Antología de cuentos oscuros - Edgar Allan Poe - E-Book

Antología de cuentos oscuros E-Book

Edgar Allan Poe

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Beschreibung

Edgar Allan Poe logrará ponerte los pelos de punta con esta antología que reúne siete de sus mejores narraciones, entre ellas: "El corazón delator". A través de tinieblas, muerte y horror, conocerás parte de su monumental obra.

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Poe, Edgar Allan

Antología de cuentos oscuros / Edgar Allan Poe ; adaptado por Katherine Martinez ; compilado por Katherine Martinez. - 1a ed adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Camino al sur, 2018.

112 p. ; 20 x 14 cm. - (Literatubers)

ISBN 978-987-47288-1-4

1. Literatura de Terror. I. Martinez, Katherine, adap. II. Martinez, Katherine, comp. III. Título.

CDD 813

Editorial Camino al Sur agradece el valioso aporte de Marcela Aguilar a la presente edición.

© Editorial Camino al Sur, 2018

Guamini 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

Reservados todos los derechos.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Primera edición: Enero de 2018

Idea y dirección editorial: Roxana Zapater

Edición: Katherine Martínez Enciso

Adaptación: Katherine Martínez Enciso

Diseño y diagramación: Estudio Cara o Cruz

Corrección: Vanesa Rabotnikof

Ilustraciones: Diego Simone

ISBN 978-987-47288-1-4

01 |Introducción al oscuro mundo de Edgar Allan Poe

02 |El retrato oval

03 |Morella

04 |El corazón delator

05 |La máscara de la Muerte Roja

06 |El gato negro

07 |Berenice

08 |El barril de amontillado

LÍNEA DE TIEMPO

¿Quiénes desarrollaron el cuento de terror después de Poe?

Si bien se reconoce a Poe como el maestro del cuento de terror, muchos otros escritores han cultivado este tipo de relato. Aquí les presentamos algunos de los principales autores y sus cuentos más célebres:

¿Qué autores contemporáneos escriben relatos de terror?

Los cuentos y las novelas de terror siguen siendo hoy en día muy populares. A continuación, les presentamos algunas de esas obras. ¿Las conocen?

Stephen King, uno de los autores más destacados dentro del género de terror, escribió muchas obras que se han convertido en bestsellers y luego han sido llevadas al cine. Por ejemplo: Carrie, El resplandor, It, Cementerio de animales.

Clive Barker publicó novelas como Libros de sangre y El libro de las maldiciones. De Thomas Ligotti, su obra más famosa es La fábrica de pesadillas. A su vez, Peter Straub se destaca con su novela Fantasmas.

¿Sabían que, en la literatura de terror, algunos autores han escrito cuentos y novelas pensadas especialmente para jóvenes? Es el caso de Elsa Bornemann y Sergio Aguirre, ambos escritores argentinos. La primera publicó ¡Socorro!, una obra que reúne una serie de cuentos de terror. Mientras que el segundo ha escrito novelas dentro de este género, entre las cuales se destacan El hormiguero y La señora Pinkerton ha desaparecido.

El retrato oval

Al verme gravemente herido y antes de permitir que pasara toda la noche al aire libre, mi fiel criado se atrevió a entrar por la fuerza al castillo. Este era una de esas construcciones en las que se mezclan la oscuridad y la grandeza, y que, durante largo tiempo, se han alzado paralelamente en los Apeninos. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Se encontraba en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero viejas. Colgaban tapices de las paredes que exponían cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las velas de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las pesadas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquellas.

Mucho, mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi sirviente ya dormido, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.

El cambio de iluminación produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas velas —pues eran muchas— cayeron en un rincón del aposento que una de las columnas de la cama había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, claramente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré rápidamente su retrato y cerré los ojos. Al principio, no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.

Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las velas sobre aquella tela había disipado el soñoliento letargo que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome la lucidez.

Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Solo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga, pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber desechado semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, me quedé tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en la cama. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:

«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Desafortunada la hora en que vio, amó y se casó con el pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan solo al Arte, que era su rival; temiendo tan solo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde solo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, enorgulleciéndose de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y reservado, que se perdía en sus pensamientos; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Pero ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya reputación era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, trabajando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor se había sumergido en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos del lienzo, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama tembló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, se puso pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, esta es la vida misma!”, y volteando de improvisto para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!»