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Almuric es una novela corta de Robert E. Howard publicada originalmente en inglés en la revista pulp Weird Tales en mayo de 1939. Traducida por primera vez al español en 1987, es una obra que pertenece al género de la fantasía heroica.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Robert E. Howard
AL PRINCIPIO YO NO TENÍA intención de contar lo que le había pasado a Esaú Cairn, ni siquiera de disipar el misterio que rodeó su desaparición. Fue Cairn en persona quien me hizo cambiar de opinión. Sin duda, sintió el deseo natural y humano de contar al mundo —un mundo del que había renegado, lo mismo que de sus habitantes— su extraña historia y la de aquel planeta que éstos nunca podrán alcanzar. Lo que él deseaba decir y narrar es su historia. Por mi parte, rehuso a divulgar el papel que he desempeñado en este intercambio; por ello callaré los medios por los que pude transportar a Esaú Cairn desde su tierra natal a un planeta que forma parte de un sistema solar desconocido incluso por los astrónomos más avanzados. Tampoco revelaré de qué forma conseguí posteriormente comunicarme con él y escuchar su historia por su propia boca, con una voz que se oía espectralmente a través del cosmos.
Sí puedo certificar una cosa: nada de todo esto fue premeditado. Encontré el Gran Secreto totalmente por azar, durante una experiencia científica, y jamás había soñado en utilizarlo de un modo práctico hasta la famosa noche en que Esaú Cairn se introdujo en mi laboratorio al amparo de la oscuridad... un hombre acorralado y al que la sangre humana le cubría las manos. Fue el azar lo que le condujo allí, el ciego instinto del animal que busca una guarida en la que pueda librar un último combate.
Igualmente puedo afirmar, de forma definitiva y categórica, que, aunque todas las pruebas estaban contra él, Esaú Cairn no es —ni nunca lo ha sido— un criminal. En este asunto, él fue únicamente un peón metido en un aparato político corrompido que se volvió contra él cuando se negó a obedecer nuevas órdenes y fue consciente de su situación. En términos generales, sus actos en esta vida, unos actos que podrían sugerir una vida violenta e indisciplinada, responden solamente a su particular espíritu.
La ciencia empieza a darse cuenta de que hay una verdad más profunda en la expresión popular de Nacido fuera de su época. Ciertas naturalezas no están de acuerdo con ciertas fases o períodos de la historia de la humanidad, y estas naturalezas, cuando el azar las proyecta a una época que es extraña a sus reacciones y emociones, sufren grandes dificultades para adaptarse a su entorno. Esto no es más que un nuevo ejemplo de las leyes impenetrables de la Naturaleza; basta, a veces, una única fricción cósmica o una ligera brecha para que sean desviadas, con resultados catastróficos para el individuo y para la multitud.
Muchos hombres han nacido fuera de su época; Esaú Cairn había nacido fuera de su propio tiempo. No era un débil de espíritu ni un salvaje primitivo, y su inteligencia era muy superior a la media; sin embargo, no había sido hecho para los tiempos modernos, en los que se sentía desplazado. Nunca he conocido a un hombre de tal inteligencia y que fuera tan incapaz de integrarse en una civilización hecha para la máquina. (Se habrán dado cuenta de que hablo de él en pasado; Esaú Cairn sigue viviendo en lo que concierne al cosmos, aunque, para la Tierra, ha muerto, ya que no volverá a ella jamás.)
De naturaleza agitada, no soportaba ningún contratiempo, ni ninguna autoridad. No tenía nada de fanfarrón, y, al mismo tiempo, se negaba a doblegarse a lo que a sus ojos era violación de sus derechos, aun de los más ínfimos. Era primitivo en sus cóleras, con un temperamento de tal bravura que no cedía nada a nadie de este planeta. Su vida fue una sucesión de represiones. Incluso en las pruebas de atletismo tenía que contenerse, por miedo a herir a sus adversarios. En una palabra, Esaú Cairn era un fenómeno: se trataba de un hombre cuyo cuerpo y espíritu estaban más en armonía con los tiempos primitivos.
Nacido al sudoeste de los Estados Unidos, descendía de una familia de pioneros, pertenecía a una raza en la que la violencia era una tradición; estaba familiarizado con la guerra y sus odios tenaces y la lucha constante contra el hombre y la naturaleza. La región montañosa en la que paso su infancia seguía esta tradición. El enfrentamiento —el enfrentamiento físico— era un modo de vida para él. Sin este enfrentamiento, se sentía y se mostraba inestable e incierto. Por su particular constitución física, el gozo pleno de este enfrentamiento —de forma legítima, en un ring o en un campo de fútbol— le fue negado. Su carrera de jugador de fútbol estaba marcada por numerosos incidentes —golpes y lesiones infligidas a los hombres que luchaban contra él— y fue marcado como un hombre brutal, cosa que no era necesaria, que luchaba para desgraciar a sus adversarios y no para vencer en un partido. Aquello era algo injusto. Las heridas ocasionadas eran resultado únicamente del uso de su fuerza prodigiosa, siempre superior a la de los hombres que le oponían. Cairn no era un gigante con espíritu lento y temperamento flemático, como normalmente son los hombres muy fuertes; vibraba con una vida impetuosa, ardía con una energía dinámica. Se dejaba llevar por el placer del combate, y se obligaba a controlar su propia fuerza, y el resultado eran miembros rotos o fracturas de cráneo en sus adversarios.
Por esa razón abandonó los estudios universitarios, decepcionado y lleno de amargura, para convertirse en boxeador profesional. De nuevo el destino se aferraba a sus pasos. Durante su entrenamiento, e incluso antes del primer combate en el ring, tuvo la desgracia de herir mortalmente a su sparring. Tan pronto como los periodistas supieron del incidente, lo pregonaron de un modo desproporcionado. El resultado fue que le retiraron la licencia a Cairn.
Desorientado, insatisfecho, recorrió el mundo como un Hércules incapaz de encontrar reposo, en busca de una salida a la inmensa vitalidad que bullía en él, buscando vanamente una forma de vida lo suficientemente salvaje y ruda como para satisfacer sus febriles deseos, heredados de los días rojos y brumosos de la juventud del mundo.
Sobre la última explosión de furia ciega que le desterró para siempre de la vida y del mundo por el que erraba como un extraño, tengo que decir muy pocas palabras. El suceso creó estupor durante nueve días, y los periodistas lo explotaron con grandes titulares sensacionalistas. Era una historia tan vieja como el mundo... Un gobierno corrompido, un político deshonesto, un hombre elegido, a su antojo, para ser utilizado como instrumento y servir de marioneta.
Cairn, una persona inquieta y cansada de la monotonía de una vida para la que no estaba hecho, fue el instrumento ideal... durante un tiempo. Pero Cairn no era ni un criminal ni un imbécil. Comprendió su juego más deprisa de lo que ellos esperaban, y se les opuso firmemente de un modo sorprendente, ya que no conocían verdaderamente al hombre.
Así pues, y de esta forma, las consecuencias no hubieran sido tan violentas si el hombre que utilizó a Cairn y arruinó su reputación, hubiera sido algo más inteligente. Acostumbrado a tener a los hombres bajo su pie y a verles arrastrarse para pedir clemencia, amo Blayne, no podía comprender que tenía ante sí a un hombre para el que su poder y fortuna no significaban nada.
Cairn había aprendido a controlarse rudamente a sí mismo; hizo falta un insulto grosero y una mala pasada por parte de Blayne para hacerle salirse de sus casillas. Por primera vez en su vida, la naturaleza salvaje de Cairn se inflamó y explotó. Toda una vida encasillada por prohibiciones y represiones salió al exterior para convertirse en el puñetazo que rompió el cráneo de Blayne, como si fuera una cascara de huevo, que le dejó tumbado en el suelo, muerto, detrás de la mesa de despacho desde la que había gobernado toda la ciudad durante montones de años. Cairn no era estúpido. Y, mientras la bruma escarlata de la rabia y la ira se disipaba de delante de sus ojos, comprendió que no podía escapar de la venganza de la mafia política que controlaba la ciudad.
No fue por miedo por lo que huyó de la casa de Blayne, fue porque iba empujado por su instinto primitivo; también porque iba buscando un lugar más apropiado para enfrentarse a sus perseguidores y batirse hasta la muerte.
Y fue el azar lo que le condujo hasta mi laboratorio.
Tan pronto hubo entrado, quiso salir de nuevo, para evitar que yo resultara implicado en el asunto, pero le persuadí de que se quedara y de que me contara su historia. Desde hacía mucho tiempo yo esperaba una catástrofe de aquella índole. El hecho de que se hubiera contenido tanto tiempo indicaba su temperamento de acero. Su naturaleza era tan salvaje e indómita como la de un león de espesa melena.
No tenía ningún plan... solamente tenía la intención de hacerse fuerte en alguna parte, de esperar la llegada de la policía y batirse hasta ser acribillado por el plomo.
Al principio estuve de acuerdo con él, pues no encontraba mejor alternativa. Yo no era tan ingenuo como para creer que tuviera la más mínima oportunidad, si es que llegaba a juicio, con todas las pruebas que presentarían en su contra. Después me vino bruscamente una idea a la cabeza —tan fantástica e increíble, pero, sin embargo, tan lógica—. Se la expuse a mi compañero. Le hablé del Gran Secreto, y le di la prueba de sus posibilidades.
En resumen, le aconsejé que probara suerte yéndose a través del espacio antes que quedarse allí para esperar una muerte certera.
Aceptó. No había ningún lugar en el universo que pudiera ser susceptible de vida humana. Pero yo había estudiado y sondeado los misterios —misterios que sobrepasan el conocimiento de los hombres— y contemplado universos más allá de los universos conocidos. Mi elección la hice sobre el único planeta en el que sabía que podían existir seres humanos: el planeta salvaje, primitivo y extraño que yo había bautizado con el nombre de Almuric.
Cairn se dio cuenta conmigo de todos los riesgos e incertidumbres que conllevaba la aventura. Pero no tenía miedo alguno... Y lo hicimos. Esaú Cairn dejó su planeta natal para llegar a un mundo que flota en el espacio muy lejos... a un mundo desconocido, diferente y extraño.
EL TRÁNSITO FUE TAN rápido y tan breve que sólo me pareció que había pasado un segundo entre el momento en que me instalé en la extraña máquina del profesor Hildebrand, y el momento en que me encontré en pie, a la luz del sol que inundaba una inmensa llanura. No había la más mínima duda. Había sido transportado a otro mundo. El paisaje era menos grotesco y fantástico de lo que hubiera podido imaginar, pero, indiscutiblemente, era diferente de todo lo que pudiera existir en la Tierra.
Antes de prestarle demasiada atención a lo que me rodeaba, examiné mi propia persona para ver si había sobrevivido a aquel viaje terrorífico sin ninguna lesión grave. Aparentemente, estaba sano y salvo. Las diferentes partes de mi cuerpo funcionaban con su fuerza habitual. Pero estaba totalmente desnudo. Hildebrand me había advertido que las sustancias inorgánicas no resistirían la transmutación. Sólo la materia viva podía franquear sin peligro y sin daño las intrincadas cuevas que separan los planetas. Afortunadamente para mí, no había llegado a un reino de hielo y nieve. Un calor perezoso, como de verano, bañaba la llanura. Los rayos del sol calentaban agradablemente mis miembros desnudos.
Era una llanura inmensa que se extendía por doquier, cubierta por una hierba abundante y verde. A lo lejos, la hierba era más alta y pude medio ver el resplandor del agua. Aquel fenómeno se producía en todas partes a lo largo de toda la llanura. Discerní la huella sinuosa de vanos ríos, aparentemente no muy importantes, y puntos negros que se desplazaban a través de la hierba en las cercanías de los ríos. Pero fui incapaz de determinar su naturaleza. No obstante, era evidente que no había sido transportado a un planeta deshabitado, aunque yo no estaba en posición de poder adivinar la naturaleza de sus habitantes. Mi imaginación poblaba aquellas vastas extensiones con formas y sombras de pesadilla.
Es una sensación terrorífica la de haber sido transportado bruscamente del mundo natal a un planeta distinto, desconocido y totalmente diferente. Pretender que no estaba atemorizado por aquella idea, que no temblaba y que no tenía un instinto de rechazo sería una hipocresía por mi parte.
Yo, que jamás había conocido el miedo, me convertí en una masa de nervios que se retorcía y saltaba, y di un respingo asustado por mi propia sombra. Fui consciente de la extrema debilidad del hombre; mi robusto cuerpo, mis músculos fornidos, me parecían tan débiles e irrisorios como el cuerpo de un recién nacido. ¿Cómo podría hacer frente a aquel mundo desconocido? En aquel preciso instante, me hubiera vuelto a la Tierra de buena gana y me hubiera enfrentado al poder que me esperaba, todo antes que quedarme y afrontar los terrores sin nombre con que mi imaginación poblaba aquel mundo recién descubierto. Pero no tardé en comprobar que mis músculos —que yo estaba despreciando en aquel preciso instante— eran capaces de hacerme triunfar en peligros mucho mayores de lo que podría imaginar nunca.
* * *
Un ligero ruido a mis espaldas me hizo volverme y, con estupor, vi al primer habitante de Almuric con que me encontraba. Y aquella visión, aunque amenazante e impresionante, rompió el hielo que tapizaba mis venas e hizo reaparecer en mi interior un poco del valor que se debilitaba poco a poco en mí, pues aquello que es tangible y concreto —aunque sea peligroso— no puede ser nunca tan aterrador como lo Desconocido.
A primera vista, y un poco aturdido, pensé que se trataba de un gorila lo que se hallaba frente a mí. Incluso con aquel pensamiento me di cuenta de que se trataba de un hombre, pero aquel hombre no se parecía en nada a los hombres de la Tierra ni a cualquier otra cosa parecida.
No era mucho más alto que yo, pero sí mucho más corpulento y musculoso, con hombros cuadrados y fuertes miembros con músculos tan marcados como cuerdas. Llevaba un taparrabos de un material que parecía seda, una cinta de cuero sujeta formando un ancho cinturón, con una larga empuñadura sobresaliendo. Llevaba sandalias con altas cintas. Aquellos detalles los percibí en una fracción de segundo, pues mi atención se fijó muy pronto y con fascinación en el rostro.
Es muy difícil representar o describir un rostro así. El hombre tenía la cabeza hundida entre los hombros, musculosos, y su cuello era tan ancho y corto que apenas se veía. La mandíbula era cuadrada y poderosa, y según levantó los finos y amplios labios con una mueca, entrevi unos colmillos brutales. Tenía una barba corta y rala que le cubría las mejillas; el labio superior estaba adornado con un bigote. La nariz era muy rudimentaria, con grandes fosas abiertas. Los ojos eran pequeños e inyectados en sangre, grises como el hielo. Luego pude ver las cejas, muy pobladas y negras, con la frente baja y huidiza, que se inclinaba y desaparecía bajo el nacimiento de una mata de pelo liso y muy abundante. Las orejas eran muy pequeñas y pegadas al cráneo.
La cabellera y barba eran de un color negro casi azul, muy oscuro; los miembros y el cuerpo de la criatura estaban casi totalmente recubiertos de un pelaje del mismo color. En realidad, no era tan velludo como un mono, pero tenía más pelo que cualquier ser humano a quien hubiera visto jamás.
Enseguida me di cuenta de que aquel ser, hostil o no, tenía un aspecto impresionante. Un poder increíble emanaba de su persona. Dureza y brusquedad y una fuerza brutal. Su osamenta era poderosa y muy ancha. Bajo la piel velluda resaltaban unos músculos que parecían más duros que el acero. Además, aquella peligrosa fuerza no sólo la expresaba su cuerpo. Su aspecto, su porte, su mirada, reflejaban una fuerza física terrorífica, respaldada por una mente cruel e implacable. Según crucé mi mirada con la suya inyectada en sangre, sentí que una ola de fiereza se entrecruzaba entre nosotros. Su extraña actitud era arrogante y provocativa. Sentí que mis músculos se tensaban y cómo se endurecían instintivamente.
Pero mi sentimiento se cortó por un instante por la estupefacción, al ver que se expresaba en un inglés perfecto.
—¡Thak! ¿Pero qué clase de hombre eres tú? —La voz era dura, seca e insultante. No había ningún reparo ni limitación en ella. Su comportamiento sin modificar era instinto primitivo al desnudo. Nuevamente, sentí cómo me invadía una ola de repulsión, pero la rechacé.
—Yo soy Esaú Cairn —contesté cortante, y luego me callé sin saber cómo explicarle mi presencia en su planeta.
Su mirada arrogante recorrió rápidamente mis miembros sin pelo y mi rostro imberbe.
Cuando habló, lo hizo con un desprecio insoportable.
—¡Por Thak! ¿Eres un hombre o una mujer?
Por toda contestación le di un puñetazo que le arrojó a la hierba rodando.
Aquel gesto fue totalmente instintivo. Y de nuevo me había traicionado mi furia primitiva. Pero no tuve tiempo para hacerme reproches. Con un grito de rabia bestial, mi enemigo se levantó de un salto y se arrojó sobre mí, gruñendo y espumeando. Le hice frente, pecho contra pecho, siendo tan temerario como él por la ira. Un instante más tarde me encontré defendiendo seriamente mi vida.
Yo, que siempre había estado obligado a refrenar y contener mi fuerza por miedo a dañar a mis semejantes, por primera vez en mi vida me encontraba en garras de un hombre mucho más fuerte que yo. Me di cuenta de aquel hecho en el primer asalto; y fue solamente con grandes esfuerzos como conseguí librarme de su abrazo de oso.
El combate fue breve y mortal. Lo único que me salvó fue el hecho de que mi adversario ignorase totalmente el arte del boxeo. Él podía —y lo hizo— asestar golpes poderosos con los puños cerrados, pero sus golpes estaban mal dirigidos y carecía totalmente de método y precisión. Por tres veces me las vi bastante mal para poder salir de sus presas, que de otro modo me habrían roto la columna vertebral. Él no sabia esquivar los golpes. Ningún hombre en la Tierra hubiera sobrevivido al terrible castigo al que le sometí. Sin embargo, él seguía lanzándose contra mí, alargando las poderosas manos para cogerme y derribarme. Tenía las uñas tan afiladas como garras. Pronto empecé a sangrar por una veintena de heridas. No llegaba a comprender por qué no desenvainaba el puñal. Puede que porque se creyera capaz de aplastarme con las manos desnudas... lo que parecía verdad. Finalmente, y medio ciego por los puñetazos, le empezó a salir sangre de las orejas y de la boca rota. Quiso coger el arma. Y aquello fue lo que me permitió conseguir la victoria.
Despegándose como medio cuerpo, se levantó abandonando todas las precauciones y sacando la daga. Al mismo tiempo, le lancé la izquierda al estómago con toda la fuerza de mi cuerpo y de mis piernas. Se le cortó la respiración y lanzó un grito a la vez que mi puño se le hundía en el vientre hasta la muñeca. Titubeó y abrió la boca bruscamente. Mi puño derecho se estrelló contra su mandíbula colgante. Aquel puñetazo salió de mi cadera, con todo mi peso y fuerza. Se derrumbó como un buey en el matadero y se quedó tendido en el suelo, sin moverse. La sangre le manchaba la barba. El último golpe le había desgarrado la boca desde la comisura al mentón. Debía haberle roto la mandíbula.
* * *
Jadeando tras la furia del combate, con los músculos aún doloridos por las presas terroríficas, moví las articulaciones —tenía los dedos agarrotados y en carne viva— y bajé la mirada hacia mi víctima, preguntándome si acababa de decidir mi propia suerte. Con seguridad, a partir de aquel momento no podría esperar más que un recibimiento hostil de los habitantes de Almuric. Ojo por ojo y diente por diente. ¡Cuando menos que sea por una buena razón! Me incliné y despojé a mi adversario del taparrabos, el cinturón y el arma para ponérmelos yo mismo. Una vez hecho esto, sentí cierta confianza en mí mismo. Al menos estaba medio vestido y medio armado.
Examiné el puñal con gran interés. Nunca había visto un arma tan mortal: la hoja era de unas diecinueve pulgadas de longitud, de doble filo, y más afilada que una navaja. Era ancha en la base y terminaba en una punta diamantina. Las guardas y la empuñadura eran de plata, recubiertas de una sustancia parecida a la piel. La hoja era, indiscutiblemente, de acero, pero de una calidad que jamás había encontrado. Toda ella era una obra de arte del armero, y parecía indicar que provenía de una cultura elevada.
Tras haber admirado mi arma recién adquirida, volví a mirar a mi víctima. El hombre empezaba a volver en sí. El instinto me hizo mirar alrededor, por la pradera. A lo lejos, al sur, vi un grupo de siluetas que venían hacia nosotros. Seguramente se trataba de hombres, y de hombres armados. Pude ver los reflejos del sol en el acero. Quizá perteneciesen a la tribu de mi adversario. Si me encontraban cerca de su compañero inconsciente, vestido con los trofeos de la conquista, su actitud hacia mí era fácil de imaginar.
Busqué rápidamente en torno mío un camino de retirada o un refugio, fuese cual fuese, y vi que la llanura, a cierta distancia, acababa en unas colinas poco elevadas y cubiertas de plantas. Había otras colinas, o montañas más importantes, que se elevaban por detrás de éstas. Estaban ordenadas como una sierra. Con otra mirada me di cuenta de que las lejanas formas humanas habían desaparecido entre las hierbas altas que bordeaban uno de los ríos por los que debían atravesar antes de llegar al lugar en donde yo me encontraba.
Sin esperar más tiempo, di la vuelta y corrí a gran velocidad hacia las colinas. Sólo aflojé la marcha cuando llegué a las primeras laderas, en donde me aventuré a mirar hacia atrás. Estaba jadeando y el corazón me golpeaba el pecho de un modo sofocado. Aún podía ver a mi adversario. Era una forma minúscula en la inmensidad de la llanura. Más lejos, el grupo que trataba de evitar había llegado al claro y se dirigía directamente al hombre tendido en el suelo. Comencé a subir por una pendiente suave chorreando sudor y temblando por el cansancio. Una vez conseguí llegar a la cima, miré de nuevo a mis espaldas. Las siluetas rodeaban a mi desgraciado adversario. Luego, bajé rápidamente por la pendiente contraria y no volví a verles.
Después de una hora de carrera llegué a una región muy accidentada, como nunca había visto. Por todas partes había abruptas pendientes, sembradas con grandes piedras en equilibrio que amenazaban con desplomarse y aplastar al viajero imprudente. Había muchos acantilados de piedra desnuda, de color rojizo. La vegetación era rara, a excepción de unos arbustos achaparrados cuyas ramas eran tan largas como alto el tronco, y algunas variedades de matorrales espinosos; en algunos de ellos crecían frutos y bayas de un color muy especial. Rompí algunas y vi que las frutas que contenían eran grandes y carnosas, pero no me atreví a comer. Empezaba a sentir hambre.
Pero la sed me preocupaba más que el hambre, al menos ésta podía satisfacerla. Aunque hacerlo casi me costara la vida. Descendí por una pendiente muy escarpada y llegué a un valle estrecho, rodeado de altos acantilados; al pie de los acantilados crecían abundantes los matorrales de las bayas. En medio del valle había una gran laguna, aparentemente alimentada por una fuente. El agua corría continuamente hacia el centro de la laguna, y un pequeño riachuelo salía de ella bajando hacia el valle.
Me acerqué a la laguna con avidez. Tirándome de tripa —una hierba espesa cubría la orilla—, metí la cabeza en el agua cristalina. El agua también podría haber sido venenosa, pero tenía tanta sed que corrí el riesgo. Tenía un gusto un poco extraño —algo que siempre he sentido al beber el agua de Almuric—, pero estaba deliciosamente fresca y dulce. Fue tan agradable para mis labios secos que tras sofocar la sed me quedé tumbado al borde de la laguna, disfrutando de aquella sensación de tranquilidad. Fue un error. El comer y beber con rapidez, dormir poco, no permanecer mucho tiempo en el mismo sitio... son las primeras reglas de la vida salvaje; y el que no las observa no vive mucho tiempo.
El calor del sol, el rumor del agua, la voluptuosa impresión del descanso y saciedad tras la fatiga y la sed... todo aquello actuó en mí como el opio y me dejó medio dormido. Pero un instinto no del todo consciente me debió alertar al oír un ligero chasquido... no era el murmullo del riachuelo. Incluso antes de que mi cerebro interpretara el ruido correctamente —algo como el que produciría un cuerpo voluminoso al desplazarse entre las hierbas—, me di la vuelta y empuñé el puñal.
Al mismo tiempo, me quedé ensordecido por un rugido formidable, seguido de un potente salto por el aire y una forma gigantesca se abalanzó sobre el mismo sitio en que me había encontrado un instante antes. Pasó tan cerca de mí que sus afiladas garras me arañaron los muslos. No tuve tiempo de ver la naturaleza de mi agresor... Sólo tuve la confusa impresión de que era enorme, ligero y parecido a un felino. Giré hacia un lado al tiempo que la bestia bufaba y se lanzaba contra mí para golpearme; la criatura atacó. Y sentí cómo se hundían sus garras en mi carne dolorosamente; al mismo tiempo, el agua helada nos tragó a los dos. Sonó un maullido contenido y medio estrangulado, como si la bestia hubiera tragado bastante agua. Había algo a mi lado que chapoteaba en el agua enfervecidamente, salpicando barro a mi alrededor. Según salía a la superficie, vi una larga forma llena de lodo que desaparecía entre los matojos que había cerca del acantilado. Lo que fuera, no puedo decirlo, pero más parecía un leopardo que cualquier otra cosa; no obstante, era más grande que cualquier otro animal de la misma especie que hubiera visto antes. Examinando el ribazo rápidamente me di cuenta de que no había más enemigos, y me arrastré para salir de la laguna, tiritando después de la inmersión. La daga seguía en la vaina, pues no había tenido tiempo de sacarla. Si no hubiera rodado para caer en la laguna, habría desenvainado; y, si hubiera arrastrado a mi agresor conmigo, podría haber representado mi muerte. Era evidente que aquel animal tenía una aversión innata al agua, como cualquier otro felino.
Me di cuenta de que tenía una profunda herida en la cadera y cuatro arañazos en el hombro, allí donde me había golpeado con las garras. La herida de la cadera sangraba abundantemente. Metí la pierna en el agua helada, jurando al tiempo que el cruel y atroz dolor me atravesaba al sentir el contacto del agua en la piel en carne viva. Tenía la pierna casi entumecida cuando dejó de sangrar.
No sabía qué hacer. Estaba hambriento y la noche se acercaba a pasos agigantados, e ignoraba si el leopardo volvería o si cualquier otro predador rondaría por allí, a la caza de cualquier presa. Y, además, estaba herido. Un hombre civilizado enseguida se ablanda y queda fuera de combate. La herida habría sido considerada por personas civilizadas como razón suficiente para permanecer inmóvil durante varias semanas, como un inválido. Según los criterios de la Tierra, yo era fuerte y duro; así que me quedé examinando la herida con cierta desesperación y preguntándome cómo curarla. Unos instantes más tarde, aquella pregunta se volvió un asunto secundario.
* * *
Había empezado a subir por el valle, camino de los acantilados, con la esperanza de encontrar una gruta. Efectivamente, el aire fresco indicaba que la noche no iba a ser tan calurosa como el día. En el mismo instante, un clamor informe empezó a oírse muy cerca de la entrada del valle. Me di la vuelta rápidamente y miré inquieto en la misma dirección. Franqueando la cresta surgió lo que yo tomé por una manada de hienas, a no ser por el alboroto que montaban que era mucho más demoníaco de lo que podría hacer cualquier hiena de la Tierra. No me hice ilusiones sobre sus propósitos. Venían a por mí con toda seguridad.
La necesidad tiene pocos límites. Un instante antes me movía cojeando y lentamente, doliéndome todo el cuerpo. Al ver la manada me dirigí a toda carrera hacia los acantilados, como si estuviera totalmente descansado y no tuviera ninguna herida. Cada paso me causaba un agudo dolor en la cadera; la herida se me había abierto y sangraba abundantemente. Apreté los dientes con fuerza e hice un doble esfuerzo.
Mis perseguidores chillaban y corrían hacia mí a una velocidad tan terrible que casi abandoné toda esperanza de alcanzar los árboles al pie de los acantilados antes de que me alcanzasen y derribaran. Les chascaban las mandíbulas a mi espalda cuando me adentré entre los ramajes de los árboles achaparrados y empecé a trepar hacia las ramas más altas con un suspiro de alivio. Pero, para mi horror, las hienas treparon a las ramas en mi busca. Una desesperada mirada hacia abajo me indicó que no se trataba de verdaderas hienas; diferían de la especie que yo conocía —lo mismo que todo lo de Almuric difiere sutilmente de su equivalente en la Tierra—. Aquellas bestias tenían garras curvas como los felinos y sus cuerpos eran lo suficientemente ligeros como para permitirles trepar a los árboles lo mismo que los linces.
Dominado por la desesperación, me disponía a luchar por mi vida cuando vi en el acantilado un saliente rocoso, justo encima de mi cabeza. En aquel lugar, la pared estaba profundamente socavada y las ramas del árbol la tocaban. Me agarré obstinadamente a la pared peligrosamente abrupta y conseguí izar mi cuerpo lacerado y dolorido hasta la cornisa, donde que quedé tumbado, mirando a mis perseguidores un poco más abajo. Las hienas se colgaban de las ramas mas altas y aullaban hacia mí como almas condenadas. Estaba claro que sus aptitudes trepadoras no incluían los acantilados. Después de una tentativa —en la que una de aquellas bestias saltó hacia el saliente, arañó de forma frenética el borde rocoso y cayó hacia el suelo gritando horriblemente— las alimañas dejaron de intentar alcanzarme.
Pero no renunciaron a su presa. Las estrellas aparecieron en el cielo, extrañas constelaciones desconocidas que brillaban con una luz blancuzca en un cielo de terciopelo; luego, una luna dorada y enorme se alzó por encima de los despeñaderos y virtió sobre las colinas una luz fantástica. Mis guardianes seguían apostados en las ramas de más abajo, aullándome con odio feroz y hambre voraz.
El aire era helado y se formó escarcha en la desnuda roca sobre la que me hallaba. Tenía el cuerpo rígido y anquilosado. Me había atado el cinturón alrededor de la pierna herida a modo de torniquete; la carrera me debía haber roto algunas venillas, pues la sangre corría de un modo alarmante.