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Hacía cinco años que Luciano de Valenza había conseguido salvar de la ruina el negocio vinícola de la familia Linwood... Pero también había conquistado el corazón de la joven e impresionable Kerry Linwood. Sin embargo, había acabado en la cárcel por culpa de un desfalco que no había cometido. Ahora que era libre de nuevo tenía la intención de limpiar su reputación. Estaba seguro de que los Linwood le habían tendido una trampa, por eso planeaba quedarse con todo lo que les pertenecía... incluyendo a Kerry, que no había hecho nada por ayudarlo cuando más la necesitaba. Pero él se encargaría de darle a cada uno su merecido...
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Seitenzahl: 321
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
ÁNGEL NEGRO, Nº 7 - Julio 2012
Título original: Dark Angel
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicado en español en 2004.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0689-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Las vallas de protección contenían a los medios de comunicación, que esperaban con cámaras y micrófonos a la salida del Tribunal de Justicia. Cuando apareció Luciano da Valenza rodeado de su triunfante equipo legal, sus hombres de seguridad se apresuraron a apartar a los periodistas que querían saltar las vallas. Con más de un metro ochenta de altura y una constitución atlética, Luciano hacía que sus acompañantes parecieran pequeños. Durante un segundo se quedó quieto y sus ojos dorados brillaron contrastando con su rostro delgado y bronceado, reflejando la emoción que sentía.
Era libre: no tenía esposas, guardas que lo vigilaran ni tenía que volver a una celda de dos metros y medio por tres. Por primera vez después de cinco años infernales, volvía a tener el derecho a la libertad y a la dignidad. Pero nada podía devolverle esos años ni cambiar el hecho de que el sistema legal inglés podría haberle evitado la condena, pero se detuvo justo antes de declararlo inocente.
–¿Qué va a hacer ahora? –gritó un periodista italiano.
–Seguiré luchando –a Luciano le sorprendió la pregunta, porque para él era impensable descansar antes de que hubiera limpiado su nombre y sus enemigos hubieran pagado.
–¿Qué planes tiene? –volvió a preguntar el mismo periodista.
Luciano sonrió peligrosamente.
–Una copa de Brunello Reserva de 1925 y una mujer.
La declaración levantó una oleada de risas, y Felix Carrington, el abogado de Luciano, se preguntó cuál de las mujeres que parecían encontrar irresistible a su cliente daría la talla. ¿Constanza, la elegante morena italiana que era sin duda la ayudante más leal y discreta del mundo? ¿Rochelle, la belleza rubia y sexy que había retirado su testimonio basándose en que había estado borracha y consternada cuando hizo la declaración? ¿O Lesley Jennings, la abogada inteligente y atractiva de la firma legal de Felix, que no había parado hasta conseguir la libertad de Luciano? Lo más probable era que una nueva cara captara el interés del hombre, alguna mujer de los medios de comunicación o de la sociedad que también se hubiera dedicado a su causa con energía.
Cinco años atrás, cuando Luciano da Valenza había sido juzgado, declarado culpable y encarcelado, el acontecimiento sólo se reflejó en unas cuantas líneas de un periódico local. Por entonces era simplemente un mediador extranjero contratado por los Linwood desde Roma, aunque en Italia ya era conocido como un prometedor hombre de negocios.
Justo después del juicio, el conde Roberto Tessari, un noble italiano de enorme fortuna e integridad intachable, había salido de la nada y contratado a Carrington & Carrington de parte de Luciano para que crearan un equipo de defensa de primera categoría. El hombre también había asegurado los bienes de Luciano al pagar las multas de su propio bolsillo, antes de poner su cuenta bancaria a disposición de la lucha para apelar contra la condena de Luciano y conseguir su libertad.
A pesar de los esfuerzos de Tessari para mantener el asunto en secreto, alguien había hablado, y al comenzar los rumores, un importante periódico había impreso un artículo de dos páginas sobre Luciano da Valenza. La investigación había sacado a la luz todos los elementos preferidos por la prensa popular: secretos, ilegitimidad, sufrimiento y pobreza. En ese preciso momento, Luciano acababa de demostrar que era un criminal poco corriente. Mientras se recuperaba de una violenta paliza propinada por otros presos que envidiaban su popularidad, había arriesgado su propia vida para rescatar a un funcionario de un incendio en el hospital de la cárcel. Se hizo un documental televisivo cuestionando su culpabilidad, y el programa generó un gran interés en su causa que le fue muy favorable.
Cuando dieciocho meses atrás Tessari había muerto después de reconocer a Luciano como su hijo y de dejarle todos sus bienes en un intento de limpiar su conciencia, Luciano se había convertido en un hombre extremadamente rico. Ni una sola vez durante los años de cárcel el conde había visitado a su hijo o había intentado ponerse en contacto con él. Además, Felix había tenido que usar todos los argumentos posibles para convencer a su orgulloso cliente de que no podía permitirse rechazar esa herencia si quería su libertad.
–Gracias por todo lo que has hecho –dijo Luciano con sinceridad mientras se despedía de Felix Carrington con un firme apretón de manos–. Estaremos en contacto.
¿Una copa de vino y una mujer? Eso no tenía sentido. ¿A quién había querido impresionar?, se preguntó Luciano mientras se metía en la limusina que lo estaba esperando. Sonrió amargamente sintiendo rabia por todo lo que había tenido que aguantar. Era como si toda su vida hubiera tenido que luchar para que los demás lo valoraran.
–¿Por qué te esfuerzas tanto en la escuela? Eso no te llevará a ningún lado… Eres el hijo bastardo de Stephanella da Valenza y todo el mundo te lo va a recordar. No llames la atención, compórtate como los otros niños –le había dicho su difunta madre con ansiedad, intentando comprender a un chico de doce años que se preocupaba por cosas que a ella nunca le habían interesado.
Desde entonces Luciano había seguido su propio camino, y sabía que no saborearía el Brunello Reserva, ese estupendo vino de las colinas toscanas de su niñez, hasta que hubiera solucionado varios problemas y se sintiera satisfecho. Primero, lo referente a la familia Linwood. Él era el único que no pertenecía a la familia y la única persona prescindible, y habían hecho de él un cabeza de turco. A cambio, él había arruinado la cadena de almacenes de vinos en la que se basaba la fortuna familiar. En realidad, el proceso había comenzado más de un año antes, y sólo Rochelle había salido indemne. Para reconocer los esfuerzos que Rochelle había hecho para reparar los daños, él estaba dispuesto a recompensarla.
Y además estaba la hermanastra pequeña de Rochelle, Kerry Linwood. Al pensar en su antigua prometida, Luciano sonrió con dureza y sus facciones se acentuaron. Ella había despertado los instintos protectores de Luciano y él se había convencido a sí mismo de que ofrecerle cualquier otra cosa que no fuera el matrimonio sería un insulto. Pero cuando los Linwood lo eligieron como chivo expiatorio, Kerry debía de haber estado enterada de todo.
¡Por supuesto que ella sabía que le habían tendido una trampa! ¿Por qué si no había roto su compromiso sin dar una explicación satisfactoria el día anterior a su arresto? Lo que sentía por ella le había costado caro, y era un error que no volvería a cometer con ninguna mujer. Kerry lo había traicionado por completo.
¿Venganza? No, no hacía falta hacer un drama. Aunque sentía deseos de dejar que sus genes sicilianos lo llevaran hacia el placer de la venganza, Luciano era un hombre sofisticado. Para asegurarse la justicia que ansiaba, cada paso que había dado y que daría en el futuro seguiría siendo formal y ético. Su abuelo materno habría abandonado Sicilia en circunstancias parecidas, pero Luciano era un hombre más instruido y mucho más inteligente. Pero, aun así, deseaba ver sufrir a sus víctimas.
–No deberías pensar en los Linwood –dijo en italiano la morena delgada que se sentaba a su lado–. Éste es un día muy especial… ¡Vívelo, Luciano!
Cuando Luciano miró a Constanza, una brillante sonrisa iluminó su rostro sombrío. Agarró la mano expresiva que ella había levantado para acentuar su frustración.
–Lo viviremos juntos… te lo prometo.
–Entonces vayámonos a casa, a Italia –pidió Constanza–. ¡Ahora mismo!
–Todavía no estoy preparado –confesó Luciano–. ¿Qué tal si te tomas unas vacaciones? Después de haber trabajado incansablemente en mi causa todos estos años, creo que te las mereces.
Al oír la sugerencia Constanza apretó sus labios de color frambuesa y no dijo nada. Sabía reconocer una advertencia y hasta dónde podía llegar con Luciano sin traspasar los límites.
Ahogando un suspiro, Luciano se acomodó en una de las esquinas de la limusina. En la prisión había aprendido a vivir sin el lujo del espacio y sin comodidades mientras luchaba contra el sistema, un sistema implacable e inflexible que no tomaba en serio a quienes afirmaban su inocencia. A menudo lo habían encerrado en su celda durante veintidós horas al día, y eso era una tortura especialmente cruel para un hombre que siempre había apreciado los espacios abiertos del campo.
Dejó a un lado esos pensamientos sombríos y sintió un deseo irrefrenable de aspirar de nuevo el delicado aroma de las vides que crecían en las laderas empinadas de Villa Contarini. Había vivido allí hasta que tenía ocho años, jugando en los robledales, buscando trufas y recogiendo hongos para su madre.
Se imaginó a sí mismo en lo alto de una de esas laderas, observando el brillante cielo azul y el cálido sol con alegría. Entonces pensó atónito que en ese momento él era el dueño de Villa Contarini, uno de los más importantes viñedos toscanos. Recordó con amargura que una vez había alimentado la fantasía de llevar a Kerry a casa como su prometida, a un viñedo mucho más pequeño.
Muy pronto Luciano se había dado cuenta de que en esta vida había que esforzarse. Para comprar el viñedo había tenido que forjarse cierta reputación en el mundo de los negocios y ganar dinero. Pero ahora podía reorganizar sus prioridades porque, irónicamente, el padre al que había despreciado desde que se conocieron se había asegurado de que Luciano no tuviera que esforzarse más para ganarse la vida.
–He mantenido a parte del personal… pensé que te gustaría que alguien te preparara la comida y contestara al teléfono cuando yo no estoy –le dijo Constanza mientras salían de la limusina frente a una elegante casa, situada en uno de los barrios residenciales más impresionantes de Londres.
Luciano aceptó la llave que Constanza le tendía y entraron en la casa.
–Señor da Valenza… –una mujer mayor totalmente vestida de negro se apresuró a recibirlos en la espaciosa entrada–. Soy la señora Coulter, su ama de llaves. Algunas personas lo están esperando en el salón.
Luciano frunció el ceño y la señora Coulter abrió una puerta de paneles al otro lado de la entrada, pues él nunca había estado en la casa que perteneció a Roberto Tessari y no sabía dónde lo esperaban. Al entrar en la elegante habitación se encontró frente a tres mujeres sentadas en silencio y tuvo que ahogar un quejido de frustración.
Rochelle Bailey, la hijastra rubia, hermosa y atrevida de Harold Linwood, lucía un escote muy pronunciado y una falda lo suficientemente corta como para provocar un ataque al corazón a un hombre privado de sexo.
Lesley Jennings se sentaba a su lado. Era la inteligente abogada de Carrington & Carrington, cuyas visitas a la prisión, agudeza y humor le habían animado muchas horas aburridas.
Y por último, Paola Massone, una prima lejana e hija del famoso vendimiador, que había heredado el título de Roberto Tessari pero nada de su dinero. Morena, espléndida y segura de sí misma, le dirigió una mirada que reflejaba la superioridad que sentía. Nacida en una familia ilustre aunque empobrecida, Paola quería unir su clase social con el dinero de Luciano, hacer vino y… otras cosas con él.
Con una sonrisa burlona en sus labios rosados, Rochelle se levantó.
–Muy bien. ¿A cuál eliges, Luciano? –preguntó con brusquedad.
Constanza intervino y dijo con desdén:
–¿No se os ha ocurrido pensar que a lo mejor a Luciano no le apetece recibir invitados?
–¿No has oído lo que dijo tu jefe al salir del tribunal? Hemos visto las noticias y estamos bien informadas –dijo Rochelle echando hacia atrás su cabellera rubia y desafiando a Constanza–. Quiere una mujer… y aquí estamos.
Lesley Jennings se rió estrepitosamente y Paola les dirigió una mirada aburrida. Ninguna de las tres parecía dispuesta a marcharse y Luciano reconoció que tenía un problema. A pesar de su deseo sexual, Rochelle, que era dada a la vida libertina, estaba fuera de juego. ¿Lesley? No, porque Luciano aún tenía asuntos pendientes con la firma legal, y aunque ella estuviera dispuesta a arriesgar su reputación relacionándose con un hombre a quien se había considerado un criminal, él no iba a dejar que cometiera ese error. ¿Y Paola? Su proposición era exquisita, perfecta y descarada, pero era demasiado pronto para comprometerse.
Con cada músculo de su cuerpo tenso por el esfuerzo, Kerry metió el tronco en la carretilla, pero ésta se inclinó con el peso y el tronco volvió a caer al suelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración y se dispuso a comenzar de nuevo. Los días y las noches de primavera eran fríos, y ella tenía que mantener encendidas dos chimeneas para sus abuelos. Sólo los troncos más grandes y pesados duraban lo suficiente para calentar las habitaciones en el Castillo de Ballybawn.
Desafortunadamente, la noche de insomnio la había dejado sin fuerzas, y todavía estaba en estado de shock por la noticia de la libertad de Luciano. Había pasado cuatro horas recordando el momento del arresto de Luciano, acusado de falsear la contabilidad y de robar. Kerry no pudo creerlo al principio, pero poco a poco las pruebas lo incriminaron. Cuando encontraron sus huellas dactilares en un documento condenatorio, ella se convenció de que era culpable, creyendo que las huellas eran una prueba irrefutable. ¿Cómo podría haber sabido que cinco años después se desacreditaría la fiabilidad de esas huellas que habían jugado un papel tan importante en el proceso?
Kerry sacudió la cabeza desconcertada, consiguió levantar el tronco hasta la carretilla y comenzó a andar hacia el castillo. Luciano estaba libre… y ella tenía un horrible dolor de cabeza. ¿Por qué no podía pensar más que en él? ¿Era realmente inocente? Eso era lo que decían los periódicos. Tal vez ella lo había juzgado mal.
El hombre al que deificaba la prensa era el mismo hombre al que había amado más de lo que pensaba que podría amar a nadie, y el mismo hombre que la había herido profundamente. Se había acostado con Rochelle pero, al fin y al cabo, su hermanastra era todo lo que ella no era: espléndida, sexy e irresistible para los hombres. Incluso su propio padre prefería a Rochelle.
Mientras pensaba en eso un coche se paró a su lado. Era Elphie Hewitt, una amiga de Kerry desde la infancia. Se había convertido en artista y tenía alquilada el ala georgiana del castillo para exponer sus pinturas decorativas.
–¿Qué estás haciendo con esa carretilla? –preguntó Elphie frunciendo el ceño–. ¿No se ofreció papá a ayudarte con los troncos?
Kerry no quería aceptar ningún favor que no pudiera devolver, y menos aún un favor que el hombre se sentiría obligado a repetir.
–Tu padre ya tiene bastante con la granja…
–Estaría encantado de ayudarte. Justo el otro día estaba diciendo que se preocupaba por ti –le confesó Elphie–. Tienes que mantener la propiedad, y además tus abuelos… ¡Es demasiada responsabilidad para una mujer de tu edad!
Kerry sintió mucha vergüenza al pensar que les daba pena a los Hewitt, los arrendatarios de su abuelo. Y Elphie no tenía nada de tacto.
–¿Cómo va el negocio? –preguntó para cambiar de tema.
–Bastante bien. Los diseñadores de interior me van a contratar, pero también necesito trabajar para los clientes para tener unas ganancias decentes. ¡Caray!, ¿ya es la hora? ¡Tengo una cita!
En cuanto Elphie se hubo ido Kerry volvió a pensar en Luciano. Y veinte minutos después, tras haber dejado la carga de leña en la sala de estar de su abuela, dijo incapaz de contener sus emociones por más tiempo:
–¿Qué te parece todo lo que dicen los periódicos de Luciano? Yo no sé qué pensar, pero no puedo quitármelo de la cabeza.
–Me preocupa que no cosas –contestó Viola O’Brien ignorando el comentario de su nieta–. Tienes que aprender a usar bien la aguja, si no, ¿cómo vas a arreglar las sábanas rasgadas que están en el armario y volver a tapizar las sillas del comedor?
–Abuela… ¿No has leído el periódico que te di esta mañana?
–Sí, querida. Luciano está libre. Por supuesto que es inocente, no me sorprendió la noticia –declaró Viola O’Brien con tono neutro.
Kerry se puso tensa. No era momento de recordar que su abuela siempre se había negado a creer que Luciano era culpable. Pero Viola siempre había sido reacia a pensar en cosas desagradables, incluso le habría concedido el beneficio de la duda a un ladrón atrapado con las manos en la masa. También prefería ignorar el hecho de que las sillas que acababa de mencionar se habían entregado a una sala de subastas hacía tiempo.
–Habría sido muy romántico verte esperando en la salida del tribunal cuando Luciano apareció como un hombre libre. Hay veces en las que es inapropiado que una joven sea atrevida, pero hay ocasiones especiales en las que demasiada reticencia también es descortés.
Kerry cerró los ojos con desesperación, apretó los dientes y se dejó caer en un sillón.
–Seguro que sí, pero ésta no es una de ellas.
Cuando volvió a abrir los ojos vio que Viola O’Brien seguía sentada tranquilamente, bordando. Era una mujer delgada de ochenta años, que seguía peinándose con el mismo moño trenzado de su juventud y aún se vestía con las mismas prendas de vuelo, como si el reloj se hubiera parado en alguna cena de los años treinta.
–Bueno, seguro que hay alguna razón por la que he estado oyendo llorar a Florrie todas las noches durante la última semana… Florrie solamente llora cuando hay una boda en perspectiva –dijo Viola recordándole a su nieta la leyenda de los O’Brien–. Después de cuatrocientos cincuenta años, podría haber aprendido a ser más jovial, pero supongo que un fantasma nunca puede ser feliz.
–Nunca la he oído –dijo Kerry.
–Seguro que piensas que el ruido que hace es el viento entre los árboles.
Kerry respiró profunda y lentamente y dijo:
–Abuela, han pasado cinco años desde que decidí no casarme con Luciano.
–Sí, querida, ya lo sé. Recuerda también que por entonces yo no oía a Florrie cuando se suponía que os ibais a casar en unas pocas semanas –Kerry apretó los dientes con fuerza deseando tener el valor suficiente para contarles a sus abuelos la verdadera razón de su ruptura–. Pero no puedo creer que Luciano te eche en cara tus dudas pasadas. Tú eres la mujer que lo rechazó y él no conocerá la felicidad hasta que recupere tu amor y confianza.
–¡Es imposible que Luciano y yo nos reconciliemos! –gritó Kerry con frustración.
–Lo comprendo, querida –murmuró Viola–. Esperar a que Luciano dé el primer paso es muy cansado. Por eso haberse presentado ayer en el tribunal habría sido lo más fácil.
Al oír a su abuela, Kerry se levantó de un salto. Sabía que la mujer no tenía ni idea de cuánto le dolían esos deseos y sugerencias. Pero tal vez ella tenía la culpa de ser demasiado sensible. Adoraba a sus abuelos por el amor que siempre le habían dado. Había tenido un padre muy frío, Harold Linwood, que nunca le había ofrecido ni una muestra de cariño.
–Al final Luciano vendrá a Irlanda –pronosticó su abuela.
–Eso es muy improbable.
–Creo que no, querida. Después de todo, el castillo de Ballybawn prácticamente le pertenece –respondió abstraída mientras buscaba más hilo de bordar en su cesta de labores.
Kerry miró a su abuela boquiabierta.
–¿Qué es lo que has dicho? –preguntó convencida de que la había oído mal.
–Tu abuelo se enfadará conmigo… –los suaves ojos marrones de Viola reflejaban preocupación–. Me pidió que guardara el secreto –durante unos segundos Kerry se quedó perpleja, negándose a aceptar esa información–. Es de mala educación que una mujer hable de negocios. No creo que entendiera bien lo que tu abuelo quería explicarme.
Preocupada e inquieta, Kerry se dio cuenta de que su abuela palidecía y de que sus manos temblaban. Nunca antes la había visto así.
–Seguro que lo entendiste mal –se obligó a decir.
Salió de la sala de estar con rapidez y, una vez en el oscuro pasillo, respiró profundamente. ¿Cómo podía Luciano ser el propietario de la casa de sus abuelos? Su abuela así lo creía, y el que su abuelo hubiera roto la costumbre de no comentar con su mujer los negocios era un hecho alarmante que apuntaba a que lo imposible podía ser posible.
Después de todo, Kerry era consciente de que cuando aún estaba prometida con Luciano, éste había insistido en hacer un importante préstamo a sus abuelos, que ya andaban cortos de dinero. Kerry se había dedicado a reducir costes para que la pareja pudiera al menos pasar el resto de sus vidas en su inmensa y destartalada casa. Su abuelo nunca le había permitido hacerse cargo de las cuentas, pero ella había asumido que la devolución del préstamo estaba al día.
La sola idea de que Luciano pudiera tener algún tipo de derecho sobre el castillo de Ballybawn la horrorizaba. Tal vez su abuelo tenía otros problemas financieros que había mantenido en secreto. Aunque Kerry se había licenciado en economía y se había esforzado por mantener el castillo a flote, Hunt O’Brien seguía pensando que ella, como todas las mujeres, era vulnerable y había que protegerla de las preocupaciones monetarias. Por eso, si su abuelo se lo había comentado a Viola, significaba que la situación era realmente seria.
Hunt O’Brien, deseando seguir los pasos de su padre en su juventud, había sido inventor de artefactos mecánicos, pero la tecnología pudo con él y decidió convertirse en un intelectual. Siempre estaba en la biblioteca felizmente rodeado de libros y, de hecho, los libros se apilaban en el suelo, en las sillas gastadas y en su escritorio, de manera que él, un anciano de ochenta y dos años, prefería acurrucarse en una esquina de un viejo sofá y usar una mesa camilla. Durante los últimos cincuenta años había estado trabajando en una obra sobre la historia de Irlanda. Nadie en Ballybawn había tenido el honor de leer ni una sola palabra de su trabajo, y Kerry dudaba que a algún editor se le concediera el privilegio.
–¿Es hora de comer, querida? –le preguntó Hunt O’Brien por encima de sus gafas redondas.
Kerry recordó que en una ocasión Luciano apuntó que su abuelo sería un Santa Claus estupendo. Era pequeño y con unos ojos de color azul brillante, herencia de los O’Brien, y su pelo y barba plateados le daban un aspecto alegre. Era un bonachón, pero no supo superar los retos a los que tuvo que enfrentarse cuando heredó Ballybawn.
–No –contestó Kerry–. Dentro de poco haré la comida.
–¿Qué le ha pasado a Bridget? ¿Está enferma? –preguntó abstraído mientras repasaba las notas que acababa de escribir.
Hacía ya más de un año que Bridget, la última de las cocineras, se había despedido a la edad de setenta y ocho años. Pero el abuelo de Kerry siempre había vivido con una cocinera en su casa y, si no lo hubieran llamado para comer, habría pasado sin comida. Él, como su abuela, era incapaz de cuidarse a sí mismo. El tiempo pasaba implacablemente fuera de los muros del castillo mientras sus viejos propietarios seguían atrapados en las costumbres del siglo anterior.
–Abuelo… –Kerry carraspeó para atraer la atención del anciano–. La abuela ha dicho que Luciano es prácticamente el propietario del castillo.
Al oírla, Hunt O’Brien dejó de escribir y levantó la cabeza, observándola con una mirada infantil de culpabilidad.
–Yo… eh… pensaba decírtelo pronto.
A Kerry se le puso la carne de gallina y sintió que le fallaban las piernas.
–¿Lo hablaste con la abuela en vez de conmigo? –dijo incrédula.
–Tuve que hacerlo… no había alternativa. Tenía que preparar a tu abuela. A nuestra edad, es mejor dar las malas noticias poco a poco, y si finalmente tenemos que dejar el castillo…
–¿Dejar el castillo? –repitió Kerry horrorizada.
–Me temo que os he fallado a las dos –el hombre se quitó las gafas, se frotó los ojos y sacudió la cabeza como si se lo reprochara a sí mismo–. A pesar de todas tus maravillosas ideas para mantener la propiedad fuera de las deudas, desde los últimos cuatro años y pico no tenemos nada con lo que devolver el préstamo.
«¿Cuatro años y pico?». Kerry quitó una pila de libros de un sillón y se sentó frente a su abuelo.
–Intenta darme todos los datos –le pidió educadamente–. Los préstamos se pueden renegociar, tal vez todavía pueda resolverlo.
–Es demasiado tarde para eso, querida. He sido un tonto –se volvió a poner las gafas y suspiró–. Dejé de abrir las cartas que venían de la firma legal que llevaba los asuntos de Luciano cuando estaba en la cárcel. Y después de aquel desafortunado asunto con el testamento de mi difunto hermano, no pude seguir pagando el préstamo.
–Ojalá me lo hubieras dicho antes… –Kerry se sintió aterrada al saber que se habían ignorado esas cartas y, aunque era consciente del desastre que siguió a la muerte de su tío abuelo Ivor, se atrevió a hacer la pregunta que se había guardado durante muchos años–. ¿Cuánto tuviste que pagar a la ex mujer de Ivor para que anulara la demanda?
Su abuelo hizo una mueca y susurró una cantidad que dejó a Kerry sin respiración. Ya no tenía que preguntarse por qué le había sido imposible pagar todas las deudas.
–No quería preocuparos contándoos el desastre que estaba haciendo. Solamente acepté el préstamo porque creí que Luciano y tú os ibais a casar –Kerry palideció y bajó la mirada–. No me preocupé por cómo iba a pagarlo porque el castillo iba a pasar a tus manos y a las de tu marido cuando yo muriera. Pero unas semanas después decidiste no casarte con él y todo cambió.
–Sí… todo cambió –afirmó Kerry pensando en la época angustiosa que siguió a la condena de Luciano. Había renunciado a su trabajo en los almacenes de vinos de su padre, hecho las maletas y vuelto a Irlanda para vivir con sus abuelos otra vez. Pero ni la distancia ni el lugar la habían ayudado a calmar el dolor que sentía al haberse separado del hombre que amaba, y el hecho de empezar de cero había sido mucho más difícil después de que la infidelidad de Luciano hubiera destrozado su autoestima.
–Al principio pensé que las cosas mejorarían y que sería capaz de ponerme al día con el préstamo. Cuando vi que no era posible, recé para que el banco viniera en nuestra ayuda –Hunt O’Brien se levantó y se dirigió a su escritorio, donde abrió un cajón con cierta dificultad–. El banco rechazó mi petición y ayer, mientras daba un paseo, se me acercó un hombre y me dio este documento –dijo levantando un papel doblado–. Tengo que enfrentarme con una orden del tribunal. Luciano está en su derecho de recuperar el castillo –Kerry dejó de mirar el cajón repleto de sobres sin abrir para observar el documento del que hablaba su abuelo–. He hablado con el abogado de la familia. Si no accedo a un acuerdo voluntario para saldar las deudas, me declararán en bancarrota, y eso creo que sería peor.
¿Perder la casa o quedarse en bancarrota? ¡Vaya elección! Kerry montó en cólera. ¿Cómo se atrevía Luciano a desahuciar a dos ancianos indefensos e inofensivos a esas alturas de su vida? ¿Cómo se atrevía a intimidar y asustar a su abuelo? ¿Cómo se atrevía a hacer que las manos de su abuela temblaran?
¿Es que no había hecho ya suficiente daño? Había destrozado la vida de Kerry, y ella estaba dispuesta a vivir como una monja antes que tener que volver a sentir el dolor y la desilusión. Ya no confiaba en los hombres. El hombre al que adoraba se había acostado con una mujer que la odiaba, y ella se había quedado, como solía decir su abuela, para vestir santos.
–Le echaré un vistazo a esto, abuelo –murmuró Kerry.
–Si te hace sentir mejor, adelante. Pero te aseguro que ni un milagro podría salvarnos.
–Tú vuelve a tu libro.
–Espero que dejemos de pasar apuros cuando haya vendido mi libro a una editorial –declaró Hunt O’Brien demostrando una ambición que su nieta no conocía–. Casi he terminado el volumen octavo. Es el último.
–Enhorabuena –contestó Kerry con todo el entusiasmo del que fue capaz.
Su abuelo se volvió a sentar en el sofá y alargó la mano para agarrar la pluma con una sonrisa, olvidándose de todos los problemas mientras se volvía a sumergir en el placer de la creación.
Kerry se llevó el cajón lleno de sobres fuera de la habitación. Una hora después, cuando sólo había revisado una tercera parte de los documentos, se sintió derrotada. Los intereses y los atrasos habían aumentado la deuda a una cantidad exorbitante, y la falta de responsabilidad de su abuelo lo había empeorado aún más. El préstamo se había protegido con el castillo, y el castillo era el único bien de su abuelo. Ella no podía reunir la cantidad de dinero que le debían a Luciano, y ya no quedaba ninguna reliquia familiar por vender: la avariciosa ex mujer de su tío abuelo Ivor se había encargado de eso.
Kerry salió de la casa y se dirigió al lago que había a los pies del castillo. Necesitaba aire fresco. Comenzó a andar y pronto llegó al sauce que se inclinaba sobre el agua. Había una neblina que aportaba algo de irrealidad al pálido reflejo de las almenas y las torretas del castillo. Durante cinco años se había esforzado por mantener al día todas las deudas de la casa y había creído que lo estaba consiguiendo. ¿Había sido todo en vano?
Pero Ballybawn era mucho más que una responsabilidad: era el único hogar que había tenido. Su madre, Carrie, había salido de su vida cuando ella sólo tenía cuatro años. Antes de que eso ocurriera, Kerry recordaba vagamente horribles escenas en las que la furia de su padre lo convertía, tal vez injustamente, en un hombre cruel y amenazante. Cuando finalmente se separaron, su madre dejó Inglaterra para volver a Irlanda. Aunque habían pasado más de diez años desde la última vez que la madre de Kerry había hablado con sus padres, la pareja de ancianos la recibió calurosamente, a ella y a su hija. Fue en el castillo donde Kerry supo lo que era ser feliz, y cuando Carrie se marchó para no volver, los O’Brien siguieron haciendo que su nieta se sintiera segura y querida.
Pero Luciano da Valenza nunca la había hecho sentirse segura ni querida. Kerry sintió un nudo en la garganta. Dejando de lado la precaución y el sentido común, se había enamorado del primer hombre atractivo y sofisticado que se había cruzado en su camino. Kerry no se había parado a pensar que no era especialmente guapa ni sexy, como Rochelle o las otras mujeres del pasado de Luciano. Medía algo menos de un metro sesenta y su constitución era lo que su mordaz madrastra había definido una vez como «casi asexual». Sus rizos tenían todos los colores comprendidos entre el cobre, el tono rojizo y el naranja, dependiendo de la luz.
Kerry no había sido una chica popular, su hermanastra le había robado su primer novio y era una soñadora. Pero a la edad de veintiún años se había considerado una persona madura. Sin embargo, reconocía que su falta de experiencia con los hombres había sido una desventaja. Se había sentido totalmente cautivada al ver a Luciano. Se frotó los ojos y se obligó furiosamente a dejar de pensar en él.
El compromiso se había roto, y también su corazón y sus sueños. Kerry se estremeció y se llevó las manos a la cara húmeda. Siempre había sido demasiado sensible y demasiado confiada. La infidelidad de Luciano la había destrozado, pero incluso a su propio padre le había sorprendido que Luciano se hubiera interesado por ella.
–Nunca fuiste el tipo de da Valenza. Debería haber sospechado que iba con segundas intenciones. Si se ha ido detrás de tu hermanastra Rochelle… Bueno, es normal –había dicho su padre.
Frustrada, Kerry respiró profundamente y apartó de su mente esos pensamientos dolorosos. Ya todo había pasado. Ballybawn estaba amenazado otra vez, pero en esa ocasión la amenaza procedía de Luciano, que siempre jugaba para ganar.
¿Pero qué era lo que podría querer Luciano de un castillo frío e incómodo perdido en Co Clare? Los atractivos de la ciudad de Dublín quedaban muy lejos. ¿Y no era cierto que Luciano era multimillonario gracias al dinero que le había dejado su padre? Kerry se sintió aliviada al pensar que Luciano era tan adinerado que el hecho de vender un castillo en ruinas no lo enriquecería en lo más mínimo.
A pesar de eso, sabía que sólo tenía una opción: debía volar a Londres para ver a Luciano en persona, ya que sólo él podía parar el proceso legal. Pero, ¿cómo podía enfrentarse a él y menos aún en esas condiciones tan degradantes?
Kerry tembló al pensar en ello, pero sabía que tenía que encontrar la fuerza necesaria para hacerlo porque, como ocurría con otros muchos asuntos de Ballybawn, ella era la única persona disponible para hacerse cargo.
Cuatro días después, con la cara roja, sin respiración y consciente de que el retraso del vuelo a Londres había hecho que llegara quince minutos tarde a su cita con Luciano a las dos en punto, Kerry se sentaba en la elegante sala de estar de su oficina.
Se concentró en el reto al que se iba a enfrentar. Tenía que decirle a Luciano por qué el préstamo tenía atrasos y pedirle más tiempo para poder pagarlo. Él era un hombre de negocios, y si lograba convencerlo de que sacaría aún más dinero dejando que sus abuelos vivieran en el castillo, tal vez consiguiera que frenara el proceso de recuperación de la propiedad. Con una mano nerviosa comprobó que el plan que había trazado seguía en su bolso.
Esforzándose por mantenerse tranquila miró a su alrededor, deseando encontrar algo que la distrajera de la confrontación inminente. La oficina tenía un estilo clásico propio de los negocios con éxito. Roberto Tessari había muerto dieciocho meses atrás, y a pesar del encarcelamiento de Luciano las compañías de su padre habían seguido comerciando. En esas circunstancias, no era sorprendente que Luciano hubiera decidido establecer en Londres una base de operaciones para Tecnologías da Valenza. Además, así tenía la oportunidad de supervisar él mismo el trabajo, en vez de confiar en otros.
El hecho de que ella hubiera llegado tarde a la cita era un punto negativo. Luciano tenía un reloj interno que nunca le fallaba y trataba sin consideración a quienes no eran puntuales. Kerry respiró profundamente para mantener la calma, pero a cada minuto estaba más nerviosa. En los últimos cuatro días había luchado por no pensar en cómo se sentiría al ver a Luciano de nuevo. Pero aun sin haberlo visto ya lo sabía: estaba aterrada. No podía pensar y le sudaban las manos.
–Luciano te verá ahora… ¡te quedan quince minutos! –dijo Constanza Guiseppi dirigiéndose a Kerry. Vestía un envidiable traje de chaqueta que contrastaba con el traje gris anticuado de Kerry–. ¿Cómo te sientes al ser una sanguijuela? –preguntó mientras acompañaba a Kerry por el pasillo.
–No sé de qué estás hablando –Kerry inclinó la cabeza, diciéndose que debía haber estado preparada para ese ataque, ya que Constanza era totalmente leal a Luciano y le tenía mucho cariño. Su amistad se remontaba a los tiempos de la escuela, y había empezado a trabajar para él nada más salir de la universidad.
–Supongo que hace cinco años ni siquiera se te ocurrió que Luciano querría que le devolvierais el préstamo. Si hubiera tenido más dinero, podría haber pagado a un equipo de asesores legales y tal vez nunca habría ido a la cárcel –la mujer italiana vio cómo Kerry palidecía–. Le saliste cara y aún le estás saliendo cara, y eso, bajo mi punto de vista, es ser una sanguijuela.
–Si entonces Luciano hubiera pedido el dinero, mi abuelo habría podido devolvérselo.
Pero Constanza no la estaba escuchando.
–Estoy deseando ver tu castillo irlandés sin que tú estés dentro. Has cometido el mayor error al venir hoy aquí.
Constanza abrió la puerta del despacho y Kerry entró sin oírla, pues la preocupaba más el ver a Luciano de nuevo después de tanto tiempo.
–Gracias, Constanza –murmuró Luciano secamente, sabiendo que la expresión de satisfacción de la mujer significaba que había ejercitado su lengua viperina.
Kerry no podía quitarle los ojos de encima. Aunque había visto media docena de fotos de él en los periódicos, el tenerlo enfrente en carne y hueso la desarmó.
–Siéntate –sugirió Luciano.
A Kerry se le secó la boca y se le aceleró el corazón, pero no dejó de mirarlo. Su elegante y caro traje oscuro le sentaba a la perfección, adaptándose a los hombros anchos, las caderas estrechas y las piernas largas y potentes. Y en ese mismo momento Kerry pudo ver los cambios: el corte de pelo más agresivo, el ángulo más pronunciado de los pómulos, la línea dura e inflexible de la boca sensual. Seguía siendo enormemente atractivo, pensó Kerry dolorosamente, pero tenía un aire de indiferencia que ella no había visto nunca.
Sin darse cuenta, Kerry inclinó la cabeza hacia atrás y chocó con los ojos de un color de oro oscuro. Eran unos ojos hermosos, atrevidos y brillantes rodeados de pestañas negras y espesas. Kerry sintió una oleada de calor en el vientre, se puso rígida y apartó la mirada. Todas las sensaciones que había conseguido olvidar la asaltaron de nuevo: la debilidad enternecedora, el endurecimiento de los pechos, la sensación de la piel tensándose por la excitación. Una única mirada había sido suficiente para dejarla sin defensas.
–Ha pasado mucho tiempo… –murmuró sentándose rápidamente.