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Armadale tiene el inmenso mérito -cada vez más difícil de encontrar- de no aburrir en ningún momento." T. S. ELIOT "Sonrió con un gesto de terrible ironía al mirar por primera vez la puerta de la habitación. "Seré tu viuda... ¡dentro de media hora!"" Cuando el anciano Allan Armadale escribe su terrible confesión en el lecho de muerte, no puede ni imaginarse las repercusiones que tendrá esa carta cuando su hijo recién nacido la lea años después. Por segunda vez, dos hombres con el mismo nombre y el mismo apellido se verán implicados en la prosecución de una herencia que parece maldita. Mientras tanto, se suceden las sigilosas intrigas de Lydia Gwilt, un personaje misterioso y perverso que horrorizó a los lectores victorianos y que todavía hoy sobrecoge. Una mujer que llegó a ser definida por la crítica como "una de las villanas más curtidas". Con estos hilos y la complicidad del lector, el maestro Wilkie Collins teje una trama envolvente y seductora que brega entre identidades confusas, maldiciones heredadas, rivalidades amorosas, espionaje... y asesinatos.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
WILKIE COLLINS
Armadale
CAPÍTULO I
LOS VIAJEROS
En el balneario de Wildbad, se abría la temporada de mil ochocientos treinta y dos.
Las sombras de la noche empezaban a acumularse sobre la pequeña y tranquila ciudad alemana; la diligencia iba a llegar de un momento a otro. Delante de la puerta del edificio principal, hallábanse reunidos, esperando la llegada de los primeros visitantes del año, los tres personajes más importantes de Wildbad en compañía de sus esposas: el alcalde, que representaba a la población; el médico, como portavoz del balneario, y el propietario, en representación de su propio establecimiento. Apartados de este círculo selecto y formando alegres grupos en la bien cuidada plazuela de delante de la posada, los habitantes de la población se mezclaban aquí y allá con los campesinos, ataviados con sus pintorescos trajes alemanes y que esperaban plácidamente la llegada de la diligencia: los hombres, con chaqueta corta y negra, calzón negro ajustado y sombrero de castor de tres picos; las mujeres, con los rubios cabellos colgando en una gruesa trenza sobre la espalda y el talle de los cortos vestidos de lana púdicamente subido hasta debajo de los omóplatos. Alrededor de este grupo corretea-ban en perpetuo movimiento bandadas de chiquillos rollizos y de pelo albino; al mismo tiempo, misteriosamente apartados del resto de los moradores, los músicos del balneario permanecían tranquilos en un rincón olvidado, mientras esperaban la aparición de los primeros visitantes para tocar la serenata que abriría la temporada. La luz de aquel atardecer de mayo brillaba todavía en las cimas de los altos y frondosos montes que custodiaban la ciudad a derecha e izquierda, y la fresca brisa que sopla antes de ponerse el sol traía el penetrante perfume balsámico de los abetos de la Selva Negra.
—Señor posadero —dijo la esposa del alcalde, dando al propietario el tratamiento adecuado—, ¿llegará algún huésped extranjero este primer día de la temporada?
—Señora alcaldesa —respondió el posadero, devolviéndole el cumplido—, van a llegar dos. Me escribieron, el uno por medio de su criado y el otro creo que de su puño y letra, para reservar sus habitaciones. A juzgar por sus apellidos, creo que ambos vienen de Inglaterra. No pronunciaré sus nombres, porque se me trabaría la lengua; pero si quiere que los deletree, ahí van, letra por letra, por el orden en que llegaron las cartas. El primero, un extranjero de alto linaje (tiene el título de mister), lleva un apellido de ocho letras: A, r, m, a, d, a, l, e, y viene enfermo en su propio carruaje. El segundo, un extranjero de alta cuna (también con título de mister), tiene un apellido de cuatro letras: N, e, a, l, y viaja enfermo en la diligencia. Su excelencia de ocho letras me escribió (por medio de su criado) en francés; su excelencia de cuatro letras lo hizo en alemán. Las habitaciones de ambos están preparadas. No sé nada más.
—Quizá —sugirió la esposa del alcalde— el señor doctor tendrá más noticias de uno o de los dos ilustres extranjeros, ¿no?
—Sólo de uno de ellos, señora alcaldesa; pero para ser precisos, no las he recibido directamente de él. Me han enviado un informe médico sobre su excelencia de ocho letras, y su estado parece grave. ¡Que Dios le ayude!
—¡La diligencia! —gritó un chiquillo, apartado de la multitud.
Los músicos prepararon sus instrumentos y se hizo el silencio en la comunidad. Desde el lejano y serpenteante camino de la bosco-sa garganta, llegó, débil pero inconfundible, el campanilleo de los cascabeles en la quietud del anochecer. ¿Cuál sería el carruaje que se aproximaba? ¿El coche particular que traía a Mr. Armadale, o la diligencia donde viajaba Mr. Neal?
—¡Tocad, amigos míos! —indicó el alcalde a los músicos—. Sea la diligencia o el coche particular, nos trae a los primeros enfermos de la temporada. ¡Que nos encuentren alegres!
La banda empezó a tocar una animada pieza bailable y los chiquillos que estaban en la plaza patalearon alegremente al compás de la música. En el mismo momento, los mayores que estaban cerca de la puerta de la posada se apartaron a un lado y se proyectó la primera sombra de tristeza sobre la alegría y la belleza de la escena. Por la abertura que se había formado avanzó una pequeña procesión de robustas mozas campesinas, tirando cada cual de una silla de ruedas vacía; todas se quedaron esperando (y haciendo calceta) a los infelices tullidos que en aquella época llegaban a cientos —al igual que ahora—, en busca de alivio para sus males en las aguas de Wildbad.
Mientras tocaba la banda, mientras baila-ban los chiquillos, mientras crecía el zumbido de los muchos que hablaban, mientras las jóvenes y vigorosas enfermeras de los pacientes que iban a llegar hacían calceta, imperturbables, la insaciable curiosidad femenina sobre otras mujeres se manifestó en la esposa del alcalde. Se llevó aparte a la posadera y acto seguido le susurró una pregunta.
—Una palabra más, señora, sobre los dos extranjeros que vienen de Inglaterra. ¿Se muestran explícitos en sus cartas? ¿Les acompaña alguna mujer?
—Al de la diligencia, no —respondió la posadera—. Pero sí al del coche particular. Éste trae un chiquillo, una enfermera y —concluyó la posadera, reservándose taimadamente la noticia más interesante para el final— a su esposa.
La alcaldesa se animó, la mujer del médi-co (que asistía a la conferencia) se animó también y la posadera asintió de modo significativo. En la mente de las tres surgió simultáneamente el mismo pensamiento: «¡Veremos la moda!» Un instante más tarde la multitud se agitó y un coro de voces anunció que los viajeros estaban a punto de llegar.
Ahora se veía ya el vehículo que se aproximaba y se desvanecieron todas las dudas. Era la diligencia, que se acercaba por la larga calle que conducía a la plaza; la diligencia, que con su nueva y brillante capa de pintura amarilla, dejaría en la posada a los primeros visitantes de la temporada. De los diez viajeros que ocupaban los compartimientos central y posterior (procedentes todos ellos de diversas regiones de Alemania), tres invá-
lidos fueron sacados del carruaje y sentados en las sillas de ruedas, para ser conducidos enseguida a sus alojamientos en la ciudad. En el compartimiento de delante, sólo había dos pasajeros: Mr. Neal y su criado. Apoyándose con los brazos a ambos lados de la portezuela, el extranjero (cuya dolencia parecía limitada a flojedad en un pie) consiguió bajar con bastante facilidad los escalones del carruaje.
Mientras recobraba el equilibrio con ayuda del bastón y miraba sin demasiada complacencia a los músicos que le obsequiaban con el vals de Der Freischutz, su aspecto personal enfrió bastante el entusiasmo del pequeño y amistoso círculo que se había formado para darle la bienvenida. Era un hombre enjuto, alto, grave, entrado en años, de fríos ojos verdes y alargado labio superior, de cejas hirsutas y pómulos prominentes; un hombre que parecía lo que era: un escocés de los pies a la cabeza.
—¿Dónde está el dueño de este hotel? —
preguntó en alemán, hablando fluida y rápidamente, y con gélidos modales—. Vaya en busca del médico —continuó, cuando se hubo presentado el posadero—. Quiero verlo de inmediato.
—Aquí estoy, señor —se anunció el médi-co, separándose del círculo de amigos—. A su entera disposición.
—Gracias —dijo Mr. Neal, observando al médico como habría mirado cualquiera de nosotros a un perro que hubiese acudido a su silbido—. Mañana acudiré con mucho gusto a su consulta, a las diez, para hablarle de mi caso. Ahora sólo le molestaré con un mensaje que me he comprometido a transmitirle. Por el camino alcanzamos un carruaje en el que viajaba un caballero, creo que inglés, que parecía gravemente enfermo. La dama que le acompañaba me suplicó que, a mi llegada, le viese inmediatamente a usted y le pidiese ayuda profesional para bajar al paciente del coche. Su guía sufrió un accidente y tuvo que quedarse en la carretera y ellos tienen que viajar con mucha lentitud. Si aguarda usted aquí durante una hora, podrá recibirlos. Este es el mensaje. Pero ¿quién es este caballero que parece interesado en hablar conmigo? ¿El alcalde? Si desea usted ver mi pasaporte, señor, mi criado se lo mostrará. ¿No? ¿Quiere darme la bienvenida y ofrecerme sus servicios? Esto me halaga muchísimo. Pues bien, si goza de alguna autoridad para abreviar la actuación de la banda municipal, me haría un gran favor. Mis nervios se irritan fácilmente y me molesta la música. ¿Dónde está el posadero? No, quiero ver mis habitaciones. No necesito su brazo, puedo subir la escalera sin más ayuda que la de mi bastón. Señor alcalde y señor doctor, no es preciso que nos en-tretengamos más. Les deseo buenas noches.
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