrescó los pulmones.

Inspiré hondo y pulsé el interfono.

—¿Samuel Hines? Me llamo Víctor Bruguera, soy el amigo de su vecino. Creo que tiene unas llaves para mí.

Samuel Hines, que me esperaba, me hizo pasar a su apartamento. Con la entrega de las llaves, se ofreció a acompañarme al tercero, el estudio de Javier. Pero antes, me colmó de amabilidades, cerveza incluida, y también la presentación de su hija Lorena, una encantadora joven de veintitantos años.

—Llámeme Sam. Ella es Lorena. Su madre no vive con nosotros, ni falta que nos hace, ¿verdad Lorena? Y este perrito que no deja de husmear sus pantalones, es Baffles. Aquí somos pocos vecinos. En el apartamento de arriba vive una pareja, los Jackson. Pasan mucho tiempo en sus respectivos trabajos, así que se dejan ver poco por aquí. Él suele ir colgado de su teléfono móvil, de modo que no es fácil tener una conversación con él, a menos que lo llame por teléfono –rió–. A menudo organizan unas fiestas chirriantes, muy pasadas de vuelta. Creo que necesitan cometer todos esos excesos debido a un exceso de presión en el trabajo. Y bien, en el tercero vive Javier, bueno ¡ahora usted! Perdone, ¿le apetece otra cerveza, señor Víctor?

Sam: afroamericano, divorciado, exboxeador retirado, es una magnífica persona con quien pronto trabé amistad. Me refiero a esa clase de complicidad exclusiva entre quienes vienen de recibir una cantidad abrumadora de golpes. Seguramente Sam tiene un cuerpo de gigante porque su corazón también lo es. Me dio mucha información acerca de la ciudad, y enseguida me puso al corriente. Después, en las sucesivas noches, solíamos conversar horas y horas frente a la puerta principal del edificio.

Me contó cientos de veces su vida, una historia por desgracia demasiado frecuente en el mundo del boxeo. Llegué a conocerme todas sus victorias una por una. Y sólo una vez me contó el único «K.O.» que lo tumbó inconsciente en la lona. Años después una mala mujer le tumbó el corazón. De aquella relación inapropiada surgió Lorena, una muchacha encantadora que se abría camino como cantante de reparto para varias casas discográficas.

—Lorena le ha hecho los coros a Mariah Carey y Toni Braxton. ¿Las conocen en España? Son muy buenas. Música soul y rhythm and blues, ¿sabe...? –preguntó Sam.

Lorena me preguntó si un día le pintaría un retrato. Y yo contesté que «un día», porque ya no pintaba. Había dejado de considerarme pintor desde el mismo momento en que mi avión despegó del aeropuerto y Barcelona quedó atrás. Esto último no se lo dije, pero lo pensé. Y desde entonces, siempre que nos veíamos, Lorena me recordaba mi promesa. Y yo le confirmaba el compromiso: «un día».

Subimos arriba, al tercer y último piso. El estudio me pareció ideal. Lo que llaman un loft: todo integrado en una pieza diáfana. Lo inundaba la luz que se colaba por las grandes cristaleras y por un techo abuhardillado en parte de cristal. Eché un vistazo a mi alrededor, mientras Sam cerraba la puerta a mis espaldas.

Dos de las cuatro paredes estaban acristaladas y a través de ellas el cielo se precipitaba en el interior del estudio. Al amanecer los rayos del sol entraban tímidamente, pero a mediodía –y sobre todo por la tarde– la luz era tanta que las sombras resultaban imposibles. En medio de la estancia: un sofá blanco, el equipo de audio-vídeo y una lámpara halógena de pie, fría, vanguardista. El estudio estaba pintado en blanco inmaculado. El mobiliario, escaso, y el suelo de madera de cerezo.

Todo resultaba –hasta el más leve detalle– muy minimalista. A un lado, junto a la cristalera, un caballete, un montón de cuadros, de pinturas, y de utensilios. Más allá, una pequeña cocina, integrada. Junto a la pared, una cama –azul como un mar en calma– que se aislaba del conjunto por medio de un biombo que representaba una biblioteca antigua.

—Para cualquier cosa que necesite, ya sabe dónde encontrarnos. A veces uno se encuentra muy solo en una ciudad como ésta, en la que las distancias son enormes –se ofreció Sam.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

Cerró la puerta tras de sí. Allí estaba yo, con mi escaso equipaje y el ánimo envuelto en un hatillo. Parecía como si volviera a nacer a un mundo nuevo, pero reencarnado en un cuerpo antiguo lleno de cicatrices. Envuelto en el silencio y en medio de aquella estancia, podía sentir cómo algo nuevo estaba abriéndose paso hasta mí. Me senté en el suelo, en medio de la sala, marqué un número en mi móvil y hablé con una amiga de Barcelona. Deseaba expresarlo: había llegado y seguía solo.

Esa noche tuve un sueño.