Aprender a ser feliz - Mechi Puiggrós de Mayer - E-Book

Aprender a ser feliz E-Book

Mechi Puiggrós de Mayer

0,0

Beschreibung

Ale y Mechi se casan una tarde de abril. Pocos meses después, llegará a sus vidas Janito, su hijo mayor. Años más tarde, Fran y Pepe completarán la familia. Los tres hijos tendrán la misma enfermedad muscular, cruel e irreversible, que la familia afrontará con decisión y valentía. Ale y Mechi lo darán todo, como expresan en este relato en primera persona. Aprenderán a ser felices y a hacer felices a los demás. Ahora comparten con los lectores una historia real, única, de entrega, emoción, generosidad extrema y amistad. Una historia que conmueve por la profunda fe que trasunta cada una de estas páginas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 211

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Mechi Puiggrós de Mayer Alejandro Mayer

Aprender a ser feliz

Una historia de fe

Puiggrós de Mayer, Mechi

Aprender a ser feliz : una historia de fe / Mechi Puiggrós de Mayer ; Alejandro Mayer. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-22-9

1. Biografías. I. Mayer, Alejandro. II. Título.

CDD A863

© 2022, Mechi Puiggrós de Mayer y Alejandro Mayer

Primera edición, mayo 2022

RedacciónAndy Anderson

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

El que se pasa al lado de Cristo,pasa del temor al amor y comienza a poder cumplir con amor lo que con el temor no podía.

 

SAN AGUSTÍN

O aprendo a ser feliz con esta realidad o no voy a ser feliz nunca.

 

MECHI MAYER

A Janito, Fran y Pepe,

con todo nuestro amor

Prólogo Estar a disposición

Hace más de veinticuatro años, una tarde de junio, un médico,colega, me acercó un pedido que nunca olvidaré: acompañar a un joven de diecisiete años en una crisis médico-psicológica, portador de una enfermedad neurológica severa. Se llamaba Alejandro Mayer. “Le dicen Janito”, aclaró mi colega.

Aquel fue mi primer contacto con esta familia, integrada por Mercedes, Alejandro y sus tres hijos, Janito, Francisco y Josemaría, los tres con la misma enfermedad, distrofia muscular de Duchenne. Una patología progresiva e irreversible, causada por un gen defectuoso para la distrofina, una de las proteínas que componen los músculos.

Desde el primer momento, acompañar a esta familia implicó para mí una gran responsabilidad. Tenía cerca de treinta años y, aunque venía trabajando desde antes, mi llegada a esta familia representó un enorme desafío profesional que solo pude comprender mucho tiempo después. Ahora, al mirar hacia atrás, la retrospectiva me devuelve la certeza de haber aprendido constantemente en lo más elemental y humano. Aprendí mucho de cada uno de los integrantes de la familia Mayer y de las circunstancias que tuvieron que vivir, pero sobre todo de la forma en la que vivieron esas circunstancias, conviviendo con el dolor y la adversidad.

Gracias a ellos comprendí que algo nuclear en mi profesión radica en estar a disposición del otro, sin grandes recetas ni fórmulas mágicas, con gusto por la tarea y respeto por las creencias, valores, principios y convicciones de aquel a quien prestamos nuestra ayuda. La profesión médica, muchas veces, en mi opinión, se reduce a eso, al solo hecho de estar, de ofrecer una compañía, una escucha que ayude al paciente a descifrar lo que le sucede, los motivos reales detrás de sus decisiones y el contexto en que las toma.

No siempre se puede saber exactamente qué razones impulsan una decisión; desde mi lugar, intenté ayudar a esta familia a transitar la enfermedad, el profundo misterio de esta enfermedad que padecían sus hijos y no otros, y lo hice con las mejores herramientas que pude ofrecer: entrega profesional, cercanía afectiva y respeto.

Cuando falleció Janito, por ejemplo, creí que mi cercanía debía manifestarse al máximo, creí que debía estar con ellos a cada instante, pero un colega de enorme experiencia, que me ayudó en mi formación, el psicoanalista Alfredo Painceira Plot, me dijo: “Los asuntos de la manada los resuelve la manada”. Aprendí así a respetar los tiempos de la familia, sus decisiones, sus momentos de intimidad y sus hábitos, entre ellos, el de recibir parientes y amigos a toda hora, en todo momento. Aprendí el valor de la paciencia, de la humildad para recibir ayuda y tolerar la presión de gente de su entorno, que muchas veces obraban con auténtico amor, sin saber de las dificultades que esa ayuda acarreaba, sin querer, en una realidad de por sí compleja.

En mi tarea profesional con la familia Mayer, que comenzó con Janito, siguió con Mercedes y continúa hoy con Alejandro, he tenido la suerte de ser testigo a la vez privilegiado y agradecido de tantas enseñanzas. He presenciado de cerca el coraje con el que vivieron, y viven, sus vidas, he podido ver el equilibrio conyugal en funcionamiento, tan importante para sortear los vaivenes y las dificultades de una enfermedad atroz.

Poder haber visto esto de cerca me llevó a pensar que tanto amor, tanto afecto, tanta fe, no pueden perderse. Y que ojalá puedan convertirse en herramientas para que otros, que luchan contra la desesperanza y el desconsuelo en el seno familiar, vean que hay un camino posible.

Espero que el lector encuentre en estas páginas esa senda, ese camino de esperanza, esas mismas lecciones de vida que tanto inspiran a vivir.

 

MARCELO FULGENZI

Médico

1

Ojalá sueñes cosas lindas.

Lo digo en voz baja. Para no despertarte. Tampoco sé, ni puedo saber, si estás del todo dormida, o si cerraste apenas los ojos para hacer más llevadero el momento. Quizás los ojos se cerraron porque sí, porque necesitan, ellos también, un poco de alivio. Acomodo la frazada, debajo de tu cuello. Ni te das cuenta.

Es lento tu respirar.

Si supieras cuánto quiero tu forma de respirar. La de siempre, la que conocí, la de ahora, la de estos días que llevás en cama. (Ya perdí la cuenta.)

La forma en que nos reímos, los dos. Vos decís que me río con todo el cuerpo, yo te digo que reír es una forma de respirar.

En realidad, lo digo en voz alta porque quiero que sepas que estoy acá, que creo —mirá qué ridículo— que la frase puede funcionar como una señal, como cuando nos disponemos a rezar.

Te hablo, en voz alta y voz baja; o sea, no tan alta como para que te despiertes, ni tan baja como para que yo no lo escuche.

Ya sé lo que me vas a decir: decidite, Gordo.

Me decido por la voz baja, entonces. Se habla bajito, acá en casa. Cada vez más bajito. No sé por qué, si tenés una voz fuerte, de mujer con carácter. Fue una de las primeras cosas que me llamaron la atención de tu personalidad, tu voz. La misma que escuché recién, cuando pediste que bajase un poco la persiana. Te hago caso, por supuesto, pero cuando me doy vuelta, estás dormida, o con los ojos cerrados. Por eso, me acerco, lentamente, y repito: ojalá sueñes cosas lindas.

Lo digo en voz alta, o no tan alta, porque quiero que me escuches, que sepas que estoy acá, que no me fui.

Que olvides lo que pasa.

Me quedo un rato más. Me gusta el silencio que hay ahora, apenas interrumpido por tu respirar.

Percibo un conjunto de voces desordenadas que viene de abajo. Un saludo por acá, un comentario sobre horarios por allá. Cuando confirmo que tu sueño es profundo, bajo las escaleras. Había movimiento antes, ahora no tanto. Había voces, ahora no tanto.

Cómo decirles que no vengan. Sé que lo hacen con amor, para acompañarte, pero es una invasión. La casa se colma de gente que te quiere y lo que necesitamos es estar tranquilos, los dos. Ni idea de cuánto tiempo, el que sea necesario.

Necesito la intimidad que sana, que nos acerca.

El otro día, casi sin querer, leí el prospecto de uno de los remedios. ¿Quién lee los prospectos adjuntos? Nadie, ya lo sé. Nadie se toma el cuidado de desplegar ese papel doblado en varias partes alrededor de un blíster con medicación, pero, bueno, qué le voy a hacer. Lo agarré y lo leí y no te voy a decir nada, me corto la lengua antes de decirte lo que leí.

Se fueron todos los que estaban en el living. Queda una prima, que está hablando afuera, pero ya se va. Camina por el jardín con la llave del auto en la mano, seguro que en cualquier momento se va.

Voy al encuentro de Pepe. Entro en su habitación y me dice: se fueron. Se refiere a tus hermanos, a las visitas que pasaron a verte, a alguna sobrina que vino de afuera.

En los últimos días, la casa se llenó de parientes cercanos, parientes lejanos y amigas.

Qué pasa, pregunta Pepe. Qué pasa que viene todo el mundo.

Tenés razón, le digo. Vamos a organizarnos, Pepe, vamos a volver a la normalidad, voy a hablar con ellos. Está bien la cadena de oraciones, la organización de los rezos, pero necesitamos tranquilidad.

¿Cómo está Mamá?

Duerme, contesto. Tengo ganas de decir que estás soñando cosas lindas, pero solo digo que dormís. Por ahora, estás dormida.

2

Hoy amaneciste un poco más temprano y con menos dolor, lo cual representa, para mí, la mejor manera de empezar el día. Te alcanzo los remedios, el agua. El desayuno me cuesta un poco más. Viste cómo soy, un poco despistado. Bajo, preparo la bandeja, subo y resulta que falta el jugo. Bajo de nuevo, busco el jugo, pero olvido la sacarina. Bajo por tercera vez, olvido las servilletas.

A veces duermo a tu lado, como hoy; otras no, tengo que ir al otro cuarto porque está la enfermera, atenta a cualquier cosa. Hoy despierto junto a vos. La mejor manera de empezar el día.

Me pedís que encienda el televisor. Querés ver las noticias de la mañana, supongo. No. Querés hacer zapping. Un poco de zapping. El noticiero transmite las noticias de siempre: el dólar, el plan económico, los resultados del fútbol. Cambio de canal. De pronto, aparece el músico César “Banana” Pueyrredón, autor de “Conociéndote”, la canción que bailábamos cuando éramos novios.

¿Te acordás?, preguntás.

Como si fuera ahora mismo: la voz de César Driollet, hermano de Rogelio, un gran amigo mío, en el teléfono:

—Ponete lindo, Ale, este jueves salimos.

—Con quién.

—Tere tiene una amiga para presentarte.

Tere es la novia de César. Somos compañeros de fútbol, César y yo, jugamos todas las semanas, mientras estudio Economía en la Universidad de Buenos Aires.

—¿No me decís todo el tiempo que la gente te pregunta “para cuándo una novia”? —presiona César en tono de reproche—. Bueno, tenés que empezar por salir. Si no, imposible. Las mujeres no caen de los árboles. Mirá: nos encontramos en Esmeralda y Juncal y vamos a buscar a Mechi, ¿estamos?

—¿A quién?

—A Mechi. Mercedes se llama. La amiga que te queremos presentar. De ahí nos vamos a Mau Mau. Bailamos un poco, charlamos, nos divertimos. No me podés decir que no.

—¡Ni siquiera la conozco!

—Confiá en mí. Te aseguro que no la vas a olvidar. En tu vida, mirá.

Tenía razón: te vi aparecer en la planta baja del edificio de tus padres y mis ojos se iluminaron. Estabas lindísima: pelo largo, hasta la cintura, ojos brillantes, que habías maquillado con esmero. En ese momento supe que quería estar a tu lado. Todo el tiempo. Pero no dije nada.

No te rías, es la verdad. ¿Cómo explicás, entonces, que te haya llevado, como segunda salida, al casamiento de mi hermano? Hablé con María, quien pronto sería mi cuñada: ¿te molesta si llevo a una amiga?

—¿Una amiga… o algo más? —preguntó, con una mirada entre burlona y sospechosa.

—Mercedes —dije.

—No hay problema.

Fuimos juntos a la Quinta Los Ombúes, ¿te acordás?

Me acuerdo, decís ahora. Sábado al mediodía. Abril de 1976. Me acuerdo de cómo nos miraban. Entré con el pecho hinchado de orgullo. ¡Qué linda tu amiga, Alejandro!, me decían todos. ¿De dónde la sacaste?, preguntaban mis amigos. ¡Te pasaste!

Hago una pausa y confieso: nunca te dije lo que pensé esa primera noche, apenas te vi.

¿Qué pensaste, Gordo?

Que eras demasiado para mí.

¿Yo? ¿Demasiado para vos? ¡No lo puedo creer!

En serio, lo pensé. Es demasiado para mí. Una mujer así. Tan linda. Con tanta presencia. Tu voz me encantaba, me encantaba verte sonreír. Cada vez que sonreías, tus pómulos se convertían en el trazo de dos sonrisas, era como una sonrisa triple.

No tenías idea de la que se te venía, Gordo.

(Me gusta cómo sonreís al llamarme así, cómo pronunciás la palabra “Gordo”, la seguridad que me transmiten tus palabras. Sí, estoy gordo, rebosante de esta vida juntos, pero tampoco digo nada. Disimulo.)

A los pocos segundos, como resignada, te escucho decir: Nadie podía imaginar lo que se venía. Ni vos, ni yo.

Me quedo en silencio, pero después digo:

¿Sabés qué? Lo haría todo de nuevo.

3

Ahora te reís.

Pregunto de qué.

De cuando nos pusimos de novios, me decís.

Qué pasó cuando nos pusimos de novios.

Nada en especial. Bueno, en realidad, para mí fue inolvidable, Gordo. Son esos momentos en los que sabés, con certeza, que va a pasar algo impresionante. Sabés, porque te lo dice el corazón, que vas a recordar ese instante toda tu vida.

¿Un instante?

Habíamos llegado a un punto en el que —te digo— resultaba todo bastante incómodo.

¿Incómodo? ¿De qué hablás, Mechi?

Bueno, ya nos conocíamos, había conocido a tu familia, habíamos salido varias veces, hablábamos mucho. Caminábamos juntos, vos no salías con nadie más, yo tampoco.

¿Y eso te causa tanta gracia?

No, esperá.

(Risas, las risas que eran parte de tu forma de ser, Mechi.)

Me pregunté: ¿estamos de novios o no estamos de novios? Esto que pasa entre nosotros ¿tiene nombre, tiene título, o qué es? ¿Se lo puede calificar de alguna manera? Cuando mis amigas me preguntan, cuando mis hermanas quieren saber, ¿qué les digo? ¿Y si viene papá, o mamá, a preguntarme por “ese chico Mayer”, qué les tengo que responder?

Mirá cómo te reís ahora, Gordo. Te estoy confesando un momento de mi vida y te reís así. El problema es que, encima, te reís con todo el cuerpo, mirá esa sonrisa, parece que se va a salir de tu cara, que va a pasar por arriba de tus orejas. ¡El sonido que hacés cuando te reís! ¿Te escuchaste alguna vez? Debería agarrar un micrófono y grabarlo para que te escuches vos mismo. ¿No le podés decir a tu cuerpo que se quede quieto?

(Más risas, tuyas y mías.)

Me hice muchas preguntas, y esa tarde, la tarde crucial…

¿La tarde crucial? ¿Así la llamás? ¿Crucial? ¿La tarde en que nos pusimos de novios?

Sí, Gordo, pero esperá. No me interrumpas, que no puedo seguir. Sí, la tarde crucial, que nos pusimos de novios. Vos no me decías nada.

¿Cómo que no? Te dije que estábamos de novios.

Fue mucho peor. Te dije que teníamos que definir la situación y vos dijiste: “Bueno, estamos de novios”.

Eso.

¡No, eso no! Yo te dije: “Me lo tenés que decir”. Te miré a los ojos —estabas tan lindo, con tu pelo oscuro, tu mirada inocente— y te dije que me lo tenías que decir. “¿Decir qué?”, me preguntaste. “¿Cómo ‘decir qué’? ¡Me tenés que pedir que estemos de novios! Me tenés que preguntar si querés que yo sea tu novia, así yo después puedo decirles a mis amigas, a mis hermanas, a todo el mundo, que sí, que estoy de novia con Alejandro Mayer, que estoy enamorada de Alejandro Mayer, y si todo sale bien, ¡quién te dice, quizás mañana hasta podamos casarnos y formar una familia!”

Me lo tenías que decir, Gordo, pero no decías nada. Entonces, lo pedí. Directamente. Te ordené que preguntaras.

¿Y qué pasó?

Me preguntaste si estábamos de novios. Yo suspiré, dejé de preocuparme, reí, nos besamos y entonces sí, nos pusimos de novios.

4

Te reís. De nuevo.

Ahora me decís que te acordaste.

De qué, pregunto. De qué te reís.

De la vez que te di la noticia de Janito. Nos casamos el 7 de abril de 1979, tres años después de conocernos, también un 7 de abril.

El Día Mundial de la Salud. No te rías, lo digo en serio.

Un día, después del trabajo, entré a nuestro departamento de aquel entonces, en el barrio de Retiro. Un departamento chico, de dos ambientes. Me saludaste, me diste una mamadera y unos escarpines con un moño.

—Te mandaron esto —anunciaste.

—¿A quién se le ocurre mandarme algo así? —pregunté, sin comprender—. Deben estar equivocados. ¿Te dieron los datos del remitente?

Y ahí te reíste de nuevo. Volviste a mirarme, me diste una palmada, ¿qué es lo que no entendés? ¡Vamos a ser papás! ¡Estoy embarazada!

Qué lindo abrazo nos dimos, ¿te acordás?

Me gusta tanto verte reír. No solamente escuchar la expresión de tu voz cuando reís, sino ver esa sonrisa, ver cómo, de tus labios felices, brota la risa.

Te dije que era un tipo despistado, vos me dijiste que te encantaban los despistados.

Quizás porque había soñado con formar una familia. Proyecté todo: el primer hijo varón, su colegio, sus amigos, seguramente jugaría al rugby, más adelante. ¡Le voy a enseñar a navegar! Quizás se reciba de médico, o de abogado.

Pará, Gordo, vamos de a poco. Nos habían dicho que iba a nacer el 31 de enero, pero Janito invirtió los números, ¿te diste cuenta? Nació el 13 de febrero. Lo bautizamos Alejandro, por el padre, y José, por San José.

Lo bautizamos así por varios motivos. Uno, que me llamo Alejandro, como mi bisabuelo. Hay toda una tradición de “Alejandros” en mi familia, y dos, por aquel amigo. ¿Te acordás de que nos cruzamos con un amigo mío? Estábamos con vos, en San Isidro, me crucé con mi amigo, te presenté, hablamos un rato y al despedirnos le dije, “¡Adiós, Janito!”, y a vos te gustó cómo sonaba ese apodo. “Me gusta Janito”, dijiste y así quedó.

Era un bebé divino. Flequillo rubio, ojitos negros, parecía salido de un aviso de televisión, y yo, una madre inexperta, muy joven, de apenas veintitrés años, hacía lo que podía. Me miraban como si fuera su hermana mayor. ¿Te acordás de cuando lo llevamos al mar?

Claro que me acuerdo. Nadaba con el padre, balanceándose entre las olas.

Lo tuyo no era nadar. Flotabas a la deriva.

¿Ahora te reís de mí y del mar?

No me río de eso, me hiciste acordar de la cara de Janito, su expresión, estaba tan feliz, con ese pelo que tenía, tan rubio, que parecía brillar de blanco. Después nos costó que quedara embarazada de nuevo. Durante cinco años, hasta la llegada de Francisco, nuestro segundo hijo, Janito fue el centro del universo. No se quedaba quieto, era muy juguetón.

Un día, lo recuerdo bien, la maestra del jardín de infantes me dijo que Janito era el más vago de todos. Cómo es eso, le pregunté. Se queda atrás, me dijo. Cuando los chicos corren, él llega último. El otro día, por ejemplo, relató la maestra jardinera, cuando jugaron a pasar por arriba de la soga, Janito pasó primero una pierna, y después la otra, pero con gran esfuerzo. Por eso decimos que es el vago de la clase. Te aclaro que lo adoramos, repite. Adoramos a Janito, por más vago que sea.

¿Le estará pasando algo más?, me pregunté. De su salud. Me convencí, al instante, de que eran cosas mías.

Pocos días después, lo vi tropezar en el jardín de nuestra casa. Nada grave. Un tropiezo como puede tener cualquier chico de cinco años. Nos habíamos mudado del departamento de Retiro, estábamos en Beccar. No era una gran casa, unos setenta metros con un jardincito, y yo, como madre primeriza, me la pasaba mirándolo. Veo que se tropieza, y en lugar de levantarse de golpe, como haría cualquier otro chico, advierto que hace un esfuerzo distinto; se levanta como trepándose a su propio cuerpo. Como si fuera un anciano frágil. Puso firmes las piernas, se agarró de los tobillos, después de las rodillas, se fue incorporando así.

Me dije: acá pasa algo. ¿Te acordás de que te dije?

Sí, me acuerdo. A Janito le pasa algo, dijiste. No sabemos qué. Empezamos a ver médicos, pediatras. Quizás sea pie plano, opinaban alrededor de nosotros. Hay chicos ágiles y chicos quesos, nos decían. No se preocupen. Hasta que vino el diagnóstico.

5

Vimos a varios pediatras, ninguno podía determinar qué sucedía con nuestro hijo, hasta que uno de ellos nos recomendó ver a un neurólogo. Le envió una nota al especialista que decía: “Te mando al niño Alejandro Mayer. Estimo distrofia muscular de Duchenne”. En ese momento no existía internet, no podías googlear nada. No sabíamos qué quería decir eso, pero el papel temblaba en mis manos. A ninguna madre le gusta leer la palabra “distrofia” vinculada a su hijo.

El neurólogo ordenó hacer estudios clínicos. Además del análisis de sangre, un electromiograma. ¿Qué es eso? Una prueba para estudiar el sistema nervioso y algunas enfermedades que afectan a los músculos. Cuando tuvieron el resultado, nos citaron a los dos.

Te llamé al trabajo: nos quieren ver juntos. Debe ser algo serio, dije. No sé qué pensar, dije. Por algo nos piden que estemos los dos.

No me podía quedar quieta.

Yo te pedí que te tranquilizaras, porque tu voz temblaba, estabas agitada. ¿Para qué anticiparse, Mechi? Si no sabemos qué nos van a decir. Tenemos que esperar, ver qué pasa. Yo trabajaba mucho en esa época, tuve que organizarme para ir juntos.

Me acuerdo del médico cerrando la puerta. Suspiró de manera pesada. Se sentó en su escritorio como si fueran doscientos kilos de plomo los que llevaba encima. Tengo presentes esos detalles.

Su mirada gris.

Nos miró, primero a vos y después a mí, y dijo: Janito tiene una distrofia muscular progresiva.

Qué es eso.

Es una enfermedad de los músculos, una patología que afecta las fibras musculares. Produce una pérdida progresiva de la fuerza muscular. Los músculos van perdiendo su volumen, su fuerza. Se debilitan.

Yo tenía tanta ilusión, como madre. Recuerdo que pensé: está bien, mi hijo tiene algo, ¡que se lo arreglen!, pero nunca imaginé que pudiera ser lo que acababa de describir el médico.

Confirmó que se trataba de una “distrofia muscular de Duchenne”. Recordé aquel papel que me había dado el neurólogo.

Pensé que tendría solución, pero el médico dijo: la enfermedad comienza por las piernas, por lo que Janito dejará de caminar, va a necesitar una silla de ruedas.

No va a poder andar en bicicleta.

En ese momento —como padre, lo digo— pensé en los proyectos que tenía para mi hijo. Esos proyectos se iban apagando, uno tras otro, con cada palabra del médico. Si no podría andar en bicicleta, si a mi hijo lo esperaba una silla de ruedas, mi sueño de verlo jugar al rugby o enseñarle a navegar se disipaba en ese momento, en cada una de sus expresiones.

Estábamos —los dos— sin capacidad de reacción. No podíamos asimilar aquello que acabábamos de escuchar. Se refería a nuestro hijo. ¿Atrofia de los músculos? ¿Empieza en las piernas?

Había que preguntarse: ¿y dónde termina?

Como si no fuera suficiente, dijo: seguirá tomando cada uno de sus músculos, hasta llegar al corazón o los pulmones.

Hubo una pausa. Claro que hubo una pausa. Lo recuerdo bien. Como madre, no podía creer lo que estaba escuchando.

Tendrá una vida corta, aclaró.

El corazón es un músculo. Ahí es donde termina la enfermedad. No sabemos cuánto va a vivir, pero la expectativa no es mucha. Alrededor de los veinte años. Con suerte. Años más, años menos.

Suspiramos. Te miré, Alejandro, y nos tomamos de la mano. ¿Era cierto esto que acabábamos de escuchar? ¿Era posible? ¿Nuestro hijo, una vida corta? ¿A quién se le ocurre dar semejante noticia a una madre?

Acá no hay más hijos, declaró el médico después. Esta es una enfermedad que afecta a varones, no a mujeres. Así que, ya saben: no más hijos.

Escuché eso y no supe qué hacer. ¿Sabía este señor que acababa de nacer Fran?

Me repetía la pregunta, una y otra vez, dentro de mí: ¿Janito? ¿Nuestro Janito, tan lindo con su flequillo y su alegría? ¿Mi primer hijo, condenado a una silla de ruedas? ¿Cómo es posible?

Yo sé lo que se siente cuando las palabras retumban en tu cabeza. Yo sé lo que es quedarse sin palabras.

Sé lo que se siente la vida interrumpida en un instante.

Y vos, Alejandro, a mi lado, no decías nada.

Qué esperabas que dijera. Bajé con vos, sin advertir que afuera había empezado a llover. ¡Qué podían importarme las condiciones meteorológicas, qué importaba si teníamos o no teníamos paraguas! Bajé la escalera con andar de zombi, no entiendo cómo no me tropecé.

Llegamos a casa, me tiré en la cama y empecé a llorar, con toda la bronca, con toda la impotencia, con el cuerpo entero, como decís vos que pasa con mi cuerpo cuando río. No podía entender el diagnóstico; o sea, tenía plena conciencia de mis facultades mentales, no era una pesadilla, era cierto. Lloraba y lloraba pensando en mi primer hijo.

En ese momento, Janito estaba en el jardín de infantes y habíamos dejado a Fran con una vecina. La casa estaba para nosotros, para que lloráramos lo que hubiera que llorar, así que lloré desconsoladamente, pensando que si era necesario me moriría llorando.

Me asusté al verte así, Alejandro. ¿Te digo la verdad? No pude llorar con libertad, porque nunca, en mi vida, te había visto así. Era nuevo para mí: no sabía, no tenía idea de que alguien grande, maduro, pudiera llorar tanto. Llorabas y con tu llanto se sacudía toda la cama, la habitación entera.