Androcles y el león - George Bernard Shaw - E-Book

Androcles y el león E-Book

George Bernard Shaw

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Divertida comedia satírica en la que Androcles , un sastre cristiano amante de los animales, huye con su esposa de sus perseguidores romanos. En el bosque, se topa con un león salvaje herido al que calma y cura. Cuando Androcles es capturado y enviado con otros al Coliseo para ser ejecutado, el león que se supone debe matarlo resulta ser el que Androcles salvó... El emperador entra en la arena para observar más de cerca, y el león lo ataca. Androcles lo detiene y el emperador se salva. Entonces declara el fin de la persecución de los cristianos . La obra se escribió en una época en la que la Iglesia cristiana -en opinión de Shaw-, ejercía una significativa influencia en la sociedad y existía una cierta presión sobre los no creyentes en la vida pública. La inversión de roles en la obra posiblemente sirvió para despertar empatía en el público al que se dirigía. Los personajes también representan diferentes "tipos" de creyentes cristianos. La trayectoria y el desenlace de cada uno dejan claro con qué creyentes simpatiza más Shaw, especialmente con Lavinia, quien es seria y no hipócrita. La obra finaliza en una alegre y feliz admisión por parte de todos los personajes de las actitudes más dispares y diversas.

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Seitenzahl: 103

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Androcles y el león
George Bernard Shaw
Century Carroggio
Derechos de autor © 2025 Century publishers, s.l.
Reservados todos los derechos.Traducción e introducción de Juan Leita.Portada; León, cortesía de Canva.Isbn: 978-84-7254-605-9
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor y su obra
ANDROCLES Y EL LEÓN
PRÓLOGO
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
Introducción al autor y su obra
Por
Juan Leita
La sátira aguda y punzante de George Bernard Shaw se ha convertido, sin duda alguna, en uno de los grandes mitos de la literatura moderna. Como en todos los mitos, sin embargo, algo hay también aquí de ficticio o exagerado que en el fondo hace tambalear la misma auténtica valía de la persona o del hecho mitificados. Bernard Shaw no fue siempre el victorioso e irresistible autor satírico a quien nadie podía oponérsele en el mismo terreno. Son célebres, por ejemplo, sus discusiones y enfrentamientos dialécticos con otro gran autor contemporáneo suyo, Gilbert K. Chesterton. A este respecto, se cuenta una anécdota muy curiosa. A raíz del estreno de una de sus obras teatrales, Shaw envió dos entradas a Chesterton con la nota siguiente: «Aquí tiene dos entradas para el estreno de mi última obra, a fin de que usted pueda asistir en compañía de algún amigo, si lo tiene.» A esto el autor de las divertidas aventuras del padre Brown respondió de esta manera: «Le devuelvo las entradas que tan amablemente me ha enviado porque, sintiéndolo mucho, no podré asistir a la primera representación de su obra. Asistiré a la segunda, si la hay.»
La anécdota ilustra la idea de que también en su época hubo quien supiera emplear la sátira aguda y punzante con igual o mejor fortuna. No obstante, ello no empaña en modo alguno el valor y el mérito de un autor tan inteligentemente irónico y tan risueñamente mordaz como Shaw, sino todo lo contrario, porque un humorista verdaderamente grande y auténtico nunca pretende bromear con el único fin de «hacer reír» a los demás, salvándose siempre él de la quema de la sátira. Un humorista auténtico y de primera categoría nunca puede ofenderse ni sentirse herido ante una broma aguda que le devuelve con creces los efectos de su sátira. Aquello a lo que atiende en primerísimo plano es la idea, el concepto, el contenido intelectual penetrantes y originales de los cuales surgen, de manera natural y sólo como efecto necesario y posterior, la sátira, la ironía, la gracia y el humor irresistibles. Es un error patente el hecho de pensar que Shaw, que Chesterton, por ejemplo, no pretendieran otra cosa que gastar bromas y hacer reír a los demás. Su indiscutible humorismo estriba precisamente en que defendieron encarnizadamente sus ideas con el arma más aguda y punzante de cuyo filo concreto nacen únicamente la broma, la risa y el humor verdaderos. En esto el mismo Chesterton dio en el clavo cuando dijo en respuesta a uno de tantos críticos vulgares y ordinarios: «Bernard Shaw es a la vez sincero y divertido... Desafío a cualquiera a citar un solo caso en que Shaw haya tomado una postura, por razón de un chiste o de una novedad, que no sea directamente deducible del cuerpo de su doctrina tal como se expresa en cualquier parte de su obra... Decir que Shaw tiene siempre alguna aplicación inesperada de su doctrina para darla a aquellos que la oyen, es decir simplemente que Shaw es un hombre original.»
EN LA MÁS CERCANA ANTIGÜEDAD
George Bernard Shaw nació en Dublín (Irlanda) el 26 de julio de 1856, en el seno de una familia protestante que, a pesar de todos sus esfuerzos y de toda su buena voluntad (incluso enviaron a su hijo a un colegio católico), no logró dar a quien habría de ser la gloria y la honra histórica de los Shaw una formación sólida y positiva. Los primeros años escolares, en efecto, constituyeron un auténtico vacío para el futuro autor de Pigmalión. No hubo en su vida ningún profesor Higgins que, a pesar de su insólito carácter y de sus exabruptos pintorescos, supiera desvelar en aquel joven extraordinario sus magníficas y originales cualidades. Ni siquiera un profesor particular de latín advirtió que en aquel interior eran posibles numerosas hazañas literarias que no se circunscribían a los estrechos y rígidos cánones de la enseñanza oficial, por más clásica que fuera. Como todo buen artista, Bernard Shaw tendría que ir fraguando su espíritu y su personalidad de una forma autodidacta e independiente.
A la falta de una buena formación, se añadieron las profundas desavenencias entre sus padres, que acabaron irremediablemente en la separación matrimonial. El mundo escolar y familiar se desentendía así de una individualidad que, a todas luces, hubiera merecido mucha más atención y mucho más respeto. Indudablemente, todos estos factores tendrían que influir de modo negativo en el joven Shaw, que, a pesar de todo, supo afrontar con entereza y suprema ironía los avatares de su suerte.
A los veinte años se trasladó a Londres, decidiendo reunirse con su madre, que se dedicaba allí a dar clases de música. Sus aficiones literarias se habían despertado ya con fuerza. Sin embargo, sus primeros intentos constituyeron un rotundo fracaso. Novelas, publicadas por entregas, como Un socialista poco social y La profesión de Cashel Byron, no obtuvieron ninguna resonancia entre el público lector
Impulsado por ideales socialistas y democráticos, en el año 1884 ingresó en la Fabian Society, cuyo manifiesto redactó él mismo para la divulgación de los principios defendidos por aquella institución, reducida en cuanto al número de socios, pero vigorosa por lo que atañe a la calidad de sus miembros. En este período la fogosidad de Bernard Shaw alcanzó cotas considerables, llegando a protagonizar verdaderos tumultos como orador en el célebre Hyde Park de Londres. Allí no sólo desataría sus más preciadas características de humor sutil e ironía inigualable, sino que pondría los más serios fundamentos para una futura veracidad en el discurso teatral y en la fuerza de la representación escénica. En cierto sentido, pues, fue primero actor que comediógrafo.
Lo que de hecho, sin embargo, llevó a Bernard Shaw al campo real de las letras fueron la música y el arte, aprehendidos y saboreados al calor de la personalidad materna, a la que tanto admiraba y apreciaba, tal como se pone de manifiesto clarísimamente en Pigmalión con una figura similar a Lucinda Elizabeth Shaw (Gurly, de soltera). En 1885, en efecto, entró como crítico musical en el periódico Star, desde donde ampliaría su campo de crítica mordaz y temible al ámbito concreto del teatro. Bajo el extraño seudónimo de Corno di Basetto, colaboró también asiduamente en el World, hasta que, en 1892, probó él mismo fortuna en el teatro, arriesgándose a poner en práctica los criterios renovadores y un tanto cáusticos que habían fundamentado la mayor parte de sus críticas.
Con Casa de viudos, El amante y La profesión de la señora Warren, comprendidas por el mismo autor bajo el título genérico de «obras desagradables», Shaw puso de manifiesto ya en esencia los valores primordiales que más tarde le darían con todo merecimiento una fama universal. La sátira aguda y punzante contra todos los convencionalismos de la sociedad burguesa y tradicional juega ya aquí un papel importante y decisivo, empeñado en defender unos principios de ética social y democrática frente a todas las hipocresías y todos los conformismos sociales de la mentalidad británica de su época. Influenciado claramente por Henrik Ibsen, el gran autor noruego a quien admiraba profundamente y sobre quien hacía poco había publicado un brillante y encendido alegato titulado La quintaesencia del ibsenismo, también la libertad y el carácter innovador de su obra padecerían la persecución y la censura intransigentes que sufrieron los más célebres dramas del autor nórdico. Como Casa de muñecas, prohibida en varias naciones europeas, La profesión de la señora Warren fue retirada de escena por orden expresa del lord mayor de Londres.
No obstante, el primer gran paso ya se había dado y resultaba francamente difícil que censuras y prohibiciones externas lograsen detener el vigor imparable de una personalidad que no sólo reinventaba en cierto modo el teatro, sino que se expresaba allí de un modo tan vívido y sincero como si se encontrara aún en Hyde Park. Tras Cándida, uno de sus mayores aciertos dramáticos, Nunca se puede saber y El hombre del destino, sobre la figura de Napoleón, «tres obras para puritanos», tal como las clasificó su autor, llevaron rápidamente a Shaw a los primeros lugares de la fama y del mérito literarios en todo el mundo: El discípulo del diablo, con la que consiguió su primer éxito taquillero en Nueva York, La conversión del capitán Brassbound y César y Cleopatra.
César y Cleopatra constituye, sin ningún género de duda, una de las piezas más espectaculares de George Bernard Shaw, tanto por el atrevido e impecable montaje de la obra como por el ingenio humorístico y satírico que en ella derrocha. Ya su prólogo, con un dios Ra que no sólo azuza, sino que incluso insulta a los espectadores, la escena cobra de repente una modernidad cuyos ecos son todavía perceptibles en lo que se ha llamado muy posteriormente «teatro de vanguardia». La intención de Shaw no consiste, evidentemente, en trasladarnos a un pasado histórico con el único fin de reproducirlo fielmente y de mostrar lo que fue en un sentido objetivo. Se trata más bien de captar gracias a la distancia de la historia lo que quizá por su excesiva cercanía no puede verse con suficiente claridad. Se trata de reflejar, aunque sea con cierto anacronismo crónico, los defectos y las taras de una sociedad que se cree moderna y totalmente alejada de las antiguas barbaries. Una Cleopatra infantil y cruel, como todos los seres infantiles, y un César caduco y revestido de una madurez bonachona van plasmando en escena, siempre con renovada sorpresa y divertido interés, las lacras de un imperialismo que siempre es funesto e inevitablemente nocivo para los pueblos, a pesar de los entusiasmos nacidos de la irreflexión impulsiva y de todos los buenos propósitos humanistas. Por el genio casi mágico del comediógrafo, el espectador inglés (como también otros espectadores del mundo) iba reconociéndose en la sátira histórica, hasta el punto de pensar que aquella antigüedad era muy cercana.
Si César y Cleopatra tuviera que representarse hoy, con el gusto de última hora que pretende atraer al público con una remodelación actualizada de las piezas teatrales más famosas, quizá bastarían unos pocos cambios para traducir la enseñanza de la obra en términos de otros imperialismos y de otros sistemas políticos mucho más recientes y próximos a la postrera actualidad.
EN LOS INICIOS DE LA ERA CRISTIANA
Hasta la I Guerra Mundial, George Bernard Shaw prosiguió su incansable labor de crítica mordaz y regocijante a través del teatro, abordando los campos y los estamentos más diversos de la sociedad en que vivía. Comparado por A. C. Ward con lo que representó Sócrates para la Grecia clásica, Shaw aguijoneaba con ironías acuciantes y preguntas socarronas a la mentalidad de su época. Obras como Hombre y superhombre, La otra isla de John Bull, sobre el carácter irlandés, El comandante Bárbara, sobre el Ejército de Salvación, El dilema del doctor y Androcles y el león ponen en tela de juicio muchos de los principios y de las creencias tradicionales que han configurado la sociedad moderna. Desde la clase médica hasta la religión cristiana, la noción fundamental de respeto al hombre y su inteligencia, su don más peculiar y distintivo, es la piedra básica sobre la que Bernard Shaw va analizando y desmenuzando la complicada trama que ha urdido todas las convenciones en los más variados campos y estamentos sociales.
Concretamente, Androcles y el león aborda con gracia irresistible el tema tan delicado de la actitud y de las creencias cristianas. Como era de suponer, la comedia fue recibida con claras protestas y francas oposiciones no sólo por parte de los sectores católicos, sino también por parte de las instituciones protestantes. Se consideraba como algo a todas luces inadmisible el trato que Shaw daba al hecho histórico de los martirios acaecidos en los inicios de la era cristiana bajo el poder y la fuerza de la autoridad romana. El grupo de primeros cristianos llevados a Roma para sufrir el martirio por su fe daba la impresión, más bien, de ser un grupo de gamberros capaces de reírse de su propia sombra. Que el mismo centurión romano que los conduce sea quien haya de recordarles constantemente la obligación que tienen de comportarse como «auténticos mártires cristianos» y de adoptar una seriedad adecuada a su condición, corroboraba obviamente la idea de que existía en efecto en la obra un propósito de burla y de sarcasmo irreverentes.