Atardecer en Manhattan - Caridad Bernal - E-Book
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Atardecer en Manhattan E-Book

Caridad Bernal

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Beschreibung

¿Tendrán la valentía de darse otra oportunidad en el amor? Una comisaría en South Bronx, uno de los barrios más peligrosos de Manhattan, jamás podría ser el escenario ideal para un romance. Bien lo sabe Nick Trape, jefe de una de las unidades policiales de ese distrito, que tiene que enfrentarse a incidentes cada vez más violentos sin apenas recursos. Están desbordados y necesitan ayuda, pero esta vez, en lugar de mandar a más hombres, han enviado a Gloria Cruz, una veterana trabajadora social que, gracias a su carácter disruptivo, cree tener la clave para mejorar esa situación. Persecuciones de alto riesgo, conflictos políticos, robos con violencia, peleas callejeras, redes de tráfico ilegal, mafias, tiroteos, explosiones y accidentes espectaculares… todo cuanto les rodea no invita a que terminen suspirando el uno por el otro, pero algo surge entre ellos cuando ya pensaban que nada podría sorprenderlos. Resulta complicado confiar en alguien después de un desengaño, pero solo con la ayuda del otro conseguirán llegar a la verdad. Tanto en su trabajo como en su corazón. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 435

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Caridad Bernal Pérez

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atardecer en Manhattan, n.º 313 - diciembre 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-225-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Para Diego.

¡Por fin! Después de cinco novelas, ya tocaba una dedicatoria para ti.

Y ahora… ¿qué digo?

Bien, empezaré con un«gracias». Gracias, cariño, por querer compartirlo todo conmigo. Ese todo que no hace que nos queramos más, sino mejor. Comprendiendo que ninguno de los dos somos perfectos, y sin embargo, somos perfectos el uno para el otro.

Sin ti no habría sabido exprimir al máximo este limón que es la vida. No habría visitado ni la mitad de los países que he visto, ni habría tenido unos hijos tan guapos, aunque tú sueles decir que eso lo han heredado solo de mí.

¡Qué suerte coincidir contigo en aquella entrevista! ¿Te acuerdas? Parece que fue hace millones de años. Espero que esa maravillosa casualidad me dure para toda la vida. Contigo, siempre.

Te quiero, mi vida. Por todos los «te quiero» que no he sabido decirte a tiempo por culpa de las prisas, la rutina o los agobios del día a día. Porque, como dice Víctor Küppers, lo más importante en esta vida es que lo más importante sea lo más importante.

 

Fdo:

Tu escritora favorita

Prólogo

 

 

 

 

 

8 años antes

 

Al otro lado de las concertinas

la vida se cala diferente.

Muros de cemento gris

encierran mil fantasmas:

ira, furia, dolor y odio…

Que no me dobleguen

esa es mi meta diaria.

También es tu lucha, por no verme caer.

Y si aún no lo he hecho

es porque tú estás aquí.

Conmigo.

Leyendo un libro.

Así apareces en mis sueños.

Y ahora que lo sabes, no te puedo fallar.

Tu preciosa sonrisa

me ha enseñado el camino.

Es luz en mi oscuridad

Seguimos adelante.

«Juntos», repites.

La droga, la depresión, o ese mal bicho que siempre nos mira.

«Te he avisado, hermano».

Esa es mi sentencia de muerte.

Lo sé, todos lo saben.

Pero tú dices que no es así.

Que voy a salir de aquí.

No solo eres guapa y divertida, eres la única que confía en mí

en esta mierda de vida.

Eres la Gloria que me da esperanza, mi amiga.

«Sé que te va a ir bien», es tu frase preferida.

Hay un futuro para ti, fuera de aquí.

Lejos de mí.

 

Gloria Cruz no pudo continuar leyendo. Guardó la nota en el bolsillo de su blazer y, tragándose la rabia para más tarde, sacó fuerzas de donde no había para atravesar por última vez esas rejas color mostaza. No iba a dejar caer ni una sola lágrima en ese sitio. Apretó los dientes y aceleró el paso, dejando tras de sí, como una estela, el sonido de sus tacones sobre el suelo encerado.

Esas palabras estaban escritas por un preso con el que había pasado horas hablando sobre lo que haría cuando fuera libre. Porque él merecía esa segunda oportunidad que alguien le había arrebatado. Ni siquiera echó un último vistazo al enorme edificio que era la penitenciaría donde había estado trabajando estos últimos años. Después de lo que había pasado, no iba a echar de menos esa ratonera.

Se había equivocado, aquel no era su destino. Debía desaprender lo vivido y dirigir sus esfuerzos hacia otro lado. «Pero ¿adónde?». Ahora no era momento de hacerse esa pregunta, ya tendría tiempo de pensarlo.

De camino a su casa recordó que Edwin, así se llamaba el preso, había llegado a decirle que ojalá hubiese sido su madre. Como le sucedía a la mayoría de los jóvenes que llegaban allí, su vida no había sido fácil. Sin embargo, ella había conseguido que desease volver a empezar de nuevo. Sin resentimientos. A través de muchas charlas, lo llenó de esperanza, y ver por fin la ilusión en sus ojos hizo que amase aún más su trabajo. ¡Lo había conseguido!

En el interior de la cárcel, Edwin comenzó a escribir canciones como esas que entonaba en forma de rap. Sus compañeros pronto escucharon sus letras mientras hacían gimnasia, y se dieron cuenta del talento que tenía. En ellas dejaba escapar su angustia, que era la misma que compartían todos. Y por eso continuó dando rienda suelta a sus ideas. Era su mejor terapia, decía con orgullo cuando lo escuchaban en el patio.

Pero a alguien del módulo nueve no le gustó que cantase algunas verdades de las que allí sucedían. Alguien peligroso. Y cada vez que el muchacho entonaba una rima, giraba la ruleta de la suerte en torno al joven cantante.

Las cosas en la cárcel funcionan así.

No tiene por qué ser justo, no tiene por qué parecerte bien.

Suceden, y ya está.

La tensión se palpaba desde hacía días sobre su celda, pero nadie dijo nada, como siempre. Todo sucedió en el más completo silencio. No hicieron falta armas caseras. Ni un cepillo de dientes, ni la punta de un bolígrafo o el filo de una cuchilla oxidada. Lo mataron reventándole las entrañas a base de palos. Cuando acudieron a socorrerlo, fue demasiado tarde.

Aquel punto de no retorno hizo que Gloria solicitase al día siguiente su dimisión voluntaria. Cambiaría de trabajo, pero sin dejar de ayudar a los demás.

 

Capítulo 1

 

NICK TRAPE

 

 

 

 

 

Nick Trape reconoció la numeración del coche policial y no dudó en acercarse a saludar con una sonrisa en los labios. Para él era algo inevitable, casi una manía. Solía saber quién había detrás de cada placa, y en este caso decidió perder algo más que cinco minutos en el encuentro. Total, tampoco es que le importase mucho llegar tarde a esa entrevista a la que el comisionado le había obligado asistir.

—¡Despierta, muchacho! —saludó mientras golpeaba con el nudillo el cristal del copiloto. Sabía lo que Scott estaba haciendo porque él mismo lo había hecho cientos de veces: esperar escuchando la radio mientras su compañero compraba algo para picar. Aquellas guardias seguían siendo igual de aburridas que quince años atrás.

—¡Hey! ¿Qué haces aquí? —respondió el joven policía mientras abría la puerta al instante y le invitaba a sentarse a su lado.

Nick había visto crecer a ese muchacho desde que era un enano que solo sabía llorar mientras su madre le curaba las heridas. Lo quería como a un hijo y, después de la muerte de su padre, asumió ese papel sin darse cuenta. Ahora Scott también era policía, tan bueno que se había convertido en el capitán de su unidad, algo por lo que su padre también había luchado cuando estaba vivo.

—He adivinado que estarías tan aburrido que te alegrarías de verme —dijo en un tono socarrón para hacerle sonreír, cosa que consiguió de forma instantánea—. Dime, Scott… ¿qué tal van las cosas por casa?

Trape no se andaba por las ramas, era tan directo como una bala. Mientras le apretaba el hombro de forma cariñosa, el verde de sus ojos viró a un pardo más oscuro, dándole con esa breve pausa otra intensidad a la pregunta. Su interlocutor advirtió la diferencia y asintió con la felicidad dibujada en su rostro de forma irremediable. Sabía en quién estaba pensando:

—Linda está guapísima. Aunque, según ella, está a punto de reventar. ¡Y eso que aún le quedan tres meses para dar a luz! —Ambos rieron ante la ocurrencia—. Bueno, todos estamos un poco nerviosos, supongo. Incluso mi madre. Por cierto, siempre me manda recuerdos cuando le hablo de ti, Nick.

Resultaba difícil llamarle por su nombre de pila siendo su jefe, pero en momentos como esos sabía que podía darse esa licencia. Trape estaba a un paso de ser un encorbatado más. Hasta tenía su propio despacho, aunque rara vez lo pisaba, situado en la misma planta junto al resto de superiores. Tipos que últimamente estaban muy cabreados por cómo estaban haciéndose las cosas en la calle. Nadie deseaba molestarlos, a no ser que fuese necesario. Sin embargo, Scott sabía que, a pesar de su carácter estricto y la dureza de sus órdenes, aquella no era la verdadera personalidad de Nick. Ese hombre, parco en palabras pero muy claro en sus acciones, había llorado en el entierro de su padre, incluso le había pegado un puñetazo el verano que le dijo que se haría policía, aunque fuera por encima de su cadáver.

—¿Y Cynthia? ¿Cómo va la periodista de la familia? —preguntó el muchacho con sincero interés, aprovechando que seguían a solas. Para él, la hija de Nick había sido como una hermana pequeña a la que debía proteger cuando se metía en líos en el instituto. Esa chica parecía tener un imán para los problemas.

—Ahí sigue, estudiando en la Facultad de Periodismo, incluso me ha dicho algo de trabajar este verano para una agencia de investigación independiente. —Nick crecía por momentos de puro orgullo—. Parece que se lo está tomando en serio, saca buenas notas y le gusta la profesión. No puedo quejarme.

—Seguro que termina convertida en una gran profesional, como su madre.

Scott se tomó la libertad de mencionar a su exmujer. Sabía que la relación entre ellos era cordial después de todo, sin embargo, un extraño silencio hizo que volviese a la carga con otra pregunta bien distinta:

—Dime, Nick, ¿es cierto eso que han dicho? ¿Nos van a dar clases para mejorar nuestro comportamiento?

Trape se giró sorprendido. No sabía que la noticia se hubiese filtrado para el resto del equipo. Eso crearía un ambiente aún más enrarecido, y terminaría minando sus nervios. Tenían que centrarse más que nunca en su trabajo.

—Bueno… —A Scott no podía mentirle—. Al parecer, no estamos haciendo las cosas como deberíamos, y quieren enseñarnos a trabajar de otra manera. Parece ser que nos estamos excediendo en los operativos, hay demasiadas denuncias y quieren solucionarlo cuanto antes.

Nick no quiso decir más, ese ardor en su estómago se hacía cada vez más evidente cuando tocaba el tema. Un día de estos debería ir al médico para hacerse un chequeo, pero no sería ni hoy ni mañana. No hacía falta que nadie le dijera lo que él ya sabía, que se estaba haciendo viejo. Dirigió entonces su mirada al frente, hacia aquel sitio de burritos y enchiladas. Aunque no pareciera nervioso, lo estaba. Era algo que Scott podía percibir, y no le gustaba nada porque ese hombre siempre mantenía la calma. Por eso parecía tan duro o insensible, aunque no lo fuera en absoluto. Miró al frente, imitándolo en sus movimientos, para adivinar en qué estaría pensando. El restaurante debía de estar lleno de gente y su compañero tardaría bastante en salir. Mejor, la verdad. Esa conversación no podría ser la misma con Derek delante.

—¿Y cómo pretenden solucionarlo? ¡Mandándonos otra vez a la academia! —exclamó Scott indignado—. ¿Es que no ven que nosotros no somos el problema? ¿¡Por qué gastan el dinero en tonterías pedagógicas en lugar de poner más policías!?

—Ya sabes que todo esto es política —bufó Nick resignado, mirándolo de nuevo con fijeza—. Esta mañana tengo la primera entrevista con ese tipo, el que va a solucionar todos nuestros problemas, y te juro que me va a costar mirarle a la cara. No sé a qué viene, pero se supone que debemos recibirle con los brazos abiertos, como si nos estuviera haciendo un gran favor.

A pesar de saber controlar sus emociones, las manos de Nick lo traicionaban, ahora sus puños se cerraban con fuerza ante esa situación. Él ya había hablado con el comisionado sobre ese tema, pero no había nada que hacer. Era todo inútil.

—No me lo puedo creer. ¡¿Están ciegos o qué?! Es como si el mundo lo viese todo al revés —respondió Scott enfadado por esa sensación de impotencia que le asfixiaba desde hacía días.

Pero si él lo estaba pasando mal, para Nick la situación no era mucho mejor. Prueba de ello era ese momento. Él no solía hacer eso, mostrarse así de sincero y abierto cuando algún tema le estaba jodiendo en el trabajo, hablar de sus problemas con los chicos de su unidad. Porque Scott era eso, solo un policía más de su equipo, y no debía enterarse de los marrones que rondaban por la segunda planta. Con él tenía confianza, pero hasta un punto. Nunca había llegado a comprometerlo en ninguna ocasión contándole algo que no debía escuchar.

Debía de estar muy harto para confesarle todo aquello sin tapujos, concluyó Scott.

—El comisionado quiere que colabore —continuó Nick con la voz enronquecida, saliendo así de sus propios pensamientos—. Tiene fe en este proyecto que no es más que una utopía, dice que será la solución a nuestros problemas de escasez de personal…

—¡Increíble! —protestó Scott cortándolo de inmediato mientras le daba un manotazo al volante—. Está visto que cuanto más arriba, más gilipollas se vuelven.

—Gracias, chaval —contestó Trape con ironía, levantando la comisura de los labios en un atisbo de sonrisa.

—Joder, Nick. ¡Ya sabes a lo que me refiero!

A diferencia del resto, pensó Scott, los pies de aquel tipo nunca se habían despegado del suelo. Por mucho jefe de unidad que fuera, se podía hablar con él sin tener presente su rango, nunca se ponía por encima de nadie en una conversación. Por eso seguía entrando en los coches cuando sus chicos hacían guardias, para hablar con ellos de manera extraoficial. Nick Trape siempre sería esa extraña excepción que confirma la regla.

De repente, la radio, que hasta entonces había estado en silencio, interrumpió su conversación:

Atención a todas las unidades, un Chevy Blazer negro se dirige hacia el Upper East Side por la Segunda avenida a gran velocidad. En su interior hay tres sospechosos, son peligrosos y van armados, han disparado a dos agentes. Atención a todas las unidades, un Chevrolet Blazer negro…

Ambos se acercaron a la radio para escuchar mejor el mensaje que se repetía, cuando apareció delante de sus ojos el mismísimo Blazer negro, rugiendo su motor en cada acelerón, provocando que la gente de alrededor saliera en estampida por las calles colindantes para escapar como si fueran ratas asustadas.

Estaban frente a la taquería Dos Toros de la avenida Lexington y desde allí vieron cómo el vehículo invadía el carril en sentido contrario, derribando varios contenedores de basura, dando lugar a varios choques y accidentes fortuitos con los automóviles que venían de frente.

Ante esa caótica visión de peligro, a ninguno de los dos se le ocurrió avisar a su compañero Derek, asumiendo Nick su puesto como copiloto. El subidón de adrenalina había puesto en alerta a ambos de inmediato.

—¡Arranca, Scott! —gritó Trape poniéndose el cinturón—. Métete por la 77, nos lo encontraremos al salir.

—Pero ¿tú no tenías una entrevista? —recordó Scott mientras se incorporaba a la vía con pericia.

Esa misma mañana Nick había estado de un humor de perros precisamente por culpa de esa reunión a la que el comisionado le había exigido estar presente. Lo peor de ser jefe eran ese tipo de encerronas, no soportaba tener que lamerle el culo a nadie, pero ahora no podía excusarse. O no debía si apreciaba su puesto de trabajo…

—Puede que llegué cinco minutos tarde… —presumió Nick mientras el sonido de su sirena policial irrumpía por las concurridas calles de Nueva York.

 

Capítulo 2

 

GLORIA CRUZ

 

 

 

 

 

—¿Tendrías cinco minutos, querida? No sé qué le pasa a mi televisor. —Una fila de dientes amarillos y desiguales, junto a una peluca descolocada, hicieron de esa petición algo repugnante.

—Vaya… —Gloria dudó unos segundos que los dedicó a mirarse sus zapatos de tacón.

Su sentido común le decía que debía negarse, pues ya se le hacía tarde cuando la señora Grouse salió a su encuentro. Además, ese olor a humedad tan desagradable que le acompañaba no animaba a seguirla a ninguna parte. Pero su instinto, ese jodido sexto sentido que la seguía a todas partes como una maldición, le decía que aceptase. Que allí había algo que andaba mal, y que esa mujer necesitaba ayuda.

Ayuda de verdad.

Era su don, o su cruz, percibir los problemas de los demás a través de una simple mirada. Y en los ojos de la señora Grouse no había nada. Estaba perdida, muy desorientada. Lo había visto otras veces, por eso lo sabía bien, para ella era más que evidente. Así que cambió la cara y tuvo fuerzas incluso para esbozar una ligera sonrisa, tal vez amarga, pues sabía que no serían solo cinco minutos y llegaría tarde a su entrevista.

—Está bien, señora Grouse. Dígame, ¿qué le pasa a su televisor? —preguntó ocultando su fastidio mientras la anciana le abría la puerta de su casa.

La razón de por qué decidió entrar allí era la misma que le había llevado a conocer las desgracias de la gente. Nadie elige ser trabajador social para hacerse rico o porque sea una profesión bonita, porque desde luego no lo es en absoluto. Más que un empleo es una vocación, porque alguien debe hacer algo y no tolerar cosas como las que estaba a punto de ver.

En cuanto entró a la vivienda de la señora Grouse el olor se hizo aún más fuerte y reconocible para sus fosas nasales, hasta el punto de provocarle una arcada. No era solo humedad, también se mezclaba el orín que rezumaban sus ropas y la falta de higiene de toda la casa. A juzgar por el número de moscas que sobrevolaban a su alrededor, nadie se había molestado en entrar allí en mucho tiempo. Fue así como supo que no tenía a nadie que cuidase de ella. En un par de ocasiones había nombrado a sus hijos en alguna de esas conversaciones de escalera, pero al parecer estaban demasiado ocupados con sus propias vidas para dedicarle esos cinco minutos que iba mendigando.

La podredumbre que encontró en los platos de la cocina fue lo que hizo ponerse en alerta y dejar a un lado su propia prisa. Sus prioridades cambiaron de repente y eso se convirtió en lo más importante para ella, no había discusión. Una hilera de bolsas de basura la habían recibido en la entrada, en forma de barricada, junto a montañas de ropa vieja en las esquinas. Se había disculpado por el desorden, pero estaba segura de que hacía años que nadie ordenaba nada. Había suciedad, comida en descomposición e insectos por donde mirase. El hedor era tan intenso que resultaba imposible respirar. No le extrañaba que algún gato o rata se hubiese muerto allí mismo meses atrás.

—Señora Grouse, ¿desde cuándo hace que no la visitan? —formuló la pregunta con cautela, mientras la mujer avanzaba renqueante, apoyándose en las paredes del pasillo con esos dedos retorcidos por la artritis.

En medio de esa desidia que tan bien conocía supo que estaba frente a un caso más de abandono. Su cabeza empezó a trabajar fuera de horario y se puso a llamar a un par de compañeras. Con una sola entrevista en aquella casa bastaría para que alguien se encargase de esa pobre mujer desamparada, aunque lo difícil sería ponerse en contacto con su familia más cercana y que no se sintieran amenazados al decirles que les estaba dando un toque de atención por ser tan desconsiderados con su propia madre. En muchos casos, le dijeron sus amigas asistentes, ni los propios hijos conocen el estado real en el que viven sus padres porque se han desvinculado de ellos desde hace años. A veces las rencillas familiares están detrás de todo esto, haciendo que un número cada vez más alto de personas mayores estén viviendo como indigentes por las calles de Nueva York.

A Gloria aquello se le hacía muy difícil de creer, aunque fuera del todo cierto. En su caso, después de su dolorosa ruptura matrimonial, no hubo mejor refugio que la casa de sus padres. De hecho, nunca había dejado de pensar en ella como su hogar. El mismo donde ahora vivían junto con su hermana Gabriela, su cuñado Abelardo y su sobrino Tomás.

Ellos antes tenían una linda casita en East Harlem, pero después de que Abelardo quedase incapacitado de por vida, Gabriela se vio obligada a venderla para costearse un buen seguro que cubriese todas las operaciones sin tener que cerrar su propio negocio. También vivía con ellos la abuela Mayra, que dentro de poco cumpliría ciento tres años. Y, por supuesto, don Ernesto y doña Juana María, sus padres.

Eran para Gloria el amor personificado, esa pareja que siempre se entiende a la perfección y se sigue mirando enamorada a pesar de los años, porque a estas alturas ya han visto y vivido de todo juntos. A su lado, sus hijas habían crecido con la estúpida idea de que el amor verdadero existía y era posible encontrarlo a la vuelta de la esquina.

Quizá por eso puso tanto empeño en arreglar su matrimonio, aguantando desplantes y situaciones comprometidas, porque no quería decepcionar a su familia o que le dijeran que no había luchado lo suficiente.

Ocho años después, quizá ya un poco tarde, descubrió hasta qué punto alguien puede decepcionarte. Richard, su exmarido en la actualidad, había utilizado su nombre para encubrir sus sucios negocios. Eso fue más de lo que podía soportar.

Un día abrió la puerta del que era su hogar y el banco se llevó sus muebles, los electrodomésticos, los coches, y le pusieron un papel en la mano anunciándole que en quince días debía desalojar el lugar donde vivían. Aquello puso fin de forma definitiva a su matrimonio. No había nada por lo que luchar. Ni siquiera el mejor recuerdo de su pasado en común podía borrar la ristra de mentiras que los había llevado a la ruina. Orson, su hijo, fue lo único bueno que había salido de esa relación, y no se merecía sufrir más. Así fue como le dio portazo al error más grande de su vida, rumbo a la casa de sus padres en Washington Heights.

No obstante, a pesar de todos sus miedos, cuando llegó el día de volver nadie le recriminó nada. La conocían, sabían que Gloria pensaba cada paso que daba, y la apoyaron para que pudiera rehacer su vida. Todavía era joven, le dijeron. Tendría más oportunidades de conocer el significado real de ese amor verdadero que había idealizado en sus padres hasta convertirlo en un imposible. Aunque en esos momentos ella prefirió no escuchar a nadie, porque todo lo relacionado con ese tema se le antojaban estupideces.

Ella ya estaba en otra fase de la vida, y el amor ya no era una prioridad.

Fue así como decidió volcarse en su trabajo, retomar viejos proyectos laborales, como el que estaba a punto de embarcarse cuando se le cruzó la señora Grouse en su camino. Ya tenía a su hijo para saber lo que era querer a alguien sin medida, no necesitaba a nadie más.

Cuando por fin salió de aquella casa, lo hizo sabiendo que había valido la pena perder quince minutos, incluso más.

«El tiempo no importa cuando se trata de ayudar a alguien». Era algo que necesitaba decirse porque parecía increíble que cosas así siguiesen pasando delante de sus propias narices. En un bloque de edificios tan familiar como era ese, que ninguno de sus vecinos hubiese dado la voz de alarma era una prueba más de lo egoísta e interesada que se había convertido la sociedad actual. Pero no debía seguir dándole más vueltas al asunto. Esa era una realidad que ya no le impresionaba.

 

 

—¡Dios mío! Qué tarde es… —se dijo Gloria al mirar su reloj.

Podría tomar la autopista que cruza el río Harlem en dirección alBronx y estar allí en un santiamén, pero después se acordó de que ya no tenía coche:

—Fuck!

Debía tranquilizarse. Estaba en Nueva York, había miles de opciones para desplazarse. Giró a su alrededor e hizo un barrido con la mirada. Para empezar, tenía la MTA New York City Transit que prestaba servicio en Washington Heights con catorce líneas de autobuses, los cuales conectaban el vecindario con el mismo centro de la isla. O el metro. Tanto la línea de la Octava avenida, como la línea de Broadway o la Séptima, servían para llegar a cualquier sitio situado más allá del puente de Washington. Sí, era genial estar bien comunicada, pero en todos los casos debería esperar y ya no le quedaba paciencia para eso. Tampoco ningún taxi decente la cogería en esa zona de la ciudad, y no iba a jugársela precisamente ese día. Así que se decidió por el método más seguro y barato: ¡correr y rezar para que no se le torciese un tobillo!

Gloria quería mover sus piernas al mismísimo ritmo de la Conga de su tocaya, la señora Estefan, pero la falda estrecha y los zapatos de tacón que llevaba hacían que su intento de carrera resultase patético. No recordaba hasta entonces que su hermana la había vestido para esa entrevista con una de las últimas novedades más esnob del momento. Consiguió llegar a la esquina a base de ridículos saltitos cuando alguien interrumpió esa espantosa parodia. Toda una suerte para sus maltratados pies.

—¡Perdón! —exclamó sorprendida al chocarse con un turista en una esquina.

Aquel tipo debía de estar haciendo la conocida excursión de contrastes por los pintorescos barrios de Nueva York, y aunque no le dio mucha importancia al encontronazo, no tardó en echarse la mano al bolsillo de su pantalón para comprobar si su monedero seguía en su sitio. Después de ver aquel gesto tan explícito, Gloria chasqueó la lengua a modo de repulsa. De nada importaba que estuviese vestida para una reunión importante, el barrio en el que vivía tenía tan mala fama, que incluso aparecían advertencias para los turistas en casi todas las guías de la ciudad.

Estaba frente al semáforo enfadada porque la gente confundiese, una y otra vez, la palabra latino con delincuente, que no vio al tipo que se le acercaba hasta que lo tuvo encima:

—¿Te apetece un viajecito? —preguntó en un tono de lo más absurdo.

—¡Vete por donde has venido! —ordenó amenazante, y no le apartó la mirada hasta que lo vio girar sobre sus talones.

Lo conocía, era el camello del barrio y sabía de sobra que, si decía que no, intentaría robarle el bolso de un tirón. Ese era su modus operandi.

—Perdón, señora —respondió, casi tambaleándose, mientras Gloria se decía con tristeza que cosas así eran las que nunca cambiarían en este lugar. Ni siquiera le molestó que la hubiese llamado «señora».

Cuando llegó al edificio, sin más incidentes, se miró antes en el escaparate del Starbucks que había en la esquina. Estaba un poco despeinada y algo acalorada, pero podía disimular su fatiga bajo su piel tostada. Nadie diría que pronto cumpliría los cuarenta. Aún no había perdido esa magia en la mirada y las ganas de sonreírle a la vida. En parte, porque cada día era más consciente de que tenía muchos motivos para hacerlo.

—¡Te los vas a comer con patatas, Gloria! —se convenció a sí misma con la seguridad que le otorgaban los años. No tenía nada que perder, pero sí mucho que enseñar a esos chicos que no acertaban en sus pasos. Así que, con la autoestima tan alta como aquellos tacones le permitían, decidió entrar sin más dilación.

 

Capítulo 3

 

DEREK LEWIS

 

 

 

 

 

Necesitaba verla. Tocarla. Tenía que volver a hablar con ella de algún modo, aunque estuviese de servicio. Sabía que no era lo correcto, pero esta ocasión era especial. «Ella» era especial. La que hacía que todo fuera diferente. Tan solo con recordar lo ocurrido la noche anterior se le dibujaba una tonta sonrisa en el rostro. Por eso se dijo que debía continuar con su búsqueda desesperada. La única excusa que se le había ocurrido para volver a entrar en otra taquería del mismo nombre sin que su compañero sospechase, fue decirle que padecía de colon irritable. Información que, seguramente, utilizaría de alguna manera cuando se estuvieran cambiando todos en el vestuario. Scott Carter era muy dado a ese tipo de bromas, y quizá por eso había terminado convirtiéndose en su mejor amigo.

—Bienvenido a la taquería Dos Toros, ¿qué desea?

Su voz llegó a él con esa calidez que no había podido olvidar. Ni siquiera lo miró después de decir aquello, siguió con la cabeza agachada mientras ponía un nuevo rollo de papel en su caja, por eso no se dio cuenta de que era Derek quien la observaba:

—Desearía volver a estar contigo, Sonia. —Se acercó un poco más al mostrador para decírselo en un susurro, el corazón le latía a mil por hora cuando lo hizo, pero no pensaba mover sus pies de allí.

La chica se quedó petrificada al oírlo y dejó lo que estaba haciendo para levantar su cabeza y mirarlo espantada con sus ojos de gata. Para Derek estaba preciosa, incluso con esa gorra y ese delantal marrón oscuro que anunciaba en letras rojas el nombre del local.

—Hola —saludó entonces el joven policía, provocando que Sonia abriese la boca para decir algo y después la cerrase de inmediato. Su desconcierto resultó cómico por un segundo. Derek sabía que presentarse allí no era muy acertado, pero no se le había ocurrido nada mejor para volver a verla.

Pensaba que no se pillaría tanto por alguien como para hacer algo así, pero, al parecer, no aprendía de sus errores. Y mira que le iba muy bien como picaflor, sin prestar mucho interés en las chicas que iba conociendo, pero todo eso cambió cuando se encontró con Sonia.

Esa chica era diferente, aunque ni siquiera pudiese explicar por qué. Había cruzado medio Manhattan buscándola, y no podía entender cómo añoraba tanto a alguien que apenas había conocido.

 

Su primer encuentro fue del todo casual. Ella y sus amigas habían ido al mismo local donde unos viejos amigos de Derek solían jugar al billar. Desde el principio se había sentido atraído hacia esa chica morena y menuda de mirada felina. Llevaba unos pantalones estrechos y no podía apartar sus ojos de ese precioso trasero. Redondito y prieto, como a él le gustaba. Cuando terminó la partida, se acercó a la barra sin prisa y la invitó a una cerveza en un derroche de optimismo. La magia se hizo evidente al oír su risa. Sonia lo tomó por un creído borracho y se limitó a ignorarlo. Entonces, notó como si un cordón tirase de él para quedarse por siempre atado a la cintura de la chica. Algo le dijo al oído, pegando su atlético pecho a su espalda, apartando su pelo y obligándose a recordar por siempre su perfume. Y en ese instante, ella se sintió atrapada por la sensación de calidez y protección que le ofrecía su cuerpo, por eso dejó de mirar a sus amigas para perderse en esos ojos que la miraban con deseo. Por un momento casi le hizo caso.

—Te voy a hacer un favor —le dijo con voz melosa y sugerente sin dejar de mirarlo—, vete de aquí si no quieres problemas.

Derek se quedó quieto asimilando lo que había ocurrido mientras Sonia se acercaba de nuevo a sus amigas, echándole una última ojeada con una pizca de tristeza. A ninguna de ellas le pasó por alto la química que despedía la pareja. No sabían lo que ese desconocido le habría dicho a Sonia, pero la había descolocado por completo.

De pronto, el policía se acercó de nuevo al grupito de chicas que susurraban cosas en español sin dejar de mirarlo:

—Me gustan los problemas… —dijo interrumpiéndolas, y tras pensarlo un par de segundos, continuó—: Sobre todo si son contigo.

—Te crees muy listo, ¿verdad? —preguntó Sonia con la respiración acelerada, consciente de que ya no podía disimular más su turbación.

—Sí, y tú muy bonita.

Derek se esforzó por decir aquello en su idioma. Sin embargo, ella no pudo evitar reírse de su patético acento. Fue entonces cuando él notó ese hormigueo, el sonido de su risa lo estaba volviendo loco por momentos.

—¡Adiós, estúpido! —Sonia cortó en seco esa conversación al ver que más personas de su grupo se estaban acercando, y se marchó de allí con una amiga sin volver la vista atrás. Aunque era consciente de que los ojos de Derek no se apartaban de ella. Y nunca lo harían a partir de ese momento.

El joven policía, por su parte, lamentó tarde haberla abordado de aquella manera. No había pensado mucho en las cosas que le había dicho, solo quería llamar su atención, y quizá se había llevado una impresión equivocada de cómo era él en realidad. Podría haber pensado en algo más inteligente, así no habría terminado convertido en un pesado baboso a su lado. Estaba un poco oxidado, ya no sabía cómo tratar a una chica cuando de verdad le importaba.

Pasó un rato más, pero cuando se cansó de que le dieran una paliza jugando al billar, se despidió de sus amigos hasta la próxima.

Se le había torcido el día después de lo que le había pasado con esa chica.

De pronto, una voz familiar le sorprendió por detrás en aquel callejón:

—¿Nadie te ha dicho que ligas fatal?

Estaba a punto de coger su moto cuando alguien le hizo aquella pregunta. Derek no podía creer lo que acababa de oír. O,más bien, quién se lo estaba diciendo. Así que se giró con una sonrisa bailando en sus labios para comprobar que era ella. Cuando la vio, con las manos en las caderas y un mohín de enfado fingido en su precioso rostro, se dijo a sí mismo que no podía volver a cagarla.

—¡Lo siento! Por favor, discúlpame, no sé qué me ha pasado allí dentro. Te prometo que no soy un… —Pero la chica no lo dejó continuar, se acercó hasta alcanzar su cuello y besarlo poniéndose de puntillas debido a la diferencia de altura. Derek, entonces, asimilando rápidamente lo sucedido, la cogió de las nalgas con las manos abiertas para elevarla en un rápido movimiento y acortar la distancia.

Ninguno de los dos había bebido tanto como para perder la cabeza con el otro, sin embargo, lo que pasó esa noche estuvo fuera de toda explicación. Se estuvieron besando un buen rato, mordiéndose los labios y revolviéndose el cabello hasta que decidieron meterse en el coche de ella porque estaban tan calientes que ninguno de los dos podía esperar a llegar a su apartamento. Derek intentó meter su mano en los vaqueros ceñidísimos que llevaba, pero apenas podían entrar un par de dedos. Sonia, sin embargo, sabía masajear sus partes mientras su lengua reptaba por sus orejas para terminar lamiéndole el lóbulo.

Aquella chica sabía cómo ponerlo en un aprieto.

—¡Joder! —escapó de la boca del policía antes de que esa gatita traviesa se subiera por encima de su torso, desabrochándole el pantalón a una velocidad pasmosa.

Derek nunca había tenido tanta suerte, pero en ese instante prefería no pensar mucho en eso. Era su noche, y con esa bella sirena encajándose a su cintura, tenía la impresión de haberse subido a un tren que iba demasiado rápido. Uno que estaba a punto de descarrilar. Entonces, se acordó de su promesa, de que no podía volver a cagarla, porque algo le decía que merecía la pena correr el riesgo de conocerla. Aunque el impulso de pararlo todo lo que estaba pasando entre ellos en ese momento pusiese a su cuerpo en contra de su cerebro, no tenía más remedio:

—Me llamo Derek —se escuchó de repente en el interior de ese coche.

La chica, que estaba tan excitada como él, tuvo que parar y apartarse un poco antes de preguntarle atónita:

—Perdona, ¿qué has dicho? —Un mechón de su oscura melena tapó su rostro tentando a Derek como nunca antes nada lo había hecho, sin embargo, el policía solo lo apartó con una caricia para verla mejor a pesar de la oscuridad.

—Me encantaría saber cómo te llamas, dónde vives, cuántos años tienes.

Él mismo estaba sorprendido de su autocontrol. Sus pantalones estaban a punto de reventar, por no hablar del resto de su cuerpo, mientras él seguía hablando como un verdadero gilipollas.

—¿Por qué quieres saberlo?

Sonia no parecía muy convencida, lo miraba con recelo.

—Porque me gustaría conocerte para algo más que para echar un polvo. —Derek humedeció sus gruesos labios y tragó saliva antes de continuar. Su nuez subió y volvió a bajar, al igual que sus ilusiones. No sabía qué hacer, si decir algo más o callarse, porque ella seguía allí, encima de él, mirándolo como si su piel se hubiese teñido de verde.

«¿En qué demonios estaba pensando? ¡Lo he echado todo a perder otra vez!». Y después de pensar aquello echó la cabeza hacia atrás, para intentar relajarse un poco. Fue entonces cuando vio de refilón el delantal de la taquería Dos Toros.

—Me llamo Sonia —escuchó que decía de repente.

—¿Qué? —Derek se incorporó de inmediato, sorprendido por su respuesta.

—Y ahora, por favor, vete.

—¿Por qué?¡No! —gritó con repulsa.

Ahora sí que no entendía nada.

—Ya te lo dije en el bar, Derek. Si no quieres problemas, vete. —Y ella misma se bajó de sus piernas para abrir la puerta del coche y dejarlo salir.

La sangre comenzó a hervirle en las venas y se estaba empezando a cabrear. El joven policía no entendía qué había pasado, pero pensó que lo mejor sería hacerle caso. Exhaló profundo echándose el cabello hacia atrás, y abandonó con prisa aquel coche en el que podía haber disfrutado de la mejor noche de su vida.

—Adiós, Derek.

—Adiós, Sonia —respondió dándole la espalda, con la sensación de no haber hecho más que empezar con esa relación.

 

A la mañana siguiente se dijo optimista que la encontraría. Aquello no podía quedar así. Solo había un pequeño problema que solventar, en Manhattan había más de quince taquerías de la misma franquicia. Estaba tan impaciente por verla otra vez, que se dijo que su búsqueda no cesaría a pesar de estar trabajando. No quería perder la esperanza, pero sabía que iba a necesitar un buen golpe de suerte. Sonia podía tener el día libre, o estar en un turno distinto, o que ese delantal que había visto en su coche no tuviera nada que ver con ella.

Pero tenía la corazonada de que iba a verla de nuevo. Claro que la vería. Como así había sucedido… En el noveno intento, claro.

 

 

—Pero ¿qué haces aquí?

Aquellos ojazos empezaron a mirar con nerviosismo hacia todos lados, quizá buscando a su jefe. Derek comprendió que la había asustado apareciendo allí vestido de policía. No se lo esperaba en absoluto.

—Tranquila, no vengo a detenerte —bromeó sin obtener la respuesta deseada.

—¡Márchate! —gritó entonces, marcando la tensión en su rostro. Desde luego, la idea de verlo de nuevo no le había gustado nada, estaba mucho más inquieta de lo que esperaba—. Fuera de aquí, Derek. Vete —continuó diciendo ahora con más sigilo. No pretendía alarmar a nadie, pero quería dejarle muy claro que no debía seguir allí.

Por el contrario, él solo podía pensar que aún recordaba su nombre. Y aferrándose a esa idea, siguió insistiendo a pesar de sus advertencias:

—Déjame hablar un segundo contigo, entiendo que ahora estás trabajando y no es el momento, pero dame tu número. No puedo dejar de pensar en ti ¡Quiero volver a verte! Por favor, dame una oportunidad.

—Olvídame, en serio. No puedo quedar contigo.

—¿No puedes o no quieres?

La pregunta fue tan rotunda que Sonia se mordió el labio y lo miró con incertidumbre, pero no dijo nada, dando pie a otra cuestión:

—Solo dime una cosa, ¿tienes novio? ¿Estás casada? ¿Es por eso que no puedes verme más?

Entonces, Sonia se dio cuenta de que aquel chico estaba realmente interesado por ella, que no era una pose. Así que se ablandó un poco y decidió contestarle:

—No, no tengo novio. Tampoco estoy casada. —Y aunque aquello no significase nada, Derek se sintió aliviado al escucharlo.

—Entonces dame una oportunidad —pidió solemne, para añadir después con una pizca de humildad—: Por favor…

Que un cuerpo tan grande y musculado como el suyo se rindiese ante la pequeña Sonia era pura comedia. Sin embargo, en aquel momento ninguno de los dos estaba para bromas.

—¡Ven! —La chica terminó cogiéndolo del brazo para llevárselo hacia la puerta de emergencia mientras él se dejó hacer. Lo que fuera por volver a sentir su contacto. Su piel la necesitaba.

Salieron a la callejuela de atrás del local, repleta de contenedores de basura. Un rincón ideal para hablar sobre sentimientos.

—Escúchame bien, Derek. No vuelvas a venir a aquí, no intentes buscarme. Borra de tu mente lo que pasó ayer por la noche. Fue un error, un bonito error que no volverá a repetirse nunca más, ¿me has entendido?

El policía ya iba a interrumpirla cuando un Chevrolet Blazer negro invadió la acera derribando todos los cubos y bolsas de basura que había a su paso, obligando al muchacho a empujarla contra el muro para proteger su vida de ese conductor borracho, enfermo o drogado. Ella se golpeó con la barandilla de la escalera, pero consiguió agazaparse en una esquina para esquivar el vehículo. Cuando se levantó, creía que vería atropellado a Derek, sin embargo, el loco que iba tras el volante lo había enderezado a tiempo.

—¡Alto! —gritó el policía antes de sacar su arma, una Glock 37, y disparar a las ruedas sin ningún éxito. Ya estaba demasiado lejos para alcanzarlo.

 

Capítulo 4

 

MICHAEL HUGHES (EL COMISIONADO)

 

 

 

 

 

El distrito 40 en South Bronx era un punto caliente de la isla. En Manhattan se suponía que ya no había guetos, las políticas para limpiar la ciudad que se habían iniciado con Giuliani, y el posterior lavado de cara de Bloomberg, habían conseguido reducir la delincuencia a datos históricos. Pero, quizá, esa mano dura tan recordada, se había relajado al desviar determinadas ayudas del Estado para otros fines más lucrativos. La vigilancia policial empezaba a no ser tan evidente en determinadas zonas, y eso había provocado que el índice de criminalidad subiera como la espuma en poco tiempo.

Las noticias empezaban a señalar este y otros barrios como foco de la delincuencia, y la crispación entre los vecinos de diversas comunidades iba en aumento. Los mismos casos de atracos con arma blanca de antaño se debían atender ahora con un tercio menos del cuerpo policial. Era imposible llegar a todo, estaban desbordados, y los inspectores de los distritos más afectados estaban hartos de solicitar refuerzos para sus equipos. La seguridad ciudadana estaba poniéndose en peligro por una malísima gestión administrativa.

Por otro lado, las denuncias por abuso policial se habían multiplicado. Era el resultado de la desesperación. Los disturbios eran cada vez más frecuentes, y las bajas por parte de la plantilla policial iban en aumento. La situación se estaba haciendo insostenible

Al actual comisionado, Michael Hughes, no le gustaba nada la demagogia política que escuchaba en las noticias locales cuando se trataba de hablar de sus chicos, ellos no estaban haciendo otra cosa que su trabajo. Bajo su punto de vista, la policía no hacía las leyes, no eran los malos, ni siquiera tomaban las decisiones de mandar más o menos personal al departamento. Y, sin embargo, alguien parecía muy interesado en desacreditarlos. Durante las últimas revueltas habían estado cubriendo los incidentes como podían para que después la prensa tergiversase la verdad con grandes titulares, intoxicando las redes con esa basura que, cada día que pasaba, los estaba ofuscando más y más. Nadie hacía mención a su falta de medios salvo ellos, que eran los que ponían sus vidas en peligro al colocarse frente a un grupo de antisistema sin apenas recursos.

Cada día había más actos de violencia en las calles de Nueva York. Era una llamada a la provocación en toda regla. Los rebeldes querían probarse frente a la policía, convirtiendo cualquier excusa en un buen motivo para iniciar una revuelta que terminaba en un desenfreno con heridos graves en los dos bandos, ya que las pocas unidades que acudían se veían obligadas a hacer uso de sus armas de fuego para poner orden en aquella debacle.

Lo peor de todo eran los vídeos de esos altercados callejeros. Se hicieron virales de inmediato, y ante la sorpresa de que la policía poca cosa podía hacer frente a ellos, más que establecer barricadas para limitar la zona y proteger así al resto de ciudadanos, los delincuentes salieron a la calle para reventar los escaparates de los establecimientos y saquear cuanto podían. La pelota se hacía cada vez más grande, tanto que terminó siendo uno de los principales puntos en el discurso de un alcalde que quería ser reelegido. Aquello no se podía permitir, había que terminar con esas revueltas de manera fulminante, como si jamás hubiesen existido. Para que, en el día de las urnas, nadie recordase nada.

Desde el Ayuntamiento se estudiaron muchas soluciones, y quizá habría bastado con mandar al ejército para que barriera de gamberros algunas zonas una buena temporada, como aprobó la mayoría. Pero un estudiado análisis del gabinete de crisis del alcalde se decidió por otro método mucho más diplomático, y con el que conseguirían recuperar los votos que las encuestas decían estar perdiendo a causa de los altercados. A fin de cuentas, ese era su verdadero objetivo.

Una de las demandas más solicitadas por los representantes de los barrios marginales o entornos de riesgo por exclusión social fue la de estudiar el origen del problema. Es decir, escuchar al pueblo. Atención integral y un aumento en las asistencias sociales para los núcleos familiares con dificultades, además de un giro en la forma de actuar de la policía: Menos violencia y másasistencia, había sido alguno de los lemas más escuchados en esos últimos días. De modo que muchos organismos no gubernamentales estatales se interesaron por el conflicto y apoyaron la causa con fondos suficientes para que gente como Gloria Cruz y el resto de su equipo pudieran trabajar prestando ayuda con sus servicios.

—Señora Cruz, ¡qué sorpresa! —expresó Michael tras recibirla con exquisita educación en su despacho.

A pesar del retraso, era la primera persona en llegar. Trape seguía sin dar señales de vida, aunque debería ser el más interesado en conocer a esa mujer, ya que iba a estar formando a su unidad. La más afectada en estos últimos días.

—Señorita, si no le importa —corrigió Gloria con una sonrisa apretada. Sabía que no debía alterarse tanto por aquel minúsculo detalle, pero para ella era significativo.

Y después de decir aquello, se hizo una pausa algo incómoda mientras tomaban asiento. Se notaba a la legua que al veterano policía no le agradaba tener que lidiar con esa situación a solas.

«El silencio antes de la tormenta», pensó Gloria con humor mientras miraba por la ventana de aquel majestuoso despacho. Furgonetas de reparto, taxis, autobuses y, por supuesto, coches de policía haciendo sonar sus sirenas, abriéndose paso entre las calles de su amada Nueva York.

—Thomas, por favor, puedes venir a mi despacho. La señorita Cruz ya está aquí y Nick sigue sin aparecer… —comentó con hastío el comisionado después de llamarlo a través del interfono.

El subinspector, Thomas Helder, supo interpretar aquella llamada de socorro que le hacia su jefe. Como siempre, Nick Trape hacía lo que le salía de las pelotas en aquella comisaría y él debía correr para salvarle el culo.

Entre los dos consiguieron que pasaran los minutos de una forma más amena, le habían preguntado por su carrera como trabajadora social, incidiendo en su experiencia en la penitenciaría de Colorado y en el centro de menores de Homestead, en Miami. Después, escucharon con atención cuáles serían los pilares fundamentales en los que basaría su programa.

—La violencia engendra violencia. Los niños que crecen en estos varios barrios sufren violencia y llegan a considerarla como algo normal, incluso aceptable. Creen que, cuando alguien te coge un juguete, tienes que dar una patada para que te lo devuelva. Porque es lo que siempre han visto. Para ellos no existe otra opción, es su forma de relacionarse. Conviven con el abuso y el acoso, convirtiendo esas conductas en graves problemas para la sociedad cuando llegan a ser adultos. Gracias a este nuevo plan que se aprobó hace muy pocos días, muchos de mis compañeros trabajarán con cientos de familias declaradas en peligro de exclusión social para tratar el foco de la violencia desde su origen. Pero, en esta ocasión, se ha querido ir más allá. Porque esa no es la única manera de cambiar este escenario. Mi planteamiento es algo más… disruptivo, por así decirlo. Para erradicar el comportamiento negativo de nuestra sociedad, debemos actuar sobre todos los focos donde se produce, y debemos ser consecuentes con los actos que se han producido en el departamento de este y otros distritos afectados. Sus policías también han utilizado la violencia como instrumento en su trabajo, se han extralimitado en sus funciones y han violado los derechos de los ciudadanos en numerosas ocasiones. Más de las que puedo y quiero recordar. —En ese momento, el comisionado decidió interrumpir a Gloria, pero ella, tras alzar su mano en señal de prórroga, consiguió más tiempo para continuar con la explicación—: ¡No tema, señor Hughes! En absoluto he venido aquí a juzgarles. No soy quién para hacerlo, como tampoco pretendo hacer de madre y echarles un rapapolvo sobre lo malos que han sido sus chicos, porque lo cierto es que ellos solo actuaron con el único recurso que conocían. Piénsenlo bien, caballeros, es el mismo problema que teníamos con esos niños pequeños de los que hablaba antes. ¿Lo entienden ahora? Mi programa consiste en que sus hombres reconozcan la violencia reactiva cuando aparece en ellos mismos, la que surge cuando el nivel de tensión es tan alto que supera la capacidad de la persona para afrontarlo de otra manera. Mi trabajo, en definitiva, consiste en tratar de modificar sus intervenciones para no terminar siendo siempre la mala noticia del día.

—¿Y cuál es su secreto? ¿De qué manera actuaría usted frente a