Atrapados por la pasión - Christine Rimmer - E-Book
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Atrapados por la pasión E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

Hombre indómitos.1º de la saga. Saga completa 6 títulos. ¿Seduciendo a la maestra? Sabemos de buena tinta, queridos lectores, que durante la gran tormenta que asoló el pueblo, el guapo bribón de Collin Traub se quedó atrapado con nuestra querida profesora de infantil, Willa Christensen… a solas. En una cuadra. Toda la noche. Nadie sabe por qué, pero Willa antes apenas podía soportar tener delante a Collin. ¿Y ahora? Ay, no nos gustaría ser indiscretos, pero nuestras fuentes nos confirman que el sexy vaquero de Rust Creek está empeñado en echarle el lazo a la dulce maestra… para siempre.

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Seitenzahl: 248

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Atrapados por la pasión, n.º 91 - julia 2014

Título original: Marooned with the Maverick

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4602-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

A las dos y diez de la tarde del Cuatro de Julio, Collin Traub miró por el enorme ventanal de su casa de la montaña y no pudo creer lo que vio en el pueblo que quedaba abajo.

Se detuvo en seco y maldijo entre dientes. ¿Cómo podía haber empeorado la situación tan rápidamente? Tendría que haber estado vigilando.

Pero había estado ocupado, con la cabeza puesta en el trabajo. Y ya era más tarde de lo habitual cuando hizo una pausa para comer y subió las escaleras.

Y se encontró con eso.

Le daban ganas de golpearse el propio trasero por no haber prestado más atención. Seguramente se trataba del día más lluvioso de la historia de Rust Creek Falls, Montana. La lluvia había estado cayendo a cántaros desde el día anterior por la mañana. Y el arroyo, que cruzaba el centro del pueblo de norte a sur, había ido aumentando de nivel de forma constante.

Collin se dijo que no pasaba nada. El arroyo tenía buenos diques a ambas orillas, diques que se habían mantenido en pie sin descanso durante más de cien años. No le cabía duda de que resistirían otros cien.

Y, sin embargo, aunque pareciera imposible, había secciones del dique sur que se estaban derrumbando. Collin estaba viendo cómo sucedía desde su ventana, a través de un grueso manto de lluvia.

El dique se estaba disolviendo, lanzando espumosas bocanadas de agua que se filtraba a través de más de una brecha. Era mucha agua, y se dirigía a toda prisa a la parte sur del pueblo, que estaba menos elevada.

La gente iba a perder sus casas. O algo peor.

Y el agua no se detendría al final del pueblo. Al sur estaba el valle de Rust Creek Falls, una extensión de tierra fértil en la que había pequeñas granjas, ranchos… y un buen número de arroyuelos más pequeños que sin duda estarían también desbordándose.

Triple T, el rancho de su familia, estaba allí, en el camino de toda aquella agua.

Collin agarró el teléfono de mesa.

Estaba completamente muerto.

Sacó el móvil del bolsillo. No había señal.

Con el inútil móvil todavía en la mano, agarró el sombrero y las llaves y salió al aguacero.

Bajar por la montaña supuso un trayecto infernal.

Durante un tercio del camino, la carretera se acercaba mucho al abismo de la montaña. El ruido resultaba ensordecedor, y Collin no había visto nunca caer la lluvia con tanta fuerza como en aquel momento. Hasta el momento no había sufrido ningún incidente, pero si seguía lloviendo de aquel modo, era muy probable que la carretera desapareciera. De hecho, a él le costaría volver a su casa.

Pero aquel no era el momento de preocuparse por el regreso.

Tenía que bajar y ver cómo podía ayudar. Se centró en eso y mantuvo la bota rozando ligeramente el freno mientras dirigía la camioneta entre el barro y los árboles con las raíces al aire. La lluvia seguía cayendo con tanta fuerza que apenas podía ver por el parabrisas. De vez en cuando algún que otro trueno iluminaba el cielo gris y sonaba un trueno. El sonido reverberaba en la distancia.

Los rayos podían ser muy peligrosos en una montaña llena de árboles altos. Pero con la lluvia cayendo como si fuera el fin del mundo y con todo empapado, que un rayo provocara un incendio en el bosque debería ser la última de sus preocupaciones.

El agua. Ríos de agua. Ese era el problema.

Había demasiados puntos en los que las desbordadas cunetas habían arrojado su contenido sobre la estrecha y sinuosa carretera de montaña. Collin tuvo suerte y consiguió pasar por encima de unos cuantos de aquellos puntos.

Quince interminables minutos después de haberse puesto al volante, llegó a Sawmill Street, situada en el extremo norte del pueblo. Se debatió entre girar a la derecha y dirigirse a North Main para ver qué podía hacer en el pueblo o tomar la desviación de la izquierda para ir al rancho Triple T.

El resto de la familia estaba a quinientos kilómetros de allí, en Thunder Canyon, en una boda. El era el único Traub que quedaba allí.

Pesaron más en él los lazos familiares. Giró hacia la izquierda y cruzó el puente de Sawmill Street, que estaba todavía varios metros por encima del agua. Con un poco de suerte, y con ayuda de Dios, aquel puente podría resistir.

El Triple T estaba al sureste del pueblo, así que se dirigió hacia el sur por Falls Street hasta que se encontró con el lago en miniatura que se había formado allí. Vio un par de coches empantanados, pero estaban vacíos. Volvió a girar hacia la izquierda. Como había crecido en el valle, conocía cada camino como la palma de la mano. Collin utilizó aquel conocimiento para tomar los caminos más altos, los que probablemente estarían menos inundados, y se dirigió sin demora hacia el rancho.

A unos dos kilómetros de la larga entrada que llevaba a las cuadras y las casas del Triple T, subió a un risco y vio a través de la pesada cortina de agua otro coche en la carretera que tenía delante. Era un turismo rojo que se movía a velocidad de tortuga.

Conocía aquel coche. Y sabía quién iba al volante: Willa Christensen, la profesora de la escuela infantil.

A pesar de todo, de la incesante y pesada lluvia, de la carretera inundada y del inminente peligro, Collin sonrió. Desde lo ocurrido cierta noche cuatro años atrás, Willa había estado huyendo de él. Y no, él no la había perseguido.

Sí, Collin tenía una reputación. La gente le llamaba mujeriego, jugador, el chico malo de los Traub. Pero tenía cosas mejores que hacer que perder el tiempo yendo detrás de una mujer que no quería saber nada de él. Y desde aquella noche cuatro años atrás, Willa se alejaba disparada cada vez que lo veía acercarse. Lo cierto era que él encontraba bastante divertidos sus frenéticos esfuerzos por alejarse de él.

Se le borró la sonrisa. Willa no debería estar allí. Dado su modo de conducir, tan cauto, lo más probable era que calculara mal un socavón inundado, pisara el freno a tope y terminara atrapada en el agua.

Collin sabía hacia dónde se dirigía. La desviación hacia el rancho Christensen no estaba muy lejos de la que llevaba al Triple T. Pero a juzgar por como estaba conduciendo, Collin no apostaba a que llegara de una pieza.

Reajustó sus prioridades, dejó atrás la desviación hacia el Triple T y se mantuvo detrás de ella.

La lluvia empezó a caer todavía con más fuerza, aunque aquello pareciera imposible. Los limpiaparabrisas de Collin se agitaban a toda velocidad contra el cristal, pero apenas podían mantener apartado el enorme volumen de agua que caía del cielo gris como el metal.

Brilló una luz, y un relámpago fue a parar sobre un olmo viejo que había un poco más arriba. El coche rojo se detuvo en seco cuando el árbol cayó al suelo echando chispas y humo. Un trueno resonó por el valle y el turismo rojo volvió a avanzar muy despacio.

Cada agujero del camino encerraba una pequeña riada. Cada vez que Willa metía el coche en uno de ellos, Collin contenía el aliento, convencido de que no sería capaz de atravesar las turbulentas aguas de la carretera. Pero siempre le sorprendía. Conducía de un modo uniforme, lento y seguro. Él la iba siguiendo con los dientes apretados y suspirando aliviado cada vez que salían de un socavón.

El nudo de miedo que se le había formado en el estómago se apretó un poco más cuando de pronto Willa apretó el acelerador. Sin duda había caído por fin en la cuenta de que era él quien iba detrás. En lugar de seguir a un paso lento como hasta entonces, ahora quería alejarse a toda prisa de él.

—Maldita sea, Willa —murmuró Collin entre dientes, como si ella pudiera oírlo—. Reduce la velocidad.

Tocó el claxon para que levantara el pie del acelerador y tuviera cuidado con el siguiente socavón. Parecía bastante profundo. Pero, al parecer, el ruido la asustó todavía más. Parecía que tuviera el pie pegado al pedal. El coche avanzó hacia delante… y luego cayó en picado en el agua que cruzaba aquel punto bajo del camino.

Era más profundo de lo que Collin había imaginado. Cuando el coche se niveló, estaba de costado.

Y a la deriva.

Collin pisó el freno. La camioneta se detuvo a varios metros por encima de la riada. Echó el freno de mano, apagó el motor y salió corriendo hacia el empapado camino. Se caló al instante, la lluvia le golpeaba como si quisiera darle una paliza. Se metió en el socavón.

El coche rojo estaba empezando a desplazarse a la deriva, arrastrado por la corriente. El agua estaba demasiado alta como para ver el peligro, pero Collin sabía que la orilla en aquel punto terminaba en una zanja. En una zanja profunda. Si el coche cruzaba el límite, le iba a costar mucho sacar a Willa antes de que se ahogara.

Ella también había crecido en el valle. Sabía lo que la esperaba al límite de la carretera. Estaba intentando abrir la puerta del coche desde dentro. Le gritaba algo y golpeaba la ventanilla.

Collin seguía avanzando hacia ella, aunque sentía como si el agua tirara de él hacia atrás. Era como uno de aquellos sueños en los que hay que llegar rápidamente a algún lugar y de pronto uno siente las piernas de plomo. Cada segundo que pasaba, era como si la fuerza de la corriente fuera más poderosa.

Medio tambaleándose, medio nadando, Collin se lanzó hacia la puerta del conductor, mientras el coche giraba lentamente, alejándose de él. Lo consiguió. Se agarró al tirador y apoyó las piernas en la puerta.

—¡Tú empuja, y yo tiro! —gritó a todo pulmón.

Ella seguía dando golpes a la ventanilla. Tenía los marrones ojos abiertos de par en par por el miedo.

—¡Empuja, Willa! —gritó Collin todavía con más fuerza que antes—. ¡Cuenta hasta tres!

Ella debió oírle, parecía que por fin lo había entendido. Porque apretó los labios y asintió. Se le había soltado el pelo, y los suaves rizos oscuros le enmarcaban las mejillas pálidas por el terror. Apoyó el hombro en la puerta.

—¡Uno, dos y tres!

Collin tiró. Willa empujó. Y la puerta no se movió.

—¡Otra vez! ¡Uno, dos y tres!

Sucedió el milagro. El coche rotó justo lo suficiente para que la corriente atrapara la puerta justo cuando él tiraba del tirador y ella apretaba el hombro. La maldita puerta se abrió con tanta fuerza que lo tiró.

Collin se sumergió. La puerta le había dado en un lado de la cabeza. No con demasiada fuerza, pero sí con la suficiente.

Tratar de ser un héroe no era lo más divertido que le había pasado.

Consiguió sin saber cómo impulsarse para salir a la superficie, justo a tiempo para ver cómo su sombrero se iba con la corriente y Willa agitaba los brazos todavía dentro del coche mientras el agua entraba por la puerta ahora abierta.

Estupendo.

Collin fue hacia ella y la agarró del brazo. Oyó su grito a través del ensordecedor ruido del agua. Seguía golpeándolos e inundando el coche.

Tenían que salir de ahí de inmediato.

Le tiró del brazo hasta que ella se dio la vuelta y luego la agarró de la cabeza. De acuerdo, no era lo más delicado. Pero con el brazo alrededor del cuello, al menos podía dar la vuelta y salir de la puerta. Willa le agarró el brazo con las dos manos, pero para entonces ya parecía haber entendido lo que estaba intentando hacer. Ya no se resistía.

Collin se giró para abrir la puerta. El agua lo empujó hacia atrás, pero al menos la rotación del vehículo impedía que la puerta se cerrara, dejándolos atrapados en su interior. Puso la mano libre en el marco de la puerta, dobló las rodillas y plantó ambas botas a cada lado del asiento. Tiró otra vez con fuerza y salieron del coche justo antes de que cayera a la zanja, al otro lado de la orilla.

El peso del vehículo yéndose a pique tiró de ellos, pero Willa se zafó de él y empezó a nadar. Como ella parecía ir a su ritmo, Collin se concentró en hacer lo mismo.

Nadaron lado a lado hacia la zona en la que la carretera se alzaba por encima de la zanja. Las botas de Collin tocaron el suelo. Miró a Willa, que al parecer también hacía pie. Pero solo duró un instante. Se tambaleó y se hundió.

Collin volvió a agarrarla, la levantó y le pasó un brazo por la cintura. Un relámpago abrió otro agujero en el cielo, y sonó un trueno mientras arrastraba a Willa para sacarla de las veloces aguas.

Ella tosía y escupía, pero seguía moviendo los pies. Aquella mujer tenía agallas, eso debía reconocerlo. La mantuvo sujeta, sosteniéndola y urgiéndola a seguir avanzando colina arriba, donde estarían razonablemente a salvo del agua.

Se derrumbaron el uno al lado del otro en el suelo mientras la lluvia seguía cayendo sobre ellos con fuerza. Willa se dio la vuelta, se puso a cuatro patas y empezó a toser y a carraspear, escupiendo agua. Collin aspiró con fuerza el aire varias veces y le dio unas fuertes palmadas en la espalda para ayudarla a limpiar las vías respiratorias y poder respirar. Cuando, finalmente, Willa respiró más que tosió, Collin se dejó caer boca arriba en el suelo y se centró en recuperar él también el aliento.

Por suerte para él, giró la cabeza justo entonces hacia la camioneta. El nivel del agua había subido. Mucho. Ahora estaría a medio metro de las ruedas delanteras.

Se giró hacia la mujer empapada que jadeaba a su lado.

—Quédate aquí. No te muevas. Enseguida vuelvo.

Soltando una palabrota en voz baja, Collin se incorporó y avanzó en paralelo por la carretera. Cuando llegó a la altura de la camioneta, se acercó medio corriendo y se subió a la cabina. La llave seguía puesta todavía en el contacto… y el agua había empezado a rozar las ruedas delanteras.

Encendió el motor, soltó el freno de mano, metió la marcha atrás y subió la camioneta hacia el último risco. Una vez allí, volvió a echar el freno de mano, y bajó para ver cómo estaban las cosas.

No muy bien. La carretera estaba completamente inundada. Agua por delante, agua por detrás. La camioneta no iba a ir a ninguna parte hasta que la riada no retrocediera.

Bien. Volvió a subir a la camioneta y la dejó aparcada en el arcén. La cerró y esta vez se llevó las llaves consigo.

Luego buscó a Willa.

No estaba.

Capítulo 2

Collin la vio un instante más tarde.

Estaba de pie y trataba de subir la larga loma de la colina. Collin sabía hacia dónde se dirigía. Había una estructura grande, poco segura y vieja camino a la cima: la cuadra Christensen.

—Willa, ¿qué diablos haces? —le gritó—. ¡Espera un momento!

Ella no se detuvo, no se giró. Tenía el pelo pegado a la cabeza y la camiseta blanca y los ceñidos vaqueros cubiertos de barro y escombros. Pero seguía poniendo una bota delante de la otra para subir aquella colina.

A Collin le entraron ganas de dejarla ir.

Pero, ¿quién sabía en qué problemas podría meterse ahora? Si algo le sucediera, se sentiría culpable por haberla dejado sola. Además, tampoco es que tuviera muchas opciones en aquel momento. Estaban rodeados de agua.

Y aunque estuvieran en julio, la lluvia era fría y se había levantado viento. Necesitaba un refugio para esperar a que pasara la tormenta, y la cuadra tenía paredes y un techo. Era mejor que nada. Willa tendría que superar la aversión que sentía hacia él, al menos hasta que pudiera ir a otro sitio.

Con un gruñido de resignación, Collin subió por la colina detrás de ella con las botas empapadas en agua.

La alcanzó a unos veinte metros de la cuadra. Willa debió oír por fin el chapoteo de sus botas.

Se detuvo. Tenía los brazos cruzados para controlar los escalofríos que la atravesaban. Se dio la vuelta para mirarlo.

—Collin —levantó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. El agua le resbalaba por las mejillas y por la barbilla.

Collin podía verle los pezones, duros como rocas, a través de la camiseta y el sujetador.

—¿Sí, Willa?

—Gracias por salvarme la vida.

—No hay de qué —Collin se pasó la mano por la nariz—. ¿Podemos seguir avanzando? Quiero llegar a la cuadra.

Ella se abrazó a sí misma con más fuerza.

—Y yo quiero que te vayas y me dejes en paz.

—¿Ah, sí?

—Sí. Por favor.

Collin extendió los brazos, indicando todo lo que los rodeaba: la tormenta interminable, la inundación, el frío viento y el destello del relámpago que en aquel instante iluminó el cielo. Sonó un trueno. Collin esperó a que se extinguiera el sonido.

—¿Dónde me sugieres exactamente que vaya, Willa?

Ella movió la mano.

—¿Qué te parece la camioneta?

Collin se cruzó de brazos y se limitó a mirarla.

Ella dejó caer los hombros.

—De acuerdo. Puedes venir a la cuadra conmigo. Solo que… bien, de acuerdo —se giró y siguió caminando.

Collin la siguió.

Cuando llegaron a la cuadra, Willa quitó el cerrojo y entró. Él fue detrás y luego cerró desde dentro.

La cuadra tenía otra puerta en la pared del fondo. Alguien debió dejarse el cerrojo sin echar, porque esa puerta estaba abierta de par en par. Seguramente no era algo malo, dada la situación. El ganado de los Christensen necesitaba aquel refugio en un día así y los animales lo habían encontrado gracias a aquella puerta abierta.

El destartalado espacio estaba lleno de animales. Había ganado, cabras, algunos pollos y varias palomas. Un par de cerdos gruñeron bajo una de las dos ventanas, y se oyó el maullido de un gato.

Un perro ladró. Collin vio a un labrador blanco cubierto de barro. El perro se dirigía hacia Willa.

Ella dejó escapar un gritito de alegría.

—¡Buster! ¡Estás aquí! —se agachó y abrió los brazos.

El perro le puso las patas en los hombros y le lamió la cara con su rosada lengua.

—Eres un perrito malo —le acunó ella en un tono carente de crítica—. Vamos, ya está bien —apartó la cara de las atenciones de Buster y vio a Collin mirándola.

—Bonito perro —Libby, la maravillosa perra de Collin, había muerto el invierno anterior. Tenía dieciséis años, llevaba a su lado desde que él cumplió los once. Entonces era la cachorra fea de la camada, a la que nadie quería… excepto Collin.

—Bájate, Buster —Willa volvió a incorporarse y trató de sacudirse el barro y el agua de la camiseta empapada y los vaqueros llenos de barro. Pero no sirvió de nada—. Técnicamente es mi perro, pero siempre le ha gustado estar en el rancho, así que pasa más tiempo aquí que conmigo. Aunque se suponía que ahora debía estar conmigo en el pueblo, porque mis padres y Gage están en Livingston para el gran rodeo —Gage Christensen, su hermano, era el sheriff del pueblo—. Este perro no es capaz de quedarse quieto. No deja de escaparse para venir aquí.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Willa. Volvió a abrazarse a sí misma.

—Te estás congelando —dijo él. Sonó como una acusación, pero no había sido esa su intención.

—Estoy bien —Willa se estremeció de nuevo. Tenía el pelo pegado a la cara y al cuello. Se apartó un mechón empapado y se lo puso detrás de la oreja—. Estoy muy bien —le torció el gesto.

Durante un instante le había parecido casi amigable, pero entonces Willa debió recordar que le odiaba. Le dio la espalda y empezó a abrirse camino a través de los caballos y el ganado. El labrador la siguió, jadeando feliz y agitando la cola llena de barro.

Debería hacer más calor allí dentro, con tantos animales. Pero no era así. ¿Cómo iba a serlo, si la puerta de atrás estaba abierta de par en par y ellos dos estaban empapados? Collin le dio una palmada en el trasero a una vaquilla roja que se había echado demasiado hacia atrás. El animal soltó un mugido y se apartó… aunque no mucho. No había demasiado espacio.

Collin encontró una bala de heno apoyada contra el muro y se sentó en ella mientras pensaba qué podría hacer para que estuvieran un poco más cómodos. Pensó en ir a cerrar la otra puerta. Pero el olor a animal y a estiércol se volvería demasiado fuerte.

Mientras consideraba sus opciones, se fijó en la mujer empapada de cabello castaño que se había pasado los últimos cuatro años evitándole y que ahora se veía atrapada con él hasta que la lluvia cediera.

Willa estaba ocupada tiritando e ignorándole, yendo de animal en animal acariciándolos a todos y hablándoles en voz baja, como si tuviera una relación personal con cada una de aquellas criaturas de cuatro patas. Y tal vez fuera así. Siempre había sido una chica muy original, incluso cuando eran niños. Lo había visto con sus propios ojos.

Collin era un salvaje de pequeño. Era el menor de seis hijos varones, y su madre estaba agotada cuando él llegó. No tenía fuerzas para ir tras él. Iba donde quería y volvía a casa cuando le apetecía. A veces llegaba hasta las tierras de los Christensen, y de vez en cuando se topaba con Willa. Ella siempre estaba cantando para sus adentros, fabricando coronas de flores silvestres o leyendo cuentos de hadas.

Parecía que Collin no le caía bien ya entonces. Una vez le gritó que dejara de espiarla.

No la estaba espiando. Un niño no espiaba solo por tumbarse sobre la hierba alta y ver a su vecina hablando sola mientras hacía círculos con su muñeca.

Collin trató de ponerse más cómodo en la bala de heno. Apoyó la cabeza en el muro recubierto de tablones toscos, cerró los ojos e intentó no pensar en el frío que tenía, trató de no lamentar no haberse llevado algo de comer cuando salió de su casa. Le rugieron las tripas, pero ignoró aquel sonido.

Estaría bien que pudiera dormirse un rato y olvidarse de todo. Pero no iba a ser tan afortunado. Cuando empezaba a cabecear, un escalofrío le despertaba de golpe y se daba cuenta una vez más de que estaba en medio de un desastre. Confiaba en que no se hubiera ahogado nadie del pueblo, que los trabajadores y los animales del Triple T estuvieran a salvo. No podía evitar preguntarse qué quedaría en pie en el pueblo o en el rancho familiar cuando las aguas volvieran a su cauce.

¿Y cómo se habría visto afectado el resto del estado? ¿Cómo estaría Thunder Canyon, donde había ido su familia? ¿Se encontraría también bajo el agua?

Finalmente dejó de intentar dormirse y abrió los ojos. Willa estaba al lado de la ventana que daba al sureste, la que estaba cerca de los cerdos. Willa miraba a través de la interminable cortina de agua. Collin se frotó los brazos para tratar de calentarse un poco, y supo que debía estar mirando hacia donde vivían sus padres. La casa de los Christensen estaba situada al mismo nivel que la cuadra, encima de la siguiente colina.

Collin sabía que se arriesgaba a sufrir otro rechazo si intentaba hablar con ella, pero estaba demasiado cansado como para que le importara.

—Seguro que la casa está a salvo —afirmó. No mencionó la casa de su hermano Gage, que estaba colina abajo, detrás de la de sus padres. No podía verse desde donde estaba Willa, y era mejor así. Seguramente ya estaría por debajo del creciente nivel de agua.

Willa le sorprendió respondiendo:

—Sí, lo veo. Por el momento está bien.

Sonaba extraña, pensó Collin. Lejana y soñadora. Tenía unos cuantos arañazos en los brazos. Y un moratón en la mejilla. Pero ninguna herida grave, igual que él. Habían tenido mucha suerte. Hasta el momento.

—Es increíble, ¿no te parece? —continuó Willa—. Es como si no estuviera ocurriendo de verdad. Tal vez sea solo un sueño.

—Lo siento, Willa —afirmó él con sinceridad. Lo sentía de verdad—. Me temo que está ocurriendo de verdad.

Ella le miró de reojo. Por una vez no torció el gesto al mirarle.

—He perdido el teléfono —murmuró con un escalofrío—. ¿Tú llevas el tuyo encima?

—Lo tengo en la camioneta, creo. Pero seguramente se habrán caído los repetidores. No tenía señal cuando traté de llamar poco después de las dos.

Willa suspiró y volvió a girarse hacia la ventana.

—La vida es tan frágil, ¿verdad? Quiero decir, hacemos lo que tenemos que hacer, creemos que controlamos la situación, pero en realidad no es así —en el exterior se vio un relámpago, seguido a continuación de un trueno—. Cualquier cosa puede ocurrir. Podría llover y llover y nunca parar…

A Collin le pareció que tenía los labios demasiado azulados.

Tenía que encontrar la manera de hacer que entrara un poco en calor. Se levantó y empezó a recorrer la cuadra en busca de una manta o algo parecido.

Willa siguió hablando.

—Oh, Collin, no puedo dejar de pensar en los niños de mi clase del año pasado. Y en los que están ahora en la escuela de verano. Cierro los ojos y veo cada una de sus dulces y sonrientes caras. Espero que estén a salvo. ¿Y nuestra escuela? Está en la parte sur del pueblo. Eso no es una buena noticia. Y mi casa está también en el sur…

Collin apartó a una cabra de su camino cuando llegó a una pared con una inclinación de noventa grados. Al otro lado había una puerta. La abrió.

—Willa, ¿aquí hay cuarto de aperos?

Ella volvió a suspirar.

—Sí, así es. Y también un almacén con comida —señaló con la mano hacia la otra puerta. Y luego siguió hablando de la vida, las inundaciones, y la seguridad de sus amigos, sus vecinos y sus alumnos.

Collin echó un vistazo por el cuarto de aperos. Tenía las filas habituales de ganchos de los que colgaban cuerdas, bridas y mordiscos. Él se dedicaba a la fabricación de sillas de montar, y sonrió al ver una de ellas colocada de manera limpia y ordenada en la pared, al lado de las demás. Había una ventana y luego otra puerta con acceso al exterior.

El suelo de aquel cuarto era de madera, no de barro y arena como en el resto de la cuadra. Y las paredes estaban forradas de pino.

Entonces vio la pila de mantas para sillas de montar colocadas encima de un enorme arcón de cedro. Se acercó y agarró una. Apartando otra vez a la cabra, que le había seguido hasta allí, cerró la puerta y se abrió camino de regreso entre los animales hacia Willa.

Ella ni siquiera parpadeó cuando le puso la manta por los hombros.

—Gracias.

Collin la tomó por los brazos.

—Vamos.

Ella se dejó guiar entre el ganado, los caballos y las cabras. El perro iba detrás de ellos. Collin dejó que entrara también en el cuarto de aperos y luego cerró la puerta para dejar fuera al resto de los animales. Había unas cuantas balas de heno. Sentó a Willa en una y se arrodilló frente a ella.

Willa le miró con el ceño fruncido.

—¿Qué haces?

Collin le sostuvo la mirada.

—No la tomes conmigo, ¿de acuerdo?

Ella volvió a mirarle otra vez con recelo.

—Tienes que quitarse esa ropa mojada. Hay muchas mantas. Puedes envolverte en ellas y secarte.

—Pero no se me secará la ropa.

—Eso no importa. Ahora mismo eres tú la que tiene que secarse.

Willa consideró la idea… y sacudió la cabeza.

—Me quitaré las botas y los calcetines. Con eso bastará.

Collin decidió no discutir con ella.

—Muy bien. ¿Necesitas ayuda?

—No, gracias. Me las arreglaré —respondió ella con altanería.

—¿Tienes sed?

Willa le miró con la boca abierta.

—¿Sed? —entonces dejó escapar una breve carcajada nerviosa—. ¿Con este tiempo? —señaló con la mano hacia la ventana.

—¿Tienes sed o no?

Entonces ella volvió a fruncir el ceño.

—Bueno, sí. Ahora que lo mencionas, supongo que sí.

Collin se levantó.

—Iré a ver si encuentro algún recipiente limpio en la cuadra. Podemos recoger un poco de agua de lluvia para no deshidratarnos.

Willa parpadeó.

—Sí, eso tiene sentido. Te ayudaré —empezó a incorporarse.

Collin la agarró suavemente de los hombros y volvió a sentarla.

—Quítate las botas y los calcetines y envuélvete los pies con esto —le tendió otra manta.

Ella la agarró y le sostuvo la mirada.

—¿Y tú?

—Primero voy a buscar algún recipiente para el agua. Luego tomaré algunas mantas y trataré de entrar un poco en calor yo también.

Media hora más tarde, Collin se había quitado las botas y los calcetines. Habían juntado cuatro balas de heno y habían extendido una manta sobre ellas. Uno al lado del otro, envueltos en más mantas, se pasaron un balde de agua el uno al otro.

Cuando ambos estuvieron saciados, todavía quedaba bastante en el balde. Collin lo dejó en el suelo y Buster metió el hocico y empezó a beber.

—No tendrás una buena chuleta a mano, ¿verdad, Willa?

Ella se rio. Sin muchas ganas, pero Collin se alegró de que al menos ya no estuviera mirando al infinito.