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Amante habitual Natalie Anderson Lena se enorgullecía de su capacidad para contenerse, porque trabajaba con los jugadores de rugby más atractivos de Nueva Zelanda y, a pesar de ello, no caía en la tentación. Tras pasar día tras día por el vestuario de los jugadores, Lena se había llegado a creer inmune a los abdominales más perfectos, hasta que Seth Walker entró en su vida y despertó a la seductora que había sido. El color de tus ojos Natalie Anderson Tener una aventura con el guapísimo campeón de snowboard Jack Greene no encajaba en el comportamiento habitual de Kelsi. Pero su traviesa sonrisa le hizo tirar por la borda toda la prudencia. Sin embargo, un embarazo inesperado la dejó fuera de combate. Jack adoraba vivir el presente, mientras que ella buscaba la estabilidad. Aunque era difícil mantener los pies en la tierra tras haber conocido al hombre capaz de poner su mundo cabeza abajo.
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Seitenzahl: 326
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 474 - agosto 2021
© 2011 Natalie Anderson
Amante habitual
Título original: Nice Girls Finish Last
© 2011 Natalie Anderson
El color de tus ojos
Título original: Walk on the Wild Side
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido
con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales),
hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-959-3
Créditos
Amante habitual
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
El color de tus ojos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
–¡Voy!
Lena se tapó los ojos con la mano y abrió la puerta del vestuario. Siempre avisaba antes de entrar, para que tuvieran tiempo de ponerse algo encima, pero la mayoría no se tomaba la molestia. Se habían acostumbrado a ella y su presencia les incomodaba tan poco como el papel pintado de la pared.
Sin embargo, aquel día estaba entrando y saliendo más de lo habitual, y ellos se estaban vistiendo y desvistiendo más veces que de costumbre; así que, antes de destaparse los ojos, echó una miradita entre los dedos.
Tras comprobar que todos llevaban una toalla alrededor de la cadera, bajó la mano y dejó en el suelo la pesada bolsa que llevaba.
–Os he traído el siguiente lote de calzoncillos. ¿Lo queréis ahora?
–No, todavía no –respondió Ty, el capitán del equipo de rugby–. Estamos a punto de rodar la escena de la ducha.
–Ah, de acuerdo.
Lena echó un vistazo a la sala, buscando un sitio donde dejar la bolsa. Y un segundo después, se quedó sin aliento.
Diecinueve hombres prácticamente desnudos la habían rodeado.
Desconcertada, respiró hondo e hizo un esfuerzo por mantener la vista en los ojos de sus compañeros. Al fin y al cabo, la tentación de mirar era muy grande. ¿Cómo no lo iba a ser? Estaba rodeada de atletas, de campeones con músculos y cuerpos perfectos, que habrían llamado la atención de cualquier mujer heterosexual de sangre caliente.
Y Lena tenía la sangre tan caliente como la que más.
Pero sabía controlar sus impulsos. Llevaba más de dos años en ese trabajo y se había acostumbrado a esas situaciones, de modo que se limitó a entrecerrar los ojos y a preguntar, con tono de hermana mayor:
–¿Se puede saber qué estáis haciendo?
Ty contestó con una sonrisa pícara.
–Necesitamos que nos ayudes.
Lena le plantó la bolsa en las manos, en un intento por conseguir que retrocediera y se llevara a los demás con él.
–Lo siento, pero tengo que ir a buscar las camisetas.
–Pues tendrán que esperar –intervino Jimmy, otro de los jugadores–. Tenemos que hablar contigo.
–¿De qué?
–El fotógrafo dice que tenemos que brillar.
Lena arqueó una ceja.
–¿Brillar? ¿A qué te refieres?
Jimmy alcanzó un botecito de aceite para la piel y se lo enseñó.
–Quiere que nos pongamos esto. Por todo el torso.
–¿Y dónde está el problema?
–En que tendremos que ponernos el aceite los unos a los otros –respondió Jimmy–. Pero después tenemos que rodar escenas con el balón… Y si estamos impregnados de aceite, no lo podremos agarrar. Se nos escurrirá entre las manos.
–Pues lavaos las manos –dijo ella.
–No serviría de nada –declaró Ty.
El capitán de los Silver Knights se acercó y le pasó una mano por la cara, para demostrarle que seguía tan resbaladiza como antes de lavársela.
–Ayúdanos –le rogó Max, con ojos de perrito abandonado–. Se lo podríamos pedir al fotógrafo, pero…
Lena supo entonces lo que pasaba. Era otra de sus bromas. Los jugadores del equipo de rugby la trataban con respeto, y ni siquiera se molestaban en coquetear; pero, de vez en cuando, le tomaban el pelo con ese tipo de cosas. Incluso habían adquirido la costumbre de burlarse de los jugadores nuevos animándolos a que le pidieran una cita, a sabiendas de que ella los rechazaría.
Por suerte, Lena no quería salir con ninguno de ellos. Por muy impresionantes que fueran, estaba completamente centrada en su trabajo. Y, a decir verdad, ellos tampoco querían salir con ella. Solo lo hacían por divertirse; por arrancarle una risita tonta, un súbito rubor o una maldición en voz alta.
Pero esta vez habían ido demasiado lejos. ¿Querían que les frotara la espalda con el aceite? En ese caso, les iba a dar una lección.
–Comprendo… –Lena alcanzó el bote de aceite–. ¿Quién quiere ser el primero?
Todos la miraron con asombro.
–¿Lo vas a hacer? –preguntó uno.
–Por supuesto que sí –contestó.
Lena abrió el bote, se puso unas gotas de aceite y se frotó las manos.
–Está bien. Si el trabajo lo exige, no seré yo quien se oponga –siguió diciendo–. Aunque, ahora que lo pienso, os podría denunciar por acoso sexual…
Se quedaron tan boquiabiertos que Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.
–Estaba bromeando, chicos. Al fin y al cabo, no soy yo quien va a posar casi desnuda para que la gente pegue mi foto en una pared. Si alguien tiene derecho a presentar una denuncia por acoso sexual, sois vosotros. Pero supongo que es el precio de la fama… –dijo con sorna.
Los jugadores se pusieron en fila y ella les puso aceite con la eficacia, la celeridad y el distanciamiento de una enfermera. Ya estaba terminando cuando el fotógrafo apareció en el vestuario en compañía de Dion, el nuevo presidente del club.
–¿Ya estáis preparados?
–Casi –contestó el último jugador de la fila.
Lena le dio un poco más de aceite y le plantó la mano en el pecho con tanta fuerza que el jugador retrocedió. No lo había podido evitar. Por muy fría que se mostrara, seguía siendo un ser humano.
–Bueno, ¿a qué estáis esperando? –les preguntó–. Voy a buscar las camisetas. Vuelvo enseguida.
Salió del vestuario, dio unos cuantos pasos y se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Momentos después, oyó las carcajadas de los jugadores. Los muy canallas la habían puesto en una situación comprometida para reírse de ella, pero les había devuelto la pelota y, de paso, les había dado unos cuantos manotazos más que satisfactorios.
Rio al recordarlo y, justo entonces, vio que no estaba sola. Un desconocido se había acercado y se había detenido junto a ella. Era alto, de ojos azules, cara perfecta y labios inmensamente deseables. No lo había visto en toda su vida, pero su cuerpo reaccionó al instante con un calor intenso que la dejó desconcertada. ¿Por qué reaccionaba así? Ella era inmune a la tentación de aquellos atletas perfectos. O eso creía.
–¿Te has divertido mucho? –preguntó el hombre.
Su voz sonó ronca y brusca a la vez, cargada de desaprobación. Lena lo miró y pensó que la habría tomado por una admiradora. Le pareció una idea de lo más divertida; pero, en cualquier caso, no se dejó intimidar.
–Más de lo que imaginas –replicó.
Él entrecerró los ojos.
–¿Qué estás haciendo aquí? Tengo entendido que es una zona restringida.
–Eso depende de a quién conozcas.
–¿Y a quién conoces?
–A todos –respondió ella, lentamente–. De hecho, los conozco muy bien.
Los jugadores volvieron a reír en el vestuario, y el desconocido frunció el ceño.
–Parece que ellos también se han divertido –observó con ironía.
Lena entreabrió los labios para tomar aire. Se había quedado sin aliento, atrapada por la mirada de aquel hombre. Pero tenía que estar bromeando. ¿Creía de verdad que era una admiradora y que se acababa de dar un revolcón con un equipo entero de rugby? Fuera como fuera, le iba a dar una lección.
–No sabes cuánto –dijo.
Él se acercó un poco más y apoyó una mano en la pared, atrapándola.
–Pues cuéntamelo.
Sus ojos brillaron con tanta picardía que a Lena se le aceleró el pulso. Se sentía profundamente tentada por él, y extrañamente deseosa de escandalizarlo.
–Sabes lo que dicen de los hombres y las mujeres, ¿verdad? Que ellos se excitan con las imágenes y nosotras, con las palabras.
–¿Y no es cierto?
Ella sacudió la cabeza, sin apartar la vista de sus ojos.
–No, no lo es. Las imágenes nos excitan tanto como a los hombres –contestó con sensualidad–. Y estar en un vestuario lleno de hombres desnudos… Creo que se me han quemado todas las neuronas.
Él sonrió.
–¿Es que tenías neuronas?
Lena se mordió el labio y parpadeó, haciéndose la tonta.
–Solo dos o tres –dijo.
–Pero se te han quemado…
–Oh, sí, están completamente achicharradas.
–Por todos los jugadores de un equipo de rugby…
–En efecto –dijo, absolutamente hechizada por sus ojos–. Todos han pasado por mis manos. Uno a uno.
El desconocido se acercó aún más. Mientras lo miraba, ella sintió el deseo de acariciarlo con las mismas manos que acababa de mencionar, aunque seguían impregnadas de aceite.
–¿Lo dices en serio?
–Sí, en serio. Ha sido tan excitante…
Él sonrió con malicia.
–¿Sabes una cosa? No te creo.
–Pues no miento nunca.
Él apoyó la otra mano en la pared y la atrapó entre sus brazos. Lena sacó fuerzas de flaqueza en un intento por controlar el ritmo de su desbocada respiración. Era increíblemente atractivo. Y tan alto y de hombros tan anchos que llegó a la conclusión de que sería un fichaje nuevo o un jugador de otro club.
–¿Me estás intentando convencer de que has estado besando a todos los jugadores del equipo? –preguntó él con firmeza–. Discúlpame, pero, si fuera verdad, lo notaría en tu cara. Se te habría corrido el carmín. Y está perfecto.
–Puede que me haya vuelto a pintar los labios…
–Sí, podría ser. Pero no parece que los hayan besado hace poco. Ni tienes el menor rubor en la cara… ni ese brillo de placer en los ojos.
–Es que me recupero con mucha facilidad –declaró ella con rapidez–. Es necesario en estos casos, cuando se está con tantos hombres.
–¿Ah, sí? Pues si es cierto que has estado con todos esos hombres, no te importará besar a uno más, ¿verdad?
Ella se quedó helada.
–¿Cómo?
Él bajó la cabeza y la besó. Lena ni siquiera intentó impedírselo. Tras un segundo de perplejidad, se dejó llevar por el deseo y se entregó por completo, ansiosa por disfrutar de aquel hombre asombrosamente masculino que la apretaba contra la pared y asaltaba su boca sin contemplaciones.
Al cabo de unos momentos, él le puso las manos en la cara, rompió el contacto de sus labios y dijo, satisfecho:
–Ahora ya tienes ese brillo en los ojos.
Lena abrió la boca con intención de decir algo ofensivo; pero no llegó a pronunciar ninguna palabra. Él se inclinó de nuevo y la volvió a besar, arrancándole un gemido de placer.
Era terriblemente excitante. Increíblemente audaz.
Mientras ella jugueteaba con sus labios, él le acarició el cuello y bajó las manos lentamente. Sus caricias aumentaron la excitación de Lena, que se estremeció y lo besó con más pasión, casi incapaz de controlarse. Ya ni siquiera se acordaba de que tenía las manos llenas de aceite y de que le estaba manchando la ropa. Se aferró a él con fuerza, dominada por un imperioso sentimiento de necesidad.
Lo deseaba de un modo salvaje.
Cerró los dedos sobre su chaqueta y notó que los músculos de la vagina se le tensaban, deseosos de cerrarse sobre algo duro. Algo tan duro como la erección de aquel hombre, que podía sentir contra su cuerpo.
No habría podido romper el contacto aunque hubiera querido. Estaban unidos por una especie de fuerza violenta. Lena se dejó llevar por las sensaciones, asaltando su boca y permitiendo que él asaltara la suya. Ya no le importaba nada que no fueran sus caricias.
Entonces, él cerró las manos sobre sus caderas. Lena volvió a gemir y le abrió la chaqueta con desesperación, ansiosa por apretar sus tensos y necesitados senos contra el espectacular muro de su pecho. La chaqueta le cayó hacia atrás, por encima de los hombros, limitándole parcialmente el movimiento de los brazos. Pero él no le apartó las manos de las caderas a Lena, ni la dejó de besar.
El sonido de una puerta los interrumpió y, acto seguido, el sonido de unas voces.
Él la soltó de inmediato, aunque tuvo el detalle de quedarse pegado a Lena, para que nadie la pudiera ver desde la puerta que se acababa de abrir. Fue un gesto agradable y sorprendentemente protector. Pero Lena no se quedó a darle las gracias. Era demasiado consciente de que su reputación acababa de saltar por los aires.
Su mente emitió una orden y su cuerpo la ejecutó.
Un segundo después, se fue corriendo.
Lena conocía muy bien el complejo, así que corrió por el laberinto de pasillos, llegó a su despacho, alcanzó el bolso y, unos momentos después, todavía jadeante, se metió en el cuarto de baño.
Se detuvo ante el espejo y se miró, contenta de no haberse cruzado con nadie. Tenía el pelo alborotado, sus labios parecían más grandes que nunca y apenas le quedaba un poco de carmín. En cuanto a los ojos, tenía las pupilas tan dilatadas como si se hubiera tomado alguna droga potente. Y, a decir verdad, la había tomado. La droga del deseo, de las hormonas, de sus instintos más animales.
–¿Qué he hecho? –se dijo en voz alta.
Se frotó las manos bajo el agua, pero aún olían a aceite. Luego, sacó unos pañuelos, los mojó y se los llevó a los labios en un intento por reducir el calor, aunque no sirvió de mucho. Desesperada, se los pintó de nuevo. Sabía que el carmín no podía borrar lo sucedido, pero al menos le devolvería su aspecto de siempre; un aspecto elegante, de mujer competente y profesional.
Había sido increíblemente estúpida.
Había trabajado muy duro para ganarse el respeto de sus compañeros, para conseguir una reputación que acababa de destruir. ¿Y a cambio de qué? A cambio del beso más apasionante de toda su vida.
Pero un beso no valía tanto como un empleo.
Cerró los ojos, contó hasta diez y los volvió a abrir. A continuación, se cepilló el cabello, volvió al despacho y se dedicó a ordenar las camisetas para los jugadores, que la estaban esperando.
Mientras las ordenaba, se preguntó quién sería el hombre del pasillo y qué estaba haciendo allí. Al principio, había pensado que podía ser un fichaje nuevo, pero no era época de fichajes. ¿Quién podía ser? No tenía la menor idea. Solo sabía que tenía permiso para andar por zonas restringidas.
Sacudió la cabeza y se intentó convencer de que lo ocurrido era culpa de aquel hombre, que la había seducido sin más. A fin de cuentas, había empezado él. Se había acercado y la había besado. Ella era una víctima inocente.
Pero Lena no se pudo engañar. La había seducido porque se había dejado seducir. Porque lo deseaba con toda su alma.
Solo podía hacer una cosa: encontrar a Dion y preguntar por la felina mujer de ojos verdes que lo acababa de dejar sin aliento.
Había sido increíble. De hecho, estaba tan descolocado y desconcertado por ello que casi no podía andar. Pero hizo un esfuerzo y, tras pasarse una mano por los labios para quitarse los restos de carmín, se puso en marcha y entró en el vestuario del equipo.
–¿Estás aquí, Dion?
Dion se dio la vuelta y caminó hacia él. Estaba con los jugadores, que en ese momento posaban para un fotógrafo.
–Hola, Seth. Me alegra que hayas podido venir…
Dion era el nuevo presidente de los Silver Knights, aunque su cargo era simbólico y no participaba en la dirección del club. Se había hecho rico en el mercado inmobiliario y había decidido invertir una pequeña fortuna en su deporte preferido, el rugby. Seth estaba encantado con ello por muchos motivos.
–Yo también me alegro. ¿Qué tal va todo?
En lugar de responder a la pregunta, Dion se quedó mirando la chaqueta de Seth y dijo, con perplejidad:
–¿Qué te ha pasado?
Seth bajó la mirada y frunció el ceño al ver que las solapas de la chaqueta estaban impregnadas de algo aceitoso. Entonces, se acordó de que la mujer del pasillo se las había agarrado con fuerza y soltó una carcajada sin poder evitarlo. La muy bruja lo había hecho a propósito. Para darle una lección.
–No tengo ni idea… –contestó.
Dion arqueó una ceja y lo miró con escepticismo, pero Seth hizo caso omiso y volvió a mirar al grupo de jugadores.
–¿Qué están haciendo?
–Están posando para el calendario anual.
Seth sonrió.
–¿En serio?
En ese instante, se dio cuenta de que el cuerpo de los jugadores brillaba y preguntó al más cercano:
–¿Qué os habéis puesto?
–Aceite –contestó.
–Nos lo ha puesto ella… –comentó otro jugador, entre risas.
–Y ha sido increíble –intervino un tercero–. Aún siento el calor del manotazo que me ha dado… Es una sádica. Pero ha merecido la pena.
–¿De quién estáis hablando? –preguntó Seth.
–De Lena.
Lena. Por fin sabía el nombre de la mujer a quien había besado en el pasillo. Y, si la memoria no le fallaba, era el nombre de la mujer de la que Dion le había hablado. La mujer que le podía ahorrar un buen problema. La que necesitaba para su nuevo proyecto.
Sin embargo, el proyecto era lo último que le importaba en ese momento. La irresistible y sensual Lena había despertado tanto su curiosidad que no se pudo resistir a la tentación de preguntar por lo que habían estado haciendo con ella.
–¿Y qué ha pasado?
–Nada grave. Le hemos pedido que nos pusiera aceite –respondió uno con sonrisa pícara–. Estábamos seguros de que nos mandaría al infierno, pero ha aceptado y nos lo ha puesto… a manotazo limpio.
Todos los jugadores rieron.
–¡Perfectos! ¡Así estáis perfectos! –exclamó el fotógrafo, cámara en mano–. Seguid hablando y riendo.
–Tendrías que haber visto la cara que tenía Lena.
–Supongo que se lo habrá pasado en grande –dijo Seth.
–Es posible, pero con la expresión más seria que puedas imaginar. Esa mujer es fría como un témpano.
Seth pensó que no podía estar más equivocado. Lena no tenía nada de fría. Pero se lo calló y, tras sacar los pocos objetos que llevaba en la chaqueta, se la quitó y la tiró al cubo de la basura, consciente de que en ninguna tintorería le podrían quitar las manchas.
–¿Es la mujer que ha salido hace unos minutos del vestuario? Llevaba un vestido azul… Tiene pelo oscuro, ojos verdes y unas curvas que…
–Sí, esa es –lo interrumpió Ty, el capitán.
–Ah, así que ya os habéis conocido… –dijo Dion–. Te había hablado de ella. Es Lena Kelly. Se encarga de la organización, de las relaciones públicas y de un montón de cosas más.
Seth asintió. Ya había llegado a la conclusión de que era la misma mujer, pero le extrañó que Dion no se hubiera molestado en comentar que tenía un cuerpo de escándalo.
–De todas formas, Lena está fuera de nuestro alcance –declaró Ty–. No le interesamos en absoluto.
–¿Por qué? ¿Es que está saliendo con alguien? –preguntó Seth.
–Tengo entendido que no, pero no quiere saber nada de nosotros –respondió el capitán–. Es una mujer increíble… Y esconde tan bien sus emociones que nunca sabes lo que se oculta tras esos ojos.
–Unos ojos preciosos –comentó uno de sus compañeros.
–Tan preciosos como todo en ella –declaró otro jugador–. Pero no hay quien se le acerque. Es intocable.
El ego de Seth se infló como un globo. Por lo visto, Lena Kelly era intocable para todo el mundo excepto para él.
–Sí, ya me he dado cuenta de que es una mujer impresionante.
–No me digas que te gusta… –dijo Dion.
De repente, los jugadores miraron a Seth con cara de pocos amigos; aparentemente, no les agradaba la idea de que compitiera con ellos por el afecto de Lena. Seth lo notó y decidió tranquilizarlos. Aunque solo fuera porque necesitaba que estuvieran de su parte y que lo ayudaran con su nuevo proyecto.
–No, no es que me guste. Me limitaba a constatar un hecho –afirmó.
A pesar de las palabras de Seth, los jugadores no recobraron su anterior buen humor. Sin pretenderlo, había despertado el instinto protector de los miembros del equipo, que evidentemente respetaban y apreciaban a Lena.
Seth tomó nota y se dijo que tendría que ser cauteloso, aunque no estaba dispuesto a renunciar a lo que sentía. Lena le gustaba demasiado. Y era obvio que él también le gustaba a ella.
–De todas formas, está fuera de tu alcance –comentó Ty–. Lena no sale nunca con hombres famosos.
Seth guardó silencio, pero pensó que eso no era un problema. Para empezar, porque él no era famoso en el mismo sentido que los jugadores del equipo y, para continuar, porque Lena ni siquiera lo había reconocido.
–Yo no estaría tan seguro… –dijo Dion con una sonrisa–. Sospecho que Seth tendría más suerte que los demás. ¿Apostamos algo?
–No, nada de apuestas –dijo Seth–. Nunca apuesto en asuntos de mujeres. Da mala suerte.
Dion rio.
–Sí, puede que tengas razón. Pero basta de hablar de Lena… No quiero ni imaginar lo que diría si nos oyera.
Los jugadores rompieron a reír y el fotógrafo estuvo a punto de dar saltos de alegría, porque era una imagen perfecta para sus propósitos.
–Así que estáis posando para el calendario, ¿eh? –dijo Seth, cambiando de conversación–. Seguro que os encanta posar.
–Si tú lo dices…
Uno de los jugadores gimió. Al parecer, estaban hartos de posar, pero el fotógrafo los llamó al orden y no tuvieron más remedio que seguir con la sesión.
Mientras los miraba, Seth se puso a pensar en lo sucedido. Aún no sabía si había sido placentero o doloroso; pero, desde luego, había sido intenso. Y quería probar otra vez.
–¡Voy!
Seth se puso en tensión al reconocer la voz que sonó al otro lado de la puerta. Era ella. Entró cargada con un montón de camisetas.
–Gracias, Lena –dijo Dion–. ¿Puedes hacer el favor de colgarlas en el armario? Será mejor que se duchen antes de ponérselas, o las dejarán perdidas de aceite.
Dion se giró entonces hacia Seth y dijo:
–Seth, te presento a nuestra artista de las relaciones públicas, Lena Kelly. Lena, te presento a Seth Walker.
Seth la miró con intensidad, para ver si había reconocido su nombre; pero Lena se había puesto a colgar las camisetas y, cuando se dio la vuelta, su expresión era tan neutral como la de un jugador de póquer.
Se la quedó mirando durante unos segundos, pero ella no le devolvió la mirada. Se había pintado los labios otra vez, y su boca le pareció tan tentadora que se sintió terriblemente frustrado por no poder besarla.
* * *
Seth Walker.
A Lena le pareció increíble que no lo hubiera reconocido. Su fama era tal que hasta tenía una entrada en la Wikipedia. Comparados con él, los jugadores del equipo de rugby eran poca cosa. Era dueño de la mitad de Christchurch y había transformado zonas enteras de almacenes abandonados en edificios elegantes, restaurantes de lujo y clubs de moda.
Pero, por muy increíble que fuera, no lo había reconocido.
¿Quién iba a imaginar que el hombre que la había besado era Seth Walker, el hombre que se había convertido, según la prensa del corazón, en el soltero más deseable de la década?
Se preguntó qué estaría haciendo allí. Por lo que sabía de él, no tenía ninguna relación con el mundo del rugby; pero, si era amigo de Dion, cabía la posibilidad de que lo hubiera invitado a visitar el estadio de los Silver Knights.
–Seth, yo me tengo que quedar en el vestuario –dijo entonces Dion–. Lena te llevará al despacho, si le parece bien…
–Por supuesto.
–Llévalo por la ruta panorámica –continuó Dion–. Creo que no ha visto esa parte del estadio.
–Faltaría más… –Lena se giró hacia los jugadores de rugby–. Hasta luego, chicos.
–Espero que haya refrescos –dijo uno de ellos.
–Solo bebidas isotónicas. Lo siento mucho, pero son órdenes del médico. Las tenéis en el frigorífico –replicó con una sonrisa–. Nos vamos, ¿señor Walker?
Ella salió del vestuario y él la siguió.
–No me llames señor, por favor. Llámame Seth –dijo en voz baja.
Lena se estremeció al volver a oír su voz; especialmente porque ahora estaban en el mismo pasillo donde se habían besado. Pero apretó el paso e intentó mantener la compostura. Aquello era de lo más embarazoso. Cuando estaba cerca de él, se sentía como si fuera una adolescente encaprichada.
–Como puedes ver, esta es la zona de los jugadores –empezó a decir, en un esfuerzo por mantener la conversación en un marco puramente profesional–. Ahora nos dirigimos a la zona de palcos de los directivos, que están a lo largo de la tribuna.
Lena le dio todo tipo de detalles sobre el estadio y su historia, pero estaba tan tensa que fue una explicación más bien atropellada. Cuando terminó con el estadio, le empezó a hablar de los jugadores y de sus estadísticas. Cualquier cosa con tal de matar el tiempo hasta que llegaran al despacho.
Era dolorosamente consciente de su altura y de sus movimientos felinos. Además, Seth no parecía interesado en las vistas del estadio; de hecho, la miraba con intensidad y no le quitaba la vista de encima.
Ya estaban llegando al despacho cuando él dijo:
–Lena, te aseguro que esas estadísticas no me interesan nada.
Ella se detuvo y lo miró.
–Entonces, ¿de qué quieres que te hable?
–De tus estadísticas.
–¿De mis estadísticas? –preguntó, desconcertada.
Seth sonrió.
–Bueno, es evidente que has memorizado todos los datos de hasta el último hombre que juega en el equipo, pero tú me interesas más –respondió–. Además, estamos en desventaja… sospecho que sabes más cosas de mí que yo de ti.
Lena guardó silencio.
–Está bien, te lo pondré más fácil. Me llamo Seth, mido un metro noventa, soy Sagitario, estoy soltero, me dedico a vender edificios y no tengo ninguna enfermedad –comentó con humor–. ¿Y tú?
Lena intentó responder, pero no pudo decir nada. Estaba hechizada por aquellos ojos azules.
–Si no quieres hablar, seguiré yo. Pero corrígeme si me equivoco –dijo–. Te llamas Lena y eres esbelta y elegante.
Ella no dijo nada.
–Estás soltera y eres terriblemente sexy.
–Y tú, demasiado desenvuelto.
Seth se acercó un poco más.
–Ah, vaya, veo que también eres sarcástica.
–No es para menos. Confieso que me tienes asombrada.
–Y tú a mí –dijo él–. Lo que ha pasado antes ha sido… maravilloso.
Lena sonrió.
–¿No crees que estás siendo demasiado directo?
–¿Demasiado directo? –él arqueó las cejas–. Créeme, estoy haciendo esfuerzos por refrenar mis impulsos. Sabes perfectamente que preferiría hacer algo más interesante que hablar… y estoy seguro de que tú también lo preferirías.
Lena sintió un calor intenso. Y no solo en la cara, el pecho y el estómago, sino también en las rodillas y en los dedos de los pies. Aquel hombre era increíblemente atrevido, y despertaba en ella su parte más atrevida.
–Por cierto, me debes una chaqueta nueva.
–Y tú me debes una disculpa.
–¿Por qué? ¿Por darte un beso? –Seth alzó la barbilla en gesto desafiante–. No me arrepiento de haberte besado.
–No, por darme un beso, no. Por las insinuaciones que hiciste antes de besarme.
–Ah, por eso… Está bien, lo siento.
Lena contempló el destello pícaro de sus ojos azules y su sonrisa voraz. Tenía tanta seguridad en sí mismo que resultaba profundamente sexy; y la provocaba tanto que dijo, dejándose llevar por el deseo:
–No me contentaré con una disculpa tan pobre. Cena conmigo e inténtalo de nuevo.
Él arqueó las cejas.
–¿Que cene contigo?
–Sí, pero nada de restaurantes. Prefiero la comida casera.
Seth se quedó helado. Lena lo acababa de invitar a cenar. O, más bien, se acababa de invitar a cenar, porque quería que la llevara a su casa.
Durante unos segundos, ella lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de decir; pero parpadeó dos veces y le mantuvo la mirada con toda la energía de sus ojos verdes. Definitivamente, era toda una mujer.
–¿Cuándo sales del trabajo? –le preguntó.
Lena se ruborizó un poco.
–Puedes pasar a recogerme a las seis en punto. Te estaré esperando en la puerta 4.
–En la puerta 4… –repitió él–. De acuerdo.
Seth se había acercado tanto que casi se tocaban. Incapaz de resistirse, bajó la cabeza y admiró las curvas del cuerpo de Lena, que cerró las manos y apretó los puños con fuerza. Cuando la volvió a mirar a los ojos, vio que sus pupilas estaban dilatadas; pero supo que no era una reacción de miedo, sino de deseo. Y le excitó hasta el punto de que olvidó todo lo demás, empezando por el motivo que lo había llevado al estadio.
–¿Tienes alguna preferencia en cuestión de comida? ¿Eres vegetariana o algo así?
Ella tragó saliva.
–No tengo preferencias especiales. Pero las cosas me gustan… frescas.
Seth la miró con más intensidad. Tenía una piel perfecta, sin una sola peca. Si no hubieran estado en el estadio, habría acariciado cada centímetro de su piel y habría disfrutado de todo lo que pudiera ofrecer aquel cuerpo maravilloso.
Se quedaron mirándose en silencio, hasta que ella parpadeó de repente, con timidez. En ese momento, Seth supo que Lena Kelly no era tan atrevida como intentaba hacerle creer.
El ambiente se había cargado. Seth admiró el leve movimiento de su pecho, que subía y bajaba con más rapidez de lo normal, y sintió la tentación de meterla en una de las salas y terminar lo que habían iniciado en el pasillo.
–Será mejor que entres en el despacho de Dion –dijo ella–. Llegará en cualquier momento, y se extrañará si no estás.
Seth pensó que la situación no podía ser más irónica. Lena no sabía que no había ido al estadio para hablar con Dion, sino para hablar con ella. Pero no quiso estropear la perspectiva de una velada fascinante y empezar a hablar de negocios. Sus prioridades habían cambiado. Primero, Lena y, después, el proyecto.
–Muy bien. Nos veremos a las seis.
La deseaba tanto que apenas se podía controlar. Tuvo que apretar los puños para resistirse al impulso de dar media vuelta, tomarla entre sus brazos, tumbarla en el suelo y hacerle el amor. Pero estaba dispuesto a esperar un poco, porque tenía el convencimiento de que Lena sería suya antes de que acabara la noche.
Lena se sentó ante la mesa de su despacho. No sabía si reír o llorar.
¿Qué había hecho? ¿Por qué le había pedido que la llevara a cenar? Y, sobre todo, ¿por qué le había pedido que la llevara a su casa? Estaba tan tensa que volvió a reír, de puro nerviosismo. Después, miró el reloj y vio con desesperación que eran las cinco de la tarde. Solo faltaba una hora para la cita.
Los diez minutos siguientes, se dedicó a pensar en el deseo que sentía y en los motivos que la habían empujado a ser tan atrevida con él. Luego, oyó voces en el corredor y se estremeció, pero, afortunadamente, pasaron de largo.
El tiempo pasaba muy despacio. Ni siquiera sabía por qué había aceptado su ofrecimiento. Seth Walker era un hombre que podía salir con las mujeres más atractivas del mundo y, sin embargo, se había encaprichado con ella. Lena no lo podía creer. Los jugadores del equipo se le insinuaban constantemente, pero solo porque sabían que los iba a rechazar. No era más que un juego.
Extendió el brazo y puso la mano recta, para ver si su nerviosismo era visible. Y lo era. Le temblaba tanto la mano que se sintió incapaz de seguir adelante con su pequeña aventura. Nunca había sido una mujer fatal. Nunca había sido atrevida. Y, por supuesto, nunca pensaba en tórridas y salvajes relaciones sexuales.
O casi nunca.
Decidida a encontrar una explicación, se planteó la posibilidad de que su contacto diario con los jugadores del equipo le hubiera activado la libido. Hasta entonces le había restado importancia a ese hecho; pero se intentó aferrar a él porque era más fácil que admitir lo mucho que Seth Walker le gustaba.
Sin embargo, no se pudo engañar. De algún modo, Seth se las había arreglado para sobrepasar sus defensas y despertar sus instintos.
Volvió a mirar la hora y se puso a dar golpecitos en la mesa con los dedos. Si hubiera tenido su número de teléfono, lo habría llamado para suspender la cena; como lo tenía, alcanzó el bolso y salió del despacho cuando solo faltaban diez minutos para las seis.
Segundos más tarde, oyó una voz.
–Lena…
Lena se dio la vuelta, helada. Era Seth. Estaba apoyado en el marco de la puerta del despacho de Dion.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella.
Él sonrió.
–Te estaba esperando.
–Pero si hemos quedado en la salida…
–Ah, sí, es verdad. Lo había olvidado –respondió con humor–. La puerta 4, ¿verdad? Pero creo recordar que está en dirección contraria.
Lena no dijo nada. Seth tenía razón. Y, obviamente, se había dado cuenta de que tenía intención de dejarlo plantado.
–Bueno, es una suerte que nos hayamos encontrado en el pasillo –continuó él con suavidad–. Si te hubieras equivocado de puerta, no nos habríamos visto.
–Sí, menos mal –dijo ella.
Él volvió a sonreír.
–¿Nos vamos?
Lena intentó encontrar las fuerzas necesarias para negarse, pero guardó silencio. Seth la tomó del brazo y la llevó hacia las escaleras, mientras ella se volvía a maravillar por el efecto que le causaba. El simple roce de sus dedos o el simple sonido de su voz bastaban para excitarla de inmediato.
Por desgracia, estaba segura de que aquello no podía salir bien. Nunca había sido tan descarada, tan sensual; no lo había sido en ninguna de sus relaciones, y le pareció irónico que empezara a comportarse de esa forma cuando precisamente estaba con un hombre de una liga muy superior a la suya. Seth se habría acostado con las mujeres más apasionadas del mundo. En cambio, ella siempre había sido de la media, incluso en el sexo.
–Siento lo de tu chaqueta –susurró cuando llegaron a la salida del estadio.
Él rio.
–No importa; me compraré otra.
Lena lo siguió hasta el aparcamiento. En parte, porque no encontró ninguna excusa de peso para suspender la cena y, en parte, porque caminaba con tanta seguridad que seguirlo era mucho más fácil que resistirse a él.
Lo miró e intentó adivinar su expresión, pero no pudo porque se había puesto unas gafas de sol. Lena decidió ponerse las suyas, pero estaba tan tensa que no fue capaz de meter la mano en el bolso y sacarlas.
–Ya hemos llegado. Este es mi coche.
Lena miró el negro y elegante vehículo. No era un deportivo como el que tenían todos los jugadores del equipo de rugby, sino un sedán de aspecto cómodo y agradable.
–¿Nos vamos? –continuó él.
–No, yo…
–¿No?
Ella carraspeó, nerviosa.
–Todo esto ha sido un error. No es necesario que cenemos. Ni siquiera sé por qué dije eso, supongo que solo intentaba ser…
–¿Provocativa?
Lena sacudió la cabeza.
–Más bien, estúpida –contestó–. Mira, será mejor que me vaya. Siento haberte molestado.
Él volvió a sonreír, pero de forma cálida.
–No voy a permitir que te marches –declaró–. Al menos, deja que te lleve a tu casa…
Lena se sintió muy decepcionada. Por lo visto, Seth no se rendía con facilidad.
–Te lo agradezco, pero no hace falta.
–Sería una tontería que rechazaras mi ofrecimiento. A fin de cuentas, ya estamos aquí. Y yo también voy a la ciudad –dijo él.
Lena dudó y volvió a mirar el coche. Ya había sido bastante grosera al suspender de repente la cita, y no quiso serlo otra vez.
–Está bien…
Subió al coche y se sentó. Él arrancó de inmediato y se pusieron en marcha.
–Te confieso que me he llevado una decepción. Ardía en deseos de cocinar para ti, de ofrecerte algo fresco.
A pesar del aire acondicionado, Lena sintió una oleada de calor.
–Lo siento, Seth. No sé por qué te pedí que me invitaras a cenar. Supongo que no estaba pensando con claridad.
Seth sonrió de nuevo.
–Vaya, ahora me siento aún más decepcionado. Pensé que por fin había encontrado a una mujer capaz de seguir mi ritmo. Y me hacía mucha ilusión.
Ella lo miró, nerviosa.
–Creo que deberíamos olvidar lo que pasó esta tarde –susurró.
–No es verdad. No lo crees en absoluto, y yo tampoco lo creo –dijo con humor–. Además, te debo una disculpa por haber pensado que eras una admiradora, y tú me debes otra por haberme destrozado la chaqueta con el aceite.
–Sobre la chaqueta, me puedes enviar la factura; y, en cuanto a tu disculpa, olvídalo. Llegaste a la conclusión más lógica en semejantes circunstancias.
–De todas formas, te pido perdón por haberme equivocado contigo. Pero, sinceramente, prefiero tu tiempo a tu dinero.
Lena pensó que la frase de Seth era verdaderamente buena. Prefería su tiempo a su dinero. Una fórmula caballerosa de apelar a la atracción que sentían, y una fórmula que tuvo éxito, porque las hormonas se le rebelaron otra vez y tuvo que respirar hondo para tranquilizarse.
–¿Desde cuándo trabajas en el estadio? –preguntó él.
Ella se sintió aliviada. Seth había tenido el detalle de proponerle un tema de conversación mucho menos problemático.
–Desde hace dieciocho meses.
–¿Y no te incomoda lo de ser la única mujer entre tantos hombres?
–No soy la única. También hay mujeres en el departamento de administración y el servicio de cocinas –contestó.
–Pero ninguna trabaja contigo.
–No.
A decir verdad, Lena se alegraba de estar en esa situación. Había descubierto que, siendo mujer, los hombres la trataban mejor que sus compañeras de sexo, y que ganarse su aprobación era más fácil. Pero, por si acaso, se mantenía alejada del club de novias y esposas de los jugadores y, sobre todo, del grupo de sus amantes.