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Él la estaba tentando para que fuera perversa. Tras una tórrida aventura que le había partido el corazón, Lena había cambiado y se había convertido en una mujer extremadamente buena. Se enorgullecía de su capacidad para contenerse, porque trabajaba con los jugadores de rugby más atractivos de Nueva Zelanda y, a pesar de ello, no caía en la tentación. Tras pasar día tras día por el vestuario de los jugadores, Lena se había llegado a creer inmune a los abdominales más perfectos, hasta que Seth Walker entró en su vida y despertó a la seductora que había sido.
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Seitenzahl: 161
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Natalie Anderson
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Amante habitual, n.º 2040 - mayo 2015
Título original: Nice Girls Finish Last
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6271-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
–¡Voy!
Lena se tapó los ojos con la mano y abrió la puerta del vestuario. Siempre avisaba antes de entrar, para que tuvieran tiempo de ponerse algo encima, pero la mayoría no se tomaba la molestia. Se habían acostumbrado a ella y su presencia les incomodaba tan poco como el papel pintado de la pared.
Sin embargo, aquel día estaba entrando y saliendo más de lo habitual, y ellos se estaban vistiendo y desvistiendo más veces que de costumbre; así que, antes de destaparse los ojos, echó una miradita entre los dedos.
Tras comprobar que todos llevaban una toalla alrededor de la cadera, bajó la mano y dejó en el suelo la pesada bolsa que llevaba.
–Os he traído el siguiente lote de calzoncillos. ¿Lo queréis ahora?
–No, todavía no –respondió Ty, el capitán del equipo de rugby–. Estamos a punto de rodar la escena de la ducha.
–Ah, de acuerdo.
Lena echó un vistazo a la sala, buscando un sitio donde dejar la bolsa. Y un segundo después, se quedó sin aliento.
Diecinueve hombres prácticamente desnudos la habían rodeado.
Desconcertada, respiró hondo e hizo un esfuerzo por mantener la vista en los ojos de sus compañeros. Al fin y al cabo, la tentación de mirar era muy grande. ¿Cómo no lo iba a ser? Estaba rodeada de atletas, de campeones con músculos y cuerpos perfectos, que habrían llamado la atención de cualquier mujer heterosexual de sangre caliente.
Y Lena tenía la sangre tan caliente como la que más.
Pero sabía controlar sus impulsos. Llevaba más de dos años en ese trabajo y se había acostumbrado a esas situaciones, de modo que se limitó a entrecerrar los ojos y a preguntar, con tono de hermana mayor:
–¿Se puede saber qué estáis haciendo?
Ty contestó con una sonrisa pícara.
–Necesitamos que nos ayudes.
Lena le plantó la bolsa en las manos, en un intento por conseguir que retrocediera y se llevara a los demás con él.
–Lo siento, pero tengo que ir a buscar las camisetas.
–Pues tendrán que esperar –intervino Jimmy, otro de los jugadores–. Tenemos que hablar contigo.
–¿De qué?
–El fotógrafo dice que tenemos que brillar.
Lena arqueó una ceja.
–¿Brillar? ¿A qué te refieres?
Jimmy alcanzó un botecito de aceite para la piel y se lo enseñó.
–Quiere que nos pongamos esto. Por todo el torso.
–¿Y dónde está el problema?
–En que tendremos que ponernos el aceite los unos a los otros –respondió Jimmy–. Pero después tenemos que rodar escenas con el balón… Y si estamos impregnados de aceite, no lo podremos agarrar. Se nos escurrirá entre las manos.
–Pues lavaos las manos –dijo ella.
–No serviría de nada –declaró Ty.
El capitán de los Silver Knights se acercó y le pasó una mano por la cara, para demostrarle que seguía tan resbaladiza como antes de lavársela.
–Ayúdanos –le rogó Max, con ojos de perrito abandonado–. Se lo podríamos pedir al fotógrafo, pero…
Lena supo entonces lo que pasaba. Era otra de sus bromas. Los jugadores del equipo de rugby la trataban con respeto, y ni siquiera se molestaban en coquetear; pero, de vez en cuando, le tomaban el pelo con ese tipo de cosas. Incluso habían adquirido la costumbre de burlarse de los jugadores nuevos animándolos a que le pidieran una cita, a sabiendas de que ella los rechazaría.
Por suerte, Lena no quería salir con ninguno de ellos. Por muy impresionantes que fueran, estaba completamente centrada en su trabajo. Y, a decir verdad, ellos tampoco querían salir con ella. Solo lo hacían por divertirse; por arrancarle una risita tonta, un súbito rubor o una maldición en voz alta.
Pero esta vez habían ido demasiado lejos. ¿Querían que les frotara la espalda con el aceite? En ese caso, les iba a dar una lección.
–Comprendo… –Lena alcanzó el bote de aceite–. ¿Quién quiere ser el primero?
Todos la miraron con asombro.
–¿Lo vas a hacer? –preguntó uno.
–Por supuesto que sí –contestó.
Lena abrió el bote, se puso unas gotas de aceite y se frotó las manos.
–Está bien. Si el trabajo lo exige, no seré yo quien se oponga –siguió diciendo–. Aunque, ahora que lo pienso, os podría denunciar por acoso sexual…
Se quedaron tan boquiabiertos que Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.
–Estaba bromeando, chicos. Al fin y al cabo, no soy yo quien va a posar casi desnuda para que la gente pegue mi foto en una pared. Si alguien tiene derecho a presentar una denuncia por acoso sexual, sois vosotros. Pero supongo que es el precio de la fama… –dijo con sorna.
Los jugadores se pusieron en fila y ella les puso aceite con la eficacia, la celeridad y el distanciamiento de una enfermera. Ya estaba terminando cuando el fotógrafo apareció en el vestuario en compañía de Dion, el nuevo presidente del club.
–¿Ya estáis preparados?
–Casi –contestó el último jugador de la fila.
Lena le dio un poco más de aceite y le plantó la mano en el pecho con tanta fuerza que el jugador retrocedió. No lo había podido evitar. Por muy fría que se mostrara, seguía siendo un ser humano.
–Bueno, ¿a qué estáis esperando? –les preguntó–. Voy a buscar las camisetas. Vuelvo enseguida.
Salió del vestuario, dio unos cuantos pasos y se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Momentos después, oyó las carcajadas de los jugadores. Los muy canallas la habían puesto en una situación comprometida para reírse de ella, pero les había devuelto la pelota y, de paso, les había dado unos cuantos manotazos más que satisfactorios.
Rio al recordarlo y, justo entonces, vio que no estaba sola. Un desconocido se había acercado y se había detenido junto a ella. Era alto, de ojos azules, cara perfecta y labios inmensamente deseables. No lo había visto en toda su vida, pero su cuerpo reaccionó al instante con un calor intenso que la dejó desconcertada. ¿Por qué reaccionaba así? Ella era inmune a la tentación de aquellos atletas perfectos. O eso creía.
–¿Te has divertido mucho? –preguntó el hombre.
Su voz sonó ronca y brusca a la vez, cargada de desaprobación. Lena lo miró y pensó que la habría tomado por una admiradora. Le pareció una idea de lo más divertida; pero, en cualquier caso, no se dejó intimidar.
–Más de lo que imaginas –replicó.
Él entrecerró los ojos.
–¿Qué estás haciendo aquí? Tengo entendido que es una zona restringida.
–Eso depende de a quién conozcas.
–¿Y a quién conoces?
–A todos –respondió ella, lentamente–. De hecho, los conozco muy bien.
Los jugadores volvieron a reír en el vestuario, y el desconocido frunció el ceño.
–Parece que ellos también se han divertido –observó con ironía.
Lena entreabrió los labios para tomar aire. Se había quedado sin aliento, atrapada por la mirada de aquel hombre. Pero tenía que estar bromeando. ¿Creía de verdad que era una admiradora y que se acababa de dar un revolcón con un equipo entero de rugby? Fuera como fuera, le iba a dar una lección.
–No sabes cuánto –dijo.
Él se acercó un poco más y apoyó una mano en la pared, atrapándola.
–Pues cuéntamelo.
Sus ojos brillaron con tanta picardía que a Lena se le aceleró el pulso. Se sentía profundamente tentada por él, y extrañamente deseosa de escandalizarlo.
–Sabes lo que dicen de los hombres y las mujeres, ¿verdad? Que ellos se excitan con las imágenes y nosotras, con las palabras.
–¿Y no es cierto?
Ella sacudió la cabeza, sin apartar la vista de sus ojos.
–No, no lo es. Las imágenes nos excitan tanto como a los hombres –contestó con sensualidad–. Y estar en un vestuario lleno de hombres desnudos… Creo que se me han quemado todas las neuronas.
Él sonrió.
–¿Es que tenías neuronas?
Lena se mordió el labio y parpadeó, haciéndose la tonta.
–Solo dos o tres –dijo.
–Pero se te han quemado…
–Oh, sí, están completamente achicharradas.
–Por todos los jugadores de un equipo de rugby…
–En efecto –dijo, absolutamente hechizada por sus ojos–. Todos han pasado por mis manos. Uno a uno.
El desconocido se acercó aún más. Mientras lo miraba, ella sintió el deseo de acariciarlo con las mismas manos que acababa de mencionar, aunque seguían impregnadas de aceite.
–¿Lo dices en serio?
–Sí, en serio. Ha sido tan excitante…
Él sonrió con malicia.
–¿Sabes una cosa? No te creo.
–Pues no miento nunca.
Él apoyó la otra mano en la pared y la atrapó entre sus brazos. Lena sacó fuerzas de flaqueza en un intento por controlar el ritmo de su desbocada respiración. Era increíblemente atractivo. Y tan alto y de hombros tan anchos que llegó a la conclusión de que sería un fichaje nuevo o un jugador de otro club.
–¿Me estás intentando convencer de que has estado besando a todos los jugadores del equipo? –preguntó él con firmeza–. Discúlpame, pero, si fuera verdad, lo notaría en tu cara. Se te habría corrido el carmín. Y está perfecto.
–Puede que me haya vuelto a pintar los labios…
–Sí, podría ser. Pero no parece que los hayan besado hace poco. Ni tienes el menor rubor en la cara… ni ese brillo de placer en los ojos.
–Es que me recupero con mucha facilidad –declaró ella con rapidez–. Es necesario en estos casos, cuando se está con tantos hombres.
–¿Ah, sí? Pues si es cierto que has estado con todos esos hombres, no te importará besar a uno más, ¿verdad?
Ella se quedó helada.
–¿Cómo?
Él bajó la cabeza y la besó. Lena ni siquiera intentó impedírselo. Tras un segundo de perplejidad, se dejó llevar por el deseo y se entregó por completo, ansiosa por disfrutar de aquel hombre asombrosamente masculino que la apretaba contra la pared y asaltaba su boca sin contemplaciones.
Al cabo de unos momentos, él le puso las manos en la cara, rompió el contacto de sus labios y dijo, satisfecho:
–Ahora ya tienes ese brillo en los ojos.
Lena abrió la boca con intención de decir algo ofensivo; pero no llegó a pronunciar ninguna palabra. Él se inclinó de nuevo y la volvió a besar, arrancándole un gemido de placer.
Era terriblemente excitante. Increíblemente audaz.
Mientras ella jugueteaba con sus labios, él le acarició el cuello y bajó las manos lentamente. Sus caricias aumentaron la excitación de Lena, que se estremeció y lo besó con más pasión, casi incapaz de controlarse. Ya ni siquiera se acordaba de que tenía las manos llenas de aceite y de que le estaba manchando la ropa. Se aferró a él con fuerza, dominada por un imperioso sentimiento de necesidad.
Lo deseaba de un modo salvaje.
Cerró los dedos sobre su chaqueta y notó que los músculos de la vagina se le tensaban, deseosos de cerrarse sobre algo duro. Algo tan duro como la erección de aquel hombre, que podía sentir contra su cuerpo.
No habría podido romper el contacto aunque hubiera querido. Estaban unidos por una especie de fuerza violenta. Lena se dejó llevar por las sensaciones, asaltando su boca y permitiendo que él asaltara la suya. Ya no le importaba nada que no fueran sus caricias.
Entonces, él cerró las manos sobre sus caderas. Lena volvió a gemir y le abrió la chaqueta con desesperación, ansiosa por apretar sus tensos y necesitados senos contra el espectacular muro de su pecho. La chaqueta le cayó hacia atrás, por encima de los hombros, limitándole parcialmente el movimiento de los brazos. Pero él no le apartó las manos de las caderas a Lena, ni la dejó de besar.
El sonido de una puerta los interrumpió y, acto seguido, el sonido de unas voces.
Él la soltó de inmediato, aunque tuvo el detalle de quedarse pegado a Lena, para que nadie la pudiera ver desde la puerta que se acababa de abrir. Fue un gesto agradable y sorprendentemente protector. Pero Lena no se quedó a darle las gracias. Era demasiado consciente de que su reputación acababa de saltar por los aires.
Su mente emitió una orden y su cuerpo la ejecutó.
Un segundo después, se fue corriendo.
Lena conocía muy bien el complejo, así que corrió por el laberinto de pasillos, llegó a su despacho, alcanzó el bolso y, unos momentos después, todavía jadeante, se metió en el cuarto de baño.
Se detuvo ante el espejo y se miró, contenta de no haberse cruzado con nadie. Tenía el pelo alborotado, sus labios parecían más grandes que nunca y apenas le quedaba un poco de carmín. En cuanto a los ojos, tenía las pupilas tan dilatadas como si se hubiera tomado alguna droga potente. Y, a decir verdad, la había tomado. La droga del deseo, de las hormonas, de sus instintos más animales.
–¿Qué he hecho? –se dijo en voz alta.
Se frotó las manos bajo el agua, pero aún olían a aceite. Luego, sacó unos pañuelos, los mojó y se los llevó a los labios en un intento por reducir el calor, aunque no sirvió de mucho. Desesperada, se los pintó de nuevo. Sabía que el carmín no podía borrar lo sucedido, pero al menos le devolvería su aspecto de siempre; un aspecto elegante, de mujer competente y profesional.
Había sido increíblemente estúpida.
Había trabajado muy duro para ganarse el respeto de sus compañeros, para conseguir una reputación que acababa de destruir. ¿Y a cambio de qué? A cambio del beso más apasionante de toda su vida.
Pero un beso no valía tanto como un empleo.
Cerró los ojos, contó hasta diez y los volvió a abrir. A continuación, se cepilló el cabello, volvió al despacho y se dedicó a ordenar las camisetas para los jugadores, que la estaban esperando.
Mientras las ordenaba, se preguntó quién sería el hombre del pasillo y qué estaba haciendo allí. Al principio, había pensado que podía ser un fichaje nuevo, pero no era época de fichajes. ¿Quién podía ser? No tenía la menor idea. Solo sabía que tenía permiso para andar por zonas restringidas.
Sacudió la cabeza y se intentó convencer de que lo ocurrido era culpa de aquel hombre, que la había seducido sin más. A fin de cuentas, había empezado él. Se había acercado y la había besado. Ella era una víctima inocente.
Pero Lena no se pudo engañar. La había seducido porque se había dejado seducir. Porque lo deseaba con toda su alma.
Solo podía hacer una cosa: encontrar a Dion y preguntar por la felina mujer de ojos verdes que lo acababa de dejar sin aliento.
Había sido increíble. De hecho, estaba tan descolocado y desconcertado por ello que casi no podía andar. Pero hizo un esfuerzo y, tras pasarse una mano por los labios para quitarse los restos de carmín, se puso en marcha y entró en el vestuario del equipo.
–¿Estás aquí, Dion?
Dion se dio la vuelta y caminó hacia él. Estaba con los jugadores, que en ese momento posaban para un fotógrafo.
–Hola, Seth. Me alegra que hayas podido venir…
Dion era el nuevo presidente de los Silver Knights, aunque su cargo era simbólico y no participaba en la dirección del club. Se había hecho rico en el mercado inmobiliario y había decidido invertir una pequeña fortuna en su deporte preferido, el rugby. Seth estaba encantado con ello por muchos motivos.
–Yo también me alegro. ¿Qué tal va todo?
En lugar de responder a la pregunta, Dion se quedó mirando la chaqueta de Seth y dijo, con perplejidad:
–¿Qué te ha pasado?
Seth bajó la mirada y frunció el ceño al ver que las solapas de la chaqueta estaban impregnadas de algo aceitoso. Entonces, se acordó de que la mujer del pasillo se las había agarrado con fuerza y soltó una carcajada sin poder evitarlo. La muy bruja lo había hecho a propósito. Para darle una lección.
–No tengo ni idea… –contestó.
Dion arqueó una ceja y lo miró con escepticismo, pero Seth hizo caso omiso y volvió a mirar al grupo de jugadores.
–¿Qué están haciendo?
–Están posando para el calendario anual.
Seth sonrió.
–¿En serio?
En ese instante, se dio cuenta de que el cuerpo de los jugadores brillaba y preguntó al más cercano:
–¿Qué os habéis puesto?
–Aceite –contestó.
–Nos lo ha puesto ella… –comentó otro jugador, entre risas.
–Y ha sido increíble –intervino un tercero–. Aún siento el calor del manotazo que me ha dado… Es una sádica. Pero ha merecido la pena.
–¿De quién estáis hablando? –preguntó Seth.
–De Lena.
Lena. Por fin sabía el nombre de la mujer a quien había besado en el pasillo. Y, si la memoria no le fallaba, era el nombre de la mujer de la que Dion le había hablado. La mujer que le podía ahorrar un buen problema. La que necesitaba para su nuevo proyecto.
Sin embargo, el proyecto era lo último que le importaba en ese momento. La irresistible y sensual Lena había despertado tanto su curiosidad que no se pudo resistir a la tentación de preguntar por lo que habían estado haciendo con ella.
–¿Y qué ha pasado?
–Nada grave. Le hemos pedido que nos pusiera aceite –respondió uno con sonrisa pícara–. Estábamos seguros de que nos mandaría al infierno, pero ha aceptado y nos lo ha puesto… a manotazo limpio.
Todos los jugadores rieron.
–¡Perfectos! ¡Así estáis perfectos! –exclamó el fotógrafo, cámara en mano–. Seguid hablando y riendo.
–Tendrías que haber visto la cara que tenía Lena.
–Supongo que se lo habrá pasado en grande –dijo Seth.
–Es posible, pero con la expresión más seria que puedas imaginar. Esa mujer es fría como un témpano.
Seth pensó que no podía estar más equivocado. Lena no tenía nada de fría. Pero se lo calló y, tras sacar los pocos objetos que llevaba en la chaqueta, se la quitó y la tiró al cubo de la basura, consciente de que en ninguna tintorería le podrían quitar las manchas.
–¿Es la mujer que ha salido hace unos minutos del vestuario? Llevaba un vestido azul… Tiene pelo oscuro, ojos verdes y unas curvas que…
–Sí, esa es –lo interrumpió Ty, el capitán.
–Ah, así que ya os habéis conocido… –dijo Dion–. Te había hablado de ella. Es Lena Kelly. Se encarga de la organización, de las relaciones públicas y de un montón de cosas más.