Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero - Per Wahlöö - E-Book

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero E-Book

Per Wahlöö

0,0
11,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2017
Beschreibung

En un futuro no muy lejano, los crímenes que se cometen son diferentes. Y la policía también lo es. El comisario Jensen trabaja bajo una dictadura nórdica disfrazada de democracia y sus métodos deben ajustarse a las circunstancias en las que vive. Su mente analítica y su carácter sobrio le han llevado a resolver todos los casos que le han encargado… hasta el momento. Ahora, los problemas a los que se enfrenta pueden ser demasiado grandes incluso para él. Quizá hasta esté en juego el destino del país. Con las dos novelas protagonizadas por el comisario Jensen, Per Wahlöö creó un universo compacto, gélido y duro como el diamante. Y lo hizo con la sutilidad de los maestros.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 460

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Mord på 31: a våningen / Stålsprånget

© Per Wahlöö, 1964, 1968.

© de la traducción: Juan Capel, 2015, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO080

ISBN: 9788490568422

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Nota editorial

Asesinato en la planta 31

Dedicatoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

El trampolín de acero

Dedicatoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

NOTA EDITORIAL

Per Wahlöö (1926-1975) es conocido en España principalmente por las diez novelas policíacas que escribió junto con Maj Sjöwall, entre 1965 y 1975, protagonizadas por el inspector Martin Beck y que han alcanzado un éxito universal y duradero, convirtiéndose en clásicos del género. Sin embargo, es también autor de siete novelas más y un libro de relatos publicados a lo largo de veinte años, anteriormente o al margen de su colaboración con Maj Sjöwall, inscritos en la serie «Dictadura». A caballo entre el thriller y la novela política, también cuentan con millones de ejemplares vendidos en todo el mundo y supusieron al autor la comparación con George Orwell, Franz Kafka y Graham Greene.

Entre las obras que Wahlöö escribió en solitario, Asesinato en la planta 31 (Mord på 31:a våningen) y El trampolín de acero (Stålsprånget), que presentamos conjuntamente en este volumen traducidas por Juan Capel, constituyen un díptico unitario y diferenciado. Publicadas en 1964 y 1968, respectivamente, y protagonizadas por el comisario Jensen, en ellas Per Wahlöö desarrolla su tema constante, la relación del individuo con el Estado, en un distópico país nórdico, ficticio pero inquietantemente premonitorio y cercano a nuestra realidad.

ASESINATO EN LA PLANTA 31

A MAJ

1

La alarma sonó exactamente a las 13:02 h. El jefe superior de policía llamó personalmente a la comisaría del distrito dieciséis, y noventa segundos más tarde empezaron a sonar las alarmas en las dependencias y despachos de la planta baja. Seguían sonando cuando el comisario Jensen bajó de su despacho. Jensen era un oficial de policía de mediana edad, de complexión física estándar y de rostro vulgar e inexpresivo. Se detuvo en el último peldaño de la escalera de caracol y echó un vistazo a la sala de guardia. Se ajustó la corbata y se dirigió hacia el coche.

El tráfico a mediodía discurría como una densa y fulgurante masa metálica, y el paisaje urbano se levantaba a ambos lados del hervidero de coches como una columnata de vidrio y hormigón. Los peatones parecían seres sin techo y descontentos en medio de ese mundo de duras aristas. Iban bien vestidos, aunque, curiosamente, de idéntica manera y todos tenían prisa. Hacían cola en filas espasmódicas y se amontonaban ante semáforos rojos y relumbrantes cafeterías cromadas. Miraban incesantemente a su alrededor toqueteando sus maletines y bolsos de mano.

Los coches de la policía perforaron el atasco con el aullido de las sirenas.

El comisario Jensen iba en cabeza, en un coche patrulla estándar de color azul marino y tapicería de escay; lo seguía un furgón de color gris con la ventanilla trasera enrejada y luces giratorias en el techo.

El jefe superior de la policía habló por radio:

—¿Jensen?

—Sí.

—¿Dónde está usted?

—Enfrente del edificio de los sindicatos.

—¿Llevan puesta la sirena?

—Sí.

—Apáguenla cuando pasen por la plaza.

—El tráfico es muy denso.

—Da igual. Hay que evitar llamar la atención.

—Los periodistas nos escuchan constantemente.

—No es necesario que se preocupe por ellos. Estoy pensando en la opinión pública, en el hombre de la calle.

—Entiendo.

—¿Va usted de uniforme?

—No.

—Bien. ¿Qué personal le acompaña?

—Cuatro policías de paisano y otros nueve agentes en el furgón. Uniformados.

—Dentro o en las inmediaciones del edificio solo podrán actuar los agentes de paisano. Deje la mitad de la patrulla a trescientos metros del edificio. Luego pase de largo y aparque arriba, a una distancia prudente.

—Entendido.

—Acordone el acceso a la calle principal y a las bocacalles laterales.

—Entendido.

—Si alguien pregunta, el cierre de la calle se debe a obras urgentes en la vía. Por ejemplo...

El jefe superior se quedó en silencio.

—¿Una avería en el suministro de calefacción?

—Exacto.

El auricular crepitó durante un instante.

—¿Jensen?

—Sí.

—¿Sabe qué trato debe darles?

—¿Trato?

—Creí que todos lo sabían. No debe dirigirse a ninguno de ellos como director.

—Entendido.

—Son muy puntillosos con eso.

—Comprendo.

—Supongo que no es necesario que insista en el carácter delicado de la operación.

—No.

Resoplido automático. Algo así como un suspiro, hondo y metálico.

—¿Dónde está ahora?

—En la parte sur de la plaza. Frente al monumento al trabajo.

—Apague las sirenas.

—Listo.

—Aumente la distancia entre los coches.

—Listo.

—Envío radiopatrullas disponibles de refuerzo. Se dirigen al aparcamiento. Utilícelas en caso de emergencia.

—Entendido.

—¿Dónde está ahora?

—En la calzada norte de la plaza. Ya veo el edificio.

La calle era ancha y recta, con seis carriles y un espacio intermedio pintado de blanco. Tras una alta alambrada de acero colocado a lo largo del borde izquierdo había un terraplén que descendía hacia una extensa terminal de camiones, con centenares de almacenes donde carretillas blancas y rojas hacían cola ante las plataformas de carga y descarga. Había bastante gente yendo de un lado para otro, sobre todo estibadores y chóferes con monos blancos y viseras rojas.

La calle había sido abierta dinamitando una ladera rocosa y presentaba un trazado ascendente. A la derecha limitaba con un muro de granito revocado con hormigón armado. Era de color azul celeste, con marcas de óxido verticales dejadas por la parrilla de contención, y en la parte superior asomaban las copas de algunos árboles de follaje escaso. Desde la calle no se podían ver los edificios que había tras los árboles, pero Jensen sabía que estaban allí y qué aspecto tenían. Uno de ellos era un manicomio.

En su cota más alta la calle alcanzaba la altura de la ladera y giraba levemente a la derecha. El edificio se encontraba justamente ahí. Era uno de los más altos del país y por su emplazamiento podía divisarse desde todos los puntos de la ciudad. Siempre se lo veía por encima de todo lo demás y parecía constituir, desde cualquier entrada a la ciudad, la meta de toda vía de acceso.

Su base era cuadrangular y tenía treinta plantas de altura. En cada fachada había cuatrocientas cincuenta ventanas y un reloj blanco con manecillas rojas. Estaban recubiertas de placas acristaladas, de color azul oscuro en la base pero con matices más claros cuanto más ganaban en altura.

Visto a través de la ventanilla del coche, a Jensen le pareció que el edificio surgía de la tierra como una inmensa columna y se adentraba en el despejado cielo primaveral.

Con el radioteléfono aún en la oreja, se inclinó hacia delante. El edificio se agrandaba hasta ocupar todo su campo de visión.

—¿Jensen?

—Sí.

—Confío en usted. Su misión consiste ahora en valorar la situación.

Se hizo una pausa breve y crepitante. Luego, titubeando, el jefe superior de policía dijo:

—Corto y cierro.

2

Los suelos de la planta dieciocho estaban cubiertos de alfombras de color azul celeste. También había unas vitrinas con dos grandes maquetas de buques y un recibidor con sillones y mesas en forma de riñón.

En un despacho acristalado estaban sentadas tres mujeres jóvenes ociosas. Una de ellas lanzó una mirada de soslayo al visitante y dijo:

—¿Qué desea?

—Me llamo Jensen. Es urgente.

—¡Ah!

Se levantó indolente y caminó despacio y con una dejadez muy ensayada. Abrió una puerta y dijo:

—Está aquí un tal Jensen.

Tenía las piernas bien torneadas y la cintura estrecha. Vestía con mal gusto.

Otra mujer se asomó por la puerta abierta. Parecía algo mayor, aunque no mucho, y tenía el pelo rubio, rasgos pálidos y un aspecto aséptico en general.

Miró por encima de su ayudante y dijo sin más:

—Pase, por favor. Le estábamos esperando.

El despacho hacía esquina y tenía seis ventanas, debajo de las cuales se desplegaba la ciudad, irreal e inerte como la maqueta de un mapa topográfico. A pesar del brillo del sol, la vista era magnífica, y la luz clara y fría. Los colores del despacho eran nítidos y austeros, y las paredes muy claras, al igual que el revestimiento del suelo y los muebles de acero.

En una vitrina, entre dos ventanas, había trofeos de níquel cromado, con grabados de guirnaldas de hojas de roble y pedestales de madera negra. La mayor parte estaban coronados por arqueros desnudos o águilas con las alas desplegadas.

Sobre el escritorio había un interfono, un inmenso cenicero de acero inoxidable y un teléfono de última generación de color hueso.

Encima de la vitrina, un banderín blanco y rojo con el mástil cromado, y bajo el escritorio se veían un par de sandalias amarillas y una papelera vacía de algún metal ligero.

En el centro del escritorio, una carta de entrega urgente.

Había dos hombres en la sala.

Uno de ellos estaba en un extremo de la mesa, con las yemas de los dedos descansando sobre la pulida superficie. Vestía un traje oscuro bien planchado, zapatos negros hechos a mano, camisa blanca y una corbata de seda plateada. Tenía el rostro vulgar y servil, el cabello bien peinado y una mirada perruna tras sus gruesas gafas de concha. Jensen había visto a menudo rostros así, en especial por televisión.

El otro hombre, que parecía algo más joven, llevaba calcetines de rayas blancas y amarillas, pantalón marrón claro de tergal y, por fuera, una camisa blanca con el cuello desabrochado. Estaba de rodillas sobre una silla ante una de las ventanas, con la barbilla en las manos y los codos apoyados en la repisa de mármol blanco. Era rubio y de ojos azules, y estaba descalzo.

Jensen mostró su placa y dio un paso hacia el escritorio.

—¿El editor jefe?

El hombre de la corbata de seda movió la cabeza con un gesto de negación y se apartó del extremo de la mesa con ligeras reverencias y gestos impacientes y vagos en dirección a la ventana. Su sonrisa era inescrutable.

El rubio se bajó de la silla y se acercó de puntillas. Estrechó la mano de Jensen, de modo breve y enérgico. Luego señaló hacia la mesa.

—Ahí —dijo.

El sobre era blanco y muy corriente. Llevaba tres sellos de franqueo y la etiqueta roja de urgente abajo a la izquierda. Dentro del sobre había un pliego de papel doblado en cuatro. Tanto la dirección como el mensaje estaban formados con letras pegadas, al parecer recortadas de un periódico. El papel parecía de muy buena calidad y tenía un formato inusual. Jensen sujetó la hoja con las puntas de los dedos y leyó:

en represalia por el asesinato que han perpetrado una potente carga explosiva ha sido colocada en el edificio es de acción retardada y va a estallar a las catorce horas en punto del veintitrés de marzo salven a los inocentes

—Es evidente que está loca —dijo el rubio—. Loca de remate, no hay más.

—Sí, esa es la conclusión a la que hemos llegado —añadió el hombre de la corbata de seda.

—O quizá sea una broma pesada —sugirió el rubio.

—Y de mal gusto.

—Sí, también podría ser eso, por supuesto —dijo el hombre de la corbata de seda.

El rubio le dirigió una mirada apática. Luego continuó:

—Este es uno de nuestros directores. El responsable de publicaciones.

Hizo una breve pausa y añadió:

—Mi mano derecha.

El otro ensanchó la sonrisa e inclinó la cabeza. Tal vez era su modo de saludar, aunque también podía haberla inclinado por cualquier otro motivo, como por ejemplo, por timidez, respeto u orgullo.

—Tenemos noventa y ocho directores más —aclaró el rubio.

El comisario Jensen miró el reloj. Eran las 13:19 h.

—Me he fijado en que decía usted «loca», editor jefe. ¿Hay alguna razón para suponer que la remitente es una mujer?

—Suelen llamarme editor, a secas —dijo el rubio.

Rodeó sin prisa la mesa, tomó asiento y cruzó la pierna derecha sobre el brazo del sillón.

—No, por supuesto —contestó—. Debo haberlo dicho sin pensar. Alguien tiene que haber preparado esa carta.

—Exacto —dijo el responsable de publicaciones.

—Me pregunto quién —continuó el rubio.

—Sí —apostilló el responsable de publicaciones.

Su sonrisa se había esfumado y había sido reemplazada por unas profundas arrugas meditabundas encima del nacimiento de la nariz.

El editor cruzó también la pierna izquierda sobre el brazo del sillón.

Jensen volvió a mirar el reloj. Las 13:21 h.

—Hay que desalojar el edificio —dijo.

—¿Desalojarlo? Imposible. Supondría detener toda la producción. Puede que durante dos horas. ¿Entiende lo que eso significa? ¿Tiene alguna idea del coste que conllevaría?

Movió las piernas alrededor del sillón giratorio y miró con gesto solícito a su mano derecha. De pronto, el responsable de publicaciones frunció el ceño un poco más y empezó a farfullar haciendo cuentas con los dedos. El hombre que quería que lo llamaran «editor» lo miró con desdén y se echó hacia atrás.

—Tres cuartos de millón, por lo menos. ¿Entiende? Tres cuartos de millón. Por lo menos. Tal vez el doble.

Jensen volvió a leer la carta. Miró el reloj. Las 13:23 h.

El editor prosiguió:

—Editamos ciento cuarenta y cuatro publicaciones. Las elaboramos todas en este edificio. La tirada conjunta supera los veintiún millones de ejemplares. A la semana. No hay nada más importante que lograr que se impriman y se distribuyan sin demora.

Le cambió el rostro. Su mirada azul pareció aclararse.

—La gente espera sus revistas en todos los hogares del país, tanto las princesas de la corte como las esposas de los leñadores, la gente más importante y los marginados y humillados, en caso de haberlos, todos.

Hizo una breve pausa y añadió:

—Y los más pequeños. Todos esos niños.

—¿Los más pequeños?

—Sí, noventa y ocho de nuestras publicaciones están destinadas a los niños, a los más pequeños.

—Cómics —aclaró el responsable de publicaciones.

El rubio le dedicó una mirada ingrata y su rostro volvió a cambiar. Irritado, pataleó alrededor del sillón y puso la vista en Jensen.

—¿Y bien, comisario?

—Respeto su punto de vista, pero considero que el edificio debe ser desalojado —concluyó Jensen.

—¿Es lo único que tiene que decir? Por cierto, ¿qué está haciendo su gente?

—Buscar.

—Si hay una bomba, ¿se supone que la encontrarán?

—Son muy hábiles pero cuentan con muy poco tiempo para llevar a cabo la búsqueda. Localizar una carga explosiva puede resultar difícil. Puede ocultarse prácticamente en cualquier sitio. En cuanto mis hombres sepan algo me lo comunicarán directamente aquí.

—Todavía tienen tres cuartos de hora.

Jensen miró el reloj.

—Treinta y cinco minutos. Pero aunque encuentren la carga les va a llevar su tiempo desactivarla.

—¿Y si no hay ninguna bomba?

—Aun así debo recomendar el desalojo.

—¿Aunque el riesgo se considere mínimo?

—Sí. Esperemos que no se cumpla la amenaza, que no pase nada. Por desgracia sabemos que a veces ha ocurrido lo contrario.

—¿Dónde?

—En la historia criminal.

Jensen cruzó las manos a la espalda y se balanceó sobre las puntas de los pies.

—Esa es mi valoración como profesional —dijo.

El editor le dedicó una larga mirada.

—¿Cuánto podría costarnos que su valoración fuera otra? —preguntó.

Jensen lo miró atónito.

El hombre junto a la mesa parecía resignarse.

—Solo bromeaba, por supuesto —repuso con voz sombría.

Bajó las piernas, recolocó el sillón en la posición correcta, apoyó los brazos sobre la mesa y dejó caer la frente contra el puño de la mano izquierda. Se incorporó de un brinco.

—Tenemos que consultarlo con mi primo —dijo, y pulsó una tecla del interfono.

Jensen comprobó la hora. Las 13:27 h.

El hombre de la corbata de seda se había desplazado con sigilo y estaba muy pegado a él. Le dijo al oído:

—Con el jefe, el mandamás, el responsable de toda la compañía, el líder del consorcio.

El editor había estado murmurando algo por el interfono. Luego volvió a prestarles atención y les dedicó una gélida mirada. Pulsó otra tecla y se inclinó sobre el micrófono. Hablaba deprisa, como un profesional.

—¿El encargado de mantenimiento? Calcule que duraría un simulacro de incendio. Desalojo urgente. Deme una respuesta en un máximo de tres minutos. Por mi línea directa.

El jefe entró en el despacho. Era rubio como su primo, pero casi diez años mayor. Tenía un aspecto tranquilo, bien parecido y circunspecto, ancho de hombros y con un porte regio. Vestía un traje marrón, sencillo y digno. Cuando habló, su voz sonó profunda y su tono, ensordecido.

—¿Cuántos años tiene la nueva? —preguntó como ausente y con un amago de asentimiento hacia la puerta.

—Dieciséis —contestó su primo.

—Oh.

El hombre de la corbata de seda se había retirado hacia la vitrina; parecía que estaba de puntillas, aunque no era el caso.

—Este hombre es policía —anunció el editor—. Su gente está buscando pero no encuentran nada. Dice que debemos desalojar el edificio.

El jefe se dirigió a la ventana y se quedó mirando.

—Ya es primavera —comentó—. Qué maravilla.

En la sala reinó el silencio. Jensen miró el reloj. Las 13:29 h.

—Moved nuestros coches —dijo el jefe por la comisura de los labios.

El responsable de publicaciones se precipitó hacia la puerta.

—Están pegados al edificio —dijo el jefe de forma sosegada—. Qué bonita es la primavera.

Transcurrieron treinta segundos en silencio.

Se oyó una llamada y parpadeó la luz del interfono.

—Sí —respondió el editor.

—Entre dieciocho y veinte minutos si se utilizan las escaleras, los montacargas y los ascensores.

—¿Todo el edificio?

—Menos la planta treinta y uno.

—¿Y con... la sección especial?

—Mucho más tiempo.

La voz del aparato perdió algo de su tono eficaz.

—Las escaleras de caracol son estrechas —aclaró.

—Lo sé.

Clic. Silencio. Las 13:31 h.

Jensen se acercó a una de las ventanas. Abajo, a lo lejos, vio el aparcamiento y la ancha avenida de seis carriles que ahora aparecía libre y despejada. Vio también que su gente había cortado la calzada con barreras de color naranja a casi cuatrocientos metros del edificio y que uno de sus hombres se ocupaba de dirigir el tráfico por una calle paralela. A pesar de la distancia pudo ver con nitidez los uniformes verdes de los policías y el brazalete blanco del agente de tráfico.

Dos grandes coches negros salían del aparcamiento. Se dirigían hacia el sur y los seguía otro coche más, blanco, seguramente propiedad del responsable de publicaciones.

Este había vuelto a entrar en la sala y se había quedado junto a la pared. Su sonrisa evidenciaba cierta preocupación y tenía la cabeza gacha, meditabunda.

—¿Cuántas plantas tiene el edificio? —preguntó Jensen.

—Treinta sobre el nivel del suelo —dijo el editor—. Más cuatro plantas subterráneas. Solemos decir treinta.

—Me parece haberle oído mencionar una planta treinta y uno.

—Habrá sido una distracción.

—¿Cuántos empleados tiene usted?

—¿Aquí? ¿En el edificio?

—Sí.

—Cuatro mil cien en el edificio principal. Unos dos mil en el anexo.

—Es decir, más de seis mil en total.

—Sí.

—Insisto en que deben ser desalojados.

Silencio. El editor dio una vuelta entera sentado en el sillón.

El jefe miraba hacia fuera con las manos en los bolsillos. Se volvió lentamente hacia Jensen. La expresión ponderada de su rostro había adquirido un aire muy grave.

—¿Considera realmente creíble que haya una bomba en el edificio?

—Debemos contemplar esa posibilidad, en todo caso.

—Pero usted es comisario de policía, ¿no?

—Sí.

—¿Y no tiene experiencia en algún caso similar?

Jensen pensó un instante.

—Este caso es muy especial. Pero la experiencia demuestra que las amenazas a través de cartas anónimas se materializan en un ochenta por ciento de los casos conocidos, o al menos tienen una base real.

—¿Está comprobado estadísticamente?

—Sí.

—¿Sabe usted lo que podría costarnos un desalojo?

—Sí.

—Desde hace treinta años nuestra empresa afronta grandes dificultades económicas. Las pérdidas se acumulan año tras año. También este es un dato estadístico, por desgracia. Solo podemos seguir publicando a costa de grandes sacrificios personales.

Su voz había adquirido ahora otro tono, amargo y afligido.

Jensen no respondió. Las 13:34 h.

—Nuestra actividad carece por completo de fines lucrativos. No somos hombres de negocios. Editamos libros.

—¿Libros?

—Consideramos nuestras revistas como libros. Cubren las necesidades que los viejos libros nunca consiguieron satisfacer.

Miró por la ventana.

—Bonito día —dijo—. Hoy, al pasar por el parque, ya habían brotado las primeras flores, campanillas y acónitos de invierno. ¿Es usted aficionado a la naturaleza?

—No especialmente.

—Todo el mundo debería ser aficionado a la naturaleza. Eso haría la vida más rica. Aún más rica.

Volvió a dirigirse a Jensen:

—¿Se da cuenta de lo que nos está pidiendo? El coste sería enorme. Nuestra situación es muy delicada. Incluso fuera del trabajo. En mi casa, a raíz del último ejercicio contable, solo usamos cajas de cerillas grandes. Y solo se trata de un pequeño ejemplo, para que me entienda.

—¿Cajas de cerillas grandes?

—Sí, grandes, por razones económicas. Debemos ahorrar en todo. Y cuanto mayor es el envase, más barato resulta. Economía razonable.

El editor estaba sentado ahora en el escritorio con los pies sobre el brazo del sillón. Miraba a su primo.

—Lo más razonable económicamente sería que de verdad hubiese una bomba —dijo—. El edificio se nos empieza a quedar pequeño.

El jefe lo miró apenado.

—El seguro nos cubre —añadió el editor.

—¿Y quién cubre el seguro?

—Los bancos.

—¿Y a los bancos?

El editor no dijo nada.

El jefe volvió a dirigir su atención a Jensen.

—Supongo que está sujeto a secreto profesional.

—Por supuesto.

—Nos lo ha recomendado el jefe superior de policía. Espero que sepa lo que ha hecho.

Jensen no hizo ningún comentario.

—¿No habrá metido a policías de uniforme dentro del edificio?

—No.

El editor levantó las piernas, las cruzó y se sentó sobre ellas encima de la mesa, en la postura de sastre.

Jensen echó una mirada de reojo al reloj. Las 13:36 h.

—Si realmente hubiera una bomba aquí —dijo el editor—, seis mil personas... Diga, señor Jensen, ¿cuál sería el porcentaje de víctimas?

—¿El porcentaje?

—Sí, entre el personal.

—Es imposible calcularlo.

El editor murmuró algo, aparentemente para sí mismo.

—Nos podrían acusar de hacerlos volar por los aires a propósito. Es una cuestión de prestigio. ¿Has pensado en la pérdida de prestigio? —le preguntó a su primo.

Con la vista empañada, el jefe contemplaba la ciudad, blanca, limpia y cubista. Los aviones trazaban estelas de humo en el cielo de primavera.

—Desalojen el edificio —susurró por la comisura de los labios.

Jensen miró la hora. Las 13:38 h.

El editor alargó la mano hacia el interfono. Se acercó el micrófono a la boca. Su voz era clara y distinta.

—Simulacro de incendio. Procedan al desalojo. El edificio debe quedar vacío dentro de dieciocho minutos, a excepción de la sección especial. Empiecen en noventa segundos a partir de este mismo momento.

La luz roja se apagó. El editor se levantó. A modo de aclaración dijo:

—Es mejor que la gente de la planta treinta y uno se refugie en su sección y no se ponga a bajar escaleras. El fluido eléctrico se corta en el mismo instante en que el último ascensor alcanza la planta baja.

—¿Quién puede querer hacernos tanto daño? —se quejó el jefe apenado.

Y se marchó.

El editor empezó a calzarse las sandalias.

Jensen abandonó la sala en compañía del responsable de publicaciones.

Cuando la puerta se cerró a su espalda, a este último se le borró la sonrisa de los labios, su rostro se volvió pétreo y arrogante, y su mirada viva e inquisitiva. Cuando pasaron por la secretaría, las jóvenes ociosas parecían agazapadas en sus mesas.

Eran exactamente las 13:40 h cuando el comisario Jensen salió del ascensor y apareció en el vestíbulo. Hizo una señal a sus hombres para que le siguieran y se dirigió hacia las puertas giratorias.

Los policías abandonaron el edificio.

A sus espaldas el eco de los altavoces se dejaba oír entre las paredes de hormigón.

3

El coche estaba aparcado justo al lado de la pared rocosa, a medio camino entre el cordón policial y el aparcamiento.

El comisario Jensen se sentó en el asiento delantero, al lado del conductor. Tenía un cronómetro en la mano izquierda y el micrófono de la radio en la derecha. A breves intervalos dirigía de forma seca y lapidaria unas palabras a los agentes de las radiopatrullas y de los cordones policiales. Tenía un porte erguido y, en la nuca, lucía un pelo gris tupido y recortado.

En el asiento trasero se sentó el hombre con la corbata de seda y la sonrisa cambiante. Tenía la frente cubierta de sudor y se revolvía inquieto. Ahora que no tenía superiores ni subordinados a su lado se le había relajado el rostro. Tenía los rasgos laxos y apáticos y de vez en cuando se pasaba la punta de la lengua carnosa y rosada por los labios. Seguramente pasó por alto que Jensen podía observarlo por el espejo retrovisor.

—No hay ningún motivo que le retenga aquí si le parece desagradable —dijo Jensen.

—Es mi deber. Tanto el jefe como el editor se han marchado. Eso me convierte casi en el responsable... en el gerente principal.

—Comprendo.

—¿Es... peligroso?

—Apenas.

—Pero ¿y si se derrumba todo el edificio?

—No parece que vaya a ser así.

Jensen miró el cronómetro. Las 13:51 h.

Luego volvió a mirar el edificio. Aun a esa distancia, a más de trescientos metros, su imponente altura y compacta mole parecían aterradores y sobrecogedores. El resplandor del sol se reflejaba en las cuatrocientas cincuenta placas acristaladas, enmarcadas en idénticos vanos metálicos, y el revestimiento azul de las fachadas parecía frío, brillante y esquivo. Se le pasó por la mente que el edificio se derrumbaría incluso sin cargas explosivas, que sus cimientos cederían bajo su descomunal peso o que los muros reventarían por la presión que se ejercía en su interior.

Por la puerta principal salía un aluvión de gente que parecía no tener fin. Serpenteaba con lentitud trazando un amplio arco entre las filas de coches del aparcamiento, continuaba a través de las verjas de la alambrada de acero, pendiente abajo y en diagonal hacia la explanada de cemento de la terminal de camiones. Más allá de las plataformas de carga y descarga y de los almacenes bajos y alargados, se difuminaba y se convertía en una masa difusa y gris, en un banco de niebla humano. A pesar de la distancia, Jensen reparó en que casi las dos terceras partes del personal eran mujeres y que la mayoría de ellas vestía de verde. Supuso que sería el color de moda de aquella primavera.

Dos grandes camiones rojos provistos de mangueras y escaleras desplegables atravesaron el aparcamiento y se detuvieron a cierta distancia de la entrada. Los bomberos iban sentados en fila a lo largo de los costados y sus cascos de acero brillaban al sol. No se oyó ni un solo sonido de sus sirenas y campanas.

El aluvión de gente empezó a hacerse más escaso hacia las 13:57 h, y un minuto después apenas salían por las puertas de cristal algunas personas aisladas.

Poco después una sola persona, un hombre, aparecía por la entrada. Jensen aguzó la vista y lo reconoció. Era el jefe de los agentes de paisano.

Jensen miró el cronómetro. Las 13:59 h.

A su espalda notó los movimientos inquietos del responsable de publicaciones.

Los bomberos seguían sentados en sus puestos. El policía solitario había desaparecido. El edificio estaba desierto.

Jensen echó un último vistazo al cronómetro. Después clavó la mirada en el edificio y empezó la cuenta atrás.

A partir de quince, los segundos parecieron alargarse.

Catorce... trece... doce... once... diez... nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno...

—Cero —dijo el comisario Jensen.

4

—Es un delito sin precedentes —dijo el jefe superior de policía.

—Pero no hubo ninguna bomba. No pasó nada en absoluto. Al cabo de una hora se dio por finalizado el simulacro de incendio y el personal volvió al trabajo. Antes de las cuatro se había recuperado la más completa normalidad.

—No obstante, es un delito sin precedentes —insistió el jefe superior de policía.

Su tono era vehemente y, de alguna manera, implorante, como si tratara constantemente de convencer no solo a la persona con la que hablaba sino también convencerse a sí mismo.

—Hay que detener al autor del delito —sentenció.

—Lógicamente la investigación sigue su curso.

—Esta no puede ser una investigación rutinaria. Tiene que encontrar al culpable.

—Sí.

—Escuche bien lo que digo. No quiero criticar sus métodos, por supuesto...

—Hice lo único que se podía hacer. El riesgo era muy grande. Pudieron haberse producido centenares de víctimas, incluso más. Si el edificio hubiera empezado a arder, no habríamos podido hacer mucho. Las escaleras de los bomberos solo alcanzaban hasta la séptima u octava planta. Los bomberos habrían tenido que trabajar desde abajo y el fuego se hubiese propagado hacia arriba inevitablemente. Además, el edificio tiene ciento veinte metros de altura y las lonas de salvamento son inútiles desde alturas superiores a treinta metros.

—Claro, lo entiendo perfectamente. Y no lo critico, se lo repito. Pero están muy indignados. La interrupción de la actividad puede haberles costado casi dos millones. El jefe ha estado en contacto personal con el ministro del Interior, aunque no ha expresado ningún reproche directo.

Pausa.

—Gracias a Dios —añadió el jefe superior de policía—, no hay ningún reproche directo.

Jensen no dijo nada.

—Pero como acabo de decirle, estaba muy indignado. Tanto por las pérdidas económicas como por la afrenta de la que había sido objeto. Así lo expresó, afrenta.

—Ya.

—Exigen que el autor del delito sea detenido inmediatamente.

—Nos puede llevar un tiempo. La carta es la única pista que tenemos.

—Lo sé. Pero hay que aclarar este asunto.

—Sí.

—Es una instrucción muy delicada, además de urgente, como ya le he comentado. Desde ahora deberá dejar a un lado cualquier otro caso. Considere irrelevante todo lo que tenga entre manos.

—Comprendo.

—Hoy es lunes. Tiene una semana, no más. Siete días, Jensen.

—Comprendo.

—Va a encargarse personalmente del caso. Lógicamente podrá tener a su disposición el equipo técnico que necesite, pero no les informe acerca del caso. Si necesita consultar con alguien, diríjase directamente a mí.

—Me atrevería a afirmar que los agentes de paisano ya están al tanto del caso.

—Sí, por desgracia. Debe insistir en que guarden absoluto silencio.

—Por supuesto.

—Usted mismo deberá encargarse de todos los interrogatorios importantes.

—Entendido.

—Otra cosa: no quieren que la investigación les cause ninguna molestia. Su tiempo es oro. En la medida en que necesite obtener información de ellos, prefieren que se la suministre el jefe ejecutivo, el responsable de publicaciones.

—Comprendo.

—¿Ya lo conoce?

—Sí.

—Jensen...

—Sí.

—Tiene que conseguirlo. Sobre todo por su propio bien.

El comisario Jensen colgó el auricular. Apoyó los codos en la carpeta verde y se llevó las manos a la cabeza. Sintió en las puntas de los dedos, áspero como un cepillo, su cabello gris y recortado. Había empezado su turno quince horas antes, ya eran las diez de la noche, y estaba muy cansado.

Se levantó del sillón, estiró la espalda y los hombros, salió al pasillo y siguió escalera abajo hasta la sala de guardia. La decoración de la planta baja estaba anticuada, con las paredes del mismo color verde claro que recordaba desde hacía veinticinco años, cuando aún era un agente que patrullaba las calles. A lo largo de la estancia discurría un largo mostrador de madera detrás del cual se veían los bancos pegados a las paredes y la hilera de cabinas acristaladas para los interrogatorios, con los pomos de las puertas torneados. A esas horas no quedaba mucha gente en la sala. Algunos borrachos errabundos y prostitutas hambrientas, todos de mediana edad o incluso más viejos, arrebujados en los bancos a la espera de su turno en la cabina de interrogatorios, y tras el mostrador, un agente sentado, con la cabeza descubierta y uniforme verde de lino. Era el encargado de atender el teléfono. De vez en cuando se oía el rugido de los coches que entraban o salían por el portón de la comisaría.

Jensen abrió una puerta de acero y bajó al sótano. La comisaría del distrito dieciséis era vieja, prácticamente el único edificio antiguo que aún se conservaba en esa parte de la ciudad, y estaba bastante mal conservada, pero los calabozos eran de reciente construcción. El techo, el suelo y los muros estaban pintados de blanco y las puertas enrejadas relucían con la luz fría y penetrante.

Junto a la puerta del patio había un furgón gris de policía con las puertas traseras abiertas. Unos agentes uniformados se encargaban de vaciarlo y dirigir a un grupo de borrachos a la sala de registros. Trataban a los arrestados con mucha dureza, pero Jensen sabía que se debía más al cansancio que a la brutalidad.

Pasó por la sala de registros y vio los rostros desnudos y desesperados de los borrachos.

Pese a que año tras año se tomaban medidas más severas contra el consumo de bebidas alcohólicas en la calle y a que el Gobierno había aprobado una ley que incluso prohibía el abuso de alcohol en los hogares, la cantidad de trabajo de la policía se había vuelto prácticamente sobrehumana. Cada noche eran detenidas entre dos y tres mil personas, casi todas borrachas como cubas. Alrededor de la mitad de ellas eran mujeres. Jensen recordó que en su época de agente de patrulla habrían pensado que trescientos borrachos detenidos durante la noche de un sábado ya era mucho.

Una ambulancia aparcó al lado del furgón y por la parte trasera apareció un hombre joven vestido con gorra deportiva y bata blanca. Era el médico de la comisaría.

—Hay cinco de ellos que tienen que ir al hospital para un lavado de estómago —dijo—. No me arriesgo a dejarlos aquí. No puedo hacerme responsable de ellos.

Jensen asintió.

—Maldita sea —dijo el médico—. Gravan las bebidas alcohólicas con un cinco mil por ciento de impuestos. Luego crean unas condiciones de vida que obligan a la gente a beber hasta matarse y para rematarlo ganan trescientas mil coronas al día en multas por el consumo callejero, solo en esta ciudad.

—Debería vigilar su lengua —advirtió el comisario Jensen.

5

El comisario Jensen vivía en un barrio relativamente cercano, un suburbio del sur al que podía llegar en coche en menos de una hora.

En el centro de la ciudad las calles estaban bastante animadas, los bares y los cines aún permanecían abiertos y había bastante gente paseando por las aceras frente a una hilera de escaparates iluminados. Sus rostros parecían blancos y tensos, como atormentados por la corrosiva luz fría de las farolas y de los letreros publicitarios. Aquí y allá se veían grupos de jóvenes ociosos, reunidos alrededor de puestos de palomitas o delante de las tiendas. En general estaban tranquilos y apenas parecían hablar entre ellos. Algunos miraron con indiferencia el coche de policía.

La delincuencia juvenil, que en otros tiempos se había considerado un grave problema, había disminuido de forma sostenida durante la última década y ahora estaba prácticamente extinguida. En general, se cometían menos delitos que antes; lo único que realmente aumentaba era el consumo excesivo de alcohol. Jensen observó a policías uniformados trabajando en varios lugares del centro comercial. Sus porras blancas centelleaban bajo la luz de los neones cuando metían a los arrestados en los furgones.

Condujo por el túnel cercano al Ministerio del Interior y al cabo de ocho kilómetros entró en una zona industrial desierta, cruzó un puente y continuó a lo largo de la autopista hacia el sur.

Estaba cansado y le dolía el lado derecho del diafragma de forma intensa y persistente.

El suburbio en el que vivía lo formaban treinta y seis bloques de ocho pisos, erigidos en cuatro filas paralelas. Entre las filas había aparcamientos, zonas verdes y casetas de juegos de plástico transparente para los niños.

Jensen se detuvo ante el séptimo bloque de la tercera fila, apagó el motor del coche y salió a la fría noche estrellada. Pese a que el reloj solo marcaba las once y cinco de la noche, las luces de las casas estaban apagadas. Introdujo una moneda en el parquímetro, giró la manilla de la aguja roja de las horas y subió a su apartamento.

Encendió la luz y se quitó las prendas de abrigo, los zapatos, la corbata y la chaqueta. Se desabrochó la camisa y siguió hacia el interior del apartamento, echó una mirada al impersonal mobiliario, el enorme aparato de televisión y las fotos de la academia de policía que colgaban de la pared.

Luego bajó las persianas de las ventanas, se quitó los pantalones y apagó la luz. Fue a la cocina y sacó una botella de la nevera.

El comisario Jensen cogió un vaso, dobló la colcha y la sábana y se sentó en la cama.

Se quedó sentado, bebiendo a oscuras.

Cuando el dolor de diafragma hubo desaparecido dejó el vaso en la mesilla de noche y se acostó.

Se quedó dormido casi de inmediato.

6

El comisario Jensen se despertó a las siete y media de la mañana. Se levantó de la cama, se dirigió al cuarto de baño, se lavó con agua fría las manos, la cara y el cuello, se afeitó y se cepilló los dientes. Al intentar hacer gárgaras tosió durante un buen rato.

Luego puso a calentar agua con miel y trató de bebérsela tan caliente como pudo. Mientras tanto leyó la prensa. Ningún periódico mencionaba los sucesos que le habían mantenido ocupado el día anterior.

El tráfico de la autopista era intenso y, aunque usó la sirena, eran ya las ocho y treinta y cinco cuando entró en su despacho.

Diez minutos después le llamó el jefe superior de policía.

—¿Ha empezado la investigación?

—Sí.

—¿Sobre qué líneas?

—Están analizando las pruebas técnicas. Los psicólogos examinan el texto. Y tengo a un agente investigando en correos.

—¿Algún resultado?

—De momento no.

—¿Y personalmente, tiene alguna teoría?

—No.

Silencio.

—Mis conocimientos de la empresa en cuestión son insuficientes —aclaró el comisario Jensen.

—Pues sería conveniente que los refrescara.

—Sí.

—Y sería más conveniente aún que obtuviera esa información de alguna fuente al margen de la propia empresa.

—Entiendo.

—Le sugiero que acuda al Ministerio de Información, quizá al secretario de Estado para Asuntos de Prensa.

—Entiendo.

—¿Suele usted leer las revistas que publican?

—No. Pero voy a hacerlo.

—Bien. Y, por lo que más quiera, evite irritar al editor y a su primo.

—¿Hay algún inconveniente en que encomiende a algunos agentes de paisano hacer labores de seguimiento?

—¿A los directivos de la empresa?

—Sí.

—¿Sin su conocimiento?

—Sí.

—¿Considera justificada una medida así?

—Sí.

—¿Cree que su gente puede llevar a cabo una tarea tan delicada?

—Sí.

Siguió un silencio tan largo que Jensen empezó a mirar el reloj. Oyó el aliento del jefe superior de policía y el repiqueteo de algún objeto contra la mesa, seguramente un lápiz.

—¿Jensen?

—Sí.

—Desde este momento dejo la investigación en sus manos. No quiero ser informado de los métodos que utilice ni de las medidas que tome.

—Entendido.

—La responsabilidad es suya. Confío en usted.

—Entendido.

—¿Tiene claras las directrices generales de la investigación?

—Sí.

—Le deseo suerte.

El comisario Jensen se dirigió al lavabo, llenó un vaso de papel con agua y volvió a su mesa. Abrió un cajón y sacó una bolsa de bicarbonato, diluyó tres cucharaditas del polvo blanco y lo removió con su bolígrafo de plástico.

A lo largo de los veinticinco años que llevaba ejerciendo de policía solo había visto al jefe superior una vez, y jamás había hablado con él hasta el día anterior. Desde entonces habían mantenido cinco conversaciones.

Se bebió el contenido de un trago, arrugó el vaso y lo tiró a la papelera. Luego llamó al laboratorio técnico-criminal. La voz del investigador era seca y formal.

—No, ninguna huella dactilar.

—¿Está seguro?

—Por supuesto. Pero para nosotros no hay nada definitivo. Probaremos otros métodos de análisis.

—¿El sobre?

—Uno de los más corrientes. Hasta ahora apenas nos dice nada.

—¿Y el papel?

—Este, por el contrario, sí parece tener una estructura especial. Además parece que lo arrancaron de algún sitio, a lo largo del lomo.

—¿Pueden averiguar de dónde?

—Es posible.

—¿Alguna cosa más?

—Nada. Seguimos trabajando.

Jensen colgó el teléfono, se dirigió hasta la ventana y miró abajo, al patio de cemento de la comisaría. Junto a la entrada del local de arrestos podía ver a dos agentes con botas de goma e impermeables. Estaban sacando mangueras de agua para limpiar las celdas. Se aflojó el cinturón y aspiró aire hasta eructar los gases que tenía en el estómago.

Sonó el teléfono. Era el agente destinado en correos.

—Esto va a llevar su tiempo.

—Tómese el tiempo que necesite, pero no más.

—¿Cada cuánto debo informarle?

—Todas las mañanas a las ocho, por escrito.

El comisario Jensen colgó el teléfono, cogió su sombrero y abandonó el despacho.

El Ministerio de Información quedaba en el centro de la ciudad, entre el palacio real y la sede central de los partidos de la coalición. El secretario de Estado tenía su despacho en el segundo piso, con vistas al palacio.

—La empresa se organiza de forma modélica —dijo—. Todo un ejemplo de libre empresa.

—Entiendo.

—Lo que puedo proporcionarle, si lo desea, son datos estrictamente estadísticos.

Cogió una carpeta de la mesa y la hojeó distraído.

—Editan ciento cuarenta y cuatro publicaciones. La tirada total de esas publicaciones alcanzó el año pasado los veintiún millones trescientos veintiséis mil cuatrocientos cincuenta y tres ejemplares a la semana.

Jensen apuntó la cantidad en una pequeña tarjeta blanca. «21.326.453».

—Es una cantidad más que considerable. Eso significa que nuestro país registra la mayor tasa de lectura del mundo.

—¿No hay más revistas aparte de las suyas?

—Algunas. Se hacen tiradas de unos pocos miles de ejemplares y solo se distribuyen en determinadas zonas.

Jensen asintió.

—Pero la actividad editorial, lógicamente, supone solo una rama de las actividades de la empresa.

—¿Cuáles son las otras?

—Según lo remitido al ministerio, se trata de una cadena de imprentas que producen principalmente diarios.

—¿Cuántas?

—¿Imprentas? Treinta y seis.

—¿Y cuántos diarios?

—Un centenar. Un momento...

Consultó sus papeles.

—Ciento dos en la actualidad. La estructura editorial de la prensa diaria cambia incesantemente. Unos diarios cierran, otros aparecen en su lugar.

—¿Por qué?

—Porque hay que responder a nuevas demandas y adaptarse a las tendencias del momento.

Jensen asintió.

—La tirada conjunta de la prensa diaria del año pasado...

—¿Sí?

—Solo tengo la cifra total de producción de diarios del país: nueve millones doscientos sesenta y cinco mil trescientos doce ejemplares al día. En todo caso, vendría a ser lo mismo. Se imprimen unos cuantos diarios totalmente independientes del grupo editorial, pero sufren dificultades de distribución y sus tiradas son insignificantes. Si reduce la cifra que le he dado en unos cinco mil ejemplares debería obtener un valor más o menos preciso.

Jensen volvió a tomar nota en la pequeña tarjeta de papel. 9.260.000.

—¿Quién controla el aparato de distribución? —quiso saber.

—Una asociación democrática de editores de prensa.

—¿De todos los editores de prensa?

—Sí, a condición de que sus periódicos se impriman en tiradas superiores a cinco mil ejemplares.

—¿Por qué?

—Las tiradas menores no se consideran rentables. De hecho, el consorcio cierra de inmediato las publicaciones cuyas tiradas descienden por debajo de dicha cifra.

El comisario Jensen se guardó la tarjeta en el bolsillo.

—Entonces, en la práctica, eso significa que el consorcio controla toda la prensa del país, ¿no es así?

—Se puede decir que sí. Pero quiero subrayar que su actividad editorial es extremadamente plural, loable desde todos los puntos de vista. Las revistas en especial han demostrado su capacidad para satisfacer moderadamente todos los gustos y tendencias legítimas. La prensa tenía antes una influencia instigadora e inquietante sobre los lectores. Pero ya no es así. Su formato y su contenido actuales están pensados para provecho de sus lectores...

Echó una ojeada a la carpeta y pasó página.

—... y para su disfrute. Pretenden llegar a las familias, a todos sus miembros, y no crear hostilidades, descontento o inquietud. Satisfacen asimismo la necesidad natural de escapismo del hombre de la calle. En definitiva, actúan en pro del Consenso.

—Comprendo.

—Antes de que se pactara el Consenso la edición de prensa estaba más dividida que ahora. Los partidos políticos y sindicatos dirigían sus propias empresas editoriales. Pero en cuanto esos periódicos empezaban a tener dificultades económicas fueron cerrados o absorbidos por el consorcio. Muchos de ellos se salvaron gracias a...

—¿Sí?

—Gracias a los principios que he citado antes; gracias a su capacidad para ofrecer a los lectores sosiego y seguridad, a su capacidad para ser accesibles y fáciles de leer, adaptados al gusto y a la capacidad receptiva del hombre de hoy.

Jensen asintió.

—No creo que sea exagerado afirmar que una prensa homogénea ha contribuido más que nada a consolidar el Consenso, a salvar las diferencias entre partidos políticos, entre monarquía y república, entre la llamada clase alta y...

Se calló y miró a través de la ventana. Volvió a la carga:

—Tampoco es exagerado afirmar que el mérito corresponde a los directivos del consorcio. Excelentes personas, de gran talla... ética. Sin ningún tipo de vanidad, ni sed de títulos ni poder ni...

—¿Riqueza?

El secretario de Estado dedicó una mirada fugaz e interrogativa al hombre sentado en el sillón de las visitas.

—Exacto —corroboró.

—¿Qué otras empresas controla el consorcio?

—No sabría decirle —dijo el secretario de Estado distraído—: empresas de distribución, fabricación de embalajes, navieras, producción de muebles, industrias de papel, claro, y... eso no es asunto de mi ministerio.

Clavó la mirada en Jensen.

—No creo que le pueda ofrecer más datos de valor —concluyó—. Además, ¿a qué viene tanto interés?

—Órdenes —dijo el comisario Jensen.

—Cambiando de tema, ¿qué efecto ha tenido el aumento del poder policial en las estadísticas?

—¿Se refiere a la tasa de suicidios?

—Sí, exacto.

—Un efecto positivo.

—Me alegro muchísimo.

El comisario Jensen le hizo cuatro preguntas más.

—¿Las actividades empresariales del consorcio no infringen las leyes antimonopolio?

—Yo no soy jurista.

—¿A cuánto asciende el volumen de facturación de la editorial?

—Ese es un asunto fiscal de carácter técnico.

—¿Y el patrimonio personal de los propietarios?

—Es casi imposible calcularlo.

—¿Ha sido usted alguna vez empleado del consorcio?

—Sí.

De camino de vuelta se detuvo en una cafetería, se bebió una taza de té y se comió un par de panecillos de centeno.

Mientras tanto pensó en la tasa de suicidios, que había disminuido notablemente desde la puesta en marcha de la nueva ley contra el abuso de alcohol. Los centros de desintoxicación no proporcionaban ninguna estadística y los suicidios cometidos en las comisarías de policía eran registrados como muertes súbitas. A pesar de los minuciosos registros ocurrían con cierta frecuencia.

Eran ya las dos de la tarde cuando regresó a la comisaría y el trasiego de borrachines estaba en pleno apogeo. La única razón por la que aún no había empezado era porque evitaban practicar detenciones antes del mediodía. Al parecer se había establecido así por razones higiénicas, para tener tiempo de desinfectar las celdas de arresto.

El médico de la policía estaba fumando en la sala de guardia, con el codo apoyado en el mostrador. Llevaba la bata arrugada y manchada de sangre, y el comisario Jensen le dedicó una mirada crítica. El otro se sintió observado y dijo:

—No es nada grave. Solo un pobre diablo que... Ahora ya está muerto. Llegué demasiado tarde.

Jensen asintió.

El médico tenía los párpados inflamados y enrojecidos por los bordes, con pequeñas motas amarillas en las pestañas.

Miró meditabundo a Jensen y dijo:

—¿Es cierto que no se le ha resistido ni un solo caso?

—Sí —dijo el comisario—. Es cierto.

7

Encontró sobre la mesa de su despacho las publicaciones que había pedido. Ciento cuarenta y cuatro ejemplares organizados en cuatro montones de treinta y seis.

El comisario Jensen bebió un vaso de bicarbonato y se aflojó un agujero del cinturón. Luego se acomodó en su mesa y empezó a leer.

El estilo de las publicaciones variaba parcialmente en cuanto al diseño, el formato y el número de páginas. Unas estaban impresas en papel satinado, otras no. Al compararlas quedaba claro que aquel era un detalle decisivo para el precio.

Todas las portadas exhibían fotos a todo color de vaqueros legendarios, superhombres, miembros de la familia real, cantantes, estrellas de televisión, políticos famosos, niños y animales. Estos últimos solían aparecer juntos en las fotos, en distintas combinaciones: niñas pequeñas con gatitos, niñitos rubios con cachorros, chicos con perros muy grandes y chicas, casi adultas, con gatos pequeños. La gente que aparecía en portada era atractiva y con los ojos azules, y tenían un aire amable, incluso los niños y los animales. Al sacar la lupa y observar más de cerca algunas fotos reparó en que los rostros tenían partes extrañamente inanimadas, como si se hubiese borrado algo en las fotos, como verrugas, espinillas o moratones.

El comisario Jensen leyó las publicaciones como si se tratara de informes, con rapidez pero con suma atención y sin saltarse nada que no conociera de antemano. Al cabo de una hora constató sin duda que aquellos detalles se repetían cada vez con mayor frecuencia.

A las once y media había leído setenta y dos publicaciones, justo la mitad. Bajó a la sala de guardia, intercambió unas palabras en la centralita de teléfonos y bebió una taza de té en la cantina. A pesar de las puertas de acero y los gruesos muros de ladrillo, desde los sótanos se abrían paso voces indignadas y aullidos aterrorizados. Cuando volvió a su despacho cayó en la cuenta de que el policía de uniforme verde de lino leía una de las publicaciones que él mismo había examinado. Había otras tres en el estante, bajo el mostrador.

Solo le llevó una tercera parte del tiempo examinar la otra mitad de las publicaciones. Eran las tres menos veinte cuando pasó la última página de papel satinado y contempló el último rostro amable.

Se pasó levemente las puntas de los dedos por las mejillas y constató el cansancio y la flacidez de la piel bajo los pómulos. No tenía demasiado sueño y el té todavía le afectaba lo suficiente como para no tener hambre. Se recostó en el respaldo del asiento, apoyó el codo izquierdo en el brazo del sillón y descansó la mejilla contra la palma de la mano mientras miraba las publicaciones.

No había leído nada que le resultara interesante pero tampoco nada que fuera desagradable, fastidioso o antipático. Tampoco nada que le alegrara, irritara, apenara o sorprendiera. Había accedido a una serie de informaciones, la mayoría sobre coches o gente diversa de posición relevante, pero ninguna de esas informaciones le hacía pensar por su naturaleza que pudiera influir en la acción o el modo de pensar de nadie. Había algunas críticas, dirigidas casi siempre contra conocidos psicópatas históricos o, excepcionalmente, contra circunstancias de países remotos, expresadas en tal caso en términos tibios y muy moderados.

Se sometían a debate algunas cuestiones, a menudo relacionadas con los programas televisivos de entretenimiento en los que alguien había soltado alguna obscenidad y algún otro había aparecido con barba y despeinado. Aquel tipo de historias también se ventilaban en artículos de fondo de muchos diarios, en un tono de consenso y entendimiento que probaba de forma manifiesta que todas las partes tenían razón. La mayor parte de esos supuestos parecían muy previsibles.

Gran parte del contenido eran historias de ficción, presentadas como tales, con ilustraciones fieles a la realidad a todo color. Al igual que el resto del material, hablaban de personajes que habían alcanzado el éxito tanto en asuntos del corazón como en los negocios. Su diseño no era siempre el mismo, pero, por lo que podía entender, no era ni más ni menos complicado en las grandes revistas de papel satinado que en los cómics.

No le pasó desapercibido que las publicaciones se dirigían a distintas clases sociales, pero el contenido siempre era el mismo, las mismas personas premiadas, las mismas historias contadas. Una lectura de conjunto, pese a la variedad de estilos, daba la impresión de que todo hubiese sido escrito por una misma persona. Obviamente era una idea descabellada.

También parecía descabellado que nadie pudiera indignarse o irritarse en extremo por lo que se escribía en esas publicaciones. Si bien era cierto que los redactores arremetían contra gente relevante, nunca cuestionaban la excelencia ni la gran talla moral de las personalidades citadas. Era lógico que ciertas personas de éxito no fuesen nombradas o se nombraran con menor frecuencia que otras, pero era difícil de asegurar y parecía además poco probable.

El comisario Jensen extrajo su tarjeta blanca del bolsillo de la solapa y escribió con buena caligrafía: «144 periódicos. Ninguna pista».

De camino a casa sintió hambre y se detuvo en una máquina automática. Compró dos bocadillos envueltos en plástico y se los comió mientras conducía.

Cuando llegó a casa ya le dolía mucho la parte derecha del diafragma.

Se desnudó a oscuras y cogió la botella y el vaso. Desdobló la manta y la sábana y se sentó en la cama.

8

—Quiero un informe todas las mañanas antes de las nueve. Por escrito. Todo lo que considere relevante.

El jefe de los agentes de paisano asintió y se fue.

Era miércoles y pasaban dos minutos de las nueve. El comisario se dirigió a la ventana y vio a los hombres embozados en impermeables ocupándose de sus mangueras y cubos de desinfectante.

Volvió a la mesa, se sentó y leyó los informes atentamente. Dos de ellos eran muy breves.

El agente destacado en correos:

La carta fue enviada desde una de las barriadas del oeste, ni antes de las 21:00 h del domingo, ni después de las 10:00 h del lunes.

El laboratorio:

Análisis del papel llevado a cabo. Papel blanco de alta calidad, exento de fibras. Localidad de fabricación aún desconocida. Tipo de encolado: pegamento corriente de oficina, película disuelta en acetona. Fabricación: indefinida.

El psicólogo: