8,99 €
En los años 90, Lucas y Nacho viven veranos inolvidables en la pileta del Club Adrogué. Entre amores, juegos, películas y leyendas locales, surgen historias marcadas por el deseo, el humor y la crítica social. Una doctora temida, una joven que enamora, tres hermanos singulares y la privatización del club se entrelazan en esta novela nostálgica y ácida, donde la amistad y el misterio conviven bajo el sol y los éxitos musicales de las temporadas.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 175
Veröffentlichungsjahr: 2025
IGNACIO POMI LUCAS ENRIQUE SASTRE
Pomi, Ignacio Aquellos veranos de pileta : historias en Adrogué / Ignacio Pomi ; Lucas Enrique Sastre. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6735-2
1. Novelas. I. Sastre, Lucas Enrique II. Título CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Foto de tapa: Annabella L’auberge
Capítulo 1 - La doctora
Capítulo 2 - Betina
Capítulo 3 - Los tres hermanos
Capítulo 4 - Una nueva generación
Epílogo - Aquellos veranos...
Dedicado a todas las amistades de verano.
“No es fácil el amor,
pero tienes amigos en los que confiar.
Amigos serán los amigos”.
Friends will be friends, Queen.
“Se vende” —anunciaba el cartel de la casa de la doctora—, de esa manera supimos que había muerto. Cuántos años tenía era uno de los mayores misterios de nuestra adolescencia, ya era vieja cuando nos hacía las revisaciones médicas para ingresar a la pileta. Las arrugas que surcaban su rostro y el pelo corto teñido reforzaban nuestra idea de que pasaba los ochenta años, pero a los doce años hasta una persona de treinta es vieja, así que de seguro le habíamos sumado algunos años de más.
El gabinete de atención médica, al cual ingresábamos cada quince días, estaba conformado por una camilla con cuatro patas metálicas y un poco oxidadas, de las cuales dos eran inestables. Un escritorio lleno de papeles y como símbolo de intimidación el sello que se aplicaría en el carnet azul en caso de pasar la revisación. También había una silla giratoria, que muy pocas veces usaba la doctora.
Dentro del cuarto se percibía un silencio, que parecía poner un paréntesis en la sensación del transcurso del tiempo, contraponiéndose con el ruido y el ritmo acelerado de afuera.
Las gotas de agua, que se visibilizaban en la entrada a dicha habitación, denotaban que otras “víctimas” habían acudido antes para el ritual de la búsqueda de alguna patología, que nos impidiera zambullirnos en la pileta durante diez días.
Gonzalo, un niño de 10 años, había sido catalogado como “el chico que tiene el hongo” y todos podíamos ver su sufrimiento por no poder meterse, mientras permanecía sentado en las escaleras de cemento cercanas a la pileta. El debate entre los niños era qué condena era peor: ser catalogado con el título del “chico del hongo”, o bien, estar sentado a metros del agua, con más de treinta grados de calor sin poder meterse.
Las salpicaduras de agua de aquellos que se tiraban a la pileta en forma de “bomba”, era una burla a su deseo, una provocación a su voluntad y una preparación para un mundo adulto que muchas veces provoca deseos y los pone a pocos centímetros de tu vida, pero establece tantas condiciones que pocas veces es alcanzado.
La doctora era cruel, pocos pudieron quitar de su mente esos diez o quince segundos de silencio y de miradas esquivas antes de dar su veredicto:
—Está bien... —decía ella, mientras movía el sello en el carnet y firmaba—.
“¡Quince días más de libertad!”, susurraba nuestro inconsciente al salir de aquella habitación.
Un consejo de Gonzalo quedó en nuestras mentes: “Hay que ir a la revisación a la mañana, porque a la tarde está más cansada, mala y se fija en todo, en cambio a la mañana está más tranquila”.
Pocas veces uno se sentía más orgulloso, relajado y caminaba con la frente en alto como cuando salía de esa habitación con el carnet aprobando de la revisación.
No hacía falta decir nada, el solo hecho de salir de allí, sacarse la remera, las ojotas y zambullirse a la pileta automáticamente, era el símbolo de la libertad.
—“Bájate la malla y muéstrame la entrepierna” —dijo Berni, imitando la voz firme de la doctora.
Ella se ponía sus lentes y tocaba nuestros penes. En cambio, a las chicas las hacía pasar de a dos y no de manera individual como a los varones.
—A mí me quiso amasar el fideo —continuó Adrián, mientras se reía y movía los rulos de su frondosa cabellera marrón.
—Callate gordo..., seguro estaba tratando de encontrártelo —retrucó Berni.
—Tu hermana no dice lo mismo —la mirada de Berni se transformó como si se tratara de la conversión del Increíble Hulk, los dientes superiores apretaban el labio inferior y le daba la apariencia de un conejo furioso, apretó los puños y la salida de sus comisuras se hizo blanca, era rabia pura. Esos gestos bastaron para que Adrián saliera corriendo por los pasillos laterales de la pileta y Berni lo seguía con el impulso del enojo desmedido hasta que Luna, el cuidador de los vestuarios, los frenó en seco y los llevó hasta la salida del club.
La doctora hacía las revisaciones los miércoles, viernes y domingos, si se vencía el plazo, aunque fuera por un día la penalidad podía ser una multa de cinco pesos o una semana sin poder meterte en la pileta. Los lunes se hacía la limpieza de la pileta y permanecía cerrada, aunque todos sabíamos de las fiestas privadas de algunos miembros de la comisión directiva del club.
Los martes, jueves y sábados la doctora iba a nadar por la mañana y a jugar al rummy con otras amigas, “la liga de las momias vivientes”, les decíamos en voz baja con miedo de sufrir algún castigo. La doctora y sus amigas se enfundaban sus gorras de látex, se sentaban sobre el borde de la pileta y se sumergían para nadar al estilo pecho con la paciencia y el ritmo de un caracol. Cada vez que sacaban la cabeza del agua, para respirar, miraban de forma desconfiada a cualquier adolescente que les pasaba por al lado.
—Para mí oculta algo más que su edad, ¿cómo terminó siendo doctora en este club?, ¿quién la revisa a ella? —dijo Lucas.
—Dejen de fantasear, no es “la Bruja del 71” de la vecindad, es rara y tal vez tenga un pasado traumático, nada más —respondió Nacho.
—A mí no me aprueba nunca la revisación y siempre termino falseando su firma para pasar..., me odia —gruñó Berni.
—Ahora se puso de moda la palabra trauma y todos parecen más inteligentes, aunque digan cualquier boludez —sostuvo entre risas Adrián—. Yo digo que la sigamos y veamos donde vive.
—Qué buena idea... y después entramos a su casa, descubrimos que es una asesina de niños y nos encierra en un calabozo subterráneo para que no se escuchen nuestros gritos, mientras nos tortura haciéndonos comer dulces para matarnos de a poco. Nos quedamos sin dientes y no podemos comer más hasta que desaparecemos.
—Esa teoría conspirativa es buena Adrián... es más, también descubrimos que es un alien que escucha AC/DC mientras nos corta los dedos de los pies.
—¡Qué chistoso Lucas! No te metas con AC/DC, que son lo más.
—No hay nada que se iguale con Queen —retrucó Nacho.
—Bueno..., listo nos estamos yendo de tema— sostuvo Lucas para encausar la conversación—, mañana la seguimos y solo vemos donde vive, esa va a ser toda la aventura.
—Ok.
—Trato hecho.
—Bien, mañana empezamos la operación de recontraespionaje —dijo con tono de suspenso y de manera irónica Nacho, aludiendo al Superagente 861.
El resto de la tarde transcurrió de forma habitual: haciendo piruetas para lanzarnos, de formas originales y ridículas a la pileta, tratando de que el bañero y Luna no nos vieran.
La epidemia de fiebre amarilla de 1871 fue determinante en la búsqueda de territorios alejados de la Ciudad de Buenos Aires, era la conquista de los aires puros del sur. Por ese entonces, Esteban Adrogué tenía su casa de verano en el Pueblo de la Paz, hoy Lomás de Zamora. El poblamiento, cada vez mayor, de aquella zona fomento la exploración de unas tierras con grandes plantaciones de eucaliptos. Así, Adrogué decidió construir su nueva residencia en esas tierras.
Una parte de su casa la convirtió en un hotel y tras la adquisición de unas parcelas cercanas a las vías ferroviarias donó ese espacio para la construcción de una estación de trenes. También contrató a los ingenieros Nicolás y José Canale para que diseñen el trazado del nuevo pueblo, las avenidas y diagonales que convergían en plazas era una idea más que innovadora en ese momento. En tanto, la empresa ferroviaria, en reconocimiento al donante, nombra a la estación de trenes: Adrogué.
La localidad de Adrogué se fundó en 1873 bajo el nombre de Almirante Brown, las calles empedradas y el diagrama urbanístico con diagonales y pasajes lo convirtieron en un lugar de retiro y descanso de las personalidades más relevante de la época.
La construcción del pueblo avanzo con la edificación de la Escuela N° 1 José de San Martín, que se inauguró en 1874 sin el revoque exterior y sin persianas en puertas y ventanas, y con apenas cuarenta estudiantes. Desde las ventanas de la escuela se podía ver la construcción de la iglesia, la sede de justicia (que más tarde fue el Palacio Municipal) y el imponente Castelforte.
Mientras el pueblo crecía en propiedades y fama, también recibía cuantiosas donaciones de los presidentes de la Nación. Los jóvenes que corrían por las calles descubrían gustos extraños y extravagantes de algunos vecinos. El ingeniero José Canalé construyo su mansión inspirándose en un palacio veneciano del siglo XIII, rodeado de jardines que conducían a la llamada “Arca de Noé”: una jaula enorme que contenía varias especies de animales, exóticas para la ciudad.
Pero lo más llamativo, que ningún niño dejaba de inventar su propia historia, era la entrada subterránea que conducía a los túneles que conectaban los edificios construidos por Canalé. Al lado de la entrada de los túneles estaba el tenebroso aljibe, cubierto de enredaderas y tapado con un enrejado que apenas dejaba ver su fondo, algunos decían que se podía oler la podredumbre de los cadáveres de las catatumbas, sitio donde se practicaban los rituales más sangrientos de la logia de los fundadores. Otros mencionaban las historias de torturas a los sirvientes en el sector de la armería. Las dependencias de la servidumbre eran más bajas y oscuras para que no olviden el origen social, quien se rebelaba contra el orden establecido era enterrado en aquel pozo hasta que moría.
Cuando José Canalé muere en 1883, la familia loteo la propiedad y fue vendida a distintos dueños, para volver a vivir en Europa. Desde ese entonces mil de preguntas y misterios nacieron, la más importante fue: ¿hasta dónde llegan los túneles y qué ocultaban?
Algunos pasadizos fueron tapados y otros se derrumbaron, poco a poco, las historias se convirtieron en mitos, que dieron origen a nuevos misterios. Sin embargo, nada se pudo comparar con la aparición de una beba en uno de los túneles.
El llanto de la recién nacida se escuchó durante las primeras horas de esa mañana nublada de febrero de 1925, el eco de sus gritos convocó a multitudes a la Plaza Brown.
El rescate de la niña fue noticia en los periódicos locales y de la Capital Federal. Un mes más tarde la familia Reinoso la adoptó y bautizó con el nombre de Marta, que años más tarde se convertiría en la doctora del Club Adrogué.
Berni se había puesto unos borceguís negros, pantalones camuflados y una remera verde militar desgastada de su tío retirado del ejército. Adrián no pudo contener la risa y lo llamó, algo así como: Rambo después de la hepatitis. Lucas y Nacho disimularon un poco más porque sabían que sus mallas floreadas no eran nada discretas y estaban bastante cerca del ridículo.
—Adrián, vos ponete a jugar en la cancha de paleta-pelota para controlar la salida de la doctora por el frente del Club, si la ves grita algo... bien fuerte. Berni, vos ocultate entre la enredadera del alambrado de las vías, sobre el pasillo que bordea la salida lateral. Lucas, vos a la derecha, hace guardia cerca del Banco Provincia, por si la perdemos de vista y va para el lado de Mitre. Yo, a la izquierda, voy a quedarme en la entrada del supermercado Sumo. De esta forma cubrimos todas las direcciones que puede tomar—propuso Nacho.
—Dos cosas no entiendo—dijo Lucas—, primero: ¿cómo nos avisamos?, segundo: ¿para qué va a gritar Adrián si nadie está cerca?
—En cuanto a la primera pregunta nos podemos avisar con alguna contraseña. Y la segunda: porque es divertido cuando Adrián grita y se ríe a la vez.
El debate para elegir la contraseña no fue muy serio y era probable que ningún otro en relación a ese acto lo fuera. El tiempo que esperamos se hizo chicle, parecía de goma, pero la expectativa era tan grande que nada importaba.
La doctora salió por la puerta lateral y Berni empezó a hacer unos sonidos guturales, que más tarde justificó que era la imitación de un búho, la pelotudez no tenía límites. Al llegar a la esquina, cruzó hacia la plaza y se dirigió al supermercado, Nacho tropezó con una baldosa suelta y se golpeó contra el bicicletero del lugar. Berni había dado aviso a Adrián y ambos se escondieron entre las columnas de la entrada de la calesita abandonada de la esquina. Mientras Lucas observaba del otro lado de la barrera, por si teníamos alguna dificultad. Éramos un cuarteto de cuarta.
Cuando entramos al supermercado, nos ocultamos tras las góndolas paralelas que transitaba la doctora y tratamos de mantener el silencio para no delatarnos... hasta que Adrián le dijo a Berni:
—Por qué no te ocultas con las sandías, son iguales.
Desde ese entonces todo el plan se fue al carajo, Berni empezó a correrlo a Adrián por el supermercado hasta que el encargado de la fiambrería los sacó a ambos del local. La doctora ya nos había visto y estaba riéndose en el pasillo tres.
Cuando la doctora se dirigió a la caja para pagar el jamón crudo y el queso de máquina de la fiambrería, un cuarto de pan, una Crush, un jabón Palmolive y un Bobby con diez mil australes, mirábamos atentamente. Algo tan cotidiano como sacar una bolsa de los mandados y guardar los productos era una sorpresa para nosotros.
Luego se dirigió a la estación, cruzó e ingresó al videoclub Fénix para alquilar: “Cuando Harry conoció a Sally” y “Crímenes y pecados” de Woody Allen. Mientras Nacho no dejaba de observar a la chica del videoclub, de la que estaba tan enamorado que iba a alquilar y devolver las películas para solo poder verla.
—Vamos “Romeo” —dijo Lucas—, se nos va la doctora.
Ese era el momento que habían esperado, finalmente se dirigía vivienda, caminó dos cuadras derecho por Mitre y paró en una casa de ladrillos pintados de blanco, techo de tejas y muchas ventanas que estaban cerradas con postigos de gruesa madera negra, parecía una fortaleza. Era enorme y más parecida a un fuerte, con un gran tanque de agua.
El primer misterio de nuestro verano se resolvió en apenas tres cuadras, pero a partir de ese momento, el mayor desafío era poder entrar en su casa.
A los seis años, Marta ingresó a primero inferior de la escuela primaria N° 1, sus compañeros y vecinos seguían tratándola como un fenómeno. Algunos, de manera despectiva, la llamaban “cata” o “tumba” en referencia a la catatumba donde había sido encontrada. Su familia adoptiva la había tratado como una hija real, salvo por sus cinco hermanos, que le recordaban su origen indeterminado.
—Seguro sos una bastarda de la sirvienta de los Ontivero —dijo su hermano mayor.
—Por qué no volvés a ese pozo del que saliste, tal vez tu padre sea un demonio que habita en las profundidades del infierno —sostuvo su hermana Antonia.
Al principio Marta lloraba al escuchar ese tipo de frases, pero ya le habían salido callos internos cerca del corazón que la hacían, cada vez más, tener menos escrúpulos. Aquel verano todo iba a ser distinto, iba a vengarse de sus hermanos.
Los carnavales celebrados hacia fines de febrero iban a ser el momento ideal. Si bien estaba prohibido arrojar agua, solo se permitía serpentina o papel picado. Sin embargo, muchos niños mostraban su osadía haciendo bolas de papel húmedas y atándolas a hilos, para arrojarlas a las personas, desde sus balcones y luego poder recuperar las los bollos. También las máscaras que se usaban en los desfiles y bailes, eran ideales para asegurar el anonimato de la fechoría.
La estatua de la efigie de la Diana, ubicada en el jardín del Hotel La Delicia, era el lugar indicado para ocultarse y, a la vez, disfrutar de la vista de las parejas bailando al compás de la música.
El desfile de los suntuosos carruajes, con exuberantes cantidades de flores era la atracción mayor que convocaba a grandes y chicos, sus hermanos concurrirían anhelantes y alegres, pero se retirarían humillados públicamente.
Claro que todo plan tiene sus complejidades y muchas veces distan bastante de las adversidades de la realidad.
Aquella tarde de febrero, las festividades comenzaron pasadas las dieciséis horas. Sus hermanos vestían de gala, con sus característicos pantalones cortos los varones y las polleras floreadas las niñas. La asistencia al baile del Hotel La Delicia, era catalogada por la prensa nacional como: esplendoroso y magnífico. Los concurrentes contaban con un servicio para poder cambiar sus disfraces cuantas veces quisieran.
Las primeras sombras del atardecer cayeron sobre el jardín, la fiesta estaba en su mejor momento cuando ellos se acercaron a la efigie de Flora, donde Marta esperaba por sus hermanos. Estaban felices y se reían de las piruetas del “oso Carolina”, no esperaban ser empapados por una sustancia marrón que olía a mierda.
—Para ustedes la mejor selección de agua estancada, caca de paloma y bosta de caballo con tres meses de estacionamiento —dijo Marta en un tono sarcástico y de disfrute, tenía una sonrisa dibujada en su rostro.
Sus cinco hermanos, aun sorprendidos por la situación y el valor de la pequeña Marta, reaccionaron más rápido de lo esperado y no le dieron tiempo de poder arrojar el segundo recipiente que guardaba. Sin meditarlo demasiado, empezó a correr para ocultarse de cualquier represalia, mientras los invitados observaban la escena estupefactos.
Marta gateó entre las sillas del jardín, volaron los canapés y copas de las mesas. Los gritos y mugidos estuvieron a la orden, apenas logró escabullirse en el interior del hotel e ingresó en la pequeña capilla. No era muy religiosa, aunque asistiera a misa todos los domingos, pero en ese momento podía hacer cualquier tipo de promesa a la virgen o santos que la escucharan. Era mejor prometer que pedir disculpas a sus hermanos, se arrodilló, entrelazó sus manos e improvisó un simple rezo: “por favor, líbrame de cualquier castigo y prometo serte fiel, amén”.
Al levantarse, sin darse cuenta, trastabilló con la alfombra del altar y dejó al descubierto una tapa de madera. Sin pensarlo demasiado, corrió la alfombra, tomó una vela del altar, levantó la tapa y descendió a un túnel oscuro.
El mejor lugar para tener una reunión de amigos era “Tiempo Libre”, un espacio lleno de máquinas de videojuegos y metegoles.
—Es increíble que viva tan cerca —dijo Berni.
—Para mí era lógico: vivió en Adrogué toda su vida, de seguro es de una de las familias nativas —contestó Nacho. —Lo que me intriga es su casa, es una fortaleza, apuesto tres fichines a que esas paredes no dejan pasar los gritos de ningún niño torturado en esa casa.
—Tiene razón Nacho, tenemos que ingresar a la casa y sacar fotos de lo que descubramos o nadie nos va a creer. Y podemos ser sus próximas víctimas.
—Gracias Lucas.
—Yo no voy, no cuenten conmigo —dijo con firmeza Adrián.
—¿Por qué? —fue la pregunta que se escuchó al unísono.
—Porque es una locura. Vamos hasta su puerta, con Berni disfrazado de planta, le tocamos el timbre y le decimos: “Hola doctora trajimos unos Tubby 3 y 4 para compartir”. Y ella nos responde: “¡Qué bueno chicos... pasen, pasen por favor! —Adrián impostaba la voz como si fuera una mujer— Voy a prepararles unas Zu — Zu— Zucoa”... y se va haciendo chu, chu, chu como el trencito de Noel hasta la cocina. En ese momento sacamos nuestras cámaras de 7 Up, fotografiamos su casa, y buscamos los carnets de los chicos abusados del club. Pero..., no pasa nada, porque si nos descubre, en vez de matarnos, se pone una remera de Fido Dido y baila junto a nosotros con nuestras cámaras en forma de latita y hacemos mímica de tomar de ellas, mientras comemos los Tubby. Fin.
Nos reímos con tantas ganas que Berni perdió la partida de Street Fighter, en la que estaba muy concentrado. Fue una tarde muy divertida, Berni pagó algunos fichines más con la plata que le sacaba a escondidas a su papá y logramos nuestro mejor récord, en todo el verano de 1990, en el “Centipede” (el juego de la nave que dispara a extraterrestres). También nos comimos las viandas de Adrián y Lucas. El hambre y las ganas de meternos a la pileta nos hizo volver al club.
—Voy a casa a cambiarme y más tarde voy— dijo Berni.
De esa manera, cuando los tres entramos en la pileta, sonaba a todo volumen “Vilma Palma y Vampiros”, nuestras madres charlaban mientras tomaban sol en sus reposeras. Victoria y Pilar se pavoneaban por los pasillos de las canchas de paddle e intentaban hablar con chicos más grandes, de 15 o 16 años, porque decían que nosotros éramos un poco nabos.
A un costado y casi como recién llegado lo vimos a él, leyendo como siempre sus novelas, en solitario. —Ese de ahí... es profesor de historia del Nacional— dijo Lucas señalándolo. En fin, nos acercamos al “lector solitario” para ver si podíamos sacarle algo de información de la historia de Adrogué y la doctora.
Adrián se negó a ir y dijo que iba a buscar una ensalada de fruta.
—Hola, ¿qué lees? —preguntó Nacho.
—“La conjura de los necios” de John Kennedy Toole.
—Ah... ¿de qué trata?
—Es una novela de humor ácido, hay situaciones descabelladas y el personaje principal construye un mundo propio imaginario, para escapar de su triste realidad.
—Ah... ¿sos profesor de historia?
—Sí, se puede decir que sí, ¿quieren preguntarme algo?
