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Dentro de las escrituras del yo, la autobiografía ha ocupado un lugar privilegiado; ha sido una de las manifestaciones literarias más asediadas y mejor investigadas desde hace medio siglo. Ha contado con una bibliografía creciente cuyo análisis muestra el interés que ha suscitado entre los teóricos de la literatura, la lingüística y la historia, incluyendo también, la participación denodada de los filósofos.Si bien los acercamientos y debates teóricos han versado sobre la autobiografía, esta circunstancia no impide destacar la atención que han merecido las diversas manifestaciones autorreferenciales. O sea, aquellas expresiones literarias a decir de Pozuelo Yvancos: "identificadas por su capacidad de revelación personal en las que un yo rememora una experiencia propia, sea ésta más o menos íntima, observable o pública lo que marcará diferencias interiores dentro de esa familia de géneros"; manifestaciones que, por otro lado, según Anna Caballé, comparten "la autorreferencialidad y el apoyo estructural tripartito [de]: un eje temporal o histórico, un eje individual y un eje literario"; ejes cuya importancia y función se modifican de un género a otro y explican las distinciones existentes entre ellos. Las vidas ajenas, las vidas de los otros son siempre seductoras; despiertan en nosotros la curiosidad y el morbo del corazón. Sobre todo, cuando en esas vidas se nos devela parte de nuestro ser individual y también nuestra pertenencia a una colectividad: creamos vínculos de reciprocidad y afecto al sentirnos parte de su vida, de las historias y testimonios que han forjado, aquéllas que guarda la memoria y desdibuja el olvido. Es así como la vida de los otros, deviene en la vida de los nuestros.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
A través de nuestras publicaciones se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones públicas de educación superior del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual solo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la colectividad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad madura, mediante la discusión informada en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos.
Con nuestra colección Pública crítica presentamos una serie de investigaciones en torno a la crítica, a la teoría y a la reflexión literarias, elaboradas por académicos —principalmente mexicanos— pero que, como el quehacer literario, trasciende por mucho los límites o fronteras nacionales.
Títulos de Pùblicacrítica
1.Constelaciones I.
Ensayos de Teoría narrativa y Literatura comparada
Luz Aurora Pimentel
2.Galería de palabras.
La variedad de la ecfrasis
Irene Artigas Albarelli
3.La risa en la literatura mexicana
(apuntes de poética)
Martha Elena Munguía
4.Análisis del discurso:
estrategias y propuestas de lectura
Irene Fenoglio Limón, Lucille Herrasti y Cordero y Agustín Rivero Franyutti (coordinadores)
5.Tránsitos y umbrales en los estudios literarios
Adriana de Teresa Ochoa
(coordinadora)
6.De Perséfone a Pussycat.
Voz e identidad en la poesía de Margaret Atwood
Claudia Lucotti
7.Poesía, pensamiento y percepción.
Una lectura de Árbol adentro de Octavio Paz
Martina Meidl
Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos.
Aproximaciones a la escritura autobiográfica. De la vida de los otros a la vida de los nuestros
Blanca Estela Treviño García, coordinadora
Primera edición: agosto 2016
De la presente edición:
D.R. © 2016, Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Filosofía y Letras
Ciudad Universitaria, C. P. 04510,
Coyoacán, Ciudad de México
Bonilla Artigas Editores, S. A. de C. V., 2016
Cerro Tres Marías número 354
Col. Campestre Churubusco, C. P. 04200
Ciudad de México
Tel.: (52 55) 55 44 73 40 / Fax (52 55) 55 44 72 91
www.libreriabonilla.com.mx
ISBN: 978-607-8450-54-1 (Bonilla Artigas Editores)
ISBN: 978-607-02-8227-0 (UNAM)
ISBN edción ePub: 9786078450855
Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos
Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love
Hecho en México
Nota del editor: A lo largo del libro hay hipervínculos que nos llevan directamente a páginas web. Aquellos que al cierre de esta edición seguían en funcionamiento están marcadas en color azul y con el hipervínculo funcionando. Cuando el vínculo ya no está en línea, se deja con su dirección completa: <http://www.abc.def>, sin estar en azul.
Contenido
Contenido
Presentación
Blanca Estela Treviño García
I Reflexiones teóricas en torno a la escritura autobiográfica
La autobiografía en el siglo XXI: entre el yo y el Yo
Anna Caballé Masforroll
Memoria, olvido y ficción en la escritura autobiográfica
Luz Aurora Pimentel
María Zambrano (1904-1991) y Rosa Chacel (1898-1994):perspectivas hermenéuticas de la confesión literaria y “autoconfesión” en forma de ensayo
Ana Bundgård
Las escrituras del Yo: continuidad o discontinuidad de un discurso moderno
Claudio Maíz
El relato testimonial en Paul Ricoeur: entre la historia y la autobiografía
Greta Rivara Kamaji
Vidas propias-vidas ajenas: reflexiones en torno a la escritura (auto)biográfica
Mónica Quijano Velasco
La escritura como mitosis del yo
Hugo Enrique Del Castillo Reyes
II Algunas expresiones en torno a la escritura del Yo
Otra posible autobiografía de sor Juana Inés de la Cruz y la verdadera hagiografía de Inés de la Cruz
Margo Glantz
María Martínez de Nisser: la legitimación de la guerra a través de la palabra
Carmen Elisa Acosta Peñaloza
“Carta cerrada que abrirá el lector”:un acercamiento al género epistolar en las publicaciones periódicas mexicanas del siglo XIX
Dulce María Adame González
Memorias de Juan de Dios Peza o el álbum de la República
Pablo Mora
Luis G. Urbina: anécdotas de la intimidad
Miguel Ángel Castro
Memorias y ficción en Victoriano Salado Álvarez
Alberto VitalAlejandro Sacbé Shuttera
“La hondura interior” en el epistolario de Amado Nervo
Gustavo Jiménez Aguirre
Tres dimensiones de las memorias de Enrique González Martínez: lo familiar, lo social y lo nacional
Horacio Molano Nucamendi
Rodolfo Reyes, hijo del general, hermano de Alfonso, y sus memorias mexicanas
Fernando Curiel
La invención de un libro: El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán
Nicholas Cifuentes-GoodbodySusana Quintanilla Osorio
Correspondencia Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes
Adolfo Castañón
Metamorfosis del yo en las vidas de Gilberto Owen
Vicente Quirarte
Un perfil de Elena Garro y los rostros del yo en las Memorias de España 1937
Carlos Alberto Gutiérrez Martínez
Juan José Arreola y el arte del dictado
Sara Poot Herrera
La voz autobiográfica de Juan Rulfo
Roberto García Bonilla
IIIHomenajes
En torno a la publicación de Salamandra. Cartas entre Octavio Paz y Joaquín Díez-Canedo (1961-1963)
Aurora Díez-Canedo F.
Efraín Huerta en su tinta. Poesía y autobiografía
Israel Ramírez
Resonancias: relaciones entre biografía, realidad y ficción
Eugenia Revueltas
Una autobiografía intelectual: José Emilio Pacheco ante el público
Rafael Olea Franco
Sobre los autores
Índice onomástico
Sobre la coordinadora
Presentación
Me dijiste un día –¡Qué intensa y rara
ha de aparecer nuestra vida
a los que mañana
se asomen a contemplarla con amor.
Alfonso Reyes
En su célebre libro La confesión como género literario, María Zambrano afirma: “Lo que diferencia a los géneros literarios, unos de otros, es la necesidad de la vida que les ha dado origen. No se escribe ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse”.1 Esta aseveración es la que alienta y estimula, impulsa y anima, en una primera instancia, la escritura de autobiografías y memorias, diarios y epistolarios; narraciones, entre otras, que hoy se designan como literatura del yo; o bien como aquellos textos que se situan dentro del llamado género autobiográfico; es decir, ese espacio en el que se inscribe la familia de los relatos memorialísticos.
Dentro de las escrituras del yo, la autobiografía ha ocupado un lugar privilegiado, ha sido una de las manifestaciones literarias más asediadas y mejor investigadas desde hace medio siglo. Ha contado con una bibliografía creciente cuyo análisis muestra el interés que ha suscitado entre los teóricos de la literatura, la lingúística y la historia, incluyendo también la participación denodada de los filósofos. Esta circunstancia obedece no sólo al sentido histórico que ha tenido la autobiografía, sino además por el lugar que ocupa el género en la configuración de obras como las Confesiones de san Agustín, los Ensayos de Montaigne, las Confesiones de Rousseau y porque, de modo preponderante, la discusión sobre la autobiografía, como lúcidamente observa Ángel Loureiro, “ha sido un campo de batalla donde se enfrentan, al pretender articular mundo, yo y texto: la lucha entre ficción/verdad, los problemas de la referencialidad, la cuestión del sujeto, la narratividad como constitución del mundo”2 y desde luego el papel medular que adquieren la memoria, el recuerdo y el olvido.
La preeminencia de la autobiografía en la reflexión teórica contemporánea inicia con la publicación del ensayo seminal “Condiciones y límites de la autobiografía” de Georges Gusdorf en 1956, que problematizó las relaciones entre autobiografía e historia y las condujo hacia aquellas de autobiografía y sujeto. A este texto siguieron los trabajos de James Olney donde apunta que el estudio de la autobiografía se desarrrolla en tres etapas históricas a partir de las raíces de esta palabra: el autos (yo), el bios (vida), y la grafé (escritura)que permitieron, junto con sus luminosas reflexiones sobre la “ontología de la autobiografía” un acercamiento distinto a la cuestión autobográfica.
Igualmente destacan los trabajos de Philippe Lejeune, preponderantemente su emblemático y polémico ensayo “El pacto autobiográfico” (1975) que contribuyó, desde otro enfoque, al estudio de la autobiografía y estableció la controvertida definición de la misma: “Relato restrospctivo en prosa que un personaje real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”. Esta acepción donde se acentúa la forma del lenguaje y el manejo del tiempo resultó insuficiente para sustentar algunos de los postulados del crítico francés; lo condujo, entre otras cuestiones, a establecer la equivalencia autor/narrador/personaje y la noción de pacto en el que deposita la particularidad de la autobiografía desde la circunstancia del lector, incorporando así un tipo de contrato social que existe entre el lector y el autor o la firma de éste.
Los planteamientos de Lejeune provocaron diversas reacciones y propiciaron el debate teórico de los autores de la deconstrucción. Paul de Man en su estudio “La autobiografíacomo desfiguración” (1979) aporta ciertas herramientas para acercarse a la dimensión lingüística y retórica presente en los textos autobiográficos. La autobiógrafía para el filósofo belga, no es un género sino un modo de textualidad que puede estar presente en cualquier texto; en éste el sujeto se muestra como el objeto de su propio entendimiento, participa de una estructura especular donde los dos yos implicados se manifiestan mediante una estructura lingüística y tropológica basada en la prosopoeya. De tal manera la autobiografía no sería la representación de una vida ni de un sujeto, sino una construcción retórica en la que lo referencial se transforma en ilusión y el referente se diluye en una ficción.
Si bien los acercamientos y debates teóricos han versado, desde hace medio siglo, sobre la autobiografía, esta circunstancia no impide destacar la atención que han merecido las diversas manifestaciones autorreferenciales. Es decir, aquellas expresiones literarias identificadas por su capacidad de revelación personal “en las que un yo rememora una experiencia propia, sea ésta más o menos íntima, observable o pública lo que marcará diferencias interiores dentro de esa familia de géneros”;3 manifestaciones que, por otra lado, y a decir de Anna Caballé, comparten “la autorreferencialidad y el apoyo estructural tripartito [de]: un eje temporal o histórico, un eje individual y un eje literario”;4 ejes cuya importancia y función se modifican de un género a otro y explican las distinciones existentes entre ellos.
El propósito de estas sucintas reflexiones es ubicar el horizonte teórico alrededor del cual ha venido discutiendo el Seminario de Escritura Autobiográfica en México desde su constitución en el año 2012; análisis que, asimismo, debe mucho a las aportaciones de los investigadores y estudiosos españoles –Ángel Loureiro, Anna Caballé, José María Pozuelo Yvancos, José Romera Castillo, entre otros– al campo de la autobiografía y a las diversas narraciones del yo. Ese “yo” que ha conmocionado la esfera de conocimiento de diversas disciplinas; ese “yo” que gracias a la ficción-realidad que comulga en toda obra de arte se ve transfigurado en “otros” y nos devuelve y devela la esencia de nuestra condición humana.
En el transcurso de tres años, el Seminario de Escritura Autobiográfica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ha emprendido una investigación en diversos acervos y ha creado una página web5 que reúne las obras memorialísticas de los escritores nacionales y dimensiona la producción de textos autobiográficos en la literatura mexicana. Esta indagación constata la inclinación de nuestros hombres de letras por mostrar la huella de su interioridad, la de sus experiencias personales en el contexto histórico que les tocó vivir, a pesar de la discreción y timidez que suele atribuírsele al temperamento mexicano.
A menudo, autores y críticos afirman que los países hispanoamericanos carecen de una producción fecunda en el territorio de la escritura autobiográfica. El argumento para sostener este aserto, no sólo es el de comparar el ejercicio de esta práctica en nuestras naciones con la abundancia de los géneros del “yo” en otros dominios literarios (el francés o el anglosajón, por ejemplo), sino también el declarar que los escritores de la América hispana son poco afectos a exhibir y a confesar sus vidas por escrito. Estas afirmaciones plantean algunas cuestiones nodales: ¿cuál ha sido la situación de la escritura autobiográfica en hispanoamerica? ¿Cómo asumieron y han asumido el ejercicio de las escrituras del yo los literatos en los siglos XIX y XX? ¿Cómo fueron y han sido leídos esos textos?
Al repasar los géneros memorialísticos del siglo XIX se observa que las tendencias de los escritores se encaminaron por el ejercicio de las memorias, los diarios y epistolarios y que fue ciertamente exigua la escritura de autobiografías. Una de las causas posibles de la ausencia de este género, se debió a los innumerables conflictos históricos que vivieron los hombres de letras en esa convulsa centuria situándolos, al relatar su vida, en el marco de las literaturas nacionales emergentes; de tal suerte que al yoque allí se muestra “se atribuye una representatividad pública que le confieren la guerra o la lucha por determinados ideales, lo cual tiende a convertir al sujeto autobiográfico en héroe nacional, casi igualándolo al concepto de nación”.6 Otra causa, digna de dilucidar, es la que ofrece Sylvia Molloy en uno de los trabajos más conspicuos sobre la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, al advertir que: “Si bien hay y siempre ha habido autobiografías en Hispanoamérica, no siempre han sido leídas autobiográficamente: se las contextualiza dentro de los discursos hegemónicos de cada época, se las declara historia o ficción, y rara vez se les adjudica un espacio propio”.7
Estas aseveraciones conducen a pensar en la situación de incertidumbre en que han sido leídas un buen número de autobiografías, consideradas como memorias en el siglo XIX y parte del XX mexicano, porque el sujeto autobiográfico carecía de un espacio institucional y abría, mediante diversas tácticas, el yo a una comunidad, atenuando así su fragilidad como sujeto. Será paulatinamente que los autobiógrafos cobren conciencia de lo que significa verter ese yoen una construcción retórica que permita dar cuenta de su preocupación por buscar la comprensión de su propia existencia.
Si bien quedan muchas cuestiones por esclarecer y problematizar en relación con los escritos autobiográficos hispanomericanos, es necesario vindicar las autobiografías y las memorias, los diarios y los epistolarios como géneros literarios, pues como asegura Guillermo Sheridan: “su valor fundamental es el de operar como literatura, como una instancia escritural válida en sí misma y por sí misma. Sus valores accesorios son inimaginables: aportan una visión complementaria del quehacer de un escritor, de su mundo y de su actitud ante él”.8 Y también, porque los relatos autobiográficos –como afirma Claudio Maíz– son “portadores de una visión interiorizada, es decir, en ella se puede apreciar, a escala, el modo como el tejido cultural se construye con los significados subjetivos de los individuos”.9
Las vidas ajenas, las vidas de los otros son siempre seductoras; despiertan en nosotros la curiosidad y el morbo del corazón. Sobre todo, cuando en esas vidas se nos devela parte de nuestro ser individual y también nuestra pertenencia a una colectividad: creamos vínculos de reciprocidad y afecto al sentirnos parte de su vida, de las historias y testimonios que han forjado, aquéllas que guarda la memoria y tientan al olvido. Es así como la vida de los otros deviene en la vida de los nuestros.
Este volumen es el resultado de las inquietudes expresadas en estas páginas y del trabajo coordinado por el Seminario de Escritura Autobiográfica de la Facultad de Filosofía que ha contado con el apoyo de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México al auspiciar el Proyecto PAPIME 400813. El libro reúne conferencias, artículos y ensayos de estudiosos de España, Hispanoamérica y Estados Unidos;10 los trabajos se agruparon en tres secciones de acuerdo con la naturaleza de las cuestiones y los temas abordados.
La primera ofrece diversas reflexiones que dialogan con el campo teórico de la autobiografía, desde sus planteamientos iniciales hasta su devenir en el siglo XXI, donde puede advertirse la relevancia que tienen los estudios del psicoanálisis y la neurociencia, así como las aportaciones de Paul Ricoeur sobre la memoria y el olvido en el ámbito de la narratividad. También se abordan géneros de suma importancia como la biografía, el testimonio y la confesión que amplían la perspectiva de estudio de estas prácticas escriturales y su relación con la autobiografía.
En la segunda sección se analizan memorias y autobiografías, epistolarios y diarios, desde distintos enfoques que posibilitan apreciar el desarrollo de estos géneros en el tránsito del siglo XIX al XX. Se realiza un recorrido por algunas de las obras de personalidades de nuestras letras, desde sor Juana Inés de la Cruz hasta Elena Garro. Predominan, sin embargo, los acercamientos a las narraciones memorialísticas de escritores que formaron parte del Modernismo y de la generación del Ateneo; autores que vivieron la transición entre siglos, las contiendas armadas y culturales que incidieron en su personalidad y los llevaron, ya en el siglo XX, a relatar sus vidas con una mayor conciencia de su yo como sujeto y a emplear nuevas formas discursivas para mostrar su autofiguración.
Finalmente se incluyen homenajes dedicados a Efraín Huerta, Octavio Paz y José Revueltas en los que se interpretan sus textos autobiográficos, pues coincidentemente en 2014 se celebró el centenario de su nacimiento. El inesperado fallecimiento de José Emilio Pacheco, escritor imprescindible de las letras mexicanas, completa los homenajes considerados en la tercera sección donde se discierne sobre aspectos y experiencias decisivas en la formación artística y vital de estos escritores.
Blanca Estela Treviño García
Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional Autónoma de México
Notas
1] María Zambrano. La confesión: género literario. Madrid: Ediciones Ciruela, 2004, p. 25.
2] Ángel G. Loureiro. “Problemas teóricos de la autobiografía”, en Ángel G. Loureiro (coord.). La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudio e investigación documental. (Suplementos. Monografías temáticas, 29). Barcelona: Anthropos, 1991, p. 10.
3] José María Pozuelo Yvancos. De la Autobiografía. Barcelona: Crítica, 2006, p. 9.
4] Anna Caballé. Narcisos de tinta. Madrid: Megazul-Endymion, 1995, p. 40.
5] Esta página es resultado de una numerosa base de datos, producto de la investigación de los integrantes del Seminario en distintos acervos y bibliotecas de la Ciudad de México. Se consignan, también, los datos bibliohemerográficos de las contribuciones de académicos de diferentes instituciones universitarias del país que se han ocupado de estas manifestaciones literarias. La dirección electrónica es escrituraautobiografica.filos.unam.mx/.
6] Margara Russotto. “Vidas malditas, vidas ingenuas, vidas artísticas. El viaje formativo del texto autobiográfico”, en Carmen Elisa Acosta y Carolina Alzate (eds.). Relatos Autobiográficos y otras formas del yo. Bogotá: Universidad de los Andes, 2010, p. 252.
7] Sylvia Molloy. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. José Esteban Calderón (trad.). México: El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 12.
8] Guillermo Sheridan. “José Juan Tablada en su Diario”. José Juan Tablada. Obras-IV (1900-1944). México: Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1992, p. 5.
9] Claudio Maíz. “Aproximación al sujeto moderno hispanoamericano. Una lectura de textos epistolares a Unamuno”, en Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales, año 5, núm. 10, jul.-dic. 1997.
10] En la publicación de dichas trabajos, se han respetado las grafías y los énfasis utilizados por los distintos autores en los conceptos y en sus aparatos críticos (nota de los editores).
I Reflexiones teóricas en torno a la escritura autobiográfica
La autobiografía en el siglo XXI: entre el yo y el Yo
Anna Caballé Masforroll
Universitat de Barcelona
Uno de los filósofos europeos más interesantes surgidos en las últimas décadas es, en mi opinión, el alemán Peter Sloterdijk, autor de una trilogía, Esferas [Sphären en alemán], que en un principio aspiraba a completar la idea de Ser y tiempo concebida por Heidegger en una obra genuinamente revolucionaria sobre el ser. Frente, o junto al eje de la temporalización y la historicidad del ser, concebido por Heidegger como consustancial al ser humano –es decir que nuestra existencia está hecha, amasada, por el tiempo, somos tiempo–, Sloterdijk reivindica en Esferas un aspecto menos considerado hasta ahora por la filosofía: el espacio, los espacios vividos, vivenciados, como una experiencia igualmente primaria del existir y sobre la cual se funda el movimiento, el movimiento del ser. De hecho, siempre vivimos en espacios, en atmósferas, en esferas que de algún modo remiten a nuestro espacio inaugural, aquel del que todos procedemos, la primera esfera humana, esto es el vientre materno. Y siempre estamos en movimiento.
En el primer volumen de Esferas, titulado Burbujas [Blasen], Sloterdijk arremete, sin embargo, contra la idea del Yo que ha exaltado la posmodernidad, encapsulando al sujeto en lo que él llama la “ilusión individualista”, como Pierre Bourdieu arremetió en su día contra la llamada “ilusión biográfica”. La convicción de que mis pensamientos son invisibles a los demás, de que mi mente es una caja fuerte, por no decir un tesoro, llena de preciosas imágenes, sueños, recuerdos y aspiraciones que me pertenecen por completo; la idea de que mis reflexiones constituyen un libro que nadie puede leer desde fuera; que mis ideas y sentimientos sólo son trasparentes para mí así como son impenetrables para otros, y esto hasta un punto en que quizá ni siquiera bajo tormento se me pudiera obligar a compartir con otros y contra mi voluntad lo que sé. Para Sloterdijk esta especie de síndrome presidido por la idea de que la intimidad del individuo es un valor precioso y hermético que se mantiene oculto a los demás y cuyas riquezas interiores son insondables está en el origen de muchas fantasías y comportamientos actuales. Es el pilar de una ilusión gestada en torno al Yo que tiene un recorrido reciente pero que ha explosionado en la medida en que el capitalismo tardío, o avanzado, ha conseguido lo que yo llamo la “industrialización de la intimidad”, es decir, la creación de un espacio simbólico vinculado a la esfera más privada e íntima del individuo, y explotado de forma unificada y homogénea por todas las esferas del consumo: desde la agencia de viajes que vende la ilusión de que el viajero va a reconciliarse con las esferas más profundas de su identidad, hasta las tecnologías de la información que han conseguido atomizar las clases sociales segmentándolas en grupos cada vez más reducidos. El Yo, la noción de individualidad, se ha transformado en un elemento indispensable del ideal democrático. Ofreciendo una utopía colectiva –sé tú mismo– que trasciende las divisiones sociales, al tiempo que es el mercado quien controla los sistemas de explotación de esa utopía volátil. Se nos insiste, sobre todo a través de la publicidad, en hacernos sentir únicos e irremplazables, al tiempo que se canalizan adecuadamente nuestras expansiones de ser. Lo que planteo, en definitiva, es el vínculo actual entre el Yo y la economía analizado por autoras como Eva Illouz. Y para forjarlo, la cultura desempeña un papel importante en la construcción, interpretación y funcionamiento de ese “ideal individualista” al que se refiere Sloterdijk. Pues la cultura brinda un marco conceptual; ofrece símbolos, artefactos, historias e imágenes útiles a la hora de construir nuestro Yo virtual, es decir el que opera fundamentalmente en las redes sociales.
La utopía individualista articula dos discursos ideológicos centrales en su propia configuración como modelo: la soberanía del individuo frente al grupo y la idea de distinción, de singularidad capaz de reflejarse en todas aquellas empresas, públicas y privadas, que emprende el individuo para su autorrealización. En teoría, ese principio del Yo (frente al principio de la realidad propio de la ideología burguesa) abre la posibilidad de un orden social alternativo –el individuo, soberano frente a la tiranía del grupo–, proyectando un aura de transgresión y rebeldía. Sin embargo, en la práctica, ahora mismo, esto no es decir mucho, si no analizamos ese espacio emocional a la luz del idioma consumista de la cultura posmoderna.
Hasta hace unos pocos siglos lo que los seres humanos particulares pensaban y sentían cada uno era tan transparente para los demás como podían serlo las propias vivencias. Sus pensamientos eran magnitudes públicas y la gente apenas disponía de espacios que no fueran compartidos. Es con el Romanticismo y la expansión del liberalismo burgués cuando se empieza a experimentar con la ruptura del Yo individual y soberano frente al mundo, ruptura que Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau ya habían formulado de una forma radicalmente original en el último tramo del siglo XVIII. De modo que frente a un yo encapsulado en un mundo de mimesis y dependencia artística y moral, surge, explota la concepción de un nuevo Yo instalado por primera vez en el centro del cosmos y del cual nacerán los valores que ha exaltado la era moderna: el genio, la soledad, la libertad, la autonomía artística. Ortega y Gasset lo expresaba diciendo que el hombre antiguo, antes de hacer algo daba un paso atrás, como hace el torero antes de tirarse a matar. El hombre antiguo, sigue Ortega, busca en el pasado un modelo en el cual se introduce como en una escafandra de buzo, para de esta manera, protegido y deformado, zambullirse en los problemas de su tiempo. Por ello su vivir es, en cierto modo, un revivir, un comportamiento arcaizante.1 Por el contrario, añadimos, el potencial del hombre moderno se apoya en la idea de su singularidad, de que el auténtico pensar es distinto de lo que piensa la masa, de lo que piensan los demás.
Pero cuidado, Sloterdijk aun diciendo cosas muy sensatas se inscribe en la línea de pensadores, –algunos de raíz marxista, como Althusser, Foucault o el propio Sloterdijk y otros que no lo son, como Richard Sennett y Christopher Lasch– quienes frente a la creencia de que la subjetividad es el centro de la inteligibilidad del ser, del mundo y de la sociedad, una creencia que consideran fruto de la ideología burguesa que ha construido la figura ilusoria del sujeto autónomo y por tanto soberano, piensan que el sujeto no es más que un proyecto, un hacerse en un devenir permanentemente incierto. Que los pensamientos propios brotados de la estancia solitaria no son posibles porque una inteligencia sólo de otra inteligencia puede recibir los incentivos clave para su propia actividad. Sin el Otro la vida mental no es posible. Incluso los anacoretas necesitan imaginar a Dios como lector de su pensamiento. Asimismo, autores como Lasch o Sennett sostienen, con bastantes evidencias, que la identidad pública y social se ha colapsado a causa de una sobresaturación del Yo privado que corta sus lazos de pertenencia al ámbito público de la sociedad y la política.
Cuando en 1900 Sigmund Freud publicó La interpretación de los sueños hizo emerger un nuevo continente del seno del individuo, que ha resultado decisivo, sobre todo a través del psicoanálisis, en la utopía individualista. Me refiero al inconsciente, generador de sueños y deseos cargados de significado. Fue un descubrimiento que Freud matizaría y ampliaría en obras sucesivas hasta formular una antropología completa del individuo. En ella el hombre está sujeto a una influencia social coactiva y conformadora de su conciencia como individuo y reacciona a esa influencia reprimiendo, por temor a desviarse de la pauta social, el vigor instintivo de su interior, de naturaleza erótico-afectiva, como sabemos: su libido. Es decir, en ese instinto sexual Freud deposita el Yo más auténtico del sujeto, al tiempo que el más sometido. De modo que en cuanto tiene oportunidad intenta escapar al control de la conciencia: cuando ésta se relaja, por ejemplo en los sueños, o bien brota en los actos fallidos o bien es causante directo de enfermedades mentales. El inconsciente es para Freud el depósito de las experiencias personales y subjetivas que el mundo consciente olvida y reprime. Y ese inconsciente personal, al que Carl Jung opondría un civilizador inconsciente colectivo, reprimido y doliente, al que hay que liberar, está en la base de muchas de nuestras fantasías actuales sobre la intimidad, pues en él ubicamos nuestro Yo más genuino y auténtico.
¿Tiene lógica esa idea de que hay un interior privado y recluso en donde habita lo más valioso del ser y detrás del cual el individuo puede cerrar la puerta y sentirse libre? Es la tesis que sustentaba Carlos Castilla del Pino en varios de sus últimos ensayos, aunque el psiquiatra gaditano murió sin haber concluido su teoría del sujeto, en la cual la intimidad jugaba un papel esencial como definidor de la identidad al tiempo que hortus conclusus del individuo en relación al mundo. Nietzsche por su parte abominó de lo que él mismo llamó el “proceso de interiorización del hombre moderno”:
Todo el mundo interior, que al principio era finísimo y estaba como extendido y tensado entre dos pieles se ha soltado y levantado, y ha adquirido profundidad, anchura y altura, en la misma medida en que se inhibía la descarga del hombre hacia fuera (135).2
Para Nietzsche en el interior del hombre moderno apenas hay otra cosa que culpa, mala conciencia y sufrimiento. La explicación para él es tan sencilla como catastrófica: ante la falta de enemigos y resistencias exteriores, atenazado el hombre por una agobiante estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarra impacientemente a sí mismo, se persigue, se muerde, se hostiga, se maltrata. Este pobre y valiente animal que es el hombre, dice Nietzsche, se destroza a sí mismo abalanzándose contra los barrotes de la jaula en la que permanece. Este ser menesteroso y consumido por la nostalgia del desierto ha tenido que hacer de él mismo una aventura, una cámara de torturas, un despoblado inseguro y peligroso. El hombre vive su vida como un prisionero nostálgico y desesperado que ha inventado la mala conciencia y el sentimiento de culpa para poder sufrir de sí mismo, y ello como consecuencia de su ruptura violenta con su propio pasado animal y de la declaración de guerra contra los viejos instintos en los que antaño había descansado su fuerza, su placer y su fecundidad. Sentir nostalgia del desierto… Y ¿qué entiende Nietzsche por desierto? Un espacio inmenso y solitario poblado de espíritus fuertes y de condición independiente. Un espacio donde uno puede quitarse de encima a sí mismo aceptando la oscuridad. Un espacio en el que no deben faltar montañas como inspiradoras de la grandeza del mundo. Incluso una habitación en un hotel corriente donde se pueda estar seguro de pasar inadvertido y hablar con todo el mundo sin ataduras, especula Nietzsche pensando en sí mismo y en tantos hoteles corrientes, en paisajes alpinos, en los que se hospedó... Un desierto puede ser también un cuarto de estudio y, en realidad, cualquier cosa silenciosa, noble, lejana, ante la cual el espíritu no tenga que ponerse en guardia y prepararse para responder. Un desierto es para el autor de El nacimiento de la tragedia cualquier espacio en que la actualidad, el presente, no entra, porque no puede entrar. Todo eso entiende el filósofo por desierto. Ahora, sin embargo, cualquier cuarto de estudio, cualquier desierto nietzscheano se ha transformado en otra cosa: dispone de móvil, pantalla y teclado desde los cuales el individuo está permanentemente conectado con el mundo. La desconexión sí es una utopía.
En todo caso, veíamos hace un momento cómo Nietzsche empieza abominando del culto al interior, por ser un espacio ponzoñoso donde el individuo moderno se autolesiona debido a la inmensa y profunda domesticación que han sufrido sus instintos, pero acaba expresando una enorme nostalgia de una forma de interior que él nombra como desierto. Carlos Castilla del Pino en su autobiografía, Pretérito imperfecto, hace referencia a esa necesidad de aislamiento a la que Nietzsche llama “nostalgia del desierto”, y lo describe con todo detalle, incluyendo incluso un sencillo dibujo. Leamos su descripción:
Con este dibujo [adjunto en el texto] representaba dónde y cómo me gustaría vivir. Por una escala bajaba hasta una enorme sala situada a gran profundidad. La escala podía ser descolgada, de forma que la sala quedaba totalmente incomunicada e incomunicable con el exterior. Esa sala era una gran biblioteca, con las paredes llenas de libros desde el suelo al techo. Al fondo estaba yo, tras un pupitre, vestido con un ropaje extraño, como de fraile, y escribía teniendo ante mí un atril con un libro abierto y otros más, adyacentes. La imagen con la que me veo se inspira en el retrato de Erasmo de Rotterdam, de Holbein. A la hora de comer, subo por una escala, recojo la fiambrera que me han dejado. Se me avisaba con una campana cuando dejaban la fiambrera, pero quien la traía debía desaparecer (Castilla del Pino, 166).
Siempre me ha interesado la iconografía simbólica de la interioridad: la acabamos de ver sucintamente descrita en Nietzsche y Castilla del Pino. Es una iconografía que germina en el Renacimiento, cuando asistimos asimismo al florecimiento de la experiencia individual. La imagen más conocida y estudiada es la de san Jerónimo según la representación del grabado de Durero: con todos los símbolos viene a ser la mitificación del mundo interior Y lo cierto es que la imagen sugiere la forma esférica, cerrada, en la que el sujeto proyecta el campo íntimo de la subjetividad en un entorno clausurado. Aunque la convivencia con el Otro está presente: Dios, por un lado, y los habitantes invisibles que son los libros.
El psicoanálisis, por su parte, ha ofrecido nuevas interpretaciones a la necesidad de aislamiento y soledad vinculada tradicionalmente a las relaciones de uno consigo mismo, con la mismidad. El psicoanalista de lengua alemana Otto Rank publicó una obra capital en este sentido: Trauma del nacimiento y su significado en el psicoanálisis (1924). En ella planteaba un tema sobre el que seguiría reflexionando: la angustia del nacimiento. Y vinculado a ella, su tesis de que la nostalgia del ser humano es la de haber permanecido fugazmente en el paraíso materno, donde lo exterior y lo interior estaban increíblemente fundidos, porque todo era interior y perfecto. El feto, nada más salir del útero materno experimenta una radical transformación, su estatuto cambia por completo. De feto pasa a recién nacido. Su invisibilidad emerge de pronto y adquiere unas proporciones físicas en el mundo real; de la cálida protección amniótica pasa a la intemperie del mundo, ocupando por primera vez un espacio por sí mismo, lejos, inmensamente lejos de hecho, del espacio pleno, rotundo en su esfericidad, que le cobijó durante nueve meses. Allí, de nada tenía que preocuparse el feto: estaba protegido y alimentado. Su contacto con el Otro era de una fusión absoluta, sin resquicios de ninguna clase.
Bien, a ese primer trauma del nacimiento se viene a sumar otro, menos considerado, y que representa otra ruptura cruenta, otra expulsión. Y es el corte del cordón umbilical: nuestro ombligo es visto como una castración, una especie de muñón que va a recordarnos permanentemente, mientras vivamos, que un día permanecimos íntimamente vinculados a otro ser del que dependíamos en absoluto. Su vida era la nuestra y nada puede asemejarse a aquella experiencia de plenitud. De modo que el nacimiento, aquí entra Sloterdijk, pone a prueba la capacidad del ser humano para superar este lazo indisoluble: madre e hijo deberán conocerse en un nuevo y distante universo donde 1 + 1 ya no es igual a 1, sino que suman 2. Es la primera y decisiva emancipación del individuo, de las muchas que conocerá, y sufrirá, a lo largo de la vida. Podría decirse que del éxito de las primeras mutilaciones –el corte del cordón umbilical, el destete– depende el éxito de las siguientes. Un sujeto bien separado, al que se ha logrado transmitir que aquel trauma mereció la pena, tendrá la tierra rendida a sus pies. Tendrá sus propios deseos, será fértil y en un sentido muy concreto dueño de sí, pues en el acto de la renuncia confluyen dos circunstancias positivas: sabiduría y libertad. Pero si a cambio de aquella antigua y mágica experiencia de plenitud, de crecimiento sincronizado de dos seres en uno, no se ofrecen nuevos hechos placenteros, motivos o razones que hagan que haya valido la pena salir al mundo, si aquel lazo umbilical se corta abruptamente, se corta mal, entonces el sujeto chocará con una resistencia insuperable y se estrellará contra su propia desgana. El buen mundo se vuelve inaccesible y no hay más progresos en aquel ser, frustrado, forzado a salir y sin poder volver atrás, cuando para ir hacia adelante le faltan los auxilios necesarios porque a él por sí mismo le es todavía imposible. Digamos que el dolor queda atrapado en procesos corporales y mentales ajenos al lenguaje, y la presión de la vida no podrá transformarse en una experiencia positiva, regeneradora, eficaz. No podrá transformarse en deseos porque la nostalgia del pasado no nacido es demasiado fuerte. El sujeto no logrará convencerse de las ventajas de haber nacido y tampoco se instalará en lo que en términos heideggerianos llamaríamos la casa del ser (el lenguaje). Volveré sobre esto en la segunda parte este texto.
No son demasiados los autobiógrafos que han explorado la difícil, por mítica, experiencia prenatal. Recordemos algunos casos en la cultura hispánica: Salvador Dalí titula el segundo capítulo de su magnífica autobiografía, La vida secreta de Salvador Dalí (1942), “Recuerdos intrauterinos” (inspirándose en la lectura de la obra de Rank) y aunque, lógicamente, son una especulación de colores y sensaciones, el comienzo no deja indiferente por la ambición inconfundible que caracterizaba al pintor:
Supongo que mis lectores no recuerdan, o solo muy vagamente, aquel periodo importantísimo de sus vidas que precedió al nacimiento y transcurrió en el seno de su madre. Pero yo sí, yo recuerdo aquel periodo como si fuera ayer. Por ello me propongo dar comienzo a este libro de mi vida secreta por su real y auténtico principio, esto es, por los recuerdos, tan raros y líquidos, que he conservado de aquella vida intrauterina y que indudablemente serán los primeros de este tipo que se dan en el mundo, desde el principio de la historia literaria, que verán la luz del día y que se habrán descrito sistemáticamente (Dalí).3
Dalí, impregnado de freudismo, y por tanto consciente del enorme caudal creativo que podía aportar el inconsciente, se atreve con una experiencia imposible de la que sin embargo quedan imprecisos registros sensoriales.
Por su parte el poeta Gabriel Celaya, autor de unas Memorias inmemoriales cuyo primer apartado se titula “Historia natural”, también especula sobre la etapa pre-natal y la vincula poéticamente a la experiencia del agua, y no la del paráiso potenciada por Dalí. Pero quien mejor refleja la intensidad de aquella primitiva y hermética plenitud es José Vasconcelos en el primer volumen de sus maravillosas memorias, donde alude a la profunda vinculación con su madre:
Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura, invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día (Vasconcelos, 1).
Imposible expresar de forma más clara la primera atadura emocional que experimenta el ser humano y cuya resonancia en la escritura autobiográfica es inmensa.
II
Un vez que el Yo se ha transformado en centro y espacio simbólico de la cultura posmoderna y se impulsa a los individuos a expresarse en todos los contextos de manera “creativa” y “auténtica” ¿cuál es el espacio disponible para la autobiografía? ¿En qué medida el desplazamiento progresivo del Yo hacia nuevos contextos públicos y anónimos está afectando a la escritura autobiográfica? Hemos llegado a concentrarnos tanto en nuestra vida psíquica interior que el autobiógrafo se disputa a brazo partido un espacio reñidísimo, entre su propio yo (en minúscula, con nombres y apellidos) y el Yo, universal espejo de todas las miradas.
En un artículo publicado en mayo de 2004, titulado “What Are We Reading When We Read Autobiography?”, Paul John Eakin admitía sentirse atraído por una idea: la narrativa autobiográfica podría estar vinculada a la sensación de bienestar del organismo. Una idea aparentemente excéntrica a los presupuestos que suelen manejarse en los estudios sobre la autobiografía, si no fuera porque en los últimos años el interés de Eakin, y otros estudiosos, por los avances en el campo de la neurociencia forma parte de una nueva orientación teórica que merece consideración. Podría decirse que si los años ochenta del siglo XX fueron los años del pacto autobiográfico, este concepto, acuñado brillantemente por Philippe Lejeune en 1975 y tan útil ante la necesidad de formalizar la autonomía de la autobiografía en relación a la novela y otros géneros literarios, se vio desplazado en los años noventa por el concepto de la identidad narrativa definido por Paul Ricoeur en el tercer volumen de su Temps et récit y aceptado por el propio Lejeune como eje decisivo en torno al cual pivota la naturaleza del acto autobiográfico. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI están surgiendo nuevas orientaciones, cuyas principales aportaciones proceden del campo de la neurociencia. Las investigaciones de neurólogos como Oliver Sacks, Antonio R. Damasio o, entre nosotros, Carlos Castilla del Pino –analizando la relación que hay entre memoria, identidad y daños cerebrales han hecho avanzar los estudios sobre la autobiografía– permiten comprender con otra precisión conceptos ampliamente manejados por ésta. El más vinculado al campo de la autobiografía es Damasio, director del Institute for the Neurological Study of Emotion and Creativity en la Universidad del Sur de California y quien viene insistiendo en que la identidad narrativa es una noción biológica, antes que lingüística o cultural. El Yo (o Self) no es una entidad formal sino un componente fluido que se actualiza constantemente y que resulta decisivo a la hora de asegurar la continuidad del ser, de la propia identidad, día tras día. Y ¿cómo es posible con los cambios que sufre el individuo a lo largo del tiempo que permanezca la sensación de continuidad, de seguir siendo el que se es y se ha sido? Según Damasio la noción del propio ser no es tanto mental como física y se experimenta antes que nada en el cuerpo siendo éste, en su opinión, el principal responsable de proporcionar al Yo la continuidad que requiere: “Por cada persona que conocemos hay un cuerpo. Puede que nunca nos hayamos detenido a considerarlo, pero ahí está: una persona, un cuerpo; una mente, un cuerpo” (Damasio, 150). Sí, yo creo que sí nos hemos detenido más de una vez a considerarlo (la filosofía existencialista, por ejemplo, afirma que todo lo humano cabe en el cuerpo). Blas Matamoro, un maître à penser, en su ensayo más reciente plantea la misma idea:
Cuando digo el cuerpo y me pongo a considerarlo para saber más de él, estoy señalando una referencia: mi cuerpo. Algo mío que remite, a su vez, a otra referencia: el yo. Lo más fácil es confundirlos: yo soy mi cuerpo, mi cuerpo me es, somos lo mismo (Matamoro, 199).
Un cuerpo que, decimos, va cambiando –nadie es el mismo de quince años atrás– y acusa de forma sistemática los ciclos de muerte y nacimiento, que se repiten muchas veces a lo largo de una vida: “algunas de nuestras células sólo sobreviven una semana, la mayoría no más de un año; la excepción son las maravillosas neuronas de nuestro cerebro, las células musculares de nuestro corazón y las células del cristalino” (152). La dialéctica muerte/nacimiento es pues una experiencia continua en el seno de cualquier ser vivo y no única y definitiva como suele aceptarse vulgarmente. Sin embargo, el “edificio biológico”, más allá de sus cambios constantes, de su imparable proceso de envejecimiento, mantiene, según Damasio, una asombrosa estabilidad interna. Nosotros podemos cambiar, y cambiamos externamente, pero, por ejemplo, el proceso, en el organismo, de combustión integral de los elementos químicos es el mismo, día tras día, año tras año. Con minúsculas desviaciones, porque si el funcionamiento de los órganos, de los tejidos, de las células, se aleja demasiado de los parámetros próximos a la media se produce la enfermedad y la muerte. Así que tenemos un organismo interno que funciona con infinita y pasmosa regularidad y esa sincronía fisiológica es precisamente la que garantiza nuestra supervivencia y nuestro bienestar corporal. En este contexto, el cerebro reconstruye la sensación de ser, la unidad del Yo, momento a momento:
No tenemos el ser esculpido en roca y, como la roca, resistente pues a los estragos del tiempo, sino que nuestra sensación de ser es un estado del organismo, resultado de ciertos componentes que funcionan de determinada forma y que se relacionan de determinada manera dentro de cierto parámetros (Damasio, 152).
Un accidente cardiovascular grave y la conciencia, el Yo, desaparece por completo.
Damasio, sin embargo, discrepa de quienes sostienen, como Castilla del Pino, que la conciencia es el “gran producto” de la corteza cerebral. Según él son la riqueza de la mente en su amplitud y el perfecto acoplamiento de la corteza cerebral con el tronco encefálico los responsables de proporcionar la conciencia de la existencia, de generar un Yo autobiográfico [Autobiographical Self] que se percibe, de nuevo, de forma inmediata en el cuerpo (en forma de sensación) y que es, como se decía al principio, decisivo. Según Damasio, unas formas muy limitadas de ese Yo autobiográfico son compartidas por varias especies: por supuesto los humanos, pero al parecer también los primates, los cetáceos y los perros domésticos poseen una tenue noción de identidad. En todo caso, el Yo que concibe Damasio arraiga en el organismo cumpliendo una función natural: la representación de las secuencias de los acontecimientos en una historia se desarrolla primero en el interior del individuo, sin palabras. Y esa historia se construye sobre la base, siempre dialéctica, en constante proceso de revisión, de recuerdos del pasado, pero también con los recuerdos de los planes que venimos haciendo sobre nosotros mismos. Son la vida pasada y el futuro permanentemente proyectados los dos planos que, conviviendo y madurando conjuntamente en el Yo autobiográfico han sido capaces de generar los diferentes instrumentos de cultura (desde el lenguaje al comercio, la justicia, la creatividad o las artes).
¿Y cómo aplicar las nuevas teorías neurocientíficas al estudio de la autobiografía? Eakin apunta un camino que mencionábamos al comienzo del artículo: la autobiografía puede cumplir una función autorreguladora, homoestática: la preservación o restauración de la estabilidad emocional, y por tanto corporal, en el individuo en momentos de crisis o de fractura. Eakin pone como ejemplo los Portraits of Grief [Retratos de la pena]: las breves evocaciones de las vidas de las personas que murieron el 11 de septiembre de 2001 en el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Se publicaron durante largo tiempo en The New York Times, con una gran inversión de dinero y de esfuerzo (colaboraron ochenta periodistas). Los perfiles trazados quedaban muy lejos del obituario tradicional o del rutinario elogio de la persona fallecida. Se pretendió dotar las evocaciones de una intensa potencia narrativa vinculada a la identidad de cada uno de los fallecidos restableciendo la ilusión de una existencia vivida, aunque fuera fugazmente. Eakin sostiene la idea de que la gente leyó aquellos retratos con un gran interés y, de algún modo, contribuyeron positivamente a la elaboración del duelo colectivo por el atentado.
La idea de Eakin no solo es aplicable a la recepción de la autobiografía sino a la propia creación. En el estrecho marco que va del yo al Yo, la escritura autobiográfica actual intensifica sus procedimientos al tiempo que atomiza el relato. Lo observo en muchos de los textos autobiográficos recientes (el ejemplo más radical es la asombrosa autobiografía en varios volúmenes del noruego Karl Knausgård). En ellos el cuerpo juega un papel fundamental, concibiéndose como el escenario principal de lo que ocurre en la propia vida. Es decir, que son textos que conectan, entiendo que intuitivamente, con el nuevo marco teórico de concebir la autobiografía. Textos que describen minuciosamente un paisaje interior conflictivo y que contemplan la escritura acaso como un medio de recuperar la homeoestasis perdida. No me estoy refiriendo a que sus autores consideren la literatura como un ejercicio catártico (apenas hay escritores que admitan esta posibilidad) sino que como novelistas de amplio espectro literario su ambición se mueve por otros derroteros. Me refiero a que siendo escritores que escriben literatura la ponen a trabajar para iluminar un conflicto personal. Lo señalaba Vicente Verdú en una entrevista hace unos años: “Nuestro conflicto está aquí, dentro, no hay que elegir un paisaje”.4 En efecto, la literatura contemporánea se muestra convencida de que los paisajes interiores, biográficos, resultan incandescentes, tal vez el mayor desafío artístico (aunque eso nunca lo suscribiría Hanna Arendt) y aspira a objetivarlos en propuestas narrativas, algunas de ellas intensamente confesionales. La entrevista que Joana Bonet hacía a Vicente Verdú se fundaba en la publicación de un libro impresionante –No Ficción– que oscila entre el experimento psicológico y el desahogo confesional y que, en mi opinión, no ha tenido la atención crítica que merece. Sí mereció cierto revuelo un artículo suyo5 en el que reivindicaba la expresión autobiográfica como la forma que más podía ajustarse a los nuevos tiempos de una narrativa tardía y exhausta: “Si la literatura aspira a conocer algo más sobre el mundo y sus enfermos, su elección es la directa, precisa y temeraria escritura del yo”. A Enrique Vila-Matas, pionero en esa modalidad literaria, le pareció que Verdú no descubría con su decálogo ningún nuevo Mediterráneo.6 En todo caso, Verdú apoyaría sus ideas con la práctica y puede decirse que No Ficción es, en efecto, un libro “temerario” por el riesgo que corre su autor enfrentándose a sus fantasmas sin la red protectora de la ficción y asumiendo la referencialidad de lo que cuenta. El libro está en la línea de un texto anterior, concebido como un diario de la deshabituación (Días sin fumar, Anagrama, 1989) pero su alcance es superior y podría decirse que en la línea del posterior y excelente Diario de invierno, de Paul Auster (Anagrama, 2011). Su punto de partida es, como lo será en Auster, el traumático paso de la plenitud de la madurez a una incipiente e interiormente confusa decadencia. En No Ficción ese paso tiene que ver con una necesidad de recuperación del bienestar físico del autor, que le resulta imprescindible para seguir escribiendo, y con una impugnación de los mecanismos psicológicos –el perfeccionismo, por ejemplo– que le han conducido a la situación de malestar en la que se halla y de la que arranca el texto:
La salud me devolvería la vida que necesitaba para escribir y la vida que necesitaba para escribir sobre la vida, el sexo, la gravedad y la banalidad. Lesionado, habitado por dolores de estómago, dando a luz a ese bebé mucilaginoso que era la náusea ascendiendo por el cardias me volvía un ser en manos de otro.
El texto parte de una pérdida pasajera de la homeostasis, pero también de la radical ignorancia sobre el propio cuerpo, que recuerda un comentario de Ricardo Menéndez Salmón: “El hombre convive con su cuerpo, pero no lo conoce”, citado también por el mexicano Pablo Raphael en La Fábrica del Lenguaje, S.A., (Anagrama, 2011). El narrador de No Ficción repasa los males físicos que sufre, concentrados en el estómago, y los interpreta como un síntoma de algo mucho más profundo: “Lo que ocurre en el estómago es lo que ocurre al yo”. Porque, en efecto, como sostiene, si la salud puede definirse como el silencio de los órganos, “los borborigmos, los pinchazos, los ardores, las diferentes expresiones amargas del estómago, constituyen el idioma de los demonios que cultivamos o se refugian en algunos de nosotros”. El implacable ejercicio introspectivo que implica No Ficción está planteado como un descenso a los infiernos de la naúsea que, sin embargo, mantiene intacta la conciencia y, por tanto, la capacidad de generar un conocimiento sobre la vida del cuerpo que contiene al Yo y acusa sus malestares, sus conflictos, sus miedos. Es la conciencia del narrador/Verdú la que le lleva a comprender de qué modo las emociones con los años se han ido convirtiendo en lesiones corporales imposibles de extirpar con una intervención quirúrgica, puesto que su esencia se halla disuelta en la psiquis. ¿Y cómo restaurar la salud, el bienestar de la psiquis? La frustración del escritor, sus sentimientos de culpa discurren en paralelo al fracaso de sus experiencias amorosas: con Irena y Paula, por ejemplo, la causa es una abrumadora incompatibilidad de circunstancias. Leamos el comentario del narrador ante el reencuentro con Paula en Veracruz años después de una tímida relación que quedó en mero apunte de lo que podía haber sido: él la ve llegar desde una ventana del hotel en que la está esperando y el resultado, la primera sensación, es decepcionante:
En primer lugar no me encontraba bien bajo la atosigante solanera de la ciudad y entre cuya profusión ambiental presentía los guisos más picantes. En segundo lugar, ella no estaba atractiva. Tenía el pelo hirsuto y un rígido festón en las comisuras de los labios, lo que jamás habría esperado de una chica que guardaba en la memoria como una figura de seda.
Los dos ansían culminar el flechazo sentido años atrás, y lo intentan, sin conseguirlo por diferentes razones que va exhumando el narrador del fondo de su conciencia: “Éramos otros los protagonistas de la habitación y los jóvenes de nueve años atrás parecían descolgados de nosotros, manoteaban casi hundidos y la maniobra de rescate no se desarrollaba nada bien”. Los cuerpos no consiguen el ajuste deseado y la pasión va abriéndose paso como un deseo marchito. Algo parecido ocurrirá con Irena. Por otra parte, Alejandra, su pareja –el amor estable y duradero– enferma y fallece de un cáncer de pulmón dejando al escritor acorralado contra la ficción de la vida que de pronto ha perdido pie, sustento y firmeza. Las experiencias discurren en paralelo a su dependencia de los fármacos: “La química es la quilla de la existencia, la línea iridiscente de la que proviene la energía, la verdad, el error y la vida misma”. O bien a sus intentos de curación en manos de psiquiatras y terapeutas. Las correspondencias entre su Yo enfermo y angustiado por querer ser mejor de lo que es, o simplemente ser, libre de sufrimiento, y las heridas que acusa, y causa a su vez, la escritura hacen pensar en la necesidad de una combustión liberadora de la negativa energía acumulada. La agobiante sensación de carecer de méritos suficientes, la necesidad de sofocar las poderosas apiraciones íntimas son experiencias que conducen al protagonista de No Ficción a causarse heridas con las que el cuerpo reacciona a la erosión generada, decíamos, por el desgaste psíquico. El pacto del narrador con la vida es antifaústico, de modo que no hay nada que consiga librarle del coste de la existencia.
La estructura de No Ficción es fragmentaria (otro aspecto considerado en su decálogo), articulada a partir de breves unidades o frames narrativos (que podrían compararse con los Portraits of Grief) –una visita al médico, una cita amorosa, la adicción al gelocatil...– vinculados a una misma identidad, pero no a un argumento. En idéntica línea se halla el tercer y último relato del libro de Marcos Ordóñez, Turismo interior (Lumen, 2010) titulado “Gaseosa en la cabeza”, de escritura tal vez más radical pues integra, como es habitual en la literatura de Marcos Ordóñez, la irritación, la rabia, el desplante verbal. Mientras el libro de Verdú arranca de la preocupación de su autor por una situación vital, física, que ha perdido su anhelado equilibrio, el relato de Ordóñez podría muy bien titularse “Un miedo en observación”, recordando aquel delicioso texto reflexivo de C. S. Lewis A Grief Observed [Una pena en observación] si no fuera porque han pasado cincuenta años y aquel lenguaje empleado por Lewis se rompió. En todo caso, tampoco es su primer ejercicio autobiográfico: Una vuelta por el Rialto es una obra muy estimable en la que ya se evocaba en clave posmoderna –utilizando un lenguaje de fusión de muchos registros verbales y culturales– la fractura emocional sufrida en su adolescencia (verano del 73; Ordónez nació en 1957), cuando su ambición literaria, su deseo de cumplir con el primer encargo que le hacía un editor importante, se desplomó inesperadamente a causa precisamente de la intensidad con que vivió la experiencia. A ella vuelve a referirse en Turismo interior fugazmente:
Escribo desde la mañana hasta la noche, y por la noche me despierto para seguir escribiendo. Mentiría si digo que tengo la menor idea de lo que estoy haciendo. El manuscrito crece y crece, una historia se encadena con otra, hasta que me pierdo en el bosque y se me apaga la linterna. Estoy en el vacío, un vacío desbordado de palabras (Ordoñez, 2010, 236).
En Una vuelta por el Rialto Ordóñez analizaba el episodio exhaustivamente: los hechos, sus claves y sus consecuencias en un relato intenso y fracturado, mientras que en Turismo interior el acontecimiento se integra como un miedo más –el miedo a la entropía, al desorden, a la confusión, a la pérdida– porque el libro viene a ser un inventario de los miedos de un hombre. Miedos concretos, precisos, que proceden del interior y del exterior, de uno mismo y de los otros (sobre todo de los otros), del propio ser y de la época en la que se vive. La mente procura mantener una relación dialéctica con ellos pero eso no siempre es posible y a veces los miedos se disparan e inundan al ser de un terror ciego y paralizante. El comienzo del relato, concebido como un monólogo teatral aunque esté dividido en capítulos, nos ubica ya bajo esa luz:
Ahora voy a pedirles que cierren los ojos, rebusquen en su mente y piensen en un miedo, un miedo cualquiera. ¿Lo tienen? Bueno, pues yo también. No es chulería, es que tengo la colección casi completa. Son muchos años de juntar cromos (211).
Lo importante aquí es que los miedos de los que habla Ordóñez se manifiestan en el cuerpo y sus señales son descritas exhaustivamente como estados internos que comunican precisamente la idea de un ser prisionero de su angustia. También el autor de “Gaseosa en la cabeza”, como Verdú, es presa de la ansiedad, de la insatisfacción que genera la creación literaria como marco vital en el que todo depende de la estima que se merece en los otros. Los dos dependen de los fármacos:
Del Vincosedan me pasan al Tranxilium 10. Gran medicamento. Un chute de morfina debe de ser parecido. Caigo en la cama como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. Le pregunto a mi psiquiatra si no pueden conectarme a un gota a gota de Tranxilium 10 (281).
Verdú localiza el foco de sus tensiones en el estómago, Marcos Ordóñez en el plexo solar. No importa, el caso es que el cuerpo habla y ellos lo escuchan, lo analizan e intentan comprenderlo con la mente analítica de quien procede a describir un objeto que no es él. Podría decirse que así cierran el círculo sobre el que se funda la cultura, en términos neurocientíficos: de la existencia a la conciencia, de la conciencia a la creatividad.
Es memorable el capítulo 12 de Turismo interior, con la vívida evocación de un miedo que superó con creces todos los anteriores ubicando la existencia del autor en la fragilidad y el desconcierto. Es la experiencia central de la que parece haber surgido el resto del relato y cuyas consecuencias se prolongan hasta el final (capítulo 20), cuando el autor, como antes Verdú, intuye haber alcanzado un cierto equilibrio: “Hay que estar constantemente pactando, asumiendo, aprendiendo, reajustando. Todo va tan deprisa, te dices ... todo se mueve y muta y desaparece tan rápido... Ya nos dijeron que la vida era movimiento, pero tanto, y tan veloz...” (297).
Si Verdú y Ordóñez nos proponen una inquietante y lúcida reflexión sobre el control extremadamente limitado que tenemos sobre nuestro medio interno, ofreciéndonos sendos relatos de su rebelión cuando la presión a la que dicho medio está sometido resulta excesiva, no quiero terminar sin mencionar un tercer texto, La lección de anatomía, de Marta Sanz, ubicado solo relativamente en “las afueras” del bienestar, pero, en todo caso, un relato autobiográfico construido en torno al cuerpo. La historia del libro es curiosa, pues su primera aparición (RBA, 2008) pasó desapercibida y, sin embargo, una nueva edición, revisada y ampliada por la autora con un nuevo capítulo y la reordenación de algún otro, publicada por Anagrama en 2014, ha dado a la obra una segunda oportunidad, despertando el interés y el reconocimiento que sin duda merece. Su título remite a la tela de Rembrandt, La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp y, en efecto, es fácil encontrar una analogía con el célebre cuadro del pintor holandés, donde se muestra al cirujano Tulp enseñando a sus colegas el brazo desollado de un cadáver y señalando la forma en que se distribuyen huesos, músculos y tendones. Con una voluntad de precisión parecida, la escritora Marta Sanz obra como el pintor que intenta reproducir sus rasgos mirándose fríamente en el espejo (el propio Rembrandt, tal vez) y emprende la disección de los sucesivos cuerpos y mentes que ha sido –niña, adolescente y mujer adulta– componiendo un autorretrato físico y al mismo tiempo psicológico de una gran penetración literaria. Un libro único por el carácter sostenido de su propuesta. Pues si bien el autorretrato se caracteriza por su estatismo, su ausencia de historia y suele reflejarse en textos breves e intensos en los que solo puede apuntarse la profundidad del movimiento, los autorretratos en La lección de anatomía