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Travis Baron era un soltero por el que cualquier mujer pujaría. El atractivo abogado era también un posible heredero de Espada, la enorme propiedad de los Baron... y él estaba a disposición de cualquiera en la subasta benéfica. Pero, cuando Alexandra Thorpe ganó a Travis para el fin de semana, no reclamó su premio. ¿Por qué había gastado aquella preciosa rubia cientos de dólares para luego marcharse? Travis no iba a aceptar un no por respuesta. ¡Conseguiría que Alex Thorpe fuera su amante!
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Seitenzahl: 219
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Sandra Marton
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor a subasta, n.º 1183 - diciembre 2019
Título original: More Than a Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-670-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
TRAVIS Baron permanecía detrás del escenario improvisado del Hotel Paradise con gesto desafiante, a la espera de que lo adquiriera la mejor postora. Se pasó los dedos por el cabello y se estiró la solapa del esmoquin. No podía ver a la multitud que se agolpaba en el salón de baile, pero podía escuchar las risas, los susurros y los pasos de las mujeres. Pete Haskell había dicho que eran la crème de la crème de Los Ángeles.
La voz lenta y empalagosa del subastador se oía por los altavoces.
–¿Quién ofrece algo? Señoritas, vamos, no sean tímidas, no se repriman. Ganen al hombre de sus sueños para el fin de semana.
¿Tímidas? Por lo que Travis había escuchado durante la última hora, las mujeres reunidas en el salón eran tan tímidas y delicadas como un búfalo macho en celo. Se rieron, gritaron y vitorearon hasta que el martillo cayó y después aplaudieron y silbaron de tal manera que Travis pensó que la policía entraría para hacer una redada. Después, empezaron otra vez, cuando la siguiente víctima salió al escenario.
Muchos de los participantes salían riendo y lanzando besos a las chicas.
–Vamos, que es algo benéfico –le había dicho un tipo a Travis al ver su gesto de preocupación.
Quizá él hubiera ido voluntariamente, pero Travis no. Y la mala suerte hizo que fuera el último en salir.
¿Cómo se había dejado convencer?
–¡Vendido! –gritó triunfal el subastador y el sonido del martillo quedó ahogado por los gritos y los aplausos.
–Uno menos –murmuró una voz y Travis se volvió hacia un tipo delgado y rubio que estaba a su lado mientras se le movía la nuez al ajustarse la corbata–. Preferiría tirarme a un pozo.
–Tú lo has dicho –comentó Travis.
–Ahora, caballeros, relájense, salgan ahí fuera y diviértanse –animó Peggy Jeffers.
–¿Divertirnos? –preguntó el tipo.
–Sí, a divertirse –repitió Peggy empujándolo amablemente para que saliera al escenario.
El clamor del público puso nervioso a Travis.
–¿Lo oyes? –preguntó Peggy sonriendo.
–Sí, parecen una manada de hienas siguiendo un rastro de sangre –contestó Travis intentando sonreír.
–Has acertado –rió Peggy. Retrocedió un paso y miró a Travis de arriba abajo–. Cariño, se van a volver locas cuando te vean. No me digas que un bombón como tú está nervioso.
–No –mintió Travis–. ¿Por qué iba a estar nervioso por salir a un escenario para que me subasten frente a un millón de mujeres gritando?
–Es por una buena causa –dijo mientras se marchaba–. Y te van a comprar en un segundo.
Eso era lo que se llevaba diciendo toda la noche, eso y que era un abogado de treinta y dos años cuerdo, normal y sano. Cierto que estaba soltero, pero le gustaba elegir él mismo a las mujeres. El único problema era que le costaba hacerlas entender que todo lo bueno acababa. Las relaciones sentimentales no estaban hechas para durar siempre. Un mal matrimonio y un divorcio aún peor le habían enseñado lo que no había aprendido en su infancia.
No estaba en contra de que las mujeres lo sedujeran. Le gustaba que fueran un poco agresivas, fuera y dentro de la cama, le parecía erótico. Pero una cosa era que una mujer ligara con un hombre al que había visto en una fiesta y otra que pujara por él como si fuera un trozo de carne.
Lo habían engañado unos meses atrás en una reunión con sus socios Sullivan, Cohen y Vittali. Ojalá se hubiera dado cuenta de que Pete Sullivan le estaba tendiendo una trampa.
–Baron, el otro día estuve hablando de ti con unos tipos de Hannan y Murphy –había dicho Pete distraídamente mientras comía un sandwich.
–¿Te dijeron lo mucho que les gustaría que me convirtiera en su socio? –había contestado sonriendo.
–Estuvimos hablando de la subasta benéfica anual, ya sabes, Solteros por Dineros.
–¿Sigue existiendo?
–Sí. Creen que el chico nuevo que han contratado va a conseguir la mayor puja de todos los tiempos.
–No puede ser –había protestado otro de los socios.
–Están haciendo apuestas de que lo conseguirá, John. Creen que nadie podrá con él, considerando su historial.
–¿Qué historial? Ese tipo habla de más. Cuando un hombre habla tanto de sus aventuras me hace dudar. Ningún hombre tiene tanto tiempo ni tanta energía. Excepto nuestro amigo Travis.
–Estoy de acuerdo. Pero Travis nunca habla. Nunca deja que sepamos lo que hace, con quién ni con qué frecuencia.
–Soy un hombre de honor –respondió sonriendo–. Nunca hablo de mis conquistas. Y eso os mata, ¿a que sí?
–Pero todos sabemos el éxito que tienes. Hablar de tu última conquista es un clásico en la sala de la comida de las secretarias. Las vemos salir de un taxi frente a la oficina. Y luego observamos cómo salen los ramos de rosas de la floristería de al lado, cuando decides que es el momento de plantar a una chica.
–Por favor, yo nunca enviaría rosas, todo el mundo lo hace –intervino Travis.
–¿Entonces qué envías?
–Las que me parezcan adecuadas para cada mujer en particular. Y algo pequeño, pero bonito, con una nota que diga…
–«Gracias, pero no» –había sugerido Sullivan y todos rieron.
–El caso es que les dije a los de Hannan y Murphy que podían presumir de que su hombre conseguiría la puja más alta teniendo en cuenta que nuestro hombre ni siquiera participaba en la subasta.
–Ni participaba ni va a participar –había asegurado Travis.
–Ya lo sé, todos lo sabemos, ¿no es así, chicos?
–¿Y qué dijeron ellos?
–Nos retaron. Dijeron que deberíamos presentar a nuestro hombre, Travis –respondió Peter.
Unos gruñeron y los otros rieron. El viejo Sullivan entrecerró los ojos y se acercó a la mesa para apoyarse en ella.
–Ni hablar –rechazó Travis rápidamente.
–De esa forma veríamos quién gana de verdad. El bufete que pierda tiene que invitar al otro a jugar al golf en Pebble Beach un fin de semana.
–Genial –dijo otro y después todos gritaron.
–Esperad un momento –había empezado a decir Travis, pero Sullivan ya le estaba sonriendo desde el otro lado de la mesa y le aseguró a Travis que todos sabían que mantendría el pabellón bien alto y les haría sentirse orgullosos de ser socios de Sullivan, Cohen y Vittali.
Estaba atrapado. Había sido una conspiración. No había tenido otra elección, si es que no quería oírles quejarse el resto de su vida. Así que allí estaba él, como una oveja yendo hacia el matadero. Y si pujaban por menos de cinco mil dólares, que era lo que habían dado por el tipo de Hannan y Murphy, nunca se lo perdonaría.
–No tuve otra opción –le había dicho a su hermano pequeño por teléfono–. De todos modos, es para una buena causa. Todo el dinero es para hospitales infantiles.
–Claro –había dicho Slade–. Eres como un toro que va a ser subastado a unas vaquillas.
–La subasta está totalmente justificada –había respondido Travis con frialdad y había colgado el auricular. Más tarde había vuelto a llamarlo y, antes de que pudiera hablar, le dijo que no debería haber esperado comprensión por parte de los de su sangre.
–Tienes razón, hermano –había replicado Slade y se rio hasta que Travis se rio también y le contó lo terrible que sería.
Todos los socios antiguos y los asociados estaban en la subasta. Los administrativos y secretarias estaban esperando junto al teléfono para saber cómo lo hacía su candidato, porque el asunto había cobrado vida propia con apuestas paralelas, quinielas…
Si no conseguía una suma alta, nunca se lo perdonaría. Y era imposible saber qué pasaría en cuanto pusiera un pie en el escenario y su destino en manos del subastador y de aquellas mujeres salvajes disfrazadas de ciudadanas respetables. ¿Por qué no lo había arreglado antes? Tenía que haberle comprado una entrada a Sally. A Sally no, acababa de enviarle un ramo de violetas y un frasco de Chanel. Entonces, Bethany. Podía haberle regalado una entrada para que pujara por él por más dinero que el tipo de Hannan y Murphy y se lo habría devuelto con intereses.
¿Aunque qué gracia tenía una apuesta si había que hacer trampa para ganar?
–Eres el próximo, vaquero –informó Peggy.
–Genial. Cuanto antes pase esto, mejor.
–¿Quieres que eche un vistazo al salón y te diga quién no ha comprado a nadie y parece dispuesta a pagar un precio razonable por ti?
–Eso no tiene importancia –respondió con dignidad.
–Quítate y déjame mirar.
–¿Mirar qué?
–Hay una rendija por ahí… ¡Eso es! –exclamó Peggy poniéndose a su lado para mirar por el agujero de la pared–. Hay algunas chicas muy guapas y otras que no están mal. Hay una chica en el centro que probablemente tiene una gran personalidad.
–Seguro que sí –dijo Travis.
–Y estoy seguro de que la mujer con la boa de plumas y la diadema de diamantes falsos de la mesa de la derecha te fascinaría.
–¿Tan mal está la cosa?
–Acaba de entrar una rubia de ojos azules. ¡Y con solo verla ya la odio! Tiene un pelo, una cara y cuerpo preciosos. Recuerda esto, vaquero. Una mujer con ese aspecto probablemente tenga la inteligencia de una patata.
–El que dijo que las mujeres eran el sexo débil no sabía de qué estaba hablando.
–Es la verdad. Hazte un favor, vaquero. Sal ahí fuera y actúa para ellas, para las guapas, y si te sientes generoso, para la de la gran personalidad, pero olvida a la princesa de hielo.
Travis sonrió. Cuando llegó la hora de la verdad comprendió que todas sus preocupaciones eran una tontería.
–Le ofrezco mi más sincera gratitud. Al infierno con Pebble Beach y mi reputación –aseguró y le besó la mano–. Qué pena que no estés ahí fuera. Sería un honor ser tuyo el fin de semana.
Peggy se sonrojó y soltó la mano cuando sonó el martillo y la multitud rugió.
–Vamos, guapo. Sal ahí fuera y déjalas boquiabiertas –dijo y lo empujó amablemente hacia el escenario.
Salió al escenario sonriendo y corriendo con los brazos en alto y las manos en señal de victoria imitando la danza de Rocky.
A la multitud le encantó y rugió de admiración.
Travis rio. Aquello no era la vida real. Era por una buena causa. Y era divertido. ¿Qué más daba si lo compraban por quinientos dólares? ¿Y qué si no lo compraba una mujer irresistible? Él iba a divertirse y hacer lo que pudiera para conseguir un buen montón de dólares para los niños necesitados.
Travis sonrió un poco más cuando vio a la mujer del centro. Peggy había dicho la verdad. Debía de tener una gran personalidad. Además tenía una bonita sonrisa y probablemente también era encantadora. Mientras el subastador estaba haciendo la presentación, Travis se pavoneó un poco más, sonrió cuando alguien lanzó un silbido agudo y le dedicó una sonrisa amplia a la mujer del principio.
–¿He oído quinientos dólares? –preguntó el subastador.
–¿Por qué no mil? –exclamó la mujer de la gran personalidad.
Se oyeron vítores, Travis sonrió y la miró. Luego miró hacia el fondo y creyó que se le iba a salir el corazón del pecho. Había una mujer de pie junto a las mesas del fondo. Supo que era la que había descrito Peggy. Y era la mujer más bonita que Travis había visto en su vida. Peggy había dicho que era preciosa, pero esa palabra ni siquiera se aproximaba a la realidad.
Su cabello era una cascada de seda de color trigo, y sus ojos eran del color de las campanillas azules de Texas. Su rostro tenía un óvalo perfecto, con unos ojos increíbles, con las pestañas oscuras y unas cejas finas y arqueadas. Tenía la nariz recta y respingona. Y su boca… El labio superior era grueso y el inferior ligeramente curvado. Una boca hecha para ser besada. Deslizó la mirada hasta sus hombros bronceados, que su vestido rojo permitía ver, luego hasta sus pechos, su delgada cintura y sus caderas redondeadas. El vestido le llegaba hasta la mitad de los muslos mostrando unas piernas largas y torneadas.
La deseó de un modo primitivo que excedía cualquier cosa que hubiera sentido antes. Deseó besar aquella boca, acariciar aquel cuerpo y derretir aquella frialdad que la cubría como una capa invisible de hielo. Lo dedujo por su postura, por el modo en que apenas parpadeó cuando sus miradas se cruzaron, por su barbilla levantada de modo desafiante. Ella percibió su mirada abiertamente sexual, pero ni se inmutó. Parecía decir «mira lo que quieras, pero no creas que vas a conseguir nada».
Travis sintió que se quedaba agarrotado. El sonido de los vítores y la voz del subastador se convirtieron en un murmullo confuso.
Se imaginó bajando del escenario para dirigirse hacia ella y abrazarla sin mediar palabra, para llevársela fuera de allí a un lugar donde pudieran estar a solas, para arrancarle el vestido y poseerla mientras ella le rodeaba con las piernas y los brazos.
Se obligó a apartar la mirada de ella y a pensar en duchas de agua fría para centrarse en los rostros entusiasmados de la multitud.
–Cinco mil. ¿He oído seis mil? –gritó el subastador.
–Seis mil –afirmó la mujer del principio.
Travis centró en ella su atención y le lanzó una sonrisa seductora. Se puso de espaldas y fingió que se iba a quitar la chaqueta. La multitud aulló.
–Seis mil quinientos –gritó una morena. Travis se giró y le lanzó un beso.
No necesitaba a la princesa de hielo. Tenía a tres mujeres pujando encarnizadamente por él. ¿Qué más podía pedir un hombre?
–Siete mil –intervino una pelirroja impresionante.
–Oye, que valgo mucho más que eso –gritó él.
La multitud pateó de aprobación. La morena rio y otra pelirroja se levantó.
–Siete mil quinientos –ofreció y todo el mundo aplaudió.
Travis sonrió. El tipo de Hannan y Murphy había conseguido cinco mil.
–Sigo valiendo más que eso –gritó.
–Ocho mil –ofreció la mujer del principio.
–Ocho mil quinientos –rebatió la morena.
–¡Nueve mil!
Travis rio. Aquella tarde se estaba poniendo divertida. Una mirada más a la rubia antes de que cayera el martillo. Se había acercado mientras la puja se iba recrudeciendo. Estaba casi en el escenario. No era bonita, era espectacular.
Y lo estaba mirando. Era difícil adivinar el significado de su expresión. Había interés en ella, pero parecía que lo estaba examinando.
Travis cerró las manos en puños cuando la mujer se dio la vuelta y se fue caminando por el pasillo. ¿Quién creía que era para escrutarlo así y luego marcharse? «¡Que se dé la vuelta!».
La mujer se apresuró. Travis dio un paso hacia delante. ¡Al infierno con la subasta!
–Nueve mil doscientos –gritó el subastador–. Nueve mil doscientos a la una, nueve mil doscientos a las dos…
–Diez mil –gritó la morena.
La rubia se detuvo. «Date la vuelta y mírame».
Y lo hizo. Sus miradas se cruzaron y se sostuvieron. Durante un instante, no hubo nadie más en la habitación ni en el universo, solo ellos, Travis y aquella mujer.
Ella también lo supo. Él lo vio en sus ojos, en la súbita agitación de su pecho. Se pasó la punta de la lengua por los labios. Travis la atravesó con la mirada. «Hazlo, hazlo».
–Diez mil a la una, para la mujer de la mesa tres. A las dos…
–Veinte mil dólares.
La multitud se quedó muda. Todos giraron la cabeza hacia la rubia. Hasta el subastador se inclinó hacia delante.
–¿Le importaría repetir, por favor, señorita?
La mujer respiró profundamente. Travis creyó que temblaba, pero debió haberse equivocado, porque cuando volvió a hablar su voz era fría, contenida, con un toque divertido.
–Veinte mil dólares.
–Vendido –aseguró el subastador triunfante–. A la mujer de rojo.
Y la multitud del Hotel Paradise se volvió loca.
EL ECO del martillazo se escuchó por todo el salón, pero no tan alto como el latido del corazón de Alexandra Thorpe.
–Vendido –gritó el subastador–. Vendido a la dama de rojo.
Alex pensó durante un momento que se le iban a doblar las rodillas. Asintió con la cabeza y agarró la silla que tenía delante. Había ido allí a comprar un hombre y lo había hecho. A un hombre llamado Travis Baron.
«A un conquistador llamado Travis Baron», le decía una vocecilla por dentro. Si las apariencias no engañaban, era un conquistador de la cabeza a los pies. Y en ese momento le pertenecía. ¿Por qué había hecho semejante estupidez? Las palabras de Carl la habían herido, pero ya hacía dos años de su divorcio. Ni echaba de menos a Carl ni lo quería. ¿Por qué lo que le había dicho seguía atormentándola?
Él la estaba mirando. «No, Alex, no levantes la cabeza». Detener la rotación de la tierra habría sido más fácil. Alex se mordió el labio y dirigió su mirada lentamente hacia el escenario.
Su corazón, como la primera vez que él la había mirado, le dio un vuelco e hizo que la habitación girara. Travis Baron no se había movido. Aquellos ojos verdes cálidos seguían fijos en ella, como si fuera un halcón y ella su presa. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su boca que casi podía sentir sobre la suya. Todo él enviaba un mensaje inconfundible, desde la postura de sus hombros hasta la forma en que separaba las piernas. «Soy un hombre. Y tu una mujer. Y cuando estemos solos…».
El pánico le erizó el vello. Nunca estaría a solas con aquel hombre ni con ningún otro. Era lo que había aprendido de su matrimonio. ¿Qué importaba si Carl le había dicho a su nueva esposa que ella era fría?
Alex apartó su mirada de Travis Baron. La gente se agolpaba en torno a ella para felicitarla.
–¿Qué le vas a hacer a ese hombre tan atractivo durante un fin de semana entero? –preguntó una mujer y hubo una risotada general.
Sabía que solo era una broma. La subasta era un modo de conseguir fondos. Lo que las ganadoras hacían con los solteros era jugar al tenis, al golf, ir a bailar, a cenar… Pero ella no tenía ninguna intención de hacer nada de eso.
Alex sonrió y respondió que ya pensaría en algo…
Con el sonido de las risas en sus oídos salió volando hacia el pasillo, hacia la doble puerta que daba al vestíbulo y a la cordura.
–¿Señora Stuart?
«Sigue andando, Alex. Sonríe y sigue andan…».
–Señora Stuart –la llamó una voz mientras la agarraban del brazo.
–No –contestó sacudiéndose la mano y mirando la cara sorprendida de una mujer de cabello cano.
–Lo siento mucho, señora Stuart. No quería asustarla.
–Lo siento. No quería… –contestó fingiendo una sonrisa.
–Nos hemos visto antes, señora Stuart. ¿Lo recuerda? Soy Barbara Rhodes. Nuestros maridos estaban juntos en el comité de conservación del agua –explicó agarrándola del brazo.
–Mi ex marido –corrigió Alex–. Ahora uso mi nombre de soltera, Alexandra Thorpe.
–Sí, claro. Perdone. Lo había olvidado –se disculpó.
–No importa. Ahora si me disculpa…
–Sé que tiene prisa por pagar su adquisición.
–Mi adquisición –repitió Alex sintiendo que se sonrojaba.
–Sí. Hemos colocado una mesa en el vestíbulo –informó la señora mientras la dirigía hacia la doble puerta–. Pero quería felicitarla personalmente por hacer la puja más elevada de la noche.
–No es necesario –replicó sonriendo–. Estoy más que satisfecha de… ayudar.
–Ojalá todos pensaran lo mismo. Pero permítame que le diga, señorita Thorpe, que no es así. Como presidenta de la subasta durante los dos últimos años, sé que pocas personas hacen unas donaciones tan generosas.
–Sí. Sé el buen trabajo que realiza su organización, señora Rhodes… –afirmó mientras alguien abría la puerta y ellas la atravesaban.
–¿Ha decidido que va a hacer con su soltero, señorita Thorpe?
–No… De hecho, dudo que haga algo con él, señora Rhodes. Ya tenía planes para el fin de semana.
–Qué pena.
–Sí, ¿verdad? –respondió. Se detuvo, abrió el bolso y rebuscó dentro de él–. Mire, ¿por qué no arreglamos esto ahora? Firmaré un cheque, se lo daré y…
–Debería pagar en la mesa… bueno, no importa. Puedo hacer una excepción con usted.
Alex sacó su chequera.
–A nombre de la Fundación para el Hospital Infantil, ¿verdad? –preguntó con las manos temblorosas. Garabateó el nombre de la fundación y la cantidad de la puja, firmó, arrancó el cheque y se lo dio a la presidenta, que sonreía ampliamente.
–Estupendo, señorita Thorpe. Y ahora…
–Y ahora, tengo que irme –se disculpó Alex con falsa alegría.
–Claro, pero primero nos gustaría retenerla un poco para tomar unas fotos mientras baila con el señor Baron. Es para hacer publicidad, estoy segura de que lo comprende.
–¡No! Quiero decir que, como acabo de explicarle, ya tenía planes y…
–Sí, para el fin de semana. Pero solo tardaremos unos minutos. ¿Sabe algo de él? –preguntó agarrándola del brazo.
–Nada de nada –contestó Alex con brusquedad.
–Es un hombre fascinante, ¡y tan atractivo! Y con esas botas vaqueras… Si fuera veinte años más joven, soltera y pesara veinte kilos menos… –comentó riendo alegremente y Alex trató de hacer lo mismo–. Solo serán unos minutos. Los de la televisión están aquí. Si usted y su soltero pudieran posar un poco y concederles una breve entrevista, sería una publicidad fantástica para la subasta.
–No es mi soltero –replicó Alex–. No lo entiende, señora Rhodes. De verdad que no puedo…
–Claro que puede. Y lo hará –aseguró una voz grave.
Alex se quedó paralizada. Se le aceleró el pulso. Retrocedió un paso y se chocó contra el cuerpo fuerte y masculino al que pertenecía aquella voz.
Barbara Rhodes arqueó las cejas y Alex supo que se reflejaba el miedo en su rostro. Respiró profundamente y sonrió.
–Querida, creo que estoy atrapada.
Después, aún sonriendo y sintiendo su pulso acelerado, se dio la vuelta y miró a Travis Baron a la cara.
–Hola, cielo –saludó él con delicadeza.
En el escenario parecía atractivo y masculino, pero de cerca… era espectacular. Era tan alto, que tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo, y resultaba irresistible con aquella mirada cálida, la nariz que seguramente se había roto alguna vez y aquella boca tan seductora, casi cruel.
La señora Rhodes tenía razón. Era atractivo, la encarnación de los sueños que había tenido mucho tiempo atrás, cuando aún era lo bastante tonta como para soñar. Y era peligroso. Hasta ella podía advertirlo.»¿En qué estabas pensando, Alexandra?».
La presidenta miró a Alex y a Travis y dejó escapar una risita de colegiala.
–Veo que ya no me necesitan.
–No, ya no –contestó Travis bruscamente sin dejar de mirar a Alexandra.
–Gracias otra vez, señora… señorita Thorpe –se despidió dándole dos besos a Alex–. Y gracias también a usted, señor Baron. Si necesitan algo, cualquier cosa…
Travis agarró a Alex del brazo y se la llevó de allí.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó.
–¿Cómo?
–La ha llamado primero «señora» y luego «señorita».
Le apretó el brazo. Alex observó sus dedos bronceados contra su pálida piel y respiró profundamente.
–Es que… –empezó a explicar. «Miente. Dile que estás casada. Dile cualquier cosa, huye mientras puedas…»–. Si le dijera que estoy casada ¿se iría?
Él sonrió y ella sintió una patada en el estómago.
–No, hasta que no me presentara a su marido para comprobar qué clase de hombre sería tan estúpido como para dejar a una mujer como usted tan insatisfecha que mira a un desconocido con semejante deseo.
–Señor Baron… –replicó Alex sonrojándose.
–¿Está casada o no?
–Estoy divorciada. Y si cree que parezco, que parezco…
–No lo creo, cielo, lo sé.
Travis deslizó la mano hasta su muñeca. Había pensado en lo que le diría mientras se abría paso hacia ella entre la multitud. Algo sutil, dulce, lo bonita que era, lo que había sentido al verla. Pero al estar cerca de ella, con su aroma y el tacto sedoso de su piel en los dedos, había descubierto que no era necesario ser sutil. Estaba en ascuas y ella también, y sería un idiota si perdiera el tiempo con juegos.
–Tú me necesitas y yo te necesito. Y te prometo que ambos satisfaremos nuestras necesidades antes de que acabe la noche –aseguró suavemente.
Sus palabras deberían haberla paralizado, pero por el contrario la excitaron. Alex sintió que su cuerpo se derretía de calor. Le miró a los ojos verdes y pensó que él podría hacerlo…
«¿Alex, en qué estás pensando?». Con cuidado soltó la mano.
–Estoy segura de que ese cuento funciona en el lugar del que usted viene, señor Baron.
–¿Es que cree que es un cuento?
–Sí, uno interesante, debo admitir. Pero creo que ha malinterpretado la situación –respondió con una sonrisa fría.
–Está mintiendo –replicó.
–Intentaré no tomármelo como una ofensa, señor Baron. Quizá donde usted vive esos comentarios sean aceptables.
–Es la segunda vez que lo dice. ¿Es ese el problema, cree que soy un vaquero y las damas como usted no salen con hombres como yo?