Alunia - Miguel Ángel Font Bisier - E-Book

Beschreibung

Una mujer aparece muerta dentro de un árbol centenario. Entre sus manos sostiene un libro que data de 1649. ¿Qué relación hay entre la víctima y el manuscrito? ¿Cómo metieron el cadáver en el tronco del árbol? Para resolver el misterio, un grupo de investigadores se desplaza al lugar de los hechos, la reserva natural de la Tinença de Benifassà, con la hipótesis de que el libro es la clave del enigma. Mediante un estilo que combina la narración en primera y tercera persona, Alunia ofrece una perspectiva única sobre el mundo de la brujería y su vínculo con la naturaleza. Miguel Ángel Font Bisier, reconocido cineasta, investigador y escritor, nos transporta a través de paisajes deslumbrantes para resolver oscuros misterios en una novela que despierta los sentidos y estimula la imaginación. «Era cierto lo que decían los ancianos de Levana: las noches de alunia son duras y terribles, aunque también generosas con quienes las enfrentan y viven para contarlo». 'Alunia' contiene recursos accesibles para personas con discapacidad sensorial y más de 20 minutos de contenido audiovisual.

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Seitenzahl: 216

Veröffentlichungsjahr: 2024

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ALUNIA

Miguel Ángel Font Bisier

 

 

 

 

ALUNIA

© Miguel Ángel Font Bisier

© de esta edición: Loto azul, 2024

ISBN: 978-84-10162-06-8

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

KALOSINI, S. L.

Grupo editorial

[email protected]

www.olelibros.com

 

 

La vida es una colección infinita de historias.

Gracias por acogerme en las vuestrasy por participar en las mías.

EXPERIENCIAS AUDIOVISUALES

Antes de comenzar con la lectura del libro, te ofrezco dos contenidos audiovisuales para que te ambientes en el universo de Alunia. Ambos disponen de subtitulado accesible.

1- DEFINICIÓN DE ALUNIA

¿Qué se esconde tras el título de la novela?

2- EL NACIMIENTO DE LEVANA

Descubre el origen del pueblo de Levana.

PRÓLOGO INTERACTIVO

Alunia da comienzo con este prólogo en forma de documental accesible para personas con discapacidad. ¡Espero que lo disfrutes!

Más información en

www.miCINEinclusivo.com

Instagram/Facebook: mangelfont

Pocos lo saben. Algunos lo susurran.

Ha llegado el tiempo de las brujas...

En la página 179 puedes leer la descripción accesible

para personas con discapacidad visual de la portada

y el resto de imágenes que aparecen en Alunia.

1. LA MUJER DEL ÁRBOL

El verano de Valencia trae consigo unas temperaturas incompatibles con el bienestar de un ser humano promedio. El viento cálido y seco de poniente transforma los minutos en horas; y ¿qué decir de la humedad? Hace que todo pese el doble, cueste el doble, e invita a los valencianos y a las valencianas a buscar refugio lejos de su amada tierra.

En 2009, el verano se mantuvo fiel a su tradición; el calor arremetió con dureza y se cobró un buen número de vidas entre la población más anciana. Pese a rondar la edad de las víctimas, Moshé Pichón conservaba intactos su salud y su mal genio. Lo primero se lo debía a sus padres, sefardíes oriundos de Grecia cuya fortaleza física y mental les había permitido sobrevivir a Auschwitz. En cuanto a su mal carácter, Moshé lo atribuía, precisamente, a su bienestar. Y es que, a los sesenta y tres años, la vida le sonreía, pero él solo quería morir.

Tiempo atrás intentó suicidarse. Por ejemplo, un día estuvo a punto de arrojarse a las vías del tren, aunque terminó vagando por la estación hasta que un empleado le preguntó si se había perdido. En otra ocasión ingirió pastillas, que escupió de inmediato y solo le causaron acidez. Poco a poco, Moshé tuvo que resignarse y aceptar los preceptos de su religión: su vida no le pertenecía a él, sino a Dios, y su hora aún no había llegado. Sin embargo, en ocasiones perdía la paciencia y buscaba métodos discretos para acelerar su defunción. Por ejemplo, durante aquel verano de 2009, el aire acondicionado se averió y optó por no repararlo con la esperanza de sucumbir a un golpe de calor. Eso sí, para ocultarle a Dios sus intenciones mantuvo las ventanas de su piso abiertas en todo momento. Un plan del que solo se beneficiaron los mosquitos del barrio del Carmen.

—Comença l’espai informatiu de la nit...

Como cada noche, Moshé había bebido tanto raki que se durmió en el sofá con la televisión encendida y con los mosquitos y el bochorno cebándose con él.

—No, por favor. ¡Dejadme!

Quizá fuera por el calor estival, por el licor de anís o por una proyección de su propia conciencia, pero el viejo Moshé se debatía entre pesadillas.

—Rada, ¡Rada!

En sueños, tres demonios con la piel poblada de llagas lo arrastraron hasta la tumba de su difunta esposa.

—Deja de gritar, judío cobarde.

—¡Sí! Deja de lamentarte. ¡Aquí no hay nada para ti!

—Ella no volverá y tú eres el culpable.

Los tres demonios escupieron sobre la tumba.

—Hermanos, ¡esperad! —se burló el diablo más pequeño mientras le tendía una pala a Moshé—. ¿Y si nos equivocamos? Vamos, cava. A ver qué encuentras.

Desesperado, Moshé tomó la pala y la hundió en la tierra. A su alrededor, los demonios danzaban y lo insultaban en diversos idiomas: hebreo, griego y ladino. Palabras y expresiones que, para un antiguo profesor de Traducción, resultaban igualmente dolorosas.

—¡Sigue cavando! ¡Más profundo!

—¡Más! ¡Más!

Moshé lloraba y, tras hundir la pala diez veces más, distinguió algo bajo la tierra.

—Eso es —jadeó con crueldad el demonio más pequeño—. Ahí. Mete la mano.

Tembloroso, Moshé obedeció y hundió los dedos.

—¿Rada?

Cualquier esperanza de salvar a su mujer se evaporó de inmediato, pues lo que tocaban sus dedos ofrecía un tacto duro y circular.

—¿Cómo? ¿Qué es esto?

Aterrado, tiró con fuerza y extrajo un volante de coche cubierto de sangre.

—¿No te encanta? —rieron los tres demonios—. ¡Disfruta de tu premio! Te lo has ganado.

Moshé se despertó asustado y gritando. Sin embargo, al notar que tres mosquitos le succionaban la sangre en diferentes partes de un brazo, canalizó su ira contra ellos y les dio muerte con una rapidez inusitada para alguien tan desgastado.

—Maldita sea —protestó mientras se levantaba del sofá.

Alisó su pijama raído, se limpió el sudor y caminó hacia la cocina para procurarse un vaso de agua. ¿Cuántas noches se había levantado de madrugada atormentado por la imagen de la tumba y el volante ensangrentado? Innumerables desde que Rada murió, hacía ya una década. Resignado, Moshé había intentado acostumbrarse, pero cada noche sentía el dolor como si fuera la primera vez, como un viejo Prometeo al que el águila le devoraba las entrañas día tras día, por toda la eternidad.

«Nada cambiará», se dijo en tanto que apuraba el vaso de agua. «Pero merezco cada minuto de sufrimiento».

Sin embargo, el destino quiso que en esa madrugada del 7 de julio de 2009 la amarga rutina de Moshé Pichón cambiara para siempre. Mientras se limpiaba los restos de mosquito, el teléfono fijo de su casa sonó. El ruido casi le provocó un paro cardíaco, pues hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba. Tantos meses, incluso años, que el soñoliento Moshé se quedó mirando el aparato durante varios timbrazos más sin reaccionar. ¿Quién podría ser?

En el piso de arriba se escuchó el llanto de un bebé y tres pisotones retumbaron en el techo de su austero salón.

—Ya voy, ya voy... —gruñó conforme descolgaba el auricular.

Clic.

—Shalom, señor Pichón.

—¿Quién es? —preguntó de modo automático, sintiendo que podría tratarse de alguien de la sinagoga, la cual no había pisado en media década.

—No entiendo el hebreo, disculpe —sonó una voz con acento árabe.

La respuesta de su interlocutor descartó su teoría y Moshé se dejó caer en una butaca tan cómoda como llena de polvo.

—Decía que quién es usted. Y añado, ¿por qué me llama a estas horas?

—Mi nombre es Pep Alaoui.

—¿Cómo ha dicho?

—Pep Alaoui.

—No me suena. ¿De parte de quién...?

—Estoy en la puerta de su casa, señor Pichón. ¿Podría dejarme entrar para que hablemos con calma?

Toc, toc, sonó al fondo del pasillo, y Moshé se retiró el teléfono del oído con sobresalto. La boca le temblaba, aunque reunió fuerzas para decir:

—Mmm... Será mejor que vuelva mañana. Es muy tarde y estaba dormido.

—Ábrame —insistió Pep con un tono calmado, pero incapaz de ocultar su urgencia—. Por favor.

Toc, toc, toc.

«¿Por qué tengo miedo?», pensó Moshé. «En el peor de los casos, el tal Pep Alaoui podría ser un ladrón. ¿Y si es la oportunidad de reunirme con Rada que llevo esperando?».

Toc.

—Señor Pichón, ¿está ahí? —se escuchó al otro lado de la línea.

—Un momento.

Decidido, Moshé se levantó de la butaca, se secó la frente con las manos y avanzó hasta el recibidor. Abrió la puerta y la luz del pasillo le permitió ver a un hombre alto y delgado que sostenía un sobre tamaño folio con una pequeña inscripción: «CH International Foundation».

—Buenas noches, señor Pichón.

—Buenas noches.

—¿Puedo pasar?

Moshé se apartó de la puerta y extendió la mano derecha. Pep aceptó la invitación y se dirigió al salón. Allí apagó la televisión y el silencio reinó entre ambos.

—Qué calor hace. ¿Podría encender el aire acondicionado?

Con un gesto de cansancio, Moshé arqueó las cejas.

—Pasará menos calor si va al grano.

Pep dudó frente a la grosería de Moshé, pero mantuvo la compostura.

—No se preocupe, yo lo haré.

Pep tomó el mando a distancia, apuntó hacia el aparato y lo encendió, pero, en lugar de aire frío, el dispositivo liberó un chorro de agua tibia que salpicó al recién llegado. Por fortuna, la ropa de Pep era negra —un polo ajustado y un pantalón muy ligero con zapatos a juego— y disimuló las manchas.

—¡Agh! —exclamó, sorprendido.

—Se lo advertí.

Pep se sacudió el polo empapado y, en uno de sus movimientos, Moshé logró entrever el mango ornamentado de un pequeño puñal que ocultaba a la espalda. Cuando notó la presencia del arma, Moshé cambió su actitud de forma radical.

«Rada, hoy es el día...», murmuró, esperanzado, y aprovechó para volver a sentarse en su polvorienta butaca. «Si he de morir, quiero estar cómodo».

Con una expresión cercana a la sonrisa, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro emocionado.

—¿Eh?

Pep no entendió su actitud y decidió ignorarla. Se sentó en un sofá cercano a la butaca y, en cuanto lo hizo, el contraste entre ambos se hizo evidente. Por un lado, Moshé era un hombre de ojos claros, barba descuidada y aspecto malnutrido, con cabellos grises enmarañados, que vestía un pijama roto y maloliente. Nunca sonreía y la curva de los labios se le había inclinado hacia abajo en una constante expresión de disgusto. Por otro lado, Pep tenía la piel oscura y facciones marcadas, juveniles. Llevaba su cabello negro en una media melena y hacía dos semanas que no se afeitaba. Había nacido en Marruecos en 1979 y sus padres le pusieron el nombre de Yusuf. Sin embargo, desde que su familia se instaló en Valencia, nadie, a excepción de su madre, lo llamaba así: en el colegio del barrio, sus compañeros adaptaron el nombre de Yusuf a Josep y, más adelante, a Pep. Él estaba de acuerdo, incluso le agradaba. Pep era una palabra que le evocaba el sonido de una botella que se descorcha en una fiesta, por lo que llevar ese nombre le infundía un aire optimista, a pesar de que era un hombre de pocas palabras.

—Señor Pichón, ¿puede abrir los ojos, por favor?

A pesar de su pretendida calma, algo de la situación enervaba a Pep. De hecho, en cuanto Moshé parpadeó, apreció un halo violento en el recién llegado. Se trataba de un matiz muy sutil que Pep sabía maquillar con destreza, pero que ofrecía pistas de un pasado, o de un presente, turbulento.

—Es la una de la mañana, comprenda que se me cierren. En fin, soy todo oídos. ¿Qué quiere de mí? —replicó Moshé, con los pensamientos enfocados en el puñal de su interlocutor.

Pep carraspeó, incómodo.

—Eh... Digamos que estoy aquí para proponerle un trabajo.

—¿Cómo dice?

—Un trabajo que empezará ahora mismo y que acabará pasado mañana, al amanecer.

La oferta pilló desprevenido a Moshé, que tardó en reaccionar. Pep lo miró con cautela. ¿Aceptaría o tendría que presionarlo?

—¿Qué clase de trabajo requiere de un viejo amargado como yo? —preguntó Moshé con su aridez habitual, en un intento de ganar tiempo para reubicarse.

La calma de Pep flaqueó; los modales de aquel hombre estaban a punto de lograr que su paciencia saltara por la ventana.

—Tiene que traducir un libro.

—Estoy retirado. ¿No se lo habían dicho?

—Mmm... Bueno, seguro que traducir es como ir en bici, nunca se olvida.

—¿Acaso tengo pinta de ser Induráin, señor?

Pep torció el gesto y Moshé comprendió que su actitud lo llevaría a mal puerto.

—Perdone —corrigió—. En fin, ¿qué libro es? Y ¿cuál es la lengua fuente y la lengua meta?

Más animado, Pep dirigió una mano al cinto y extrajo su puñal. A Moshé se le aceleró el pulso, pero no tardó en comprobar con tristeza que se trataba de un abrecartas. Con él, su huésped cortó el envoltorio del documento que había traído consigo.

«Rada..., no», se dijo, desalentado.

—Primero mire esto, señor Pichón.

Con profunda decepción, Moshé se hizo con el sobre. Dentro había varias fotos divididas en dos grupos. Intrigado, tomó el primer conjunto y se puso unas gafas de alta graduación que descansaban en una mesita.

—¿Qué clase de fotógrafo ha tomado estas imágenes? Están borrosas.

—Mire de nuevo.

—Ah, ya. Lo único desenfocado es el libro. Pero eso es precisamente lo que le interesa que vea, ¿no? El ejemplar que tengo que traducir.

—Siga mirando.

Intrigado, Moshé se ajustó las gafas y examinó las demás fotos del primer grupo. Todas mostraban el mismo libro desenfocado sobre un escritorio de madera.

—¿De qué año es el ejemplar?

—Mediados del siglo XVII.

—Y ¿podría decirme en qué idioma está escrito?

—En realidad, no es solo uno, señor Pichón.

—Pues los que sean.

—A ver: hay castellano, hebreo, frases en árabe...

—El árabe no es mi fuerte —dijo Moshé mientras Rada volvía a su mente.

—Yo le ayudaré en esas partes si lo necesita. Tranquilo.

—Ajá. Entonces, castellano, hebreo, árabe... ¿Algún idioma más?

—Ladino.

—¿Un libro en ladino de esa época en España?

Fascinado, Moshé se incorporó. El judeoespañol había sido su especialidad durante más de treinta años, pero nunca se había topado con un manuscrito español. Aquella lengua había surgido del contacto de los judíos expulsados de la península en 1492 con los idiomas propios de los países en los que se asentaban.

—¿Dónde lo encontraron?

—Mire las otras fotos.

Moshé tomó el segundo paquete de imágenes y Pep tensó los músculos.

—¿Có... cómo? —balbuceó Moshé con voz temblorosa.

Sorprendido, el viejo sefardí abrió la boca y Pep se levantó como un resorte.

—Tranquilo, le traigo un vaso de agua y seguimos hablando.

—¿Qué es todo esto? ¿Quién es usted?

Pep Alaoui le dio la espalda y caminó hasta la cocina.

—Tiene que ser una broma...

Moshé no podía apartar la mirada de las fotos: frente a él tenía imágenes de un haya enorme y retorcida. Sus gruesas raíces sobresalían del suelo como los tentáculos de una bestia oceánica, y decenas de fuertes ramas peladas se erguían hacia el cielo. Su corteza poblada de musgo presentaba distintas abolladuras, pequeños úteros naturales que podían encapsular una vida en gestación. Junto a uno de ellos, el haya mostraba un corte longitudinal del cual emergía el cuerpo de una mujer de unos cuarenta años. Aunque estaba cubierta de un lodo cobrizo, su largo cabello se apreciaba negro y su rostro era pálido y delicado, muy bien conservado. Solo la mitad superior del torso sobresalía del árbol, lo que permitía distinguir sus ojos cerrados y su toga andrajosa, que le dejaba al descubierto el pecho izquierdo. Estaba arrugado y flácido, exprimido hasta quedar en su mínima expresión.

—Tome, agua para refrescarse.

—Oiga, Pep, ¿qué significa todo esto? —inquirió Moshé, que rechazó el agua con un ademán hostil.

Pep suspiró con desagrado y dejó el vaso sobre la mesita del salón. Mientras, Moshé saltó de una fotografía a otra y descubrió que una parte del libro desenfocado también emergía del árbol.

—Ahí está el manuscrito de nuevo. Y ¿quién es ella? —preguntó en tanto que se ajustaba las gafas—. Parece que está... muerta.

—Digamos que se trata de la autora del libro.

—Pero ¿qué hace ahí, dentro del árbol?

—Creemos que las respuestas están en el libro. Por eso necesitamos su ayuda.

Moshé consideró levantarse para buscar la lupa con la que, en otros tiempos, había revisado cientos de textos antiguos. Sin embargo, percibió un fugaz destello de agresividad en Pep y abandonó la idea. Las ganas de saber más habían nublado su voluntad de morirse cuanto antes.

—¿Dónde ha sucedido esto? ¿Hace cuánto?

—En la Tinença de Benifassà. De todos modos, lo mejor será que me acompañe y traduzca el libro para nosotros.

—Espere, espere... ¡Necesito saber más! Es una locura.

—Por favor, señor Pichón. Podemos hablar por el camino o donde sea, pero tenemos que movernos ya.

—¿Eh? ¿Por qué da por sentado que le voy a acompañar?

Harto de la situación, Pep tomó el abrecartas y lo dirigió hacia el cuello de Moshé.

—Comprendo que esta situación es extraña. Pero tenemos que irnos ya.

«Ahí está, Rada. ¡El peligro!».

Moshé sintió una mezcla de temor y alegría, y su sonrisa confundió a Pep, que bajó el abrecartas con incomodidad. Entretanto, el viejo sefardí hizo cálculos; sabía que estaba cerca de morir, pero que no podía ir en contra de los designios de Dios.

—Ha dicho que el trabajo debe completarse en dos días y medio, ¿es correcto?

—Sí.

—Estamos en la madrugada del martes, así que no coincidirá con el shabat.

—Eso es, eso es. El viernes por la mañana habremos terminado. ¿Nos movemos?

Moshé se le acercó y le estrechó la mano.

—Antes de marcharnos, necesito un rato para prepararme.

El marroquí asintió, arrancó el cable de la línea telefónica y desconectó el módem de la casa.

—Treinta minutos.

—Un poco más.

—¿Cuarenta? —respondió Pep con desesperación.

—Una hora y seré todo suyo —concluyó Moshé, que quería dar el cien por cien y despedirse de su hogar.

—Está bien, está bien. Entrégueme su teléfono móvil y no tarde.

Una hora después, Moshé Pichón abandonó su piso escoltado por Pep Alaoui.

—Espere, por favor —rogó Moshé nada más cruzar la puerta.

—¿Qué sucede ahora?

Pep estaba cada vez más alterado; quería llegar a su destino cuanto antes.

—¡Es solo un segundo!

—Uff... Haga lo que sea, pero acabe ya.

Solemne, Moshé dedicó una última mirada a su casa y tocó la mezuzá que había fijado a su puerta hacía más de treinta años.

—Sé que estás aquí conmigo, Rada. Acompáñame en este último viaje y te veré pronto, si Dios quiere —pronunció en hebreo.

Luego, se besó la yema de los dedos y se dirigió a Pep.

—Estoy listo.

Conmovido por la escena, Pep asintió y cambió su tono a uno más respetuoso.

—Agradezco su cooperación. ¿Seguro que no quiere que le ayude con sus cosas?

—Estoy bien, gracias.

—Como quiera.

Con pasos inseguros, y arrastrando consigo una maleta con ropa y ciertos útiles que pensó que le podrían hacer falta, Moshé salió de su patio y la luz anaranjada de las farolas iluminó su figura. Llevaba puestas sus inseparables gafas y vestía una camisa blanca de rayas horizontales, pantalones color crema y sandalias. Sobre su cabeza reposaba una kipá negra y, bajo el brazo derecho, portaba tres gruesos diccionarios: uno de hebreo, otro de ladino y un tercero de árabe. Este último fue el que más le costó desempolvar. Era el que usaba Rada para sus traducciones.

—Por aquí.

Pep le hizo señas para que se acercara a un discreto Seat Ibiza. El coche arrancó y, en un viaje realmente breve, llegaron al Jardín Botánico de la Universidad de Valencia.

Pese al infinito número de dudas que giraban en la mente de Moshé, permaneció en silencio. En lo alto del cielo, la luna brillaba con una extraña intensidad. Su luz plateada, mortecina, le trajo a la memoria una canción que Rada solía tararear:

Yo m’enamori d’un aire, d’un aire de una mujer,

d’una mujer muy ermoza linda de mi korason.

Yo m’enamori de noche, el lunar ya m’enganyó.

Si esto era de diya, yo no atava amor.

Si otra vez yo m’enamoro, seya de diya kun el sol.

Aquella dulce canción relajó al viejo Moshé. No sabía en qué se estaba metiendo, pero ya nada importaba. Es más, cuando aparcaron el coche y accedieron al Jardín Botánico, hasta le pareció normal que, allí dentro, tuviera que traducir un libro centenario escrito por una mujer que había fallecido dentro de un árbol.

2. EL GRIMORIO

El Jardín Botánico de la Universidad de Valencia evocaba gratos recuerdos en Moshé Pichón. Era un oasis de cuatro hectáreas de naturaleza enclaustrada, inmune a las avenidas y a la polución circundante. Tiempo atrás, cuando Rada aún vivía, ambos jugaban a perderse por sus caminos; se deleitaban con el mosaico de formas, colores y aromas que se transformaban con cada estación. Además, les divertía observar cómo los estudiantes de la Universidad regaban, trasplantaban y debatían sobre el estado de cierta palmera, planta medicinal o flor mediterránea.

Sin embargo, aquellos días de paz habían quedado muy lejos. En la madrugada del martes 7 de julio, Moshé no se dirigía a los árboles centenarios ni a los invernaderos de orquídeas. Sus pasos seguían los de Pep Alaoui, que entró al oscuro recinto y se acercó a las escaleras situadas a la derecha del área de recepción, un espacio circular con un parche de tierra en el centro donde crecían varias plantas y un árbol.

Moshé lanzó una mirada al jardín. Por un momento deseó recorrerlo, pero cierta inquietud lo asaltó al contemplar cómo la noche convertía la naturaleza en una maraña de sombras y siluetas ondulantes. Casi agradeció que Pep encendiera las luces de las escaleras para guiarse hacia las entrañas del edificio de investigación de la Universidad. Pasillos estrechos, cables e hileras de monótonas puertas borraban la belleza que yacía sobre sus cabezas; el jardín del nivel superior parecía flotar en su propio mundo, a salvo de la tristeza de la gran ciudad.

Ajeno a los pensamientos de Moshé, Pep se desplazaba a buen ritmo. Por su parte, el viejo sefardí se humedeció los labios y comprobó con alegría que el sabor de las tres copas de raki que había tomado durante la cena había desaparecido. Quería estar lúcido, presente, en sus últimos momentos de vida. Tal era su concentración, que ni la maleta ni los diccionarios le pesaban.

Al final del primer subnivel del edificio, Pep se detuvo ante a una puerta de color azulado.

—Hemos llegado.

Moshé avanzó, esperando que su acompañante le cediera el paso, pero este permaneció inmóvil y le habló con seriedad.

—Señor Pichón, tómese esto muy en serio y no se deje influenciar por lo que vea o escuche.

—¿A qué se refiere?

Pep llevó una mano a su pecho y bajó la voz.

—Voy a protegerle, pero no cause problemas. Vea lo que vea. Oiga lo que oiga.

El desconcertado Moshé no sabía si sentirse aliviado por estar en peligro o dejarse llevar por el miedo y la taquicardia. A pesar de la incertidumbre, y ya que había llegado hasta aquel punto, asintió, sin estar seguro de lo que aceptaba.

—Está bien.

Pep llamó a la puerta con una peculiar combinación de golpes y, al otro lado, se escucharon pasos apresurados. Luego, el girar de unas llaves en la cerradura.

Craaack. La puerta se abrió y la luz iluminó el rostro de Moshé.

«¿Qué olor es este?».

Sorprendido, Moshé inhaló la intensa fragancia que emanaba de la habitación y su olfato lo transportó a un bosque poblado de rocío.

—Llegáis un poco tarde —habló una voz desde el interior—. Cazzo! Un poco bastante.

—Lorenzo, ya te he dicho que necesitaba ducharse y organizar sus materiales —repuso Pep con desagrado.

—En fin...

—Si no te gusta el tiempo que le he dedicado a la misión, podrías haber ido tú. A ver cuánto tardabas.

—No te pases, porque será tu último trabajo para la signora Giuliana...

La expresión de Pep se desencajó y se llevó el puño izquierdo a los labios. Lo apretó hasta ponerse a temblar, entró en la habitación y se encaró con Lorenzo. Por su parte, Moshé se asomó para verle la cara. Se trataba de un bajito cincuentón de enorme nariz, con el pelo rubio y la barba del mismo color, afeitada en forma de candado. Vestía un pantalón de pinzas y una camisa azul con zapatos a juego. A diferencia de Pep, parecía que se había duchado hacía muy poco.

—Después de todo lo que hemos pasado... —protestó el marroquí—. ¡He ido lo más rápido que he podido!

—Vamos, chicos, ¡calma! —intervino una tercera voz.

Distraído por el peculiar aspecto de Lorenzo y por el aroma de la habitación, Moshé había pasado por alto la presencia de una última persona, un joven corpulento que hurgaba en una bolsa de comida para llevar. Tenía los ojos pardos y el pelo castaño, y también se le notaba recién duchado. Llevaba una camiseta con la imagen de un ovni que abducía a un mapache y unos vaqueros cortos. Un estetoscopio le colgaba del ancho cuello.

—¡Chicos! —repitió con prudencia, dado que Pep y Lorenzo continuaban con su discusión—. ¡Así no acabaremos nunca! ¡Hey!

Ambos se separaron con cierto malestar y, tras un minuto sin dirigirse la palabra, Lorenzo intervino.

—Eh... Allora, Pep. Gracias por traer al nuevo traductor —dijo, tendiéndole la mano.

—De nada, lo que necesites —agregó Pep mientras se la estrechaba—. Como siempre.

—Por cierto, hola, Moshé —añadió el muchacho corpulento, que se llevó una patata frita a la boca—. Encantado de conocerle, soy Nicolás. Nico.

Moshé inclinó la cabeza en señal de respeto, pues los diccionarios que sostenía le impedían levantar la mano. Luego, examinó la estancia. Se trataba de un laboratorio de paredes azules, amplio y lleno de mesas. Sobre ellas descansaban un gran número de ordenadores, pantallas, probetas y profundos maceteros con diversas plantas —caléndulas, malvas y mentas—. De la tierra de la que brotaban emergían unos tubos que llenaban tres bolsas de gotero con un líquido amarillento. Por último, en dos rincones opuestos de la habitación, Moshé distinguió varias mochilas, toallas, neceseres y cajas entreabiertas junto a cuatro sacos de dormir.

—¿Podrían indicarme dónde coloco mis cosas, por favor?