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HQN 282 Adele y Justine nunca estuvieron muy unidas. Se llevaban veinte años, porque Justine ya era adulta cuando nació su hermana pequeña, Addie. Las dos se querían, sin embargo, no se conocían realmente. Cuando Addie dejó los estudios universitarios para cuidar a sus padres enfermos, Justine, abogada con una gran carrera profesional, cubrió todos los gastos. Era la mejor forma de organizarlo todo en ese momento, pero ahora que estos habían fallecido, el futuro cambió drásticamente para ellas. Addie no sabía cómo retomar su vida, y el éxito de Justine tuvo un precio: su matrimonio se desmoronó a pesar de sus esfuerzos. Aunque ambas estaban perdidas, juntas encontraron la fuerza para aceptar sus fracasos y superar sus retos. La felicidad estaba al alcance de su mano si tenían el valor necesario para luchar por ella. Con el impresionante escenario de Half Moon Bay, un pueblo costero de California, Robyn Carr examina en su novela las alegrías de la relación entre las hermanas y la importancia de aceptar los cambios.
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Seitenzahl: 397
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2020 Robyn Carr
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Amanecer en la bahía, n.º 282 - septiembre 2023
Título original: Sunrise on Half Moon Bay
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-992-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La madre de Adele Descaro murió justo antes de Navidad. Aunque la echaba de menos, Adele se sentía aliviada sabiendo que ya no estaba prisionera en un cuerpo que no le servía. Hacía cuatro años, había tenido un ataque de apoplejía que la había dejado sin habla y sin movimiento, con la única posibilidad de comunicarse a través de la mirada y las expresiones faciales. Adele había sido su cuidadora durante aquellos cuatro años y, ahora, después de la muerte de su madre, podía recuperar su propia vida. Si era capaz de recordar lo que había sido.
Tenía treinta y dos años y había pasado los últimos ocho cuidando a los demás, puesto que, antes de encargarse de su madre, también había cuidado a su padre incapacitado durante otros cuatro años. Su madre había hecho una gran parte del trabajo y, a los pocos meses de la muerte de su marido, había sufrido el derrame.
Adele se había quedado hundida con aquel giro de acontecimientos tan cruel. Había dejado su trabajo de contable en una pensión de la zona y se había dedicado por completo a cuidar de Elaine, contando con la ayuda de un servicio de enfermería a domicilio y, también, la de su hermana mayor, Justine. Justine era mucho mayor que ella. En realidad, tenía veinte años más; en aquel momento, cincuenta y dos.
Adele se sentía feliz de haberse dedicado al cuidado de su madre, pero también sabía que su dedicación le había permitido esconderse de su propia vida, posponer su desarrollo personal y mantener sus sueños y deseos lejos de su alcance. Ahora había recuperado aquella posibilidad. Vivía en el hogar en el que se había criado, tenía amigos en su pueblo y tenía tiempo para dedicárselo a lo que más deseaba.
Justine era una abogada de éxito que trabajaba en una empresa de Silicon Valley, y tenía dos hijas adolescentes. No había podido colaborar mucho en el cuidado de su madre, pero había contribuido generosamente en todos los gastos e incluso le había pagado un pequeño sueldo a Adele. Y se había preocupado de ir a quedarse con Elaine cada dos domingos para que ella pudiera tener un poco de libertad.
Lo cierto era que, durante aquellos últimos ocho años, Adele había fantaseado mucho sobre cómo iba a reinventarse cuando llegara el momento. Y, ahora que había llegado, en medio de los lluviosos meses del invierno a orillas del Pacífico, se daba cuenta de que aún no había ideado ningún plan. Había dejado los estudios de Literatura Inglesa en Berkeley para volver a casa cuando le habían dado el alta a su padre en el hospital.
«Para ayudar», le había dicho a su madre.
Su padre, Lenny, trabajaba de supervisor de mantenimiento del distrito escolar de Half Moon Bay y, mientras arreglaba un conducto de calefacción del techo de un auditorio, había sufrido una mala caída. Había estado enyesado durante meses y habían tenido que operarlo varias veces de la columna vertebral y, después, había pasado años en silla de ruedas. Lo peor de todo era el dolor, un dolor tan insoportable que él se había vuelto dependiente de los analgésicos.
Elaine necesitaba su ayuda, cierto, pero ella podría haber continuado con los estudios. Sin embargo, había tenido otro problema: se había enamorado y se había quedado embarazada accidentalmente. El padre del bebé no quería tener un hijo, así que, además de un embarazo no deseado, ella había sufrido un doloroso desengaño.
Había tomado la determinación de criar sola al bebé, pero tuvo complicaciones en el embarazo y el niño nació muerto. Eso la dejó completamente hundida. Encontró refugio en la seguridad de su casa, aunque la discapacidad de su padre empañara la vida allí.
Miró por la ventana de la cocina. Estaban a principios de marzo y la bruma permanecía en la playa todos los días hasta bien entrada la mañana. Era como vivir en una nube densa. Adele no encontraba motivación. Estaba comiendo lentejas en el envase de cartón del deli, de pie, junto al fregadero de la cocina. Llevaba un albornoz de chenilla color violeta, y se le había caído un poco de líquido en la solapa. Aquel día ni siquiera se había molestado en vestirse. Podría haber pasado las horas leyendo buena literatura o, mejor todavía, elaborando un buen plan para su vida. Sin embargo, había estado viendo capítulos de MASH tumbada en el sofá. Hacía meses que dormía en aquel sofá. Había dormido muy a menudo allí durante los últimos días de su madre, para poder oírla por las noches.
Alguien llamó al timbre, y ella miró la mancha del albornoz.
–Genial –murmuró.
Se tomó otra cucharada de lentejas y fue a abrir la puerta. Era Jake Bronski, su mejor amigo. Él alzó una bolsa blanca para que ella pudiera ver que le había llevado algo. Entonces, Adele abrió.
–Hola, Jake. Lo siento, pero iba a salir…
–Sí, ya –dijo él, y se abrió paso–. Te han invitado a una fiesta de pijamas, ¿no?
–Pues da la casualidad de que sí –dijo ella, suavemente.
–Bueno, de todos modos estás tan preciosa como siempre. ¿Por qué no vas a ponerte algo menos cómodo mientras yo preparo la mesa?
–Si me prometes que no vas a limpiar la cocina, de acuerdo. Me molesta que lo hagas.
–Pues alguien tiene que hacerlo –respondió él, y le sonrió–. Vamos, vete.
–Está bien, pero esto tiene que acabar en algún momento –respondió ella, aunque sabía que no quería que terminara.
Fue a su habitación, el dormitorio principal, que había sido el de sus padres hasta que enfermaron y convirtieron el único dormitorio que había en la planta baja, que tenía un baño contiguo, en una enfermería. Era una suerte que su padre hubiera hecho algunas reformas en la casa poco antes del accidente, ya que aquellas casas antiguas no tenían un baño espacioso en la planta baja.
Tal vez por ese motivo le costara dormir en su cama, porque había sido la de sus padres cuando estaban sanos y eran felices.
Se desvistió y se metió en la ducha. Jack se lo merecía. Se secó el pelo y buscó unos pantalones vaqueros limpios. Por supuesto, ella era de las mujeres que engordaban, en vez de adelgazar, cuando estaban deprimidas. ¿Cómo era posible que casi no pudiera tragar la comida y engordase? Mientras se ponía los vaqueros, que le quedaban apretados y hacían que se sintiera incómoda, suspiró. Se puso un poco de brillo en los labios y bajó la escalera.
Se encontró con que la cocina estaba limpia y la mesa puesta con dos individuales, platos, copas de vino y vasos de agua. Jake incluso había servido la comida: ensalada césar, carne y judías verdes. En la encimera había dos trozos de tarta de queso con frutos rojos. Y, en la mesa, una botella de vino ya descorchada.
–¿No viene tu madre? –preguntó Adele.
–No, hoy echan Bailando con las estrellas –dijo él–. ¿Qué has hecho hoy?
–No mucho.
Él sacó una silla y se la ofreció.
–Addie, ¿has pensado en hablar con un profesional? Creo que tienes una depresión.
–Ah, y ¿tú crees que alguien me la va a poder quitar?
–¿Y si necesitas medicación?
–¡Jake, mi madre acaba de morirse!
–Eso ya lo sé. Pero durante estos últimos años, hemos hablado de las cosas que querías hacer cuando ya no tuvieras ataduras.
–Es cierto, pero yo no quería que se muriera. Y creo que es normal sentir dolor, en estas circunstancias.
–Estoy completamente de acuerdo, pero tú lo estás convirtiendo en un encierro. Ahora eres libre para vivir como quieras. Por fin puedes quedar con tus amigos, salir, hacer cosas.
–¿Te refieres a que disfrute de este tiempo húmedo y frío? No sé, puede que cuando salga el sol me sienta más motivada.
–Tenías una lista muy larga de cosas que ibas a hacer. Ni siquiera me acuerdo de todo…
–Iba a reformar la casa o, por lo menos, a darle un lavado de cara para poder venderla, comprarme un apartamento pequeño con buenas vistas, acabar mis estudios de posgrado, salir con Bradley Cooper…
Él sonrió.
–Yo puedo ayudarte con lo de la casa –dijo él–. Y, si hay algo que no pueda hacer yo, encontraré a la persona perfecta para el trabajo. ¿Has visto últimamente a Justine?
–No la veo mucho, ahora que no necesito que me ayude con mi madre –respondió Adele–. Trajo a las niñas un par de veces después de Navidad.
–Debería hacer algo más que eso –dijo él, y frunció el ceño.
–Yo también podría ir a San José a verla. Ella no es la única en esta relación.
–Pero no creo que se dé cuenta de lo mucho que la necesitas.
–Bueno, aunque seamos familia, no estamos muy unidas. Si no fuéramos hermanas, no seríamos amigas. No tenemos nada en común.
–Muchos hermanos dicen eso. Yo no estoy unido a Marty. Si él no necesitara dinero constantemente, no sabría nada de él.
Eso era algo que los dos tenían en común, pensó Adele, pero por distintos motivos. Marty, el hermano menor de Jake, se había casado dos veces y tenía tres hijos, en total. En aquel momento tenía una novia con la que vivía, y no se le estaba dando muy bien mantener a su familia.
En el caso de Adele y Justine, la diferencia de veinte años de edad era solo el comienzo. Nunca habían vivido en la misma casa. Justine estaba en la universidad cuando ella nació. Elaine tenía ya cuarenta años cuando se había quedado embarazada por sorpresa. Entonces, posiblemente por su edad y su experiencia, Elaine había convertido a Adele en el centro de su vida de un modo que nunca había hecho con Justine. Adele había sido una niña terriblemente mimada, adorada por sus padres. A Justine también la habían querido, pero no había recibido tanta atención. Le había contado muchas veces a Adele que, cuando le había pedido a su madre que le hiciera el vestido de novia, puesto que Elaine era una magnífica costurera, su madre le había respondido que no tenía tiempo, que tenía una niña pequeña. Cuando Justine le había dicho que la niña estaba ya en el colegio, Elaine había replicado:
–Pero Adele y yo también tenemos que prepararnos para la boda. ¿Cómo voy a encontrar el tiempo para hacer un vestido de novia, algo tan complicado?
Para Justine, las cosas siempre habían sido así. Adele era la favorita y Justine tenía que ser comprensiva, hacerse a un lado y adorar a su hermana pequeña. Su madre no le daba excesiva importancia a sus éxitos, que eran considerables, mientras que el más ligero balbuceo de Adele era motivo de elogio.
–Si Adele hiciera caca en el cuenco del ponche, mamá diría: «¡Mira lo que ha hecho la niña! ¿A que es inteligentísima?» –protestaba Justine.
Pero, que ella recordara, sus padres no habían reaccionado tan bien cuando había vuelto embarazada de la universidad, sin querer revelar el nombre del padre de la criatura. Su padre reaccionó como si le hubieran pegado un tiro en el estómago, y su madre se había echado a llorar, preguntándose qué tipo de canalla había llevado a su preciosa hija por el mal camino. Y, cuando el niño había nacido muerto, su padre dijo que ahora podía empezar de nuevo, mientras que a su madre le había parecido una bendición. La única persona que le había ofrecido un apoyo verdadero había sido Justine.
–Como tengo a mis hijas, me imagino lo que debes de estar pasando. Cualquier cosa que yo pueda hacer, Addie. Lo que sea. Solo dime lo que necesitas.
Aquel era, probablemente, el momento en que su hermana y ella habían estado más cerca una de la otra. Breve, agridulce, pero muy importante, porque siempre existiría aquel vínculo.
–Creo que mañana por la noche deberíamos ir al cine –dijo Jake–. Hace mil años que no vamos.
–No tanto. Solo un año, más o menos.
–Vamos a salir –dijo él–. No es que no me gusten nuestras cenas en casa, pero ¿por qué no vamos a ver una peli? Yo me quedaré calladito, comiendo palomitas, mientras tú devoras a Bradley Cooper con los ojos.
–¿Sabes? La primera vez que me salvaste, yo tenía cuatro años.
–Más bien, diez –dijo él–. Te tiraste de cabeza a la piscina y te hundiste como una piedra –dijo Jake.
En aquel momento, estaba trabajando de socorrista en la piscina comunitaria. Él tenía ocho años más que ella y era como su hermano mayor. Después de aquel accidente, le había enseñado a nadar y, ahora, nadaba como una deportista de competición cuando tenía la oportunidad. Se conocían prácticamente de toda la vida. Sus familias vivían a un bloque de distancia en un barrio residencial de Half Moon Bay, en California. El señor Bronski iba andando a trabajar a su mercado todos los días, y la señora Bronski iba a ver a la madre de Adele a menudo. Las dos trabajaban de voluntarias en el colegio. Beverly Bronski había seguido yendo a visitar a su madre con frecuencia hasta su muerte. Habían estado muy unidas durante muchas ocasiones importantísimas. Hacía trece años, Jake se había casado con Mary Ellen Rathgate y, a los dos años, ella le había dejado por otro hombre y le había destrozado el corazón.
Hacía diez años, Max Bronski había muerto de un infarto. Hacía ocho años, el padre de Adele había sufrido el accidente y se había quedado discapacitado para el resto de su vida. Cuando acababa de morir, su madre había tenido el derrame cerebral. Como ninguno de los dos estaba unido a sus hermanos, Jake y Addie habían sido el único apoyo el uno para el otro durante mucho tiempo.
Aunque Adele tenía lavaplatos, fregaron y secaron los platos juntos. Hablaron del barrio, de la gente que tenían en común, de sus familias. Adele dijo que Justine siempre estaba trabajando. El hermano pequeño de Jake, Marty, no tenía los mismos vínculos que Jake con el mercado que habían heredado de su padre, y solo trabajaba allí cuando estaba entre otros dos trabajos.
–Creo que ya es hora de que madure –dijo Jake, y no por primera vez.
Cuando se estaba marchando, le dijo a Adele que había pensado en una película a las siete de la tarde del día siguiente. Podían cenar palomitas y, si seguían teniendo hambre después, comer algo. Le puso una mano en el hombro, se lo apretó y le dijo:
–Ha sido estupendo cenar contigo, Addie.
–Sí. Gracias, Jake. Nos vemos mañana.
Él le dio un beso en la frente antes de marcharse.
A Jake siempre le había gustado Adele, pero parecía que nunca había habido un buen momento para ellos. Cuando la conoció, era una niña y, cuando pasó a la adolescencia, él era un hombre de veinte años. Entonces, ella se fue a la universidad, y él se enamoró de Mary Ellen y se casó con ella al poco tiempo. Cuando Mary Ellen lo dejó, Addie tenía una relación con alguien de Berkeley, así que él se la quitó de la cabeza.
Sin embargo, cada vez que ella iba a Half Moon Bay a pasar las vacaciones o un fin de semana con sus padres, quedaba claro que tenía una personalidad fuerte que atraía a todo el mundo, y él sentía un molesto deseo. Pero ella estaba con otra persona. Entonces, él se enteró, por su madre, de que esa relación había terminado, así que se convenció a sí mismo de que debía tener paciencia y mantener la distancia como un caballero.
Cuando ella se matriculó en los estudios de posgrado, él se quedó impresionado por su brillantez. Le encantaba hablar con ella cuando estaba en Half Moon Bay porque era fascinante. Parecía que sabía un poco de todo. Le confesó que estaba saliendo con alguien, pero no parecía que quisiera contar mucho de su nueva relación.
–Pero ¿estás enamorada? –le preguntó él.
–Estoy muy enamorada, pero estoy disimulando para no ahuyentarlo. Esta vez me voy a tomar las cosas con calma, no como la vez anterior, que me tiré de cabeza y casi me ahogo.
Él recordó cómo habían sido las cosas con Mary Ellen. Era tan guapa y tan sexy que había tardado cinco minutos en desearla desesperadamente, pero, cuando la había conseguido por fin, se había dado cuenta de que era muy superficial. Ella le fue infiel casi inmediatamente.
Así pues, le pareció bien que Addie se tomara su tiempo.
Entonces, ella había vuelto a casa, no de visita, sino para quedarse. Dijo que era porque su padre había tenido el accidente y tenía que someterse a una complicada cirugía, pero él la conocía desde hacía mucho tiempo y sabía que había algo más. Después, vio cómo crecía su vientre y supo que estaba embarazada. También supo que no tenía el apoyo ni el amor del padre de su hijo, que estaba sola.
Procuró ir a verla varias veces a la semana. Si se hubiera presentado la ocasión, le habría dicho que él podía ser su hombre. Se había dado cuenta de lo mucho que quería estar con ella. Sin embargo, nunca encontró el momento adecuado. Hubo unas muestras de cariño que, tal vez, habrían podido llevar a la intimidad. Tuvieron una conversación sobre todo lo que ella había pasado al perder a su hijo, y fue muy intenso. Jake se alegró mucho de que Adele se sintiera lo suficientemente cómoda como para confiar en él, hasta que empezó a sollozar. Entonces, él hizo lo único que se le ocurrió: consolarla. La abrazó y le dio un beso en la frente antes de que sus labios se encontraran. Se besaron torpemente, y ella se apartó. Había pasado por mucho, y parecía que no estaba preparada para enfrentarse a nada más.
Llevaba cinco años esperando a que ella decidiera que podía dar un poco más. Y él dio tanto como se atrevió a dar.
Adele no era la única que tenía sentimientos frágiles.
La agradable cena con Jake la noche anterior y la invitación para aquella noche habían puesto a Adele de mejor ánimo. Pero… ¿quién mejor que su hermana para echarle un jarro de agua fría? Justine la llamó para decirle que iba a ir a verla porque necesitaba hablar de algo con ella. Era sábado, y no iba a ir a la oficina.
Justine era lo contrario a Adele, en cuanto al aspecto y en casi todo lo demás. Su hermana era rubia, alta y esbelta, mientras que ella era más baja y tenía el pelo moreno. Frecuentemente hacían la broma de que no eran de la misma familia. Sin embargo, Justine tenía el pelo teñido y usaba lentillas azules, de modo que parecía más escandinava que italiana. Y era elegante, porque se desenvolvía en un mundo profesional de altos ingresos donde se esperaba que lo fuera. Por el contrario, Adele siempre se había sentido más natural, como una profesora de inglés, y se vestía con jerséis amplios y zapatos planos. Por lo general, se recogía el pelo con una pinza o se hacía un moño. Tenían poco en común, y ese era otro de los motivos por los que no estaban muy unidas.
Cuando llegó Justine, Adele se fijó en su estiloso corte de pelo.
–¿Cuánto cuesta ese peinado tan corto y tan rubio? –le preguntó–. Porque estaba pensando en hacer un cambio.
–En realidad, es bastante caro –dijo Justine, mientras le daba un abrazo–. Y yo estaba pensando en dejármelo crecer, porque a Scott no le entusiasma el pelo corto.
–¿Y qué? Es tu cabeza, ¿no? Y a mí me parece maravilloso. ¿Te apetece un café?
–Supongo que es un poco pronto para tomar una copa de vino –respondió Justine–. ¿Cómo van las cosas desde el funeral? ¿Va encajando todo?
–Supongo –dijo Adele, aunque fuese mentira–. Aunque no tan rápidamente como yo esperaba. No he hecho nada de lo que quería: tener tiempo y energía para adelgazar, ponerme en forma, volver a mis estudios… Pasan los días y no avanzo. Creo que estoy un poco deprimida.
–Sí, hay mucho de eso últimamente –dijo Justine, con tristeza–. Mira, tengo que decirte algunas cosas. Es difícil.
A Adele no le gustó cómo sonaba aquello, pero no se imaginaba a qué podía referirse su hermana. Justine vivía una vida ideal.
–¿Dónde quieres que nos sentemos para hablar? –le preguntó.
Antes de que ella hubiera terminado la frase, su hermana había entrado al salón y se había sentado en una butaca. Era extraño, porque, normalmente, Justine era muy calmada y tenía mucho aplomo, pero en aquel momento estaba muy tensa.
–Voy a ir directamente al grano –dijo–. Ha pasado una cosa. Ha habido cambios en mi empresa. Han reducido personal y han recurrido a las subcontrataciones. Todavía no han eliminado mi puesto de trabajo, pero no hay duda de que va a haber un cambio importante. Seguramente, reducirán los salarios.
–¡Oh, no! ¿Por qué ha pasado esto?
–Por muchos motivos complicados que tienen que ver con los beneficios y las pérdidas. Nos hemos fusionado con otras empresas de software en dos ocasiones, ha habido despidos e intentos de vender la sociedad. Están eliminado puestos de altos cargos para que no haya duplicidad entre los ejecutivos. Cuando dos empresas se fusionan, no tiene sentido tener dos vicepresidentes, dos presidentes, dos asesores generales. A mí ya me han preguntado si me interesa hacerme cargo de Recursos Humanos, puesto que tengo experiencia resolviendo muchas cuestiones legales. Estoy pensándomelo, pero eso significaría una reducción muy grande de mi nómina. Y eso me ha obligado a pensar en otras cosas también.
¿Podría ser una de esas cosas pedirle a su marido que consiguiera un trabajo de verdad?, se preguntó Adele, pero no dijo nada al respecto. En cambio, preguntó:
–¿Como qué?
–Estoy planteándome ir a ver a un cazatalentos, buscar otra empresa que necesite un director para el departamento jurídico. Tengo mucha experiencia en el campo del derecho empresarial y podría unirme a un bufete de abogados, pero estaría en un nivel más bajo… También he pensado en empezar a ejercer por cuenta propia. Mi experiencia en Recursos Humanos puede valer en muchas especialidades. Tengo la mente abierta. Creo que incluso podría trabajar para el estado. Pero, sea lo que sea, mis ingresos se van a ver reducidos. Y pronto.
Adele se preguntó cómo habría encajado aquella noticia el marido de Justine. Scott y su hermana habían empezado a salir en la universidad, más o menos, cuando había nacido ella. Era un hombre inteligente, pero no había sido un buen estudiante ni había tenido motivación, salvo, quizá, para el golf. Según la información que ella tenía por Justine, Scott nunca había tenido una ambición ni una vocación, pero era un buen hombre y un buen padre. Se licenció en Ciencias Empresariales y se hizo comercial de productos deportivos. Le fue muy bien y, mientras él trabajaba, Justine hizo el Examen General de Admisión en Derecho, y lo aprobó. Fue a la Universidad de Stanford a estudiar la carrera. Scott la apoyó en todo; le había dicho que él se quedaría en casa cuidando de las niñas y jugando al golf.
Como Scott viajaba todo el tiempo en su primer trabajo, se afincaron en San José, en una casita adosada. Era ideal para que él estableciera una base de operaciones y estaba cerca de Stanford, de manera que Justine podía ir y volver a casa en el día. Pero de eso hacía mucho tiempo. Adele recordaba la casita, porque había ido varias veces de pequeña.
Scott estaba muy contento con la idea de que su mujer fuera una buena abogada.
–Es lo que queremos –decía–. Ella será una experta en el ámbito jurídico y yo me ocuparé del ámbito doméstico.
Aquella transición había sido gradual, pero, al final, los había llevado al punto en el que estaban en aquel momento: Justine, una mujer hecha a sí misma con un buenísimo sueldo en una empresa importante y Scott, un padre que trabajaba a media jornada en un outlet de ropa deportiva. Había sido técnico médico voluntario de urgencias y practicaba muchos deportes. Le encantaba hacer senderismo, remar en kayak, bucear y navegar.
–¿Y qué dice Scott al respecto? –le preguntó a Justine.
Su hermana se encogió de hombros.
–Que me apoyará en la decisión que tome –respondió–. Me pregunto si será muy difícil encontrar un bufete pequeño que busque a alguien como yo. O montar mi propio bufete…
–¿Y él no ha pensado en buscar un trabajo serio? –le preguntó Adele–. Bueno, perdóname, porque yo no he tenido un trabajo serio en toda mi vida.
Justine sonrió pacientemente.
–Tus trabajos han sido serios y, sin ti, nosotros habríamos estado perdidos. Si no hubieras cuidado a mamá, le hubiera costado una fortuna a toda la familia. Estamos en deuda contigo. Y estoy de acuerdo en que sería de gran ayuda que Scott tuviera un trabajo a tiempo completo, pero creo que ese barco zarpó hace mucho tiempo. Solo ha trabajado a media jornada desde que nacieron Amber y Olivia.
Adele adoraba a sus sobrinas, que tenían dieciséis y diecisiete años. Estaba mucho más unida a ellas que a Justine.
–Siento que te esté pasando esto –dijo–. Ojalá pudiera hacer algo.
–Bueno, lo que pasa es que el futuro es incierto en estos momentos. Puede que necesite tu ayuda –dijo Justine.
–¿Qué puedo hacer?
–Adele, no me gusta presionarte, pero tienes que recuperarte. Tenemos que tomar algunas decisiones sobre lo que vas a hacer, sobre lo que vamos a hacer con la casa. Sé que no ha sido mucho lo que te he pagado por todo el trabajo que has hecho, pero no sé cuánto tiempo voy a poder seguir en esta situación, pagando el mantenimiento de esta casa, los impuestos, un modesto sueldo para ti… No quiero sentir pánico antes de tiempo –le explicó Justine–. A lo mejor puedo resolverlo todo sin demasiado lío, pero, si realmente tengo problemas… Puede que falte dinero, Addie. Puede que no sea capaz de cumplir las promesas que te hice sobre ayudarte financieramente a que arregles la casa, o de que te cedería mi mitad del dinero cuando la vendieras, si la vendías… Sé que te prometí que todo iba a ser tuyo a cambio de tu sacrificio, pero tendré que pagar la universidad de las niñas y seguir pagando la hipoteca de la casa…
–¡Pero Justine! –exclamó Adele–. ¡Esto es todo lo que yo tengo! ¡Y estaba pensando en terminar mis estudios!
Justine se acercó a ella y le apretó una mano.
–Todavía falta tiempo para que yo necesite el dinero. Lo que pasa es que quería que supieras lo que está ocurriendo. Si estamos unidas en esto, podremos superarlo. Te prometo que yo intentaré que salga bien por todos los medios.
Pero Adele sabía que, en realidad, nunca habían estado «unidas en esto», y que en el futuro tampoco iban a estarlo. Ella se había dedicado a sus padres y eso había permitido que Justine pudiera desarrollar su carrera profesional. Deberían ser Justine y Scott quienes se apoyaran mutuamente, por lo menos hasta que Justine tuviera una idea mejor. Pero… ¿dónde estaba Scott aquel día? ¿Jugando al golf? ¿Montando en bicicleta? ¿En la bolera?
Adele se dio cuenta de que tenía que enfrentarse a una realidad difícil. Cuando había dejado los estudios para ayudar a su madre a cuidar a su padre, no lo había hecho solo por altruismo. Necesitaba un sitio en el que refugiarse, pasar su embarazo y recuperarse de su dolor. No les había contado a sus padres que su amante estaba casado, que era su profesor de Psicología, y que le había dicho que no podía dejar a su mujer para casarse con ella, que probablemente la universidad lo despediría por tener una aventura con una estudiante. Para ella, la única opción era volver a casa.
En aquel momento, todo iba viento en popa para Justine y Scott, y no deseaban para nada la vieja casita de Half Moon Bay, que no era más que calderilla para ellos. Así pues, hicieron un pacto. Adele se había convertido en tutora de su madre por medio de un poder notarial. Sin embargo, no habían cambiado el testamento para que ella fuera la única beneficiaria. A la muerte de ambos padres, las dos hermanas heredarían por igual el valor de la casa, que tenía más de ochenta años, y lo que quedara del seguro de vida.
En aquel momento, por supuesto, ni Justine ni ella sabían que iba a tener que cuidar a sus padres durante tanto tiempo, pero, antes de que se dieran cuenta, habían pasado ocho años. Ya tenía treinta y dos años, y llevaba cuidando a sus padres desde los veinticuatro.
Como tutora legal de su madre, ella podría haber escapado de la situación pagando una residencia para su madre con el dinero de la casa y de la pensión, y haberse ido a buscar un trabajo mejor y otro sitio donde vivir. No sabía si era la conciencia o la inercia lo que la había mantenido durante tanto tiempo en aquel lugar.
–Solo quería estar segura de que entendías las circunstancias antes de que ocurra algo más –dijo Justine–. Y, como no tienes planes para un futuro inmediato, por favor, no pongas la casa a la venta ni nada parecido. Dame la oportunidad de saber qué va a pasar. Tengo dos hijas y haré lo que esté en mi mano para protegeros a ellas y a ti. ¡Son tus sobrinas! Te quieren mucho. Estoy segura de que tú quieres que tengan una buena educación tanto como yo.
«¿Acaso alguien quiere que yo tenga la oportunidad de empezar de nuevo?», se preguntó Adele. Por la conversación, tenía la impresión de que Justine estaba rompiendo su pacto.
–Lo pensaré, pero Scott también tiene responsabilidades –dijo.
–Lleva tanto tiempo sin trabajar a tiempo completo, que… –murmuró Justine.
–Pero todos tenemos que estar a la altura de nuestras responsabilidades y compromisos de personas adultas. Y tú llevas mucho tiempo ganando mucho dinero con tu trabajo. Puedes recuperarte. Yo ni siquiera he empezado.
–Necesito tu ayuda, Addie –dijo Justine–. Tienes que hacer un plan, algo que podamos poner en marcha. Pon un poco de energía en arreglar esta casa vieja, piensa en lo que deberíamos hacer con ella. Vamos a tenerlo todo bien pensado antes de que yo me vea en una situación más difícil y no pueda ayudar. Lo siento, pero tenemos que seguir adelante.
La visita de Justine y sus noticias, que no presagiaban nada bueno, le amargaron el día a Adele. Le dolía la cabeza de fruncir el ceño. Ni siquiera había podido pensar en lo que iba a hacer con su vida, y Justine ya le había puesto cortapisas. Se pasó dos horas con una calculadora, haciendo números. Habían pensado en pedir una hipoteca para reformar la casa antes de venderla, pero, si Justine no podía pagarla, ¿cómo iba a hacerlo ella? Además, estaba segura de que una persona tenía que estar trabajando para que el banco aprobara la concesión de un préstamo.
Ella no tenía dinero ni ingresos, tan solo lo que le pagaba Justine. Había ahorrado un poco del seguro de vida, pero, sin el dinero de Justine, se le iba a terminar muy pronto. ¿Cómo podía hacerle eso su hermana? Mientras ella cuidaba de su madre, Justine y su familia habían estado en Francia, Italia y Escocia, por no mencionar todos los viajes de fin de semana que hacían a un sitio y otro. Tenían todo el equipamiento deportivo que pudieran soñar y vivían en una casa preciosa. Y, ahora, después de que ella hubiera sacrificado ocho años de su vida, ¿Justine le advertía que tal vez tuviera que dejarla sin apoyo? ¿Cómo era posible?
Intentó recordar que Justine no había tenido las cosas fáciles. La carrera había sido una lucha para ella, aunque se había licenciado con honores. Después, había trabajado durante jornadas muy largas mientas que Scott empezaba a trabajar menos y menos. Y, después, cuando quisieron tener un hijo y no pudieron, Justine fue a visitar a varios especialistas en fertilidad hasta que, a los treinta y cinco años, tuvo a su hija Amber. Y, como muchas mujeres infértiles, después del nacimiento de la niña no tomó precauciones, pensando que no podía quedarse embarazada, y tuvo a Olivia once meses después.
No recordaba todos los detalles de los primeros años de matrimonio de Justine y Scott, pero, cuando nacieron sus sobrinas, mientras ella estaba en el instituto, era obvio que su cuñado se aseguraba de que las niñas tuvieran lo que necesitaban, pero no iba más allá. Era Justine quien paraba en el supermercado a hacer la compra al volver de trabajar, algunas veces, a las diez de la noche. Se pasaba los días libres haciendo la colada y, si no podía quedarse hasta la medianoche trabajando, se levantaba a las cuatro de la mañana. Scott la criticaba por no hacer ejercicio y se quejaba de que trabajara tantas horas. Scott se encargaba de cocinar, pero eso no era mucho esfuerzo. No hacía comidas elaboradas después de un duro día de golf. Ella había visto muchas de aquellas discusiones porque había sido canguro de sus sobrinas cuando eran pequeñas.
¡Pero nada de eso era culpa suya! Y ahora temía que su hermana no cumpliera sus promesas y volviera a aprovecharse de ella.
Pensó en cancelar la cita que tenía con Jake, porque sabía que no iba a ser la compañía más alegre del mundo, pero no tuvo valor, después de que él hubiera sido tan bueno como para invitarla. Así que se arregló y, cuando él llegó a buscarla, ya estaba preparada.
–¿Qué vamos a ver? –le preguntó, cuando entraba en el coche.
–Lo que quieras. Hay muchos protagonistas atractivos para que elijas –dijo él, y sonrió.
–Cualquier cosa me parece bien.
Así que eligieron un estreno reciente, compraron palomitas y refrescos y se sentaron en las butacas. Ella se quedó mirando la pantalla ciegamente. Él le preguntó tres veces qué le ocurría, y ella le dijo que tenía algunas cosas en las que pensar. La película terminó antes de que pudiera relajarse y disfrutar.
Jake la tomó de la mano y la sacó de su fila. Recorrieron el pasillo central, tenuemente iluminado, que conducía al vestíbulo.
–Vamos a Maggio’s. Nos vamos a sentar en una mesa apartada a hablar. Sea lo que sea, lo mejor es soltarlo.
–¿Por qué dices eso? Lo único que pasa es que estoy un poco malhumorada, nada más. Él hizo un gesto negativo.
–No, no es solo eso. Cuando no miras a Bradley Cooper, el hombre con el que quieres casarte, con los ojos muy abiertos, es que tenemos un problema. Vamos a tomar un poco de vino, y puede que pasta o pizza, pero vino, seguro.
Ella arqueó una ceja.
–¿Es que quieres emborracharme para que se me suelte la lengua?
Él asintió.
–Como solo un buen amigo querría hacerlo.
Llegaron a Maggio’s, una pequeña pizzería que era uno de los restaurantes favoritos de Jake. Hacían muchísimo reparto a domicilio, pero había un comedor con ocho mesas para seis personas cada una. Aunque la parte delantera, donde la gente podía recoger sus comidas y pizzas, siempre estaba abarrotada, ella nunca había visto el comedor lleno. También tenían un par de mesas en la acera, y la gente podía sentarse en aquella terraza cuando hacía bueno.
Entraron por la puerta trasera, porque Jake conocía a los dueños y a la mayoría de los camareros. Se sentaron en una mesa que estaba al fondo. A ella le encantaba que estuviera adornada con uvas de plástico y tuviera una iluminación tenue.
–Hola, Jake –dijo la camarera, mientras les ponía una servilleta a cada uno–. Hacía tiempo que no te veía.
–No tanto, ¿no? Conoces a mi amiga Adele, ¿verdad? –respondió él.
–Sí, claro, ¿qué tal? ¿Y qué os traigo para empezar?
–Para mí, una copa de cabernet –dijo Adele.
–Para mí, lo mismo –dijo Jake–. Y vamos a mirar la carta un rato.
–Seguro que te la conoces de memoria, Jake –dijo la camarera, con una bonita sonrisa, mirándolo a los ojos–. Ahora mismo vuelvo.
–Les gustas a todas las mujeres del pueblo –dijo Adele–. ¿Por qué nunca sales con nadie?
–No les gusto a todas –repuso él–. Y creo que Bonnie ha estado casada varias veces.
–¿De verdad?
–Bueno, por lo menos, dos veces. Yo ya he pasado por eso.
Adele se acordaba perfectamente. Fue un escándalo en el barrio. Jake tenía veintitantos años y ella todavía estaba en el instituto cuando él se casó con Mary Ellen. No fue bien. La madre de Jake le contaba a su madre que se peleaban mucho y, al poco tiempo, Mary Ellen era infeliz. Aunque ella nunca se perdía una palabra de los chismorreos de sus madres, lo único que vio en realidad fue a su amigo Jake, de repente, triste, solo, inconsolable. Mary Ellen lo dejó al año y, a los dos años, ya estaban divorciados. Ahora, ella había pasado por su tercer divorcio y había estado con muchos hombres con quienes no se había casado, y se rumoreaba que estaba con un hombre mucho mayor que había dejado a su mujer desde hacía cuarenta años por ella.
–Sí, me encantaría saber qué pasó con eso, aunque solo sea para entenderlo –dijo Adele.
Jake era guapo, inteligente, bondadoso. Su mercado era un pilar importante de la parte más antigua de Half Moon Bay. Además, había trabajado en el ayuntamiento durante un par de años y era muy respetado. En comparación con él, Mary Ellen era atractiva, pero no muy lista, aunque debía de tener algunas habilidades que le permitían conseguir a muchos hombres. Adele sospechaba que era la abundancia de feromonas. Además, también parecía astuta.
–Puede que te lo cuente cuando lo entienda yo –dijo Jake.
Les sirvieron el vino y ellos pidieron pizza para compartir. Después, él fue directamente al grano.
–¿Y si me cuentas por qué hoy no has babeado con Bradley Cooper?
Ella le contó que había tenido visita de Justine y que, debido a algunos cambios en su trabajo, tal vez no pudiera ayudarla tanto como esperaba.
–Y eso ha puesto de relieve todas las cosas que no he hecho –dijo Adele–. Iba a cambiar mi vida, ¿sabes? A mejorar la casa, y a mí misma. Estaba esperando a que me llegara la inspiración para empezar.
–Ya hemos hablado de esto –repuso Jake–. Tienes mucho tiempo para remodelar la casa. Y tú no necesitas ninguna mejora. A la casa le iría bien una mano de pintura, pero, aparte de eso…
–Ni siquiera he hecho una lista –dijo ella–. Yo pensaba que estaba haciendo planes, pero solo eran fantasías. Los planes necesitan, como mínimo, una lista. Por no mencionar la compra de un cubo de pintura…
–Bueno, pues vamos a hablar de lo que te gustaría hacer y, después, en casa, puedes hacer una lista. Yo puedo ayudarte con esto, ¿sabes? Reformé la casa de mi madre, y he hecho mucho trabajo en mi casa.
–Pero es que tú estás tan ocupado… –dijo ella, y dio un mordisco a su pizza.
–Bueno, si algún día no estoy disponible, conozco a muchos contratistas y sé cómo tratar con ellos. No has visto la casa de mi madre después de que yo arreglara la cocina y los dos baños. Bastante bien para ser un tendero, en mi opinión.
–Lo siento, Jake. Tenía que haber ido a casa de tu madre a ver la obra. Ahora sí que voy a ir. Ella siempre venía a ver a mi madre, a leerle libros.
–Ya sabes que le gustaba –dijo él–. Algunas veces se pasa una hora en la tienda, de visita, hablando con los clientes. Veía que tenía algo en el carro, pero no conseguía que se marchara. Yo le decía que podía llevarle a casa todo lo que necesitara, pero creo que para ella es bueno ir a la tienda. No me voy a quejar hasta que empiece a ir cinco veces al día y, entonces…
Adele dejó de escuchar lo que le estaba diciendo porque hubo algo que captó toda su atención. Había una pareja en la mesa de al lado, de espaldas a ellos, que inclinó la cabeza para besarse apasionadamente. El hombre tenía el pelo castaño rojizo, rizado, un poco largo. Y la mujer tenía el pelo rubio casi blanco, en punta, con un peinado un poco pasado de moda.
Entonces, Adele empezó a tener visiones. El hombre parecía Scott, su cuñado, y tenía la lengua metida hasta la garganta de la mujer. Cuando se separaron, se echaron a reír, y ella le acarició la mejilla un segundo y le dijo algo que hizo que él volviera a besarla. Sí, era Scott. Debía de haber pensado que, aunque ella viviera en Half Moon Bay, nunca saldría un sábado por la noche a tomar pizza. Y casi había acertado, porque eso no ocurría casi nunca. Ella hubiera pedido que le llevaran la pizza a casa.
Entonces, Scott y la mujer desconocida se convirtieron en un recuerdo lejano y doloroso. En su lugar aparecieron Hadley y su mujer. Hadley, su profesor de psicología, con quien había tenido una aventura apasionada. El padre de su hijo.
Él le había dicho que no podía dejar a su mujer, a la que se suponía que detestaba, para casarse con ella. Que la universidad lo despediría por tener una aventura con una alumna. Entre los dos, habían decidido que ella abortaría. Entonces, él se divorciaría de su mujer y empezarían de cero, como si nada de aquello hubiera sucedido. Se casarían y, al final, formarían una familia, y vivirían felices para siempre. Y ella había sido tan ingenua como para creérselo.
Y había hecho lo que hubieran hecho muchas mujeres de su edad: pasar por delante de casa de Hadley, en coche, una docena de veces a la semana. Una mañana vio lo que tenía que haber supuesto: él estaba en la puerta de su casa, con su guapísima y rubia mujer, rodeándole la cintura con un brazo. Ella todavía iba en bata. Había un niño rubio, pequeño, agarrado a su pierna. El niño también era muy guapo, angelical. La mujer de Hadley estaba embarazada. Hadley la atrajo hacia sí y la besó con amor mientras le acariciaba el vientre con una mano.
Hadley no estaba besando a su mujer como si fuera a pedirle el divorcio.
Se suponía que ella tenía que abortar mientras Hadley ponía en marcha su separación. Había dicho que intentaría sacar dinero de algún sitio para el proceso, pero tenía que hacerlo con discreción o su mujer no le permitiría marcharse. Tendrían que ser discretos.
Ocho años después, no sabía cómo había podido creerse todas sus mentiras. No abortó, pero su hijo nació muerto. Y Hadley no fue a buscarla jamás. Mientras ella cuidaba de sus padres y sufría el luto por la muerte de su hijo, se enteró de que él tenía otras aventuras con otras estudiantes.
Scott y la mujer se materializaron de nuevo. Aquel desgraciado le estaba siendo infiel a su hermana. Pensó en acercarse y lanzarles una jarra de cerveza encima, pero, por suerte, no tenía nada así a mano.
Se dio cuenta de que Jake la estaba observando atentamente. Él siguió la dirección de su mirada, hasta la pareja, y volvió a mirarla a ella, que estaba boquiabierta y tenía un pedazo de pizza en la mano, colgando.
–¿Addie? –preguntó él.
–Mierda –murmuró ella–. Jake, necesito que me hagas un favor. ¿Podemos pedir una caja para la pizza y marcharnos? Te lo explico en el coche.
–¿Qué pasa?
–Shh –dio ella–. Por favor, ve a la cocina a pedir una caja, pero que no se note –susurró–. El que está ahí al lado con la rubia es mi cuñado. Y no se está besando precisamente con mi hermana.
Jake no pudo resistirse y volvió a mirar.
–Uau –dijo.
Después, fue a la cocina y volvió rápidamente con una caja en la que metió la pizza.
–Espero que todo estuviera bien –les dijo Bonnie, cuando salían.
–Oh, perfecto, pero es que me he acordado de que me he dejado el fuego puesto –respondió Adele, con una sonrisa. Cuando llegaron al coche de Jake, le temblaban las piernas. Cerró de un portazo y exclamó–. ¡Qué desgraciado!
–Pero ¿qué está haciendo aquí? –preguntó Jake–. Viven en San José, ¿no?
–Seguramente, cree que aquí no lo va a reconocer nadie y que yo no voy a salir por la noche. Mientras mi hermana está preocupándose por su trabajo, él está aquí besando a una tía que…
–Cat –dijo Jake.
–¿Eh?
–Se llama Cat Brooks. Tiene una tienda de kayaks y equipo de buceo en la playa, Cat’s Place. Ese sitio debería dar mucho dinero, pero ha tenido tres o cuatro dueños estos doce últimos años. Creo que ella es la dueña a medias con su hermano, o algo así.
–Eso tiene sentido –dijo Adele–. Scott trabaja a media jornada en una tienda de deportes en San José, donde le hacen descuento en todo lo que pueda meter en el coche. Eso es lo que hace, jugar. Le encanta navegar en kayak. Y jugar al golf, y bucear, y jugar al fútbol, y todo lo que se te ocurra. Seguro que con su sueldo no puede cubrir el valor de sus juguetes. Justine tiene que trabajar muchísimas horas y él se queja de que tenga jornadas tan largas, y mira lo que está haciendo.
Jake salió del aparcamiento.
–Y, ahora, yo tengo que decírselo –comentó Adele.
–¿Es imprescindible? ¿Por qué tienes que decírselo?
–¡Vamos, venga! –exclamó ella–. ¿Cómo voy a dejar que la pille de sorpresa? ¡Si no creo que sirva de nada que se lo diga ahora! Claramente, él tiene un asunto serio con esa otra mujer, y no puede mantenerse a sí mismo, ni pagar sus momentos de diversión. La que mantiene a la familia es Justine, siempre ha sido así, desde que se casaron hace veintiocho años. ¡Oh, qué ganas de matarlo!
–Addie, no te apresures a hacer nada –le dijo Jake–. Yo he pasado por esto. Puede que ella te odie por decírselo.
–¿Cómo me va a odiar? –preguntó Adele.
Él respiró profundamente.
–A mí me dijo Marty que Mary Ellen me estaba engañando. Le di un puñetazo en la cara.
–¿Porque no te lo creíste?
–No, porque yo tenía la ilusión de que, al final, podría conseguir que lo nuestro funcionara, y él la destrozó. Fue como si me clavaran un cuchillo en el corazón. En ese instante supe que todo había terminado, y que la cosa se iba a poner fea.