2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Iciar Albatrecu es testigo involuntario de cómo dos hombres se alejan de un restaurante tras cometer sendos asesinatos. Su declaración ante la policía hará que se vea envuelta en una trama donde la mafia china en la provincia ha dado la orden de acabar con ella. Perseguida y asustada, encontrará la seguridad en los brazos del policía nacional Pau Salas, hacia el que surgirá un amor tan accidental y repentino como la vorágine de asesinatos e intrigas que les rodean. Pau nunca se ha comprometido en las relaciones hasta que se descubre enamorado de Iciar, que siempre ha estado unida a su mejor amigo y compañero. Aunque tratará de olvidarla, no conseguirá luchar contra su corazón cuando ella se vea en peligro y amenazada de muerte. Una novela de amor trepidante donde una mujer tendrá que elegir entre dos policías mientras ambos luchan por mantenerla a salvo. El amor se abrirá paso entre las persecuciones, los asesinatos y la intriga. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Mª Luisa Ayesta-Fernández Pacheco
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor accidental, n.º 203 - agosto 2018
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-9188-721-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A mis amigas.
Dicen que es mejor tener pocas, pero de calidad.
Inmerecidamente tengo muchas,
todas ellas de quitarse el sombrero.
Wei Joo no sabía cómo decírselo a Xiu-Xiu. Aquello no pintaba bien. Mientras removía el asado de la olla, el dueño del restaurante miraba a su mujer a través de la ventana que separaba la cocina de la sala del comedor. Xiu-Xiu estaba tan despreocupada últimamente, se la veía tan feliz…
Llevaban ya diez años en Alicante y, aunque al principio les había costado hacerse con tantos cambios, con una comunidad tan extraña a ellos, con un mundo tan diferente al suyo, tanto su esposa como él se consideraban por fin prácticamente españoles.
Al matrimonio no le había quedado más remedio que aceptar que no eran fértiles. Ignoraban, y no querían saberlo, a causa de cuál de los dos el destino les había impedido el don de procrear. Pero ya estaba asumido. Tenían un negocio. Un negocio floreciente. El artículo de periódico con la crítica gastronómica que había realizado el periodista de Información permanecía colgado, en un simple marco de madera, como recordatorio de un trabajo bien hecho. Contaban con su salud, con su trabajo y con el amor que se tenían. El futuro se les presentaba fiable y tranquilo, con la seguridad y la estabilidad que su país no era capaz de ofrecerles.
Y justo ahora tenía que volver Chan Li a inmiscuirse en sus vidas.
Ni Wei ni Xiu-Xiu comentaban nada del sobre que mensualmente enviaban a un apartado de correos. No hablaban de él. Como si el hecho de no mencionarlo pudiera hacerlo menos real. Porque, al no hablar de él, simulaban que no existía. El matrimonio hacía tiempo que había aceptado que no tenían más remedio que pagar, pero se habían negado a que aquella esclavitud les estropease su establecimiento en España y el crecimiento de su negocio.
Y quizá Xiu podía haberlo hecho desaparecer de su recuerdo y de su día a día. Quizá Xiu, mucho más optimista que él, había conseguido creerse que todo iba bien.
Pero Wei no. Wei sabía que, antes o después, Chan Li volvería a meterse en sus vidas. Hasta en los momentos de máxima felicidad se recordaba a sí mismo que jamás estarían en paz.
Mientras añadía verduras picaditas al sofrito, consideró la posibilidad de marcharse de allí. Mentalmente agradeció a Zao Jun[1] que no hubieran tenido el don de los hijos. En un momento como el de ahora, los hijos solo serían una complicación, una terrible responsabilidad y más motivos por los que temer.
Removió la cazuela con firmeza. Había una decisión que tomar y Wei sabía que debía consultarlo con Xiu.
Sin embargo, recapacitó. No era capaz. Tomó la determinación de esperar a que pasara la cena. Cuando el último cliente se hubiera marchado y hubieran dejado recogido el restaurante, en la intimidad del lecho conyugal, le haría saber a su compañera la petición de Chan Li.
Quizá incluso sería mejor esperar a que durmiera bien por lo menos una noche más, se dijo Wei, mientras pasaba con gesto mecánico la comida a la fuente. Debería aguantar y decírselo mañana por la mañana. Por las noches el futuro se ve negro, los problemas se ven más grandes. Eso es, se prometió. Se lo diría al día siguiente.
Wei se encogió de hombros. No era propio de él huir de los enfrentamientos. Además, ¿qué conseguía con escondérselo a Xiu? Tenían que hacer lo que tenían que hacer. No les quedaba más remedio.
Se dio cuenta de que se le estaba pasando la salsa. Apagó el fuego y apartó la cacerola. Por un descuido, el líquido ardiente le salpicó en la mano y se quemó. Se llevó el dorso de la muñeca a los labios y se lamió, esperando dar alivio a la pequeña escocedura.
Aparentemente ajena a la preocupación de su esposo, Xiu-Xiu extendía los manteles, recién lavados y con un innegable y agradable olor a jabón de Marsella, y disponía cuidados centros de flores frescas en las mesas. Le gustaba que las plantas armonizaran en colores según las zonas. Exigía más tiempo colocarlas así, pero a ella eso no le importaba. Cuando las cosas se hacían con gusto, no costaba hacerlas. Y para Xiu, el restaurante era el hijo que nunca había tenido. Jamás eran agotadoras las horas que pasaba en él. En ningún momento le cansaban el trabajo y dinero que invertían en él. Xiu-Xiu estaba demasiado orgullosa del negocio que su esposo y ella habían creado como para lamentar la dedicación que le brindaban.
Por encima del hombro miró a Wei. Su marido llevaba más de media hora ante una olla en la cocina terriblemente meditabundo. Xiu podría haber ido a preguntarle qué le ocurría, pero sabía de sobra que su esposo se lo contaría. De alguna manera, él no aguantaba sin decírselo a ella. Como si ella pudiera solucionarlo todo. Pero a veces parecía que, con solo contárselo, con depositar en ella su agonía, se descargaba del problema y Wei volvía a sonreír. Y Xiu quería más que nada que Wei estuviera feliz.
La restauradora no quería ni pensar en qué le había puesto a su marido aquella cara seria. Su corazón se encogió mientras tarareaba por lo bajo. No era tonta. Sabía que Chan Li o alguno de sus hombres habían entrado en contacto con Wei. Quizá querían que les pagaran más. Trató de calmarse, de apaciguar la ira y la impotencia que bulleron en su interior con solo pensarlo. Si era cuestión de dinero, podían arreglárselas. Ninguno de los dos tenía grandes gastos. Casi todo lo que ahorraban lo enviaban a su país, para ayudar a sus padres y sus hermanos. Podían asumir una subida del pago, por mucho que hacerlo le enfureciera.
Sin embargo, por la cara de su marido se temió que no era dinero lo que Chan Li quería esta vez. Se le haría eterno hasta el momento en que Wei quisiera decirle de qué iba todo. Cómo le gustaría que le contase ya lo que sucedía. Podía luchar contra problemas reales, pero no podía luchar contra su imaginación, contra dragones que —esperaba— no existían más que en su cabeza.
[1] Zao Jun: dios popular de la cocina en la mitología china.
Justo antes de la caída del sol, Icíar Albatrecu se sentó en la escalinata de entrada de la Facultad de Filología, donde había pasado el día impartiendo clases y estudiando unos manuscritos sobre crónicas de la ciudad de Alicante que se sospechaba eran anteriores incluso a las escritas por Vicente Bendicho en el siglo XVII, mientras pensaba que no debería haber vuelto a quedar con Paco.
Vestida con un pantalón recto de tela «príncipe de Gales» y un jersey de manga corta burdeos, la futura doctora llevaba su mochila de cuero marrón a la espalda, cargada con los exámenes que tenía que corregir sin falta esa misma noche. Sin embargo, en lugar de dirigirse a la parada del autobús que la dejaría en el centro de la ciudad y a escasos cinco minutos de casa, esperaba ver aparecer el coche de Paco, en cualquier momento, por la avenida Universitaria. Con un suspiro de resignación, se repitió que no tendría que haberse citado con su amigo.
Francisco Lloréns, al que ella conocía desde hacía más de diez años, era el hermano mayor de una de sus íntimas amigas de la carrera. Juntas, Aitana y ella, habían estudiado Letras en la Complutense de Madrid y muchos fines de semana habían salido con Paco y sus amigos. Casi todos ellos tenían en común el provenir de otras ciudades distintas a la capital en la que estudiaban y donde vivían en residencias, colegios mayores o, los más afortunados, compartían alquileres en pisos amueblados. Por aquel entonces, Paco anduvo tras Icíar, pero nunca se decidió y la joven vasca tampoco hizo nada por animarle. Ahora, recién destinada a Alicante donde vivían los dos hermanos, Aitana se había mostrado entusiasmada ante la posibilidad de que su mejor amiga recuperara la jamás iniciada relación con su idolatrado hermano mayor.
Pero, según pensaba Icíar, el momento ya había pasado. En primer lugar, Paco se había convertido en policía nacional, de homicidios nada menos, e Icíar, nacida en el País Vasco y desgraciadamente acostumbrada a convivir con la violencia terrorista, sabía que amar a un policía era sacar una entrada de primera fila para el sufrimiento y las preocupaciones constantes.
—Que no es un ertzaintza, mujer —le había dicho un día Aitana, al expresarle ella su deseo de no enamorarse de hombres con profesiones arriesgadas. —Esto es Alicante, como mucho le pone una multa de tráfico a un guiri —mintió con desenvoltura, a pesar de que no desconocía que Paco acababa de entrar en la brigada de crimen organizado de la provincia.
Pero, por otro lado, Icíar era consciente de que ya no estaba enamorada, si es que alguna vez lo estuvo. No había en Paco nada que le disgustase, cierto, pero como solía pasarle con todos los hombres que había ido conociendo, ninguno le convencía lo suficiente como para empezar algo serio y, para su comodidad, se había ganado cierta fama de estrecha porque tampoco se prestaba a otro tipo de devaneos. No le gustaba perder el tiempo, se aseguraba a sí misma cuando alguna malintencionada le criticaba por no disfrutar, como hacían muchas mujeres, las relaciones sin compromiso. Icíar simplemente no le encontraba el punto a jugar con asuntos de corazón, de sobra sabía que alguien terminaba herido.
Precisamente por eso, con las gafas de sol puestas y su castaño pelo recogido en una coleta informal con la ayuda de un bolígrafo, Icíar se arrepentía de haber aceptado verse otra vez con Paco. No ignoraba que, en cierto modo, cada vez que accedía a una cita con él le estaba alentando, y la filóloga era lo suficientemente perspicaz como para comprender que la amistad entre un hombre y una mujer no era posible cuando uno de los dos quiere algo más.
Así que, cuando llevaba más de veinte minutos esperando, la joven sonrió para sus adentros, contenta al suponer que Paco no iba a aparecer y, justo en el momento en que se levantó, dispuesta a marcharse a casa en autobús, y se sacudía ligeramente la parte de atrás del pantalón, levemente manchada del polvo del escalón, un hombre montado en una moto de gran cilindrada subió la acera y se paró delante de la filóloga al pie de las escaleras. El desconocido se quitó el casco descubriendo su rostro e Icíar vio a un joven de unos treinta y pico años, con la piel bronceada, el cabello castaño muy claro y unos ojos miel que la recorrieron de arriba abajo, con descaro, sopesándola. La profesora sintió que se ruborizaba, no solo porque el hombre era guapísimo, sino por la intensidad de su mirada.
—¿Eres Icíar Albatrecu?
Ella solo pudo asentir. Inexplicablemente, se le habían secado la boca y la garganta.
—Soy Pau Salas —se presentó—, un amigo de Paco, quien me ha pedido que venga a recogerte. Según me ha contado, él está ahora saliendo de Benidorm por una reunión y no ha podido avisarte porque no tiene tu número de móvil y no contestabas en el que él tiene del departamento.
—¡Oh! —Icíar no sabía qué decir—. En realidad no tengo móvil —añadió con la cabeza llena de dispersos pensamientos. —Está entre mis tareas pendientes comprarme uno. —Pero como el motorista solo la miraba sin decir nada, cohibida añadió—: No hacía falta que te molestases en venir, yo ya me iba para casa. Pero muchas gracias por avisarme.
—No puedes. —El tono era el categórico de las personas acostumbradas a mandar—. Paco ha insistido en que te lleve a un pub del Barrio. Él no tardará en llegar.
—No, de verdad, no hace falta. En realidad tengo trabajo que hacer en casa. —La perspectiva de estar más tiempo con el amigo de Paco le seducía, pero no en esas circunstancias en las que él se quedaba haciéndole compañía solo por un favor hacia su amigo. Además, a Icíar le daban un miedo atroz las motos desde que a los diecisiete años su hermano se mató en un accidente, con una simple vespino, cuando un conductor cansado se quedó dormido al volante de un camión y le embistió. Así que se veía incapaz de regresar a la ciudad montada en esa motazo sin que el pánico le acometiera.
—Verás. —La sonrisa arrogante de Pau convencía a Icíar por sí sola—. Si me haces llamar a Paco diciéndole que te has ido a casa, me va a matar. Se va a creer que he llegado tarde, tal y como ha pasado, o que no he puesto todo de mi parte para convencerte.
—Bueno —repuso Icíar, más por hacerse la dura que porque no estuviera tentada—, entonces le dices la verdad, que has venido, me has visto, has insistido en llevarme y, como yo me he negado a irme contigo porque me dan pánico las motos, no has tenido más remedio que dejar que me fuera a casa. —Y, sin añadir nada más, comenzó a andar hacia la parada del autobús con toda la indiferencia de que fue capaz.
Pau se bajó de la moto y salió detrás de ella. Con sus grandes zancadas, en menos de dos pasos la había alcanzado.
—Espera, por favor. —La miró fijamente y, esta vez, en sus ojos se escondía una tierna picardía. —No puedes decir que te dan pánico las motos. Las motos solas no hacen nada. —Y se encogió de hombros dando a entender que era algo evidente—. Puedes no fiarte del que las conduce, y en eso te puedo garantizar que soy de confianza.
—No, de verdad. Aunque me fiara de ti —Icíar le siguió la corriente—, ¿quién controla al resto del tráfico?, ¿cómo controlas a los que conducen a tu alrededor?
—Un buen conductor también sabe responder ante esos imprevistos. Y yo soy muy bueno —dijo Pau. No había un atisbo de modestia en su comentario.
—Aunque así fuera, me da miedo la velocidad —siguió Icíar, poniendo punto final a la conversación.
Si no fuera porque el policía detectó realmente un pequeño temblor en su voz, se hubiera reído de ella. Sin embargo, la tranquilizó:
—Iré despacio.
—¿Nunca te das por vencido? Seguro que tienes cosas mejores que hacer que llevarme a mí a ningún sitio. —Icíar se posicionó de brazos cruzados ante él.
—Se lo he prometido a Paco. De todas formas, ahora que te he conocido, aun sin habérselo prometido, te llevaría a cualquier sitio que me pidieras. —Él mismo se sorprendió por la verdad que encerraban esas palabras.
—Eso ha sido muy galante. Tú ganas. Pero, por favor, ten cuidado. —Y no pudo evitar que una coqueta sonrisa le iluminara el rostro.
—Soy policía —dijo Pau ocultando su fascinación ante la belleza de la joven—. Cumplo todas las normas y te he prometido ir despacio. De entrada, toma —dijo el joven acercándose a la moto y tendiéndole un casco—, esto es obligatorio.
Icíar se lo colocó, pero como no sabía cómo abrochárselo, Pau tuvo que ayudarla y ella se puso un tanto nerviosa por tener que levantar la barbilla, como una niña pequeña a la que le tienen que atar los cordones. Por contra, al policía, su cuello le encantó.
Mientras se subía detrás de Pau, los pensamientos de Icíar se dirigieron hacia el fallecimiento de su hermano cuando este solo contaba con diecisiete años. Tras el accidente, la joven había intentado usar su propia moto sin éxito. Padeció tal ataque de pánico que no pudo ni dar a los pedales para ponerla en marcha.
En alguna otra ocasión posterior, la afligida hermana había intentado ir «de paquete» con alguna de sus amistades, pero lo había pasado tan mal que no le había merecido la pena el trayecto.
Por primera vez después de más de diez años, volvía a subirse a una moto y la verdad es que le daba miedo la reacción que tendría. Se asombró a sí misma cuando, tras agarrarse con dedos atenazados a los asideros del asiento de atrás, se dio cuenta de que, por algún motivo, confiaba en aquel desconocido, probablemente porque su propia arrogancia le había convencido.
Por su parte, Pau cumplió su promesa de no correr. No adelantó un solo coche, procuró no frenar bruscamente y llegaron lentamente, por las callejuelas de detrás del Ayuntamiento, a un bar irlandés donde esperarían a Paco.
En cuanto pidieron un par de cervezas, se sentaron en unos taburetes ante la barra, con unos panchitos como acompañamiento.
Al ver que Pau la observaba comer, Icíar casi gritó:
—¡No! —Y levantó la mano izquierda como un guardia de tráfico, mientras que con la derecha se metía un puñado en la boca.
—¿No qué?
—No me eches el rollo de que es antihigiénico comerse estos panchitos, que antes que yo han estado sobándolos a lo largo del día todos los que han pasado por aquí… —Y, ante las cejas erguidas del policía, cogió unos cuantos más—. No quiero oírlo.
Pau solo comenzó a reírse y, ante la mirada divertida de la joven, cogió él mismo otro puñado.
—No soy escrupuloso. De pequeño me comía los chicles del suelo escupidos por otros niños.
Icíar se llevó las manos a la boca, en un gesto de fingido horror mientras se reía a carcajadas. Pau observó fascinado cómo sus bellos ojos se achinaban graciosamente a causa de la alegría.
—Eso fue solo el principio —añadió complacido con ella.
—¿Te importa beber del vaso de otro? —le retó Icíar.
—En absoluto.
—A mí tampoco —admitió ella encogiéndose de hombros, restándole así importancia.
El silencio se instauró un momento entre los dos. Pau lo rompió acercándose hacia ella desde su mayor altura y, mirándole significativamente a los ojos, le dijo:
—Todavía mastico los chicles usados —la provocó—, siempre y cuando me los dé una chica guapa.
Icíar se lo quedó mirando. Sí, se imaginaba muy bien que había ahí una buena falta de escrúpulos. Solo por fastidiarle decidió contarle un chiste verdaderamente asqueroso:
—Ten cuidado. Ya sabes lo que le pasó a esa pareja de novios que se estaban besando en el parque.
Él negó con la cabeza, intuyendo que le esperaba algo bueno.
—El chico le pregunta a la chica entre beso y beso: «Cariño, ¿me has pasado un chicle?». La chica, mirándole avergonzada le confiesa: «¡Ay, no! Es que estoy constipada…». —E Icíar irguió las cejas con gesto significativo, como un peculiar aviso con lo que se podría encontrar.
Pau admitió para sus adentros que su compañera de cerveza había ganado por goleada, pero decidió sacarla de sus casillas solo por ver qué le contestaba a continuación:
—No me importaría que me pasase eso si fuera contigo —le dijo maliciosamente.
Pero, para su sorpresa, Icíar se mostró escandalizada.
—¡Por Dios! ¡No seas guarro, anda!
Las risas se les cortaron a los dos en cuanto entró Paco, y Pau, sin apenas terminarse su bebida, se marchó.