Amparo - Manuel Fernández y González - E-Book
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Beschreibung

La novela es un diario de un loco con el lector (contada por su esqueleto) se sumerge en la cotidianidad de una vida que se desarrolla entre la realidad y la fantasía.

Manuel Fernández y González (Sevilla, 6 de diciembre de 1821-Madrid, 6 de enero de 1888) fue un escritor español, notable representante de la novela por entregas en España.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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Manuel Fernández y González

Amparo

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Tabla de contenidos

EPÍLOGO

MEMORIAS DE UN LOCO

EPÍLOGO

He pasado de los treinta años, funesta edad de tristes desengaños, que dijo Espronceda.

Me he arrancado mi primera cana.
La experiencia se ha encargado de arrancarme una a una todas mis ilusiones, o por mejor decir de secar todas mis creencias.
Hoy sólo tengo dos:
Creo en un Dios incomprensible.
Creo que la vida es un sueño
La primera verdad la ha dicho la Biblia.
La segunda la ha dicho Calderón.
Si alguien dijo la primera antes que la Biblia;
Si alguien dijo la segunda antes que Calderón, quede sentado que yo no conozco fuera de aquel admirable libro y de aquel admirable poeta, al o a los que haya o hayan dicho aquellas dos verdades.
Lo que yo sé decir, por experiencia propia, es que nadie cree las verdades hasta que se las hace conocer la experiencia.
La experiencia, en general, tiene una manera muy dura de dar a conocer las verdades.
Si se nos permite que supongamos que la vida es un camino sobre el cual marchamos con los ojos vendados, se nos permitirá también suponer que la experiencia es un poste colocado en medio de nuestro camino, hacia el que marchamos a ciegas, y contra el cual nos rompemos las narices.
Pero en cambio, y por mucho que el golpe nos haya dolido, encontramos una verdad que no conocíamos;
El reverso de una medalla;
La antítesis de una bella idea;
El interior de un sepulcro blanqueado;
Sarcasmo y podredumbre.
De lo que se deduce que: costándonos el conocimiento de cada verdad una contusión, y siendo infinitas las verdades que nos obligan a descubrir las ilusiones que debemos a nuestro amor propio, un hombre no puede llegar a tener experiencia, sin encontrarse completamente descoyuntado.
Un hombre lleno de experiencia es un árbol muerto, metafóricamente hablando, contra el cual zumba desapiadadamente el huracán de las pasiones, valiéndonos de otra metáfora.
Y sin embargo de que, y continuamos en el estilo metafórico, ya no tiene ni frutos ni hojas que el huracán pueda arrancarle, le arranca las extremidades de las ramas secas.
Después viene el rayo y le hace trizas.
Después la lluvia del invierno le pudre.
¿Dónde estaba el hermoso árbol?
Hasta sus raíces se han podrido.
Ese árbol no ha existido.
Ha sido un hermoso sueño de primavera.
Una horrible pesadilla de verano.
Sí; Dios que ha hecho su criatura para que sea destruida, es incomprensible.
La vida que pasa sin dejar tras sí vestigio alguno es un sueño.
Quede sentado que la Biblia es un gran libro;
Que Calderón era un gran poeta;
Y que yo soy lo que quieran mis lectores que sea.
Esto escribía yo una noche que no tenía sueño.
Eran las tres.
Estaba en calzoncillos blancos y tenía frío.
No tenía un cuarto y estaba desesperado.
Un viejo reloj de pared me dejaba oír un monótono tic-tac.
El ruido de un péndulo cuando se está en cierta disposición de ánimo, es un ruido que crispa los nervios.
No sé a quien he oído decir que el cólera morbo es una enfermedad nerviosa.
De modo, que cuando no se tiene sueño, cuando no se tiene dinero, y se tiene frío, y se oye el tic-tac de un péndulo, en medio del silencio de la noche, se está muy expuesto a ser un caso.
Por lo mismo, y cediendo a un laudable sentimiento de conservación propia, voy a meterme de nuevo en la cama y a buscar la vida en el sueño.
Porque, si la vida es sueño, el sueño debe ser vida.
Y esto es tan exacto, como que, si la vida del hombre son las ilusiones, nada más comparable a la vida que el hermoso sueño de un sediento que cree estar echado de bruces sobre una fuente cristalina;
O el de un pobre que cuente oro;
O el de un enamorado que besa y devora a una mujer hermosa;
O el de un diputado de la oposición que se mete debajo del brazo una cartera;
O el de un hambriento que come en la fonda del Cisne.
(Entre paréntesis: la fonda del Cisne es de un amigo mío, y puedo recomendarle cualquiera de mis lectores, para que en un cubierto de a duro le ponga un plato más.)
Me he metido en la cama, pero no he conseguido dormirme.
La realidad huye de mí: el sueño me persigue.
Soñemos, ya que no podemos vivir.
Soñemos escribiendo.
Escribir es muy fácil, sobre todo cuando se escribe mal.
Por eso tenemos en España tantos literatos;
Y tantos poetas;
Y tantos periodistas;
Y tantos sabios.
Esto consiste en que en España todos estamos aburridos, o tenemos frío o hambre, y nos distraemos escribiendo.
También es cierto que son muy pocos los que se distraen leyéndonos.
Por eso en España los escritores no tenemos un cuarto.
Hay diez musas.
O por mejor decir, no hay diez musas sino una.
Antes había nueve.
La una, que las ha matado, es una musa horrible que vive de dar muerte.
Esa musa es el Hambre.
El hambre es la musa de los españoles.
¿Quién dijo esto? ¿Quién lo dijo?
Venturita.
No señor: don Ventura.
Aun no señor: el excelentísimo señor don Ventura de la Vega.
El que abandona a César por el Marqués de Caravaca;
La tragedia por la zarzuela;
La fama por el dinero.
Bien sabía Vega lo que se decía cuando dijo que la musa diez era el hambre.
Nosotros hemos dicho que el hambre es la musa única de los españoles.
Y si no, ¿quién les inspiró la revolución de julio?
Porque una revolución no es otra cosa que una poesía diabólica, para producir, la cual es necesario que a todo un pueblo se le calienten los cascos.
¿Quién fue, pues, la musa que inspiró al pueblo de Madrid aquella sinfonía infernal de los tres días y aquel poema berroqueño en quince cantos de las barricadas?
Fue la libertad.
Sí, señor: pero la libertad en su sentido real, tangible y comestible: el deseo de comer libremente.
¿Quién inspiró tantas cosas inspiradas como se dijeron y se escribieron?
La necesidad de comer.
Es verdad que no hemos comido tanto como esperábamos: que el banquete no ha correspondido al programa... pero...
Se conoce que estoy de muy mal humor, en que he ido a meterme con botas y espuelas bajo la jurisdicción o en la jurisdicción del señor fiscal de imprenta.
Por lo mismo, y para evitar una cornada, tomemos de nuevo el olivo de la bella literatura.
Esto es: levantemos ante el señor fiscal, como en señal de paz, un ramo de oliva.
Dicen que en el Saladero es muy fácil convertirse en caso. [* Esto se escribía durante el cólera.]
Es necesario, pues, evitar de todo punto que le pongan a uno en salmuera.
Pero diréis, y con razón: el autor está loco:
Perdonad: una palabra.
Tened en cuenta que he empezado mi novela por el epílogo: es decir, que la he acometido por la cola.
Este epílogo, reducido a su verdadera expresión debía constar únicamente de estas palabras:
El autor se ha vuelto loco.
O bien si no os agrada el modismo:
El autor ha enloquecido.
O bien:
El autor no ha logrado todavía encontrar su juicio, y se lo pide a sus lectores.

MEMORIAS DE UN LOCO

Era ya muy tarde, o por mejor decir muy temprano.

Los relojes de la villa de Madrid habían marcado las tres de la mañana.

No había alumbrado; pero el reflejo de la nieve que cubría las calles hacía la noche muy clara, aunque el cielo estaba muy oscuro.

Salía yo de una de esas casas...

Pero antes de que os diga la casa de donde salía, debo deciros quién soy yo.

Soy un hombre ni feo ni hermoso, que acabo de cumplir treinta y seis años, y que en la época en que pongo la fecha de mis memorias tenía veinticuatro.

Soy una persona decente, porque soy rico, y lo fue mi padre y también lo fueron mis abuelos.

Porque soy rico y persona decente me fastidiaba en aquella época.

Ahora no me fastidio: ahora agonizo.

Pero en aquella época estaba hastiado.

A los veinticuatro años había viajado mucho, y de mis viajes sólo había sacado en limpio una suma enorme de recuerdos embrollados.

Mi pensamiento era una especie de torre de Babel.

En mi continuo trato con toda clase de gentes sólo había encontrado una verdad.

Que nuestro hombre y nuestra mujer no existen.

O, precisando más la frase, que nuestro amigo y nuestra amante son dos fantasmas soñados por nuestro deseo.

Sin embargo, muchos hombres me han ofrecido su bolsa y su vida, y muchas mujeres su cuerpo y su alma.

Yo tomaba lo que estos hombres y estas mujeres me vendían a beneficio de inventario, y ponía en cuenta corriente sus sacrificios frente a mi dinero.

Lo que significa que descubrí otra verdad que se contiene en los siguientes versos:

Pues el amor y la amistad se venden,lo que hay que procurarse es el dinero.

Si yo hubiera sido pobre, me hubiera afanado por adquirirle, para tener un día el placer de estrechar las manos de muchos amigos y ser estrechado entre los brazos de muchas amantes.

Pero como era rico, me encontré en posición de entrar en el mundo de las afecciones por la puerta principal desde el momento en que me decidí a ser hombre de mundo.

Y tuve amigos y amantes... a docenas.

Pero comprendí que estos amigos y estas amantes no merecían ni aun los honores de la farsa.

Acabé por hastiarme y pensé en el suicidio.

El hastío es la modorra del espíritu, su condensación, su no hay más allá; su mortaja, su ataúd, su pulvis es.

Un hombre hastiado es un muerto que anda; un muerto que en vez de apestar a los vivos es apestado por ellos.

Me decidí por el suicidio.

Pero no adopté el medio vulgar de darme un pistoletazo, de suspenderme, de sumergirme, de darme de puñaladas o de beber ácido prúsico.

Tales medios no los adoptan más que los desesperados de mal género.

Los que temen a los acreedores.

Los que han sido bastante necios para referir su existencia a la posesión de una mujer.

Los etcétera, etcétera.

Un hombre hastiado debe morir noblemente luchando brazo a brazo con el hastío, forzándole, estrechándole, entrando de lleno en los excesos de todo género, hasta caer bajo los estragos de una vida monstruosa, absurda.

Yo lo adopté todo: la crápula, la orgía el desorden, el placer...

Yo esperaba que apareciese la tisis.

Pero la tisis huyó espantada de mí.

Inútilmente forcé mi organización, procuré gastarme.

Mi organización resistió como una máquina de acero.

Entonces me entregué resignado a mi destino.

Como si un genio fatal y poderoso se hubiese propuesto oponerse a mi voluntad, se me hizo imposible el suicidio, a no ser apelando al medio ruidoso y poco decente de levantarme la tapa de los sesos, o de hacerme matar en un duelo.

Me reduje, pues, a satisfacer las necesidades materiales, y no pudiendo vencer al hastío, le acepté con dignidad.

En este estado, pues, me encontraba a las tres de la mañana, aquella en que las calles de Madrid estaban cubiertas de nieve.

Salía yo de una de esas casas, donde todo es permitido, donde se ríe, se bebe, se habla libremente, se fuma y se está medio tendido y con el sombrero puesto.

Una de esas casas, en cada una de las cuales tiene abierta una candente y luminosa página el mundo.

Donde las mujeres se presentan tales cuales son, arrojada la careta del decoro.

Donde los hombres hacen gala de sus vicios.

Yo no gozaba allí; pero estaba mejor que en otras partes, porque allí al menos veía claro, y no estaba obligado a fingir ni a violentarme.

. . . . . . . . . . . . . .

Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle.

Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces.

Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba.

De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra.

Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña.

Aquella niña era una trapera.

Iba sola, y la acompañaba un perro.

Yo llevaba en la boca un cigarro sin encender, y con intención de encenderle me dirigí a la trapera.

La muchacha tenía muy poca ropa, y el perro muchas lanas.

Sin embargo, la muchacha parecía resistir admirablemente el frío, y el perro tiritaba.

La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta.

Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia mí de una manera amenazadora.

La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

—¡Eh! ¡quieto, Mustafá! le dijo, dejándome oír una voz infantil y fresca, al par que armoniosa y grave: ¿no ves que es un caballero?

El perro retrocedió, y yo me acerqué más.

La muchacha me miró de nuevo.

Hay miradas que son una historia.

Hay miradas que son un poema.

Hay miradas que son una sátira.

Hay miradas que dilatan el alma.

Hay las por el contrario que la comprimen.

La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla.

La historia de una vida de sufrimiento.

La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras:

«Sufro y espero.»

Estas dos palabras son la historia del género humano.

Sufrir y esperar.

¿Qué sufría aquella niña?

La pobreza con todas sus consecuencias, acaso.

¿Qué esperaba?

¡Quién sabe lo que puede esperar una criatura!