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Su cuerpo virginal empezó a reaccionar bajo sus ardientes caricias La princesa Aisha Peshwah había salido del fuego para caer en las brasas. Primero la había secuestrado un lascivo señor del desierto, pero el hombre que la rescató era un bárbaro sin escrúpulos que necesitaba casarse con ella para ser coronado rey. El jeque Zoltan al-Farouk bin Shamal era tan duro e indómito como las arenas que rodeaban su palacio. Pero también irradiaba un aura arrebatadoramente enigmática ante la que no había resistencia posible…
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Trish Morey. Todos los derechos reservados.
ARENAS SALVAJES, N.º 75 - diciembre 2012
Título original: Duty and the Beast
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1221-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
FUERON a buscarla en mitad de la noche, cuando lo único que se oía en el campamento era la brisa del desierto agitando las palmeras y los ronquidos de los camellos que soñaban con las caravanas de antaño. No se asustó al oír la espada atravesando la pared de tela. Ni cuando un hombre vestido de negro y con una capucha que solo dejaba a la vista sus ojos entró en la tienda. Su imponente estatura y la poderosa envergadura de sus hombros no la dejaron sin aliento ni le aceleraron el pulso, sino que la llenaron de un alivio tan grande que a punto estuvo de echarse a llorar. Por fin había llegado el ansiado rescate por el que tanto había rezado.
–Sabía que vendrías por mí –susurró mientras se levantaba del lecho. Estaba enteramente vestida y casi tropezó con las babuchas en su precipitación por salir de allí. Se le formó un nudo en la garganta al saber de lo que escapaba y lo cerca que había estado de su perdición, pero por fin iba a ser libre. No había nada que temer.
O así fue hasta que el hombre le puso una mano sobre la boca para hacerla callar y la apretó sin la menor delicadeza contra su recio y musculoso cuerpo.
–Ni una palabra más, princesa –le murmuró al oído–. O puede que sea la última.
Ella se endureció para soportar la afrenta, pues la habían educado para no tolerar que nadie, y menos un desconocido, la tocara. Pero en aquel momento no tenía elección, con un brazo de acero rodeándole la cintura, una mano extendida sobre su vientre y la otra cubriéndole la boca con más celo del necesario.
Al aspirar se llenó con su olor, una intensa y embriagadora mezcla de cuero, arena y pelo ecuestre.
Un intenso calor prendió en sus zonas más íntimas y un instinto innato de supervivencia le advirtió que tal vez no estaba tan a salvo como había supuesto.
Aquel hombre era un idiota. ¿Acaso se imaginaba que ella iba a ponerse a gritar y frustrar su huida después de haber esperado tanto aquel momento? Estaba harta de que la maltrataran y la tratasen como un objeto, primero los esbirros de Mustafá y luego los de su padre. Era una princesa de Jemeya, y su rescatador no podía tratarla como si fuera un saco de melones que hubiese comprado en el mercado.
El hombre se movió y ella se retorció para intentar soltarse, pero el brazo la mantuvo firmemente sujeta y unos fuertes dedos se clavaron como tenazas en su carne. Se quedó sin aliento y abrió la boca en busca de aire, pero un dedo se introdujo entre sus labios. La conmoción se transformó en pavor mientras el sabor de carne masculina le llenaba la boca, e hizo lo único que podía hacer ante una violación semejante de su intimidad: morder.
Con todas sus fuerzas.
El hombre dio un respingo y maldijo en voz baja mientras alejaba los dedos de sus dientes, pero no la soltó.
–¡Quieta! –le ordenó, apretándola con más fuerza contra su cuerpo. Realmente parecía estar hecho de piedra. Una roca sólida y cálida que palpitaba por dentro. Se recordó una vez más que aquel hombre no era un rescatador anónimo ni un simple soldado enviado por su padre, sino un hombre de carne y hueso con un corazón palpitando en su pecho y una mano ardiente que la tocaba donde ningún hombre tenía derecho a tocarla.
Se alegró de haberlo mordido y esperó haberle hecho daño. Con gusto se lo habría dicho, si no fuera porque su maldita mano seguía tapándole la boca.
Entonces oyó un gruñido procedente del exterior y se le heló la sangre en las venas cuando las cortinas se abrieron y un segundo bandido, vestido igualmente de negro, dejó caer en la alfombra el cuerpo inconsciente de Ahmed, el guardia que le lanzaba miradas lascivas cada vez que le llevaba la comida, que se echaba a reír cuando ella exigía que la llevaran con su padre y que se regodeaba contándole lo que Mustafá pensaba hacerle cuando estuvieran casados.
Los ojos del bandido se posaron brevemente en ella antes de asentir con la cabeza al hombre que la sujetaba.
–Despejado, pero hay que darse prisa.
–¿Y Kadar?
–Preparando una de sus sorpresas.
El rescatador anónimo la llevó hacia la rendija que había abierto en la pared de la tienda. Dudó un momento antes de salir al exterior y aflojó ligeramente su agarre, pero no lo bastante como para borrar el recuerdo de su enorme mano extendida sobre el vientre.
–¿Se te da tan bien correr como morder? –le preguntó en voz baja, y echó un vistazo a su alrededor antes de mirarla fijamente.
El brillo jocoso de sus ojos la enfureció aún más, y respondió con una mirada glacial destinada a fulminar cualquier atisbo de burla y regocijo.
–Se me da mejor morder.
Le pareció que el pañuelo que cubría el rostro del hombre se movía a la altura de los labios, un segundo antes de que se oyera un grito al otro lado del campamento.
–Esperemos que no sea cierto –murmuró él, y tiró de ella con fuerza para echar a correr por la duna mientras el otro hombre los seguía de cerca y los gritos de alarma se elevaban tras ellos.
La adrenalina avivaba sus pulmones y sus piernas, junto a la tentadora idea de que, tan pronto como estuviera a salvo, iba a poner en su sitio al arrogante mercenario que su padre había contratado.
Desde el campamento les llegó una orden de detenerse, seguida por un disparo y el silbido de la bala que pasó rozando sus cabezas. Toda la furia que sentía hacia su rescatador se desvaneció al instante.
Sus captores no se atreverían a herir a la princesa de Jemeya y arriesgarse a provocar un conflicto internacional, pero estaba oscuro y no sabían dónde apuntar.
Fuera como fuera, no tenía intención de permitir que volvieran a capturarla. Las amenazas de Mustafá seguían haciéndola estremecer de asco. ¿Cómo iba a casarse por la fuerza con una babosa como Mustafá en pleno siglo XXI?
Se aferró con fuerza a la mano de su rescatador y obligó a sus pies a moverse más deprisa. Las babuchas de satén crujían sobre la pendiente arenosa de la duna, hasta que una de ellas se le llenó de arena y se le quedó atrás. Dudó un momento, pero el hombre tiró de ella hacia delante.
–Déjala –le ordenó, obligándola a avanzar mientras seguían los gritos y los disparos.
Se quitó también la otra zapatilla y comprobó que le resultaba mucho más fácil correr descalza por la arena. Al llegar a la cima de la duna le ardían los músculos y los pulmones y tenía la boca tan seca como el desierto que se extendía ante ellos. Por muy desesperado que fuese su deseo de huida, sabía que no podría mantener aquel ritmo mucho tiempo.
Entonces oyó algo por encima de sus acelerados jadeos. Un silbido traspasando el cielo nocturno, seguido de otros, hasta que una sucesión de explosiones llenaron la noche de luz y color. Las órdenes y amenazas dejaron paso a gritos frenéticos y aterrados mientras el acre olor de la pólvora impregnaba el aire del desierto.
–¿Qué les has hecho? –exigió saber ella, sobrecogida al ver las tiendas en llamas. Una cosa era escapar, y otra muy distinta, provocar una matanza.
Él se encogió de hombros como si no tuviera importancia, y ella intentó zafarse y golpearlo por ser tan cruel e insensible.
–¿No querías que te rescataran, princesa? –se dio la vuelta y al resplandor de las llamas apareció una figura oscura que los estaba esperando junto a unos caballos.
Había cuatro, uno para cada uno. Lamentaba la pérdida de sus zapatillas, pero prefería mil veces que se le congelaran los pies o se le desollaran contra los estribos con tal de ir en un caballo ella sola y no pegada a su rescatador.
–Pues claro que sí –respondió mientras se acercaban a las monturas–. Pero no había necesidad de causar tanto daño.
–¿No? –le preguntó con sorna–. ¿Tan poco importante te crees, princesa?
Una vez más le daba la impresión de estar riéndose de ella. Apartó la mirada con irritación e intentó concentrarse en el lado positivo. Su padre había enviado a aquellos hombres a rescatarla y muy pronto volvería a estar con él, en casa, rodeada de personas que la tomaban en serio y donde ningún hombre se atrevía a tocarla.
Se disponía a agarrar las riendas del caballo más cercano cuando él la detuvo.
–No, princesa.
–¿No? ¿Cuál es el mío?
–Vas a montar conmigo.
–Pero hay cuatro caballos…
–Y nosotros somos cinco.
–Pero… –entonces vio a otros dos hombres vestidos de negro corriendo hacia ellos por las dunas.
–Kadar –dijo él, dándole una palmada en la espalda a uno de ellos. Cómo podía reconocerlo cuando los dos recién llegados parecían idénticos, era un misterio–. Me temo que a la princesa no le han gustado mucho tus fuegos artificiales.
¿Fuegos artificiales?, pensó ella mientras el hombre llamado Kadar fingía estar decepcionado. ¿Todas aquellas explosiones no habían sido más que fuegos artificiales?
–Le pido disculpas, princesa –dijo Kadar con una reverencia–. La próxima vez prometo hacerlo mejor.
–Han cumplido su propósito, Kadar. Ahora vámonos de aquí antes de que se den cuenta y caigan sobre nosotros.
Ella miró con anhelo el caballo que había elegido y en el que se montó el hombre que los había estado esperando. Era tan alto y robusto como los otros.
Sin duda eran mercenarios a los que su padre había contratado para rescatarla. Seguramente eran muy buenos en lo que hacían y su padre los había elegido con buen tino, pero ella estaba impaciente por perderlos de vista. Sobre todo al que se tomaba más libertades de la cuenta con las manos y la lengua.
–¿Lista, princesa? –le preguntó él, y sin darle tiempo a responder la levantó por la cintura y la sentó en el caballo que quedaba libre. Montó detrás de ella y la mantuvo sujeta entre su cuerpo y las riendas, antes de envolverlos a ambos con una capa.
–¿Le importa? –dijo ella, intentando poner algo de distancia entre los dos.
–En absoluto –respondió él mientras espoleaba a la montura para ponerse en marcha–. Nos queda un largo camino por delante. Te resultará más cómodo si te relajas.
Ni hablar.
–Podría habérmelo dicho –murmuró ella. Se sentó lo más rígidamente que pudo y fingió que los separaba un abismo en vez de unas pocas capas de tela. También intentó ignorar el brazo que la sujetaba y el calor que prendía en todas las zonas donde sus cuerpos se mecían juntos al ritmo del caballo.
–¿Podría haberte dicho qué?
–Que solo eran fuegos artificiales.
–¿Y me habrías creído?
–Me hizo creer que era algo peor.
–Siempre te precipitas en tus conclusiones.
–No sabe nada de mí.
–Sé que hablas demasiado –la pegó más contra él–. Relájate.
Ella soltó un bostezo.
–Es usted un arrogante que solo sabe dar órdenes.
–Duérmete.
Pero ella no quería dormirse. Si se quedaba dormida se quedaría pegada a aquella pared de fibra y músculo que ocultaba un corazón fuerte y palpitante. Las princesas no se dormían en brazos de un desconocido a lomos de un caballo, y menos con un desconocido como aquel hombre enmascarado, autoritario e impertinente.
Además, había permanecido en vela casi toda la noche anterior y no le haría daño seguir despierta un poco más. Miró al jinete mientras cabalgaban, su recio mentón bajo la máscara y la resuelta expresión de sus ojos negros, pero enseguida se dio cuenta de lo que estaba haciendo y levantó la vista hacia el cielo nocturno, donde todas las estrellas del universo parecían haberse congregado en el infinito manto aterciopelado.
Buscó las estrellas más brillantes y familiares, que tantas y tantas veces había contemplado desde su balcón en palacio.
–¿Cuánto falta para llegar a Jemeya?
–Lo bastante como para que tengamos que viajar de noche.
–Pero ¿mi padre sabrá que estoy a salvo?
–Lo sabrá.
–Bien –el cansancio la hizo bostezar de nuevo y se arrebujó con la capa para protegerse del frío aire nocturno, imaginándose que estaba en su cama de palacio.
El galope la balanceaba en la silla, pero sabía que no había riesgo de caerse mientras los fuertes brazos de aquel hombre la rodearan y la capa los envolviese a ambos. Su olor corporal era muy distinto al de su padre, cuya mezcla de tabaco y loción para después del afeitado resultaba extrañamente agradable. Tampoco aquel mercenario despedía un olor desagradable. Parecía emanar la esencia misma del desierto, una cálida y evocadora mezcla de sol y arena, cuero y caballos, junto a un elemento propio e indefinible, ligeramente almizclado.
Aspiró profundamente y saboreó el olor antes de almacenarlo en su memoria. Muy pronto estaría otra vez en su lecho, rodeada de olores y sonidos familiares, pero de momento no era tan difícil dejar que la impregnase el calor corporal de su rescatador. Al fin y al cabo ya estaba a salvo. ¿Por qué no relajarse y dormir un poco?
Volvió a bostezar y cerró los ojos, y esa vez los dejó cerrados mientras se acurrucaba contra el recio torso de su rescatador y se abandonaba al sueño, mecida por el constante balanceo del caballo. Muy pronto volvería a estar con su padre en casa. Nadie tendría por qué saber que se había quedado dormida en brazos de un desconocido.
Y nadie sabría nunca lo mucho que le había gustado hacerlo.
Zoltan al-Farouk bin Shamal supo en qué preciso instante se quedó dormida la princesa, quien durante un rato se había estado esforzando por permanecer tan rígida como una plancha de madera en sus brazos.
La comparación casi lo hizo reír. Ella no era ninguna plancha de madera, como él había podido comprobar desde que la estrechó entre sus brazos y le extendió los dedos sobre el vientre. Fue un gesto impulsivo y providencial para evitar que diese la voz de alarma, pero además le permitió descubrir algunos de los atributos de su futura princesa: un vientre suavemente redondeado entre las prominentes caderas y una cintura estrecha que invitaba a seguir explorando, por nombrar algunos. No le había costado nada sujetarla y sentir el temblor de su carne, por mucho que ella intentase aparentar que nada le afectaba.
Se rio entre dientes al recordar como había cedido a sus instintos más básicos y le había mordido con todas sus fuerzas. No, definitivamente no era una plancha de madera.
El ritmo del caballo la había ayudado a relajarse y poco a poco su resistencia fue cediendo, hasta quedar profundamente dormida y apoyada en él. La sensación de tenerla pegada a su cuerpo, tan cálida y femenina, era una invitación al pecado. ¿Sería aquella mujer tan fácil y disoluta como su hermana, según las historias que habían llegado a oídos de Zoltan?
No le sorprendería que así fuera. Tenía la belleza y la sensualidad propias de las mujeres reales de Jemeya. Sus ojos marrones bastarían para enloquecer de deseo a cualquier hombre, y sus labios eran tan carnosos y apetitosamente prometedores que no podían ser desaprovechados. Era improbable que siguiera siendo virgen a su edad, pero, a diferencia de su hermana, había sido lo bastante sensata como para no tener hijos.
No le supondría ningún esfuerzo hacer el amor con ella… Y en menos de cuarenta y ocho horas sería suya. Tal vez aquel matrimonio indeseado tuviera sus ventajas, después de todo.
Miró el bulto que llevaba en brazos y decidió que, por muy malcriada que estuviera, aquella princesa era demasiado buena para alguien como Mustafá.
Sus amigos se dispersaron a su alrededor, levantando una nube de polvo al galopar velozmente sobre las dunas. Eran algo más que amigos. Eran los hermanos que nunca había tenido. Se quedarían para la boda y para su coronación, como le habían prometido, y luego volverían a separarse. Kadar regresaría a Estambul, Bahir a las mesas de juego de Montecarlo, y Rashid a cualquier lugar del mundo donde pudiera enriquecerse de la forma más rápida y sencilla posible.
Los echaría de menos cuando se fueran, porque en esa ocasión ya no sería libre para unirse a ellos. Ya no era el director de una flota de aviones ejecutivos con la libertad de volar a donde quisiera. Todo lo que había construido era para nada. En lo sucesivo, tendría que quedarse en Al-Jirad para cumplir con su engorroso deber.
La mujer se removió y murmuró algo en sueños mientras una de sus manos se deslizaba peligrosamente cerca de la ingle de Zoltan.
Él ahogó un gemido al sentir la instantánea reacción de su cuerpo. Si estando dormida era capaz de excitarlo así, ¿qué no podría hacerle cuando estuviera despierta?
Se moría de impaciencia por descubrirlo…
AISHA se despertó y se incorporó en la cama, confusa y medio soñando con hombres enmascarados de anchos hombros, ojos brillantes y fuertes brazos que la rodeaban.
No, hombres no. Tan solo un hombre había invadido sus sueños como si se paseara por su casa. Gracias a Dios ya era de día y nunca más tendría que volver a verlo.
Sintió una punzada de remordimiento al pensar que no había tenido ocasión de darle las gracias, lo cual era absurdo. Aquel hombre se había reído de ella a la menor ocasión, había hecho gala de una arrogancia intolerable y además le habían pagado muy generosamente por aquel rescate. No tenía por qué darle las gracias.
Lo único que importaba era que ya estaba a salvo y que jamás volvería a ver a aquellos mercenarios. El alivio dejó paso a una enorme alegría y volvió a dejarse caer en las almohadas con un suspiro. Ya no tendría que casarse con Mustafá.
Era libre.
Miró alrededor, pero no reconoció dónde estaba.
Seguramente en un palacio o en un hotel de lujo, a juzgar por las dimensiones y la opulencia de la habitación. La cama era tan grande y cómoda como la suya, en la que volvería a dormir aquella misma noche…
Al levantarse se dio cuenta de que seguía llevando la misma túnica del día anterior. Quienquiera que la hubiese acostado no se había molestado en cambiarla. ¿Habría sido el mismo hombre que la había sostenido contra su pecho a lomos del caballo?
Se detuvo a medio camino de la ventana y volvió a mirar la cama. ¿La habría dejado allí aquel hombre, con cuidado de no despertarla? ¿La habría arropado delicadamente con la colcha?
Se estremeció al recordar el calor de su aliento en la mejilla cuando la agarró en la tienda, recordó los poderosos latidos de su corazón…
Y recordó también cómo se había mofado de ella. ¿Por qué perdía el tiempo pensando en él cuando había cosas más importantes de las que ocuparse?
Como, por ejemplo, volver a casa.
Se acercó a la ventana para intentar averiguar dónde se encontraba. Tal vez su padre ya estuviera allí, esperando con impaciencia a que se levantara para poder abrazarla.
Dobló los dedos de los pies sobre una alfombra de seda mientras descorría la cortina y entornó los ojos al recibir la luz del sol, que ya estaba muy alto en el cielo. ¿Cuánto tiempo habría dormido? Se protegió los ojos con la mano y volvió a mirar. Bajo ella había un gran patio con naranjos, flores, arriates y una fuente en el centro. Una galería discurría por el perímetro del patio, a partir de la cual se extendía un impresionante palacio con altas torres y cúpulas doradas brillando bajo el sol. La imagen era fastuosa, salvo por las banderas negras que ondeaban desde cada mástil. Aisha sintió un escalofrío a pesar del calor. ¿Por qué eran todas negras? ¿Qué había pasado?
En aquel momento llamaron a la puerta y una joven entró con una bandeja.
–Oh, ya se ha levantado, princesa –hizo una reverencia y dejó la bandeja en una mesa para llenar una taza con un líquido humeante y aromático–. Ha dormido casi todo el día. Le he traído té, yogur y fruta, por si tiene hambre.
–¿Dónde estoy? ¿Y por qué se han izado banderas negras por todas partes?
La joven le ofreció la taza sin saber cómo responderle y Aisha reconoció el olor de la miel, las especias, la nuez moscada y la canela.
–Iré a decirles que ya se ha levantado.
–¿Mi padre está aquí? –preguntó Aisha, esperanzada.
–Ha dormido mucho –dijo la joven, desviando la mirada hacia una puerta–. Encontrará su ropa en el vestidor. ¿Quiere que elija algo para usted mientras se baña?
Aisha negó con la cabeza y dejó la taza.
–No. Lo que quiero es que respondas a mi pregunta. ¿Dónde estoy?
–En Al-Jirad, naturalmente –respondió la joven, sorprendida.
¿Al-Jirad? Entonces no estaba lejos de Jemeya. A media hora en helicóptero de la costa, a una hora de la isla.
–¿Y mi padre? ¿Se encuentra aquí o está esperándome en casa?
–Alguien vendrá a buscarla enseguida –la doncella hizo una reverencia, claramente incómoda, y se dirigió rápidamente hacia la puerta.
–¡Espera!
La joven se detuvo y miró con cautela por encima del hombro.
–¿Sí?
–Ni siquiera sé tu nombre.
La joven asintió sumisamente y juntó las manos delante de ella.
–Me llamo Rani, princesa.
Aisha sonrió para intentar tranquilizarla. Tenía muchas preguntas y aquella joven debía de saber algo.
–Gracias por el té, Rani. ¿Y podrías decirme…?
–¿Sí?
–El hombre que me trajo aquí, o mejor dicho, los hombres que me trajeron aquí… ¿Sabes si aún están en el palacio?
Rani miró con ansiedad hacia la puerta.
–Me gustaría darles las gracias por haberme rescatado –añadió Aisha.
Rani abrió los ojos como platos y se retorció nerviosamente las manos.
–Enseguida vendrá alguien a buscarla, princesa. Es todo lo que puedo decir –hizo otra reverencia y salió velozmente de la habitación, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido.
Aisha suspiró con frustración y bebió un poco de té. Al menos ya sabía dónde estaba, pero seguía inquieta por las banderas negras. Tal vez la anciana reina Petra, madre del rey de Al-Jirad, había fallecido tras una larga y agónica enfermedad. Lo último que Aisha había oído era que no respondía bien al tratamiento, y era normal que todo el país estuviese de luto. Había sido una reina muy querida y respetada, no solo por su pueblo, sino por todo el mundo.