Amor en alerta roja - Jules Bennett - E-Book
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Amor en alerta roja E-Book

Jules Bennett

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Beschreibung

Una tormenta de nieve más dos examantes igual a un encuentro apasionado Durante años, el multimillonario productor Max Ford había creído que Raine Monroe lo había traicionado. Por eso, cuando regresó a su ciudad natal, quería explicaciones. Pero su ex prefería mantenerse callada y alejada de la tentación... hasta que una tormenta de nieve los dejó atrapados, con su bebé, en su acogedora granja. Raine sabía que tenía que cortar eso antes de que su aventura con el codiciado soltero de Hollywood pusiera en peligro sus posibilidades de adoptar oficialmente a la niña... y de que los oscuros secretos de su pasado salieran a la luz.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Jules Bennett

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Amor en alerta roja, n.º 1979 - mayo 2014

Título original: Snowbound with a Billionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4282-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Max Ford iba con mucho cuidado. El pavimento de la carretera estaba muy resbaladizo por la nieve. No era raro, tratándose de Lenox, Massachusetts, en pleno mes de febrero, pero él estaba ya acostumbrado al clima más suave de Los Ángeles.

Hacía años que no había estado en Lenox, aunque se había criado allí. Aflojó el pie del acelerador y contempló la ciudad. Estaba toda cubierta de nieve. Seguía pareciendo una postal de Navidad.

Al tomar una curva, vio un coche a un lado de la carretera. Debía haber sufrido un accidente, las ruedas delanteras estaban hundidas en la zanja de la cuneta, tenía los faros encendidos y la puerta trasera abierta. Había una mujer fuera del coche. Llevaba un gorro de lana y una bufanda.

Detuvo el coche en el arcén y salió del vehículo. Hacía un frío glacial. Venía directamente de Los Ángeles y no llevaba calzado adecuado para la nieve, pero no podía dejar tirada a una mujer en la carretera.

–Señora, ¿está usted bien? –preguntó acercándose a ella.

La mujer se volvió hacia él. Llevaba un abrigo gris, pero Max solo pudo fijarse en sus brillantes ojos de color verde esmeralda. Unos ojos que podrían atravesar el corazón de cualquier hombre… De hecho, ya habían atravesado el suyo en una ocasión.

–¿Raine? ¿Estás bien?

–Max, ¿qué estás haciendo aquí?

Hacía demasiado frío para ponerse a contar detalles de su vida, así que se limitó a repetir la pregunta.

–¿Estás bien?

–Sí, pero el coche se ha quedado atascado.

–Puedo llevarte en el mío. ¿Adónde vas?

–Déjalo… Puedo llamar a un amigo.

Max casi se echó a reír. ¿Iban a ponerse a discutir después de tantos años sin verse? Hacía un frío polar y él lo único que quería era llegar a casa de su madre cuanto antes, para saber cómo estaba después de la intervención quirúrgica.

–En serio, sube al coche. Puedo llevarte adonde quieras. Venga, recoge tus cosas.

Raine se quedó mirándolo pensativa. Habían estado muy enamorados el uno del otro en el pasado y habían llegado incluso a hacer planes para el futuro. Pero su relación se había roto.

Aún sentía algo especial al recordarlo, pero no era la ocasión de revivir aquellos recuerdos. Debía entrar en el coche. No podía seguir allí bajo la nieve. Y tenía que llamar a una grúa.

–Está bien. Pero antes tengo que hacer una cosa.

Raine entró en el asiento de atrás y apareció unos segundos después con un portabebés…

Max se quedó perplejo. Era lo último que hubiera esperado ver.

–¿Puedes sostenerme esto un segundo? –dijo ella–. Tengo que desmontar la base de la silla para acoplarla en tu coche.

Él no sabía nada de bebés, ni de bases ni de cómo se acoplaban esas sillas. Agarró el arnés del portabebés y se sorprendió de su peso. No pudo ver al bebé porque estaba tapado con una especie de saco de lana cerrado con una cremallera.

Dejó volar la imaginación. Debía estar casada. Una mujer como ella no se aventuraría a tener un hijo sin tener antes un marido.

Sintió una punzada en el estómago. A pesar del tiempo transcurrido, no podía hacerse a la idea de verla con otro hombre.

Ella apareció con una silla de bebé de color gris y se dirigió al coche de Max. Él sujetó con las dos manos al bebé, temiendo que pudiera caérsele. Apenas se movía ni se le oía. Debía estar dormido.

Cuando Raine terminó de acoplar la silla en el asiento de atrás, Max colocó encima el portabebés con mucho cuidado. Ella abrochó el cinturón de la silla y cerró la puerta del coche.

–Tengo que volver a por la bolsa de los pañales y el regalo que iba a entregar –dijo ella.

–Quédate, yo iré a por ello. Ya has pasado bastante frío. ¿Está todo en el asiento delantero?

Ella asintió con la cabeza. No iba maquillada, pero estaba preciosa. Tal como la recordaba.

Abrió la puerta del coche y sacó una bolsa rosa y un paquete envuelto en papel de regalo. ¿Cómo se había atrevido a salir con las carreteras convertidas en pistas de hielo? ¡Y con un bebé!

Se sentó al volante de su coche, puso la calefacción al máximo y se reincorporó a la carretera.

–¿Adónde te llevo?

–La verdad es que… iba a ver a tu madre.

–¿A mi madre? –se revolvió en el asiento.

–Si prefieres que no vaya ahora… puedo ir en otra ocasión.

¡Iba a ir a ver a su madre! No acertaba a comprenderlo. Ni sus padres ni los de ella habían aprobado nunca su relación.

La miró de soslayo sin apartar la vista de la carretera. Parecía nerviosa. ¿Estaría reviviendo mentalmente los momentos que habían pasado juntos? ¿Estaría recordando la última noche que habían hecho el amor y las promesas que se habían hecho el uno al otro?

–¿Para qué quieres ir a ver a mi madre?

–Han cambiado muchas cosas desde la última vez que estuviste en Lenox, Max.

Ella había esquivado la pregunta. Sin duda, era una forma elegante de decirle que lo que ella hiciese no era ya asunto suyo. Y tenía razón. Hubo un tiempo en que eran una pareja y cada uno conocía los secretos del otro, pero ese capítulo de su vida estaba ya cerrado.

–No sabía que tuvieras un bebé. Quiero decir que imaginaba que podrías haber… rehecho tu vida, pero no que… ¿Cuántos niños tienes?

–Sólo Abby. Tiene tres meses.

–¿Necesitas llamar a tu marido?

–No. Llamaré a un amigo cuando lleguemos a casa de tu madre. Él irá a recogerme.

¿Él? ¿Iba a llamar a un amigo en vez de a su marido?, se preguntó Max, desconcertado.

Giró a la derecha. Enfrente estaba la casa donde había nacido, en la que su madre se estaba recuperando de la operación. Pronto comenzarían las sesiones de radioterapia. Afortunadamente, los médicos habían descubierto el tumor a tiempo y no necesitaría someterse a quimioterapia.

La gran casa de dos plantas de estilo colonial dominaba una extensa superficie rodeada de árboles. Él había crecido allí. Había sido adoptado por Thomas y Elise Ford. Nunca había llegado a conocer a sus padres biológicos, pero estaba satisfecho de su suerte. Habría sido mucho peor haber pasado la infancia en un orfanato.

Detuvo el coche en la entrada y apagó el motor.

–Si quieres, te llevaré la bolsa y el regalo –dijo él–. No me siento muy seguro con el portabebés.

Raine se bajó del coche y cerró la puerta. Max se preguntó la razón de su hostilidad. Ella había sido la que había roto la relación. Había sido un golpe muy duro para él. Había sentido incluso deseos de quitarse la vida.

Cuando se bajó del vehículo, vio a Raine llevando a Abby en el portabebés, y la bolsa de los pañales y el regalo colgados del brazo. Parecía más independiente y segura de sí que antes.

La siguió por las escaleras, procurando estar cerca de ella por si se resbalaba. El porche estaba lleno de nieve. Se adelantó para abrirle la puerta e hizo un gesto para que ella pasase primero.

El gran vestíbulo estaba exactamente igual que cuando él salió de allí a los dieciocho años. Nunca se le había presentado la necesidad de volver a esa casa. Sus padres se fueron a vivir a Boston cuando él decidió marcharse a Los Ángeles.

A su padre siempre le había gustado Boston, pensando que sería un buen lugar para ampliar su negocio, abriendo nuevos pubs. Ahora tenía una cadena de restaurantes, pero Max nunca había querido entrar a formar parte de la empresa familiar.

Una elegante escalera de caracol dominaba la entrada, permitiendo ver la galería superior que recorría todo el perímetro de la casa. Una lujosa araña iluminaba la estancia, proyectando, como un caleidoscopio, toda una gama de colores sobre el suelo de mármol claro.

Raine aflojó los arneses del portabebés cuando la madre de Max apareció en el vestíbulo.

Max se quedó inmóvil, esperando ver los estragos que la operación podía haber causado en su madre, pero sonrió aliviado al ver cómo corría hacia la pequeña y la tomaba en brazos.

–Max –dijo Elise Ford, mirando a su hijo con sus hermosos ojos azules–, no sabes lo contenta que estoy de que estés aquí.

Él abrazó a su madre con mucho cuidado, consciente del estado en que debía tener el lado izquierdo. Pero sonrió satisfecho al ver su aspecto. La habían diagnosticado un cáncer de mama, pero ella había luchado con todas sus fuerzas y, contra todo pronóstico, había vencido a la enfermedad.

–Haría cualquier cosa por estar contigo, mamá. No empezaré la nueva película hasta dentro de dos meses, así que soy todo tuyo. Pero déjame verte. Estás estupenda.

–¿Qué esperabas? Aún me duele un poco, pero hoy es un día feliz. No solo tengo a mi hijo en casa, sino también a esta preciosa niña.

Max giró la cabeza para ver a Raine, que estaba detrás de él, acunando al bebé. Se preguntó qué vida llevaría ahora. Debía haber logrado ver todos sus sueños hechos realidad: un marido, un bebé y, probablemente, aquella granja de su abuela que siempre le había gustado tanto.

–Mírala, Max –exclamó Elise–. No hay nada más dulce que un bebé durmiendo.

¿Qué imán podían tener los bebés para que atrajesen tanto a las mujeres?, se preguntó él.

Casi sentía celos del bebé. Tal vez era por la falta de amor que él había tenido de niño.

–¿Me la dejas un momento? –preguntó Elise.

–¿Estás segura de puedes sostenerla? –dijo Raine–. No quiero que te hagas daño.

–Estoy perfectamente bien. Hace ya dos semanas de la operación. Quítate el abrigo y quédate un rato. Hace demasiado frío para estar por ahí fuera con este tiempo.

Raine le dio al bebé y se despojó de la bufanda y los guantes. Luego se quitó el gorro de lana y se pasó la mano por el pelo como si pretendiera domesticarlo. Tenía el pelo largo y algo rizado. Era de un color castaño casi pelirrojo. Max se quedó extasiado mirándola, recordando con añoranza los momentos en que él la acariciaba.

–Tengo que llamar a mi amigo para que venga a recogerme –dijo Raine a Elise–. He dejado el coche tirado en la carretera a dos kilómetros de aquí.

–¡Oh, cariño! –exclamó Elise con gesto de preocupación–. ¿Estás bien?

–Sí. Ha sido solo un susto. Me disponía a llamar a alguien cuando Max pasó por allí.

–¡Vaya! Llegaste en el momento oportuno –dijo Elise, volviéndose hacia su hijo.

Max no estaba tan seguro de ello. El destino le había jugado una mala pasada, de lo contrario, no estaría allí, en la casa de su infancia, con su novia del instituto y con su madre, que no había propiciado precisamente su relación con ella, alegando que eran demasiado jóvenes para eso.

No sabía lo que podía haber pasado entre Raine y su madre en los últimos años, pero era evidente que había surgido una repentina amistad entre ellas.

Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de la puerta. Luego tomó la bolsa y ayudó a Raine a quitarse el abrigo.

–Gracias –dijo ella, casi sin mirarlo a los ojos–. Ahora, si me disculpáis, voy a hacer esa llamada.

Sacó el móvil del bolsillo y se dirigió a otra habitación para hablar con más intimidad.

Max se volvió hacia su madre, que estaba haciendo unas carantoñas al bebé.

–¿Qué diablos está pasando aquí?

–Que tengo un bebé precioso en los brazos y a mi hijo en casa –respondió ella con una sonrisa.

–Sabes muy bien a lo que me refiero, mamá. ¿Por qué te llevas ahora tan bien con Raine y por qué tienes a su bebé en brazos como si fuera tu nieta?

–Raine me llamó y me preguntó si podía venir a traerme algo. Ha estado en casa varias veces estos últimos años. Créeme si te digo que ya no es la misma chica de antes.

–Sí, ya veo que sois ahora muy buenas amigas.

Raine volvió de la habitación y tomó a su bebé de nuevo en brazos.

–Gracias, Elise, por cuidar de mi bebé.

–¡Oh! No es ninguna molestia tener en brazos a esta criatura tan preciosa. ¿Conseguiste hablar con ese amigo tuyo, querida?

–No. No estaba en casa.

Max apoyó las manos en las caderas. El destino estaba decididamente en contra suya. Llevaba allí solo diez minutos y ya se sentía como si estuviera reviviendo todos los recuerdos del pasado, obligándolo a enfrentarse a unos sentimientos que creía ya olvidados.

–Puedo llevarte a casa, allí podrás llamar tranquilamente a la grúa.

–Gracias, pero llamaré antes a otro amigo. Ahora tengo que darle el regalo a tu madre.

–¿Un regalo? –exclamó Elise, juntando las manos–. ¡Oh, querida! ¿Es acaso una de tus adorables lociones de lavanda? Deja que te dé un beso.

¿Qué demonios estaba pasando allí?, se preguntó él una vez más. Hacía unos años, Raine y su madre se llevaban a matar y ahora, en cambio, parecían dos amigas de toda la vida.

–Sabía que era tu perfume favorito –dijo Raine, sosteniendo con una mano el paquete envuelto con papel de regalo y con la otra al bebé, apoyado en el hombro.

Elise tomó la bolsa, desenvolvió el papel de color rosa y miró su contenido.

–¡Y en frasco grande! Muchas gracias, Raine. Déjame ir un momento a por el bolso.

–No, no. Es un regalo. Había pensado traerte también algo de comida, pero no me ha dado tiempo; Abby se ha pasado toda la noche llorando y nos quedamos dormidas por la mañana.

–¡Oh, cariño! –exclamó Elise con una sonrisa–. No seas tan exigente contigo misma. Sé que estás muy ocupada. No te preocupes, ahora Max está aquí y se le da bastante bien la cocina. Además, creo que mi cuidadora me ha dejado algo de comida antes de irse.

–Raine, te llevaré a casa cuando quieras.

–Te lo agradezco. Tengo que dar de comer a Abby. Salí de casa con la bolsa de los pañales, pero me dejé el biberón en la encimera de la cocina. Y las carreteras se deben estar poniendo cada vez peor.

–Querida –dijo Elise, agarrándola del brazo–, no te sientas obligada a hacer nada por mí. Ya nos las arreglaremos entre Max y yo. Tú preocúpate por tu precioso bebé.

Raine esbozó una sonrisa mientras sus bonitos ojos verdes centelleaban como dos esmeraldas.

–Elise, eres una de mis mejores clientas y me siento feliz de poder serte de ayuda.

–Estoy bien. Comenzaré la radioterapia dentro de dos semanas. Max se encargará de llevarme.

Raine dio un abrazo a Elise, colocó a la niña en el portabebés y se puso de nuevo el abrigo.

Max la acompañó al coche, caminando muy cerca de ella pero sin llegar a tocarla.

Puso el vehículo en marcha y miró a Raine de soslayo. La preciosa melena pelirroja le caía por detrás del gorro sobre la espalda.

–¿Dónde vives? –preguntó él.

–En la granja de mi abuela.

Max sonrió. No le sorprendió que Raine hubiera decidido irse a vivir a aquel lugar lleno de cabras, gallinas y caballos, y con un jardín magnífico. Ese había sido siempre su sueño.

Aún recordaba cuando ella le preguntó si podría tener todas esas cosas si se fueran a vivir a Los Ángeles. Aunque también le había dicho que estaría dispuesta a renunciar a todo por su amor, porque lo amaba más que a su querida granja.

Tal vez, eso fue lo que la llevó a distanciarse de él cuando se marchó a Los Ángeles, y a no responder a sus llamadas ni a sus mensajes.

Pasaron por el lugar donde se había quedado el coche atrapado en la cuneta.

–¿Vas a llamar a la grúa antes de que se haga de noche?

–Llamaré cuando llegue a casa –respondió ella.

–¿Quieres hablar de ello?

–¿De ello? Si te refieres al pasado, la respuesta es no.

–Siempre huyendo de los temas incómodos, ¿eh?

–¿Huyendo? Nunca he huido de nada en mi vida. Yo que tú elegiría mejor las palabras. ¿O te resulta demasiado difícil cuando no tienes un guion delante?

Max suspiró resignado mientras enfilaban la calle donde ella vivía.

–No quiero que mi presencia en la ciudad sea motivo de incomodidad para ninguno de los dos, pero, ya que entre mi madre y tú parece haber ahora una relación mucho mejor que la de antes, y que pienso quedarme unos meses, tendremos que vernos de vez en cuando, queramos o no.

Raine se volvió hacia él y lo miró fijamente con las manos apretadas en el regazo.

–El pasado está muerto para mí, Max. Ahora tengo otras prioridades. No tengo tiempo ni deseos de revivir viejos recuerdos de aquella tórrida etapa de nuestra adolescencia.

¡Tórrida! Él, desde luego, había estado loco por ella, aunque no estaba dispuesto ahora a admitirlo. Ella acababa de dejar bien claros sus sentimientos y él no iba a tratar de reavivar un fuego que llevaba años apagado.

Max suspiró al ver la vieja casa de dos plantas que, sin duda, había visto días mejores. El techo estaba destartalado y necesitaba una reparación urgente; la pintura de la fachada estaba descascarillada, especialmente, alrededor de las ventanas; el porche tenía algunas tablas sueltas y la entrada estaba cubierta de nieve.

–Entraremos por la puerta de atrás. El camino está más limpio –dijo ella.

Max detuvo el coche y se dirigió al asiento donde estaba la niña.

–Deja que me encargue de Abby mientras tú desmontas la silla.

Hacía demasiado frío para ponerse a discutir, así que Raine le dio al bebé y se puso a desabrochar las correas de la silla.

Max se dirigió por el camino despejado de nieve, pisando con mucho cuidado para no resbalar con la niña.

Raine lo siguió con las llaves de la casa en una mano y la silla en la otra. Él la dejó pasar para que abriera la puerta, pero luego ella le bloqueó la entrada. Dejó la silla y el bolso dentro y se volvió hacia él para tomar al bebé.

–Gracias por traerme a casa –dijo ella, mirando a la niña para no tener que sostenerle la mirada.

–¿Te pongo nerviosa?

–Peor aún, me traes viejos recuerdos –contestó ella, clavando los ojos en él.

–¿Tan malos son esos recuerdos?

–Tal vez no lo sean para ti, pero sí para mí –respondió ella, tomando al bebé y colocándoselo en el pecho a modo de escudo protector–. Ya no soy la misma de antes.

–Sigues igual de hermosa.

–Supongo que no pensarás que las cosas entre nosotros van a seguir donde las dejamos.

–No, en absoluto. Los dos hemos cambiado en estos años, pero sigo encontrándote espléndida. ¿Hay algo malo en decírtelo?

–No me gusta que me mires a la boca cuando te hablo.

–Es solo una vieja costumbre del pasado –dijo él con una sonrisa.

–Pasa si quieres –replicó ella con un suspiro–. Hace demasiado frío para estar aquí con el bebé.

–Raine…

–¿Qué?

–Hasta mañana.

Max se dio la vuelta y se dirigió al coche sin esperar respuesta. Sin duda, ella deseaba estar sola.

A pesar de los éxitos que había tenido con sus películas y de las actrices tan bellas que había tenido en sus brazos, nunca se había sentido tan a gusto como al lado de Raine. Había ido a Lenox a cuidar de su madre, pero estaba convencido de que tendría ocasión de pasar algunos buenos momentos con la maravillosa y sexy Raine Monroe.