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Para ser su guardaespaldas tendría que estar tan cerca de ella como si fuera su amante… Roman Fitzpatrick era un ex policía frío y duro por fuera, pero por dentro era un hombre ardiente y apasionado. Summer Love era una fotógrafa y columnista de sociedad aparentemente frívola a la que alguien quería quitar de en medio. La misión de Roman era proteger a una mujer que no deseaba ningún tipo de protección, superar sus prejuicios en contra de los periodistas del corazón e ignorar que Summer era la mujer más sexy del mundo…
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Seitenzahl: 153
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Patricia Ryan. Todos los derechos reservados.
ARDIENTE PERSECUCIÓN, Nº 1510 - marzo 2012
Título original: In Hot Pursuit
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-579-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Roman Fitzpatrick llamó a la puerta abierta del despacho de Mark Spenser y asomó la cabeza.
–¡Willkommen, bienvenue, welcome! –Mark, con unos tirantes de cuero negro y una corbata de Mickey Mouse, los pies sobre el escritorio, le hizo una seña con el gigantesco puro para que entrase. Con su aspecto juvenil y el pelo rubio despeinado, parecía un niño imitando a su padre.
Sentado sobre el escritorio, fumando otro puro, había un hombre de unos sesenta años al que Roman no reconoció.
–¿Me has llamado? –preguntó, sus pasos silenciosos sobre la alfombra oriental. El despacho de Mark, como el suyo propio, tenía techos muy altos y paredes forradas de madera. Pero mientras Roman había elegido sencillos sofás de piel marrón y alfombras indias, Mark se decidió por una decoración victoriana que hacía juego con la casa en la que estaba situada la agencia S. J. Spade.
Enormes muebles competían con antiguos jarrones de porcelana llenos de flores y las paredes estaban llenas de litografías del San Francisco de principios del siglo XX. Dos enormes ventanales iluminaban el despacho, flanqueando la chimenea de madera labrada tras el escritorio de Mark, las cortinas de brocado sujetas con borlones, mostrando una hermosa vista de la bahía de San Francisco y el Golden Gate.
–Te he llamado por deseo de «Ella, la que debe ser obedecida».
–Te estoy oyendo –dijo Samantha Spade a través del interfono–. ¿Haciendo bromitas a costa de la jefa, Mark?
–Es un hecho comprobado, querida –sonrió él–. En la atareada colmena que es la agencia Spade, usted es la abeja reina. Nosotros somos meros peones.
–O sea, que ahora soy un insecto.
–Con aguijón, cariño mío –intervino el extraño, echando la ceniza de su puro en el cenicero–. Y, en mi opinión, debería gustarte esa analogía.
¿Cariño mío?
Roman había oído que a Samantha Spade la llamaban muchas cosas en los ocho meses que llevaba trabajando en la agencia, pero nunca «cariño mío».
–Creo que debería hacer las presentaciones –sonrió Mark entonces–. Lloyd Rush, te presento a Roman Fitzpatrick. Lloyd es nuestro nuevo cliente. Y también es uno de los mejores y más antiguos amigos de la jefa.
Ah, de modo que era un «amigo» y no otro de los ex maridos de Samantha Spade. Había tres, le había contado Mark cuando le preguntó por los orígenes de la agencia, identificada en la puerta como Seguros S. J. Spade, aunque eso sólo era una tapadera para la empresa de seguridad más prestigiosa del país.
Según Mark, Samantha había creado la agencia quince años antes, usando el dinero que le había sacado a sus millonarios maridos.
–Encantado, señor Rush –dijo Roman, ofreciéndole su mano.
–Lloyd, por favor. ¿Fitzpatrick has dicho? No tienes aspecto anglosajón.
–Mi madre es mexicana.
–Ah, eso lo explica todo –Lloyd sacó un puro del bolsillo de su chaqueta de lino blanco. También llevaba tirantes, en este caso de rayas–. ¿Te apetece un puro? Es cubano.
–No, gracias –Roman se dejó caer sobre un sillón de terciopelo verde oscuro y cruzó las piernas. Era por cosas como aquélla, inesperadas reuniones con nuevos clientes, por lo que llevaba traje y corbata a la oficina cuando no estaba encargándose de algún caso. Pero las ranas criarían pelo antes de que se pusiera unos tirantes. Él solía llevar trajes oscuros, camisas blancas y las corbatas ni demasiado anchas ni demasiado llamativas.
–Pensé que todos los jóvenes fumabais puros. ¿Ya no se lleva? –preguntó Lloyd.
Desde el interfono les llegó una risita.
–Roman no es tan atrevido como tú, cielo. Su idea de ponerse moderno es soltarse un poco el nudo de la corbata. Hasta el otoño pasado era un policía de la brigada de narcóticos en Los Ángeles y el mejor del cuerpo, según tengo entendido; un genio mezclándose con los delincuentes. Un chico listo, además. Y un tipo duro.
–¿Un tipo duro? –repitió Lloyd.
–Así se llama en el argot a los guardaespaldas –explicó Samantha–. Roman ha nacido para este trabajo. Es un policía estilo Clint Eastwood.
–Ex policía –la corrigió Roman.
–Pero es más guapo que Eastwood, ¿no te parece? –preguntó Mark, mirando a Roman a través de una cortina de humo–. Eastwood es muy macho y todo eso, pero ya está viejo. Roman no.
A través del interfono volvió a oírse una risita.
–Cuidado, cariño. No querrás que Jon se entere de que andas echando el ojo por ahí.
–Es difícil no echarle el ojo a Roman –suspiró Mark–. Si lo conocieras lo entenderías.
–He visto fotografías suyas –contestó Samantha. Por razones que Roman no entendía, Samantha Spade, su madre había sido una gran fan de Dashiell Hammett, de ahí el falso apellido, era una desconocida para clientes y empleados, comunicándose a través de Mark y ocasionalmente vía teléfono o interfono. Hablaba como una de las heroínas de las películas de cine negro y debía andar por los cuarenta años, pero no sabía nada más. Cuando le había preguntado a Mark cómo era, él le había dicho: «Imagínate a Joan Crawford… con los hombros aún más anchos».
–Bueno, ahora que os conocéis todos y todos estamos de acuerdo en que Roman Fitzpatrick está cañón, hablemos del asunto que nos interesa.
–Me parece muy bien –contestó Roman, preguntándose por qué el mejor y más antiguo amigo de Samantha necesitaría los servicios de un guardaespaldas.
–¿Conoces mi revista, Roman? –preguntó Lloyd.
–¿Qué revista?
–Lloyd es el fundador y editor de esta publicación –dijo Mark, tomando una revista de su escritorio.
Se llamaba Fiebre del Oro y debajo del título decía Celebrando todo lo que brilla en la ciudad de la bahía. La fotografía de portada era de una pareja muy elegante sentada en la terraza de un restaurante en el muelle de Fisherman’s Wharf, admirando una bandeja de pescado mientras el chef sonreía orgullosamente. El pie de foto decía: Los diez mejores restaurantes de San Francisco.
–Ah, sí –Roman había visto algunos ejemplares de la revista desde que se mudó a la ciudad. Era un noventa por ciento sobre arte y entretenimiento y diez por ciento sobre política local. En resumen: cien por cien frivolidad.
Lloyd sonrió.
–Tú eres más de la revista del National Geographic, ¿eh?
Roman le devolvió la sonrisa.
–U. S. News y World Report más bien –murmuró, pasando las páginas–. Bueno, ¿y qué te trae por la agencia, Lloyd?
–Dínoslo tú, Roman –lo retó Samantha–. Tú eres el detective.
–Ya no –contestó él–. Pero si tengo que adivinarlo, diría que alguien te ha amenazado en respuesta a un artículo.
–Casi –contestó Lloyd–. Mira la página treinta y ocho.
En la página treinta y ocho Roman encontró una columna llamada Señales de Humo. Al lado de la columna, la fotografía de una mujer apoyada en el tronco de una gigantesca palmera. La foto era en blanco y negro y evocaba una etérea sensualidad a tono con el sujeto: una preciosa rubia que miraba a la cámara con los ojos semicerrados y los labios entreabiertos. Tenía el pelo largo y llevaba largos guantes de satén blanco. Su piel era blanca también, luminosa. Roman casi podía tocar la seda del vestido, que acariciaba sus pronunciadas curvas. Una cámara colgaba de su cuello, llamando la atención sobre sus pechos. Y sobre el hecho de que, evidentemente, no llevaba sujetador.
–Summer Love –dijo Lloyd.
–¿Perdona?
–Así se llama, Summer Love.
–¿Ése es su nombre auténtico?
–Sí. Nació hace veintinueve años, cuando San Francisco era la meca de la contracultura. Entonces todos estábamos medio colgados. A mi hijo le puse Gravy Master.
–Gravy se cambió el nombre por el de Alan –intervino Samantha–. Ahora es dentista y vive en una zona residencial.
–Los padres de Summer eran buenos amigos míos –explicó Lloyd–. Murieron en un accidente en el mar. Los dos pertenecían a poderosas familias de editores de la Costa Este y fue prácticamente un matrimonio arreglado. Él era un Scribner y ella una Putnam. ¿O era una Prentice…?
–A lo mejor era una de los Penguin –sugirió Mark.
–¿De bolsillo? –bromeó Lloyd–. En fin, eran los años sesenta y no les gustaba nada la vida en la Costa Este, así que vinieron a vivir aquí, se cambiaron el apellido por el de Love e invirtieron todo su dinero en el mundo del arte. Él era uno de los pintores expresionistas más importantes de la Costa Oeste y ella era fotógrafa… una buena retratista; hay una fotografía suya en el museo de Monterrey, de un amigo nuestro que tenía todo el cuerpo cubierto de tatuajes.
–Cada uno tiene sus aficiones –murmuró Roman, mirando la fotografía de Summer.
En realidad, no podía apartar los ojos de ella. Parecía mirarlo a él directamente y había un candor lánguido en ella que resultaba muy excitante. A pesar de la promesa sexual implícita en su expresión, Roman sabía que no era una pose calculadamente provocativa. Aquella mujer no podría dejar de ser sexy aunque quisiera.
–De modo que los Love tuvieron una hija y la llamaron Summer. Qué originales. Bueno, ¿y para qué necesitas un guardaespaldas y qué tiene que ver con ello la señorita Love? No creo que esta chica sea una amenaza para ti.
Lloyd soltó una risita.
–No, no, todo lo contrario. Es Summer quien necesita un guardaespaldas.
Roman volvió a mirar la fotografía.
–¿Por qué? ¿Está en peligro?
–Sí. Potencialmente. Bueno, al menos yo lo creo.
–¿Por?
–Por algo… más bien imprudente que publicó en su columna. Es una columna de cotilleos, ya sabes.
–¿Summer Love es una columnista de cotilleos?
–Debes ser la única persona en San Francisco que no sabe eso –murmuró Mark.
–Sus padres eran una leyenda en el mundo cultural de San Francisco –siguió Samantha–. Por eso la contrató Lloyd para escribir esa columna. Su apellido es importante, así que la invitan a todas las fiestas. Conoce a todo el mundo y tiene mucho material para escribir.
–Además, es una estupenda fotógrafa, como su madre –añadió Lloyd–. Pero la auténtica razón por la que contraté a Summer es porque necesitaba trabajo y yo sentí que se lo debía a sus padres. Para mí es como una hija y no quiero que le pase nada. En realidad, soy algo así como su padrino.
–Ya entiendo –dijo Roman, cerrando la revista–. Pero me temo que yo no soy el hombre adecuado para este trabajo.
–¿Por qué?
–Digamos que tenemos… diferencias ideológicas que comprometerían mi efectividad.
–¿Qué diferencias ideológicas puedes tener con Summer? Si no la conoces siquiera.
–Conozco a ese tipo de persona.
–¿Qué significa eso?
Roman se pasó una mano por la barbilla.
–Mira, estoy intentando ser diplomático, pero te aseguro que no soy el hombre adecuado para este trabajo.
–Samantha, ¿hay otra persona disponible en la agencia? –preguntó Lloyd.
–No –contestó ella–. Roman, lo siento pero tienes que hacerlo.
Samantha era la única persona en San Francisco que sabía por qué había dejado el cuerpo de policía de Los Ángeles y el papel de la prensa en el drama que arruinó su carrera.
«Me detuvieron por asesinato», le había contado porque, tarde o temprano, se enteraría. El fiscal no encontró pruebas suficientes, así que los periódicos lo hicieron por él.
Ella no le había preguntado si era culpable, afortunadamente, de modo que Roman no tuvo que admitir lo que había hecho. De haberlo sabido, Samantha nunca lo habría contratado. Para su sorpresa y alivio, sencillamente dijo: «agradezco tu sinceridad». Y lo contrató al día siguiente.
–Mira, Samantha… ¿no podemos mandar a Lloyd a otra agencia?
A través del interfono oyeron una carcajada.
–La agencia Spade no se ha convertido en la mejor agencia de seguridad del país diciéndole a los clientes que busquen en otro sitio.
–¿Se puede saber qué tienes contra Summer? –preguntó Lloyd.
–No me gusta la gente que escribe cosas sobre los demás. Especialmente los que cuentan cotilleos, rumores… no me gustan nada, lo siento.
–Oye, mira…
–Por favor, no pierdas el tiempo diciendo que es una buena periodista, que confirma todos los datos y no explotaría a nadie para escribir una columna porque no lo voy a creer.
–La verdad es que confirma todos los datos –insistió Lloyd–. Es prácticamente una periodista de investigación.
Roman levantó los ojos al cielo.
–Aunque ella, más que una periodista, se considera… una observadora, una cronista de la naturaleza humana.
–Ya.
–Y puede que te interese saber que la gente sobre la que Summer escribe es gente que está deseando ver su nombre en la revista… por eso la invitan a todas las fiestas. Están locos por salir en los papeles porque eso los beneficia. En algunos casos, han hecho carrera sólo por aparecer en la columna de Summer.
–Ya, claro, una racionalización impresionante –replicó Roman, irónico–. Pero no podrás convencerme de que no hay mucha gente inocente que ha sufrido por culpa de la telaraña de comentarios e insinuaciones de la señorita Love.
Lloyd soltó una carcajada.
–No es una araña, hombre. Es una chica joven que intenta ganarse la vida. Sus padres han muerto, yo me siento responsable por ella y quiero que esté protegida.
–De su propia mala cabeza –dijo Roman.
–¿Qué?
–Tú mismo has dicho que escribió algo imprudente en su columna, por eso tiene problemas.
Lloyd dejó escapar un suspiro.
–Mira la columna otra vez.
–¿Qué tengo que buscar?
–El tercer párrafo.
Roman lo buscó y empezó a leer en voz alta:
–… sé de buena fuente que un millonario de San Francisco de cierta prominencia, y quizá un poco desequilibrado, está obsesionado con una igualmente prominente, y muy casada, conocida suya. Las señales de humo me dicen que sus atenciones han pasado gradualmente a convertirse en llamadas amenazantes y luego a intentos de extorsión. Sí, han leído bien, extorsión y chantaje. Y existe una cinta guardada en un sitio seguro que lo cuenta todo. A los periódicos sensacionalistas les encantaría hacerse con esa cinta, ¿no les parece? Claro que si nuestro obsesionado amigo deja en paz a la señora en cuestión, la cinta seguirá en lugar seguro para siempre. Que él decida.
–¿Lo ves? Es una velada amenaza para que ese hombre desista o…
–Lo he entendido. Demasiado para una columna dedicada a frivolidades, ¿no?
–A mí no me gustó mucho cuando me la enseñó, pero la dejé pasar. Ahora me doy cuenta de que fue un error.
–¿Por qué?
–Ayer, un día después de que la revista apareciera en los quioscos, una mujer llamada Carolyn Cox desapareció sin dejar rastro.
–Ajá –Roman se pasó una mano por la barbilla.
–Carolyn era… es… una amiga de Summer. Y cuando le pregunté si Carolyn era la mujer a la que se refería en la columna, me dijo que sí.
–¿Y tú crees que esa tal Carolyn ha sido secuestrada por el millonario que está obsesionado por ella?
–Sí, lo creo.
–Y que la señorita Love, que conoce la identidad del hombre y, presumiblemente, la localización de la cinta, está en peligro y necesita protección.
–Exactamente.
–¿Por qué no ha venido la propia señorita Love?
–Ah, pues…
–A ver si lo adivino –lo interrumpió Roman–. Ella niega estar en peligro.
–Es bueno –dijo Lloyd, mirando a Mark.
–Ya te lo dije –contestó Samantha desde el interfono.
–¿Quién es ese hombre? –preguntó Roman.
–No quiere decírmelo. Pero sí me ha dicho que, aunque un poco raro, el tipo es inofensivo… que no es un criminal.
Roman hizo una mueca.
–Los auténticos criminales son especialistas en disimular que lo son. La mayoría de la gente no sabe que su agradable y educado vecino es capaz de tener enterrados varios cadáveres en el sótano.
A Lloyd se le cayó el puro sobre la alfombra.
–Lo sé, pero Summer es muy joven y…
–Muy imprudente –terminó Roman la frase por él.
–Es un producto de su entorno, un espíritu libre.
–¿Y qué cree la señorita Love que le ocurrió a la señora Cox?
–Cree que Carolyn se ha ido de la ciudad. Aparentemente, le había comentado que estaba pensando hacerlo. Además, si esto se hiciera público, cierta información que no beneficia a Carolyn podría salir a la luz.
–¿Por ejemplo que tenía una relación extramatrimonial?
–Quizá, no lo sé. Summer insiste en que Carolyn volverá pronto y que no hay razón para alarmarse. Yo me he ofrecido a ponerle un guardaespaldas, pero su independencia lo es todo para ella. Dice que no tiene intención de dejar que un… –Lloyd no terminó la frase, cortado.
–¿Un matón?
El hombre se aclaró la garganta.
–Que no tiene intención de tener a alguien todo el día detrás de ella.
–Ya, bueno, pues este «matón» tampoco tiene interés en seguir a la señorita Love, así que asunto resuelto –replicó Roman–. No me apetece hacer de niñera para una columnista de cotilleos que no tiene interés en que la protejan.
–¿Te gusta trabajar en mi agencia, Roman? –preguntó Samantha entonces.
Él apretó los dientes. Evidentemente, aquello era una amenaza. ¿Le gustaba ser guardaespaldas? Sí y no. ¿Era preferible eso a estar sin trabajo? Desde luego. Samantha lo sabía bien. Y también sabía que el escándalo que había arruinado su carrera en Los Ángeles haría que encontrar otro trabajo no fuese tan fácil. Al menos un trabajo tan lucrativo como aquél.
–A veces puedes ser muy «persuasiva», Samantha.
Ella soltó una risita.
–Entonces, ¿aceptas el trabajo?
–No tengo elección.
–Eres un ángel.
–Ah, bueno, menos mal –suspiró Lloyd, aliviado–. Pareces un hombre muy capaz. Summer estará en buenas manos.
–Te olvidas de algo, ¿no? –dijo Roman entonces–. Summer Love no quiere un guardaespaldas. ¿Cómo voy a cuidar de esa chica si ella no quiere que la cuiden?
–Ya lo he pensado –contestó Lloyd–. Creo que deberías vigilarla sin que ella lo sepa. Síguela disimuladamente. Se supone que eso es lo tuyo, ¿no? Summer es una chica muy lista y si no intentas pasar desapercibido se daría cuenta. Yo te diré cuál es su horario, sus costumbres, su dirección, los sitios a los que suele ir… Que no te vea mientras…
–La espío.
–Sí, bueno…
–Espiar no es hacer de guardaespaldas. No puedo garantizar la seguridad de un sujeto libre.
–¿Sujeto libre?