Elvira - Caridad Bernal - E-Book

Elvira E-Book

Caridad Bernal

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Beschreibung

Bajo el nombre de Elvira se esconde un gran secreto y debe protegerlo aun sacrificando su propia felicidad   Elvira Sorrow es la peor dama de compañía que lady Sarah ha podido tener, y mira que ha tenido unas cuantas. Pero Elvira necesita el dinero para mantener a su familia y solo puede escapar unas horas de sus obligaciones para dar un largo paseo por el bosque. Gordon Barton sirvió a la Corona durante su juventud, cuando su padre, lord William Barton, intentó encadenarlo a un despacho. Siendo aún muy jovencito, se escapó de casa para subirse a un barco. Desde entonces, ha sido el trotamundos de la familia. Tras muchos años de ausencia, Gordon ha vuelto a la residencia familiar para ayudar a su madre y a sus hermanos en un revés económico provocado por su difunto y odiado padre. Ha prometido no quedarse más tiempo del necesario, pues sus negocios están ahora en América. No obstante, cierta dama de compañía se topará con él en mitad del bosque y le hará cambiar de idea retrasando su estancia más de lo que debería.   ¿Podrá Gordon descubrir el secreto que oculta el nombre de la joven Elvira? ¿Será Elvira capaz de mantener el silencio sacrificando su oportunidad de enamorarse? - En la Revolución industrial el pasado y el futuro se dan la mano. - Una novela histórica con un personaje luchador que se supera frente a la adversidad. - Se tratan el sufragio femenino y el divorcio, entre otros temas candentes de la época. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 414

Veröffentlichungsjahr: 2025

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de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2025 Caridad Bernal Pérez

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Elvira, n.º 406 - enero 2025

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para

entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410743922

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Nota de la autora

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Prólogo

 

 

 

 

 

Explosions Polka, Op. 43, Johann Strauss II

 

—¿Por qué abres tú la puerta, Noelle? —preguntó Tobías Klent con los dientes apretados, cogiendo a su mujer con desprecio de la muñeca y sacudiéndola como una muñeca de trapo—. ¿Dónde está Romburyt? ¿Acaso eres ahora tú mi sirvienta? ¡Ja! Ni para eso me servirías, pedazo de inútil.

La risa macabra y mezquina de su cuñado en la entrada despertó de un sobresalto a la joven Elisabeth en el piso de arriba. Alarmada, se levantó con sigilo de la cama y asomó con cautela su pequeña cabecita despeinada para poder seguir escuchando lo que sucedía en el piso de abajo. Se le crisparon los nervios. Ahora que él estaba en casa, ya no podría descansar más. Debería mantenerse en vigilia por lo que pudiera suceder, pues, cuando bebía, ese hombre era puro peligro.

«Debo mantenerme a salvo para proteger a Robin».

Esa era la advertencia que había aprendido de los labios de Noelle. De hecho, si había venido a vivir con ellos, era para poder huir con su sobrino en caso de emergencia. Aunque esa era una verdad demasiado triste para poder escribírsela en una carta a su hermana.

Tobías Klent tenía una pisada extraña desde que aquel caballo le coceó la pierna. Eso sucedió un año después de convertirse en padre, dejándolo totalmente inútil para cualquier trabajo. Y como las desgracias nunca vienen solas, a raíz de eso, empezó a reprender a su mujer con una violencia desmedida para calmar su rabia y su impotencia. Solo la dejaba en paz cuando se perdía en los salones de juego, apostándose la fortuna de su esposa, pues era ella la que venía de una familia adinerada.

Esa noche había bebido tanto que avanzaba como si el suelo se balanceara bajo sus pies. Resultaba monstruoso escucharlo acercarse por el corredor, pero lo más escalofriante de todo era que tanto Noelle como su hermana se habían acostumbrado a ese tipo de situaciones.

Para una reputada dama inglesa como lady Klent resultaba vergonzoso reconocer esa situación que ya empezaba a ser un chisme confirmado por todo el vecindario. Algunas sirvientas habían visto a la señora recoger a su marido del suelo. Una escena que se repetía cada vez más, y de la que Noelle no sabía cómo salir, pues desde muy jovencita le habían enseñado a depender de su marido por completo para subsistir.

¿Y qué podía hacer ahora que él la estaba llevando cada vez más bajo, a un pozo sin fondo? ¿A quién recurrir si no tenía más familia que una hermana pequeña y un hijo enfermo?

Elisabeth se escudaba tras los barrotes de la barandilla del primer piso para poder observarlo todo desde la seguridad que le proporcionaba la distancia. Vio a su cuñado alargando los brazos para apoyarse en el hombro de su mujer. Durante un segundo pensó que ambos caerían de nuevo sobre la alfombra. Su hermana aceptó aquel peso con una mueca de dolor en los labios, estabilizando el cuerpo de su esposo con esfuerzo a pesar del desagradable olor que desprendía.

«Todavía tiene ese lado dolorido».

Elisabeth era testigo de todo con la angustia encogiéndole el corazón, pero sin decir ni una palabra, tal y como le había prometido a su hermana.

Noelle permaneció en silencio a pesar de las frases hirientes que escapaban de la boca de Tobías. Cuando estaba ebrio se volvía loco, la atacaba verbalmente de una forma insidiosa, incluso llegaba a amenazarla de muerte aunque después no se acordase de nada.

La hermana de Elisabeth había aprendido a aguantar esa deshonra. Cerró la puerta de su residencia en Mayfaircon sigilo mientras sostenía el pesado cuerpo de su marido. Ya había bastantes rumores sobre ellos, no hacía falta dar más espectáculos. Lo acompañó al saloncito tan concentrada en no golpearlo contra nada que pudiera romperse que ni siquiera se dio cuenta de quién la miraba desde lo alto de la escalera.

—¡Mantente al margen! Por favor, Elisabeth, vete —le pidió Noelle en tono diligente aquella primera noche en la que a su hermana se le ocurrió intervenir, cuando su marido hizo el ademán de arremeter también contra ella al tratar de defenderla.

—¿Por qué te hace esto, Noelle? —le había preguntado entre lágrimas horas después, sin entender muy bien lo que acababa de presenciar.

Elisabeth había abierto los ojos a la verdadera vida de casada que llevaba su hermana y no se parecía en nada a la que relataban los libros que leían sus amigas en la escuela de señoritas. En unas pocas semanas junto a ella, había envejecido diez años o más. Su cuñado no solo se había convertido en un borracho y jugador, también había obligado a Noelle y a su sobrino Robin a encerrarse en su hogar por pura vergüenza, como si hubiesen cometido algún delito.

Noelle había tratado de mantener al margen a su hermana desde el primer golpe, pues por nada del mundo habría querido que ella fuera testigo de su desdicha. Eso hacía todo más real, más claustrofóbico. Pero al final había tenido que ceder porque realmente temía por la vida de su hijo.

Lady Klent, tan previsora como siempre, le había dado el fin de semana libre al servicio. Siempre lo hacía cuando el señor salía, detalle del que ya todos se habían percatado. No quería que nadie más lo viera en aquel estado lamentable en el que regresaba, aunque conocían de sobra sus hazañas nocturnas. El único que había rehusado el ofrecimiento de su señora era Romburyt, el mayordomo, pues había preferido quedarse en casa alegando molestias en la espalda. Molestias que no eran más que excusas, ya que, a pesar de rondar la cuarentena, gozaba de una constitución fuerte y la salud de un roble.

—No necesito que me protejas. No lo entiendes, John. Si me defiendes, se enfadará aún más y te echará de casa.

Para Elisabeth, aquellas frases capturadas en medio de una conversación entre su hermana y el mayordomo resultaron al principio muy desconcertantes. Había observado, además, un comportamiento extraño entre ellos. Se susurraban cosas cuando creían estar a solas y sus miradas silenciosas parecían callar algún misterio que solo ellos dos conocían. Incluso un día vio a Romburyt darle unos billetes a su hermana, cuando ambos pensaban que nadie los veía.

«Pero ahora todo encaja».

El mayordomo tenía un hermano que trabajaba en la dársena de Londres. Los billetes que le había entregado a su señora no eran para huir juntos, sino para que ella y su hijo embarcasen hacia algún lugar lejos de la pesadilla en la que se había convertido su vida junto a Tobías Klent. Les había tendido una oportunidad, una forma de salir de esa existencia miserable tomando un destino remoto.

«América…».

Elisabeth había leído historias increíbles sobre los indios del oeste y las ciudades nuevas en el este de ese nuevo continente. Lugares como Boston, donde la oleada de inmigrantes europeos había sido noticia durante días en los periódicos ingleses. Decían que se podía sacar oro de los ríos, y que tanto hombres como mujeres tenían oportunidades para trabajar, incluso de hacerse ricos. Por eso la joven soñaba con viajar hasta allí. A ella, todavía impresionable y algo fantástica, se le iluminaba el rostro al escuchar esos comentarios. Sin embargo, su hermana Noelle tenía los pies bien fijos en la tierra. Tobías, su marido, se había encargado de llenarle los bolsillos de piedras preñadas de desilusión para que no se le ocurriera ni siquiera soñar con un lugar mejor. Por eso había rechazado la oferta de su mayordomo con amabilidad, porque habían minado sus esperanzas de una salida a su situación.

«Pobre Romburyt, es de las pocas personas que aún se preocupan por mí», pensó Noelle, que no podía permanecer indiferente ante esa mirada tierna y compasiva de su mayordomo. En aquellos días él le proporcionaba la única caricia tácita que podía sentir de un hombre. Por eso le había sonreído con cariño dándole las gracias sin palabras, y apoyando una mano en su antebrazo, le había devuelto los billetes sentenciando así su destino. El hombre había aceptado con renuencia aquella nueva negativa de su señora, maldiciéndola un poco por ser tan testaruda. Quizá se sentía en la obligación de protegerla, aunque no fuera ni su padre ni su marido. Ambos la habían fallado, así que pensaba que su obligación era sacarla de allí cuanto antes. Librarla como fuera de ese malnacido.

—Esa mujer necesita a alguien a su lado. Alguien que cuide de ella y de esa pobre criatura encantada que siempre está mirando al cielo —llegó a decir entre fogones a la señora Barret, el ama de llaves, que lloraba en silencio como una madre las desgracias de su pobre niña.

Noelle pensó al escucharle decir aquello que Romburyt era el único en esa casa, además de ellas mismas, que no parecía querer ocultar la presencia del pequeño Robin a pesar de su extraña enfermedad.

Vivían en la parte más rica de Londres, pero a esas alturas ya todos los clubs sabían que Tobías Klent era un lisiado que se había convertido en ludópata además de alcohólico. Ese día, y solo para reírse de él, lo habían invitado a un par de rondas antes de empezar la partida. Después, ni siquiera podría recordar el nombre de alguno de ellos, así que tampoco podría ajustar cuentas al día siguiente. Esa noche le habían quitado hasta el reloj de oro y el anillo de casado, todo cuanto lo definía como un caballero.

Al comprender que había vuelto a perder en el juego una gran cantidad de dinero, la decepción hizo una herida sangrante en el alma rota de Tobías, y aquella derrota fulgurante terminó de derrumbarlo por completo. Cuando llegó a su casa, necesitaba otro trago, apaciguar de alguna manera esa ansía viva que lo estaba consumiendo.

Se puso a buscar alcohol con nerviosismo, pero no encontró nada. Noelle había mandado vaciar todo el brandy de la bodega. De nuevo su esposa era la fuente de todos sus problemas. Y ahora que lo seguía por la casa, aguantándolo cuando se caía, lo hacía sentir aún más torpe:

—¡Déjame, estúpida! ¡La culpa es tuya!

Aquella situación despreciable se enquistaría en la retina de Elisabeth para siempre. Ya no sabía si le daba más asco que miedo. Tobías escupía las palabras, su saliva pegajosa se le quedaba en la comisura de los labios, resecándose y haciendo imposible que se le entendiera algo de lo que decía.

Como había regresado demasiado temprano, aún no se le había pasado el efecto de lo que hubiese bebido esa noche, y por eso estaba más violento que de costumbre. No podía tolerar la forma en que lo habían engañado y deseaba golpear algo con fuerza.

O a alguien.

De repente, se abalanzó sobre su mujer y tiró de sus cabellos. Su sola presencia lo hacía sentirse aún más fracasado, porque ella seguía siendo una madre y esposa modelo a pesar de lo que él le estaba haciendo, de su vileza, y eso era algo que lo hundía todavía más. No podría competir jamás con la entereza de su mujer. Con su buen hacer o su nobleza de corazón.

—¡Tú, maldita! Si no te hubieras quedado embarazada de ese engendro, no habría intentado ganar algo más de dinero en las mesas de juego. Si tu padre no se hubiese muerto, no habría tenido que venir a casa tu hermana, esa niña metomentodo que nadie desearía como esposa. Al menos ella no engaña a nadie, como hiciste tú, señorita Smith —recordó su apellido de soltera—, haciéndome creer que eras perfecta para mí. Tú y solo tú eres la culpable de todas mis desgracias, una condena para cualquier hombre —decía mientras empezaba a golpearla para que se viese tentada a atacarlo, pero ella nunca le pondría la mano encima. Y eso lo destrozaba por dentro.

Tobías necesitaba desahogarse, decir en voz alta todas aquellas barbaridades para sentirse más hombre, reivindicando en su casa la posición que había perdido poco a poco en la calle. Noelle había dejado de preguntar, de intentar provocarle cuando veía que hacía cosas tan extrañas como despedir a su abogado, el que había estado asesorando a su familia desde que él era un niño.

—Cuídese, señora —le había dicho el buen hombre antes de ponerse el sombrero para esconder una mirada angustiada. Por eso los golpes que recibía esa noche los encontraba aún más que merecidos, por haber sido tan estúpida de rechazar la oferta de Romburyt pensando que nada de lo que hiciera justificaría un abandono así. Que ella debía seguir con él porque eso significaba la unión del matrimonio.

«En la salud y en la enfermedad. En la riqueza y en la pobreza…».

Elisabeth, por su parte, ya había visto más que suficiente. No dejaría que su cuñado volviese a tocar a su hermana ni un solo segundo. Bajó en silencio las escaleras sin saber muy bien lo que iba a hacer a continuación, pero no por ello menos decidida a interrumpir aquello.

El sonido de los golpes que le propinaba a Noelle se intensificaba al acercarse a ellos, despertando una furia en su interior que nunca antes había sentido. Estaba poniendo en peligro la vida de su hermana. Ni siquiera tuvo que pensar en ello, en cuanto vio el atizador de la chimenea lo cogió y le golpeó con fuerza en la cabeza. Tobías se desplomó al instante delante de sus ojos.

Ambas se quedaron inmóviles viendo aquel cuerpo tirado en el suelo.

—¿Qué has hecho? —preguntó Noelle al cabo de un rato.

—¿Está… está muerto? —quiso saber Elisabeth.

Sin tener muy claras ambas respuestas, entendieron que había llegado el momento que habían estado esperando.

Su oportunidad.

Cuando llegó Romburyt, alertado por el ruido, Elisabeth seguía con el atizador en la mano. Él se encargó de todo sin preguntarles. Limpió el atizador y enseguida encontró un argumento convincente. Diría a la policía que lo había confundido con un ladrón. Llamaría a Scotland Yard en media hora, tiempo suficiente para que ellas dejasen de temblar, despertasen a Robin y se fuesen de allí con lo imprescindible.

—A la policía le diré que los señores estaban pasando unos días en Bath y que por eso pensé que era un ladrón que había venido a robarles —comentó el mayordomo mientras ayudaba a Noelle a levantarse, pues aún seguía en el suelo sin apartar la vista de la sangre.

Entonces se dio cuenta del estado en el que se encontraba su señora.

Nunca antes la había visto así.

Romburyt tuvo que controlarse para no continuar atizando el cuerpo de Tobías hasta asegurarse de que estuviera sin vida, así que no preguntó nada, solo se puso a curar con sumo cuidado los golpes recibidos en aquel rostro angelical con un paño húmedo. La comisura de los labios y el ojo derecho estaban amoratados e hinchados, mientras de la ceja y de la nariz corría un fino hilillo de sangre.

—Tenías razón, John. —Susurró su nombre entre sollozos, porque sabía que aquello era una despedida.

—Chsss, eso ya no importa, Noelle. —Las yemas de sus dedos gruesos y torpes pasando por su mejilla magullada le provocaban sensaciones demasiado intensas para ella, al igual que esa voz tan cerca de su oído. Ella no tenía derecho a recibir ese amor tan abiertamente, pero tampoco encontraba las fuerzas para impedírselo—. Mi hermano las recogerá en una berlina. Nadie más sabrá lo que ha pasado esta noche. Coged ese barco, y no reveléis vuestros nombres ni habléis con nadie sobre vuestro pasado. A partir de ahora, inventad otra vida. Borrad esta pesadilla para poder abrazar el presente.

—Gracias. Gracias por todo. Yo… nunca lo olvidaré.

A Romburyt le costó separarse de ella, pero tras un carraspeo de su hermana pequeña, prosiguió fingiendo que lo tenía todo bajo control.

—Váyanse antes de que se despierte —dijo mirando de refilón a un Tobías moribundo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Pizzicato Polka, Op. 449, Johann Strauss II

 

Elvira Sorrow —como se hacía llamar ahora la joven Elisabeth— permanecía inmóvil frente a la conversación de su señora, lady Sarah Warloy. La anciana mujer hablaba con su mejor amiga y vecina más cercana, lady Olivia Barton.

En la conversación de las damas, por muy extraño que parezca, no había silencios cautos, ni pausas comedidas, ni miradas de soslayo. Ambas mujeres vivían por y para comentarlo todo, de modo que sus diálogos eran un descontrolado cacareo de risas y acotaciones jocosas.

La acompañante escuchaba atentamente y veía la escena como siempre hacía desde que ocupaba ese puesto, pero, en esta ocasión, algo más robaba su interés.

Un amoratado dedo índice.

Se le había atascado en esa diminuta taza de té, y habría aullado de dolor de haber podido. Quería zarandear el brazo hasta poder desembarazarse de esa ridícula tacita que parecía de juguete, pero no podía. Debía mantener la calma y seguir allí quieta, inmóvil, con la espalda bien recta y casi sin pestañear. Permanecer sentada junto a ellas —viendo cómo su dedo se ponía verde, azul, violeta y de todos los colores— era una de las pruebas más difíciles que había tenido que superar hasta la fecha como acompañante, y mientras rezaba mentalmente todo lo que sabía para que no se fijasen en ella, deseaba más que nunca estar en otro sitio.

Elvira ya las conocía y sabía muy bien que cuando las señoras empezaban su disertación sobre los últimos acontecimientos ocurridos en Londres, perdían la noción del tiempo. Algo que le hizo tragar saliva con dificultad, pues no quería perder ese dedo, ya que lo necesitaba para… para…

¿Y qué más daba ahora para qué lo necesitaba? ¡Era suyo, por el amor de Dios!

Estaba siendo una temporada convulsa en la ciudad. La burguesía se empezaba a sentir cada vez más amenazada por la presión del proletariado. Ambas señoras habían decidido no bajar esa primavera a sus respectivas residencias familiares para no presenciar ningún altercado que afectase a su salud y tranquilidad mental. De modo que, cuando hacía buen tiempo, solían pasar las tardes en la casa de una o de la otra.

Para Elvira, más que vecinas o amigas, parecían siamesas. Siempre estaban juntas. Lady Sarah no tenía hijos, ni familia cercana, de ahí que utilizase como acompañante a una asalariada. Era viuda y rica, así que con su edad podía permitirse licencias como faltar a algunos eventos de la alta sociedad sin que fuera criticada o aparecer de repente en ellos sin haber sido invitada.

De momento, no habían frecuentado muchas fiestas o bailes en el campo. Esto era algo que a Elvira la hacía respirar tranquila, pues no sabía hasta qué punto su comportamiento resultaría el adecuado. Noelle era la única que sabía cómo desenvolverse en ese tipo de ambientes. Tampoco deseaba volver a poner un pie en Londres para no ser reconocida. Sabía por Romburyt que su cuñado había sobrevivido tras el fuerte golpe que recibió con el atizador y que las estaba buscando, así que debían permanecer ocultas en aquel pueblecito tras su nueva identidad. Si volvían a encontrarse, de nada habría servido huir aquella noche como si fueran criminales. En cuanto Tobías las viera, se ensañaría con ellas hasta matarlas.

Pero volvamos a ese coqueto saloncito del condado de Wildshine, donde se seguían muy de cerca noticias de rabiosa actualidad. Ambas mujeres apoyaban el sufragio femenino, y estaban en contra de los abusos que se cometían en las fábricas, sobre todo con los niños. Desde muy jóvenes, lady Olivia y lady Sarah se habían responsabilizado en dejar a las futuras generaciones un mundo mejor.

Para Elvira era toda una delicia escucharlas. Ambas eran inteligentes y gracias a sus comentarios estaba empezando a entender cómo funcionaban muchas cosas del mundo que tanto odiaba. Creía firmemente que si había mujeres como ellas apoyando esas causas, algún día habría un cambio en la sociedad.

«Podremos llegar a ser independientes económicamente, trabajar o estudiar lo que queramos, incluso solicitar el divorcio».

Esa frase que escuchó decir a su señora se le quedó grabada. Elvira había visto cosas horribles a muy tierna edad, y cierto tipo de pensamientos siempre le ensombrecían su rostro aún juvenil salpicado de pequeñas pecas apenas perceptibles. La idea de no tener que depender de los hombres era algo que ansiaba de veras. Su hermana trataba de explicarle que no todos eran horribles como ella había podido comprobar, aunque lo cierto era que no había visto grandes diferencias entre su padre y su cuñado.

«El alcohol los convierte en verdaderos monstruos».

Había sido toda una suerte que lady Sarah las hubiese encontrado ese funesto día en plena huida. Ahora sabía que ellas solas no habrían llegado muy lejos. A veces recordaba esa madrugada, todavía muy viva en su mente, pero tan lejana de la realidad que la rodeaba en ese momento.

Para sobrevivir habían tenido que decir adiós a muchas cosas…

Ambas hermanas se habían prometido no decir nada acerca de su pasado. Era la mejor forma de seguir adelante, aunque fuera con un nombre falso. Por eso ahora Elisabeth Smith era Elvira Sorrow, acompañante de lady Sarah Warloy, una viuda con un carácter difícil, aunque eso era algo que nadie en Wildshine se atrevería a confirmar.

Elvira y su hermana habían dejado atrás una vida fácil y disipada. Sus paseos vespertinos, las tertulias literarias, sus vestidos, el servicio, las joyas. Nada merecía más la pena que su propia libertad, aunque para vivir libres tuvieran que trabajar de por vida. No les importaba tener que aprender a lavar, a tender la ropa, incluso cocinar, si como resultado podían dormir tranquilas sabiendo que nadie vendría a amenazarlas de madrugada después de haberse emborrachado.

Noelle se sentía culpable y se lamentaba porque su hermana pequeña ya nunca podría descubrir lo que se sentía al ser besada en un baile, pero ella tampoco lo quería experimentar, porque en pocos meses había descubierto en lo que puede convertirse un hombre.

Fue Elisabeth, que demostró ser más fuerte que su hermana mayor, la que le dijo que no le diera más vueltas a su decisión.

—Hemos hecho bien, no te quepa duda. Solo te queda aceptarlo y seguir hacia delante —le repetía a su hermana cuando comenzaba a sollozar en la otra cama del mismo dormitorio, sobre todo cuando sabía que Robin se había dormido—. No entiendo cómo te puedes arrepentir de haber abandonado a ese hombre, ¡deberíamos haberlo hecho mucho antes!

Pero la realidad de ser pobre había resultado impactante por su dureza extrema. Casi tuvieron que mendigar para encontrar un trabajo que pudiera mantenerlas, y aunque a Elvira jamás se le ocurriría comentárselo a su hermana, ella odiaba ser la acompañante de una anciana. Preferiría cien veces lavar y coser, como hacía ella.

La joven despertó de sus taciturnos pensamientos tras escuchar la risa animada de ambas señoras. A veces era inevitable no sonreír cuando estaban juntas, a pesar de no tener nada por qué hacerlo.

«¡Por Dios, qué dolor!».

De nuevo sintió un ramalazo de dolor. El tono azul del dedo le hizo recordar en qué estado se encontraba y, armándose de valor, sujetó con fuerza la maldita taza con una mano para poder tirar de ella bajo la mesa. Tenía que ser un movimiento rápido y seco. No podía dudar. Solo tenía que esperar el momento adecuado en la conversación de las damas para que no se dieran cuenta de lo que hacía.

—Querida —se interesó de repente la anfitriona, atenta a sus invitados como siempre—, ¿te apetece una taza de té? Me lo trajo mi hijo Gordon de su último viaje por la India.

Lady Olivia solía prescindir del servicio cuando estaba con su mejor amiga porque así era libre de hacer cualquier tipo de comentario, sobre todo cuando se trataba de criticar a amistades en común. De repente, la mujer se percató de que no había ninguna taza frente a Elvira:

—Qué extraño, juraría que había dejado una taza justo ahí.

Horror.

Las damas se miraron sin comprender. Elvira temía que imaginasen que había sido capaz de robar semejante baratija, pero no sabía qué hacer para que cambiaran de opinión, ya que en su nueva realidad a duras penas lograban ahorrar algo de dinero entre las dos. Aquello hasta le parecería cómico si no creyese que iba a perder el dedo.

Lady Olivia, ajena a las disertaciones mentales de la joven, imaginaba que de nuevo el servicio se había despistado en sus tareas. Últimamente esas chicas estaban muy distraídas en la cocina, y pensando en cómo iba a encarar el asunto con la señora Anderson, su cocinera, cogió ella misma una nueva taza del aparador.

—Su hijo siempre acierta con sus regalos, milady —respondió Elvira con evidente timidez, pero dispuesta a demostrar lo aprendido en estos últimos meses junto a su señora. Lady Sarah era un manual de protocolo y saber estar, por lo tanto, ella debía comportarse de acuerdo a sus normas. Era, para ser más exactos, el decálogo de una verdadera dama.

—¡Oh, por favor, Elvira! ¿Cuántas veces voy a tener que decirte que me llames Livy? —protestó con afabilidad la agasajada—. ¡Decidido! No te irás de aquí hasta que pruebes mi té.

Elvira miró de reojo su dedo, estaba intentando aparentar normalidad, aunque las gotas de sudor resbalaban por su espalda y ya empezaba a temer por él tras vislumbrar una tonalidad violácea.

—No es necesario, de verdad.

—¡A callar! —le ordenó con la complicidad de una madre.

No se podía discutir con ella. Olivia Barton era encantadora, como, aseguraban todos, lo eran también sus hijos, pero hoy Elvira hubiese preferido menos hospitalidad y unas tazas de té más grandes en aquella casa.

«Trata de no pensar en tu dedo, ¡no pienses en él!».

A Livy, como le gustaba que la llamasen todos cariñosamente, se le iluminaba el rostro cuando hablaba del mayor de sus vástagos, el hijo predilecto que le había traído ese maravilloso té. Gordon Barton había servido a la Corona durante su juventud, cuando su padre, lord William Barton, intentaba encadenarlo a un despacho como pasante. Su madre no se sorprendió cuando, aún muy jovencito, el muchacho escapó de casa para subirse a un barco como rebeldía frente a su padre. Siempre había sido el trotamundos de la familia, por eso supuso que él no heredaría el bufete familiar. Sin embargo, a Henry, el segundo de sus hijos, no le importaría.

Henry Barton resultó ser el más conformista y cándido de todos sus hijos. Solía evitar los conflictos y a menudo actuaba de mediador en las peleas que había entre hermanos cuando vivían todos bajo el mismo techo. Después de esa etapa, lo reconocerían por su actitud galante y especial atractivo. Un dato que no había dejado de ser relevante incluso después de casado, algo que no hacía mucha gracia a su esposa, Margaret, que actualmente volvía a sentirse muy gorda en su tercer embarazo.

Una característica común en todos los Barton era su afán por la lectura, pero quizá solo Gordon prefería las aventuras que podía vivir por sí mismo en lugar de tener que descubrirlas en una biblioteca. En eso no se parecía en nada al benjamín de la familia, Thomas.

Thomas o, mejor dicho, Tommie Barton, el malcriado de la familia, se había sentido un privilegiado durante muchos años. Todos lo protegían, enseñaban, cuidaban, pero también lo consentían en exceso. Por eso su madre supo desde el principio que su pequeñín, de dedicarse a algo, terminaría siendo escritor o columnista en algún periódico, ya que su mayor pasión, después de ver jugar al críquet a su mejor amigo Brian, era contar historias con una pizca de humor agridulce.

De nuevo la señora Barton no erró en esa predicción, potenciándose más que nunca ese extraño sexto sentido que poseía, sobre todo para sus propios hijos.

Ella supo antes que nadie que su tercer hijo sería en realidad una niña que se llamaría Caroline. Tan segura estuvo de ello que, desde el segundo mes de embarazo, se puso a tejer toquillas y jerseicitos con flores que llevarían más tarde sus propias nietas: Harriet y Mary Anne.

Así era como Lady Olivia, su hija Caroline y Margaret, la mujer de Henry, se habían convertido en el triángulo perfecto de deidad femenina para esa familia. Cuando se ponían de acuerdo en algo, conseguían todo cuanto se proponían a través de sus esposos. En esos días tan aciagos para la mujer, era la única forma para dejar su impronta. Por eso buscaban ansiosas una cuarta pata a la que afianzar esa mesa donde jugaban, con clara desventaja, la partida de la vida.

Sabían que nada se podría hacer con Thomas dadas sus evidentes preferencias, pero aún guardaban esperanzas con respecto a Gordon para encontrar esa «cuarta pata»que les faltaba. Aunque entendían que la misión que se encomendaban ellas mismas era harto difícil de conseguir, dado el temperamento individualista y temperamental del susodicho.

El mayor de los Barton, a diferencia de sus hermanos, se había hecho a sí mismo lejos de la protección de su padre. Después de vender su cargo como capitán, había conseguido entrar en el negocio de ultramar poniendo la vista en el nuevo continente. Todos destacaban su olfato para los negocios, y así era como en la actualidad asociaban su buen nombre al de una pequeña fortuna a la que debía sumar su herencia, pues el verdadero lord Barton había fallecido hacía bien poco.

Ese, y no otro, era el motivo que había obligado a Gordon a regresar al lugar de su infancia. Pero Wildshine era también el origen de sus pesadillas, y ese pasado que pesaba tanto para él era el que le hacía recelar de su suerte. Como primogénito, debía asumir su puesto y convertirse en el nuevo cabeza de familia, pero no se sentía a gusto teniendo que vestir la misma chaqueta del ser que más había odiado en el mundo.

Iba a ser una temporada sonada con aquel soltero de oro rondando por las humildes calles del condado. Había muchísima expectación, algunas mujeres incluso habían decidido postergar su viaje a la ciudad para esperar al «heredero», como así lo habían empezado a llamar por el pueblo. Sin embargo, a Elvira todo aquel asunto le resultaba indiferente: «Yo solo quiero liberar mi dedo, ¿recuerdas?».

Para ella Gordon era como el fantasma de la familia, todos hablaban de él, pero nunca aparecía por aquella casa. Así que, en su más que activa imaginación, se representaba como un caballero algo tosco y malhumorado, con una barba encrespada que le llegaba hasta su hinchada barriga, y una fea pata de palo que hacía bambolear su cuerpo.

Un verdadero lobo de mar.

Fue entonces cuando, suspicaz, Lady Sarah se percató. Su joven acompañante escondía algo con demasiado interés en la mano derecha. Mirando con un poco más de atención, se dio cuenta de lo que le había sucedido y puso los ojos en blanco.

—¡Elvira, por el amor de Dios! —exclamó enfadada—. Un día de estos me vas a matar de un disgusto.

A veces le resultaba misión imposible encauzar a esa niña. Elvira era una joven alegre, inoportuna, distraída, curiosa, inquieta, fantasiosa, pero de todos los adjetivos que podrían definirla, el que mejor lo hacía era el de torpe. Aunque su torpeza la hiciera también sumamente encantadora.

—¡Lo siento! De verdad, lady Sarah, lady Olivia. Perdónenme. —Elvira enrojeció de vergüenza al descubrir su mano con la taza enganchada en uno de los dedos. En su apuro, comenzó a disculparse con demasiada efusividad, meneando la tacita a un lado y a otro.

—¡Oh, madre mía! No tienes de qué disculparte, solo saca eso de ahí —respondió lady Olivia con rapidez, pero cuando por fin asimiló lo que estaba viendo, no pudo evitar comenzar a reírse de forma descarada.

«Esta niña es de lo que no hay».

—Es lo que intento, pero no lo consigo, ¿acaso no lo ve? —masculló la joven esforzándose mucho más.

Aquella situación era tan desconcertante que lady Sarah estalló también en carcajadas al ver la reacción de su amiga. Ella era una viuda respetable y estricta para la mayoría de personas, pero desde que había conocido a Elvira, su interior se estaba ablandando.

Ambas, aunque lo intentaban sin mucho esfuerzo, no lograban ayudar a la pobre muchacha. Se miraban la una a la otra y explotaban de nuevo en una sonora carcajada contagiosa.

«¡Pues vaya! Menuda ayuda que me ofrecen».

De pronto entró Harold, el mayordomo de lady Olivia, y como si hubiese nacido para hacer esto toda su vida, tiró de la taza y desatascó el dedo tras un jocoso sonido. Como si hubiese descorchado una botella de champán.

—¡Por fin! —exclamó Elvira triunfante, pues ya se imaginaba cómo sería su vida sin el dedo—. Gracias Harold.

—De nada, señorita —dijo orgulloso el mayordomo de lady Olivia por haber logrado de nuevo su cometido, fuera cual fuese, como había sido en esta ocasión.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Furioso Polka, Op. 260, Johann Strauss II

 

—¿Has estado veintiséis años conviviendo con el viejo y no te habías dado cuenta de cómo era? ¡Vamos, por favor, Henry! ¿En serio? —Gordon alzó los brazos con desesperación. Deseaba estrellar a su hermano contra la pared por haber sido tan confiado, pero entonces se quedaría sin abogado.

No podía creer lo que acababa de decirle. Estaban arruinados por culpa de la locura de su propio padre, que nunca había querido escuchar a nadie, y murió pagado de sí mismo porque nadie había sido capaz de quitarle la razón.

«¡Estúpido hasta la muerte, llevándote a todos contigo al desastre!».

No sabía con quién estaba más enfadado, si con él mismo por haber intuido que su padre sería capaz de hacer algo así y no haber hecho nada para evitarlo, o con sus hermanos por habérselo permitido. Tenía que salir de allí, pero ni atravesando mil millas se le pasaría esa desazón. Aquella situación era increíble.

—Margaret y yo veíamos cosas raras —continuó diciendo Henry con cierto temor.

—¿¡Cosas raras!? —La voz de Gordon resonó en la estancia más fuerte y potente que nunca. No lo había visto así jamás. Todo en él había cambiado y le imponía.

¡Vaya si imponía!

—Verás, a… a veces faltaba algún cuadro, otras una mesa. —La mirada de Gordon sobre su hermano era aniquiladora—. Nada importante.

—¡Nada importante! —repitió en tono amenazador.

—En fin, pensábamos que mamá estaba redecorando el salón. Te juro que jamás imaginamos…

—¡Maldito seas, Henry! —Gordon volvió a interrumpirlo, haciendo que perdiera toda credibilidad—. No te atrevas a decirlo, porque no es verdad. Era más fácil girar la cabeza y pensar que todo estaba bien, ¿verdad? Ella nos acostumbró a hacerlo. Nuestra madre se convirtió en una maestra en eso de aparentar lo que no era. ¡Hasta nos hizo creer que era feliz en su matrimonio!

—Gordon, no seas tan duro con ella. Sabes que mamá lo único que pretendía era mantener a la familia unida. A pesar de sus continuas infidelidades, papá nunca la abandonó.

—Porque no tenía otra opción, ¡era ella la que tenía el dinero! —exclamó obligando al comedido de su hermano a que cerrase la puerta de su despacho.

«Hay ciertas cosas que no es necesario que el servicio escuche».

—¿Y Thomas? —quiso saber Gordon—. ¿Él tampoco se dio cuenta de nada?

El tono escéptico le dolió a Henry.

—Él no, ellos no… —No hacía falta que dijera más—. Hacía bastante tiempo que papá lo había echado de casa.

—Cretino —murmuró Gordon entre dientes.

Hubo un silencio tenso como respuesta. Era obvio que ambos despreciaban a su progenitor, pero tenían formas muy diferentes de manifestarlo.

—Al menos Thomas no se escondió bajo su ala. ¡Quién iba a decirlo! El crío mimado fue el único capaz de plantarle cara al viejo. —Gordon era incapaz de llamar padre a su progenitor, por eso utilizaba ese apelativo de manera despreciativa para dirigirse a él.

—Tú también lo hiciste —murmuró su hermano con admiración.

—¿Y de qué sirvió, Henry? Para mantenerme alejado de la familia durante años y que hiciera con vosotros lo que quería. Pensaba que con los años os daríais cuenta de cómo era —contestó con un deje de desprecio—. Pero preferisteis dejarlo estar…

—Alguien tenía que quedarse, Gordon. Mamá sufrió mucho con tu marcha, también Caroline. Para ella no fue fácil acudir a su primer baile después de verte partir. Tendrías que haber visto su cara.

—¡Oh, sí, pobre Caroline! —emuló Gordon con desdén el tono desconsolado de su hermano—. Casada con un duque, bien lejos de Wildshine. Asqueada de su propia familia. ¡Ja! No veas la pena que me da —masculló.

—¡Eso no es cierto! —Henry levantó la voz por primera vez, y fue solo para defender a su hermana. Ambos la querían tanto que serían capaces de perder su brazo por ella—. Tú no estabas aquí cuando papá la paseaba por los mejores salones para comerciar con su dote como si fuera un caballo de carreras. No la viste cuando se enfrentó a él durante una cena porque estuvo a punto de obligarla a casarse con un vejestorio que llegó a manosearla y pretendía que se callase como si no hubiera pasado nada. De eso no te hablaba mamá en sus cartas, ¿verdad?

El silencio secundó la respuesta que vendría a continuación.

—No, no sabía nada —se vio obligado a decir un Gordon visiblemente afectado.

Como hermano mayor se sentía culpable por haber abandonado a su familia para labrarse un futuro, fue lo que más le dolió de su partida.

—¡Déjalo, Gordon! Eso pasó hace tiempo. Ya no importa —respondió Henry desquitándose con rapidez para no hacer leña del árbol caído—. Además, ya sabes cómo es mamá. Solo quiere vernos a todos juntos, y cuando lo consigue, hace lo posible para que no nos peleemos —terminó con una sonrisa en los labios.

Los recuerdos de la infancia se agolparon en la mente de ambos. A pesar de todo, habían tenido una infancia feliz en esa casa gracias al inmenso amor de su madre, que había logrado taparlo todo como la nieve en las montañas.

—Por eso nunca vine a visitaros, ni siquiera en Navidad —comentó Gordon ausente. Se había puesto de espaldas a Henry para apreciar el atardecer del condado que lo vio nacer a través del ventanal de su despacho. Algo que, de forma sorprendente, había echado en falta durante todos esos años de ausencia. Al igual que a su carismática familia—. Sabía que, si lo hacía, terminaríamos discutiendo, y no soportaba verla llorar por mi culpa.

Para sus cuatro hijos, Olivia Barton era la verdadera heroína en esta historia. Ella más que nadie merecía un descanso después de la muerte de su esposo. Quizá nunca pudo evitar las desavenencias en su matrimonio, pero siempre trató de mantener la familia unida. Los cuatro hermanos crecieron sabiendo lo que era el amor gracias a una madre entregada que dio todo por ellos, incluida su propia felicidad.

—No pienses en eso ahora. Aunque nunca te lo dijera, él te quería. Todos sabíamos que se sentía orgulloso de ti.

Gordon dejó escapar una risotada al tiempo que se daba la vuelta para enfrentarse a las palabras de su hermano. Ahora que no estaba su padre, ya no toleraría más mentiras en esa casa. Era preferible la cruda realidad antes que vivir en un infierno de falsas apariencias.

—El viejo solo quería mi dinero. ¿Sabes cuántas veces quiso enredarme para que participase en sus sucios negocios? No tenía escrúpulos, no le importaba a quién engañaba, era un timador nato. Pero lo que nunca imaginé es que sería capaz de desahuciar a su propia familia para seguir acaparando deudas sin responsabilidad alguna. ¿Qué clase de amor es ese? ¡Maldito ser despreciable! —Gordon apretó los puños para calmar la rabia que sentía en su interior. Estuvo a punto de golpear la mesa, pero no lo hizo al caer en la cuenta de que quizá su madre podría oírlo. Él sabía que, de alguna manera, ella estaba al tanto de todo. Había conseguido despistarla hablando de sus actividades comerciales por ultramar, pero conocía muy bien a su hijo e intuía que algo andaba mal en su propia casa. Algo que lo había hecho volver, y no era la muerte de su padre.

«Gracias a Dios ella nunca quiso meterse en sus asuntos, así que no sabe hasta qué punto su marido era un desgraciado».

—Entonces, ¿te quedarás? ¿Nos ayudarás a salir de este atolladero? —Henry no pudo reprimir un tono desesperado que provocó un requiebro en su voz. A él no le gustaba hacer de cabeza de familia, no valía para tomar decisiones importantes.

«Para eso siempre había estado padre».

—Os ayudaré —afirmó Gordon con decisión, haciendo que Henry no pudiera reprimir un suspiro de alivio. Volvía a sentirse como cuando estaban en la escuela y su hermano mayor venía a salvarlo de las garras de algún matón—, firmaré los avales de las tierras que malvendió papá, y veré de qué manera puedo recuperar los inmuebles perdidos, aunque ya puedes olvidarte de los campos más fértiles y productivos. Esos, hermano, seguro estarán fuera de mi alcance. También revisaré lo que puedo vender y buscaré un administrador de mi confianza para que os ayude, pero no me quedaré más tiempo del necesario. Ahora mis negocios están en América y no puedo olvidarme de ellos.

—Lo entiendo —mintió por cortesía, porque no esperaba ese tipo de respuesta. Después de todo, creía que había vuelto para quedarse—. Pero, Gordon, no olvides que tú eres el mayor. Ahora esta es tu casa.

Puede que su hermano mayor siempre se sintiera más cómodo en la cubierta de un barco que en una gran mansión como esa, pero su deber como abogado era recordarle lo que le pertenecía por derecho:

—Debes ocupar tu puesto en ella, eres el nuevo lord Barton. Por algo te llaman «el heredero».

—¿El heredero? ¡Qué gran estupidez! ¿Heredero de qué, hermano? ¡De esta desolación! —Henry ahogó un gemido cuando Gordon alzó la voz para señalar lo evidente. Manchas de humedad en el techo, cortinas viejas y apenas quedaban cuadros colgados en las paredes. Se le veía muy disgustado, esto es lo que nunca habría deseado para su madre. Los dos hermanos se mantuvieron las miradas durante unos segundos, ninguno de los dos quería que alguien escuchase esa conversación, pero había demasiadas cosas que decirse a la cara. Tras un silencio amargo, el mayor de los Barton continuó diciendo en un tono más bajo, pero igual de solemne—: No, Henry. Si he vuelto es por respeto a mamá, porque os quiero sobre todas las cosas. He visto demasiado para saber que sois lo más importante para mí. Hoy y siempre. Pero he de seguir con mi vida, este no es mi sitio. Aún me quedan muchos sueños por cumplir.

—Pero, Gordon, ¿y si esos sueños estuvieran aquí? ¡En Wildshine tienes un futuro! —respondió su hermano con devoción. Henry insistió en ese tema, ya que era muy importante para su madre. Así se lo había recalcado antes de reunirse con su hermano.

Todo cuanto había pertenecido a su familia estaba allí, en Barton’s House, y esperaba que él lo recibiese agradecido. Todos los hermanos lo tenían asumido, menos Gordon. Siempre habían imaginado, casi sabido, que volvería a casa después de lograr una y mil hazañas. Pero ahora que su padre —su gran enemigo— había muerto, decía que ese hogar era solo un recuerdo de su pasado. Parecía que no había nada que lo ligase a ese sitio, salvo su familia. Y ni siquiera eso parecía un buen motivo para quedarse.

Henry vio entonces cuánto había cambiado su hermano, la dura coraza con la que se protegía para que nada ni nadie más le hiciera daño.

«Quizá el problema es que ha estado demasiado tiempo fuera, lejos de su hogar».

—El viejo se esforzó para que yo jamás heredase nada suyo —explicó Gordon a su hermano tomando asiento frente a la chimenea. Le gustaba ese asiento, recordaba cómo de pequeño se metía a hurtadillas para sentarse allí en contra de las normas de su padre.

—Si eso fuera cierto, te habría desheredado —concedió Henry con franqueza.

—Tienes razón, hizo algo mejor. Tanto me odiaba que no le importó llevaros a la ruina para conseguir hacerme daño, sabía que solo por vosotros volvería a esta casa.

—Y nosotros nos alegramos de que hayas vuelto.

—Pero te repito que no me quedaré aquí más tiempo del necesario, este lugar me recuerda demasiado a ese sinvergüenza que ambos tuvimos como padre.

—Está bien, ya lo has dicho y te he entendido, pero no lo repitas más delante de mamá.

—No lo haré. Tranquilo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Galoppin Polka, Op. 237, Josef Strauss

 

Elvira sabía que se le haría tarde de nuevo, pero buscaba cualquier excusa para dilatar su regreso. El extraño canto de un pájaro, el curioso colorido tornasolado de una flor o el aleteo de una mariposa sobre su cabeza. Todo le entretenía y la extasiaba. La vida en el campo había resultado ser mucho más divertida y agradable que la ciudad para una joven entusiasta como lo era ella. Llevaba poco tiempo allí, pero ya amaba todo de ese pequeño condado. Bueno, todo excepto esas aburridas novelas o esos melodramas que se vendían por un penique y que tenía que leer para entretener a lady Sarah, ya que su vista cansada había dado fin a su amor por la lectura.

Y no es que a Elvira no le gustase leer, pero esos folletines eran un insulto a su intelecto. Como escritora aficionada, las tramas le parecían de lo más inverosímiles, por no hablar de esos personajes planos, predecibles, que ni siquiera lograban emocionarla en las escenas más románticas, terminando por verlas muy ridículas e insustanciales.

A veces se moría de terrible aburrimiento. Hubiese preferido mil veces ser institutriz y tener que controlar a pequeños demonios, que soportar el genio o las suspicacias de esa mujer harta de vivir. Pero su hermana Noelle —ahora llamada Natalie Sorrow— estaba siempre cerca para recordarle que habían tenido mucha suerte al conocer a lady Sarah, y que nunca podrían pagarle todo lo que estaba haciendo por ellas.

Natalie, ahora una lavandera más del condado, no lamentaba nunca lo que había dejado atrás cuando se colocaba su pañuelo en la cabeza y se iba a trabajar. Gracias a lady Sarah las dos hermanas tenían ahora un jornal y un techo donde cobijarse, no pedían más.

Sin embargo, Elvira era demasiado activa para pasar otra tarde recluida tomando té con lady Olivia, pues ese era el pasatiempo preferido de las señoras. Ella incluso le había sugerido hacer un pícnic en el exterior, pero esa idea nunca le parecía de su agrado. Lady Sarah ya era mayor y le molestaba cambiar su rutina, algo que estaba empezando a hastiar a su acompañante. La joven necesitaba respirar, brincar, cantar, hacer cabriolas como un mono durante unas horas o incluso subirse a los árboles para poder ver más allá del horizonte. Natalie no sabía hasta qué punto suponía un esfuerzo para Elvira interpretar ese papel. Y como no podía renunciar a él tan fácilmente, había decidido darse concesiones de vez en cuando. Algo que no fuera muy importante para ninguna de las dos damas, como salir por la puerta del servicio para tomar solo unos minutos de descanso, tiempo en el que podía estar en completa libertad, olvidándose hasta de quién era.

Pero su huida esa tarde fue vista por el cochero, que estaba limpiando las cuadras en el exterior.

—Simon, por favor, no digas nada —le pidió al interceptar su mirada.