Apolo no existe - Juan José Robles - E-Book

Apolo no existe E-Book

Juan José Robles

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Beschreibung

Apolo no existe es el apasionante relato de una Roma llena de controversias sexuales y religiosas que convirtieron a Heliogábalo en una sombra desaparecida de la historia. Marcado por la influencia de una sociedad matriarcal, desarrolla una vida plagada de excesos en la que la sangre, la violencia y la confusión, hasta que encontró su verdadero género, marcaron su mandato, que quedó bajo la sombra de una época delirante.

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Primera edición digital: febrero 2020

Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: The Roses of Heliogabalus (1888), de Lawrence Alma-Tadema Maquetación: Luis Alenda Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Inmaculada Rego

Versión digital realizada por Nerea Aguilera

© 2020 Juan José Robles © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-17993-70-2

Juan José Robles

Apolo no existe

A la memoria de José Robles y Ana González.

Por que aquellos que te dieron la vida son tus más queridos mecenas, allí donde estén.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Introducción

Apolo no existe

Mecenas

Contraportada

Introducción

 

Hubo un tiempo en el que el Imperio Romano estuvo gobernado por mujeres, un matriarcado importado de la lejana Siria, una de las provincias orientales de Roma.

Cuatro mujeres descendientes de Julio Basiano, un eminente sacerdote del templo de El-Gabal, en Emesa (Siria), que ejercieron el poder a la sombra de sus maridos e hijos, fue la dinastía Severa, que reinó en Roma durante el periodo comprendido entre los años 193 y 235 d.C. y que precedió a la gran crisis del siglo III.

Entre ellas la primera, Julia Domna, esposa de Septimio Severo, el primer emperador de la dinastía y madre de los también emperadores Caracalla y Geta, aunque este segundo por un periodo muy corto de tiempo al ser asesinado por su hermano para conseguir el poder único. Durante el reinado de su esposo, convirtió Roma en un verdadero hervidero de cultura, codeándose con los más influyentes filósofos, escritores, médicos e intelectuales de la época.

A la muerte de su marido ejerció de emperatriz junto a su hijo Caracalla, siendo su influencia dentro de la política mucho mayor que la de su hijo emperador. Introdujo en la corte a su familia, a su hermana Julia Mesa, junto a sus hijas Julia Soemia y Julia Mamea.

Tras el asesinato de Caracalla, Julia Domna se suicida y toma las riendas del imperio su hermana Julia Mesa, que con engaños y artimañas logra subir al trono a su primer nieto e hijo de Julia Soemia, Vario Avito Basiano, más conocido como Heliogábalo, después de derrotar a Macrino, que había usurpado el trono tras asesinar a Caracalla.

Heliogábalo es así llamado por ser sacerdote del templo de El-Gabal; posiblemente no fue hasta siglos después cuando comenzó a conocerse a este joven emperador con este nombre. Sin embargo, nos referiremos durante este relato con este sobrenombre en un intento de darle más versatilidad a la historia. Un relato visto tras los ojos de Julia Mesa, una licencia literaria, en la más pura ficción.

A Heliogábalo se le aplicó el llamado damnatio memoriae, es decir, el borrado de la memoria histórica, un término acuñado también siglos después, pero que era práctica común en la Antigua Roma y que se empleaba con los gobernantes de dudosa reputación, en estas páginas descubriréis las razones por las que el Senado tomó esta decisión.

Es por ello por lo que la presencia de Heliogábalo en las páginas de la historia sea casi inexistente, una razón para que en torno a su figura se hayan creado todo tipo de leyendas, quizás exageradas o no, quizá ciertas o no. Pero en todo caso le convierten en un personaje lo suficientemente atractivo para construir un relato apasionante, trepidante y sugerente. Una vez más, la realidad y la ficción se fusionan como un cóctel explosivo.

Heliogábalo tiene el honor, o no, de estar considerado como el primer caso documentado de transexualidad de la historia, y aunque tampoco sabemos qué tiene esta afirmación de verídica siempre podemos dejar volar la imaginación de todo aquel que tenga a bien leer este relato y dejarse atrapar por la personalidad de Heliogábalo.

Entregado a sus juegos y perversiones, Heliogábalo dejó a su abuela Julia Mesa y su madre Julia Soemia que ejercieran de emperatrices hasta su muerte, cómo no, por asesinato junto a su madre, tras cuatro años de reinado.

Y tras él, el reinado de otro «niño», su primo adoptado como hijo Alejandro Severo y su madre Julia Mamea, ejerciendo de nuevo el poder en la sombra durante más de una década, hasta que, de nuevo en el año 235, ambos fueron asesinados, terminando de este modo la dinastía Severa.

Capítulo I

 

En aquella noche del 11 de marzo, tan solo dos figuras en la distancia observaban aquella pira funeraria en la que se consumían los cuerpos de Marco Aurelio Antonino Augusto y su madre Julia Soemia. Tras ser asesinados por la guardia pretoriana fueron arrastrados por las calles de Roma y luego arrojados al río Tíber. Una de las figuras era la de Julia Mesa, la abuela del hasta entonces emperador de Roma que la historia quiso nombrar Heliogábalo. Gracias a unos pocos guardias fieles a Julia Mesa, los cuerpos fueron rescatados del río y de esta forma ofrecer a su nieto y su hija la despedida digna de todo un emperador. No porque los amara, sino por el temor de que sus almas regresaran para atormentarla.

Julia Mesa era una de las mujeres más poderosas de Roma, hija de Julio Basiano, sacerdote del dios del Sol, El-Gabal. Ejerció el poder en Roma a la sombra de sus dos nietos emperadores. Era una mujer aguerrida de anchos hombros y tez morena, pero de profundos ojos claros. Con un carácter autoritario, aunque permisivo con las continuas locuras cometidas por su nieto Heliogábalo durante su reinado, quizá prefiriendo tenerle entretenido con sus juegos y de esta forma poder gobernar a su antojo el imperio. Era una mujer metódica y calculadora, capaz de convencer a casi cualquiera para conseguir sus ambiciones, capaz de cualquier cosa a la hora de conseguir más poder. Mientras el fuego hacía su labor purificadora, Julia Mesa observaba con lágrimas en los ojos cómo poco a poco el humo ascendía, con la esperanza de que todos los pecados cometidos por su nieto fueran expiados. Se había convertido en una de las mujeres más poderosas de Roma y su influencia en el Senado era aún mayor que la de los senadores varones más importantes. Un poder que llevó a su nieto y a su hija hasta la muerte, la guardia pretoriana que acabó con su vida obedeció órdenes directas de ella.

Una parte de Julia Mesa sentía que era responsable de aquellas muertes, ella los había colocado en aquella posición privilegiada; pero otra parte de aquella mujer ambiciosa sentía que no podía perder todo ese poder. Y ya tenía junto a ella al nuevo emperador, el sucesor de Heliogábalo estaba a su lado, observando temeroso el final del que había sido su padre adoptivo y temiendo que aquel podría ser también el suyo.

Pero Alejandro Severo, un joven aguerrido de tan solo catorce años, había vivido y observado los cuatro años de reinado de su antecesor y a pesar de su corta edad, estaba decidido a tomar las riendas de su gobierno con decisión y la voluntad de no repetir los errores cometidos. Era tan joven como lo era Heliogábalo cuando llegó al poder, pero su educación fue muy diferente y su madurez era propia de un hombre curtido. Estaba dispuesto a no dejarse manejar por las oscuras manipulaciones de su abuela, no sería un emperador de paja como lo fue su padre adoptivo, y por supuesto quería alejarse de la vida disoluta que había marcado su reinado.

Alejandro ya lucía la túnica de emperador apenas unos minutos después de la muerte de su antecesor. La misma guardia que había cometido el asesinato le había colocado la corona dorada de laurel que le otorgaba el dudoso honor de ser el nuevo césar. Una corona de unos pocos gramos que pesaba como una enorme carga que no sabía si podría soportar. No había sido capaz de dar la orden de rescatar los cuerpos de los asesinados del río Tíber; tuvo que hacerlo su abuela. Pero su intención era que fuera la última orden que le arrebataba al emperador. Para ello debía acudir tan pronto como fuera posible al Senado para despojarla de todos los privilegios de los que gozaba, ignorando quizá que descubriría algo sobre su abuela que le aterrorizaría aún más y le reafirmaría en su intención de alejarla para siempre de su lado.

Julia Mesa desconocía las intenciones de su nieto y le miraba de reojo pensando que a través de Alejandro Severo podría seguir ejerciendo todo el poder sobre Roma. Pero estaba muy equivocada y a muy buen seguro, en esta ocasión todas sus artimañas y conspiraciones la llevarían a la ruina, al destierro o quizás a la muerte. Pero eso era algo que ella todavía ignoraba.

Mientras Julia y Alejandro seguían absortos en sus pensamientos y en su futuro más cercano, los cuerpos inertes de Heliogábalo y su madre seguían consumiéndose por el fuego. Despojados de todos los bienes de los que habían disfrutado en su vida, ni siquiera hubo tiempo para colocar sobre su boca la moneda que habría de ser el pago al barquero que los llevaría a la otra vida. Pero ese fue un detalle que Julia Mesa había olvidado, quizá por la premura en preparar pronto las exequias. Tampoco gozaron del velatorio y funeral del que eran dignos por su rango. Sus cadáveres fueron tratados como el de los más bajos plebeyos.

Ninguno de los dioses acudió a despedir al emperador. Quizás escandalizados por la ignominia de Heliogábalo, ni tan siquiera El-Gabal quiso acogerle en sus brazos. Abandonado por su familia y abandonado por los dioses, ahora el alma de Heliogábalo caminaría toda la eternidad entre las sombras.

Poco a poco el fuego se fue extinguiendo y tan solo las cenizas del emperador y su madre quedaban en el montículo preparado para la cremación. Nadie las recogió, y la suave brisa del Tíber se encargó de hacerlas volar y fundirse con el aire.

Era una noche fría al final de un duro invierno. Julia Mesa y Alejandro cruzaron de nuevo su mirada y sin hablar sabían que era el momento de abandonar el lugar y dirigirse al palacio custodiado por una exigua guardia. Caminaban por las calles desiertas de Roma, con el paso firme y decidido, y fue entonces cuando Julia Mesa decidió romper el frio silencio diciéndole a su nieto:

—Querido Alejandro, ha llegado el momento de que tomes posesión del Imperio, ahora eres el nuevo césar. Toda Roma, todas sus posesiones desde Hispania hasta Mesopotamia, ahora son tuyas. Habrás de gobernar con la rectitud y severidad que le faltó a tu primo, y yo siempre estaré a tu lado para guiar tu camino.

Alejandro, pensativo, tardó unos segundos en contestar a su abuela, como queriendo estar seguro de sus palabras, y sabedor de que esta trataría de manipular su gobierno. Aunque no estaba dispuesto a permitirlo. Tal vez la mejor forma sería alejarla de Roma, mandarla lejos de él. Pero habría de ser prudente, a pesar de su corta edad conocía perfectamente quiénes habían sido los asesinos de su primo y su tía y quién había instigado esas muertes. Había dejado de confiar en su abuela y el temor de correr el mismo destino que su primo le había llevado a tomar esta decisión. Y para ello estaba seguro de que contaría con el apoyo de su madre Julia Mamea.

Contestó entonces a su abuela:

—Todavía no soy el césar, habré de acudir al Senado al tercer día de la muerte de mi primo para poder ser el nuevo emperador. Ellos tendrán que decidir.

Resuelta y segura de sí misma, su abuela le contestó:

—No has de preocuparte por ello, tu madre y yo nos hemos encargado de convencer al Senado de que seas el nuevo emperador. Todos los senadores y todo el pueblo, escandalizados por los desmanes de Heliogábalo, están a tu favor y seguros de que reestablecerás la cordura en Roma. Además, eres el sucesor legítimo, no podrán negarse.

Alejandro la rebatió inmediatamente:

—Pero también son muchos los que quieren acabar con la dinastía Severa. Sobre todo dentro del ejército.

—Pero quizá tu primo no habría de servirte como modelo. Nos equivocamos al subirle al trono de Roma. Su comportamiento ha avergonzado a la familia Severa y ha ensombrecido la gloria del imperio. Expulsó a los dioses del templo y a todos obligó a adorar a su dios. Ni Julio César, ni Calígula, ni Nerón fueron nada comparados con su locura; con su lujuria ha traído la ruina a Roma. Heliogábalo se ha convertido en la zorra de Roma y la vergüenza del imperio. Y ahora está en tus manos hacer de Roma lo que fue. O todos estaremos abocados a la muerte.

Alejandro le contestó:

—¿Acaso no habéis confiado en mí para tal empresa? ¿O es que habéis visto en mí la única persona de Roma a la que podéis manejar? Vosotras fuisteis las que llevasteis a Heliogábalo a la gloria y vosotras fuisteis las que habéis acabado con su vida y la de su madre. Durante años habéis consentido todas las locuras de Heliogábalo, habéis permitido que yaciese con soldados y esclavos, que convirtiera Roma en su propio prostíbulo, hasta las putas de Babilonia se avergonzaron de sus lujurias. ¿No sois acaso vosotras cómplices de sus crímenes y aberraciones?

—Heliogábalo era el sucesor natural de Caracalla, solo él tenía el derecho humano y divino de ser el nuevo emperador. Humano porque la línea de sangre así lo exigía y divino porque es descendiente directo del rey Sol, El-Gabal era su padre divino y Macrino no era más que un impostor, había usurpado el trono sin ningún derecho.

Alejandro asintió resignado.

—Pero habéis olvidado a Hierocles.

—Nadie ha encontrado a ese hombre.

—Quizá no lo habéis buscado en el sitio adecuado. Seguro que está escondido en las habitaciones del emperador. De todos es sabido que era el amante de Heliogábalo, era su favorito e incluso intentó nombrarlo su sucesor. Tal vez ahora quiera hacerse con el poder tal y como le prometió mi primo —contestó Alejandro.

—Hierocles no era más que la puta del rey. Un plebeyo que llegó al palacio gracias a sus atributos sexuales, de los que Heliogábalo estaba encandilado. Pero no era más que eso.

—Subestimáis la influencia que ese al que llamáis la puta del rey ha obtenido en Roma, era un hombre fuerte, con una decidida capacidad de persuasión. Quizá contagiado por la locura de Heliogábalo ya haya conseguido ser nombrado emperador, embriagado por el poder no me extrañaría que haya ordenado nuestra muerte.

—Nadie obedecerá las órdenes de Hierocles. Cuando lleguemos al palacio, ordenaremos su muerte y la de todo aquel que le haya seguido —dijo Julia Mesa.

Pero Alejandro estaba equivocado respecto a Hierocles, el soldado nunca había tenido ninguna aspiración al trono, y de hecho había rechazado la propuesta de Heliogábalo de ser su sucesor. Consciente del peligro que corría, efectivamente había huido y se había refugiado en el templo, pensando que El-Gabal, el único dios al que adoraba Heliogábalo, le protegería. Pero no fue así, y cuando la guardia pretoriana se dirigió al templo con la intención de destruir las imágenes del dios y restaurar el culto a los dioses tradicionales de Roma, se lo encontraron allí. De rodillas, entre sollozos y suplicando por su vida. La guardia no había esperado la orden del nuevo emperador y sin piedad dieron muerte a Hierocles y a los dos criados fieles que le acompañaban. Sus cabezas fueron cortadas y exhibidas en la plaza del palacio.

Cuando Julia Mesa y Alejandro llegaron a la plaza, se encontraron con el espectáculo. Y Julia Mesa le dijo a Alejandro:

—Ahí tienes a Hierocles, ya no has de preocuparte por él.

Alejandro mostró en su rostro una clara sensación de horror, pero su corazón sintió un gran alivio al verse liberado del temor de tener que enfrentarse a la furia de Hierocles, por el que sentía un profundo odio y desprecio.

Julia Mesa y Alejandro siguieron caminando hacia el palacio. Pronto voltearon una esquina, hasta que perdieron de vista la plaza donde había sido ajusticiado y la entrada al palacio se abría ante sus ojos. Cruzaron el enorme patio, antesala de la entrada.

Nada más entrar al palacio se encontraron con Julia Mamea, la madre de Alejandro, que se había refugiado en sus aposentos por el temor a que la revuelta le alcanzara también a ella. Pero su vida estaba segura, los planes de su madre Julia Mesa y la guardia pretoriana para convertir a Alejandro en el nuevo emperador, también la incluían; el nuevo césar era aún menor de edad y habría de convertirse en la nueva emperatriz regente hasta la mayoría de edad de Alejandro. Además, Julia Mamea contaba con el beneplácito de buena parte del Senado y no sería difícil convencerlos.

Ya era tarde y la noche cerrada, por lo que Julia Mamea estaba ciertamente impaciente por el paradero de su hijo. Al verlo llegar junto a su abuela les dijo:

—¿Qué asuntos tan urgentes os han hecho salir tan de noche?

Alejandro miró a su abuela y sin saber muy bien qué decir tan solo miró al suelo, con el rostro perturbado y la mirada ausente por el espectáculo que de alguna forma había sido obligado a presenciar. Pero Julia Mesa, lejos de intentar justificar su ausencia, le respondió a Julia Mamea:

—¿Acaso no le rendís pleitesía al nuevo emperador?

Julia Mamea le contestó desconcertada:

—¿Pleitesía, dices? A mi propio hijo.

Julia Mesa le dijo a su hija:

—Claro que sí, ahora es el nuevo emperador, y hasta su mayoría de edad gobernaremos juntas Roma.

Julia Mamea, hermana de Julia Soemia y por lo tanto tía de Heliogábalo, siempre había sido una mujer más justa y menos casquivana que su hermana. Siempre había estado a la sombra de su madre y su hermana. Siempre intentó mantener a su hijo Alejandro Severo lejos tanto de ellas como de Heliogábalo. Pero ello siempre fue una empresa difícil teniendo en cuenta las ambiciones de Julia Mesa, dispuesta a casi todo con tal de conservar el poder. A pesar de su defecto físico —contaba con tres pechos— y que la circunstancia fuera considerada una aberración de la naturaleza, logró tener un estatus social gracias a la familia de la que provenía.

Pero pese al respeto y miedo que sentía Julia Mesa por su madre Julia Soemia, no dudó en contestarle.

—Tu ambición es desmedida, no has dudado ni un momento en acabar con la vida de tu propia hija y de tu nieto para conseguir tus fines. Y ahora pretendes que Alejandro y yo ocupemos su lugar.

Julia Mesa le contestó:

—¿Acaso tú misma no has participado en el complot para acabar con su vida? No quieras negar ahora que deseabas ascender al trono junto a tu hijo. Posiblemente Alejandro no tenga la descendencia divina que tenía Heliogábalo, pero ahora, como su hijo adoptivo, solo él tiene derecho a ser el nuevo césar.

—Todos los dioses se escandalizan por tus palabras, tú misma hiciste de Heliogábalo ese ser en el que se convirtió, una auténtica aberración de la naturaleza terrenal que te empeñas en hacer divina. Y ahora tienes las manos manchadas con la sangre de un hombre y una mujer. Sangre de tu sangre, que no es sangre de dioses. Quizás algún día sea la mía y la de Alejandro la que manche tu ropa. Un olor fétido recorre las calles de Roma, olor a muerte y lujuria. Tú le diste la gloria y tú se la arrebataste por la espada y mandaste tirar sus cuerpos al Tíber.

Los ojos de Julia Mesa se llenaron de lágrimas, lágrimas de arrepentimiento quizás, o tan solo lágrimas por las duras palabras de su hija. Pero en todo caso eran las falsas lágrimas de un ser ambicioso y despreciable. Y entre los sollozos de la traición le contestó a su hija:

—Mi alma no pudo con la visión de verlos flotando en el río como animales, y ordené que sus cuerpos fueran rescatados y quemados en una pira como nobles romanos que eran. Cuando el fuego había consumido sus cuerpos, sus almas en forma de cenizas fueron llevadas por el viento de la noche. Quizá sus cenizas hayan volado lejos, allí donde sus pecados no sean conocidos.

Julia Mamea le contesto:

—Me alivia saber que en tu corazón aún queda un resquicio de compasión a pesar de todo lo vivido. Pero no creo que todo esto lo hayas hecho por el bien de Roma, ni siquiera por el bien de la familia. Siempre lo has hecho todo en tu propio beneficio y no creo que las cosas vayan a cambiar. Nunca conociste el remordimiento ni la piedad. No tuviste piedad con tu propio nieto, ni tan siquiera con tu propia hija. Y tal vez algún día no la tengas con nosotros.

—Querida hija, ni tú, ni tu hijo habréis de temer jamás por vuestra vida. Alejandro es por derecho el sucesor de Heliogábalo y tú serás la emperatriz hasta su mayoría de edad. Tú siempre mostraste la decencia que tu hermana nunca tuvo y Alejandro será el justo emperador que Roma necesita. Los idus de marzo se acercan y ese será el día en el que Alejandro será nombrado emperador por el Senado. Y Roma dejará atrás los cuatro años de locura en la que fue inmersa por Heliogábalo. La mayoría de los senadores estarán de nuestro lado. Y no habrá nada ni nadie que impida nuestros propósitos. La dinastía Severa está asegurada.

—No importa lo que diga el Senado, lo que allí se decida. Durante los mandatos de Caracalla y Heliogábalo el Senado no ha sido más que un títere, ¿por qué de repente ahora es tan importante para ti?

—Durante estos cuatro años Heliogábalo ha escandalizado a Roma, muchos senadores han pedido su cabeza, y siempre lo he defendido. Pero ahora que yo misma he acabado con su vida, todos nos lo agradecerán —contestó Julia Mesa, tan segura de sí misma como lo fue siempre, y siguió diciendo—: Serán los idus de marzo los que proclamarán emperador a Alejandro. Desfilará por las calles recibiendo la gloria del pueblo de Roma, le vestiremos con las mejores galas. Todos los dioses del templo que Heliogábalo ha negado durante estos años se arrodillaran ante Alejandro, y tú como la nueva emperatriz regente caminarás tras tu hijo. El mismo día en que Julio César derramó su sangre en el Senado, el Senado que ahora aclamará la gloria del nuevo emperador. Alejandro será un emperador justo y equitativo y hará que todos olviden las atrocidades de Heliogábalo.

Había sido un día largo y muy duro. Y ya era noche cerrada en Roma, Alejandro se dirigió a sus aposentos, no a los aposentos del emperador, sino a los que ocupó durante los años de reinado de Heliogábalo, una estancia mucho más modesta lejos de la opulencia de su antecesor, su primo y padre a la vez.

Alejandro aún era un niño, pero con la suficiente madurez para tomar la primera decisión como emperador, a espaldas de su madre, a espaldas de su abuela. Sabedor, a pesar de su edad, de que se opondrían a tal decisión, hizo llamar al oficial de la guardia pretoriana a través del criado que siempre le acompañaba y le servía. El mismo que había dirigido el asesinato de Heliogábalo. No tardó mucho en llegar a pesar de que ya se encontraba descansando. Cuando estuvo ante la presencia del nuevo emperador, se presentó.

—¿Qué asuntos requieren mi presencia, que no pueden esperar al nuevo día?

Sentado sobre su cama, Alejandro le dijo con autoridad:

—Los asuntos del césar nunca han de esperar, ahora soy tu nuevo emperador y tu impertinencia te puede costar la vida.

El oficial se cuadró ante Alejandro.

—Perdona por mi imprudencia, tus ordenes serán obedecidas por mi guardia lo más raudo posible.

El emperador le dio la siguiente orden:

—Es mi deseo que toda imagen de Heliogábalo sea destruida, que todo escrito sobre mi primo sea quemado, que a todo escribiente que haya escrito sobre él se le dé muerte y sus documentos sean destruidos. Quiero que, al amanecer del nuevo día, a Heliogábalo ni tan siquiera se le recuerde. Que la historia no tenga absolutamente ningún rastro de la ignominia del anterior emperador. También has de enviar a algunos de tus hombres a todos los templos de Roma en los que la imagen de El-Gabal sea venerada. Todas sus imágenes serán destruidas y a los sacerdotes que le adoran se les dará muerte. Todos los dioses a los que Heliogábalo desterró han de volver a sus sitios.

El oficial de la guardia le respondió a Alejandro:

—Se hará como dices, césar. Cuando los primeros rayos de sol despunten, despertaré a mis hombres y cumpliremos tus órdenes.

Ligeramente contrariado por la respuesta, Alejandro le dijo:

—No has de esperar al alba, mis órdenes serán cumplidas de inmediato. Cuando sea de día no habrá de quedar en Roma ni rastro de Heliogábalo.

Pero el oficial siguió insistiendo:

—Ha sido un largo día, mis hombres están cansados y apenas se han ido a cumplir con su descanso hace unos instantes. Solo unos pocos guardias se han quedado de vigilancia.

Alejandro quiso ser comprensivo, pero aquello habría de hacerse a espaldas de su abuela y su madre.

—Querido Ovidius —así era como se llamaba el oficial de la guardia—, a pesar de mi juventud, conozco tu lealtad al anterior emperador, y también sé que has dudado cuando se te ha ordenado la muerte de Heliogábalo. Pero ahora me debes lealtad a mí, el nuevo emperador. También sé que siempre has cuidado del bienestar de tus hombres y lo seguirás haciendo. Pero la tarea que ahora te encomiendo es muy importante y esencial para Roma. No dejes que tu corazón se nuble y deja que la razón domine tus actos. De lo contrario podría ser que acompañaras en su camino a Heliogábalo. Quizá mañana sea tarde y no puedas cumplir con tu misión. Si mañana queda algún resquicio en Roma del anterior emperador, podría haber alguien que quiera revelarse. Si haces lo que te digo, todos sabrán quién manda ahora en Roma.

Sin más respuesta, Ovidius, junto a Mucius, el guardia que le acompañaba, se cuadró frente a Alejandro, y abandonando la estancia se dirigieron a los lugares donde descansaba la guardia pretoriana, dispuestos a ejecutar las órdenes de Alejandro.

Aquella fue una larga noche de destrucción. Todas las imágenes que abundaban por doquier por la ciudad de Roma fueron destruidas por la guardia pretoriana, todos los escritos sobre el antiguo emperador fueron quemados en una hoguera, los archivos del Senado fueron saqueados para no dejar rastro y los guardianes del archivo asesinados.

Otro destacamento de la guardia pretoriana fue enviado a las casas de Herodiano, Sexto Julio y Mario Máximo, tres de los historiadores más conocidos en Roma, y que durante los cuatro años de reinado del emperador Heliogábalo habían recogido en sus escritos las hazañas y desdenes del emperador. Sus archivos fueron destruidos sin piedad, pero sí hubo piedad con sus vidas pues no fueron asesinados. Pero fueron obligados a partir junto con sus familias lejos de Roma, con la promesa, bajo pena de muerte, de que nunca volverían a contar las historias sobre Heliogábalo.

Desterrados y humillados, los tres partieron en mitad de la noche hacia la Galia, Hispania y Germania. Tanto Herodiano como Sexto Julio y Mario Máximo ocupaban altos cargos en la jerarquía romana y su muerte hubiera supuesto un total descrédito para el nuevo emperador Alejandro.

Cuando llegó el nuevo día ya no quedaba rastro de Heliogábalo en toda Roma. Ni del emperador, ni de su oscuro culto a El-Gabal. Los antiguos dioses habían recuperado su lugar en los templos, desde Apolo hasta Afrodita.

Pero no todo el rastro de Heliogábalo fue borrado, porque alguien en Roma había estado recogiendo en su memoria y en sus escritos la vida del que había sido el más infame emperador.

Capítulo II

 

Los primeros rayos de sol empezaron a despuntar en la estancia donde Julia Mesa dormía, una estancia sencilla que contrastaba con sus constantes ansias de poder, y es que, a pesar de ello, a Julia Mesa le gustaba vivir con muebles sencillos y apenas servidumbre. La suficiente para atenderle en sus tareas cotidianas y servirle la comida, que solía hacer en la misma habitación. Pero aquella mañana se despertó sobresaltada, como si un oscuro presentimiento invadiera su alma. Era la mañana siguiente a la muerte de su hija Julia Soemia y su nieto. Cuando se incorporó se dirigió casi sin ropa a la estancia de su hija Julia Mamea, a la que encontró hablando con Ovidius, el cual le estaba informando de las ordenes que durante la noche le había dado Alejandro, el nuevo emperador.

Julia Mamea le reprochaba a Ovidius haber obedecido las órdenes del joven emperador diciéndole:

—¿Acaso no sabes que Alejandro es aún muy joven para ejercer como emperador? Yo soy la regente de Roma, y a partir de ahora solo obedecerás mis órdenes.

Ovidius le contesto cabizbajo.

—Mi señora, son tiempos confusos en Roma. Es difícil saber a quién hemos de obedecer sin poner en riesgo nuestras vidas. Alejandro me amenazó con la muerte si no cumplía sus órdenes. Durante estos años he servido a Heliogábalo, en ocasiones sus órdenes eran descabelladas, pero las cumplíamos sin hacer preguntas. En otras ocasiones era su madre la que nos ordenaba y tampoco hacíamos preguntas. —Cuando reparó en la presencia de Julia Mesa siguió hablando dirigiéndose a ella—. Y cuando la gran Julia Mesa nos ordenó la muerte de su nieto y su hija tampoco hicimos preguntas. Durante los cuatro últimos años mi vida siempre ha pendido de un hilo.

Julia Mesa le contestó:

—Mi querido Ovidius, siempre has sido un fiel servidor, un noble guardián de la familia, siempre agradeceré tus servicios y tu silencio. Los dioses de Roma te recompensarán. Pero esta noche has cometido un acto mucho peor que el asesinato de un emperador: borrar su recuerdo, acabar con su memoria. Esa es la verdadera muerte, mucho más allá de la muerte del cuerpo; es la muerte del alma. Creo que tú también deberías morir por tus actos, quizá creas que no eres responsable de ellos, y tal vez sea cierto. Has de morir, pero no será de mi mano. Será el propio Alejandro el que te dé muerte. Será tu castigo y será su castigo.

Julia Mesa hizo llamar a Alejandro a través de uno de los criados. Cuando el joven emperador llegó a la estancia, su abuela puso un puñal en sus manos y le dijo:

—Querido Alejandro, has de aprender a ser un buen emperador y dar muerte a Ovidius.

Alejandro miró con terror a su abuela.

—¿Por qué ha de morir? Siempre ha sido un buen sirviente.

Julia Mesa, cogiendo la mano en la que Alejando portaba el puñal le contestó:

—Ha de recibir su castigo por borrar la memoria de Heliogábalo.

Alejandro se encontraba ciertamente desconcertado por la actitud de su abuela. Siempre se había mostrado despiadada y cruel, pero en esta ocasión era demasiado. Acabar con la vida de un hombre tan solo por haber obedecido sus órdenes no tenía ningún sentido.

—No, no lo haré, y tampoco permitiré que tú lo hagas.

Julia Mesa se enfurecía por momentos, al tiempo que Ovidius mostraba cada vez más terror en su rostro.

—Nunca serás un buen emperador si no te manchas las manos con la sangre de tus enemigos.

—Ovidius no es nuestro enemigo. Siempre ha sido un buen sirviente.

Julia Mesa esgrimió una falsa sonrisa.

—Pronto aprenderás que los amigos se pueden convertir en enemigos con solo un gesto, con solo una palabra. No todo lo que has visto es real, Ovidius nunca fue legionario, y antes de ser oficial de la guardia pretoriana no era más que un esclavo.

La situación se hacía cada vez más tensa y la desesperación de Ovidius cada vez mayor. Temía tanto por su vida que no sabía cómo reaccionar, pero fue el propio miedo el que le hizo tomar una decisión y aprovechar la disputa entre Julia Mesa y Alejandro para huir del lugar. Nunca volvería al palacio, sería siempre un proscrito tan solo por obedecer las órdenes del emperador. Pero quizá mejor eso que la propia muerte, ahora era libre como nunca lo fue, porque mejor proscrito que esclavo, mejor perseguido que estar a las órdenes de un tirano.

Cuando Julia Mesa advirtió su huida, dijo:

—Es mejor dejarlo marchar, condenado a vivir el resto de su vida como un cobarde, será un castigo mayor que la muerte.

Alejandro sintió una gran sensación de alivio, no quería comenzar su mandato con un injusto asesinato, ya se había derramado mucha sangre durante los cuatro años de reinado de su primo.

Pero Julia Mesa aquella mañana sufría una profunda pena por lo ocurrido. Por una parte quería acabar de una vez por todas con los desmanes de su nieto, pero en lo profundo de su ser no deseaba que la memoria de Heliogábalo fuera borrada de la historia. Porque eso supondría borrar parte de su propia memoria: nadie recordaría a Julia Mesa si olvidaban a Heliogábalo. Y en su cabeza guardaba todos los recuerdos, todos los momentos, todas las historias, y fue en ese momento cuando decidió convertirse en la persona que plasmara sobre el papiro todo aquello que las futuras generaciones habrían de recordar, y habría de hacerlo con cautela, sabedora del gran riesgo que podría correr haciéndolo.

Habiendo tomado esa decisión, se dirigió a sus aposentos de nuevo. Ordenó a sus criados que le llevaran varios rollos de papiro y tinta para comenzar su labor. Julia Mesa, al contrario que muchas de las mujeres romanas, incluso de la alta sociedad, era una mujer cultivada, con un perfecto dominio de la lectura y la escritura.

Y decidió que aquella misma mañana comenzaría con su relato. Sentada a la mesa de su habitación, comenzó a escribir:

Mi nombre es Julia Mesa, hija de Julio Basiano, perteneciente a una de las familias de la más alta alcurnia de Siria, sacerdote del dios El-Gabal.

El-Gabal, el dios Sol, tiene una influencia importante en el relato que os quiero contar, porque se ha borrado la memoria de mi nieto, Vario Avito Basiano, más conocido por su nombre de emperador, Marco Aurelio Antonino Augusto.

Aunque por su vinculación con el templo de El-Gabal, sería más conocido como Heliogábalo, nombre al que me referiré a partir de ahora.

Y quiero comenzar mi historia desde el primer momento en que Heliogábalo fue engendrado.

Casada con Julio Avito, también sacerdote del templo, tuve la fortuna o desgracia de parir dos hijas, con tan solo una gestación de diferencia. La primera fue Julia Soemia, la que fuera madre de Heliogábalo, una mujer entregada en cuerpo y alma al poco noble arte de la fornicación. Y Julia Mamea, madre del que ahora es el nuevo emperador y sucesor de Heliogábalo, Alejandro. Julia Mamea siempre fue una mujer mucho más pudorosa con los hombres, guardando la castidad casi hasta el momento de concebir a Alejandro. Esta diferencia entre ambas hermanas marcó su vida y la de todos. Y marcó también el carácter de los dos emperadores.

Y no puedo proseguir con el relato de los orígenes de Heliogábalo sin hablar de Emesa y el dios al que daba culto. El origen quizá de todos los males y desgracias que han rodeado a nuestra familia, pero también el origen de nuestra gloria, la que nos llevó al trono de Roma.

Emesa fue fundada alrededor del templo de El-Gabal, un templo que, según cuenta la leyenda, fue erigido en honor al dios del Sol, cuando en tiempos que la memoria más antigua no llega a recordar, una enorme piedra cayó del cielo, una piedra con forma fálica. Todo esto ocurrió mucho antes de que los romanos llegaran a la ciudad, y mucho antes de que el hombre tuviera conciencia de sí mismo. Se erigió un templo para venerar a un dios venido del cielo, en lo más alto de la montaña donde cayó la enorme piedra. Y alrededor de la montaña fue surgiendo la ciudad.

El templo erigido por manos desconocidas es dorado como el sol, doce columnas guardan un patio circular, las columnas están decoradas con ilustraciones que cuentan la vida del hombre, la creación y el conocimiento del bien y del mal. El templo no tenía techo para que el falo divino se iluminara con la luz del sol y resplandeciera en su culmen. Para llegar al templo se había construido una larga escalinata que los fieles subían en éxtasis, gritando sus alabanzas al dios supremo. Doce sacerdotes guardaban el templo dirigidos y auspiciados por el sumo sacerdote que dirigía las ceremonias. Este sumo sacerdote era también quien gobernaba Emesa, en una fusión divina entre los asuntos terrenales y divinos.

Bajo el templo todo un laberinto de pasillos y estancias destinadas a guardar los tesoros de Emesa, frutos de la recaudación de los tributos al templo que todo fiel había de hacer antes de poder adorarlo y disfrutar de su beneplácito. Dichos tesoros eran administrados por el sumo sacerdote y su familia. A dichos laberintos solo se podía acceder con el permiso o invitación del sumo sacerdote, y bajo el templo, además de sus tesoros, también se guardaban los más oscuros secretos. Y las prácticas de los actos más lúgubres se reservaban a la intimidad de aquellos laberintos. Allí fue donde probablemente Julia Soemia yacía sin pudor con su primo Caracalla en sus visitas a la ciudad. Y donde los sacerdotes invitaban a sus preferidas y preferidos para la fornicación lejos de la vista del resto del pueblo. También era un lugar donde se practicaba el aborto y los fetos eran tirados al alcantarillado de la ciudad.