Novelistas Imprescindibles - Manuel Fernández y González - Manuel Fernández y González - E-Book

Novelistas Imprescindibles - Manuel Fernández y González E-Book

Manuel Fernández y González

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Manuel Fernández y González que son El manco de Lepanto y Los hermanos Plantagenet Manuel Fernández y González fue un escritor español, notable representante de la novela por entregas en España. Novelas seleccionadas para este libro: El manco de Lepanto. Los hermanos Plantagenet Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

El manco de Lepanto

Los hermanos Plantagenet

About the Publisher

El Autor

N

El manco de Lepanto

I

En que se trata de un percance que le sobrevino a un barbero de Sevilla, por meterse a afeitar a oscuras.

Había en la ilustrísima ciudad de Sevilla, allá por los tiempos en que llegaban a la Torre del Oro, que a la margen del claro y profundo Guadalquivir se levanta, los galeones cargados de oro que venían de las Indias, y cuando reinaba en España el señor rey don Felipe el Segundo, de clara y pavorosa memoria, en la calle de las Sierpes, y en una rinconada a la que jamás llegaba el sol, como no fuese en verano y al mediodía, un tinglado de madera, de dos altos, desvencijado y giboso, al que llamaban casa, y en el cual vivía una valiente persona, cuyo apellido y nombre de pila ignoraba él mismo, que si los tuvo olvidolos, y nadie le conocía ni él respondía más que por el sobrenombre de Viváis-mil-años, cortesanía que empleaba para saludar a todo el mundo. Era de mediana edad, entre los treinta y cinco y los cuarenta, de no mala apariencia, agradable y sonriente el rostro, morena la color, agudas las facciones, sutil la sonrisa, la mirada rebuscona, y no mezquino el cuerpo; vivía de rasurar y rapar, entreteniendo durante el día sus ocios con el puntear de una vihuela morisca que le dejó su padre, ya harto usada por sus abuelos, y cantando como un ruiseñor las alegres canciones de la tierra, y las que él mismo componía, para lo que se daba muy buena gracia; comadreaba a las comadres de la vecindad, y, fuera de esto, las vendía untos y bebedizos, y las leía el sino, y las traía a todas engañadas y pendientes de sus labios; y a tal llegaba la fama de brujo y de hechicero del señor Viváis-mil-años, que más de una vez la Inquisición se había metido en sus asuntos, y había quien se acordaba de haberle visto con coroza y sambenito, luciendo su persona en un auto de fe.

No se sabía si era cristiano, o judío, o moro; pero él escapaba tan bien que mal de sus empeños con la Inquisición y con la justicia, y continuaba rasurando y trasquilando, rasgueando y cantando, haciendo de sus bebedizos y de su brujería industria, y estimado y querido de la vecindad y allende.

No se le conocía a Viváis-mil-años moza ni parienta de algún género, ni vicio que de reparar fuese; vivía solo, en paz y en gracia de Dios, como él decía, no embargante lo de los hechizos y los untos, que él negaba; y así iba pasando nuestro hombre sin crecer ni menguar, y siempre feliz y contento, y con una tal y tan peregrina salud, que él afirmaba que en todos los días de su vida no le había dolido ni una uña.

La justicia le había entrecogido alguna vez de noche rondando por sitios tenebrosos, con un estoque desnudo debajo de la capa, largo de cinco palmos (que él había comprado en sus mocedades por veinte maravedís en el Rastro); y por esto, y por algunos hurtos que le habían achacado malos testimonios, le habían batanado más de tres veces las espaldas, llevándole en burro y con acompañamiento, para edificación de las gentes, por lo más concurrido de la ciudad; cosas todas que, decía Viváis-mil-años, caían por encima y no había que echárselas en cara, cuando no habían tenido que ver sino con sus espaldas. Buscábanle dueñas, solicitábanle doncellas que habían necesidad de casarse; servíanse de él, como de secretario, mozas a las cuales les estorbaba para escribir lo negro de los ojos, y él era, finalmente, el consuelo de las hermosas, la alegría de los galanes, el consejo de los pícaros, y el sirve para todo. Almorzaba, comía y cenaba por diez maravedís casa de su vecina la tía Zarandaja; descolgaba sus bacías, y quitaba sus celosías a puestas del sol, y al cerrar la noche se salía sin que nadie le sintiese; iba adonde nadie sabía, y volvía a su casa sin que la vecindad pudiese enterarse de la hora de su vuelta.

Por los tiempos en que esta verídica historia comienza, había en la calle de las Sierpes, no lejos de la tienda del rapista, una casa deshabitada, grande y hermosa, con piedra de armas en el frontispicio, de cuyas armas los entendidos sacaban el apellido Velasco de Llanes, y que hacía luengos años que no se ocupaba, porque se decía de fama pública que tenía duende.

Daba su gran jardín, o más bien huerta, a las medianerías de algunas casas, y, por un punto, esta medianería era la tapia de un corralejo que la casa del barbero tenía, y en que vagaban, tristes y con hambre, en una perpetua umbría, cuatro gallinas, un gallo y un pato, en compañía de un cerdo (con perdón sea dicho) y de un perro flaco que guardaba de noche la casa. No había que dudar de que el señor Viváis-mil-años era buen cristiano, puesto que, para que el duende de la gran casa vecina no se pasase a la mezquina casa suya, había puesto en el lomo de la tapia de su corralejo, que daba a la huerta de la casa enduendada, un calvario de madera, lo cual no hubiera hecho si hubiera sido judío o moro, y había pintado una cruz en cada una de las dos ventanas que al corral daban, y desde las cuales se veía la huerta.

Una mañana (de primavera y radiante y hermosa), al abrir una de aquellas ventanas, el rapista vio que por la huerta de la casa vecina vagaban, no duendes ni trasgos, sino algunas personas de muy noble apariencia, que andaban por allí como reconociendo y tomando trazas. Era una dama como de veinte a veinticuatro años, muy gentil y hermosa, rubia y blanca, de buen continente y estatura, pensativa y grave, y vestida noble y riquísimamente. Acompañábanla dueña quintañona y rodrigón avellanado, y la hablaban con encarecimiento, y proponíanla, a lo que parecía por las señas, composturas y arreglos en la huerta, dos maestros de obras. Seguíanla dos pajes, el uno de los cuales llevaba una rica silla de tijera y el otro un cojín de terciopelo con rapacejos de oro debajo del un brazo, y terciada en el otro una rica alfombrilla. Por último, cuatro lacayos bigotudos, con sendos espadones al cinto, la servían.

No había que dudar de que aquella era una gran señora, si no princesa, por lo menos de título, y cuando no, riquísima; y en punto a nobleza, rebosaba de ella y olía que trascendía. No yendo con ella persona que por la apariencia en calidad se la igualase, había que pensar que era viuda; que a ser doncella, padre, hermano o tutor la hubieran acompañado.

Alegráronsele los ojos y aun las entrañas a Viváis-mil-años

Los hermanos Plantagenet

I

LOS HERMANOS DE LA NIEBLA

EL día 15 de noviembre de 1194, á la hora en que el sol se ocultaba tras los remotos confines del condado de Middlesex, tiñendo con reflejos amarillentos los girones en que se rompía al Occidente el ancho pabellón de nubes que encapotaba el cielo, una galera de altos mástiles y agudas velas navegaba lentamente, ayudada por los remos de cien galeotes, subiendo con dificultad la corriente del Támesis, á dos leguas de distancia de Londres.

Sobre el alcázar de popa de esta galera, recostado en un mástil en que apenas ondulaba al débil impulso de una pesada brisa sudeste un pendón rojo, cuyas plegaduras no permitían conocer los detalles del blasón que dejaba notarse de una manera confusa sobre él; apoyado en este mástil, repetimos se veía un hombre de figura atlética, con la mirada fija en la distante ciudad.

Rodeábanle otros tres hombres, pero á cierta distancia, sin duda por respeto, que miraban al mismo punto que el primero, con una expresión marcada de impaciencia.

Y esta impaciencia era muy natural; la galera adelantaba con tanta lentitud, que á primera vista hubiérasela podido creer anclada, á no ser por el continuo y monótono ruido que producían azotando el agua los remos de los galeotes.

Suponiendo que nuestros lectores se impacientarán si llamamos mucho tiempo su atención sobre el perezoso bastimento, lanzaremos nuestro relato á todo vagor, pasaremos como un meteoro entre las áridas y solitarias riberas de los condados de Surrey y Middlesex, cuyos límites naturales entre sí señala el Támesis, y sólo nos detendremos en una ensenada de la isla de los Perros.

Una vez allí, deberemos tomar tierra y observar. El islote que hoy se denomina de los Perros, era en la época á que nos referimos, un terreno largo y extrecho, levantado sobre el río á gran distancia de entrambas márgenes. Coronábalo un espeso bosque de árboles que la mano del hombre no había cultivado; y ninguna senda nacía en sus riberas que atestiguase el paso de la planta humana. Nadie había pensado en ponerle nombre, ó al menos nosotros lo ignoramos. Sea como quiera, desde él se veía perfectamente á Londres tendido á su altura, y levantando sobre la margen izquierda el recinto torreado de la ciudad y la villa, y sobre la derecha las feas casas de madera del arrabal Sowttwark. Nada de notable se veía en éste, mientras por el contrario, dominando los muros de la ciudad y de la villa, se destacaba sobre el doble fondo de los campos y del celaje la confusa aglomeración de torres de la Torre de Londres, entre las cuales como un pino entre retamas se alzaba la de White-tower (Torre blanca) construida por Guillermo el Conquistador: más allá en el centro de la ciudad, aparecía la gótica torre de la iglesia de San Pablo, destruida más adelante por un incendio en 1666, y reconstruida en 1675 por el ilustre arquitecto sir Cristóval Wren; últimamente, las agujas de la abadía de Westminster, las cúpulas de Whitehall y de San James, y las menos notables de la iglesia de San Miguel en Cornhill, y las de San Bride y San Duntan, se levantan sobre la extensa silueta de Londres.

La niebla que acompaña los crepúsculos de invierno en Inglaterra, había ya cubierto la tarde en que empieza la acción de nuestro drama, las copas de los álamos más elevados del islote, y descendía lentamente de un celaje encapotado, presagiando una noche oscurísima, que se acercaba sensiblemente. Bien pronto al crepúsculo sucedió una claridad dudosa, débil, que desapareció en fin; la niebla envolvió á Londres, púsose húmeda y fría sobre la tierra, y unióse al fin más densa y más glacial sobre la corriente del río. Nada se vió entonces. Parecía que el caos tornaba á pesar sobre la creación.

Pero en medio de este caos se elevaba un rumor lejano, perdido, confuso; rumor extraño, difícil de analizar; era el álito de Londres que bebía en sus tabernas, que bailaba en sus salones, que se agitaba en sus plazas, que rompía la tierra de sus cementerios; era Londres oprimido por la rapiña y las horcas de un obispo canciller; Londres monopolizado por sus lores, Londres diezmado á la par por el hambre y por la peste, y que sin embargo, se embriagaba, danzaba, murmuraba y enterraba; aquel rumor era el gemido de un gigante enfermo.

Esto por la parte de Londres; en los campos y en el Támesis el más profundo silencio, y sin embargo, si algunos momentos después que la niebla se había enseñoreado de la noche, alguno que, colocado sobre cualquiera de las márgenes del islote, hubiese poseído un oído exquisito, hubiera notado un rumor imperceptible en las aguas, comparable en su origen al sonido ténue de una hoja movida por una brisa sutilísima, más sensible después, y semejante al que produce un cuerpo que agita el agua sin azotarla; rumor pausado, uniforme y continuo que hubiera anunciado á un marino la proximidad de un pequeño buque impulsado por remos; después hubiera sentido un choque débil, un estremecimiento pasajero, y después de un salto, las pisadas de un hombre sobre la maleza.

Y en efecto, así sucedió. Una barca pequeña, según podía juzgarse por el valor del ruido que producía su proa cortando el agua á impulso de dos remos hasta llegar al islote, arribó á su orilla, y de ella saltó una sombra, después de haber amarrado el batel á la maleza que se dejaba lamer de la corriente, tendiéndose á lo largo de ella cual si fuese una gigante y extraña cabellera; aquel sér, que merced á la niebla hubiera podido pasar por sombra, á no ser por el áspero ruido que producía en el ramaje al atravesarlo, revelando de aquel modo una existencia corpórea; se alejó hacia el centro del islote, y muy pronto dominó de una manera absoluta el silencio turbado un momento por su pasajera aparición.

Muy pronto se percibió en el río otro rumor semejante al anterior; otra lancha chocó de proa en la ribera del islote, á poca distancia de la primera; como ella fué amarrada á la maleza, y otra sombra saltó en tierra y adelantó, alejándose en la misma dirección que la anterior.

Y una tras otra atracaron sucesivamente al islote otras cuatro lanchas; una tras otra se perdieron por el mismo camino otras cuatro sombras.

La ribera sujetaba seis lanchas, seis sombras habían penetrado en el islote.

Inútil hubiera sido esperar otra aparición; pero si á nuestros lectores no place tal cantinela en un sitio húmedo por la doble influencia del río y de la niebla, sigamos, si es que no temen aventurarse, en la misma dirección de los seis personajes de las lanchas.

A poco que andemos, nos encontraremos en el centro del islote; pero ya que somos dueños del tiempo y del espacio, precedamos algunos momentos al primer espectro (si se nos permite llamar así á un sér que la oscuridad permite apenas entrever de una manera informe), al primer espectro, repetimos, que en tal noche y á tal hora visitaba el solitario islote del Támesis.

En el centro de la alameda que le cubría, en medio de un claro, se notaba una mole informe también, pero que demostraba ser una habitación de hombres, puesto que por las rendijas de una puerta mal cerrada, se veía luz en el interior.

Entremos, tomemos posesión de ella, y observemos.

Era una cabaña cuadrada, construída con ramas de árboles, cuyos intersticios estaban cubiertos con tierra amasada, y protegida por un techo de ramas y cañas, en cuyo centro había una claraboya circular, que, atendido un hogar formado con piedras y perpendicularmente situado bajo ella, servía, según probabilidades atendibles, para dar salida al humo en algunos casos, y entrada á la lluvia en otros: en torno de este hogar, sobre un suelo húmedo y resbaladizo; se veían seis piedras, destinadas sin duda á servir de asiento á seis personas. Esta cabaña no tenía otras aberturas para dar paso al aire y la luz que la claraboya que hemos descrito, y una estrecha puerta, al través de cuyas rendijas hemos hecho notar al lector el reflejo de una luz.

El aspecto de esta cabaña era desconsolador, por su rígida rusticidad, por su absoluta carencia de todo objeto propio para cubrir las necesidades más fútiles de la vida, si se exceptúan algunos haces de ramajes arrojados en un ángulo y algunas astillas de tea.

Por lo demás, prescindiendo de un hombre que, sentado sobre una de las piedras se veía al resplandor de una tea encendida, clavada en el suelo y próxima á consumirse, las cenizas esparcidas sobre el hogar y la densa capa de hollín que cubría las paredes y el techo, mostraban que aquella incómoda vivienda era habitada.

El hombre que hemos dicho se veía sentado sobre una de las piedras, era un joven como de veintidós años; su semblante, sin ser hermoso, poseía esas líneas atrevidas y vigorosas que constituyen la majestad de la antigua estatua romana; sus miembros robustos, musculosos, participaban á un tiempo de la fuerza del gladiator y de la agilidad del montañés: y todo este conjunto, tostado por el aire y por el sol, tenía algo de selvático, algo que hacía semejarse á este hombre al hombre de la naturaleza, cuando éste no conocía otro albergue que le protegiese del rigor de las estaciones, más que el ramaje de los bosques ó las estalactitas de una caverna.

Descendiendo á los detalles de este sér, la misma robustez, la misma energía que se notaba en su conjunto, se daba á conocer en cada una de sus partes: larga, espesa y negrísima cabellera; frente espaciosa; cejas negras, también anchas y dilatadas; ojos pardos, grandes y de mirada fija y sombría; nariz recta, de vigoroso perfil y órganos un tanto si se quiere exagerados; boca dotada en su desdén de cierta expresión de fuerza, en su sonrisa de una despreciadora insolencia; barba completa, negra y de medianas dimensiones; cuello corto, grueso y nervioso como el del toro; por lo demás, estatura de atleta.

El traje de este hombre era lo más estricto que darse puede: consistía en una especie de gabán que dejaba desnudos los brazos, las piernas y gran parte del pecho; este gabán era de una tela de lana fuerte y tupida, listada á cuadros por anchas líneas de colores que un tiempo debieron ser rojos y negros, pero á quienes había hecho desmerecer en gran manera la influencia del sol y de la lluvia. Este saco, que era lo único que le hacía no aparecer enteramente desnudo, estaba sujeto á su cintura con una tira de cuero, de que pendía un largo y ancho cuchillo corvo, con empuñadura de asta de ciervo y cubierto con una vaina de piel sin curtir; un tahalí de mismo cuero sujetaba á su espalda una especie de aljaba donde se veían algunos venablos, y últimamente, una ballesta arrojada en el suelo, completaba el armamento de este extraño personaje.

A más de las particularidades que hemos descrito, otras accidentales y casi del momento, le hubieran hecho notable á los ojos del más indiferente; su cabellera estaba impregnada de agua, así como su gabán, haciendo presumir que poco tiempo antes acababa de tomar un baño, indudablemente forzado, puesto que en sus brazos y en sus piernas se veían señales sangrientas, tales como las que pueden producir una caída desgraciada ó el golpe de un látigo.

Por lo tanto, no es de extrañar que nuestro héroe mostrase en su mirada un disgusto sombrío que le hacía aparecer fija y feroz, ni la frecuencia con que fruncía su entrecejo y mordía impaciente su labio inferior.

Aquel hombre era sin duda un fugitivo, porque al ruido producido por una ráfaga de viento sobre la techumbre de la cabaña, ó al mecer el ramaje de la cercana alameda, miraba con la expresión vaga de inquietud que marca el terror, á la puerta entreabierta; y perdido el rumor que le había alarmado, volvía á su inmovilidad y á su sombría expresión de disgusto.

Pero una de las veces en que su cabeza se elevó, como la de un ciervo perseguido que escucha á lo lejos los ladridos de los perros, no permaneció inerte como las veces anteriores; púsose en pie de un salto, levantó del suelo la ballesta, armó en ella un venablo, y después de pisar la tea que casi tocaba á su fin, desapareció por la puerta, dejando la cabaña envuelta en la más densa oscuridad.

Con una exquisita finura de oído, peculiar á los cazadores montañeses, había escuchado el leve rumor de unas pisadas en dirección á la cabaña, cuya puerta rechinó un momento después, empujada por alguno que penetró en el interior.

El choque de un acero sobre un pedernal se dejó oir instantáneamente, y algunas chispas lívidas irradiaron entre la oscuridad en el sitio de la cabaña donde se hallaba el recién venido; poco después dos teas ardían esparciendo en torno su opaca claridad y exhalando un humo compacto y resinoso.

Entonces se vió á su reflejo un hombre como de treinta y cinco años, vestido severamente de negro, y cubierta la cabeza con un gorro del mismo color, que sujetaba las guedejas de una cabellera gris, larga y espesa, que servía, por decirlo así, de marco á una cabeza en que un frenólogo hubiera hallado las protuberancias que distinguen á un pensador. Este hombre era de mediana estatura; vestía el traje de los abogados de aquella época, y, aunque arma impropia de su estado, ostentaba en su cintura, sujeto con un ceñidor de piel curtida, un puñal que casi llegaba á las dimensiones de espada. A pesar de lo solitario del sitio, un antifaz cubría el rostro de este hombre desde el nacimiento de la frente hasta la parte media de la nariz.

Hemos dicho que en un ángulo de la cabaña había algunos haces de ramaje, y ahora, á fuer de minuciosos descritores, diremos que parte de ellos fué trasladada al hogar, y que inmediatamente la luz de una hoguera hizo inútil, envolviéndola en su resplandor, la de las teas.

En este momento otro hombre entró, arrojó en torno una mirada inquisidora, y al reparar en el del antifaz, preguntó en voz gutural y marcada al que entraba, que no adelantó un solo paso:

—¿Qué hora es?

—La del sufrimiento, contestó el preguntado.

—¿Qué hora esperas? repuso el otro.

—La de la justicia.

—¿Quién eres?

—Hermano de mi hermana.

—¿Quién es tu hermana?

—La niebla.

—¿Tienes hermanos?

—Sí, los hermanos de la niebla.

—Bien venido seas, hermano.

Y aquellos dos hombres acortaron la distancia que les separaba, y se estrecharon las manos. Después el recienvenido fué á sentarse en la segunda piedra de la derecha del fondo.

Este nuevo personaje llevaba también antifaz; era robusto y joven, á juzgar por la energía de su mirada, que dejaba verse al través de las averturas del cuero negro que le enmascaraba; su traje era el de los cortadores de Londres; coleto y calzones de paño rojo, gorro de baqueta, medias azules y zapatos ferrados. Llevaba á la cintura, y en la misma forma que el de lo negro, un cuchillo ancho y afilado, cuyo principal destino era sin duda, atendida su forma, desollar reses. El más profundo silencio reinó durante un momento, antes de que se presentase otro nuevo interlocutor, que, como el del coleto colorado, se detuvo á la puerta.

—¿Qué hora es? le preguntó desde su asiento el hombre del traje negro.

—La del sufrimiento, contestó el interrogado.

—¿Qué hora esperas?

Una contestación igual á la que diera el cortador á esta pregunta salió de los labios de este tercer hombre, y las sucesivas fueron semejantes á aquéllas en un todo. Aquel diálogo era sin duda una seña.

Después de haber saludado y estrechado las manos á los dos amigos, este hombre fué á sentarse en la tercera piedra de la derecha. Su traje era el de los estudiantes de Londres de entonces: un bonete de bayeta negra, y una hopalanda á manera de toga de la misma tela; llevaba un antifaz como los otros, y, á juzgar por su talante, debía ser muy joven.

Otro hombre apareció inmediatamente; fué interrogado del mismo modo que los anteriores, y después de un saludo igual tomó asiento en la cuarta piedra.

Este hombre parecía anciano; vestía un traje y una capa de paño pardo; llevaba antifaz, y cubría sus cabellos un sombrero gris de ala ancha.

Un quinto interlocutor se dejó ver de la misma manera que los precedentes: fué asimismo interrogado, saludó y fué á sentarse en la quinta piedra.

Su traje era de ante, á que el tiempo había dado un color oscuro; su rostro estaba cubierto con un antifaz; su edad podría suponerse entre treinta y cuarenta años, atendida su mirada y el estado de su cabellera. La única arma de este hombre era un bastón ferrado, que, aunque de gran peso, manejaba como si fuera una caña.

Otro hombre, en fin, se dejó ver. Contestó como los anteriores á las preguntas que se le hicieron; pero su voz era mucho más sombría que la que antes que ella habían resonado en la cabaña; saludó á cierta distancia, y sin tender la mano á ninguno de los cinco hombres, fué á sentarse en la última piedra.

Su traje y su antifaz eran enteramente colorados; llevaba la cabeza descubierta, una cuerda del grueso de un dedo, lustrosa y usada, daba muchas vueltas á la cintura, y un largo espadón de á dos manos, de punta roma y encerrado en una vaina de acero blanco, pesaba sobre su espalda sujeta por un ancho tahalí con hebilla de hierro.

Las seis piedras estaban ocupadas; la luz de la hoguera reflejaba en seis hombres de trajes y edades diferentes, alumbrando un conjunto como no soñó la atrevida imaginación de Teniers en sus cuadros más originales.

El hombre que había ocupado la primer piedra, el que había interrogado á los otros cinco, se levantó entonces, y dirigiéndose al último, le preguntó:

—¿Sabes dónde estás?

—Sí, en el tribunal de justicia de los hermanos de la niebla.

—¿Quién te ha traído?

—Una lancha.

—¿Cómo te llamas?

—Entre vosotros, hermano de la niebla.

—¿Y entre los hombres?

—El verdugo de la prevostía de Londres.

Un estremecimiento involuntario se dejó oir en cada uno de los otros cinco, y el rumor de algunas frases inarticuladas se percibió momentáneamente.

—¡Silencio! exclamó el primer hombre; ¿y con qué objeto te has unido á nosotros?

—Con el de vengarme.

—¿De quién?

—De los hombres.

—Los hombres no pueden insultarte, tu posición te aisla; sobre tu traje colorado no es posible una mancha.

—No vengo representando mi presente; es una consecuencia de mi pasado; vengo por mi pasado.

—Déjanos ver tu rostro.

El verdugo se arrancó el antifaz; un semblante lívido, enflaquecido, en cuyas profundas órbitas brillaban unos ojos de mirada implacable, en que el sufrimiento ó el remordimiento habían impreso arrugas prematuras, se ofreció sucesivamente á cada una de las miradas de los cinco; semblante marcado por una sonrisa glacial que respondía por un corazón desgarrado por terribles penas.

—¿Cómo te han ofendido los hombres?

—Está en el corazón, contestó el verdugo; mi historia es un secreto que no me pertenece; mi historia os diría mi nombre; yo no tengo ya nombre, debo olvidarlo.

El verdugo sentóse de nuevo y guardó silencio.

—¿Y tú, quién eres? preguntó el que había interrogado al verdugo al quinto hombre.

—Hermano de la niebla; me llamo Tom Flavi, y soy uno de los llaveros de la torre de Londres.

Diciendo esto, se arrancó el antifaz y dejó ver un rostro franco y valiente, en que brillaba cierta expresión de entusiasmo.

El verdugo y el llavero se miraron como personas conocidas, pero de un modo particular.

—Y tú, ¿cómo te llamas? dijo el interrogante al cuarto personaje.

Púsose de pie y contestó:

—Aquí, hermano de la niebla; en la plaza del mercado, Jorge Rak, mercader de paños y lienzos.

Arrancóse el antifaz, y el verdugo vió en el semblante de este hombre, venerable ya por su ancianidad, otro antiguo conocido.

Sentóse Jorge Rak, y el presidente de aquella extraña asamblea se dirigió al tercer hombre.

—¿Quién eres, y cómo te llamas?

—Hermano de la niebla aquí, estudiante de teología en la Universidad; mi nombre es Williams Caridemus.

Descubrióse y dejó ver un semblante alegre á pesar de la gravedad de que quería revestirlo; un semblante picaresco y atrevido, con la bulliciosa sonrisa del estudiante vivaracho, que sólo cuenta dieciocho años. Sentóse y llegó el turno de ser interrogado en la misma forma al segundo hombre, que respondió:

—Soy hermano de la niebla, cortador de la muy noble carnicería de la buena y leal ciudad de Londres (el carnicero recalcó estas últimas palabras), y me llamo John Asta-de-buey; tras esto sentóse; despojóse del antifaz, y dejó ver un rostro orlado de larga cabellera, barba negra y revuelta, cejas descomunales, ojos atrevidos, nariz ancha y roma, y boca de estremada magnitud.

Sólo nos falta conocer la fisonomía, el nombre y la condición del presidente, que á su vez despojóse del antifaz, y dejó descubierto un semblante noble, majestuoso y dulce á la par, de color blanco mate, en que se marcaba un temperamento nervioso, de ojos grandes y lánguidos, de mirada fija y escudriñadora.

—Yo soy como vosotros, hermano de la niebla, abogado, y mi nombre Adam Wast.

Sentóse, y después de un momento de silencio, dijo:

—Todos nos conocemos, y nuestro conocimiento data de la misma fecha. Hace dos años nos reuníamos todos los días...

—En la Torre de Londres, en el patio de los calabozos, observó el estudiante interrumpiendo á Adam Wast.

—Cabalmente, en el patio de los calabozos, eso, es. Aquella era una época terrible. La Inglaterra tenía un trono sin rey, y un canciller regente sin corazón; las vidas, las honras y las haciendas eran patrimonio del obispo de Eli, y estaban á merced de los miserables sicarios que le rodeaban y aún le rodean; mi casa fué allanada, y mi persona reducida á prisión, porque invoqué ley en favor de un hombre ultrajado por el obispo.

—Y yo, por haber roto la cabeza á un arquero del canciller obispo, que pretendía vivir á mi costa robándome carne, observó John Asta-de-buey.

—Y yo, por haber defendido teológicamente, que el obispo de Eli era un diablo con sotana, añadió el estudiante de teología.

—Y yo, por haberme negado á satisfacer un doble derecho sobre mis géneros á los comisionados de los Aldermen, balbuceó el anciano Jorge Rak.

—Se nos había detenido injustamente, éramos inocentes, y nos unimos por simpatías; la Torre de Londres era para nosotros un libro en que leíamos, de una manera clara, infamias y desafueros que generalmente quedan consignados como un misterio en las páginas de piedra de aquel gigante maldito, y que no pueden concebir los que no han pasado sus poternas, que pocas veces se abren para dar salida á vivos; desde lo sombrío de nuestros calabozos meditamos sobre el destino de Inglaterra, y le vimos oscuro, tenebroso, sin que una lejana esperanza pudiese consolarnos. Vimos un trono abandonado por un rey guerreador, que no sabiendo engrandecer su país, hacerle libre y fuerte, y por consecuencia feliz, llevaba su espada á una empresa fanática, al lado de los fanáticos cruzados, perturbadores de un país para el cual eran un azote de Dios, vimos un hermano traidor, revolucionando la Normandía para arrancar una corona á su hermano; vimos un obispo convertido en ladrón y verdugo del pueblo, ídolo degradado, temido por una nobleza degradada, y vimos en fin un pueblo abandonado, insultado, azotado, robado y asesinado por el rey, por la nobleza, por el obispo, por los aldermens y por los soldados. Vimos un pueblo cobarde, murmurando en secreto, doblegándose y arrojándose á los pies de sus señores á la luz del sol.

—El pueblo no es cobarde, gritó el estudiante levantándose con energía, lo que falta al pueblo es conocer sus derechos; hágansele saber, y tendrá fuerza, una vez con fuerza, hará al rey cumplir con su deber, arrollará á su paso los que le insultan, y hará pedazos á los que le roben.

—Y bien, prosiguió Adam Wast, la verdad de esos principios te la he concedido yo cuando éramos compañeros de prisión; ¿pero dónde están los hombres capaces de ponerse al frente de ese pueblo dividido en bandos encarnizados; de ese pueblo sin abnegación y sin virtudes; de ese pueblo envilecido y viciado por el ejemplo de los que le venden? Y si los hay, ¿dónde están esos hombres capaces de jugar la cabeza por ese mónstruo ingrato que llama deber á los sacrificios, y que los olvida cuando no le sirven? ¿Dónde están esos hombres capaces de hacer lo que dicen, si es que son capaces de decir lo que sienten?

—Aquí, contestó el estudiante: ¡Yo! Que se me dé dinero, y respondo, para el toque de cubre-fuego de esta noche, de dos mil estudiantes.

—¡Dinero! ¡Dinero! Necesitáis comprar al pueblo, pagarle soldada para que sostenga sus fueros; necesitáis pagarle á peso de oro su cabeza para que la defienda; bien lo sabía, y no lo he olvidado. ¡He ahí oro!

Y Adam Wast arrojó al suelo un pesado bolsón de cuero.

—Si hay oro, yo respondo de los cortadores de Londres, dijo John Asta-de-buey.

—Y yo de los mendigos y los vendedores de la plaza del Mercado, añadió Jorge Rak.

—¿Y tú no ofreces nada?, preguntó Adam Wast á Tom Flavi.

—Respondo de todo. Daré suelta á los presos de la Torre, y os entregaré las armas depositadas en ella.

—Ya ves que todos contribuyen, dijo Adam Wast dirigiéndose al verdugo; sepamos lo que tú harás.

—Cortar la cabeza al obispo de Eli, contestó con acento feroz el verdugo.

—Para eso basto yo, hermano, exclamó haciendo un mohín de desprecio John Asta-de-buey.

—¿Y no podrás hacerte una falanje respetable de los bandidos y los ladrones con quienes te reunes después del cubre-fuego, contra los edictos del obispo, en cierta taberna de Sowttwark?

Un vivo carmín tiñó las mejillas del verdugo.

—Sí, dijo al fin dominándose; ¿para cuándo?

—Para esta noche, después del toque de cubre-fuego.

—Y bien, observó el viejo Jorge Rak, ¿qué podemos esperar como resultado de la reunión de esa gente?

—Una asonada.

—¿Y cuál será el resultado de esa asonada? apoyó tímidamente Tom Flavi.

—Tienes miedo, ¡voto á...! ¡El resultado! ¿Quién puede decir con seguridad: mañana la peste habrá dejado de afligirnos, el obispo y los aldermens estarán ahorcados, y azotados los archeros con sus propios talabartes? ¡Cuerpo de Cristo! ¿quién podrá decir si mañana alguno de nosotros será ahorcado?

Un estremecimiento involuntario é imperceptible, agitó los miembros de Jorge Rak.

—En ese caso, dijo el estudiante, tenemos la ventaja de ser amigos del verdugo.

—Y en fin, hermanos, añadió levantándose Adam Wast, la muerte nos amaga de una manera indudable. El hambre es la muerte; la peste es la muerte, la tiranía y las infamias del obispo son la muerte. ¿Qué esperanza nos halaga que no haya de sostenerse por nosotros? ¿A quién demandar ayuda, que sea fuerte y quiera dispensárnosla? Cuando el pueblo siente los triples azotes de la tiranía, el hambre y la peste, debe repeler los dos primeros con la fuerza, y hacerse digno, defendiendo sus fueros naturales, de que Dios le alivie del tercero. Adelante pues, nos ha desafiado y debemos recoger el guante.

Luego, tomando del suelo la bolsa y sacando de ella un puñado de florines.

—Toma, dijo al mercader, creo que con esto tendrás bastante para los vendedores del mercado.

Jorge Rak tomó el dinero y lo guardó en su escarcela.