Ardiente secreto - Zweig Stefan - E-Book

Ardiente secreto E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Ardiente secreto es una historia centrada en tres personajes: el barón, un joven aristócrata; Mathilde, una mujer que conoce el barón en unas vacaciones, y Edgar, hijo de Mathilde. El barón, para acercarse a Mathilde, primero desarrolla un vínculo con Edgar, lo que le permite llegar a ganar la simpatía de Mathilde. Una vez que logra eso, deja de prestarle atención a Edgar, quien empieza a odiar al barón por separar a él de su madre.

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Acerca de Stefan Zweig

Stefan Zweig(Vienna 1881 - Petrópolis 1942)

Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios.

Durante la Primera Guerra Mundial, en base a su patriotismo, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza.

El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.

En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente —esta vez a Gran Bretaña—, debido a la ocupación nazi en Austria. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer. Ediciones Godot publicó Los ojos del hermano eterno, Una partida de ajedrez, Mendel el de los libros, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Carta de una desconocida (estos cinco, traducción de Nicole Narbebury) y El candelabro eterno (traducción de Maia Avruj).

Índice

Ardiente secreto

La compañera de juego

Rápida amistad

Terceto

Embestida

Los elefantes

Escaramuza

Ardiente secreto

Silencio

Los mentirosos

Huellas bajo la luna

El ataque

Tormenta

Primer vislumbre

Tinieblas turbulentas

El último sueño

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Hitos

Cover

Página de legales

Zweig, Stefan / Ardiente secreto / Stefan Zweig. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, Otros Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Paula Galíndez.

ISBN 978-987-8928-97-5

1. Literatura Austríaca. 2. Novelas. I. Galíndez, Paula, trad. II. Título.

CDD 830.192

ISBN edición impresa: 978-987-8928-90-6

Título original Brennendes Geheimnis (1911)

Traducción Paula GalindezCorrección Candela Jerez y Federico Juega SicardiDiseño de tapa y colección Francisco BóDiseño de interiores Víctor MalumiánIlustraciones y guardas Juan Pablo Dellacha

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, octubre de 2023

Ardiente secreto

Stefan Zweig

TraducciónPaula Galindez

Ardiente secreto

La compañera de juego

LA LOCOMOTORA SOLTÓ UN aullido ronco: Semmering había llegado. Por un minuto los vagones negros descansaron en la luz plateada de las alturas, escupieron a un par de hombres multicolores, se tragaron a otros, las voces irritadas fueron de acá para allá; luego, la máquina ronca del frente volvió a aullar, hizo arrancar la cadena negra y se la llevó traqueteando al agujero del túnel. A sus anchas, con el telón diáfano barrido por el viento húmedo, el holgado paisaje se volvió a recostar.

Uno de los recién llegados, un joven que destacaba por su buen vestir y cierta elasticidad natural en su andar, se apuró a ocupar antes que los otros un simón que lo llevaría al hotel. Sin apuro, los caballos fueron golpeteando por el camino en subida. Había primavera en el aire. Aquellas nubes blancas e inquietas que solo pueden pertenecer a mayo y junio revoloteaban por el cielo: aquellas amigas blancas, aún jóvenes, que corretean juguetonas por el camino azul para de pronto esconderse tras las altas montañas; que se abrazan y huyen; ya se arrugan como pañuelos de tela, ya se deshilachan; y finalmente, traviesas, les ponen gorros blancos a las montañas. La inquietud también estaba en el viento, que sacudía con tal desenfreno los árboles escuálidos, aún empapados de lluvia, que sus articulaciones crujían bajito y miles de gotas les saltaban como chispas. A veces el olor frío de la nieve parecía acercarse desde las montañas, y uno sentía en la respiración algo tan dulce como filoso. En el aire y la tierra, todo era movimiento e impaciencia latente. Resoplando bajito, los caballos trotaban por el camino, ahora en bajada, con los cascabeles tintineándoles por delante.

En el hotel, lo primero que hizo el joven fue dirigirse a la lista de huéspedes: la recorrió al vuelo y se decepcionó. “¿Y para qué estoy acá?”, empezó a preguntarse, inquieto. “Estar acá solo en la montaña, sin compañía, es peor que ir a la oficina. Seguro llegué demasiado temprano o demasiado tarde. Nunca tengo suerte con las vacaciones. Ni un nombre conocido encuentro entre toda esta gente. Si al menos hubiera un par de mujeres, por lo menos alguna con quien coquetear inocentemente en caso de emergencia, para que esta semana no termine siendo tan deprimente…”. El joven, un barón de la no tan prestigiosa nobleza del funcionariado austríaco, era empleado de gobierno y se había tomado esas pequeñas vacaciones sin necesidad alguna: nada más porque todos sus compañeros habían decidido instaurar una semana de primavera y él no quería regalarle la suya a la alcaldía. Aunque no carecía de aptitudes de introspección, era una persona sociable por naturaleza y, como tal, era popular, querido en todos los círculos, y se sabía incapaz de pasar tiempo en soledad. No albergaba ninguna intención de enfrentarse a sí mismo y evitaba esos encuentros todo lo que podía, porque no quería entablar un vínculo más íntimo consigo mismo. Sabía que necesitaba de la fricción de las personas para que se encendieran las llamas de su talento, de la calidez y la exultación de su corazón, y que estando solo era gélido e inútil, como un fósforo dentro de su caja.

Fastidiado, empezó a caminar de un lado a otro por el hall, ya deteniéndose a hojear los diarios, ya volviendo al salón de música a teclear un vals en el piano, pero por algún motivo el ritmo no le brotaba de los dedos. Finalmente se sentó y miró frustrado la oscuridad que iba cayendo a su alrededor, la niebla que como vapor se alzaba de entre los arbustos. Una hora se quedó así, desgranándose, inútil y nervioso. Luego huyó al comedor.

Ahí había solo algunas mesas ocupadas, que recorrió velozmente con la mirada. ¡¿Para qué?! Por allí, nada más que un entrenador (al que devolvió un saludo desinteresado); por allá, una cara que había visto alguna vez en la Ringstraße; fuera de eso, nada. Ni una mujer, nada que prometiera una aventura fugaz. Su malhumor se volvió más impaciente. Era uno de esos jóvenes cuya cara bonita ha tenido mucho éxito y que por eso están siempre dispuestos para un nuevo encuentro, una nueva experiencia; de esos que están constantemente ansiosos por precipitarse hacia lo desconocido de una aventura; a quienes no les sorprende nada porque han calculado todo estando al acecho; que no pasan por alto nada erótico porque ya la primera mirada que echan a una mujer alcanza lo sensual, calculando y sin hacer diferencia entre la esposa de un amigo y la sirvienta que les abre la puerta. Cuando, con una especie de displicencia despreocupada, la gente dice que ese tipo de hombres “salen de cacería”, lo hace sin darse cuenta de que hay una enorme verdad descriptiva cristalizada en el término, porque es cierto: todos los instintos pasionales de la depredación, el rastreo, la excitación y el salvajismo mental palpitan en la vigilia de esos hombres. Mantienen el decoro mientras están en un constante estado de alerta, decididos a seguir el rastro de una aventura hasta el borde del abismo. Siempre están cargados de lujuria, pero no de la del amante, sino la del jugador: de la lujuria fría, calculadora y peligrosa. Entre ellos están los obstinados, para quienes, más que la juventud, toda la vida se convierte en una eterna aventura gracias a esa expectativa: para ellos, un solo día se fragmenta en cien pequeñas experiencias sensuales (una mirada al pasar, una sonrisa huidiza, una rodilla rozada desde el asiento de enfrente) y el año, a su vez, en cien días así; para ellos, la experiencia sensorial es la fuente eternamente fugaz de la vida que los nutre y los enciende.

Hasta donde el barón llegaba a ver, allí no había ninguna compañera de juego. Y no hay nada más irritante para un jugador que sentarse frente a la mesa verde con las cartas en la mano, seguro de su éxito inminente, a esperar en vano un compañero de juego. El barón pidió un diario. De mala gana, dejó que su mirada deambulara por los renglones, pero sus pensamientos estaban entumecidos y se tropezaban con las palabras, como si estuvieran borrachos.

Entonces, oyó detrás el susurro de un vestido y una voz, levemente irritada y con acento afectado, que decía:

—Mais tais toi donc, Edgar!

Un vestido de seda bisbiseó al pasar; alta y voluptuosa, una silueta pasó sombreando la mesa y, detrás de ella, un chiquito pálido con un traje de seda, que cruzó al barón con una mirada curiosa. Los dos se sentaron enfrentados en una mesa reservada, el niño claramente esforzándose por mantener una corrección que parecía contradecir la inquietud negra de sus ojos. La dama (y solo a ella veía el joven barón) era muy soigné y estaba vestida con evidente elegancia; de hecho, era un tipo de mujer que a él le encantaba: una de esas judías un poco voluptuosas, de edad previa al exceso de madurez, claramente pasionales pero hábiles para esconder su temperamento tras una sofisticada melancolía. Al principio, él no logró verle los ojos y admiró nada más que los bellos arcos que trazaban sus cejas, prolijamente redondeadas sobre una delicada nariz que delataba su raza pero que, por su casta forma, le daba a su perfil algo agudo e interesante. Los cabellos, como todo lo femenino de ese cuerpo exuberante, eran de una voluptuosidad cautivadora; su belleza parecía haberse colmado de confianza y vanagloria por la admiración de muchos. Hizo su pedido en voz muy baja; puso en su lugar al niño, que estaba jugueteando con el tenedor: todo esto con fingida indiferencia a la mirada velada y acechante del barón, que ella aparentaba no notar cuando, en realidad, era su vigilancia intensa la que le imponía esa prolijidad refrenada.

La oscuridad del rostro del barón se iluminó al instante: su audacia se desenterró rápidamente, se desfrunció su ceño, los músculos se le tensaron de modo que su silueta se disparó hacia arriba y las luces de los ojos le empezaron a centellear. Él no era diferente de las mujeres que requieren la presencia de un hombre para mostrarse en todo su esplendor. Solo el estímulo sensual desplegaba toda la potencia de su energía. El cazador que llevaba dentro se dio cuenta de que estaba frente a una presa. Provocadores, sus ojos buscaron la mirada de ella, que a veces lo sobrevolaba con una imprecisión palpitante pero nunca ofrecía una respuesta clara. Además, creyó percibir en la boca de ella un atisbo de sonrisa, pero todo era incierto, y esa incertidumbre lo excitaba. Lo único prometedor eran esas miradas constantes al pasar, porque delataban resistencia y timidez al mismo tiempo, y también estaba la forma refrenada en que conversaba con el niño, claramente dispuesta para un espectador. Esa puesta en escena de quietud, sintió él, significaba de por sí que había una inquietud oculta. Entonces se excitó: el juego había empezado. Dejó su cena para otro momento, mantuvo la mirada clavada en la mujer casi sin flaquear durante media hora, hasta que hubo repasado cada línea de su cara y tocado con una mano invisible cada rincón de su cuerpo voluptuoso. Afuera la oscuridad sofocante iba cayendo, los bosques suspiraban con un temor infantil mientras las grandes nubes, cargadas de lluvia, extendían sus manos grises hacia ellos; cada vez más lóbregas, las sombras se abrían paso por la habitación; cada vez más ceñidas por el silencio parecían las personas de adentro. La charla de la mujer y el niño, notó él, se fue volviendo cada vez más forzada, cada vez más artificial bajo la amenaza de ese silencio; dentro de poco se agotaría, sintió. Así que decidió probar algo. Primero se levantó; con una mirada larga clavada en el paisaje que había detrás de ella, caminó hasta la puerta. Allí, se dio vuelta de golpe, como si se hubiera olvidado algo. Y la sorprendió observándolo con ojos vivaces.

Eso lo estimuló. Esperó en el hall. Ella llegó poco después con su hijo tomado de la mano, hojeando unas revistas mientras caminaba y le mostraba unas fotos al niño. Pero cuando el barón se acercó a la mesa de ellos como al pasar, haciendo de cuenta que también quería una revista y con la intención oculta de penetrar en el brillo húmedo de los ojos de ella y hasta quizás entablar una conversación, ella se dio vuelta, le apoyó la mano en el hombro a su hijo y dijo:

—Viens, Edgar! Au lit! —y le bisbiseó por delante con el vestido.

Algo decepcionado, el barón la siguió con la mirada. Ya contaba con que esa misma noche iba a llegar a conocerla, y esa reacción abrupta lo había decepcionado. Pero, a fin de cuentas, había un atractivo en esa resistencia, y lo incierto no hacía más que atizar su deseo. Al parecer, había conseguido una compañera, y el juego ya podía comenzar.

Rápida amistad

Cuando el barón bajó al hall la mañana siguiente, vio al hijo de la hermosa desconocida conversando con mucho entusiasmo con los dos ascensoristas y mostrándoles las imágenes de un libro de Karl May. Su madre no estaba allí; al parecer, seguía ocupada en el toilette