Ambaris - Belén Conde Durán - E-Book

Ambaris E-Book

Belén Conde Durán

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Beschreibung

Nailah siempre se ha sentido diferente. Nació en El Cairo, pero de su infancia lo único que recuerda son los incesantes cambios de ciudad. Sus arrebatos de furia incontrolable, el fuego que quema en sus ojos o su inexplicable entendimiento del mundo felino obedecen a algo que ignora sobre su personalidad. Justo cuando está a punto de hacer las paces con su pasado y de asimilar que su madre nunca le hablará de su padre, Nailah es secuestrada y obligada a reunirse con un grupo de extraños que la llevan esperando desde hace mucho tiempo…   Amor, conflicto, supervivencia y oscuras organizaciones secretas se mezclan de forma homogénea en Ambaris, el ámbar gris surgido de un cruce de miradas que hará arder las páginas de esta novela.

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Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo décimo
Capítulo décimo primero
Capítulo décimo segundo
Capítulo décimo tercero
Capítulo décimo cuarto
Capítulo décimo quinto
Capítulo décimo sexto
Capítulo décimo séptimo
Capítulo décimo octavo
Capítulo décimo noveno
Capítulo vigésimo
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
Palabras finales

.nóu.

EDITORIAL

 

 

 

 

Título: Ambaris, ojos de lava.

© 2022 Belén Conde Durán.

© Imagen de portada: Editorial Contratipo.

© Diseño y maquetación: nouTy.

Colección: IRIS.

Director de colección: JJ. Weber.

Primera edición marzo 2023.

Derechos exclusivos de la edición.

©nóuEDITORIAL™ 2023 sello de Planeta Nowe SL.

Edición digital junio 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Más información:

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A Avi, paciente lectora cero.

A Desi, que «escuchó» esto primero

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando asumimos ser soldados, no dejamos de ser ciudadanos.

(George Washington)

Cuando se bordea un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo.

(Armando Palacio Valdés)

 

 

 

Capítulo primero

 

 

 

La chica salió del edificio y se encontró de pleno con la luz del atardecer. Aquel jueves primaveral parecía cargado de promesas que flotaban en el ambiente con la forma de dientes de león. Se preguntó si sería cierto que cada uno de ellos era un deseo lanzado al aire, y sonrió. Ella no tenía demasiados deseos, pero procuraba guardar los dos o tres que se permitía en un pequeño cofre, al fondo de su corazón.

—¡Nailah, que te duermes! —le gritó su amiga desde atrás, zarandeándola por el brazo—. Venga, que estoy deseando llegar a casa para soltar la carpeta y los libros, que he quedado con Gabi a las seis y media y me tengo que duchar y arreglar…

Nailah suspiró y se apresuró a seguir el ritmo de Sandra. Eran compañeras de instituto, aunque se conocían desde hacía tres años, el tiempo que Nailah llevaba viviendo en aquella ciudad. Pese a que siempre habían sido buenas amigas, su relación se había ido enfriando en los últimos meses, y Nailah no sabía cómo arreglarlo. Esta vez, no.

—¿Crees que le gustará la falda que me compré el sábado? Es muy corta, aunque mi madre no ha dicho nada. Pero claro, como me pille mi padre, me la cargo. Esta tarde se marcha sobre las seis, así que tengo que apañármelas para que no me vea antes de irse, o tendré problemas, y mi hermano ya está dando bastantes con el tema de la moto…

Nailah escuchaba la perorata de Sandra en silencio. Desde que lo había conocido, todo giraba en torno a su novio. Lo que le gustaba comer a Gabi, los pasatiempos de Gabi, el maquillaje, peinado o ropa que se pondría para ir a ver a Gabi… resultaba cargante, aunque no tanto como el hecho de que su amiga no se diese cuenta de que, para el resto de la humanidad, su relación con aquel chico no era tan fascinante. La amistad, pensaba Nailah con resignación, se basa en estar en las buenas y en las malas. Pero aquel entusiasmo ya estaba durando demasiado, y su paciencia (que no era su mejor virtud) se estaba agotando. Ya no quedaban nunca para hacer actividades juntas y todos los ratos que compartían eran para hablar sobre su relación. Al principio había sentido curiosidad, pero después de un par de semanas, perdió el interés. Gabi no era ni mucho menos encantador; no era más que una cabeza hueca de diecisiete años apasionado por las motos y los videojuegos. Un saco de hormonas con patas que se giraba para mirar a cualquier chica que llevara escote, y eso la repelía. Estar enamorada de alguien así era una tontería y su amiga no se enteraba. Ella misma no se había enamorado nunca y no tenía la intención de hacerlo hasta nuevo aviso. Al menos, no hasta que todos se calmaran y pudieran pensar con claridad, con el cerebro.

—Sí, seguro que le gusta —dijo en su lugar—. De hecho, cuídate de que le guste demasiado —añadió significativamente sin poder morderse la lengua. Sandra se echó a reír con cierta malicia.

—Pero mira que eres antigua —se limitó a decir.

Nailah le devolvió una sonrisa cansada. Lo último que podía decirle a su amiga era que dejase el tema de una buena vez. Creería que la envidiaba, o que no podía comprenderla, y entonces le daría la espalda. Necesitaba seguir pensando en una buena excusa para quitarse de en medio hasta que se extinguiese su «crisis hormonal», porque estaba claro que aquello era más de lo que podía soportar.

Se despidieron poco antes de llegar al portal de Sandra. Desde allí, a Nailah le quedaban apenas cuatrocientos metros para alcanzar su edificio. Sin embargo, se giró de improviso sobre sus talones y cambió de rumbo. Su madre no regresaría del trabajo hasta casi por la noche, por lo que nadie la echaría de menos (bueno, quizás Delfina, su gata) si daba una vuelta por la feria que habían abierto en el centro comercial de la ciudad.

Lo que en aquel momento ignoraba era que, aquella decisión espontánea, cambiaría su vida para siempre.

Diez minutos más tarde, Nailah llegó al centro comercial y se adentró por sus pasillos acristalados hasta desembocar en un inmenso y abarrotado patio al aire libre. La tradicional feria de primavera había abierto sus puertas el fin de semana anterior, y exhibía tiendas de flores, artesanía y dulces internacionales, pero también incluía una noria, puestos de tiro, una pequeña montaña rusa y hasta una carpa musical. A pesar de ser un día escolar, había muchos niños correteando de aquí para allá, algunos sosteniendo algodones de azúcar y otros bailando al son de la alegre música que salía del interior de la carpa. El ambiente olía a manzanas de caramelo, el sol brillaba sin molestar y las flores adornaban cada esquina del perímetro. Nailah cerró los ojos un instante, olfateó el aire y se sintió de pronto de mejor humor, perdida entre el murmullo uniforme de aquella algarabía. Su irritación por la actitud de su amiga se fue desvaneciendo de forma gradual, como un diente de león, en el aire perfumado de la tarde.

Más animada, sintió el impulso de hacer cola para comprar una caja de buñuelos azucarados, pues no había comido nada desde la hora del desayuno y se le hacía la boca agua con el aroma dulzón de los pastelillos. Por delante de ella había una señora mayor con su nieto, un crío pelirrojo y pecoso de unos cinco años, que atosigaba a su abuela porque no tenía muy claro si quería los buñuelos o una piruleta gigante en forma de coche. También había un chico que estaba entretenido leyendo los carteles de lo que ofrecía el puesto. Cuando le llegó el turno, se hizo a un lado para que pasara Nailah, descolocándola.

—Perdona; todavía no sé lo que quiero —se disculpó con una sonrisa, mirándola a los ojos—. Pasa tú primero; quizás me inspire al verte comprar…

Los iris ambarinos de Nailah parecieron refulgir un instante al encontrarse con la mirada gris y profunda de aquel chico, y esa fue la única reacción que se permitió expresar. A pesar de todo, sus labios titubearon al decir:

—Bueno… gracias.

Compró los buñuelos de azúcar ante la atenta mirada del joven, quien se decidió al final por un bol de coco troceado. Al ver su compra, se sintió un poco tonta, y añadió, sin poder evitarlo:

—Vaya… eso sí que es comer sano. ¿No te permites tan siquiera un pequeño capricho en un sitio como este?

Lo decía porque se notaba que era deportista, o por lo menos, se cuidaba bastante. No es que estuviera exageradamente musculado, pero su cuerpo era lo bastante fibroso como para darse cuenta de que le preocupaba su físico. En conjunto, Nailah tenía que admitirse, no estaba nada mal; era un chico de unos dieciocho o diecinueve años, algo bronceado por el sol, de pelo liso y oscuro, ojos grises y rasgos finos. Nunca lo había visto antes, y a buen seguro no tendría otra oportunidad de hacerlo, por lo que se permitió la licencia de quedarse con todos aquellos detalles. Y luego, estaba su voz…

Él esbozó una atractiva sonrisa, dejando ver unos dientes blancos y bien centrados.

—Es cierto que soy un poco aburrido con la comida. Los buñuelos tienen buena pinta, pero no estoy acostumbrado a los fritos —respondió, sin dar más explicaciones.

Nailah esbozó una sonrisa comprensiva, de pie como estaba, a un lado de la fila del puesto, con los dulces intactos en la mano. Su cerebro, sin embargo, se encontraba muy lejos de allí procesando otras cosas. La voz de aquel chico había entrado en sus oídos y le había hecho cosquillas. Era suave, aterciopelada… un poco rasgada, tal vez.

¿Acaso era locutor de radio o algo por el estilo?

Empezaban a ser demasiados detalles a tener en cuenta, y temía acabar como su amiga Sandra de golpe y porrazo, después de lo mucho que se había burlado de ella. Se pasó la mano por su melena de color trigo oscuro intentando retirarse un par de mechones rebeldes de la cara, y quizás le tembló más de lo que hubiera deseado dejar entrever. Se obligó a comer para distraer sus sentidos hacia otra actividad. Supuso que el muchacho se esfumaría de un momento a otro, así que tampoco había que hacer un drama de aquello. Pero, para su sorpresa, le preguntó:

—¿Esperas a alguien?

—No. Solo estaba dando una vuelta… por mi cuenta —respondió sin pensarlo.

—Igual que yo —dijo él, encantado, al parecer, con la coincidencia—. Si no te parece mal, podemos pasear juntos.

Nailah sintió que el calor trepaba hasta sus mejillas y se maldijo en su interior por el color que, casi seguro, presentarían a aquellas alturas. Nunca se dejaba llevar y, para asegurarse de ello, evitaba cuantas situaciones inesperadas podía. Claro que la psicóloga le había enseñado a no perder el control en escenarios que implicaban explosiones de cólera, lo que no tenía nada que ver con conocer a personas nuevas. No obstante, llevaba tanto tiempo reprimiendo sus sentimientos y evitando protocolos sociales, que había olvidado cómo manejar determinadas emociones. En concreto, aquellas estaban siendo nuevas para ella.

«Tranquilízate», se dijo. «Solo está siendo amable; no tiene con quién pasar la tarde y por alguna razón le has caído bien, ya está».

Tras mucha batalla interna, al final dijo:

—Claro; ¿por qué no? —La sonrisa del joven se ensanchó.

—Genial. Por cierto, me llamo Einar, ¿y tú?

—Einar —repitió Nailah, arrastrando las sílabas—. ¿Es vasco?

Él soltó una carcajada sincera, que sonó como campanillas en los oídos de Nailah.

—Es escandinavo, me parece. Mi padre es sueco. Significa «líder guerrero».

—Qué interesante —respondió ella, abriéndose paso por entre el bullicio de la feria—. Ya que hablamos de nombres curiosos, el mío es Nailah. Antes de que me preguntes, es egipcio, y significa «éxito». —Por algún motivo, Einar la miraba fascinado—. Así que, al parecer, a nuestros padres no les gustaban los nombres convencionales.

—No; no se conformaron con los típicos —convino él, alzando una mano para rascarse el cuello, lo que atrajo la atención de Nailah sobre el anillo ancho y plateado que portaba en el dedo medio de su mano izquierda—. Vale, entonces, mi padre es sueco —prosiguió—y tú tienes un nombre egipcio. ¿Son tus padres de ese país, quizás?

Ella negó con la cabeza, concentrada todavía en el anillo de Einar, hecho que hizo que él se diera cuenta y procurase, quizás, disimular un poco el adorno entre los dedos de su mano derecha. Del cuello le colgaba, además, un cordón que debía terminar en un colgante, aunque este se escondía por dentro de la camisa, así que no podía verlo. Y le habría gustado, porque tiempo atrás había aprendido que los ornamentos de la gente ofrecen bastantes pistas sobre su personalidad.

—Son españoles. Pero parece ser que tenían, o tienen, un peculiar interés por el mundo egipcio —explicó.

Llegaron hasta la noria y se detuvieron al final de la cola. Einar le hizo un gesto de ofrecimiento para subirse con él, y Nailah aceptó, asintiendo, también, sin palabras.

—¿En serio? Muy española no pareces, la verdad. Me refiero a que, no sé… tus ojos son bastante curiosos.

Nailah inclinó la cabeza tratando de decidir si se tomaba aquella observación como un cumplido. Disimuló sus dudas dándose la vuelta y acercándose a la papelera más próxima, donde depositó el paquete de buñuelos, ya vacío, y se pasó la lengua por los labios, para asegurarse de que no le había salido el inoportuno bigote blanco de azúcar encima del labio superior.

Sabía que Einar se refería al extraño color de sus ojos, nunca visto antes en otra persona, al menos que ella supiera. Aquel matiz que denominaban con tantos nombres diferentes (miel, atigrado, ambarino, jaspe, del color de la lava) y que tantas burlas había suscitado de niña, en todos los colegios por los que había pasado. Hubo quien le preguntó si usaba lentillas, y hasta salió durante una temporada a la calle con gafas de sol, ya fuese de día o de noche, para ocultar sus ojos. Estuvo así cerca de un año, hasta que al final comprendió que ella no se debía a nadie y que el problema residía, en realidad, en las personas a las que no les gustaba aquel rasgo suyo. Además, se había dado cuenta mientras crecía de que tendían a ser del color de la miel cuando estaba relajada, y marrones rojizos cuando se enfurecía, algo que nunca había podido explicarse y que ella achacaba a la cólera que le subía hasta los ojos. Por supuesto, no se lo había dicho a nadie, pues no estaba segura de cómo se tomarían semejante afirmación.

—Sí, son de una tonalidad curiosa, pero no tienen nada de extranjeros. Es solo un rasgo personal que, la verdad, no sé de dónde me viene…

—Pues me parecen preciosos —recalcó Einar, y sonó sincero.

Justo en aquel momento, les tocó el turno en la fila para montarse en la noria, y Nailah disimuló su azoramiento adelantándose, de espaldas, para sentarse en el lado izquierdo del compartimento. Einar hizo lo propio situándose frente a ella, en el lado contrario. La joven dio por hecho que entrarían más personas para sentarse junto a ellos, pues la cabina era espaciosa. Pero al parecer, el dueño de la atracción pensó que eran pareja y decidió darles intimidad. Las puertas del compartimento se cerraron y comenzó a ascender con lentitud. La emoción que sentía al elevarse por encima de la feria y contemplar la belleza de la tarde que se extinguía debajo de ellos se mezcló con las sensaciones que aquel chico le suscitaba. ¿De dónde había salido, tan atrayente, tan considerado? ¿No era demasiado bueno para ser cierto?

Sin embargo, Nailah no tuvo mucho tiempo para hacerse preguntas, pues su cerebro, embotado por las emociones, se centraba en la figura que tenía frente a sí, toda vestida de negro. Estando tan cerca y con las ventanas cerradas, pudo percibir su colonia, una fragancia de tintes especiados que se le antojaba remotamente familiar.

—Nunca había subido a una noria —expresó Einar, rompiendo el silencio.

—Vaya… pues no es como viajar en submarino —soltó Nailah, y ambos se echaron a reír por la comparación. Por suerte, después de un momento se le ocurrieron un par de cosas que preguntarle para salvar el incómodo silencio—: ¿Vives aquí?

—Sí, en efecto —dijo él, cruzando las piernas en actitud relajada.

—No te había visto antes —confesó Nailah.

Einar hizo una pausa en apariencia casual antes de responder:

—He estado fuera durante algún tiempo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

—Yo acabo de cumplir diecisiete, y estoy en mi último año de instituto —dijo Nailah, sin pasar por alto que Einar, de pronto, había cambiado de postura, como si la relajación de un minuto antes se hubiera desvanecido—. ¿Fuiste al instituto local?

—No. Me formé por mi cuenta, de manera diferente —contestó, y hubo algo en su tono de voz que dio a entender que no quería seguir hablando de aquel tema.

Tras aquella respuesta sin margen de réplica, Nailah inspiró hondo, tratando de pensar en mejores puntos sobre los que discutir, aunque lo cierto era que no se le ocurría ninguno, y el viaje en noria era tan lento que bien podría durar quince minutos. Y aquellos eran muchos minutos como para estar en silencio y arruinar algo que había empezado de forma tan interesante. Mientras observaba las luces de los rascacielos sobre el cielo ya oscuro, y se percataba del brillo de la luna creciente sobre el mar, reparó en el tema que sonaba de fondo.

—Me encanta Guns N’ Roses —dijo, haciendo alusión a la canción.

—Sí, no está mal —respondió Einar, de nuevo afable.

—¿Cuál es tu grupo de música favorito?

—Pues… me gustan Spliknot, U2, The Cure, y bandas así —contestó él, encogiéndose de hombros.

—Buenas elecciones. Yo me he pasado a la electrónica hace poco, pero no le hago ascos a unos alaridos bien dados con un bajo de fondo —soltó, y ambos volvieron a reírse.

—¿Te gusta el cine? —prosiguió, irguiéndose un poco en su asiento de forma inconsciente. Ahora que regresaba el buen humor entre ellos, no estaba dispuesta a dejarlo escapar, así como así.

—No tengo tiempo de ver muchas películas, pero me gusta —repuso Einar con vaguedad—. Mi favorita es Donnie Darko, ¿y la tuya?

—Guau; tiras con lanza. Esa es buena. Pero creo que la mía es Pulp Fiction, ¿qué te parece?

—Que si alguna vez la entiendo, te daré mi opinión —contestó Einar, y las risas regresaron. Se acercó un poco más a Nailah hasta que sus caras quedaron muy cerca.

Había una energía extraña en el ambiente. Algo creciente, muy intenso, que avivaba el ánimo entre aquella pareja fortuita y de lo que ambos eran por entero conscientes. La única diferencia consistía en que Nailah se esforzaba por ocultarlo, mientras que Einar parecía interesado en propiciarlo. Quizás por eso se quedó mirando con fijeza los ojos de su acompañante, una vez más, y dijo:

—¿Cómo lo consigues?

—¿El qué? —preguntó ella, su corazón golpeando en su pecho con fuerza, como cada vez que la insondable mirada gris de Einar exploraba la suya.

—Que cambien de color de forma tan visible —aclaró, refiriéndose a sus ojos.

Alzó la mano y fue a rozar con las yemas de los dedos la mejilla de Nailah, como si quisiera asegurarse de que era real, y no una ilusión óptica provocada por el efecto de las luces de neón. Ella cerró los ojos y reprimió un escalofrío al sentir sus cálidos dedos rozándole la piel.

—¿Por qué haces esto? —musitó.

—Porque quiero. ¿Tú no?

Nailah dejó escapar un suspiro imperceptible antes de inclinarse, sin pensar, hacia el asiento de Einar. Él correspondió acercándose más. Sus labios se encontraban tan cerca que ambos podían sentir el calor que irradiaban…

Y entonces, se oyó un clic.

—Lo siento —canturreó el dueño de la noria—. El paseo ha concluido.

⧍ ⧍ ⧍

—Gracias por invitarme —repitió Nailah, dando un sorbo de su zumo de naranja con menta—. Es la primera vez que lo pruebo y, la verdad, está riquísimo.

—La menta le da un toque especial —coincidió Einar.

Tras bajarse de la noria, habían paseado un rato por la feria y habían llegado hasta el puesto de bebidas. El momento en el que casi se besan había pasado, y Einar había interpretado el repentino giro de conversación de Nailah (quien había empezado a hablar de su pasión por los gatos, la cual, por cierto, él compartía) como la necesidad de ir más despacio en aquella improvisada cita. A fin de cuentas, eran unos perfectos desconocidos.

Pero todo eso, pensaba Einar, dentro de escasos minutos iba a dejar de tener importancia.

—Mi gata se llama Delfina —decía Nailah—. Es preciosa: blanca como la nieve y muy lista; es como si me leyese la mente. Es bastante intuitiva, entiende a la perfección lo que se espera de ella, y siempre acude a mí cuando la necesito, incluso aunque no la llame en voz alta.

—¿De veras? —se admiraba el chico—. ¿Y lo hace con todo el mundo, o solo contigo?Nailah hizo una pausa antes de responder. De repente, le costaba trabajo pensar.

—Solo conmigo —admitió, como si hasta entonces no hubiera caído en la cuenta de aquel detalle—. Pero también me pasa con otros gatos, así que puede ser que yo tenga una especial afinidad con ellos. Es como si les cayera bien nada más conocerme, o algo así.

—Yo también tuve un gato —confesó Einar, mirando al cielo—. Se llamaba Pirata y parecía un tigre; era muy bonito…

—¿Era? —Nailah se llevó las manos a las sienes. ¿Qué demonios llevaba aquel zumo? Parecía vodka…

—Murió —aclaró Einar lacónico.

—Vaya…

Hubo una pausa en la que el joven se dedicó a estudiar la expresión de Nailah. Seguro que ya se le notaba que no se encontraba bien, pensó ella, pero por educación no quería preguntar nada.

—Creo que necesito ir al baño —anunció, sin poder aguantar más.

—¿Estás bien? —se preocupó él—. ¿Quieres que te acompañe?

Para cuando Nailah contestó que no hacía falta, ambos habían llegado ya hasta la puerta de los servicios, con Einar sujetándola por los brazos para evitar que se cayese, pues andaba tambaleándose.

—¿Seguro que vas a poder manejarte? —insistió.

—Puedo yo sola, no te preocupes… —respondió, con un murmullo apenas perceptible. Unos segundos más tarde, perdió el equilibrio y se hizo la oscuridad.

 

 

 

Capítulo segundo

 

 

 

Diecinueve años antes

 

 

 

Enzo Baker siempre tuvo claro que, si el mundo de sus sueños no existía, él tendría que crearlo.

Ya de niño, había imaginado sentado en el sofá del salón de su casa en Lewes, Delaware, que los relatos de dioses mitológicos eran reales. Su tío Patrick era un aficionado a las leyendas de dioses nórdicos y le contaba historias acerca de los Æsir, los dioses guerreros, y los Vanir, los dioses pacíficos, y cómo estos eran mortales hasta que comían las manzanas de Iðunn, la siempre joven, diosa guardiana del fruto de la eterna juventud. Alentado por aquellas historias, Enzo, un niño siempre ávido de conocimiento, había pasado tardes enteras en la biblioteca buscando información sobre los dioses de diferentes culturas, sin dejar de preguntarse, fascinado, por qué cada civilización había tenido que justificar desde un punto de vista religioso la creación y destrucción del universo. Así, profundizó en las divinidades grecorromanas, encontrando en Cronos (Saturno) y Apolo (Febo) las más fascinantes por su relación con el tiempo y el sol. Pero no fue hasta cumplidos los diecisiete años cuando comenzó a interesarse por la mitología egipcia, descubriendo el complejo pero apasionante mundo de la mano de dioses como Horus, divinidad celeste y cuna de la civilización egipcia, cuyo espíritu recaía en el faraón vivo y su versión en el inframundo; Osiris, legendario rey del Antiguo Egipto, mandado a matar por su hermano Seth. Enigmática era también la figura de Amón, el dios creador, reconvertido más tarde en Ra, representante del sol y de la vida. Pero los más interesantes eran, a su juicio, los dioses guerreros como Sekhmet o Tefnut. Un halo de misterio los envolvía, tal era su poder y la fe ciega que habían generado en los antiguos egipcios, que celebraban fiestas extremas con el fin de apaciguar su ira. El joven Enzo comenzó a pensar que todos aquellos mitos elaborados con tanto esmero no tenían por qué ser simples fantasías solo porque hubieran caído en desuso, y que no eran menos reales que los contados por cualquier religión oficial. Los dioses antiguos merecían ser rescatados y venerados, porque eran demasiado poderosos como para ser olvidados. Y supo, sin género de duda, que consagraría su vida a ello.

Así pues, sorprendió a todos cuando manifestó su intención de cursar Arqueología, en lugar de Arquitectura, especialidad que, por motivos familiares, siempre se había dado por sentado que estudiaría. Estaba decidido a averiguarlo todo sobre aquella apasionante cultura, y a indagar a fondo cuánto de realidad y cuánto de fábula había en las historias de sus dioses. Descubrió que los griegos y los romanos también habían admirado la cultura egipcia, porque muchas de sus deidades eran equivalentes, cómo Montu había inspirado al dios griego Ares, Mut a Hera o Net a Atenea. Pronto se familiarizó con la escritura jeroglífica y con sus abreviaturas tardías, la hierática y la demótica. Estudió con detenimiento los textos de la piedra de Rosetta, de incalculable valor por ser el «diccionario» que desvelaba los misterios de una escritura desconocida hasta la segunda década del siglo xix. Admiraba mucho a Champollion, el investigador que consiguió descifrar la forma de leer aquellos enigmáticos mensajes y sus posteriores interpretaciones.

Y sin embargo, mientras más profundizaba, más dudas le surgían. A Enzo no le satisfacían, por ejemplo, las teorías acerca de la creación de las pirámides. Se negaba a creer que fueran construcciones humanas, o teorías más estrambóticas como que fueran los restos de una antigua colonia de atlantes1, tal y como postulaba Donnelly. Estaba convencido de que los dioses habían bajado desde el mundo invisible para entregar a los hombres de la época instrucciones precisas sobre cómo construirlas y qué conseguir con ellas. Porque estaba claro que no eran simples monumentos funerarios, sino poderosísimos centros energéticos. La cuna de todas las religiones era, a todas luces, la antigua civilización egipcia.

Pero el viaje que transformó la visión de Enzo para siempre fue el que realizó a Egipto un año antes de ingresar a la universidad, a los diecisiete años. Él y su familia habían comenzado visitando El Cairo, para luego atravesar Asiut, donde inspeccionaron las tumbas del Imperio Medio, hasta llegar a Menia. Antes de alcanzar la vecina ciudad de Mallawi, pasaron por la necrópolis2de Deir el-Bersha, donde reposaban los restos de los jefes supremos locales o nomarcas del sur del país, todos ellos pertenecientes a la época antigua de Egipto. Enzo tenía especial interés en aprender más acerca del Libro de los Dos Caminos, una ancestral guía que ayudaba a los difuntos a superar los peligros del inframundo para acceder con éxito a la mansión de Osiris y, con ello, a la vida eterna. Los diversos mapas grabados en la madera de los sarcófagos hablaban sobre lagos y portones de fuego, y también sobre guardianes y demonios con cuchillos. Alcanzar la vida eterna representaba para los antiguos egipcios un desafío mayor que la vida física, y por ello, se preparaban a conciencia mientras estaban en la Tierra, conscientes de que la vida real era la de ultratumba. Enzo siempre había soñado con saber de dónde les venían a los antiguos egipcios aquellos conocimientos, aunque su intuición le decía que no podían ser más que enseñanzas inspiradas por los dioses, como así lo atestiguaba también el extenso conocimiento científico que ya poseían los sacerdotes de la época.

Durante su estancia en la necrópolis no logró averiguar mucho más sobre el verdadero significado de los mapas del inframundo, pero en cambio, encontró unos papiros semi- ocultos en la tumba de una aristócrata que había sido recientemente desenterrada. Enzo se sorprendió de que algo tan valioso estuviera tan poco protegido y, fingiendo que examinaba la esquina inferior del sarcófago, tomó los documentos y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta, sin ni siquiera pararse a pensar en lo que estaba haciendo. El corazón le latía desbocado, no solo por su atrevimiento, sino porque algo le decía que lo que acababa de tomar sin permiso era mucho más valioso de lo que nadie podía alcanzar a imaginar.

Así fue como descubrió, a su regreso a los Estados Unidos, que aquellos papiros estaban escritos en el antiguo idioma sagrado, con el cual ya había comenzado a familiarizarse antes de su inminente ingreso en la universidad. Lo que descubrió lo dejó maravillado, y dedicó el resto del verano a indagar si había precedentes de otros papiros similares, o de alguien que hubiese usado su contenido con éxito. No pudo encontrar evidencias de ninguna de las dos cosas.

Entusiasmado por sus descubrimientos y perturbado por la incertidumbre, el apasionado Enzo se hizo popular en su clase de Arqueología debido a sus desafiantes preguntas y a sus extravagantes, pero bien fundamentadas, respuestas. Poco a poco se granjeó un grupo de adeptos que lo interrogaban durante los descansos, deseosos de conocer la otra cara de una historia que no les contaban en el aula, porque los aburridos profesores se ceñían solo a los datos oficiales. Enzo poseía un carisma natural, don de palabra, y la capacidad de ser escuchado con atención por todos los que estuvieran a su alrededor.

—La humanidad está abocada a la destrucción por su naturaleza deficiente y egoísta —decía—. Los dioses llevan luchando por mantener el maat3desde la noche de los tiempos, tomad por caso la eterna batalla entre Ra y Apep. Este mundo inestable que crearon cuando todavía ellos mismos eran imperfectos, amenaza con ser devorado por el caos y, para asegurarse de su regeneración, mueren y resucitan cada cierto tiempo. A pesar de esto, los antiguos ya sabían que un día el Creador perdería interés por el mundo y que todos nosotros sucumbiríamos. Adonde quiero llegar es a que el hombre no ayuda con su actitud, sino que, por el contrario, contribuye con ella a crear más caos que limpiar, acelerando el proceso de decadencia.

—¿Y qué sugieres que hagamos? —preguntó un estudiante de segundo que se llamaba Remy y que frecuentaba las charlas de Enzo, porque le parecía un tipo estrambótico con ideas curiosas y porque, a esa hora, no tenía nada mejor que hacer.

Enzo fijó en él su atención y le dedicó una media sonrisa.

—Seguir el orden impuesto por la naturaleza. Fluir con el mundo, en vez de sabotearlo contaminando en exceso, humillando a otros seres, practicando la violencia y un sinnúmero de barbaridades —respondió con calma.

—Fácil de decir —apuntó un estudiante de cuarto curso, de nombre Elio. Los que estaban a su lado asintieron con la cabeza.

—En realidad, el concepto del maat u orden establecido es bien sencillo —terció Enzo, ajustándose la montura de las gafas con estudiada parsimonia—: vive y deja vivir. No hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. Los dioses egipcios juzgan a los hombres a su muerte, algo indispensable si quieren ingresar en el reino de los difuntos. Es similar al concepto de las religiones que ya conocemos, pero con la diferencia de que no hay normas a seguir, aparte del respeto. Una filosofía mucho más coherente, a mi parecer.

—¿Y ya está? —se extrañó Remy—. ¿Sin infierno ni castigos?

—Los dioses respetan el libre albedrío, permitiendo que creamos que podemos hacer lo que queramos. Pero si nos extralimitamos con dicha libertad, envían una serie de calamidades, en forma de enfermedades y catástrofes naturales. Ellos viven en el mundo invisible, pero pueden utilizar su ba, la fuerza divina manifestada en el mundo humano, para interactuar con nosotros, por lo general para expresar su enfado.

—No nos libramos de los castigos, entonces —repuso Remy, entre pensativo y divertido. Algunos alumnos soltaron risitas por lo bajo.

—No, aunque la forma de evitarlos es en realidad muy simple —matizó Enzo—. Como he dicho, bastaría con que cada uno de nosotros viviera y dejase vivir. Algo tan sencillo y, al parecer, tan complicado, cuando entra en conflicto con nuestros propios intereses…

—La teoría es diáfana, fácil de entender y, en principio, sencilla de seguir —intervino de nuevo Elio—. Pero dudo de que una persona promedio esté dispuesta a abandonar su individualismo para acatarla. Además, estamos demasiado condicionados por las religiones del tipo «premio-castigo»…

—Así es —convino—. Los seres humanos todavía nos encontramos en una fase muy primitiva de evolución espiritual; continuamos inmersos en actitudes egoicas, y somos incapaces de entender la importancia del bien en conjunto. Por eso se hizo necesario que los dioses bajasen a la Tierra para equilibrar las cosas.

—¿Y dónde están ellos ahora? —preguntó Remy.

—Esperando a ser invocados. No podemos suponer que se han cansado de nosotros y nos han abandonado a nuestra suerte, pero es fácil intuir que para ellos un milenio supone poca cosa. Su próxima visita puede llegar demasiado tarde. Y por eso, nosotros deberíamos acelerar un poco los acontecimientos.

—¿Obligándolos a regresar antes de tiempo? —inquirió Elio, entre divertido e interesado—¿Y cómo lo conseguiríamos? Aunque encontrásemos una forma de invocarlos, eso no significa que vayan a responder a nuestras súplicas. A lo mejor ellos no están de acuerdo con nuestra perspectiva de lo que está sucediendo…

—Hay métodos —replicó Enzo, con una confiada sonrisa—. La llave está ahí; tan solo debemos encontrar el giro adecuado para que la cerradura se abra…

11 – Habitantesdela mítica isladelaAtlántida(N. de laA.)

2 – Lugar de enterramientodonde hay numerosos monumentos fúnebres(N. delaA.)

3 – Paralosantiguos egipcios,representabalaarmoníacósmicade los orígenes que eranecesarioconservar(N. de la A.)

 

 

 

Capítulo tercero

 

 

 

Nailah se despertó con un fuerte dolor de cabeza en una habitación apenas iluminada que olía a humedad. Al tratar de moverse, se dio cuenta de que estaba sentada en una silla, atada de brazos y piernas. Eso la puso furiosa y comenzó a gritar para llamar la atención de su captor.

—No te canses —le dijo una voz familiar desde las sombras—. Nadie puede oírte.

—¿Einar? —exclamó, reconociendo su voz—. ¿Eres tú?

Silencio. Nailah tragó saliva, sintiendo cómo la impotencia hormigueaba con furia en sus extremidades.

—¿Por qué me has hecho esto? —preguntó a su pesar.

—Porque es mi obligación —respondió la aterciopelada voz, ahora revestida de un tono gélido.

Se oyeron unos pasos procedentes de una de las esquinas de la habitación. Nailah parpadeó, intentando enfocar la mirada. Ante ella apareció Einar, solo que apenas se parecía al chico que había conocido en la feria. Entonces había vestido vaqueros y camisa negros; ahora seguía usando el mismo color, pero esta vez iba ataviado con pantalones y botas militares, una riñonera atada a la cintura y una camiseta de manga corta. Sus ojos, antes afables, ahora aparecían teñidos de una indiferencia que le erizó el vello de la nuca. Su sonrisa se había esfumado y, al parecer, también su caballerosidad.

Nailah notaba la sangre palpitándole en las sienes. Estaba asustada, pero sobre todo, furiosa. Una vez más, experimentó aquella familiar sensación de quemazón trepándole hasta los ojos, haciendo que estos se convirtieran en dos ascuas ardientes. Las ataduras de sus brazos y piernas se tensaron; casi sentía que sería capaz de hacerlas pedazos si ponía toda su atención en ello. Pero pronto oyó la voz de la psicóloga en su cabeza, recordándole que la rabia no conduce a ninguna salida constructiva, y que para negociar hay que mantener la calma. Inspiró y espiró hondo cinco veces seguidas, y luego habló:

—Muy bien: exijo saber por qué me encuentro atada en una habitación a oscuras.

—No estás en posición de exigir nada —hizo notar Einar, aún de pie, frente a ella, estudiándola, como si fuese un espécimen interesante. Nailah agachó la cabeza y se mordió el labio inferior, todavía tratando de calmarse.

—Me gustaría conocer los motivos por los que he sido apresada —volvió a intentarlo.

—Alguien requiere tu presencia, y yo estoy aquí para cumplir con su deseo.

—¿Y quién es ese alguien? —continuó interrogándolo Nailah.

—No estoy autorizado para darte esa información —la voz de Einar sonaba profesional, casi maquinal, como si fuera un ordenador respondiendo de forma automática. Aquello desesperaba a Nailah, que se encontró añorando con todo su ser su anterior tono de voz.

¿Habría sido un sueño, o quizás era aquello la pesadilla?

—No lo entiendo —admitió, volviendo a forcejear—. Desde luego, no esperarás que colabore en nada de lo que me propongas si antes no me ofreces información. Yo tengo una familia a la que regresar, que ya me estará echando de menos, y no es justo que se preocupen por mí. Debo volver a casa.

—Tu madre ya ha ido a la policía a presentar una denuncia por desaparición —la informó Einar—. Pero no encontrarán nada; están perdiendo el tiempo.

—Pareces demasiado seguro de ti mismo.

—Es mi trabajo garantizar que así sea —respondió con tranquilidad, acercándose un poco más a ella.

Nailah cerró los ojos y trató de concentrarse para hallar algún indicio que la ayudase. En la habitación se escuchaba un leve siseo de agua, lo que le hizo sospechar que, tal vez, hubiera algún escape de tubería, el cual podría explicar el persistente olor a humedad. Por más que intentaba mirar hacia todas partes, las sombras le impedían distinguir nada de utilidad en aquel habitáculo. Notaba cierta corriente de aire a sus espaldas, lo que quizá significase que había una ventana, o tal vez una puerta tras ella. Pero la ausencia de resplandor implicaba que, o se encontraba bajo tierra, o bien seguía siendo de noche. Si era de noche, a lo mejor no había pasado demasiado tiempo desde su secuestro. Sabía que las denuncias por desaparición no se hacían efectivas hasta setenta y dos horas después, así que lo más seguro era que Einar estuviese mintiendo al decir que su madre ya había denunciado su desaparición.

—Me drogaste —recordó Nailah entonces—. Pusiste algo en la bebida y por eso perdí el conocimiento.

—Muy aguda —respondió su captor, y en su voz no hubo rastro alguno de burla.

—¿Cuántas horas he pasado inconsciente?¿Qué has hecho conmigo desde entonces?

—Si lo que te preocupa es saber si te he forzado, quédate tranquila —contestó el chico, consultando el reloj que llevaba en la muñeca—. No te he tocado un solo pelo; no me interesas en ese aspecto.

Nailah agachó la cabeza, acusando aquellas afirmaciones. No le dolía nada, lo que quería decir que no había sufrido daños de ningún tipo; pero en aquel momento, el desprecio que sintió tras sus palabras fue incluso más fuerte de lo que habría sido cualquier daño físico. Había confiado en la persona que tenía delante, llegando a creer que existía una atracción mutua. Ahora se daba cuenta de que todo había sido una puesta en escena. Una treta orquestada para entregársela a quién sabía qué individuos y con qué intenciones. Se sentía estúpida, pero no pensaba darle a Einar el gusto de verla humillada.

—De acuerdo —prosiguió—. ¿Qué puedes contarme acerca de mi situación? Einar ladeó la cabeza y le dirigió una mirada indescifrable.

—Lo mejor será que formules las preguntas conforme se te vayan ocurriendo, y yo decidiré si pueden o no ser contestadas. Una cosa te prometo: no te voy a mentir. Si puedo contestar, lo haré.

En vista del hermetismo de su secuestrador, Nailah juzgó que lo más sensato era empezar con preguntas menos directas, sobre todo si quería aspirar a enterarse de algo. Intentó pensar con la frialdad que no había poseído en compañía del Einar anterior, y dijo:

—¿Quién eres?

—Ya lo sabes; un chico de diecinueve años.

—Me refiero a quién eres en realidad —se impacientó—. ¿Te llamas Einar de verdad? ¿Vives en mi ciudad, como me contaste?

Mi nombre real no es ese, pero ni siquiera yo lo recuerdo, así que no tiene importancia. —La joven frunció el ceño, confundida—. No soy de tu ciudad, aunque eso ya deberías haberlo deducido por mi acento.

Nailah se mordió el labio inferior, sintiéndose estúpida por enésima vez en lo que iba de día. A ella que, aunque impulsiva, tanto le gustaba analizar las cosas, se le había pasado por alto un detalle tan flagrante. Resultaba insultante la facilidad con la que Einar –o como quiera que se llamase– la había manipulado.

—Entonces no tienes un padre sueco —añadió abatida, solo por seguir recabando información. Einar negó con la cabeza—. Me dijiste que no ibas a mentirme…

—Y no voy a hacerlo. La única excepción a esa norma es cuando estoy cumpliendo con la fase-1 de una misión. Entonces tengo que presentarme con un perfil determinado que compatibilice con la persona con la que voy a trabajar.

—A mí no me gusta Spliknot, ni mucho menos The Cure —dijo Nailah, dirigiéndole una mirada de enfado. Él se encogió de hombros.

—Ni siquiera conozco esas bandas. No son más que nombres que memorizo para cumplir mejor con mi cometido. No poseo conocimientos culturales ni sociales.

—¿Quieres decir que no ves películas ni escuchas música? —se extrañó ella.

—Es correcto —contestó su captor—. Aunque si te sirve de consuelo, es verdad que tuve un gato. —Nailah resopló, sarcástica; eso no la consolaba demasiado.

—Has dicho algo sobre cumplir una misión. ¿Qué eres? ¿Una especie de soldado, o algo así? —preguntó, echando un nuevo vistazo a su atuendo.

—Es una forma de verlo —respondió Einar, enigmático—. Por cierto, ¿tienes sed o hambre? Puedo traerte algo de comer, si lo deseas.

—No, gracias —cortó Nailah—. Me conformo con que me saques de aquí. Y por cierto, me gustaría saber a qué estamos esperando…

—Aguardamos órdenes.

—Y supongo que no me dirás de quién —adivinó ella.

—Es correcto —repitió Einar, agachándose en el suelo sin apartar la vista de ella. Se había sentado sobre sus gemelos y mantenía los codos sobre las rodillas y las manos apoyadas en el mentón. Daba la impresión de que podría pasarse en esa posición toda la eternidad, como si fuera la más cómoda del mundo.

Nailah volvió a resoplar, esta vez de pura frustración. Le resultaba difícil decidir si se sentía más asustada o irritada. Su incierto destino era algo por lo que estaba claro que debía preocuparse, pero el hecho de que su captor fuese Einar la hacía sentirse extrañamente confiada. Y no en él, sino en sus posibilidades de escapar, aunque de momento parecía tan impenetrable como un muro, así que tendría que devanarse los sesos para encontrar alguna fisura en sus cimientos.

El sonido de un teléfono móvil hizo que Nailah alzara la cabeza, creyendo que se trataba del suyo. Luego, supuso que Einar la habría privado de todos sus efectos personales antes de inmovilizarla. Desde donde estaba, alcanzó a ver cómo sacaba un teléfono del bolsillo, presionaba una tecla y asentía, con un murmullo.

—Tu deseo se ha cumplido —le anunció, incorporándose—: ya podemos ponernos en marcha.

—¿Adónde me llevas? —preguntó, mientras que Einar se acercaba para desatarle las muñecas y los tobillos. Por un momento, lo tuvo agachado frente a ella y sintió el poderoso impulso de darle un rodillazo en la cara que lo dejara fuera de juego. Pero él debió de leerle la mente:

—Hazlo, y te aseguro que no saldrás viva de aquí —le advirtió, con voz suave.

—Dudo mucho que, con las molestias que te has tomado, te arriesgues a tanto —lo retó.

—¿Tan segura estás? No será la primera vez que mato a alguien «por accidente». La compensación económica que hemos de abonarle al cliente no es algo que no podamos permitirnos, ni tan elevada como podrías suponer…

Nailah apuntó en su cabeza el uso que había hecho del plural «hemos» y decidió, con buen tino, no arriesgarse por el momento a averiguar si decía la verdad o solo trataba de asustarla. Se levantó y estiró el cuerpo, haciendo girar sus muñecas y tobillos. Einar se había quedado muy cerca de ella, como si estuviese calculando su grado de deseo de escapar. No era una buena señal que la dejase suelta, porque eso quería decir que no tenía demasiadas oportunidades de huir con éxito, y él lo sabía.

—No eres Dios —le dijo, sin embargo—. Antes o después, bajarás la guardia.

—Que creas tener posibilidades de evadirte solo hace mi trabajo más interesante —se limitó a contestar él, esbozando una media sonrisa.

A continuación, se agachó para recoger las sogas que habían quedado abandonadas encima de la silla y se dispuso a enrollarlas con cuidado. Luego, se movió hacia una esquina de la habitación y regresó con un macuto negro que abrió para colocar en su interior la cuerda, volvió a cerrarlo y se lo colgó a la espalda. Nailah alargó el cuello, intentando ver el contenido de la mochila, pero desde aquella posición, y en semioscuridad, no pudo distinguir nada revelador. Se prometió a sí misma que abriría esa mochila, y también que se haría con el móvil de Einar, antes de que la entregara a quienes le habían pagado por hacerlo.

De pronto, se acordó de sus cosas, así que metió ambas manos en los bolsillos, frenética. Como esperaba, no halló nada: ni las llaves de casa, ni dinero, ni el móvil. El muy mezquino ni siquiera le había dejado el pañuelo de papel.

Einar se adelantó unos pasos para abrir una puerta que, tal y como Nailah había calculado, se encontraba a sus espaldas. Se oyeron chasquidos metálicos de goznes sin engrasar y la puerta se abrió con lentitud. Nailah entrecerró los ojos, molesta por la súbita claridad. Al parecer, ya era de día.

Lo primero que le llegó del otro lado fue olor a bosque y el trinar de pájaros.

—¿Dónde estamos? —preguntó, a pesar de que sabía que no obtendría respuestas de una pregunta directa.

—Creo que es obvio —se limitó a decir Einar, mientras la conducía con suave firmeza por los hombros fuera de la habitación.

Parpadeó varias veces y echó un vistazo al paisaje que se alzaba frente a ellos. No entendía mucho de árboles, pero habría jurado que aquellos tan altos eran hayas; hasta le pareció distinguir una ardilla trepando de una rama a otra. El frescor limpio que le ofrecía el nuevo escenario templó un poco sus ánimos. Ignoraba cómo habían aparecido en mitad de un bosque que, a juzgar por su aspecto, debía de quedar bastante lejos de la ciudad.

—¿Me has traído tú solo hasta aquí? —se extrañó. Einar parecía un tipo fuerte, pero no veía cómo la podría haber arrastrado a pie y sin ayuda, en unas pocas horas, hasta aquel lugar.

En vez de contestar, hizo un gesto con la cabeza para indicarle que caminase en línea recta. Antes de hacerlo, Nailah se giró para mirar el habitáculo donde se había despertado. Se trataba de una especie de barracón con tejado de chapa metálica, pintado de color azul oscuro, sin ventanas ni símbolos identificativos. Con excepción del canto de los pájaros, reinaba el más absoluto de los silencios. Einar no había exagerado cuando dijo que nadie la oiría gritar. En verdad,