César y Cleopatra
Una historia
George Bernard Shaw
Century Carroggio
Derechos de autor © 2025 Century publishers, s.l.
Reservados todos los derechos.Traducción e introducción de Juan Leita.Portada; César y Cleopatra en Egipto.Isbn: 9788472546066
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción
CÉSAR Y CLEOPATRA
PRÓLOGO
CONTRAPRÓLOGO
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
ACTO TERCERO
ACTO CUARTO
ACTO QUINTO
Introducción
Por
Juan Leita
La sátira aguda y punzante de George Bernard Shaw se ha convertido, sin duda alguna, en uno de los grandes mitos de la literatura moderna. Como en todos los mitos, sin embargo, algo hay también aquí de ficticio o exagerado que en el fondo hace tambalear la misma auténtica valía de la persona o del hecho mitificados. Bernard Shaw no fue siempre el victorioso e irresistible autor satírico a quien nadie podía oponérsele en el mismo terreno. Son célebres, por ejemplo, sus discusiones y enfrentamientos dialécticos con otro gran autor contemporáneo suyo, Gilbert K. Chesterton. A este respecto, se cuenta una anécdota muy curiosa. A raíz del estreno de una de sus obras teatrales, Shaw envió dos entradas a Chesterton con la nota siguiente: «Aquí tiene dos entradas para el estreno de mi última obra, a fin de que usted pueda asistir en compañía de algún amigo, si lo tiene.» A esto el autor de las divertidas aventuras del padre Brown respondió de esta manera: «Le devuelvo las entradas que tan amablemente me ha enviado porque, sintiéndolo mucho, no podré asistir a la primera representación de su obra. Asistiré a la segunda, si la hay.»
La anécdota ilustra la idea de que también en su época hubo quien supiera emplear la sátira aguda y punzante con igual o mejor fortuna. No obstante, ello no empaña en modo alguno el valor y el mérito de un autor tan inteligentemente irónico y tan risueñamente mordaz como Shaw, sino todo lo contrario, porque un humorista verdaderamente grande y auténtico nunca pretende bromear con el único fin de «hacer reír» a los demás, salvándose siempre él de la quema de la sátira. Un humorista auténtico y de primera categoría nunca puede ofenderse ni sentirse herido ante una broma aguda que le devuelve con creces los efectos de su sátira. Aquello a lo que atiende en primerísimo plano es la idea, el concepto, el contenido intelectual penetrantes y originales de los cuales surgen, de manera natural y sólo como efecto necesario y posterior, la sátira, la ironía, la gracia y el humor irresistibles. Es un error patente el hecho de pensar que Shaw, que Chesterton, por ejemplo, no pretendieran otra cosa que gastar bromas y hacer reír a los demás. Su indiscutible humorismo estriba precisamente en que defendieron encarnizadamente sus ideas con el arma más aguda y punzante de cuyo filo concreto nacen únicamente la broma, la risa y el humor verdaderos. En esto el mismo Chesterton dio en el clavo cuando dijo en respuesta a uno de tantos críticos vulgares y ordinarios: «Bernard Shaw es a la vez sincero y divertido... Desafío a cualquiera a citar un solo caso en que Shaw haya tomado una postura, por razón de un chiste o de una novedad, que no sea directamente deducible del cuerpo de su doctrina tal como se expresa en cualquier parte de su obra... Decir que Shaw tiene siempre alguna aplicación inesperada de su doctrina para darla a aquellos que la oyen, es decir simplemente que Shaw es un hombre original.»
EN LA MÁS CERCANA ANTIGÜEDAD
George Bernard Shaw nació en Dublín (Irlanda) el 26 de julio de 1856, en el seno de una familia protestante que, a pesar de todos sus esfuerzos y de toda su buena voluntad (incluso enviaron a su hijo a un colegio católico), no logró dar a quien habría de ser la gloria y la honra histórica de los Shaw una formación sólida y positiva. Los primeros años escolares, en efecto, constituyeron un auténtico vacío para el futuro autor de Pigmalión. No hubo en su vida ningún profesor Higgins que, a pesar de su insólito carácter y de sus exabruptos pintorescos, supiera desvelar en aquel joven extraordinario sus magníficas y originales cualidades. Ni siquiera un profesor particular de latín advirtió que en aquel interior eran posibles numerosas hazañas literarias que no se circunscribían a los estrechos y rígidos cánones de la enseñanza oficial, por más clásica que fuera. Como todo buen artista, Bernard Shaw tendría que ir fraguando su espíritu y su personalidad de una forma autodidacta e independiente.
A la falta de una buena formación, se añadieron las profundas desavenencias entre sus padres, que acabaron irremediablemente en la separación matrimonial. El mundo escolar y familiar se desentendía así de una individualidad que, a todas luces, hubiera merecido mucha más atención y mucho más respeto. Indudablemente, todos estos factores tendrían que influir de modo negativo en el joven Shaw, que, a pesar de todo, supo afrontar con entereza y suprema ironía los avatares de su suerte.
A los veinte años se trasladó a Londres, decidiendo reunirse con su madre, que se dedicaba allí a dar clases de música. Sus aficiones literarias se habían despertado ya con fuerza. Sin embargo, sus primeros intentos constituyeron un rotundo fracaso. Novelas, publicadas por entregas, como Un socialista poco social y La profesión de Cashel Byron, no obtuvieron ninguna resonancia entre el público lector
Impulsado por ideales socialistas y democráticos, en el año 1884 ingresó en la Fabian Society, cuyo manifiesto redactó él mismo para la divulgación de los principios defendidos por aquella institución, reducida en cuanto al número de socios, pero vigorosa por lo que atañe a la calidad de sus miembros. En este período la fogosidad de Bernard Shaw alcanzó cotas considerables, llegando a protagonizar verdaderos tumultos como orador en el célebre Hyde Park de Londres. Allí no sólo desataría sus más preciadas características de humor sutil e ironía inigualable, sino que pondría los más serios fundamentos para una futura veracidad en el discurso teatral y en la fuerza de la representación escénica. En cierto sentido, pues, fue primero actor que comediógrafo.
Lo que de hecho, sin embargo, llevó a Bernard Shaw al campo real de las letras fueron la música y el arte, aprehendidos y saboreados al calor de la personalidad materna, a la que tanto admiraba y apreciaba, tal como se pone de manifiesto clarísimamente en Pigmalión con una figura similar a Lucinda Elizabeth Shaw (Gurly, de soltera). En 1885, en efecto, entró como crítico musical en el periódico Star, desde donde ampliaría su campo de crítica mordaz y temible al ámbito concreto del teatro. Bajo el extraño seudónimo de Corno di Basetto, colaboró también asiduamente en el World, hasta que, en 1892, probó él mismo fortuna en el teatro, arriesgándose a poner en práctica los criterios renovadores y un tanto cáusticos que habían fundamentado la mayor parte de sus críticas.
Con Casa de viudos, El amante y La profesión de la señora Warren, comprendidas por el mismo autor bajo el título genérico de «obras desagradables», Shaw puso de manifiesto ya en esencia los valores primordiales que más tarde le darían con todo merecimiento una fama universal. La sátira aguda y punzante contra todos los convencionalismos de la sociedad burguesa y tradicional juega ya aquí un papel importante y decisivo, empeñado en defender unos principios de ética social y democrática frente a todas las hipocresías y todos los conformismos sociales de la mentalidad británica de su época. Influenciado claramente por Henrik Ibsen, el gran autor noruego a quien admiraba profundamente y sobre quien hacía poco había publicado un brillante y encendido alegato titulado La quintaesencia del ibsenismo, también la libertad y el carácter innovador de su obra padecerían la persecución y la censura intransigentes que sufrieron los más célebres dramas del autor nórdico. Como Casa de muñecas, prohibida en varias naciones europeas, La profesión de la señora Warren fue retirada de escena por orden expresa del lord mayor de Londres.
No obstante, el primer gran paso ya se había dado y resultaba francamente difícil que censuras y prohibiciones externas lograsen detener el vigor imparable de una personalidad que no sólo reinventaba en cierto modo el teatro, sino que se expresaba allí de un modo tan vívido y sincero como si se encontrara aún en Hyde Park. Tras Cándida, uno de sus mayores aciertos dramáticos, Nunca se puede saber y El hombre del destino, sobre la figura de Napoleón, «tres obras para puritanos», tal como las clasificó su autor, llevaron rápidamente a Shaw a los primeros lugares de la fama y del mérito literarios en todo el mundo: El discípulo del diablo, con la que consiguió su primer éxito taquillero en Nueva York, La conversión del capitán Brassbound y César y Cleopatra.
César y Cleopatra constituye, sin ningún género de duda, una de las piezas más espectaculares de George Bernard Shaw, tanto por el atrevido e impecable montaje de la obra como por el ingenio humorístico y satírico que en ella derrocha. Ya su prólogo, con un dios Ra que no sólo azuza, sino que incluso insulta a los espectadores, la escena cobra de repente una modernidad cuyos ecos son todavía perceptibles en lo que se ha llamado muy posteriormente «teatro de vanguardia». La intención de Shaw no consiste, evidentemente, en trasladarnos a un pasado histórico con el único fin de reproducirlo fielmente y de mostrar lo que fue en un sentido objetivo. Se trata más bien de captar gracias a la distancia de la historia lo que quizá por su excesiva cercanía no puede verse con suficiente claridad. Se trata de reflejar, aunque sea con cierto anacronismo crónico, los defectos y las taras de una sociedad que se cree moderna y totalmente alejada de las antiguas barbaries. Una Cleopatra infantil y cruel, como todos los seres infantiles, y un César caduco y revestido de una madurez bonachona van plasmando en escena, siempre con renovada sorpresa y divertido interés, las lacras de un imperialismo que siempre es funesto e inevitablemente nocivo para los pueblos, a pesar de los entusiasmos nacidos de la irreflexión impulsiva y de todos los buenos propósitos humanistas. Por el genio casi mágico del comediógrafo, el espectador inglés (como también otros espectadores del mundo) iba reconociéndose en la sátira histórica, hasta el punto de pensar que aquella antigüedad era muy cercana.
Si César y Cleopatra tuviera que representarse hoy, con el gusto de última hora que pretende atraer al público con una remodelación actualizada de las piezas teatrales más famosas, quizá bastarían unos pocos cambios para traducir la enseñanza de la obra en términos de otros imperialismos y de otros sistemas políticos mucho más recientes y próximos a la postrera actualidad.
EN LOS INICIOS DE LA ERA CRISTIANA
Hasta la I Guerra Mundial, George Bernard Shaw prosiguió su incansable labor de crítica mordaz y regocijante a través del teatro, abordando los campos y los estamentos más diversos de la sociedad en que vivía. Comparado por A. C. Ward con lo que representó Sócrates para la Grecia clásica, Shaw aguijoneaba con ironías acuciantes y preguntas socarronas a la mentalidad de su época. Obras como Hombre y superhombre, La otra isla de John Bull, sobre el carácter irlandés, El comandante Bárbara, sobre el Ejército de Salvación, El dilema del doctor y Androcles y el león ponen en tela de juicio muchos de los principios y de las creencias tradicionales que han configurado la sociedad moderna. Desde la clase médica hasta la religión cristiana, la noción fundamental de respeto al hombre y su inteligencia, su don más peculiar y distintivo, es la piedra básica sobre la que Bernard Shaw va analizando y desmenuzando la complicada trama que ha urdido todas las convenciones en los más variados campos y estamentos sociales.
Concretamente, Androcles y el león aborda con gracia irresistible el tema tan delicado de la actitud y de las creencias cristianas. Como era de suponer, la comedia fue recibida con claras protestas y francas oposiciones no sólo por parte de los sectores católicos, sino también por parte de las instituciones protestantes. Se consideraba como algo a todas luces inadmisible el trato que Shaw daba al hecho histórico de los martirios acaecidos en los inicios de la era cristiana bajo el poder y la fuerza de la autoridad romana. El grupo de primeros cristianos llevados a Roma para sufrir el martirio por su fe daba la impresión, más bien, de ser un grupo de gamberros capaces de reírse de su propia sombra. Que el mismo centurión romano que los conduce sea quien haya de recordarles constantemente la obligación que tienen de comportarse como «auténticos mártires cristianos» y de adoptar una seriedad adecuada a su condición, corroboraba obviamente la idea de que existía en efecto en la obra un propósito de burla y de sarcasmo irreverentes.
La verdadera intención de Bernard Shaw, sin embargo, era la de plasmar a través de una situación chocante y casi bufonesca la autocrítica que todo cristiano debería hacerse a sí mismo, en el caso de una honrada y sincera revisión de los hechos y de las actitudes. Si una mentalidad tolerante y transigente con todas las religiones, como fue la mentalidad romana, adoptó tan incomprensiblemente, desde el punto de vista lógico e histórico, una posición de intolerancia y de intransigencia con el nuevo movimiento cristiano, muy probablemente es que también dentro del cristianismo había por lo menos algo de intolerancia y de intransigencia nucleares que provocó la reacción del mundo romano. Si se había admitido ya una «democracia religiosa», es que el cristianismo tenía la pretensión real y efectiva de combatir y de negar esta democracia. Para Shaw, no obstante, esta interpretación de los hechos históricos no implicaba en modo alguno el rechazo absoluto de que un cristiano fuera fiel y seriamente convencido de su visión concreta. El personaje de Lavinia, que sostiene hasta el final sus creencias, así lo prueba. Pero también prueba que, a la vez, es necesaria y del todo imprescindible una asunción de la democracia religiosa, admitiendo a la postre la pluralidad de visiones concretas e incluso la incredulidad. Por esto la culminación de la obra consiste en una alegre y feliz admisión por parte de todos los personajes de las actitudes más dispares y diversas. Androcles y el león, a pesar de su brevedad y de su simple estructura argumental, es una de las piezas más chispeantes y cómicas de Bernard Shaw. Adaptada al cine hace ya tiempo, con igual escándalo en varios países, podría gozar perfectamente de una nueva versión actual. Para darnos cuenta de las posibilidades internas de su poderosa comicidad, basta indicar un reparto imaginario, pero bien significativo: el protagonista, pequeño, ingenuo, problemático, irrisorio, Woody Allen; la protagonista, desenfadada, tenaz, inteligente, Monica Vitti; el centurión romano, grotesco, rígido, involuntariamente cómico, Alberto Sordi; el cristiano de músculos de acero, fuerza inusitada y escasa luz mental, Bud Spencer; el empresario de gladiadores, servil, cobarde, despótico, ladino, interesado, Louis de Funes; el emperador romano, ampuloso, magnífico, débil, vanidoso, Vittorio Gassmann..., hasta completar los papeles secundarios con un brillante elenco de figuras artísticas.
EN LOS INICIOS DE NUESTRO SIGLO
Si en un largo repertorio de obras teatrales hábiles y divertidas George Bernard Shaw analizó críticamente el imperialismo británico, el moralismo hipócrita, el afán de poder, la caridad contradictoria, el carácter irlandés, la clase médica, la religión tradicional y tantos otros temas de candente controversia, tampoco el militarismo se escapó de su enérgica y ridiculizante sátira. El hombre y las armas es la comedia que configura esta crítica acerada. Como su mismo título lo indica, la obra se propone contestar al ideal heroico e idealizado que se condensa en las primeras palabras de La Eneida, el gran poema de Virgilio que poetizó, quizás un tanto irreflexiblemente, una actitud al fin y al cabo poco ideal y poetizable: «Arma virumque cano», «yo canto al hombre y a las armas».
Una de las obras preferidas por el público londinense, esta «comedia antirromántica» arremete contra el espíritu militar concebido como valentía, denuedo y honor a ultranza. Ya en el primer acto, una muestra extraordinaria del fantástico poder cómico de Shaw, asistimos a la realidad de verdad que hay tras el esfuerzo y el coraje del hombre que debe enfrentarse, muy a pesar suyo, a los presupuestos y a las condiciones esenciales de la guerra. Ni la valentía ni la cobardía son, según Bernard Shaw, elementos que puedan distinguirse clara y distintamente, ni mucho menos objetivarse como base fundamental que construya una ideología o una concepción de la vida. Aquello que debe apreciarse y ensalzarse ante todo es la inteligencia humana, incluso en aquellos casos límites en que parece haberse perdido cualquier noción de razonabilidad, como es el caso de la guerra. Así el protagonista de la obra, medroso y apocado como el que más, esconde en su interior una sagacidad y un ingenio tan notables, que a fin de cuentas es alabado incluso por aquellos que sólo ven denuedo y honor por todas partes.
Al lado de esta comedia, y situada también en los inicios de nuestro siglo, hay que comentar la obra más conocida por el gran público e inevitable en cualquier selección de las comedias más representativas de George Bernard Shaw: Pigmalión. Llevada al cine varias veces, con las actuaciones inolvidables de Leslie Howard, Rex Harrison, Audrey Hepburn, Pigmalión es una maravilla teatral en la que se exponen con gracia arrolladora e ironía picante los más variados aspectos de una sociedad burguesa que de hecho se contradice a sí misma con sus propios logros y éxitos deslumbrantes. Ni la protagonista, pobre e inculta, es un simple títere que pueda servir de mero experimento, ni su padre, inmoral y liviano, es un dechado de conducta intachable que pueda representar a la burguesía digna y honorable. La condición necesaria del respeto al individuo vuelve aquí a aflorar con toda su fuerza y todo su chocante impacto gracias a la pluma ágil y enormemente creativa de Bernard Shaw.
La obra ha sido readaptada a menudo con diversos criterios y distintos propósitos de traducibilidad. Se ha creído que la gracia y el humor concretos de la pieza sólo podían captarse a base de una trasplantación a áreas o niveles lingüísticos similares. A ese respecto, hemos de señalar que en la presente traducción se ha evitado adrede cualquier intento de readaptación o reaplicación, dado que la obra en sí ofrece ya suficientes elementos como para dar pie a una representación escénica con todas las garantías de comicidad y de atractivo populares. Por otra parte, el mismo texto inglés no insiste tanto en las expresiones o dichos chocarreros como en la extemporaneidad de la reacción psicológica y de la pronunciación. De ahí que este aspecto sea absolutamente confiable a la pericia y a la vis cómica de los actores, sin ninguna necesidad de recurrir a casticismos sudamericanos, andaluces o madrileños, pongamos por caso. Siempre es mejor la fidelidad al texto original que una pobre, indigna o muy discutible trasplantación a ámbitos nuevos y extraños.
Pigmalión, ni que decir tiene, constituye la comedia más famosa de George Bernard Shaw. Quizá gran parte del público la conoce, a través de espectaculares versiones cinematográficas o televisivas, sin saber siquiera el nombre de su autor. En este punto, también la obra creada se ha revelado contra su Pigmalión. Pero de esto no sería Bernard Shaw quien se quejara, porque en su mente estaba muy claro que ante todo importaban las ideas y el influjo de estas ideas. Ante todo le importaba su creación, el interés y el regocijo interno por su creación, más que el orgullo de su capacidad personal y la exigencia indeclinable de la firma creativa.
Digamos finalmente que el epílogo de la obra, lógicamente desconocido por el gran público a causa de su carácter intrínsecamente ajeno a la representabilidad teatral, constituye un alarde de buen tino y de acierto ideológicos y humanos. No sólo el feminismo tiene en esta pieza maestra un alegato magnífico para su causa, sino también el pensamiento crítico en general con respecto a muchas ideologías, derechistas, nietzscheanas, izquierdistas o simplemente burguesas, de la vida.
EN EL MÁS CERCANO FUTURO
Tras la I Guerra Mundial, Bernard Shaw prosiguió su ingente labor literaria, aunque quizá sus producciones teatrales fueron más lentas y espaciadas. Las obras más destacables de este período son La casa de las penas, burla cómica y mordaz de la sociedad británica, Volviendo a Matusalén y Santa Juana, ejemplo más que notable de madurez por lo que se refiere al dominio del diálogo y a la agudeza dialéctica.
Aunque estrenada en Londres en 1921 -y un año antes en Nueva York-, La casa de las penas fue iniciada por Shaw en 1913. Como señala el propio autor en el subtítulo, se trata de una «fantasía sobre temas ingleses tratados de un modo ruso»: es una clara alusión al teatro de Chejov, del que toma como tema el aburrimiento y frustración de un sofisticado grupo de gentes de la clase alta, conscientes de haber perdido su función social y su propio sistema de valores. En ese sentido, la «casa» metafórica es la sociedad europea de la preguerra, enfrentada a sus contradicciones y abocada a la certeza de un desastre inminente, que en la comedia adoptará la forma de la explosión de los propios medios de destrucción acumulados, en el transcurso de un ataque de la aviación enemiga. El brillante humorismo de las situaciones y diálogos tiene aquí un regusto amargo, que es también el que se desprende de una obrilla menor, El inca de Perusalem -también de 1913-, en la que se ironiza con la figura del emperador alemán Guillermo II, aunque en este último caso destaque por encima de todo la comicidad.
En 1926 la comisión Nobel de la academia sueca otorgó a Shaw el preciado galardón «por su obra literaria, toda ella penetrada de idealismo y de humanidad, y a cuya aguda sátira se mezcla con frecuencia una singular belleza poética», tal como rezaba el escrito de la comisión para la concesión formal del premio. Shaw, sin embargo, opuesto siempre a toda clase de honras y de agasajos personales, rechazó en principio la famosa distinción, para acabar aceptándola únicamente bajo la condición de que la importante cantidad monetaria intrínseca al galardón fuera dedicada al establecimiento de una institución cultural, la fundación literaria anglo-sueca, destinada a la promoción en Inglaterra, mediante subvenciones y traducciones, de los más famosos autores suecos.
Había llegado a la más alta cima de la fama y del reconocimiento universales como escritor. No obstante, ello no influyó lo más mínimo en la línea libre, independiente y tenaz que siempre había seguido. Totalmente fiel a los principios que había sostenido ya desde su juventud: su ideal de lucha por el progreso moral y material de la humanidad, así como de crítica de todos los convencionalismos sociales, Bernard Shaw apuntó desde entonces preferentemente a un teatro de carácter político. En este sentido, cabe reseñar Ginebra, sobre problemas de política internacional, En los tiempos dorados del buen rey Carlos y El carro de las manzanas.
El carro de las manzanas es una pieza de comicidad y de humorismo muy maduros cuya acción se sitúa a finales del presente siglo. A través de personajes muy reales y muy arquetípicos a la vez, Bernard Shaw nos introduce en el mismo seno de las maniobras políticas que, tanto por un lado como por otro, manifiestan unos intereses y unas motivaciones de trasfondo que muy poco tienen que ver con la honradez y la veracidad de las convicciones que serían de desear. Un rey astuto, liviano y enormemente hábil, un primer ministro débil, vacilante e incapaz de llevar a buen término las decisiones más claras y tajantes, así como un socialista de pacotilla, obtuso, manejable como un títere y preocupado únicamente por su prestigio personal, son los personajes principales de una trama aparentemente sencilla que poco a poco va atando al espectador con la chispa regocijante de los diálogos y las salidas inesperadas del proceso seguido.
Obra de política-ficción, alejada en el tiempo para crear la distancia necesaria que permita una mayor agilidad a la visión crítica, lo que sucede y se dice en El carro de las manzanas no parece ni mucho menos lejano ni ficticio en el momento de compararlo con lo que sucede y se dice en ámbitos políticos reales de la actualidad, de manera que al espectador de hoy mismo podría muy bien darle la impresión de que se encuentra en realidad en el más cercano futuro. La perspicacia de Bernard Shaw se demuestra, pues, aquí con toda su fuerza, al conseguir un análisis satírico que trasciende verdaderamente el marco concreto y estrecho de una política determinada de una sola época.
Retirado los últimos años de su larga y fecunda vida en Ayot Saint Lawrence, el creador de Pigmalión prosiguió trabajando infatigablemente e imaginando nuevas tramas teatrales para sus adictos y fervientes espectadores de todo el mundo. El partido laborista inglés le ofreció la dignidad de par del reino y el ingreso en la orden del mérito. Sin embargo, Shaw rehusó ambas ofertas, siempre fiel a su resuelta oposición a homenajes y ensalzamientos ficticios de la personalidad individual. Su muerte, acaecida en Ayot Saint Lawrence (Herts) en el año 1950, significaba una pérdida irreparable para el espíritu y la cultura universales.
No dudamos de que la lectura de esta selección será muy del agrado del lector. El humor no se beneficia con burdas exageraciones y contrastes disparatados, sino con la fina ironía y la dialéctica inteligente. Quien aborde la lectura de estas piezas teatrales de Shaw, profusamente adornadas con minuciosas acotaciones escénicas, retratos psicológicos de los personajes principales, indicaciones constantes sobre cada reacción concreta y detalladísimas descripciones de los decorados, hasta el punto de que ha podido afirmarse, con razón, que Shaw creó un género literario nuevo, medio novela y medio teatro, se dará cuenta de que pocos, muy pocos, humoristas pueden ponerse a la altura de este maestro del ingenio irónico y satírico. Porque su tarea principal no fue precisamente el oficio de «hacer reír», sino el de defender encarnizadamente unas ideas con el arma más poderosa del hombre, que es su inteligencia. De ahí que su más sincero y entrañable enemigo, Gilbert K. Chesterton, dijera ya en 1910, con acentos proféticos y con indiscutible verdad: «De nuestro tiempo podrá decirse que, cuando el espíritu de la negación ocupó la última ciudadela, renegando de la vida misma, hubo algunos, y especialmente uno, cuya voz fue oída y cuya espada nunca se rompió»: George Bernard Shaw.
CÉSAR Y CLEOPATRA
UNA HISTORIA
Comedia en un prólogo, un contraprólogo y cinco actos, estrenada en el teatro Savoy de Londres el 25 de noviembre de 1907.
Personajes
GUARDIÁN PERSA
BELZANOR
CENTINELA NUBIO
BEL AFFRIS
FTATATITA
JULIO CÉSAR
CLEOPATRA
POTINO
TEODOTO
PTOLOMEO XIV
AQUILAS
RUFIO
BRITANO
LUCIO SEPTIMIO
CENTURIÓN
PROFESOR DE MÚSICA
CHARMIAN
IRAS
MAYORDOMO
APOLODORO
PRÓLOGO
En el umbral del templo de Ra en Menfis. Reina una profunda oscuridad.
Un majestuoso personaje con cabeza de halcón se hace misteriosamente visible en virtud de su propio resplandor en medio de la oscuridad del templo. Observa a los espectadores con enorme desprecio y luego se dirige a ellos con las siguientes palabras: