Atlas político de emociones -  - E-Book

Atlas político de emociones E-Book

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Beschreibung

La vida política nunca ha sido ajena a las pasiones. Los filósofos políticos, de Platón a Rawls, se ocuparon con ellas, ya fuera para domeñarlas o encauzarlas. En la época contemporánea, los grandes procesos de cambio han ido acompañados de movimientos afectivos con resonancias individuales y colectivas. A comienzos de este siglo, con la crisis de legitimación de la democracia liberal, llega a la política el llamado «giro afectivo» y surge una apelación pública a lo emocional, hasta entonces confinado al ámbito privado. Este Atlas, fruto de un elenco interdisciplinar e intergeneracional de pensadores y pensadoras de ambos lados del Atlántico, recorre y delimita el territorio de lo emocional en el que se desenvuelve la configuración actual de lo político. Desde variadas perspectivas analíticas, críticas e históricas, propone no un tratado cerrado, sino una cartografía abierta. Una constelación de ensayos que miran políticamente a las emociones, del aburrimiento a la vulnerabilidad.

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Atlas político de emociones

Atlas político de emociones

Edición deAntonio Gómez Ramos y Gonzalo Velasco Arias

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Ciencias Sociales

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2024http://www.trotta.es

© Antonio Gómez Ramos y Gonzalo Velasco Arias, edición, 2024

© Los autores para sus colaboraciones, 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-232-1

ÍNDICE

Presentación: Antonio Gómez Ramos y Gonzalo Velasco Arias

La política y el giro afectivo

Cuestiones metodológicas

Agradecimientos

Aburrimiento: Antonio Gómez Ramos

Admiración: Facundo Ponce de León

Afectos digitales: Manuel Arias Maldonado

Alegría: Gabriel Aranzueque

Alienación: Martín Fleitas González

Ambición: Javier Moscoso

Amistad: Carmen González Marín

Amor: Virginia Fusco

Carisma: José Luis Villacañas Berlanga

Compasión: Dolores Martín-Moruno

Confianza: Fernando Broncano

Daño climático: Laura García-Portela

Decepción: Gabriel Aranzueque

Desarraigo: David Sánchez Usanos

Desconfianza: Flor Emilce Cely Ávila

Duelo: Evaristo Prieto Navarro

Enemistad: Roberto Navarrete Alonso

Entusiasmo: Gonzalo Velasco Arias

Esperanza: Edgar Straehle

Felicidad: Edgar Cabanas

Fracaso: Valerio Rocco Lozano

Fraternidad: Alicia García Ruiz

Horror: Cristina Basili

Humor: Ramón del Castillo

Ignominia: Nuria Sánchez Madrid

Indignación: Jordi Carmona Hurtado

Ira: Natalia Botonaki

Libertad: José María Lasalle

Melancolía: Carlos Thiebaut

Miedo: Fernando Vallespín

Nostalgia: Jorge Lago

Odio: Clara Ramas San Miguel

Orgullo: Ana Carrasco-Conde

Populismo: Luciana Cadahia

Psicología de las emociones políticas: Antonio Gaitán Torres

Rabia: Laura Quintana

Racismo: José Antonio Figueroa

Resentimiento: Cristina Peralta

Sentimiento de injusticia: Cecilia Cienfuegos Martínez

Sentimiento de la historia: Manuel Orozco Pérez

Sentimientos hacia (y de) los otros animales: Angélica Velasco Sesma

Sororidad: Concha Roldán

Trauma: Miguel Alirangues López

Vergüenza: Alba Montes Sánchez

Vértigo: Massino Cuono y Andrea Greppi

Vulnerabilidad: Silvia L. Gil

Nota de autores

PRESENTACIÓN

Antonio Gómez Ramos y Gonzalo Velasco Arias

La política y el giro afectivo

Nunca la política ha sido un terreno ajeno a la pasión. Y siempre, desde sus albores sistemáticos, la reflexión teórica sobre la política ha tenido en cuenta el papel condicionante que juegan las pasiones humanas. Desde que Platón vinculó la construcción de la ciudad a un cierto ordenamiento de las pasiones humanas, los filósofos de la política, de Maquiavelo a Spinoza y a Hobbes, de Rousseau a Rawls, han ido asociando las formas de organizar el Estado con estructuras de pasiones y emociones. Si hasta la primera modernidad el objetivo parece ser su domesticación y encauzamiento, a partir de las revoluciones de la edad contemporánea son las emociones del hombre común las que parecían provocar y justificar las grandes transformaciones históricas. Todos los procesos de la vida colectiva en los siglos XIX y XX, tanto las grandes catástrofes como los pequeños triunfos, fueron acompañados de movimientos afectivos que resonaban individual y colectivamente.

Sin embargo, cuando el llamado «giro afectivo», nombrado como tal a comienzos de este siglo, llegó a la política, fue para reclamar, a menudo con vehemencia, un espacio emocional que se consideraba descuidado. En rigor, este giro se nutre de la reivindicación de lo afectivo que, macerada a fuego lento y desde enfoques muy plurales, explica el desenvolvimiento de la filosofía durante el siglo XX. La apelación a la experiencia auténtica durante el modernismo, el elogio vanguardista de la negatividad, la experimentación con lo irracional, y la atención a los estratos preconscientes y corporales de la subjetividad, tienen en común su reacción frente a una modernidad retratada retrospectivamente como hiperracionalista, en exceso abstracta y por defecto ciega a la dimensión emocional de la existencia. No en vano, la filosofía política moderna, cuyos presupuestos fundamentan la legitimación de las democracias liberales, sería para esta reacción crítica una manifestación más de la superioridad de la razón sobre la emoción, puesto que consideran a las emociones como actitudes inferiores y socialmente irresponsables.

Además de reflejarse en los presupuestos del contrato social vigente, este destierro de lo emocional también se da en el plano de las ciencias sociales una vez que, a partir de los años cincuenta, estas asumieron el paradigma de la elección racional como premisa para analizar las motivaciones y comportamientos. Concebían al sujeto como un maximizador racional de preferencias, en cuya toma de decisiones los afectos juegan un papel secundario. Frente a ello, el giro afectivo viene a confirmar las precursoras sospechas sobre nuestra autocomprensión racional de referentes canónicos, como Spinoza, Hume, Nietzsche, Freud o los autores de la primera Escuela de Frankfurt. Pero esta corroboración viene de disciplinas muy diversas, produciendo confluencias sorprendentes, lo cual conlleva consecuencias tan relevantes como paradójicas para la práctica y la teoría de la política.

Por un lado, los avances tecnológicos han permitido a las ciencias cognitivas y a la psicología experimental demostrar que la actividad neurológica vinculada a la manifestación emocional precede y desencadena el juicio moral, reservado por el humanismo kantiano al ámbito de la autonomía racional. El sustrato evolutivo de nuestra naturaleza emerge como un condicionante de la libertad. En paralelo, la filosofía contemporánea, a partir de la década de los setenta, tiende a reemplazar la consideración racional del sujeto por un renovado énfasis en la materialidad y la corporalidad, en buena medida como reacción a la reducción de toda experiencia a lenguaje y discurso que había dominado el pensamiento de los primeros dos tercios del siglo XX. Tanto la crítica filosófica contemporánea como el positivismo conductual coinciden en concluir que la autonomía proyectada por la modernidad y plasmada metodológicamente por las ciencias sociales es un ideal que no se ajusta a la realidad, pues los agentes individuales no ejercemos pleno control sobre nuestra actividad. Sin embargo, y en esto estriba la paradoja anunciada más arriba, mientras la reivindicación filosófica de los afectos denuncia así que el liberalismo político habría reprimido las emociones relegándolas al ámbito de lo privado, el enfoque conductual revitaliza el afán de control propio del racionalismo, pues celebra el descubrimiento de la importancia prerreflexiva de las emociones como una oportunidad para controlarlas.

En consecuencia, las primeras décadas del siglo XXI han presenciado la contradictoria convivencia de una aproximación conductista a la práctica y a la comunicación política (con la micropolítica y la segmentariedad basada en el análisis de datos) con una crítica y una pretensión de fundamentar afectivamente nuestras democracias. El contractualismo liberal, la racionalidad de la argumentación deliberativa, o las pretensiones de cientificidad histórica y económica en los ámbitos más cercanos al marxismo, se revelan tras el giro afectivo como demasiado ajenos a la realidad emocional del ciudadano, a las fuerzas afectivas de la rabia, la esperanza o la indignación que le mueven, le afectan e, incluso, le convierten en sujeto político. Esta realidad emocional habría estado igualmente descuidada en la práctica de la política profesional: las democracias occidentales aparecían encorsetadas por la burocracia de los partidos, por el cálculo interesado y la negociación continua, convertidas ya en una fría jaula de argumentos econométricos y rígidas regulaciones y normas, ajenas a los sentimientos de sus ciudadanos. Puede que fuera así, o puede que no. Es cierto que las democracias liberales de la modernidad tardía, sus grupos dirigentes eran más bien parcos en expresiones afectivas; en parte por cautela, visto el desenfreno emocional con el que se habían desarrollado los totalitarismos anteriormente. Pero también es cierto que los afectos seguían operando incluso dentro de la burocracia partidista y de la negociación económica.

En cualquier caso, las nuevas formas de hacer y pensar la política que nacen con la ya larga crisis de legitimación de la democracia liberal, a partir al menos del cambio de siglo, convierten la sensibilidad en un campo de batalla y apelan directamente a lo emocional. Lo hacen los llamados populismos, tanto entre los de derechas, que miran con nostalgia al fascismo —y quizá por ello les resulta natural la manipulación de emociones primitivas— como entre los que, en la izquierda, pretenden transformarla en aras de superar las insuficiencias de la democracia representativa. Lo hacen los nuevos nacionalismos. Lo hacen los movimientos que tienen lugar por fuera de las instituciones, pero que no dejan por ello de afectar profundamente a la vida colectiva: los diversos feminismos o una parte del ecologismo se constituyen a través de un discurso deliberadamente emocional, y reclaman la entrada de los afectos en la toma de decisiones y en la organización de la vida colectiva. En algunos casos, argumentan incluso que es su constitución afectiva lo que les da una superioridad moral y epistémica sobre las políticas patriarcales, capitalistas, tecnocráticas que tratan de subvertir.

A la vez, en ningún sitio se diagnostica mejor la profunda crisis de la democracia actual que en la facilidad con la que ella misma cae cada día en la tentación de la manipulación emocional. En las campañas electorales, los argumentos o los programas se han sustituido definitivamente por imágenes impactantes o por eslóganes publicitarios que convierten a una simple emoción, a menudo muy primaria, marginal respecto al conjunto de problemas sociales reales, en la clave que decide un resultado electoral. Para unos y otros, la acción política es sobre todo un juego de emociones. Pero, ahora, de modo más explícito y quizá exacerbado que nunca, parece casi un lugar común lo que la teórica Sarah Ahmed se plantea como punto de partida en su libro sobre La política cultural de las emociones, y es que estas existen y funcionan configurando, moldeando, los cuerpos individuales y colectivos. Más allá de estructuras jurídicas y de formas constitucionales, parece que los estados de ánimo y los sentimientos colectivos son los que definen la forma de una colectividad —al menos en un momento determinado— y configuran su curso de acción.

Podríamos decir, incluso, que el giro afectivo adoptó una variante colectivista a partir de 2011, fecha simbólica por la proliferación de manifestaciones públicas de protesta directa o indirectamente relacionadas con la crisis económica y sus consecuencias para la legitimación de regímenes políticos constituidos. Durante la segunda mitad del siglo XX —aquí la fecha paradigmática es 1968— la crítica a la jaula de hierro burocrática del Estado y a la cultura de la racionalidad tuvo como efecto una reivindicación política de la vida cotidiana y, con ello, progresivamente, una representación de las emociones hasta entonces confinadas a la invisibilidad de lo privado. Es hoy un consenso en la teoría social y cultural que esta implosión de los afectos privados fue asimilada por un capitalismo neoliberal dedicado a su rentabilización como formas de consumo y fuerzas de producción: son ejemplo de ello el imperativo social de la felicidad, la concepción mercantil del amor o la canalización motivacional de la creatividad y del entusiasmo, por nombrar algunas emociones tratadas en este volumen. A partir de 2011, en cambio, fue posible una puesta en común de experiencias que habían sido padecidas individualmente, lo cual permitió su transmutación en pasiones de intencionalidad política y moral.

De la politización y posterior capitalización de afectos y emociones pasamos a una desinhibición de pasiones estrictamente políticas que desde entonces condicionan la dinámica de las democracias representativas. Si ese estado de ánimo colectivo es un agregado de sentimientos individuales, o si estos, por muy privados, personales e íntimos que se pretendan, son en realidad resonancias de olas afectivas supraindividuales, es una cuestión clave al explorar la estructura social de las emociones. El propósito de este Atlas apuesta más bien por lo segundo, como se explicará más adelante. En cualquier caso, la aseveración de Sarah Ahmed sugiere que la forma de cada subjetividad individual, incluida su propia corporalidad, es el resultado de un juego de emociones, sin que estas surjan de un fondo privado e íntimo —como presuponen a menudo, con cierto romanticismo, los defensores del individualismo liberal—, sino que circulan por contextos sociales, económicos y políticos que escapan a cada individuo, a cada ciudadano y también a cada sujeto colectivo.

Hay, se dice en el lenguaje actual, emociones negativas y positivas. Pasiones tristes y pasiones alegres, las llamaba Spinoza, quizá con más tino. Nunca se dan por separado. El dolor, la rabia, el resentimiento o la ira se cruzan e interactúan con el entusiasmo, la alegría, la amistad o el amor. No hay líneas que distingan tajantemente unas de otras; más bien, en la complejidad de los vínculos sociales y las heridas que producen, las distintas pasiones se combinan y es imposible apelar a una sin encontrarse con hilos de otra, quizá contraria. No hay rabia de y por los oprimidos sin algún modo de amor, no hay entusiasmo sin una decepción previa o sin algún tipo de esperanza... Lo político no es un juego de emociones, aunque se acompañe siempre de ellas y se forme con ellas. Atender al efecto de las pasiones o las emociones sobre lo político implica aclarar cómo operan, cómo circulan y evolucionan para dar forma a esos cuerpos individuales y colectivos. La urgencia por hacerlo, en medio de la profunda crisis de la democracia actual, está, seguramente, detrás de la inmensa literatura sobre política y emociones, política de las emociones, que se produce actualmente en el mundo académico del hemisferio occidental.

Cuestiones metodológicas

Esta era también la urgencia del proyecto de investigación «Sujetos-emociones-estructuras. Para un proyecto de teoría social crítica» (FFI 2016-75073) que está en el origen de esta obra colectiva. Un grupo de investigadores de varias universidades madrileñas, aglutinado en torno a la Universidad Carlos III, se propuso aportar clarificación conceptual a los discursos sobre lo emocional y afectivo, y alcanzar un sentido crítico que pusiera al descubierto los problemas y disfunciones de articulación entre las subjetividades individuales y las estructuras sociopolíticas que posibilitan o malogran las vidas de las personas. Clarificar significaba, en principio, elaborar un catálogo de esas emociones atendiendo a su dimensión sociopolítica más que a la experiencia particular de los individuos, perfilando las más relevantes. Pronto se vio que esos perfiles terminaban trazando una cartografía, imágenes conceptuales de un territorio emocional por el que discurre en gran medida la política de hoy: a veces como intensas expresiones en la superficie, conmociones más que emociones; a veces como movimientos profundos, más silenciosos pero de más largo alcance, estados de ánimo que son capaces de transformar a largo plazo paisajes enteros. También se vio pronto que la pluralidad de las emociones que considerar y la diversidad de enfoques posibles hacían necesario un grupo de colaboradores más nutrido. Fue la razón para invitar al elenco de cuarenta y cuatro pensadores y pensadoras de los dos lados del Atlántico, proponiéndoles que presentaran desde su posición particular una visión de una emoción concreta. La yuxtaposición de esas visiones, cada una de ellas un recorrido particular, da como resultado este Atlas político de emociones.

Cómo trazar ese mapa es la primera decisión metodológica. El territorio de las pasiones es inestable. Varía históricamente: como verá el lector, las emociones ganan o pierden relevancia con los tiempos, algunas desaparecen, otras se funden con emociones afines, otras experimentan una metamorfosis tal que casi parecen nuevas. También cambia sorprendentemente la valoración que se hace de ellas: la rabia, la ira o el resentimiento, tradicionalmente desacreditadas, ganan de pronto una valoración positiva en ciertos contextos actuales, cuando la política se emocionaliza explícitamente. Por otro lado, no se pretende una investigación psicológica de carácter empírico, tampoco una descripción politológica que apoye con ciertos datos concretos la interacción de la lucha política y la psicología social. La historia de las emociones y la historia conceptual fueron valoradas como enfoques metodológicos que permitirían unificar las diferentes aproximaciones a un elenco de emociones tan variado. Aunque de gran tradición y solvencia científica, ambas aproximaciones fueron descartadas. En lo que concierne a la historia de las emociones, porque la acotación de las fuentes consideradas válidas y el trabajo de archivo hubiese implicado una especialización ajena a los objetivos de este Atlas; en cuanto a la historia conceptual, hubiera requerido un sesgo filológico que habría limitado el estudio a ciertas lenguas y culturas. Dicho esto, ambas metodologías son aplicadas en muchas de las investigaciones que reúne el volumen, integradas de forma reflexiva con otros enfoques igualmente válidos. Porque el Atlas es, sobre todo, una reflexión acerca de un territorio en sí mismo inabarcable, un ensayo de presentarlo conscientemente que plantea un recorrido que es en sí un ejercicio filosófico.

Como tal, no es el único posible, ni tampoco puede ser exhaustivo. Cada una de las emociones podría ser presentada de otra manera, en otra perspectiva. La pluralidad inevitable de la política se refleja, ampliada, en las múltiples alternativas para dibujar una emoción. Tampoco están todas las emociones —si es que se puede agotar el catálogo de ellas—, sino aquellas que han ido resultando relevantes y accesibles, en función de la política actual y del diálogo con los colaboradores, quienes, a menudo, han sido los que proponían un nombre de emoción, o un acercamiento particular a ella. Algunas, quizá relevantes, se han quedado por el camino; otras, no previstas inicialmente, han surgido de pronto para proponer una visión inesperada y poco usual, pero creemos que fructífera.

Lo que se le proponía a cada autor es que, con toda libertad de estilo, expusiera las posiciones que él o ella juzgaran más importantes sobre la entrada en cuestión, tanto históricamente como en la actualidad, y que elaborasen una postura propia. Sin menoscabo de la erudición, cada autor se podía y debía arriesgar a un ensayo personal que propusiera un recorrido, inevitablemente algo sesgado, por el territorio singular que se delimita con una emoción concreta. La pretensión de este Atlas no es elaborar un completo tratado político de las pasiones —¿quién podría hacerlo nunca?—, ni siquiera de las más representativas. Más bien, desde la sensibilidad particular de cada autor, y trabajando en el contexto europeo e iberoamericano, ofrecer una suerte de índice de la época, del momento, también de un espacio o una atmósfera. Por eso, algunas entradas, como «Racismo», evitan un enfoque general y no reproducen una discusión ya muy amplia, especialmente en el mundo anglosajón, sino que se concentran en una narrativa particular y olvidada de la colonización española en Cuba. Otras, como «Ambición», se circunscriben a periodos históricos concretos en los que esta pasión se vuelve temática. Y otras, como «Carisma», recurren a una intrincada historia conceptual para poner en duda que el carisma, o las emociones que suscita, puedan tener validez hoy. Como todo atlas, o como todo ejercicio cartográfico, no deja de ser un utensilio, una herramienta para tratar con una realidad en sí misma apenas conceptualizable. Si esa realidad, la de lo emocional, es un territorio, cada entrada es una propuesta de recorrido por él; una propuesta que no excluye otros posibles recorridos. Será elección del lector por dónde y hasta dónde caminar.

Estrictamente, no todos los títulos de las entradas nombran una emoción. En algún caso, como «Enemistad», «Populismo» o «Vulnerabilidad», se nombra más bien una constelación emocional, un espacio de la acción política donde cierta emoción o emociones adquieren una especial relevancia; en otras temáticas, como en la injusticia, la historia, o los animales, hemos antepuesto la palabra «sentimiento», que despeja las dudas.

Y, ciertamente, esta palabra alude a otra duda central que hemos mantenido hasta el final, de la que hay que dar cuenta ahora. ¿Se trata de emociones, pasiones, afectos, sentimientos? ¿Por qué un Atlas político de emociones, y no un Atlas político de pasiones, o incluso un Atlas de pasiones políticas? Respecto a lo último, baste decir que no se trata de distinguir unas pasiones políticas de otras que no lo son. En la medida en que todas las emociones pueden participar en la configuración de lo político, a la vez que resultan de la acción política misma, todas las emociones podrían ser políticas. Lo interesante es cómo se consideran políticamente las emociones, incluso aquellas que, en tiempos de concepción disminuida de la política, parecen reducirse al ámbito privado. Por eso es el Atlas el que lleva el adjetivo de «político»: no es tanto hablar de emociones políticas como mirar políticamente a las emociones.

Decidirse por el término «emociones», en lugar de pasiones o afectos, ha resultado más difícil. El término «emoción», que procede de la psicología y tiene, o tenía, pretensiones científicas, ha terminado por imponerse, también por la influencia anglosajona, desplazando al término más clásico de «pasiones», cargado de connotaciones morales y condicionamientos culturales. También los «afectos» han quedado relegados. Estrictamente, «emoción» no tendría legitimidad suficiente para ser un concepto general, aunque de hecho funciona como tal en el discurso social. Desde el punto de vista de la psicología y de la ciencia cognitiva, la emoción es reactiva, puntual, fisiológicamente determinada. Para la filosofía, como ha tratado de mostrar Robert Solomon en Ética emocional o Martha Nussbaum en Emociones políticas, la emoción es más bien un acontecimiento mental, análogo a los juicios y a las evaluaciones. La historia de las emociones, influida por la antropología cultural, las considera como herramientas de comunicación y estudia su papel en los intercambios interculturales y en las normas que los gobiernan. Estas aproximaciones tienen en común un cierto desdén hacia la , manifestación somática de la emoción, que es considerada inespecífica, secundaria y no esencial para su comprensión.

Desde un punto de vista opuesto, la elección del término «afecto» suele justificarse por la reivindicación de una esfera de actividad corporal independiente de la de actividad mental del sujeto. La postura académica que prefiere este término a «emoción» o «pasión», y que insiste en hablar de «intensidades» y «fuerzas» corporales, en un lenguaje de raíz deleuziana, lo hace precisamente como reacción a la tendencia a ubicar en el lenguaje y en el discurso el origen de toda actividad humana. Para Brian Massumi, «afecto» es una intensidad prelingüística y precultural del cuerpo, mientras que «emoción» se refiere a esa misma intensidad cuando es capturada e interpretada por el sujeto. De ahí que, en esa misma línea, Sara Ahmed renombre a los cuerpos como «superficies» a las que «se adhieren» las emociones para moldearlas.

Descartado el término «pasión», por denotar pasividad del sujeto que la padece y sometimiento a otras fuerzas que, sin embargo, le convierten en actor político, creemos que está justificado mantener la noción más general de «emociones», en tanto las consideremos no tanto como algo que tenemos en nuestro interior, sino como algo que hacemos, en un entorno sociocultural dado, y en contacto y negociación con los demás. Frente a la comprensión de las emociones como «contenido mental», entenderlas como prácticas permite un análisis cultural e histórico. Y frente a su comprensión estrictamente discursiva, comprenderlas como algo que nuestros cuerpos hacen permite combinar la dimensión corporal con la estructuras y patrones sociales, lingüísticos y locales que en cada caso la determinan. Desde nuestro punto de vista, las emociones no son solo contenidos mentales interiores, no son determinaciones discursivas exteriores, ni tampoco realidades afectivas exclusivamente somáticas: son complejos de prácticas emocionales nombradas e incorporadas a través de comportamientos habituales y ritualizados, que condicionan así los límites de lo que es posible hacer, pensar y sentir.

Desde esta perspectiva, a modo de ejemplo, podríamos afirmar, incluso, que la comprensión de la dimensión emocional como algo interior a la conciencia del sujeto es ya el resultado de una serie de prácticas ideológicamente orientadas a la neutralización del cuerpo y su sometimiento jerárquico a la esfera anímica o intelectual. De ahí que un Atlas político de emociones aspire a dibujar una cartografía de las tendencias, los estados y los comportamientos emocionales tal como se han ido configurando y pueden ser actualizados en la realidad político-cultural contemporánea. De ahí, también, que lo hagamos tomando en consideración el nivel discursivo y el psíquico, el semántico y el pragmático, el filosófico y el político. De entre las cuarenta y cinco entradas que componen este Atlas, algunas podrían más bien ser consideradas como pasiones, otras encajan más en la categoría de emoción, en algún caso son solo sentimiento; alguna, como «Aburrimiento», designa más bien un estado de ánimo, un mood, que no cabría calificar de pasión ni de emoción. No en vano, algunos de los autores aclaran en su texto si están tratando de emociones, pasiones o sentimientos. En conjunto, representan una constelación de emociones que interactúan en distintos planos de análisis, y que permitirán al lector orientarse y ubicarse en la complejidad subjetiva de la que será protagonista y espectador.

Lo hará en medio de la diversidad de enfoques que va a encontrar en estas páginas. Hay en ellas un cierto eclecticismo que responde a la diversidad y versatilidad del propio espacio emocional, que no admite un modo exclusivo de acercarse a él, menos aún cuando se trata de lo social y lo político. No hay en este Atlas una posición unitaria sobre la política de las pasiones, sobre cómo operan políticamente o cómo tratar políticamente con ellas. El conjunto es, sobre todo, el resultado contingente y variable a partir de la orientación filosófica de sus autores, de su autoposicionamiento en el espectro ideológico y, lo que no es secundario, de su localización geográfica. El lector reconocerá rápidamente las afinidades liberales en unos, en otros las republicanas, o las populistas, o las directamente socialistas. La huella de la experiencia latinoamericana estará más presente en unos, y la de la europea en otros. Aunque solo hay una entrada relacionada directamente con el feminismo, «Sororidad», la perspectiva de género permea muchas otras, ya sea por la sensibilidad propia de las autoras y autores, ya sea por la historia y características de la emoción tratada, como puede ser el caso de «Sentimiento de injusticia», «Amistad» o «Vulnerabilidad». Metodológicamente, algunas entradas recurren a la historia conceptual, en algunos casos con una apuesta por el rigor filológico y la exploración en las fuentes clásicas (sería el caso de «Alegría», «Ignominia» o «Esperanza»). En la mayoría, esa exploración historiográfica se combina con una reflexión analítica y especulativa atenta al diagnóstico social del presente (representativos serían los casos de «Melancolía», «Entusiasmo», «Amor», «Horror», «Humor», «Aburrimiento», «Odio»). Aunque no sea el conjunto más numeroso, también están presentes los análisis de constelaciones emocionales específicamente políticas y sintomáticas de la evolución política del presente, como pueden ser «Carisma» o «Populismo». Alguna entrada sí busca hacer una historia estricta de la emoción, centrada en un periodo concreto, como «Ambición», estudiada a partir del ciclo histórico-político iniciado en Francia por la Revolución de 1789. Y también encontramos trabajos de estilo más analítico y fuentes puramente académicas, rubricados por especialistas en el estudio de su correspondiente emoción: esto es evidente en los casos de «Compasión», «Daño climático», «Vergüenza», «Felicidad», «Psicología de las emociones políticas», «Sentimientos hacia (y de) los otros animales» o «Trauma».

Las diferencias generacionales pueden hacerse perceptibles entre autores que se formaron antes del giro afectivo, pero lo reconocen, y otros más jóvenes, que han entrado en la reflexión política después de ese giro, ya en plena crisis de la democracia, y han madurado en medio de los movimientos surgidos en este último ciclo histórico-político. Se hace patente así una suerte de falla, un punto de fricción implícito y sintomático del presente desde el que se escribe y se recupera el pasado de las emociones en cuestión: el intento de encontrar justificación y legitimidad para emociones tradicionalmente «negativas», condenadas por excesivas, implícitas o directamente enemigas del orden social, que sin embargo han protagonizado diversas movilizaciones sociales desde el estallido de la crisis financiera y democrática de 2008. La rabia enardecedora, el resentimiento empoderador, la ira emancipadora, o la indignación solidaria son reflejo de esta «transmutación de los valores» políticos, de la necesidad de época por encontrar el sentido de una vía afectiva que se reivindica como la única verdaderamente operativa ante la crisis de legitimidad democrática, la precarización de las condiciones de vida y el agotamiento de los recursos imaginativos para proyectar un futuro habitable.

Agradecimientos

Este volumen es un trabajo colectivo que no puede cerrarse sin expresar nuestro agradecimiento a las muchas personas e instituciones que lo han hecho posible. Miguel Ángel García Torres ha realizado una gran parte del penoso trabajo de edición, y su sensibilidad literaria y sabiduría filosófica han sido de gran valor en la revisión de los textos. Las autoras y autores que han respondido a la oferta de colaborar han sido tolerantes y flexibles frente a las modificaciones que la propia elaboración del Atlas iba imponiendo en sus textos. Durante esa elaboración, el ciclo «Cartografiando las pasiones políticas» (en el cual sí que optamos por hablar de pasiones) permitió ir discutiendo algunas de las entradas ya escritas, con participación de los autores. El ciclo tuvo lugar primero en las pantallas y en el reino de lo telemático, mientras la pandemia no permitía otra cosa, y encontró luego acogida en Metalibrería, en Madrid. Agradecemos especialmente a esta singular librería filosófica su colaboración aquí, así como a todos los participantes en las sesiones del ciclo. En alguna de las primeras sesiones, Edgar Cabanas hizo la decisiva sugerencia de llamar Atlas a esta obra, y nos hizo conscientes de la exploración cartográfica que estábamos realizando. Un agradecimiento particular, desde luego, a la editorial Trotta y a su labor de edición, minuciosa y exigente.

Aburrimiento

La relación de aburrimiento y política contiene dos paradojas. Una primera es que, políticamente, el aburrimiento puede verse como una meta, un estado por alcanzar. Pues un cierto grado de distensión, una atmósfera anodina en lo político, podría ser señal de buen funcionamiento de la vida pública, el que permite a las personas emprender otras cosas y florecer en ámbitos no estrictamente políticos. Como decía Hegel, los tiempos felices son páginas en blanco en el libro de la historia. Cierto es que esa tranquilidad suele sostenerse reprimiendo tensiones e injusticias que acaban por estallar y hacer la política de nuevo «interesante». O bien, incluso si no hubiera tales tensiones ocultas, siembre habría ciudadanos que, por no soportar la monotonía, estarán prestos a inventar alguna tensión nueva. Más de una guerra y conflicto se han querido explicar de esta manera, dado que parece residir en la psicología humana un impulso a huir del tedio buscándose problemas y sufrimientos. El propio Kant dejó escrito que Adán y Eva se habrían aburrido mucho si hubieran permanecido en el paraíso. Con todo, el tópico de esta explicación psicológica tiene sus limitaciones para describir la relación entre política y aburrimiento. Es muy del gusto de quien tiene el poder cuando busca rebajar la importancia de un conflicto político y contrarrestar a sus opositores. Además, el tópico ignora que hasta las sociedades más justas y equilibradas —políticamente anodinas, por ello—, conviven con injusticias y tensiones; a menudo se sostienen sobre ellas, por lo que la ruptura de la situación de aburrimiento es inevitable. Por eso, sin dejar de lado la deseable perspectiva de una sociedad cuya estabilidad política permitiera a sus ciudadanos entregarse a otras preocupaciones, conviene fijarse en una segunda paradoja, que se nos revelará más fructífera.

Es la siguiente. Por un lado, la política es una fuente de emociones intensas, capaz de borrar cualquier atisbo de aburrimiento en quienes participan de ella, ya sea como actores o como meros espectadores. Son emociones que se despiertan, sin duda, en los grandes acontecimientos, o en momentos que afectan de modo profundo a la vida colectiva; pero también en las pequeñas trifulcas y discusiones del día a día, de la disputa parlamentaria o de las refriegas partidistas en los medios y en las redes. Por otro lado, una vez que se abandona el plano de lo simbólico, resulta que la materia en la que se moldea la lucha política, las cuestiones de las que realmente se trata —regulaciones económicas sobre comercio, salarios, precios, pensiones; tecnicismos jurídicos sobre derechos, deberes y normas de convivencia— pertenecen a lo más tedioso de la vida humana. Pasado el ardor de la manifestación o la euforia de la noche electoral, el activista político o el flamante diputado tienen que sumergirse en una densa jungla de procedimientos, protocolos, negociaciones, trámites administrativos, minucias técnicas. El tedio que destila todo ello se alivia únicamente con la expectativa de una emoción futura. Esta es la paradoja: la política promete una salida eficaz al aburrimiento que forma parte fundamental de la existencia humana, pero ella es en sí misma aburrida y suele producir hastío en los sujetos que con más conciencia se entregan a ella.

En parte, estas paradojas se explican por la dificultad de establecer unos contornos precisos para el aburrimiento. El aburrimiento es una noción proteica. Históricamente, se presenta de forma diferente, desde las formas de tedio y acidia antiguas al esplín decimonónico o el aburrimiento típicamente moderno. Socialmente, tampoco se pueden equiparar las formas de aburrimiento de una aristocracia desocupada con las de los desempleados y excluidos del mundo contemporáneo (Van den Berg y O’Neill 2017). Moralmente, por fin, es llamativo el contraste entre las condenas a la pereza y la desocupación, madre de todos los vicios (Kierkegaard decía que el aburrimiento es la causa de todos los males), el horror al vacío del aburrimiento que comparte la mayoría de las personas y las arroja en busca del entretenimiento, y, de otro lado, la reivindicación de la capacidad de aburrimiento que, al menos desde Heidegger (2007) y hasta Han (2011) o Joseph Brodsky (1995) y Svendsen (2008), se viene dando en la extensa literatura sobre los Boredom Studies generada recientemente. En esta entrada, trataremos de definir con alguna precisión los contornos de ese afecto llamado aburrimiento, mostrando también dónde son inevitablemente imprecisos, o se funden con afectos afines. Analizaremos las discusiones actuales sobre el aburrimiento y su potencialidad crítica y formativa. Resultarán de ello implicaciones que no carecen de interés para la política: tanto para la vida colectiva como para la forma en que los sujetos se relacionan individualmente con ella y consigo mismos. Nuestra tesis será que la paradoja señalada inicialmente apunta a un vínculo íntimo entre el aburrimiento y lo político: por un lado, el aburrimiento se revelará como la menos política de las emociones, porque coloca al sujeto frente a sí mismo y su soledad, fuera del teatro del mundo. Pero, a la vez, una política que sea solo entretenimiento, antídoto del aburrimiento, significa la aniquilación de la libertad y conlleva una degradación de la vida colectiva. Entre estos dos polos se debe mover la reflexión sobre el aburrimiento. Finalmente, esa reflexión parece imprescindible ante la perspectiva histórica de una sociedad que se autocalifica como sociedad del ocio y del entretenimiento y sobre la que pesa, como amenaza y promesa a la vez, la automatización generalizada y, con ella, la reducción drástica del tiempo de trabajo humano.

Una historia reciente

Hay un cierto acuerdo en que el aburrimiento es un fenómeno típicamente moderno: es un estado de ánimo que aparece en el quicio del siglo XVIII al XIX, a las puertas del Romanticismo. Para muchos (Svendsen 2006) es un invento romántico. La propia palabra inglesa en la que hoy se centran los estudios (boredom, boring) es un neologismo del siglo XVIII. Como también lo es la alemana Langeweile (Dalle Pezze y Salzani 2009). La palabra francesa ennui, más antigua, proveniente del latín inodiare, no adquiere su sentido actual hasta la época contemporánea, cuando Baudelaire, en un famoso poema de Las flores del mal, lo presenta como un «monstruo delicado», «el más feo, malo e inmundo en la jaula infame de nuestros vicios». Anteriormente, l’ennui era demasiado elevado, aristocrático. Por eso, también, el poeta francés importó del inglés la noción de spleen, en busca de una palabra para el nuevo fenómeno. Curiosamente, el español «enojo», procedente también del inodiare latino, podía tener en el siglo XVI un sentido parecido al ennui francés —como odio y rechazo del mundo—, para adquirir luego el significado de mero enfado o malhumor. «Aburrimiento», como cultismo derivado de abhorrere, y con el significado de aborrecer, existe ya en el castellano medieval, según informa el diccionario de Corominas. Pero, realmente, no adquiere el significado moderno hasta más tarde. Por ejemplo, el Diccionario de autoridades, en el siglo XVIII, todavía se esfuerza mucho más en definir «aburrir» —«apesadumbrar mucho, hacer despechar y desassossegar à uno, de suerte que no solo le entristezca, sino que casi llegue à aborrecerse»— que en explicar la palabra más antigua, «tedio» —«aborrecimiento, fastidio, ù molestia»—, a pesar de que hoy consideraríamos sinónimos uno y otro. En todo caso, el aburrimiento de la sociedad contemporánea, como estado de ánimo que se sufre por la falta de estímulo y diversión, no corresponde ya a esas definiciones. No es pesadumbre, ni malhumor, ni desasosiego, aunque pueda colindar con ellos.

Es de suponer que también los antiguos tendrían que conocer la experiencia de un tiempo vacío, sin nada que hacer y sin sentido, tal como nosotros la asociamos hoy al estar aburrido. Pero apenas tenían palabra para ello. El griego alus no corresponde del todo, y es raro; el latín fastidium se acercaría más, e incluso Séneca escribió un tratado sobre el taedium vitae que podría ser una primera investigación filosófica sobre el aburrimiento. Con todo, el aburrimiento no llegó a ser un tema que mereciera ser considerado por la literatura o la filosofía antiguas. Para los monjes medievales, sí lo fue la acedia, o acidia, ese «demonio del mediodía» que asaltaba al monje justo a esa hora y le apartaba de Dios. Sin embargo, para ellos se trataba de un pecado —el origen de todos los pecados— y, por tanto, designaba más bien un concepto moral que un estado psicológico. A partir del Renacimiento, la melancolía, en cierto modo una secularización de la acedia, gana protagonismo. Como en el caso de los monjes, es propia solo de unos pocos; ahora, de nobles y de artistas. Al menos, se teoriza para ellos, aunque algunos cuadros de la época, de Mathias Gehrung o de Brueghel, representan también a individuos de clases populares en actitud melancólica. Pero, mirando a la teoría, lo importante es que el énfasis pasa ahora del alma al cuerpo. Etimológicamente, la acedia era a-kedos, esto es, falta o privación de cuidado, de atención; en su lugar, la melancolía designa la bilis negra. Y es objeto de una valoración ambigua: melancolía es tanto una enfermedad como la ocasión para la creatividad.

El paso a la Edad Contemporánea, defienden Dalle Pezze y Salzani, supone una democratización de lo que antes era la melancolía o ennui, transformados ahora en aburrimiento. La aparición de la palabra boredom, en 1765, con una etimología incierta (tal vez de to bore: taladrar, vaciar, agujerear) indica la necesidad de designar algo que era distinto del ennui. Este va más bien ligado a un «juicio sobre el universo y supone un sentido de potencial sublime, de sentirse superior al entorno» (Dalle Pezze y Salzani 2009, 9). También algo distinto del inglés spleen, que combina el fastidio y el malhumor asociándolos a un órgano corporal, el bazo. El boredom, en cambio, el aburrimiento, era una nueva sensación de respuesta a lo inmediato, algo trivial que cualquier persona, no solo los nobles, los artistas, los monjes, podía sentir y sufrir. En la nueva realidad social, económica y cultural del mundo moderno, la vaciedad y la falta de significado, con el malestar que conllevan, el alargamiento del tiempo sin sentido, tal como da a entender la palabra alemana Langeweile (literalmente: «rato largo»), era un sentimiento cotidiano que hacía presa en amplias capas de la población, tanto en provincias como en la capital. La literatura iba a explorar ampliamente ese fenómeno, desde el Romanticismo temprano —como en la novela William Lovell de Tieck— hasta la modernidad más extrema de Samuel Beckett o en las creaciones pop de Andy Warhol. Cuando alguien está dominado por ese sentimiento, pierde interés por el mundo. No es casual que fuera también por entonces cuando la palabra interesting adquirió su valor actual: la elevación de lo interesante a categoría estética y moral perdura todavía hoy, con esa raíz latina, en la mayoría de las lenguas. «Interesante» es justo una de las formas contrarias de lo aburrido. Como también lo es, a un nivel inferior, lo entretenido: la sociedad moderna se ha ido convirtiendo en una sociedad del entretenimiento, que trata de ofrecer alternativas y escapes, cada vez más sofisticados, a la amenaza constante del aburrimiento. El avance de la novela en el siglo XIX tenía mucho que ver con ello; algo que no se le escapó a Walter Benjamin en su ensayo «El narrador». La vinculación de lo narrativo con la intriga, con el suspense, con la expectativa de cómo seguirán los acontecimientos —algo que desarrollan al extremo el cine y las novelas de terror o policíacas— hubiera sido extraña para los griegos. Estos conocían de sobra cuál era el final del mito que iban a escuchar o ver representado en la escena. No hubieran comprendido el enfado que un moderno descarga sobre el spoiler que delata el final antes de tiempo.

Esta necesidad de novedad, de intriga, sobre todo, de alguna emoción intensa, así como de la multiplicación de estímulos, muestra inequívocamente que el aburrimiento se había instalado en las vidas de los modernos. Seguramente, pueden identificarse las causas históricas, sociales y culturales de este nuevo sentimiento. Puede que el tiempo vacío y fragmentado del mundo industrial, las nuevas formas de trabajo mecanizadas, que Marx describió como alienantes, fueran ya de por sí aburridas, y se alternaban con tiempos de ocio —entre trabajo y trabajo— que había que rellenar con algún entretenimiento. A la vez, la secularización y el desencantamiento del mundo, la quiebra de las antiguas creencias, vaciaban de sentido tanto la naturaleza como los rituales y las actividades cotidianas. No en última instancia, el individualismo moderno, ligado a la desaparición del sentido colectivo de la vida, obliga a autorrealizarse, a «llenar» la propia vida interior, la cual, por lo pronto, se aparece vacía y desangelada. Se supone que quien tiene una rica vida interior no se aburre; y, además, como se suele decir, «no hay cosas aburridas, sino personas aburridas». Sostiene Svendsen que este es un problema que descubren los románticos, quienes, por eso mismo, tematizan el aburrimiento a la vez que tratan de combatirlo con el amor (la Lucinde de Schlegel), con la acumulación de experiencias (el mencionado William Lovell), con el arte y lo sublime, con la historia o con la acción política.

Para mediados del siglo XIX, Baudelaire, como hemos visto, ya sentenciaba el tedio como el mal del siglo que afectaba tanto a él como a todos sus semejantes: «Tú conoces, lector, el monstruo delicado / hipócrita lector, mi semejante, mi hermano». El propio Flaubert, en su novela Bouvard y Pécuchet, distinguía entre el «aburrimiento común» y el «aburrimiento moderno», y no es difícil suponer que las andanzas de los dos amigos, así como las pasiones eróticas de Madame Bovary, fuesen, en el fondo, una huida o un antídoto frente al aburrimiento que les amenazaba. Por los mismos años, Schopenhauer había sentenciado que el ser humano tiene que elegir entre sufrir o aburrirse, la vida le va llevando de lo uno a lo otro.

El tiempo y la experiencia

Muchos autores coinciden en vincular el aburrimiento con una percepción particular del tiempo. Ya la propia palabra alemana, Langeweile, indica un rato largo, un tiempo que se alarga en contraste con la brevedad de lo divertido, lo entretenido, el Kurzweil. La sensación de aburrimiento es la de un tiempo sin fin, sin término ni plazos, sin más medida que el paso vacío de los minutos. Todo el mundo lo conoce en la experiencia de la espera; o más bien, la ausencia de experiencias que va ligada a una espera en la cola, en la parada de metro o autobús, en la celda de la prisión. Visto así, el aburrimiento viene a coincidir con un exceso de tiempo. «No tengo tiempo para aburrirme», es la expresión coloquial con la que muchas personas se declaran a salvo del monstruo delicado recurriendo a la actividad —a veces, a la hiperactividad—: hacer cosas.

El problema para el aburrido, sin embargo, es que no tiene nada que hacer, o más precisamente, que no encuentra nada que merezca la pena hacerse. Peor aún, puede que esté haciendo algo que para él no merezca la pena, algo a lo que no le encuentre sentido: esto sería justamente la clave de la alienación en el trabajo y en el ocio que Adorno identificó como el aburrimiento moderno (Adorno 2004, 176). Vemos, entonces, que la impresión subjetiva de un tiempo indefinidamente largo tiene que ver con una sensación de vaciedad y con la falta de sentido. El psicoanalista Adam Phillips recuerda que, en el análisis clásico de Freud, el duelo llega cuando el mundo se ha vuelto pobre y vacío, mientras que en la melancolía es el yo mismo quien está vacío. «En el aburrimiento, podemos añadir, se quedan vacíos ambos» (Phillips 1993, 73). El mundo lo está y el sujeto también. ¿De qué habría que rellenarlos para salir del aburrimiento?

Se suele responder que hay que rellenarlos con estímulos. Psicológicamente, el aburrimiento es producto de la infraestimulación, y se cura enseguida con un poco de excitación. El secreto de la sociedad del entretenimiento, de la industria del ocio, de la televisión, o bien, hoy día, de los medios digitales, está en vomitar continuamente estímulos —mensajes, noticias, novedades— que prometen una cierta satisfacción, e inicialmente la proporcionan. La imagen tópica del público que no puede esperar el autobús o viajar sin mirar compulsivamente al móvil delata el aburrimiento de fondo del que todos huyen. Sin embargo, la estimulación continuada, la excitación repetida produce igualmente aburrimiento. El hartazgo al final de unas horas de televisión puede ser peor que el aburrimiento de una tarde en blanco. En los dos casos, resulta un agotamiento que anula el deseo, o incluso la capacidad de desear. Lo que queda es la agitación sorda del aburrido inactivo, que se consume en el «paradójico deseo de desear algo», o bien que regresa al ciclo de la sobreestimulación banal, en sí mismo indistinto del trabajo mecánico y alienante; dicho en otras palabras más simples, es como el hámster dando vueltas en la rueda. Casi todos los filósofos del aburrimiento que veremos luego dirán que lo primero, la inacción, es mejor, porque abre al menos la posibilidad de encontrarse con el yo y sus deseos, una posibilidad de la que el aburrimiento precisamente huye por la vía de lo segundo. Pero ya podemos constatar que no es solo una cuestión de estimulación y de bombardeo de sensaciones.

De hecho, en cuanto producto de contextos sociales e históricos, el aburrimiento varía, también dentro de la modernidad que lo ha intensificado. Podría decirse que hay un aburrimiento moderno manifestado en la vaciedad de la experiencia, en la desocupación que resulta de la liberación del trabajo para una capa importante de la burguesía. Benjamin lo describe en los Pasajes. También Thomas Mann, en los dudosos enfermos de tuberculosis de La montaña mágica. El aburrimiento que produce la modernidad clásica es el de un mundo gris donde ya no hay nada que hacer. No en vano, esas sociedades europeas se arrojaron con entusiasmo a la Primera Guerra Mundial; en cuyas trincheras, por lo demás, reencontrarían el aburrimiento, junto al horror y la muerte. En cambio, en las sociedades tardomodernas, que rebosan de experiencias excitantes, parques de atracciones, películas con efectos especiales, en la omnipresencia de juegos y dispositivos electrónicos, el aburrimiento —salvo para los parados y excluidos del circuito de trabajo y consumo— no es resultado de la vaciedad, sino de la superabundancia y de la hiperactividad. Por eso está más ligado al cansancio y la depresión que a la melancolía.

En uno y otro caso, lo que parece faltar cuando surge el aburrimiento es una experiencia de sentido y de plenitud. Por lo primero, el tiempo y la actividad que se haga en él tienen un significado, están orientados a un fin que lo llena. Un trabajo mecánico y repetitivo no aburre a quien lo ha elegido con una motivación o un interés propio. El mismo largo trayecto por carretera es aburrido y alienante para el transportista, mientras que resulta excitante para quien se va de vacaciones. Quien mantiene una expectativa, o al menos una esperanza, no se aburre como el que está a la espera de algo trivial, sin interés. Entre antropólogos (Gadamer, Plessner), se ha distinguido entre el tiempo lleno de la fiesta y el tiempo vacío de la vida cotidiana. Reeditan así la distinción entre lo sagrado y lo profano. Lo profano, lo cotidiano, el trabajo de la semana, podía ser mecánico y carecer de interés, pero se encajaba y llenaba de sentido dentro de una repetición cíclica de días de fiesta, momentos sagrados caracterizados con algún modo de plenitud. Una vez perdida la vivencia religiosa, la subjetividad moderna habría buscado esa experiencia de plenitud en el arte; al menos, en el siglo XIX, mientras existía el gran arte, y solo para una minoría. Luego, lo buscó de modo general, en la multiplicación de experiencias intensas, desde el entretenimiento y el turismo hasta la proliferación de los deportes de riesgo. Pero, conforme se va borrando la distinción entre lo sagrado y lo profano, entre el tiempo lleno de la fiesta y el vacío de lo cotidiano, el entretenimiento se extiende a todas las formas de tiempo; y, con el entretenimiento, un aburrimiento de fondo. La sociedad 24/7, la del trabajo continuo y del ocio continuo, al compás de un tiempo acelerado a la vez que desarticulado, exacerba esa pérdida de plenitud y de sentido que definen lo aburrido. La mejor prueba de ello viene a darse en la paradoja de que este mundo de la sobreestimulación, del bombardeo de noticias y novedades, espectáculos y diarios acontecimientos del siglo, en el que técnicamente es «imposible aburrirse», sea también un mundo en el que proliferan los documentales y libros sobre el silencio y la meditación como formas casi terapéuticas de infraestimulación. Philip Glass y el zen aparecen entonces como promesas de salvación, que a veces pululan por el mercado en competencia o alternancia con las ofertas de entretenimiento.

Apologías del aburrimiento

Con todo, estas promesas se sostienen en una serie de filosofías que resaltan el valor de aburrirse. Una parte importante de la crítica a la modernidad apunta hacia el desasosiego y la hiperactividad que promueve, la barbarie que de ella resulta; ya lo veía Nietzsche en La gaya ciencia (Nietzsche 1988), o Adorno al denunciar «la ciega furia por hacer» propia de su tiempo. Esa reivindicación del aburrimiento no lo era solo de una vida contemplativa, reluctante a la acción, sino que también apelaba al potencial que los periodos de aburrimiento llevan en su seno. Para Nietzsche, es la «desagradable calma que precede al momento creativo» (ibid., 409); mientras que para Benjamin, el tedio es preciso para asimilar la realidad y elaborar la experiencia. «Este proceso de asimilación que ocurre en las profundidades, requiere un estado de distensión cada vez menos frecuente. Así como el sueño es el punto álgido de la relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación espiritual. El aburrimiento es el pájaro del sueño que incuba el huevo de la experiencia» (Benjamin 2009, 49). Ambos vienen a coincidir en que el desasosiego del mundo moderno va en paralelo con la cacareada pérdida de la experiencia; ante ella, se precisa el antídoto del aburrimiento. Este contiene una dimensión formativa y productiva de la que solo unos pocos, los que han aprendido a soportarlo e incluso encontrarle gusto, pueden sacar partido.

Conviene, no obstante, distinguir entre ambas dimensiones, la formativa y la productiva. La productividad que resulta del aburrimiento y de una cierta inactividad parecen constatarla tanto la psicología experimental como las empresas que programan horas de meditación para sus empleados. Todo esto, sin embargo, puede ser ajeno al carácter formativo, a la vez moral y existencial, al que apuntan los elogios del aburrimiento. «Quien cava una trinchera contra el aburrimiento cava una trinchera contra sí mismo» decía Nietzsche (1988, 341), replicando una idea similar de Pascal. Pero fue Heidegger quien, en 1929, recorrió exhaustivamente esta veta, cuando su curso titulado «Conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad», se convirtió en una larga disertación sobre el aburrimiento. Si en años anteriores había explicado, con no poco éxito, que la angustia, en tanto experiencia de la nada, era la vía de acceso al ser y a la metafísica, ahora era el aburrimiento donde el Dasein podía encontrarse «en medio de lo ente en su totalidad». No tanto en el aburrimiento ocasional, situacional —por este libro, esta película, esta espera concreta—, sino en lo que él llamaba «aburrimiento profundo», el cual «se cierne aquí y allá en los abismos del Dasein como una niebla flotante, reúne todas las cosas, los hombres, y uno mismo en una curiosa indiferencia. Este aburrimiento revela al ente en su totalidad» (Heidegger 2007, 345). En el aburrimiento se le revelan al hombre todo el ser y toda la metafísica. Su obra central, Ser y tiempo, había tratado de exponer el ser del ser humano —o del Dasein, según quería llamarlo Heidegger más propiamente— como temporalidad. Ahora, en estas conferencias que lo siguen casi inmediatamente, explica que en el aburrimiento, cuando el rato se hace indefinidamente largo y se pierde el vértice del instante, lo que se experimenta es verse «anulado por el horizonte temporal». El aburrimiento profundo revela, no ya el ser y la nada —como pasa con la angustia—, sino «la esencia del tiempo», y por tanto, de lo que uno mismo es, de su propia finitud y soledad respecto al mundo y los otros.

Heidegger insiste mucho en que no se trata de un aburrimiento superficial, el cual se sobrelleva con un pasatiempo —de los que la sociedad ofrece muchos—, sino del aburrimiento profundo, donde uno se aburre sin más, en general. No es este aburrimiento distinto, seguramente, del «aburrimiento moderno» que Flaubert contraponía al «aburrimiento común»; pero Heidegger, aunque no oculta la crítica de la sociedad moderna que mueve sus reflexiones, prefiere una terminología ahistórica y concluye, muy pascalianamente, que el aburrimiento acecha en el fondo de la existencia humana como una posibilidad constante. La profundidad de la existencia es aburrida, y de eso huimos continuamente en una existencia impropia sostenida en una red de convenciones sociales que nos ocultan y protegen de nosotros mismos. En lugar de ello, hay que «no prestar oposición al aburrimiento profundo, hay que dejarse templar por su templamiento, para escuchar de él algo esencial» (ibid.). Tal vez, concluye, el hombre moderno se aburre superficialmente todos los días porque no sabe ya prestar atención a ese aburrimiento profundo que le constituye.

Con una terminología menos aparatosa, el poeta Joseph Brodsky les decía lo mismo a unos estudiantes en su conferencia «In praise of boredom»: «Cuando te llega el aburrimiento, arrójate a él. Deja que te atrape, y sumérgete hasta el fondo» (1995, 108). Más allá de la productividad que pueda resultar de los periodos vacíos de tedio por los que cualquiera ha de pasar muchas veces, la tónica común de los diversos elogios del aburrimiento es que la experiencia de este —por la reflexión a que da lugar o, simplemente, por el encuentro con la propia soledad, reflexiva o no, que provoca— es fundamental para la realización y maduración personales, para dar con la verdad de uno mismo. Producir estímulos y entretenimiento está bien para sostener la vida, pero la marea de estímulos y entretenimientos se hace ella misma tediosa y vacía si no hay en los sujetos una capacidad previa para soportar o hasta degustar el aburrimiento profundo y saber prescindir de los estímulos.

Políticas del aburrimiento

Como ya hemos sugerido, esta visión positiva del aburrimiento, tanto en las esferas del pensamiento como en ciertas tendencias sociales, se da precisamente en una sociedad sobreestimulada, obsesionada con el entretenimiento y la diversión. La coincidencia suscita, ya de por sí, una pregunta política. Pero más grave se hace cuestionarse si es posible trasladar esta capacidad y maduración para el aburrimiento al cuerpo social y al espacio público y colectivo. Es fama que John Cage recomendaba que, ante sus obras de arte, «si algo se hace aburrido después de dos minutos, inténtelo durante cuatro. Si sigue siendo aburrido, inténtelo durante ocho. Luego, durante dieciséis. Luego, treinta y dos. Al final, uno descubre que no es aburrido en absoluto, sino muy interesante». Ofrecía así un programa de educación estética en consonancia con los elogios del aburrimiento de Heidegger o Brodsky, o con el propio zen con el que él mismo simpatizaba. Pero si es concebible pedirle a un individuo que se concentre indefinidamente en su propio aburrimiento —que es también su soledad—, parece difícil plantear lo mismo para una sociedad entera. La plaza pública no soporta el silencio ni la monotonía, las voces se cruzan y las decisiones urgen, el silencio que algunos, quizá más sabios, practican en cierto momento es rápidamente cubierto por el griterío de otros, particularmente del periodismo. Con facilidad, el debate reposado que requiere la democracia deliberativa sucumbe ante la guerra de tuits, ante el debate personalizado, el escándalo real o fabricado. Pero, a la vez, no hay acción colectiva ni impulso para cambiar la sociedad o luchar por la justicia sin el trampantojo del entusiasmo. ¿Cómo podrían una política, un gobierno, un partido, permitirse ser aburridos? No se puede suprimir la ilusión por el futuro común, la expectación ante el próximo acontecimiento, el afán de novedades, sin suprimir la libertad. Sin olvidar que esta queda igualmente amenazada cuando se juega a provocar emociones intensas, ya sean el miedo, el odio, o la euforia festiva, como muestran los desfiles y celebraciones, a menudo tan kitsch, con que los regímenes dictatoriales tratan de disimular lo anodino de una vida en común destruida.

Así las cosas, cabe preguntarse si el aburrimiento no será precisamente el más apolítico de los afectos, aquel que saca a los sujetos de la vida política porque les enfrenta consigo mismos. Es tentador abonarse a esa visión. Está la figura del aristócrata o del rentista que entra en política porque no sabe qué hacer con su tiempo. Hay estudios psicológicos que interpretan el aumento de los extremismos en el mundo contemporáneo como una reacción al aburrimiento propio de las sociedades avanzadas tardomodernas (Van Tilburg e Igout 2017). En la política, y mejor aún, en la posición política extremista, en la convicción firme, se encuentra un sentido que diluye el tedio y la monotonía. También Heidegger le daba un tono político a la resolución por la que el Dasein alcanza su existencia más propia, asumiendo su historicidad; en su caso, además, lo hizo de un modo particularmente siniestro. A menudo, la historia, al estructurar la temporalidad de lo político, le da un significado y lo saca del aburrimiento. Ya Kant venía a decir que la historia consiste en darles a los crudos datos y hechos un sentido narrativo que justifica la paciencia o también puede provocar el entusiasmo. Con cierta agudeza, Fukuyama concluía su famoso diagnóstico sobre el fin de la historia diciendo que este será «un tiempo muy aburrido» (1990, 95). Sin historia, la política puede ver su sentido amenazado. Y sin política, muchas vidas humanas también. A veces, para algunos, el sufrimiento y la guerra parecen preferibles a aburrirse.

No obstante, sería erróneo considerar la política como un mecanismo para evadirse de lo que Pascal llamaba «la incapacidad de los humanos para estar en su casa sin hacer nada». La silueta amorfa e imprecisa del aburrimiento hace imposible situarlo al otro lado de lo político y lo social. El tedio reaparece enseguida en todas las fases de la acción política, ya sea en la lucha o en la negociación: estas siempre contienen momentos de vacío, de espera indefinida, de repetición mecánica y de pérdida de sentido. El hombre es un zoon politikon y un animal que se aburre a la vez y en la misma medida. No es que cada sujeto, y cada ciudadano, se encuentre en la tesitura de decidir si busca su verdad enfrentándose a su soledad y su aburrimiento, o si se entretiene con una política entendida como circo. Más bien, su tarea es adquirir la capacidad de aburrirse en su vida individual y también en la vida política: justamente, porque así no se apresurará a convertirla en un espectáculo circense o un carrusel de emociones. En este sentido, se diría que la democracia y la libertad, sin ignorar la necesidad de los afectos, precisan de ciudadanos con capacidad para soportar el aburrimiento profundo, la ausencia de efectismos y acontecimientos. Necesita ciudadanos que no se guíen y exciten por tuits o por titulares de los periódicos.

Por otro lado, también es una tarea de la política organizar y, hasta cierto punto, administrar el aburrimiento. Pues este, en cuanto forma de sufrimiento y obstáculo para la vida plena, es objeto de un reparto desigual e injusto. Puede ser un lujo para grupos sociales acomodados