Amor en el desierto - Una noche con el jeque - Penny Jordan - E-Book

Amor en el desierto - Una noche con el jeque E-Book

Penny Jordan

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Beschreibung

Amor en el desierto Petra había viajado hasta el reino de Zuran para conocer a su abuelo... y allí descubrió que él había concertado su matrimonio con el rico jeque Rashid, al que ella jamás había visto. Así que ideó un plan que consistía en arruinar su reputación con el fin de que el jeque la rechazara como esposa... para ello le pidió a Blaize, el guapísimo empleado de su hotel, que se hiciera pasar por su amante. Blaize era perfecto como amante fingido... pero también demostró ser un excelente amante real. Entonces descubrió algo increíble: el hombre al que acababa de entregarle gustosa su virginidad no era otro que ese con el que se suponía se tenía que casar... ¡el jeque Rashid! Una noche con el jeque La atracción entre el jeque Xavier Al Agir y Mariella Sutton surgió de manera instantánea y arrolladora. Pero para Mariella aquel hombre era terreno peligroso. Xavier no tenía la menor intención de dejar de ser soltero... pero, cuando aquella tormenta los dejó a solas en el desierto, la pasión se apoderó de ellos... Una noche que jamás podrían olvidar. Y ella, que siempre había soñado con tener un hijo, ideó un plan para hacer que aquella noche no fuera la única y así poder quedarse embarazada de él...

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Seitenzahl: 384

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 76 - julio 2021

© 2003 Penny Jordan

Amor en el desierto

Título original: The Sheikh’s Virgin Bride

© 2003 Penny Jordan

Una noche con el jeque

Título original: One Night with the Sheikh

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequiny logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1375-973-9

Índice

Portada

Créditos

Amor en el desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una noche con el jeque

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

Te fijaste en el atractivo monitor de windsurf que te señalé?

–¡Sí! Era exactamente como me lo describías, pero su potencial es enorme. Subirá a mi habitación más tarde. Pero hay que estar prevenida. Me dijo que tenía que ir con cuidado. Ya ha recibido un toque de atención por parte de ese jeque Rashid, copropietario del hotel, por confraternizar con los huéspedes.

–¿Y tú hiciste algo más que confraternizar, verdad?

–Sí, ya lo creo.

Desde su asiento, bajo una enorme sombrilla que la protegía del sol en el bar de la azotea del Restaurante de la Marina, donde acababa de almorzar, la conversación de las dos mujeres, de pie junto a su mesa, llegaba nítida a los atentos oídos de Petra. Sin abandonar la discusión acerca de los atributos sexuales del monitor de windsurf, que desplegaba sus habilidades en el complejo turístico de Zuran, las dos mujeres se encaminaron hacia la salida. Petra, atenta a sus movimientos, observó que una de ellas había olvidado el pareo. Se agachó para recuperarlo e interrumpió la charla de las dos amigas para devolvérselo a su propietaria, que se lo agradeció sin excesivo entusiasmo.

Mientras se alejaban, todavía enfrascadas en su apasionante discusión, Petra esbozó una amplia sonrisa para sí misma.

–¡Gracias a ti! –masculló entre dientes de todo corazón.

Si bien no habían sido conscientes de su aportación, gracias a ellas había encontrado la fórmula perfecta que tan desesperadamente había buscado durante los últimos dos días.

Tan pronto como se perdieron de vista se levantó y tomó su propio pareo, si bien había decidido, al contrario que ellas, presentarse en el restaurante con unos pantalones anchos de seda sobre el biquini, en lugar de llevar únicamente el bañador. Entrecerró los ojos frente al reflejo del sol y llamó al camarero que le había atendido.

–Disculpe –preguntó–, ¿podría indicarme dónde están los surfistas?

Media hora más tarde, Petra estaba cómodamente instalada en una tumbona gracias a la amabilidad del empleado, que le había preguntado dónde deseaba situarse para disfrutar con tranquilidad de la asombrosa bahía artificial donde se había acondicionado el área recreativa del complejo turístico. Una posición que también le permitía regalarse la vista con la figura del monitor de windsurf que había sido objeto de tanta admiración durante el almuerzo. Ahora comprendía por qué esas mujeres se habían deshecho en elogios hacia él.

Petra estaba acostumbrada a los hombres atractivos y atléticos. Había estudiado en una universidad de Estados Unidos y, desde la muerte de sus padres en un accidente cuando ella tenía diecisiete años, había viajado mucho tanto por Europa como por Australia junto a su padrino, un diplomático británico jubilado que había sido el mejor amigo de sus padres. En consecuencia se había familiarizado con esa clase de tipos, chulos y holgazanes, que se consideraban a sí mismos un regalo del Cielo para el sexo femenino.

¡Y ese hombre cumplía todos los requisitos físicos que definían el arquetipo! ¡E incluso añadía algunos extras!

Petra asumió que el tipo podría ganarse la vida perfectamente como modelo de ropa interior de diseño, y ese pensamiento vino acompañado de un extraño calor que ruborizó sus mejillas. Había sido tan imprevisto que se sintió incómoda.

Pero mientras lo miraba se vio forzada a admitir, contra su voluntad, que poseía algo más, una cualidad especial que iba más allá.

Estaba apilando las tablas en mal estado. Pero incluso los pantalones cortos que lucían todos los empleados del hotel realzaban su sexualidad en vez de ocultarla.

A pesar de la distancia que los separaba, Petra podía, hasta cierto punto, sentir su masculinidad; y casi podía identificar la capa de testosterona que lo rodeaba en forma de aura. Los movimientos de su cuerpo mientras trabajaba recordaban a Petra la agilidad de una pantera durante la caza. Cada gesto representaba una combinación perfecta de fuerza y precisión, en armonía con la respiración, de modo que ni un solo gramo de energía se malgastara o resultara superfluo.

Apreciaba el modo en que la luz del sol destacaba la musculatura de su brazo mientras sostenía la tabla y el modo en que la brisa despeinaba su pelo negro. Sospechaba que todas las mujeres de la playa, amparadas en el anonimato de sus gafas de sol, estaban mirándolo y que, al igual que ella, contenían la respiración. Había algo irremediablemente fascinante en su presencia que resultaba abruptamente sexual, una atracción animal que Petra sabía que resultaba irresistible, provocativa y peligrosamente excitante. ¡Sí, desde luego! ¡Era exactamente lo que ella necesitaba! Y cuanto más lo miraba mayor era su convencimiento.

Petra continuó observándolo compulsivamente desde la seguridad de la distancia que los separaba.

Una hora más tarde, de camino a la lujosa suite que tenía asignada en el hotel, Petra planeaba su estrategia cuidadosamente. Mientras cruzaba las instalaciones del complejo, a la altura del zoco, se detuvo un instante para admirar el trabajo de un artesano, que moldeaba con un martillo una pieza de metal incandescente hasta darle forma.

No era de extrañar que ese complejo turístico hubiera recibido el unánime reconocimiento de todo el mundo. El atractivo de su diseño morisco, los jardines vallados de exóticas fragancias, el espectáculo arquitectónico de sus boutiques palaciegas y el aroma tradicional del zoco, recreado con detalle, todo en el complejo respiraba magia, romanticismo y, ante todo, mucha riqueza.

Petra todavía no se hacía a la idea de que existieran, a lo largo de todo el complejo, más de veinte restaurantes en los cuales se podía degustar la comida típica de casi cualquier parte del mundo. Pero, en esos momentos, esa era la menor de sus preocupaciones.

Desde su habitación del hotel tenía una vista parcial de la playa. El atractivo monitor de windsurf había desaparecido a media tarde tras subir a una lancha motora entre las muchas que se avistaban amarradas en el puerto deportivo. En la última visión que había tenido de él, subido en el fueraborda, el sol brillaba en su espesa cabellera negra y en el dorado bronceado de su piel tostada.

Ahora había regresado, si bien la playa ya estaba desierta y el sol se hundía bajo la línea del horizonte. Estaba recuperando metódicamente las tablas abandonadas en la arena, así como el resto de embarcaciones de placer que el complejo ponía al alcance de sus huéspedes.

Era la oportunidad perfecta para hacer lo que tenía en mente desde que había escuchado la animada charla de las dos mujeres en el restaurante.

Eligió una chaqueta y, antes de que su valor flaqueara, se dirigió hacia la puerta de la suite.

En la playa ya casi había anochecido. La brisa marina recordó a Petra que, pese a que durante el día la temperatura casi alcanzaba los treinta grados, en esa parte del mundo seguía siendo invierno.

Durante un instante creyó que había llegado demasiado tarde y que el monitor de escultural cuerpo ya se había marchado. La desilusión embargó su triste corazón mientras escrutaba con la mirada la playa oscura.

Estaba tan absorta recorriendo con la vista el recoleto puerto deportivo, que la aparición súbita de una sombra en medio de la penumbra la sobrecogió.

Giró sobre sí misma y aguantó la respiración al comprender que el objeto de sus sueños estaba de pie, frente a ella, y tan cerca que un solo paso al frente hubiera bastado para juntar sus cuerpos.

Su primer instinto fue dar un paso atrás, pero el orgullo que, según le había contado su padre, había heredado de su abuelo, no se lo permitió.

Levantó la cabeza, respiró hondo y soltó el aire de un modo inseguro mientras comprendía que no había levantado la vista hasta el punto de encontrar la mirada del hombre, sino que sus ojos reposaban directamente, indefensos, en la comisura de su boca.

¿Qué solían decir de los hombres que tenían el labio inferior grueso? Comentaban que eran personas muy sensuales, muy táctiles... ¿Hombres capaces de discernir todos los matices del placer que el roce de esos labios podía producir en una mujer?

Petra se sintió levemente mareada. No había caído en la cuenta de que fuera tan alto. ¿De dónde sería? ¿Italiano? ¿Griego? Tenía el pelo fuerte, muy negro, y su piel, tal y como había tenido la oportunidad de comprobar a lo largo de la tarde, poseía un intenso color tostado, cálidamente dorado. Ahora estaba completamente vestido. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta blanca. Y, pese a su aspecto informal, resultaba desconcertantemente más formidable y su presencia imponía más autoridad de lo que hubiera esperado.

Ya era casi noche cerrada. Estaban rodeados por pequeñas luces decorativas que iluminaban el puerto deportivo y sus alrededores. Petra podía ver el ardiente brillo de sus ojos mientras su mirada la rodeaba en un abrazo invisible. Al principio notó cierto desdén que, de pronto, se mudó en apreciación. El cuerpo de su presa se tensó, como alertado por algo en ella que hubiera llamado su atención, y que transformó el desinterés, que Petra hubiera jurado que había observado inicialmente en sus ojos, en una intensa concentración que la dejó inmóvil.

Si decidía volverse y huir a la carrera, estaba segura de que él se divertiría. Pero se divertiría persiguiéndola, atormentándola. Al menos eso había decidido. ¡Era esa clase de hombre!

A pesar de que llevaba unos pantalones vaqueros perfectamente respetables y una camisa, tuvo la repentina sensación de que él podía penetrar en su ropa con la mirada, hasta su misma piel, que ya conocía cada curva de su cuerpo, cada secreto oculto, cada uno de sus puntos débiles. No estaba acostumbrada a esa clase de sensaciones y se sintió indefensa.

–Si ha venido para las clases particulares, me temo que ha llegado un poco tarde.

Petra no había esperado el abierto cinismo en su voz, y tanto eso como la mirada que le estaba dirigiendo le atravesaron la piel como un hierro incandescente. Sospechó que en sus palabras vibraba el desprecio de varias generaciones de férrea masculinidad frente a cierto tipo de mujeres de moral disipada.

–La verdad es que no necesito clases –replicó, de nuevo en posesión de su orgullo.

Había aprendido windsurf en su adolescencia y, si bien él nunca lo sabría, había alcanzado un alto nivel competitivo.

–¿No? Entonces, ¿qué es lo que está buscando? –preguntó con sarcasmo, conocedor de la respuesta, y su tono la conmocionó.

¡Petra comprendía la excitación que esas mujeres habían demostrado hacia él! Poseía una cierto aura, un magnetismo sexual que embriagaba los sentidos. El control y la confianza se insinuaban de un modo burlón ante la certeza que lo llevaba a considerarse capaz de sojuzgar su voluntad si se lo propusiera, perfectamente consciente del efecto que tenía sobre su sexo. Era la clase de hombre cuya sola existencia delataba con nitidez la presencia de un inminente peligro, de orden masculino, en cualquier idioma. Y esa era precisamente la razón que lo hacía ideal para su propósito, recordó mientras se debatía frente al vergonzoso impulso que la empujaba a escapar corriendo mientras tuviera alguna opción.

Molesta ante su propia debilidad, rechazó esa posibilidad. A lo largo de su vida había hecho frente a una buena colección de hombres, en virtud de una amplia lista de motivos, y de ninguna manera pensaba dejarse amilanar por ese.

Aunque fuera la primera vez que se sentía tan consciente de la sexualidad de un hombre, que apenas podía respirar; el aire que los rodeaba estaba impregnado con la testosterona pura de un cazador solitario.

Ignoró sus propios sentimientos, respiró hondo y tomó la palabra.

–Quisiera hacerte una proposición –dijo.

Petra dedujo que, en el silencio que siguió a su declaración, tendría que haberse desplazado ligeramente porque ahora podía verle la cara. Y lo que vio hizo que el aire se congelara en sus pulmones. Había observado durante el día que poseía el clásico atractivo que no podía imitarse ni conseguirse en un gimnasio, pero ahora asumía que sus rasgos eran tan genuinamente perfectos que habrían arrancado lágrimas de envidia a los mismísimos dioses del Olimpo.

Tan solo permanecía oculto el color de sus ojos. Pero estaba segura de que, en virtud de su pigmentación, tenían que ser marrones. ¡Marrones! Petra se permitió un mínimo descanso. Los hombres de ojos marrones nunca la habían atraído. Secretamente siempre había anhelado un hombre con los ojos grises, puros como la plata, desde que se había enamorado de un héroe literario en una novela que había leído en su adolescencia y cuyos ojos eran descritos de ese modo.

–¿Una proposición? –el cínico desinterés del tono de su voz enardeció ligeramente a Petra–. Soy un hombre. Y no me acuesto con mujeres que me lo proponen. Me gusta acechar a mis presas, pero no que me cacen a mí. Claro que, si estás desesperada, puedo facilitarte la dirección de algunos locales donde quizá tengas más suerte.

Mientras sus dedos se cerraban sobre sí mismos hasta dibujar dos pequeños puños, Petra tuvo que reprimir la instintiva tentación de reaccionar ante su insulto a la manera clásica de las mujeres. Por muy satisfactorio que en principio pudiera ser abofetearlo, no resultaría muy beneficioso para llevar su plan a buen puerto. Al menos la actitud del tipo confirmaba que se trataba de un depredador sexual. En ningún caso la clase de hombre que un futuro marido quisiera ver en compañía de su futura esposa. En definitiva, era el hombre perfecto para su plan.

–No se trata de esa clase de proposición –negó con firmeza.

–¿Ah, no? ¿Y de qué se trata? –preguntó con voz retadora.

–Es una proposición legal y que está bien pagada –se apresuró a decir, cruzando los dedos, esperanzada en que sus palabras hubieran picado su curiosidad.

Se había desplazado nuevamente. Ahora le había llegado el turno a ella de desvelar sus rasgos, iluminada por las luces decorativas del puerto deportivo.

No era una persona vanidosa, pero sabía que la mayoría de los hombres la encontraban atractiva. Pero la expresión del monitor no reflejaba esa impresión. Se sintió vulnerable bajo la mirada fría de él y se refugió instintivamente en las sombras, los brazos alrededor del cuerpo.

–Parece fascinante –replicó él, lacónico, en tono de burla–. ¿Qué tengo que hacer?

–Tienes que acosarme y seducirme –explicó algo más relajada–. ¡Y debe ser público y notorio!

Durante un instante obtuvo la satisfacción que le proporcionó la sorpresa reflejada en su rostro. Abrió los ojos de par en par hasta que recuperó el control.

–¿Seducirte? –repitió él.

Y entonces fue ella quien se sorprendió, de un modo muy desagradable, mientras apreciaba la sequedad de su tono abrupto, exageradamente agudo.

–Solo en apariencia –apuntó entonces, antes de que él dijera algo más–. Solo quiero que finjas que me seduces.

–¿Quieres que finja? ¿Por qué? –preguntó sin rodeos–. ¿Acaso quieres poner celoso a tu pareja? ¿Se trata de eso?

–No, no es eso –dijo, la mirada fija en él–. Quiero pagarte para que te asegures de que mi reputación queda... en entredicho.

Durante un momento Petra observó su expresión y se preguntó qué significaban exactamente el profundo surco en su frente y la absoluta inmovilidad de su cuerpo.

–¿Puedo preguntarte cuál es el motivo de que quieras perder tu reputación?

–Puedes preguntarlo –señaló Petra–. Pero no tengo la menor intención de contártelo.

–¿No? Bien. En ese caso, no me interesa ayudarte.

Ya se estaba alejando de allí y Petra se sintió presa del pánico.

–Estoy dispuesta a pagarte cinco mil libras –gritó.

–Diez mil y, en ese caso, quizá tengamos un acuerdo –deletreó lentamente mientras se detenía y daba media vuelta.

Diez mil libras. Petra empezó a ponerse enferma. Sus padres le habían dejado un fondo fiduciario muy generoso, pero no podría disponer de ese dinero hasta que cumpliera veinticinco, y no había manera de que pudiera sacar una cantidad tan desorbitada sin la aprobación de los administradores de su fortuna. Y uno de ellos era su padrino, cuya presencia la obligaba a llevar a cabo su plan en primer lugar.

Su cuerpo se desplomó ante la inevitable derrota.

El monitor seguía alejándose de ella y casi había alcanzado el extremo de la playa. En unos segundos habría desaparecido.

Tragó saliva, teñida con el amargo sabor de su propia derrota, y se alejó en dirección contraria.

Capítulo 2

Decidida a renunciar a la tentación de verlo desaparecer en la noche, Petra fijó la mirada en el mar.

Mucha gente, al verla por primera vez, asumía que por sus venas corría sangre española o italiana. Su piel poseía una cálida coloración crema y su pelo, castaño oscuro, era fuerte y lustroso. Su estructura ósea era elegante y delicada, levemente patricia. Tan solo sus brillantes ojos verdes y la rectitud de su pequeña nariz, en combinación con su naturaleza apasionada, delataban sus genes de origen celta, herencia de los antepasados irlandeses de su padre. Muy pocas personas sabían que sus peculiares rasgos nacían de la exótica mezcla de esos genes con la sangre beduina de su madre.

Podía sentir la brisa marina acariciando su cabello y la incipiente piel de gallina en todo su cuerpo. Pero no fue nada comparado con la intensa emoción que emergió en su interior al sentir, de pronto, la presión de una mano masculina sobre su nuca.

–Entonces, digamos cinco mil libras... y el motivo –susurró una voz sedosa que ya le resultaba familiar.

¡Había vuelto! Petra no sabía si debía regocijarse o sentir pánico.

–¡No admito regateos! –anunció la misma voz aterciopelada–. Cinco mil y el motivo, o no habrá trato.

Petra sentía que tenía la garganta seca. No quería decírselo, pero ¿qué otra opción le restaba? Y además, ¿qué daño podía hacer?

–Está bien.

¿Qué estaba provocando que su voz sonara tan trémula? ¿No sería el hecho de que su mano siguiera firme sobre su nuca?

–Estás temblando –dijo, tan preciso a la hora de adivinar sus sentimientos que su intuición alarmó a Petra–. ¿Por qué? ¿Tienes miedo? ¿Estás excitada?

Al tiempo que alargaba deliberadamente las palabras en un interminable susurro, acarició con el pulgar el lateral de su garganta y atrapó su pulso nervioso.

Petra se libró de su cercanía con firmeza y se mostró resolutiva.

–¡Nada de eso! Solo tengo un poco de frío.

Adivinaba la crueldad burlona reflejada en la curva de sus labios.

–Por supuesto –accedió–. Así pues, ¿quieres que, públicamente, te acose y te seduzca?

Parecía que, de pronto, se hubiera cansado de atormentarla. ¡Pero ese hombre no era ninguna mascota doméstica acurrucada junto a la chimenea! Había algo indómito y salvaje, decididamente peligroso, en cada una de sus acciones, una advertencia camuflada bajo la burla aparente.

–¿De qué se trata? ¡Dímelo!

Petra tomó aire y respiró hondo.

–Es una larga historia, muy complicada –advirtió.

–¡Adelante!

Petra cerró los ojos un instante y trató de ordenar sus pensamientos con lógica. Después volvió a abrirlos y tomó la palabra.

–Mi padre era un diplomático estadounidense. Conoció a mi madre aquí, en Zuran, donde lo habían destinado. Se enamoraron, pero el padre de ella no aprobaba la relación. Tenía otros planes en mente para su hija. Cree que es deber de su hija ofrecerse como moneda de cambio en el imperio empresarial de la familia.

Mientras hablaba podía sentir la rabia y la amargura en su propia voz, igual que sentía cómo esos sentimientos crecían en su interior, una mezcla de un dolor muy antiguo al recordar a su madre y un dolor nuevo, propio y terrible.

–Mi abuelo renunció por completo a su hija después de que se escapara con mi padre. Y también prohibió a su familia, los hermanos de mi madre y sus esposas, que mantuviera relación alguna con ella. Pero mi madre me lo contó todo. ¡Y hasta qué punto había llegado su crueldad! –dijo, la mirada encendida.

»Mis padres vivían bendecidos por una inquebrantable felicidad, pero fallecieron en un accidente cuando yo tenía diecisiete años. Me fui a vivir a Inglaterra con mi padrino que, al igual que mi padre, era diplomático. Así se conocieron, mientras mi padrino estaba destinado aquí, en Zuran, en la embajada británica. Todo iba bien. Terminé mis estudios en la universidad, viajé junto a mi padrino, trabajé para una agencia de ayuda humanitaria y estaba... estoy planeando hacer un curso de postgrado. Pero, ahora... Hace poco, mi tío vino a Londres y se puso en contacto con mi padrino. Le dijo que mi abuelo deseaba verme. Y que quería que viniera a Zuran. Yo no quería saber nada de él. Sabía lo mucho que había herido a mi madre. Ella nunca perdió la esperanza de que algún día él la perdonaría, que contestaría sus cartas, que aceptaría hacer las paces, pero nunca cedió. Ni siquiera cuando murieron.

Los ojos de Petra se inundaron con lágrimas de rabia y dolor, pero prosiguió su relato con determinación.

–Mi padrino me rogó que pensara en ello. Me dijo que esa hubiera sido la voluntad de mis padres, en virtud de la reconciliación con la familia. Me dijo que mi abuelo era uno de los principales accionistas de este complejo y que había sugerido que nos alojáramos aquí para que así pudiéramos conocernos mejor. Estaba decidida a rechazar su oferta, pero... –hizo una pausa y sacudió la cabeza–. Sentía que, por la memoria de mi madre, tenía que venir. Pero si entonces hubiera sabido la auténtica razón por la que me han hecho venir...

–¡La auténtica razón! –intervino él con una brusquedad que hirió las emociones de Petra, a flor de piel.

–Sí, el verdadero motivo –reiteró con amargura–. El día que llegamos vino a vernos mi tío con su mujer y su hijo, mi primo Saud. Tan solo tiene quince años, y... Me dijeron que mi abuelo no se encontraba bien, que sufría del corazón y que su médico le había recomendado reposo absoluto y nada de emociones fuertes. Yo creí en su palabra. Pero entonces, cuando nos quedamos a solas, Saud descubrió accidentalmente el pastel. No pensaba que yo desconociera la verdadera razón de mi presencia.

Petra movió la cabeza de lado a lado al sentir que la voz le temblaba nuevamente.

–Nada más alejado de sus intenciones que estrechar los lazos con la familia y rectificar todo el daño que le había hecho a mis padres. ¡Me ha hecho venir hasta aquí porque quiere casarme con uno de sus socios! E, increíblemente, mi padrino cree que es una buena idea. Al principio trató de convencerme de que había interpretado erróneamente las palabras de Saud, pero de hecho cree que es tan buena idea que ahora está incomunicado en el Este, en misión diplomática, ¡y tiene mi pasaporte! Quiere que conozca al tipo y le dé una oportunidad –e imitó el acento británico de su padrino–. «Quizá te guste después de todo. Fíjate en la nobleza británica. Todos los matrimonios son convenidos y, en general, los resultados han sido muy satisfactorios». Todas esas tonterías del amor. No siempre funciona, ¿sabes? Y, según las palabras de tu tío, parece que ese jeque Rashid y tú tenéis muchas cosas en común. Una herencia cultural parecida. Buenas relaciones con la Oficina de Asuntos Exteriores y el Primer Ministro. Muy inteligente en este terreno, ya sabes. Me ha contado un pajarito que la Casa Blanca apoya incondicionalmente la idea.

–¿Tu abuelo quiere que te cases con un compatriota de Zuran, colega suyo en los negocios, como muestra de buenas relaciones, por motivos diplomáticos? ¿Es eso lo que intentas decirme? –interrumpió él.

Petra reconoció el cínico escepticismo en su voz y no lo culpó por esa reacción.

–Bueno, mi padrino desearía que pensara que esa es la única motivación para ese comportamiento, pero mi abuelo no es así de altruista –replicó, mordaz.

–Gracias a lo que he podido sonsacar a mi primo Saud, mi abuelo quiere casarme con ese compatriota porque, además de ser accionista de este complejo, parece ser que está en muy buenas relaciones con la Familia Real de Zuran, ¡nada menos! Mi madre estaba destinada a contraer matrimonio, en principio, con un primo segundo de la Familia Real, antes de conocer y enamorarse de mi padre. Mi abuelo consideraba ese enlace muy prestigioso y estaba seguro de que le reportaría pingües beneficios. Supongo que ahora solo piensa en atar los cabos sueltos conmigo y que ocupe el lugar de mi madre para satisfacer su ambición y su avaricia.

–¿Acaso tu herencia mixta te molesta? –preguntó, y eso desconcertó a Petra.

–¿Si me molesta? –se tensó, presa de la furia y el orgullo–. ¡No! ¿Por qué iba a molestarme? Me siento orgullosa de ser el fruto del amor de mis padres y orgullosa también de mí misma.

–Me has malinterpretado. La molestia a la que me refería nace de la mezcla volátil de la frialdad del norte con el fuego del desierto. La sangre sajona mezclada con la sangre beduina, la llamada de las raíces y la fuerza que alimenta a los nómadas. Todo lo que rodea dos polos tan opuestos. ¿Nunca te has sentido desgarrada, atraída hacia lados opuestos por dos culturas diferentes? ¿Parte integrante de ambas y, al mismo tiempo, totalmente ajena?

Sus palabras resumían con tanto acierto los sentimientos que la habían atormentado desde su más tierna infancia que se quedó sin capacidad de respuesta. ¿Cómo podía calibrar con tanta exactitud su estado de ánimo? Sintió cómo se le erizaba el vello de todo el cuerpo. Estaba frente a una presencia cuya fuerza no llegaba a comprender, una fuerza y una perspicacia tan desarrolladas que sentía auténtico pavor.

–Yo soy lo que soy –señaló con firmeza, mientras procuraba combatir los efectos que el monitor le causaba.

–¿Y qué es lo que eres?

La ira ensombreció su mirada.

–Soy una mujer moderna e independiente que no permitirá que la manipulen al servicio de los planes de un anciano maquiavélico.

Petra observó cómo él se encogía de hombros.

–Si no quieres casarte con el hombre que tu abuelo ha elegido para ti, ¿por qué no se lo dices? –preguntó.

–No es tan sencillo –se vio forzada a admitir–. Desde luego le he dicho a mi padrino que bajo ningún concepto aceptaré una cita con ese hombre. Y por supuesto jamás me casaré con él. Fue entonces cuando me anunció que tenía que marcharse al Lejano Oriente y que se llevaba mi pasaporte. Dijo que lo hacía para darme tiempo a que conociera a mi abuelo y redescubriera mis raíces, pero conozco sus verdaderas intenciones. Espera que, al dejarme aquí a merced de mi abuelo, este podrá presionarme y convencerme para que acate sus deseos. Mi padrino se jubilará el año próximo y seguro que esperará una gratificación por su intermediación, incluida una boda por todo lo alto con el jeque Rashid, y que el gobierno le otorgue algún título nobiliario en la lista de nombramientos de Año Nuevo. Y lo que resulta más exasperante es que, según lo que me ha contado mi primo, parece que toda la familia considera que debería sentirme emocionada solo de pensar que... ese... hombre haya aceptado la posibilidad de casarse conmigo –concluyó con amargura.

–Igual que cualquier novia en esas circunstancias –apuntó él con un punto de aburrimiento en su voz–. Comprendo tu reacción con relación a las motivaciones de tu abuelo, pero ¿qué razones tienes para rechazar al marido que te han buscado? ¿Por qué ese tal...?

–Jeque Rashid –intervino Petra con gravedad–. Ese mismo jeque Rashid que, según he oído, no aprueba tus... ¡tus devaneos con los huéspedes femeninos del complejo!

La mirada dura y penetrante que recibió en respuesta obligó a Petra a una explicación inmediata.

–He escuchado a dos mujeres charlar sobre ti durante la comida –dijo, y se detuvo para tomar aliento–. Sobre los motivos del jeque Rashid para casarse conmigo... Es una buena pregunta. Aparentemente tenemos algo en común. Ambos procedemos de una herencia mixta, si bien parece que en su caso su padre le ha otorgado las raíces de Zuran y no su madre. Y lo que es más importante, la Familia Real de Zuran considera que nuestro matrimonio sería una gran idea. Mi padrino dice que sería una gran ofensa por su parte si rechazara un matrimonio que cuenta con el beneplácito real, y una gran ofensa para mí si me rechazara. Conozco la cultura de Zuran y sé que si cualquiera de los dos rompiera el compromiso, una vez que las negociaciones están en marcha, se consideraría un insulto imperdonable. Y del mismo modo sé que, si existiera alguna razón para suponer que yo no fuera moralmente digna de él, estaría en su derecho para renunciar a mí.

–Un número notable de suposiciones –comentó él con ironía.

Petra lo fulminó con una mirada llena de furia antes de retomar la palabra.

–¿Estás sugiriendo que todo esto no son más que imaginaciones mías? En ese caso, ¡no tiene sentido que malgastemos nuestro tiempo!

El monitor ofreció una media sonrisa conciliadora a modo de disculpa.

–¡De acuerdo! Entiendo tus motivaciones, pero ¿por qué me has elegido a mí?

Petra se encogió de hombros en actitud algo cínica.

–Tal y como te he dicho, escuché a un par de mujeres charlando sobre ti y, a tenor de sus palabras, parecía claro que...

–¿Qué? –la animó a seguir tras la inquietante pausa.

–Tienes cierta reputación a la hora de conceder favores a las mujeres que se alojan aquí. De hecho –añadió, la barbilla alta en actitud algo desafiante–, tu comportamiento es tan flagrante que ya has recibido alguna reprimenda por parte del... jeque Rashid. ¡Y tu puesto de trabajo está en peligro!

Petra sintió un leve escalofrío.

–No sé cómo esas mujeres pueden degradarse hasta ese punto. Quizá no esté a favor de un matrimonio de conveniencia, pero bajo ninguna circunstancia traicionaría mis principios a cambio de un pequeño escarceo sexual, un... ¡un revolcón barato!

De pronto, en plena oscuridad, Petra tuvo perfecta consciencia de la mirada del monitor clavada sobre ella.

–Entiendo... Así que no deseas un matrimonio convenido ni tampoco un revolcón barato. ¿Y qué es lo que quieres?

–¡Nada! –al girar la cabeza apreció la expresión burlona de él y se apresuró a defender su postura–. Quiero decir que no quiero nada de eso hasta que no conozca a un hombre que...

–¿Qué cumpla con tus expectativas? –sugirió, burlón.

Ella sacudió la cabeza.

–Por favor, no me adjudiques cosas que no he dicho. Me refería a un hombre al que pueda amar y respetar. Un hombre con quien desee comprometerme en el terreno emocional, mental, espiritual y sexual. Una relación plena, igual a la relación que tuvieron mis padres –explicó con verdadera pasión–. Esa es la clase de relación que busco, y espero que algún día mis hijos puedan aspirar a algo similar.

–Una empresa difícil en los tiempos que corren –replicó con crudeza.

–Es posible, pero creo que vale la pena luchar por algo así –indicó Petra con convicción.

–¿Y no te asusta que, si alguna vez encuentras ese dechado de virtudes, se sienta disuadido al conocer que tu reputación ha sido...?

–No –lo interrumpió con suavidad–, porque si me quiere me aceptará tal como soy y comprenderá mis valores. Y además... –se detuvo, súbitamente consciente de la proximidad de sus cuerpos, la cara roja, mientras recitaba mentalmente que el hecho de que nunca hubiera estado con un hombre y todavía fuera virgen otorgaría todas las respuestas al hombre que reclamara su amor–. ¿A qué vienen esas preguntas?

–No hay ninguna razón concreta –repuso, lacónico.

Petra sentía, en medio de la oscuridad, cómo él evaluaba sus respuestas.

–Bien –dijo el monitor–. Así que me ofreces cinco mil libras para que te persiga, te seduzca y arruine tu reputación públicamente.

–Para que finjas que lo haces –corrigió ella de inmediato.

–¿Qué ocurre? –se burló–. ¿Te acosan malos pensamientos?

–¡Por supuesto que no! –negó indignada, pero enseguida boqueó asombrada mientras él avanzaba un paso y la tomaba en sus brazos–. ¿Qué estás haciendo?

El cuerpo del monitor desprendía un aroma que mezclaba el aire fresco de la noche con el cálido perfume de su piel, una mezcla del calor del desierto y el misterio de la noche, y ella tembló desvalida ante tanta masculinidad. Después, él bajó lentamente la cabeza hacia ella hasta que tapó las luces, y el brillo hipnótico de sus ojos congeló sus movimientos.

–¡Tenemos un trato! ¡Una ganga! –sintió Petra que él murmuraba contra sus labios–. Y ahora debemos sellarlo. En tiempos remotos, en el desierto, esta clase de pactos se sellaban con sangre. ¿Crees que debería pincharte en la piel para liberar la sangre de tus venas y que se mezclara con la mía? ¿O bastará con esto?

Antes de que Petra pudiera protestar él la estaba besando y el aire apenas le llegaba a los pulmones. Tuvo que reconocer que su primera impresión había sido exacta. Era tan rápido y ágil como una pantera. Y su ataque resultaba letal.

Un leve gemido de frenesí se insinuó en su garganta mientras su cuerpo, indefenso, respondía ante la maestría de ese beso. Había acertado al temer la pasión arrolladora que sugería el grueso labio inferior. Existía una cierta aspereza en su piel que arañaba su propia piel y tuvo que frenar el impulso de su mano, instintivamente atraída hacia ese rasgo de inexcusable hombría. Al liberar sus labios sintió, en virtud de alguna vergonzosa razón inexplicable, que estaban abocados a su boca. El pánico invadió su ánimo y, antes de que pudiera impedirlo, le mordió el labio con orgullo, desafiante.

La impresión del sabor de su sangre en su lengua paralizó por completo a Petra.

Mientras aguardaba, en plena tensión, las represalias sintió su mano enroscándose en su delgado cuello.

–Entonces, ¿prefieres que, después de todo, sellemos nuestro pacto con sangre? Ya veo que tu herencia de estas tierras es mayor de lo que imaginaba.

Y entonces, antes de que pudiera moverse, nuevamente su boca aplastaba sus labios con una presión que se alejaba de cualquier cosa que hubiera experimentado en el pasado. Petra podía saborear su sangre, sentía la rugosidad aterciopelada de su lengua, discernía el frenesí de una tormenta del desierto en su propio latido y el despiadado efecto del sol de mediodía irradiaba de la mano que él mantenía sobre su cuello.

En ese instante, de pronto, se retiró y mientras levantaba la cabeza durante unos segundos Petra obtuvo, por primera vez, una visión completa de su rostro perfectamente iluminado.

Tenía los ojos abiertos de par en par. Petra descubrió conmocionada que, después de todo, no los tenía marrones oscuros, tal y como había imaginado, sino que eran del más puro gris plata.

–Disponemos de toda la mañana para nosotras, Petra. He pensado que te apetecería ir de compras. Hay un centro exclusivo dedicado a la moda aquí cerca, con algunas tiendas de diseño maravillosas, y…

Petra tuvo que hacer un enorme esfuerzo de concentración para atender el discurso de su tía.

Se había ofrecido la noche anterior para enseñarle la ciudad y algunas de sus tiendas. A pesar de lo que pudiera pensar acerca del comportamiento de su abuelo, Petra no podía evitar que le gustase su tía política, pese a que hubiera sido la primera en hablarle después de que su padrino se hubiera marchado.

–Tu abuelo sabe que debes de estar muy desilusionada por culpa de las restricciones de su médico, que le han impedido venir a verte en persona. Y por eso ha preparado un encuentro con un…amigo de la familia que… es un inversor mayoritario en el hotel, para que te acompañe a lo largo del complejo turístico y sea tu guía en el país. Estoy segura de que te gustará Rashid. Es un hombre encantador y muy educado.

Petra había tenido que morderse la lengua para no espetar a su tía que sabía perfectamente quién era ese Rashid, ¡gracias a las inocentes revelaciones de Saud!

Había pasado prácticamente toda la noche en vela, rememorando todo lo acontecido en la playa, preguntándose cómo había sido tan estúpida para permitirlo. Y solo de madrugada había conciliado el sueño. Ahora tenía los ojos hinchados.

La sensación de pesadez junto a la crispación nerviosa que la había mantenido en vilo había terminado por dejarla exhausta y lo último que le apetecía era salir de tiendas. Además, ¿qué pasaría si él intentaba ponerse en contacto con ella? ¿Haría eso o aguardaría que ella lo buscara en la playa y quizá se lanzara a sus brazos con la misma actitud desvergonzada que, según había oído, habían adoptado las otras mujeres? Ese pensamiento le provocó náuseas en la boca del estómago. Pero recordó que su trato consistía en que él fuera tras ella. Y una voz en su interior, teñida de peligro, le susurró que además debía seducirla…

Seducirla. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y su tía se volvió hacia ella, preocupada por si tenía frío.

–¿Frío? ¿A casi treinta grados de temperatura? –rio Petra.

Quizá su tía pudiera recordarle que en Zuran era invierno, pero Petra estaba en la gloria.

–Tu abuelo confía en restablecerse muy pronto para recibirte –prosiguió su tía–. Está ansioso por que llegue ese momento, Petra. No deja de preguntarnos si te pareces a tu madre…

Petra procuró que no la afectaran las amables palabras de su tía.

–Si realmente le hubiera interesado podría haber salido de dudas hace mucho tiempo, cuando mi madre todavía vivía –apuntó, incapaz de perdonar.

Resultaba tentador descubrir a su tía que conocía el verdadero motivo que la había traído hasta Zuran, pero no deseaba meter en problemas a su primo.

–¿Qué opinas del complejo hotelero? –estaba preguntando su tía para cambiar de tema.

Petra sopesó la idea de soltar una mentirijilla, pero su conciencia no se lo permitió.

–Es deslumbrante –admitió–. Claro que todavía no lo he explorado a fondo. Es casi tan grande como una ciudad. Pero todo lo que he visto…

Sobre todo le había gustado el diseño tradicional de las áreas que conectaban el hotel con el resto de las zonas. Había pequeños patios privados repletos de plantas aromáticas y árboles frutales. La música del agua de las fuentes había recordado a Petra el estilo mozárabe de las ciudades del sur de España y las imágenes que su madre le había enseñado de los palacios árabes.

–Tienes que decírselo a Rashid cuando te enseñe todo esto. Claro que, desafortunadamente, pasarán varios días hasta que tenga tiempo. Esta mañana mandó un mensajero a tu abuelo para decirle que tenía que atender asuntos urgentes relacionados con la Familia Real… Otro proyecto en el que trabaja, en el desierto.

–¿Trabaja? –repitió Petra, que no ocultó su incredulidad.

A tenor de lo que le había contado su primo, su futuro pretendiente parecía suficientemente rico como para ejercer algo tan mundano.

–¡Sí, ya lo creo! –le aseguró su tía–. Además de ser socio mayoritario del complejo, también lo diseñó. Es un arquitecto muy calificado y está muy solicitado. Se preparó en Inglaterra. El deseo de su madre era que estudiara allí y, tras su muerte, su padre honró el deseo de su esposa.

¡Un arquitecto! Petra frunció el ceño. Pero no quería mostrar el menor interés por un hombre al que ya había decidido despreciar.

–Parece que se trata de un hombre muy ocupado –señaló a su tía–. La verdad es que no hace falta que renuncie a su preciado tiempo para enseñarme el complejo. Puedo recorrerlo sola sin ningún problema.

–No, no debes hacer eso –replicó su tía cuando se quedaron solas.

–¿No? Entonces, ¿podría acompañarme Saud? –preguntó Petra, burlona.

–¡No! Es mejor que Rashid te acompañe. Al fin y al cabo él diseñó el complejo y podrá responder a todas tus preguntas mejor que nadie.

–¿Y su esposa? –preguntó Petra con inocencia–. ¿No la molestará que su marido me dedique el tiempo libre?

–No está casado –indicó su tía apresuradamente–. Seguro que te gusta, Petra. Tenéis mucho en común y…

Se detuvo cuando sonó su teléfono móvil. Se levantó las faldas para buscar el aparato. Mientras Petra escuchaba cómo su tía conversaba en árabe, observó la creciente ansiedad reflejada en su rostro.

–¿Qué ocurre? –preguntó en cuanto terminó de hablar–. ¿Se trata de mi abuelo? Está…

Furiosa consigo misma ante una reacción tan imprudente y por su repentina preocupación, Petra dejó de hablar y se mordió el labio.

–Era tu tío –dijo su tía–. Tu abuelo ha sufrido una recaída. ¡Sabe que tiene que guardar reposo, pero no está dispuesto! Tengo que volver a casa, Petra. Lo lamento.

Durante un instante Petra se vio tentada a solicitar que le permitiera acompañarla, que le dejara visitar a su abuelo, su familiar más cercano. Pero enseguida reprimió esas incómodas emociones y superó su debilidad. Su abuelo no significaba nada para ella. ¿Cómo podía ser de otro modo si ella no significaba nada para él? No podía olvidar el pasado y los planes que tenía para ella. En ningún caso suplicaría para que le permitieran visitarlo. Su madre lo había hecho toda su vida y había sufrido el dolor terrible del rechazo. ¡Bajo ninguna circunstancia dejaría que su abuelo le dispensara a ella, Petra, el mismo trato!

Un taxi dejó a Petra en la entrada del hotel y se dirigió hacia el vestíbulo. Tenía todo el día por delante y el abanico de posibilidades era muy amplio.

El complejo tenía su propio zoco, repleto de artesanos que creaban y vendían objetos tradicionales de irresistible belleza. También podía optar por un paseo en góndola a lo largo de los canales artificiales que cruzaban el complejo. O podía perderse en la tranquilidad de sus jardines. Claro que también podía relajarse sin más en alguna de las asombrosas piscinas de diseño, incluida una creación de vanguardia, o decidirse por alguna de las playas privadas que pertenecían al complejo.

Se llegaba a las piscinas y a las playas a través de un túnel hecho a mano que transitaba por debajo del nivel del vestíbulo, donde se podía caminar o subirse a un cochecito de playa.

Una vez allí, tal y como Petra había descubierto, un amable empleado se encargaría de colocar su toalla en la tumbona que hubiera elegido. Situaría una sombrilla en la posición ideal antes de avisar a un camarero en el caso de que ella quisiera tomar algo.

Ninguna posible necesidad del huésped se había dejado al azar en la planificación del complejo o en la formación de la plantilla. Petra había viajado por todo el mundo en compañía de sus padres, junto a su padrino e incluso sola. Y estaba segura de que no recordaba ningún otro sitio en el que los deseos del cliente se cumplieran con tanto entusiasmo y con tanto mimo como allí.

Claro que ella no estaba allí de vacaciones. Aunque sus mejores amigas hubieran insistido en llevarla de compras por las tiendas más elegantes de Londres antes de su marcha para equiparla con un ropero elegante durante su estancia.

Sin olvidar su innata modestia y el país al que se dirigía, Petra había rechazado los modelos más extravagantes que sus entusiastas amigas habían elegido para ella. Claro que, después de comprobar los gustos del resto de los huéspedes del hotel, podría haber elegido los biquinis más atrevidos y todavía se hubiera sentido decentemente vestida en comparación con algunas de ellas.

Sin embargo se había decantado por elegantes conjuntos de playa, en lino, bastante discretos, y varios vestidos de noche, incluido un traje pantalón de diseño totalmente irresistible, en color crema tostada, en seda y satén. Tanto la empleada como sus amigas habían intentado convencerla, en vano, para que lo llevara con la chaqueta a juego prendida con un solo botón sobre el busto desnudo.

–Tienes la figura perfecta para lucirlo así –había señalado la dependienta y sus amigas habían asentido, perversas.

Pero Petra se había negado y había añadido a sus compras un chaleco de seda en color crema con ribetes dorados.

Una media sonrisa de arrepentimiento se dibujó en sus labios al recordar los intentos de la más lanzada de sus amigas, decidida a persuadirla para que comprara un vestido muy moderno que había visto en una boutique de Londres. Se trataba de una camiseta con borlas y flecos que dejaba la espalda al aire y unos pantalones de seda, por debajo de las caderas, que enseñaban el ombligo. Había justificado la elección, entre bromas, diciendo que sería perfecto en un país que celebraba el arte de la danza del vientre.

Petra no se tomó demasiado en serio esos comentarios. Su sonrisa se agrandó mientras se rozaba con los dedos el vientre plano. Oculto bajo su ropa estaba el pequeño diamante para el ombligo que se había comprado justo antes de abandonar su casa como recambio del que había llevado mientras su piel sanaba tras la pequeña perforación.

Nadie, ni siquiera sus amigas, conocían el salvaje impulso desafiante que la había empujado a perforarse el ombligo el día después de que su padrino doblegara su oposición y la convenciera para acudir a Zuran.

Secretamente, Petra tenía que admitir que había algo peligrosamente decadente y atractivo en el modo en que el pequeño diamante brillaba cada vez que la luz incidía sobre él. Claro que era algo que nunca nadie llegaría a ver, igual que nunca nadie conocería su reacción de rebeldía cuando había tenido que acceder a los deseos de su abuelo para visitarlo.

Frunció el ceño al pensar en su abuelo. ¿Su enfermedad sería realmente grave? Había asumido, en función de la aparente calma mostrada por su tío, que no se trataba de algo preocupante.