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Cuando el anciano Allan Armadale escribe su terrible confesión en el lecho de muerte, no puede ni imaginarse las repercusiones que tendrá esa carta cuando su hijo recién nacido la lea años después. Por segunda vez, dos hombres con el mismo nombre y el mismo apellido se verán implicados en la persecución de una herencia que parece maldita. Mientras tanto, se suceden las sigilosas intrigas de Lydia Gwilt, un personaje misterioso y perverso que horrorizó a los lectores victorianos y que todavía hoy sobrecoge. Una mujer que llegó a ser definida por la crítica como «una de las villanas más curtidas». Con estos hilos y la complicidad del lector, el maestro Wilkie Collins teje una trama envolvente y seductora que brega entre identidades confusas, maldiciones heredadas, rivalidades amorosas, espionaje y asesinatos.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Cuando el anciano Allan Armadale escribe su terrible confesión en el lecho de muerte, no puede ni imaginarse las repercusiones que tendrá esa carta cuando su hijo recién nacido la lea años después. Por segunda vez, dos hombres con el mismo nombre y el mismo apellido se verán implicados en la persecución de una herencia que parece maldita. Mientras tanto, se suceden las sigilosas intrigas de Lydia Gwilt, un personaje misterioso y perverso que horrorizó a los lectores victorianos y que todavía hoy sobrecoge. Una mujer que llegó a ser definida por la crítica como «una de las villanas más curtidas». Con estos hilos y la complicidad del lector, el maestro Wilkie Collins teje una trama envolvente y seductora que brega entre identidades confusas, maldiciones heredadas, rivalidades amorosas, espionaje y asesinatos.
Wilkie Collins
Título original: Armadale
Wilkie Collins, 1866
«Como la mayoría de las novelas de Collins, Armadale tiene el inmenso mérito
—cada vez más difícil de encontrar— de no aburrir en ningún momento.»
T. S. ELIOT
Los viajeros
En el balneario de Wildbad, se abría la temporada de mil ochocientos treinta y dos.
Las sombras de la noche empezaban a acumularse sobre la pequeña y tranquila ciudad alemana; la diligencia iba a llegar de un momento a otro. Delante de la puerta del edificio principal, hallábanse reunidos, esperando la llegada de los primeros visitantes del año, los tres personajes más importantes de Wildbad en compañía de sus esposas: el alcalde, que representaba a la población; el médico, como portavoz del balneario, y el propietario, en representación de su propio establecimiento. Apartados de este círculo selecto y formando alegres grupos en la bien cuidada plazuela de delante de la posada, los habitantes de la población se mezclaban aquí y allá con los campesinos, ataviados con sus pintorescos trajes alemanes y que esperaban plácidamente la llegada de la diligencia: los hombres, con chaqueta corta y negra, calzón negro ajustado y sombrero de castor de tres picos; las mujeres, con los rubios cabellos colgando en una gruesa trenza sobre la espalda y el talle de los cortos vestidos de lana púdicamente subido hasta debajo de los omóplatos. Alrededor de este grupo correteaban en perpetuo movimiento bandadas de chiquillos rollizos y de pelo albino; al mismo tiempo, misteriosamente apartados del resto de los moradores, los músicos del balneario permanecían tranquilos en un rincón olvidado, mientras esperaban la aparición de los primeros visitantes para tocar la serenata que abriría la temporada. La luz de aquel atardecer de mayo brillaba todavía en las cimas de los altos y frondosos montes que custodiaban la ciudad a derecha e izquierda, y la fresca brisa que sopla antes de ponerse el sol traía el penetrante perfume balsámico de los abetos de la Selva Negra.
—Señor posadero —dijo la esposa del alcalde, dando al propietario el tratamiento adecuado—, ¿llegará algún huésped extranjero este primer día de la temporada?
—Señora alcaldesa —respondió el posadero, devolviéndole el cumplido—, van a llegar dos. Me escribieron, el uno por medio de su criado y el otro creo que de su puño y letra, para reservar sus habitaciones. A juzgar por sus apellidos, creo que ambos vienen de Inglaterra. No pronunciaré sus nombres, porque se me trabaría la lengua; pero si quiere que los deletree, ahí van, letra por letra, por el orden en que llegaron las cartas. El primero, un extranjero de alto linaje (tiene el título de mister), lleva un apellido de ocho letras: A, r, m, a, d, a, l, e, y viene enfermo en su propio carruaje. El segundo, un extranjero de alta cuna (también con título de mister), tiene un apellido de cuatro letras: N, e, a, l, y viaja enfermo en la diligencia. Su excelencia de ocho letras me escribió (por medio de su criado) en francés; su excelencia de cuatro letras lo hizo en alemán. Las habitaciones de ambos están preparadas. No sé nada más.
—Quizá —sugirió la esposa del alcalde— el señor doctor tendrá más noticias de uno o de los dos ilustres extranjeros, ¿no?
—Sólo de uno de ellos, señora alcaldesa; pero para ser precisos, no las he recibido directamente de él. Me han enviado un informe médico sobre su excelencia de ocho letras, y su estado parece grave. ¡Que Dios le ayude!
—¡La diligencia! —gritó un chiquillo, apartado de la multitud.
Los músicos prepararon sus instrumentos y se hizo el silencio en la comunidad. Desde el lejano y serpenteante camino de la boscosa garganta, llegó, débil pero inconfundible, el campanilleo de los cascabeles en la quietud del anochecer. ¿Cuál sería el carruaje que se aproximaba? ¿El coche particular que traía a Mr. Armadale, o la diligencia donde viajaba Mr. Neal?
—¡Tocad, amigos míos! —indicó el alcalde a los músicos—. Sea la diligencia o el coche particular, nos trae a los primeros enfermos de la temporada. ¡Que nos encuentren alegres!
La banda empezó a tocar una animada pieza bailable y los chiquillos que estaban en la plaza patalearon alegremente al compás de la música. En el mismo momento, los mayores que estaban cerca de la puerta de la posada se apartaron a un lado y se proyectó la primera sombra de tristeza sobre la alegría y la belleza de la escena. Por la abertura que se había formado avanzó una pequeña procesión de robustas mozas campesinas, tirando cada cual de una silla de ruedas vacía; todas se quedaron esperando (y haciendo calceta) a los infelices tullidos que en aquella época llegaban a cientos —al igual que ahora—, en busca de alivio para sus males en las aguas de Wildbad.
Mientras tocaba la banda, mientras bailaban los chiquillos, mientras crecía el zumbido de los muchos que hablaban, mientras las jóvenes y vigorosas enfermeras de los pacientes que iban a llegar hacían calceta, imperturbables, la insaciable curiosidad femenina sobre otras mujeres se manifestó en la esposa del alcalde. Se llevó aparte a la posadera y acto seguido le susurró una pregunta.
—Una palabra más, señora, sobre los dos extranjeros que vienen de Inglaterra. ¿Se muestran explícitos en sus cartas? ¿Les acompaña alguna mujer?
—Al de la diligencia, no —respondió la posadera—. Pero sí al del coche particular. Éste trae un chiquillo, una enfermera y —concluyó la posadera, reservándose taimadamente la noticia más interesante para el final— a su esposa.
La alcaldesa se animó, la mujer del médico (que asistía a la conferencia) se animó también y la posadera asintió de modo significativo. En la mente de las tres surgió simultáneamente el mismo pensamiento: «¡Veremos la moda!» Un instante más tarde la multitud se agitó y un coro de voces anunció que los viajeros estaban a punto de llegar.
Ahora se veía ya el vehículo que se aproximaba y se desvanecieron todas las dudas. Era la diligencia, que se acercaba por la larga calle que conducía a la plaza; la diligencia, que con su nueva y brillante capa de pintura amarilla, dejaría en la posada a los primeros visitantes de la temporada. De los diez viajeros que ocupaban los compartimientos central y posterior (procedentes todos ellos de diversas regiones de Alemania), tres inválidos fueron sacados del carruaje y sentados en las sillas de ruedas, para ser conducidos enseguida a sus alojamientos en la ciudad. En el compartimiento de delante, sólo había dos pasajeros: Mr. Neal y su criado. Apoyándose con los brazos a ambos lados de la portezuela, el extranjero (cuya dolencia parecía limitada a flojedad en un pie) consiguió bajar con bastante facilidad los escalones del carruaje. Mientras recobraba el equilibrio con ayuda del bastón y miraba sin demasiada complacencia a los músicos que le obsequiaban con el vals de Der Freischutz, su aspecto personal enfrió bastante el entusiasmo del pequeño y amistoso círculo que se había formado para darle la bienvenida. Era un hombre enjuto, alto, grave, entrado en años, de fríos ojos verdes y alargado labio superior, de cejas hirsutas y pómulos prominentes; un hombre que parecía lo que era: un escocés de los pies a la cabeza.
—¿Dónde está el dueño de este hotel? —preguntó en alemán, hablando fluida y rápidamente, y con gélidos modales—. Vaya en busca del médico —continuó, cuando se hubo presentado el posadero—. Quiero verlo de inmediato.
—Aquí estoy, señor —se anunció el médico, separándose del círculo de amigos—. A su entera disposición.
—Gracias —dijo Mr. Neal, observando al médico como habría mirado cualquiera de nosotros a un perro que hubiese acudido a su silbido—. Mañana acudiré con mucho gusto a su consulta, a las diez, para hablarle de mi caso. Ahora sólo le molestaré con un mensaje que me he comprometido a transmitirle. Por el camino alcanzamos un carruaje en el que viajaba un caballero, creo que inglés, que parecía gravemente enfermo. La dama que le acompañaba me suplicó que, a mi llegada, le viese inmediatamente a usted y le pidiese ayuda profesional para bajar al paciente del coche. Su guía sufrió un accidente y tuvo que quedarse en la carretera y ellos tienen que viajar con mucha lentitud. Si aguarda usted aquí durante una hora, podrá recibirlos. Este es el mensaje. Pero ¿quién es este caballero que parece interesado en hablar conmigo? ¿El alcalde? Si desea usted ver mi pasaporte, señor, mi criado se lo mostrará. ¿No? ¿Quiere darme la bienvenida y ofrecerme sus servicios? Esto me halaga muchísimo. Pues bien, si goza de alguna autoridad para abreviar la actuación de la banda municipal, me haría un gran favor. Mis nervios se irritan fácilmente y me molesta la música. ¿Dónde está el posadero? No, quiero ver mis habitaciones. No necesito su brazo, puedo subir la escalera sin más ayuda que la de mi bastón. Señor alcalde y señor doctor, no es preciso que nos entretengamos más. Les deseo buenas noches.
Tanto el alcalde como el médico se quedaron mirando al escocés, que subía cojeando la escalera, y ambos sacudieron la cabeza en un gesto de muda desaprobación. Las damas, como de costumbre, fueron un poco más lejos y expresaron lisa y llanamente su opinión. A su entender se trataba de la escandalosa conducta de un hombre que había hecho caso omiso de su presencia. La señora alcaldesa sólo podía atribuir este ultraje a la ferocidad innata de un salvaje. La esposa del médico sostenía un criterio todavía más duro y lo consideraba fruto de la innata brutalidad de un cerdo.
La hora de espera del coche iba transcurriendo y la noche trepaba sigilosamente por las laderas de los montes. Una a una fueron apareciendo las estrellas, y las primeras luces centellearon en las ventanas de la posada. Cuando reinó la oscuridad, los últimos ociosos abandonaron la plaza, el imponente silencio del bosque descendió al valle y, súbita y extrañamente, hizo callar a la pequeña ciudad solitaria.
La hora de espera tocó a su fin y el médico, que paseaba inquieto arriba y abajo, era el único ser viviente que permanecía todavía en la plaza. Pasaron cinco, diez, veinte minutos, según el reloj del doctor, antes de que el primer ruido rompiese el silencio de la noche anunciando la llegada del coche. Éste entró despacio en la plaza, con los caballos al paso, y se detuvo, como habría podido hacerlo un coche fúnebre, ante la puerta de la posada.
—¿Está aquí el médico? —preguntó en francés una voz de mujer desde la oscuridad del carruaje.
—Aquí estoy, señora —respondió el doctor, quien tomó una linterna de manos del posadero y abrió la portezuela del coche.
El primer rostro que iluminó la linterna fue el de la dama que acababa de hablar, una joven de belleza misteriosa, en cuyos ojos negros y angustiados brillaban lágrimas espesas. La segunda cara que apareció fue la de una vieja y apergaminada negra, sentada frente a la dama en el asiento posterior. Después vio a un niño que dormía en la falda de la negra. Con rápido e impaciente ademán, la dama ordenó a la niñera que se apease del coche con el pequeño.
—Le ruego que se los lleve de aquí —pidió a la posadera— y los conduzca a su habitación.
Cuando se hubo cumplido la orden, bajó a su vez del coche. Entonces, por primera vez, la linterna alumbró de lleno el fondo del carruaje y descubrieron al cuarto viajero.
Éste yacía inerte en un colchón colocado sobre una camilla; un gorro negro sujetaba sus cabellos largos y revueltos, los ojos desorbitados y angustiados miraban constantemente a un lado y otro; el resto de la cara, desprovista de toda expresión que pudiese revelar su carácter o sus pensamientos, parecía la de un muerto. Mirándole en aquel estado, nadie habría podido adivinar lo que había sido antaño. El rostro plomizo e inexpresivo respondía con un silencio impenetrable a preguntas que en otro tiempo habría contestado sobre su edad, su categoría, su temperamento y su aspecto. No había nada que hablase ahora por él, salvo el ataque que le había sumido en la muerte en vida de la parálisis. El médico interrogó con la mirada a los miembros inferiores, y la Muerte en Vida le respondió: «Aquí estoy.» La mirada del médico continuó por las manos y los brazos, y subió, subió, interrogadora, hasta los músculos de la boca, y la Muerte en Vida le contestó: «Ya vengo.»
Frente a una calamidad tan despiadada y tan terrible, no había nada que decir. La mujer que lloraba junto a la portezuela del coche no podía recibir más que una ayuda silenciosa y compasiva.
Mientras lo transportaban en camilla a través del vestíbulo del balneario, la mirada errante del enfermo tropezó con el rostro de la esposa. Lo observó fijamente durante un momento y entonces el hombre habló.
—¿Y el niño? —preguntó en inglés, con lengua estropajosa, articulando lenta y fatigosamente las palabras.
—Está a salvo en el piso de arriba —respondió débilmente ella.
—¿Y mi portafolios?
—Lo tengo yo. ¡Mira! No se lo voy a confiar a nadie. Yo me encargo de él.
Al oír esta respuesta, el hombre cerró los ojos por primera vez y ya no dijo más. Cariñosa y hábilmente, lo condujeron arriba, con su esposa a un lado y el médico, que guardaba un siniestro silencio, al otro. El posadero y los criados que le seguían vieron abrirse y cerrarse detrás de él la puerta de la habitación; oyeron que, al quedarse a solas con el médico y el enfermo, la dama prorrumpía en histéricos sollozos; media hora después, vieron salir al doctor, con su cara rubicunda un poco más pálida que de costumbre; le apremiaron impacientes, para que les diese información, pero sólo les contestó:
—Esperen a que le examine mañana. Esta noche, no me pregunten nada.
Todos conocían el carácter del médico y consideraron de mal agüero que se marchase apresuradamente después de aquella respuesta.
Así llegaron al balneario de Wildbad los dos primeros visitantes ingleses de aquella temporada de mil ochocientos treinta y dos.
La solidez del carácter escocés
A las diez de la mañana siguiente, Mr. Neal, que esperaba la visita del médico a esta hora fijada por él mismo, consultó el reloj y descubrió, para su asombro, que estaba esperando en vano. Eran casi las once cuando al fin se abrió la puerta y el médico entró en la habitación.
—Había fijado su visita para las diez —comentó Mr. Neal—. En mi país, los médicos son puntuales.
—Pues en el mío —replicó el doctor sin enfadarse en absoluto— los médicos somos exactamente como los demás: estamos a merced de las circunstancias. Le ruego que me disculpe, señor, por haberme retrasado tanto; me ha entretenido un caso muy doloroso, el de Mr. Armadale, cuyo carruaje adelantaron ustedes ayer en la carretera.
Mr. Neal miró al médico que le atendía con agria sorpresa. Había en los ojos del doctor una ansiedad y una preocupación latente en sus modales que no acertaba a explicarse. Por un instante, las dos caras se enfrentaron en silencio y ofrecieron un marcado contraste nacional: la del escocés, larga y escuálida, dura y regular; la del alemán, rolliza y colorada, blanda e indefinida. La primera parecía no haber sido nunca joven; la segunda se diría que nunca iba a envejecer.
—¿Me permite recordarle —dijo Mr. Neal— que el caso que ahora nos ocupa es el mío y no el de Mr. Armadale?
—Desde luego —respondió el doctor, vacilando todavía entre el paciente que venía a ver y el que acababa de dejar—. Parece que sufre usted de cojera. Déjeme examinarle el pie.
La dolencia de Mr. Neal, por muy grave que pudiese ser según su propio criterio, revestía poca importancia desde el punto de vista médico. El hombre padecía una afección reumática en el tobillo. Se formularon y respondieron las preguntas necesarias, y se prescribieron los baños adecuados. La consulta terminó en diez minutos y el paciente esperó, en elocuente silencio, que el médico se marchase.
—Comprendo —dijo el médico, que se levantó y vaciló un poco— que le estoy incomodando. Pero me veo obligado a rogarle que me disculpe si vuelvo al tema de Mr. Armadale.
—¿Puedo preguntarle qué le obliga a hacerlo?
—Mi deber de cristiano para con un moribundo —respondió el doctor.
Mr. Neal cambió de actitud. El sentimiento del deber religioso era el más arraigado en su naturaleza.
—Lo que acaba de decirme merece mi atención —dijo gravemente—. Disponga de mi tiempo.
—No abusaré de su gentileza —dijo el médico, sentándose de nuevo—. Seré lo más breve posible. Resumiendo, el caso de Mr. Armadale es el siguiente: ha pasado la mayor parte de su vida en las Indias Occidentales; una vida desenfrenada y viciosa, según su propia confesión. Poco después de casarse, hará de ello unos tres años, empezaron a manifestarse los primeros síntomas de una inminente parálisis, y sus médicos le aconsejaron que se fuese de allí y probase el clima de Europa. Desde que abandonó las Indias Occidentales, ha vivido principalmente en Italia, sin ningún beneficio para su salud. Antes de sufrir el último ataque, se trasladó de Italia a Suiza, y de Suiza lo enviaron aquí. Es todo lo que sé por el informe de su médico; el resto procede de mi experiencia personal. Mr. Armadale ha venido a Wildbad demasiado tarde: virtualmente, es hombre muerto. La parálisis progresa rápidamente y afecta ya la parte inferior de la columna vertebral. Todavía puede mover un poco las manos, pero no es capaz de sostener nada en ellas. Puede articular palabras, pero el día menos pensado se despertará sin habla. Creo sinceramente que no tiene más de una semana de vida. A instancias del enfermo le he revelado, lo más delicadamente posible, lo mismo que acabo de decirle a usted. El resultado ha sido desolador; la agitación del paciente ha sido tan violenta que no podría describírsela. Me tomé la libertad de preguntarle si había descuidado las cuestiones de su herencia. En absoluto. Su testamento está en poder de su albacea en Londres y deja a su mujer y a su hijo en muy buena situación. Mi pregunta siguiente fue más afortunada; dio en el clavo: «¿Hay algo que desee hacer antes de morir y que no haya hecho aún?» Lanzó un profundo suspiro de alivio que me dijo «sí» mejor que con palabras. «¿Puedo ayudarlo?» «Sí. Hay algo que debo escribir. ¿Puede ayudarme a sujetar la pluma?» Igual habría podido pedirme que hiciese un milagro. Tuve que decirle que no. «Y si le dictase el texto —siguió diciendo—, ¿podría usted escribirlo?» Nuevamente tuve que decirle «No». Comprendo un poco el inglés, pero no sé hablarlo y menos escribirlo. Mr. Armadale entiende el francés cuando se habla despacio, como le hablaba yo, pero no puede expresarse en este idioma e ignora por completo el alemán. Ante esta dificultad, le formulé la pregunta más obvia dada la situación: «¿Por qué me lo pide a mí? Mistress Armadale está a su disposición, en la habitación de al lado.» Pero antes de que pudiese levantarme de la silla para ir a buscarla, me detuvo, no con palabras, sino con una mirada de horror que me dejó clavado en mi sitio, lleno de asombro. «Seguro que su esposa es la más indicada para escribir por usted, ¿no cree?», le dije. «¡Por nada del mundo!», me respondió. «¡Cómo! —le dije—. ¿Me pide a mí, a un extranjero desconocido, que escriba a su dictado unas palabras que mantiene secretas para su esposa?» Comprenda cuál fue mi asombro cuando me respondió, sin vacilar un instante: «Sí.» Yo estaba perplejo y guardé silencio. «Si usted no sabe escribir en inglés, busque alguien que pueda hacerlo.» Traté de protestar, pero él lanzó un gemido espantoso; una súplica sin palabras, como el aullido de un perro. «¡Silencio! ¡Silencio! —le rogué—. ¡Ya encontraré a alguien!» «¡Tiene que ser hoy! —gritó—. Antes de que me falle la lengua como me falla la mano.» «Está bien, hoy, dentro de una hora.» Cerró los ojos y se tranquilizó inmediatamente. «Mientras espero —dijo—, déjeme ver a mi hijo.» No había mostrado la menor ternura al hablar de su esposa, pero vi lágrimas en sus ojos al pedir la presencia de su hijo. Mi profesión, señor, no me ha endurecido tanto como podría usted suponer y mi corazón de médico estaba tan apenado cuando fui en busca del chiquillo que parecía el de un lego en medicina. Temo que piense usted que soy demasiado débil.
El médico miró a Mr. Neal con aire de súplica. Igual habría podido mirar una roca de la Selva Negra. Mr. Neal se negaba rotundamente a dejarse llevar por cualquier médico de la cristiandad fuera de la región de los hechos concretos.
—Prosiga —dijo—. Presumo que todavía no me lo ha dicho todo.
—Supongo que ahora comprende el objeto de mi visita, ¿no? —apuntó el médico.
—Su objeto ha quedado, al fin, bastante claro. Me invita a intervenir a ciegas en un asunto que parece de lo más sospechoso. Me niego a darle una respuesta hasta saber más datos. ¿Consideró usted necesario informar a la esposa de ese hombre de lo que había pasado entre ustedes? ¿Le pidió una explicación?
—¡Claro que lo creí necesario! —replicó el médico, indignado por la crítica a su ética que parecía implicar la pregunta—. Si alguna vez he visto una mujer enamorada de su marido y que sufra por él, es la infeliz Mrs. Armadale. En cuanto nos dejaron solos, me senté a su lado y le cogí la mano. ¿Por qué no había de hacerlo? Soy viejo y feo, puedo tomarme estas libertades.
—Discúlpeme —dijo el imperturbable escocés—. Pero permítame indicarle que está perdiendo el hilo de su narración.
—No es de extrañar —contestó el médico, recobrando su buen humor—. Perder constantemente el hilo es una costumbre de mi nación, como encontrarlo siempre es, evidentemente, típico de la suya. ¡He aquí un ejemplo del orden del universo y de la eterna armonía de las cosas!
—¿Quiere hacerme el favor de ceñirse a los hechos de una vez? —insistió Mr. Neal, frunciendo impaciente el ceño—. ¿Puedo preguntarle, para mi debida información, si Mrs. Armadale le ha dicho qué quiere redactar su marido y por qué se niega éste a permitir que lo escriba ella?
—Aquí está el hilo que había perdido, ¡gracias por encontrarlo! Mrs. Armadale me dijo textualmente: «Creo firmemente que no me concede su confianza por la misma razón que me ha cerrado siempre las puertas de su corazón. Soy su legítima esposa, pero no la mujer a quien ama. Cuando me casé con él, sabía que otro hombre le había quitado a su amada. Creí que podría hacer que la olvidase. Lo esperé cuando me casé con él, volví a esperarlo cuando le di un hijo. ¿Es necesario que le diga que he perdido toda esperanza, después de lo que ha visto usted con sus propios ojos?» Espere usted, señor, se lo suplico. No he vuelto a perder el hilo, lo estoy siguiendo palmo a palmo. «¿No sabe usted nada más?», le pregunté. Ella me respondió: «Es todo lo que sabía hasta hace muy poco tiempo. Cuando estábamos en Suiza, después de haberse agravado considerablemente su dolencia, se enteró por casualidad de que la otra mujer, la que ha sido sombra y veneno de mi vida, le había dado también un hijo. En el momento en que hizo este descubrimiento (insignificante, si algo podía serlo aún), un miedo mortal se apoderó de él; no por mí, ni por él mismo, sino por su hijo. El mismo día (sin decirme una palabra) envió a buscar al médico. Fui ruin, mala, lo que usted quiera, pero escuché detrás de la puerta». Oí que decía: «Tengo algo que decirle a mi hijo, cuando sea lo bastante mayor para comprenderme. ¿Viviré para contárselo?» El médico no quiso asegurarle nada. Aquella misma noche (todavía sin haberme dicho una palabra) se encerró en su habitación. ¿Qué habría hecho otra mujer en mi lugar, si la hubiesen tratado como a mí? Lo mismo que yo hice: escuchar una vez más. Y oí que decía para sí: «No viviré para contarlo. Debo escribirlo antes de morir.» Oí que su pluma rascaba durante mucho rato el papel, le oí gemir y sollozar mientras escribía, le supliqué por Dios que me dejase entrar. La pluma cruel siguió arañando interminablemente, la pluma cruel era toda su respuesta. Esperé junto a la puerta, durante horas, no sé cuántas. De pronto, la pluma se detuvo, ya no se oía. Susurré por el ojo de la cerradura, sin levantar la voz; dije que tenía frío, que estaba cansada de tanto esperar; dije: «¡Oh, amor mío, déjame entrar!» Esta vez, ni siquiera la pluma cruel me respondió: sólo el silencio. Con toda la fuerza de mis pobres manos, golpeé la puerta. Entonces subieron los criados y la forzaron. Demasiado tarde; el mal estaba hecho. Mientras escribía la carta fatal, había sufrido el ataque…, y le encontramos sobre aquella carta, paralizado como está ahora. Las palabras que quiere dictarle son las que habría escrito él si el ataque no se lo hubiese impedido. Desde entonces, hay un vacío en la carta, y es este vacío el que él le ha pedido que llenase.» Esto es lo que me ha dicho Mistress Armadale, y estas palabras son el resumen y el núcleo de toda la información que puedo darle. Dígame, señor, se lo suplico, si al fin he seguido el hilo de mi narración. ¿He conseguido demostrarle por qué he considerado necesario venir aquí desde el lecho de muerte de su compatriota?
—Hasta ahora —dijo Mr. Neal— sólo me ha demostrado que se ha puesto nervioso. Éste es un asunto demasiado serio para tratarlo como usted lo hace ahora. Me ha implicado en esta cuestión e insisto en averiguar claramente cuál es mi posición. No levante las manos, que nada tienen que ver con esto. Si tengo que terminar esta misteriosa carta, ¿no considera prudente que pregunte de qué trata la misiva? Por lo visto, Mrs. Armadale le ha brindado un sinfín de detalles de su vida doméstica…, a cambio, supongo, de su cortés atención al cogerle la mano. ¿Puedo preguntarle qué le reveló sobre la carta de su marido, o al menos sobre el fragmento que éste escribió?
—Mrs. Armadale no ha podido decirme nada —respondió el médico, con una súbita formalidad en sus modales que demostraba su impaciencia—. Antes de reponerse lo bastante para pensar en la carta, su marido le ordenó que la guardase bajo llave en su escritorio. Sabe que, desde entonces, ha intentado varias veces terminarla y que, otras tantas, la pluma le ha resbalado de los dedos. Sabe que, cuando allí no había nada que esperar, los médicos que le atendían le aconsejaron que probase las aguas de este lugar. Por último, comprende que toda esperanza es inútil…, porque sabe lo que le he dicho a su marido esta mañana.
El enfado que se había pintado últimamente en el semblante de Mr. Neal se hizo más sombrío y acusado. Miró al médico como si éste le hubiese ofendido personalmente.
—Cuanto más pienso en el favor que me pide usted, menos me gusta. ¿Puede asegurar, sin género de duda, que Mr. Armadale está en su sano juicio?
—Sí; con toda la certeza que puede expresarse con palabras.
—¿Aprueba su esposa que venga usted a pedir mi intervención?
—Ha sido ella quien me ha enviado a usted, el único inglés que se aloja en Wildbad, a pedirle que escriba para su compatriota moribundo lo que no puede redactar él, ni podría escribir por él ninguno de los que estamos en este lugar.
Esta respuesta puso a Mr. Neal entre la espada y la pared; pero incluso en aquel pequeño espacio, resistió todavía el escocés.
—¡Espere un momento! —dijo—. Se ha expresado usted con energía, asegurémonos de que lo ha hecho también correctamente. Quiero tener la absoluta seguridad de que nadie, salvo yo, puede asumir esta responsabilidad. En primer lugar, Wildbad tiene un alcalde; un hombre que desempeña un cargo oficial que justificaría su intervención.
—Un hombre entre mil —admitió el médico—. Pero tiene un defecto: sólo conoce su propio idioma.
—Hay una legación inglesa en Stuttgart —insistió Mr. Neal.
—Pero muchos kilómetros de bosque separan esta ciudad de Stuttgart —replicó el médico—. Si les enviásemos recado ahora mismo, no recibiríamos ayuda de la legación hasta mañana; y lo más probable, dado el estado del moribundo, es que mañana no pueda articular palabra. No sé si su última voluntad puede ser inocua o perjudicial para su hijo y para otros, pero sé que debe cumplirse ahora o nunca, y usted es el único que puede ayudarle.
Esta tajante declaración puso fin a la discusión. Colocó a Mr. Neal ante la alternativa de aceptar y cometer una imprudencia, o negarse y cometer una acción inhumana. Durante unos minutos, reinó el silencio. El escocés reflexionaba gravemente y el alemán le observaba con igual seriedad.
La responsabilidad de la última palabra correspondía a Mr. Neal y, al cabo de un rato, éste la asumió. Se levantó del sillón; el mal humor se reflejaba en el fruncimiento de sus cejas hirsutas y en las arrugas que se habían formado junto a las comisuras de los labios.
—Me encuentro en una posición forzada —espetó—. No tengo más remedio que aceptar.
El carácter impulsivo del médico se rebeló contra la despiadada brevedad y la brusquedad de la respuesta.
—¡Por Dios que quisiera saber suficiente inglés para acudir junto al lecho de Mr. Armadale en lugar de usted! —exclamó airadamente.
—No tome el nombre del Todopoderoso en vano —contestó el escocés—. Pero estoy de acuerdo con usted. ¡Ojála lo conociese!
Sin añadir palabra, ambos salieron de la habitación, el médico en primer lugar.
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