Atrapar a un jeque - Besar a un jeque - Casarse con un jeque - Teresa Southwick - E-Book

Atrapar a un jeque - Besar a un jeque - Casarse con un jeque E-Book

TERESA SOUTHWICK

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Atrapar a un jeque Penny ya no creía en el amor... hasta que lo conoció a él. Penelope Doyle todavía tenía que encontrar a un hombre que no se convirtiera en rana al primer beso y, cuando el peor ejemplo de la especie humana le robó el corazón y sus ahorros, juró no volver a creer en cuentos de hadas. Por eso decidió aceptar un empleo en El Zafir y conoció a su nuevo jefe, Rafiq Hassan, un verdadero príncipe que, con su magnetismo, la hacía desear volver a creer en el amor. Obviamente, todo un jeque no se molestaría siquiera en mirar a una chica como ella, por muy inteligente que fuera. Pero entonces la besó... Besar a un jeque Debía ser sincera... y fea. Crystal Rawlins estaba desesperada por conseguir un trabajo, por eso habría hecho cualquier cosa con tal de convertirse en la niñera de los hijos del jeque Fariq Hassan. Y no pensó que una mentirijilla sobre su apariencia tuviera la menor importancia... Pero entonces conoció a su jefe: un hombre alto, moreno e impresionante. Fariq Hassan ya no se fiaba de las mujeres guapas. Afortunadamente, su nueva niñera era todo menos atractiva... y aun así, lo cautivó con su vivacidad y sus apasionados besos. Pero no entendía por qué se empeñaba en alejarse de él o qué escondía tras esas enormes gafas y esa extraña indumentaria. Casarse con un jeque Cuidado con los jeques atractivos... y los jardines iluminados a la luz de la luna. En cuanto Kamal Hassan la tuvo entre sus brazos, Ali Matlock le entregó su corazón. Aunque el jeque era el soltero más codiciado del mundo, Ali quería algo más que la apasionada aventura que le ofrecía. Kamal tenía la obligación de casarse y dar un heredero a su país. Y desde aquel mágico beso, supo que Ali era todo lo que deseaba en una mujer... y en una esposa. Y si no tenía cuidado, acabaría pronunciando las dos palabras que ella tanto deseaba escuchar: "cásate conmigo".

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 511

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 67 - noviembre 2024

© 2003 Teresa Ann Southwick

Atrapar a un jeque

Título original: To Catch a Sheik

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2003 Teresa Ann Southwick

Besar a un jeque

Título original: To Kiss a Sheik

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2003 Teresa Ann Southwick

Casarse con un jeque

Título original: To Wed a Sheik

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin

Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española

de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-1074-055-6

Índice

Créditos

Índice

Atrapar a un jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Besar a un jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Casarse con un jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

Penelope Colleen Doyle no creía en los cuentos de hadas.

No confiaba en el hecho de que besando una rana, ésta se convirtiera en príncipe. Además, los chicos que ella había besado seguían siendo ranas, o peor aún, se habían convertido en sapos. Pero al caminar por el palacio real de El Zafir deseó creer en todo ello.

–¿Ya casi hemos llegado? –le preguntó al hombre que la guiaba.

–Sí, señorita –contestó el hombre–. Ya casi hemos llegado.

Ella se había olvidado de su nombre. Normalmente tenía una memoria estupenda, pero aquella situación no tenía nada de normal. Estaba en El Zafir, la tierra de la magia, el encanto y el romance. Se encontraba en el palacio real, con suelos de mármol, puertas en arco y muebles valiosísimos, pero a medida que avanzaba, se preguntaba si, en caso de tener que rehacer sus pasos, sabría hacerlo.

¡Estaba en el palacio real! Pero la excitación que esto le producía no podía compararse al cansancio de no haber dormido en veinticuatro horas a causa de los numerosos transbordos de avión que había realizado. Se sentía como si hubiera llegado allí caminando desde los Estados Unidos.

Doblaron una esquina y se detuvieron frente a una puerta doble de caoba.

–Ésta es el ala del palacio destinada a la administración –le explicó el guía.

–¿Hay un mapa en el que pueda ver dónde estamos? ¿Algo con una X de usted se encuentra aquí y que muestre el resto del palacio?

–No, señorita –el hombre no esbozó ni una sonrisa. Si en aquel país petrolífero nadie tenía sentido del humor, Penelope se enfrentaba a los dos años más largos de su vida. Él abrió la puerta y le mostró un pasillo cubierto por una alfombra en forma de T–. Sígame, señorita.

–De acuerdo.

Como si pudiera ocurrírsele ir por su cuenta. En aquel lugar uno podía perderse durante días.

El guía atravesó varias puertas y después dobló a la derecha para entrar en un despacho. La habitación era más grande que el apartamento donde solía vivir Penelope.

–Siéntese –dijo él, señalando una butaca de cuero que había contra la pared–. Enseguida recibirá instrucciones acerca de cuáles son sus obligaciones.

–¿De la princesa Farrah Hassan?

–No.

«Entonces, ¿de quién?», se preguntó ella mirando a su alrededor.

Sin darle más explicaciones, el guía salió del despacho. Ella sentía un nudo en el estómago y estaba tan cansada que le apetecía tomarse un café.

Frente a ella había un escritorio de madera de cerezo que brillaba como un espejo. Sobre el escritorio había un ordenador, una impresora, un escáner y un fax. Detrás, una fotocopiadora. Se preguntaba si todos los despachos estarían igual de equipados, o si todos los que trabajaban en esa ala utilizaban esas máquinas. Si aquél era el centro tecnológico, tenía sentido que fuera allí donde ella desempeñaría su trabajo.

Se fijó en que, a su derecha, había una puerta cerrada. Quizá la cafetera se encontrara tras ella. Podía llamar y asomar la cabeza. No. Le habían ordenado que esperara y eso era lo que iba a hacer. Respiró hondo y se sentó en la butaca de cuero. Nunca había tocado algo tan suave. Se acomodó para esperar y se esforzó para mantener los ojos abiertos.

Rafiq Hassan, príncipe de El Zafir y ministro de Asuntos Exteriores, abrió la puerta de su despacho para consultar unos papeles con su secretario. El escritorio vacío le recordó que no tenía secretario. Aquella mañana, lo primero que había hecho su padre, el rey Gamil, había sido apoderarse del eficiente joven. Su tía Farrah le había prometido enviarle un sustituto. Miró a la izquierda y vio a una mujer joven sentada en la butaca. ¿Sería la persona que habían enviado para sustituir a su secretario?

Se acercó a ella y la miró. Llevaba un vestido color caqui que le llegaba por debajo de las rodillas y unos zapatos de tacón bajo. Podía haber sido una niña de no ser porque sus pechos llenaban la parte superior del vestido. Era pequeña, pero por desgracia, las gafas de montura negra que llevaba no lo eran.

En aquellos momentos, no necesitaba gafas porque tenía los ojos cerrados. Él recordó el cuento de Ricitos de Oro que le había leído a sus sobrinos. Ella tenía una larga melena dorada y estaba profundamente dormida. ¿Eso significaba que él era uno de los tres ositos? Sus dos hermanos, Fariq y Kamal, estarían orgullosos de que los compararan con osos norteamericanos. Además, Rafiq se suponía que era el encanto de la familia.

–Disculpe –le dijo inclinándose hacia ella.

Ella pestañeó y abrió sus grandes ojos azules.

–¿Hmm?

–¿Señorita?

–Hola –se enderezó y miró a su alrededor desorientada. Después, lo miró a los ojos–. Supongo que ya no estoy en Kansas.

–Así es.

Antes de que ella se cubriera la boca para bostezar, él se fijo en que tenía la dentadura blanca y perfecta.

–Es una frase de la película estadounidense ElMago de Oz... cuando Dorothy se percata de que está muy lejos de casa.

–Lo sé. Así que, ¿es norteamericana? –preguntó él, aunque su acento lo dejaba bien claro.

–Sí –dijo ella–. Acabo de llegar de Texas.

–He oído hablar de ese lugar.

Ella sonrió.

–Me sorprendería si no lo hubiera hecho. ¿También trabaja aquí?

–Sí.

–Debe ser un despacho importante si hay trabajo para dos secretarios.

¿Secretario? ¿Creía que era un secretario? Iba a explicarle que no era así cuando ella se sentó en el borde de la butaca y se desperezó, arqueando la espalda de manera que sus pechos quedaron presionados contra la tela del vestido.

–¿Podría indicarme dónde hay café, por favor?

–Puedo llamar para que lo traigan –dijo él, ausente.

–Sería estupendo. Siempre estaré en deuda con usted.

Rafiq se acercó al escritorio y descolgó el teléfono.

–Café, por favor. Muy fuerte.

–Gracias.

Cuando él la miró de nuevo, ella lo observaba fijamente.

–¿Qué sucede?

–Lo siento. No quería mirarlo así. Es sólo...

–Dígame.

–No. Pensará que soy rara. Si vamos a trabajar juntos, rara no es la mejor manera de presentarse.

–Prometo no pensarlo. ¿Por qué me miraba de esa manera? ¿Tengo una verruga en la nariz? ¿Una mancha en la cara? ¿Le parezco extraño?

–No. Es muy atractivo –dijo ella, y agachó la cabeza–. Si el resto de los hombres de este país son como usted... –se sonrojó–. Lo siento. Espero no haberlo molestado con mi comentario. Es sólo... No tenía ni idea. En la información que busqué sobre El Zafir, no encontré nada sobre... Lo siento. Usted me preguntó.

–Así es –su comportamiento le indicaba que lo había dicho sin pensar. El cumplido era sincero, ingenuo e inocente. Casi la había perdonado por confundirlo con el secretario.

–En el lugar de donde vengo, los vaqueros son el estándar masculino. La mayoría de las mujeres no se imaginaría que un oficinista pudiera ser un hombre como ellos. Pero la mayoría de las mujeres no han estado en El Zafir.

Él no sabía si debía sentirse halagado o insultado por el comentario, pero decidió que buscaría información sobre los vaqueros de Texas.

–Entonces, ¿ha venido como secretaria?

Ella asintió, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Rafiq esperaba ver cómo se le había corrido el rímel, sin embargo, se sorprendió al ver que no iba maquillada. Aun así, tenía la piel suave e impecable.

–He llegado a El Zafir esta mañana –le explicó–. Se suponía que tenía que haber llegado hacía dos días, pero los vuelos de North Texas se retrasaron por una tormenta. Allí dicen que si no te gusta el tiempo, esperes un minuto, pero esta vez no he tenido tanta suerte.

–¿Y cómo ha llegado a mi... a El Zafir, señorita...?

–Doyle. Penelope Colleen Doyle.

–Sí.

–Puede llamarme Penny.

–Penny –dijo él.

–Me contrató la princesa Farrah Hassan. ¿La ha visto alguna vez?

–Un par de veces.

–Es una mujer imponente. Una verdadera fuerza de la naturaleza. La hermana del rey. Yo voy a ser su secretaria.

–¿Y cuándo se decidió todo esto?

–Hace un mes.

–¿Y ha llegado hoy?

Ella asintió.

–Tuve que alquilar mi apartamento y buscar un guardamuebles para dejar mis cosas.

–¿Cuántos años tiene? –no pudo evitar preguntárselo. Parecía demasiado joven como para vivir sola.

Ella arqueó una ceja y contestó.

–En los Estados Unidos, si uno hace esa pregunta, lo más fácil es que lo miren mal. No se considera políticamente correcto preguntar la edad a una mujer.

–Sé de política –«y de mujeres», añadió en silencio–. Parece demasiado joven para...

–Tengo veintidós años. No es que sea asunto suyo, pero tengo un título en Educación Infantil y otro en Económicas. Hice dos licenciaturas. Necesitaba un trabajo. Y un buen sueldo. Así que envié mi currículum a una agencia que se encarga de buscar cuidadoras infantiles para familias ricas. Después de mirar el currículum y las fotos, la princesa me eligió a mí. Según el director de la agencia, iba buscando una niñera normal y corriente.

–¿Es eso cierto?

–Creía que no era oportuno preguntarlo, pero ¿por qué cree que la princesa iba buscando alguien corriente?

No había motivo para decirle que él era el responsable de ese requisito.

–No sabría decírselo.

–Yo tampoco. Pero estaba convencida de que reunía los requisitos y de que era justo lo que ellos estaban buscando.

–Ya veo –quizá fuera el cautivador de la familia, pero la franqueza de ella lo dejó descolocado. Él sabía de mujeres altas, sofisticadas y elegantes, pero no de mujeres bajitas con gafas grandes.

–Prefiero enfrentarme a la vida. Si uno entierra la cabeza en la arena, deja el... –se ajustó las gafas–. Bueno, se queda expuesta. Ya sabe lo que quiero decir. Soy muy práctica. Es mejor enfrentarse a la realidad y no esperar cuentos de hadas. ¿No cree?

Él no estaba seguro de qué contestar y decidió cambiar de tema.

–¿Así que se entrevistó con mi... con la princesa?

–Sí. Recibí un billete de ida y vuelta para ir a Nueva York. Era la primera vez que montaba en avión. Muy emocionante. Pero eso fue un problema.

–¿Por qué?

Se abrió la puerta del despacho y entró una sirvienta con un carrito en el que llevaba una bandeja de plata y tazas de porcelana.

–Gracias, Salima.

–De nada...

–Déjelo sobre la mesa –dijo él, interrumpiéndola–. Yo lo serviré.

–De acuerdo –dijo ella. Hizo una reverencia y salió del despacho.

Penny la observó boquiabierta.

–Guau. ¿Todo el mundo es tan educado? Ya podríamos aprender los estadounidenses. Va a tener que ayudarme. No me gustaría ofender a nadie. Si me ve haciendo algo poco respetuoso, por favor, dígamelo para que no quede en ridículo.

–Usted es estadounidense –dijo él, como si eso fuera suficiente respuesta. Después agarró la cafetera y llenó una de las tazas.

–Por favor, ¿me puede servir una a mí? No puedo creer que me haya quedado dormida. Ahora tengo que ponerme en marcha.

–Cualquiera diría lo contrario.

–¿Estoy hablando demasiado? –continuó sin esperar respuesta–. A veces lo hago. Pero hoy es peor que otras veces. Probablemente porque estoy cansada y nerviosa. Una mala combinación. ¿Le molesta? A la princesa no pareció importarle.

–Es una mujer fuerte. ¿Leche y azúcar?

–Solo está bien –dijo ella.

–¿Qué decía?

–¿Por dónde iba? –bebió un sorbo y pensó un instante–. Ah, sí. Fui a Nueva York para conocer a la princesa. Mi vuelo se retrasó.

–¿Por el clima de North Texas?

Ella asintió.

–Usted escucha de verdad, ¿no? Después, había mucho tráfico en la ciudad. Cuando llegué al hotel donde ella se alojaba, ya había contratado a otra persona.

–¿Una niñera corriente?

–Sí –frunció el ceño–. Todavía no comprendo por qué ése puede ser un requisito para un empleo. Ya lo descubriré.

–Sin duda.

–En cualquier caso, la princesa fue muy simpática y amable. Me invitó a comer y hablamos de cosas de mujeres mientras comíamos chocolate.

–¿Chocolate?

–Godiva, creo. Riquísimo. Ella dijo que le había caído bien y que necesitaba una secretaria. Así que me contrató. Me hizo una oferta que no pude rechazar. Bueno, usted ya sabe cómo se paga el empleo en el palacio real de la familia de El Zafir.

–Sin duda.

–Alojamiento y pensión completa incluidos.

–Una buena oferta.

–Está en lo cierto... ¿Cómo dijo que se llamaba? –preguntó, y bebió otro sorbo de café–. No sé cómo he podido olvidarlo. Estoy muy cansada. Después de dormir bien una noche, estaré en plena forma. Suelo ser muy buena para los nombres.

–Creo que no lo he mencionado.

Ella le parecía intrigante. Para ser una mujer que decía estar agotada, tenía mucha energía. Si descansaba una noche se convertiría en un torbellino. No podía evitar preguntarse si su dinamismo estaba reservado sólo para el ámbito laboral. O si también se comportaba así con el hombre de su vida.

–Me está mirando con una expresión extraña. ¿Tengo una mancha en la cara? ¿Una verruga en la nariz? ¿Me encuentra rara? –bromeó ella.

–Para nada.

–Seguro que su nombre no puede ser tan difícil. Y puesto que vamos a trabajar juntos, quizá sea buena idea que me lo diga para que no tenga que decirle: ¡oiga!

Él se enderezó y dijo:

–Soy Rafiq Hassan, príncipe de El Zafir, ministro de Interior y Asuntos Exteriores.

Penny se quedó boquiabierta. Soltó la taza que tenía en la mano y, al caer al suelo, el café se derramó sobre la alfombra.

Era incapaz de decir palabra. Toda una victoria. Él la había dejado sin habla.

Rafiq llamó a la puerta que daba a las habitaciones de su tía Farrah y al oír que le daba permiso, entró. A medida que se acercaba al salón de grandes ventanales con vistas al mar de Omán, sus pisadas resonaban sobre los suelos de mármol. En el centro de la habitación había un sofá blanco semicircular. Y el único color que había en la habitación provenía de los cuadros que había colgados en la pared. La hermana de su padre poseía una colección de arte mundialmente famosa .

Rafiq se detuvo junto al sofá y miró a su tía, que estaba sentada leyendo unos papeles.

–Me gustaría hablar contigo, tía Farrah.

–Por supuesto. ¿Qué ocurre, Rafiq?

–En una palabra... Penny.

Ella sonrió y la edad se borró de su rostro. A los cincuenta años, su tía seguía siendo una mujer atractiva.

–Es maravillosa, ¿no?

–Es... algo.

–¿Por qué? ¿Qué ocurre? –preguntó ella frunciendo el ceño.

–Se quedó dormida en la butaca de mi despacho.

–Pobrecilla. En su defensa he de decir que es una butaca muy cómoda. Tuvo un viaje duro. Me dijeron que la chica insistió en comenzar a trabajar tal y como se había acordado. No quiso posponer el comienzo ni un solo día.

–Quiero que la decapiten.

–Sin duda, una buena recompensa por su dedicación.

–Estoy bromeando.

–Me alegra oírlo –se rió Farrah–. El gobierno prohibió ese castigo hace muchos años, incluso antes de que yo naciera.

–Creo que cortarle la lengua sería más apropiado –se colocó frente a ella–. Sí. Una idea excelente. Hay que hacer que el castigo encaje con el delito.

–Querido sobrino, ¿qué delito ha cometido?

–Ella es... –se detuvo al no encontrar la palabra que describiera sus sentimientos–. Una mujer.

–Ah –dijo su tía–. Te ha desconcertado.

–Claro que no. Nunca había conocido a una mujer que no pudiera comprender. Hasta hoy.

–Así que estás intrigado.

–Tonterías –contestó, y se volvió para mirar por las ventanas–. Es completamente absurdo.

–Rafiq, ¿has estado enamorado alguna vez?

No sabía cómo contestar a esa pregunta. Muchas mujeres lo habían cautivado y, sin duda, se había encaprichado con ellas. Pero, ¿se había enamorado?

–No empieces, tía. El amor es un lujo que no puede permitirse un príncipe de sangre real. El deber es lo que cuenta. Me casaré y tendré herederos.

–¿Cuándo?

–Cuando esté preparado –dijo mirándola por encima del hombro–. Pero no comprendo qué tiene que ver todo esto con Penny Doyle.

–Me da la sensación de que como tu madre falleció muy pronto, la educación que recibiste sobre este tema ha sido escasa. Tantos sirvientes, tutores, colegios internos...

–He recibido una educación excelente. Ahora, respecto a esa pequeña estadounidense...

–Penny me parece una bocanada de aire fresco. Pero comprendo que no estés de acuerdo.

Rafiq se volvió y miró a su tía. Al ver la expresión de su rostro recordó que era una mujer mayor, un miembro de su familia al que le debía respeto y protección. Pero el brillo de sus ojos hizo que se preguntara si no sería él el que necesitaba esa protección.

–¿Por qué iba a estar de acuerdo? Es una mujer pequeña e insignificante. De Texas –se acercó a la cristalera con las manos detrás de la espalda–. Tenía entendido que las cosas de Texas eran mucho más grandes.

–Sí. Supongo que Penny es la excepción.

–Quizá. Penny Doyle... –murmuró él esbozando una sonrisa. Su tía tosió y lo miró con los ojos brillantes–. ¿Estás bien? –le preguntó. De no haberla conocido, habría pensado que se estaba riendo de él.

–Absolutamente encantada.

–¿Y por qué?

–Tu manera de reaccionar ante Penny es justo la que esperaba. Y ahora, no tengo que advertirte que mantengas las distancias.

–Si eso te preocupa, tía, entonces, ¿por qué mi padre se ha llevado a mi secretario y me habéis puesto a una mujer?

–Él necesitaba a alguien con experiencia. Y es el rey. Penny es perfecta para tus... necesidades. Necesidades laborales, claro está. Si yo fuera tú, me lo pensaría dos veces antes de poner en duda a tu padre.

–De acuerdo. Pero me duele que pongas en duda mi comportamiento.

–Aparte de que tienes fama de ser un bribón con las mujeres, estoy preocupada por Penny.

–¿Por qué? Podría dejar sordo a un elefante –comentó él.

–Un hombre se aprovechó de ella.

Rafiq frunció el ceño.

–¿Cómo?

–Me contó toda la historia en Nueva York. Su madre murió cuando Penny tenía doce o trece años. La mujer estaba soltera y era profesora, pero aun así, se las arregló para dejar una herencia a su hija. La joven pensaba abrir un centro de preescolar cuando un canalla sin escrúpulos la conquistó para fugarse con su dinero. No confiará en los hombres nunca más.

–Ése no era un hombre. Los hombres no tratan así a las mujeres. Y menos a una mujer como...

–¿Cómo? –preguntó la tía arqueando una ceja.

–No importa. Me gustaría conocer a ese hombre –dijo apretando los dientes–. Fustigarlo sería un castigo demasiado blando para él.

–Estoy de acuerdo –asintió ella–. Pero ahora, Penny está aquí y nosotros cuidaremos de ella. Quiero decir, yo cuidaré de ella. En mi opinión, las cosas no podrían ir mejor.

–Al contrario –Rafiq se sentía intrigado por Penny y eso lo hacía sentirse incómodo. No estaba acostumbrado a sentirse así con las mujeres. Quizá podía convencer a su tía para que no se la asignara como secretaria.

–¿Qué ocurre, Rafiq?

–Las cosas irían mucho mejor si mi padre me devolviera mi secretario. Entonces, tú podrías tener a Penny Doyle, con toda mi aprobación y deseándote que tu salud mental y tu audición permanezcan intactas.

–Me temo que no va a ser posible que lo recuperes.

–¿Por qué no?

–Eso pregúntaselo a tu padre.

–He seguido tu consejo y me lo he pensado dos veces. Hablaré con él sobre este asunto.

–Entretanto, necesitarás ayuda para los preparativos del baile benéfico internacional que se celebrará por primera vez en El Zafir. El toque de una mujer será muy útil.

–Tú eres una mujer... y la presidenta del evento –dijo él–. ¿No es suficiente?

–Penny trabajará para los dos.

A Rafiq no le gustó la respuesta y empleó otra táctica.

–¿Te parece que es justo para ella? ¿También tendrá que trabajar para mí? Contigo tendrá suficiente, eres muy exigente.

–Tienes razón, pero sospecho que Penny es muy trabajadora.

–Si puede permanecer callada el tiempo suficiente.

–A mí me parece encantadora.

–¿Es ésa su única cualidad? Tengo entendido que estaba buscando trabajo como niñera para los hijos de Fariq.

–Sí. Pero tenía mucha energía y parecía muy inteligente. Tiene dos licenciaturas. Una en Educación Infantil y la otra en Económicas. Tiene muy buenas referencias por parte de Sam Prescott.

Sam Prescott pertenecía a una familia adinerada de Texas y Rafiq y él eran amigos desde pequeños. Sus familias se conocían bien y compartían algunos negocios.

–¿Y Sam de qué la conoce?

–Prescott International ofrece becas a estudiantes con talento. Penny fue una de las elegidas y la familia se interesó personalmente por su carrera. Era una de las mejores de la clase y consiguió unas prácticas en la sede que Prescott tiene en Dallas. Así que sé con certeza que es rápida, inteligente, trabajadora y con posibilidades de que le enseñen.

–Al parecer, ésa será mi responsabilidad –dijo él mirando a su tía.

–Esa mirada asustaría a los niños, Rafiq. Dime que no la miraste así –le dijo la tía–. Eres el diplomático de la familia. Si tú...

–No acostumbro a asustar a los niños ni a las mujeres. Pero también está el asunto del café...

Había hecho falta un milagro para dejarla sin habla. Por suerte, el café se había enfriado y ella no se había quemado. Él reconocía su parte de culpa en el incidente.

–¿Qué pasa con el café?

–Se le cayó de las manos.

–¿Hiciste algo para que se le cayera?

–Simplemente me presenté.

Después de haber dejado que creyera que era un secretario. Y de permitir que le dijera que lo consideraba muy atractivo. Sin embargo, ocultarle que era el príncipe le parecía liberador. Dudaba que ella hubiera hablado con tanta naturalidad si no hubiera pensado que era un hombre corriente. Él estaba acostumbrado a los halagos de las mujeres, pero el hecho de que Penny lo hubiera halagado sin conocer su identidad, era mucho más importante.

–¿Dónde está ahora? –preguntó la tía frunciendo el ceño.

–En la habitación que le has asignado en el ala de invitados del palacio. Le he dicho que se tome el resto del día libre para reponerse del viaje.

–Bien. Y me alegro de que hayamos hablado. Pero déjame que te lo recuerde una vez más, Rafiq. No tienes que cautivar a Penny. Hasta que podamos solucionarlo de otro modo, será tu secretaria y nada más –añadió–. No podemos permitir que los negocios de El Zafir se vean afectados porque tú hayas conquistado a otra de las empleadas.

–Gracias, tía Farrah –dijo él, incapaz de contener una sonrisa.

–No pretendía ser un cumplido. Voy a decírtelo una vez más. No hagas nada extraordinario para ser amable con Penny. Es suficiente con que seas cortés en el trabajo.

–Soy príncipe de sangre real. La bondad es mi responsabilidad. Tú misma me enseñaste lo importante que es ser cortés. No veo motivos para disculparme por aprender a fondo la lección que me enseñaste.

–También te enseñé a respetar a tus mayores –dijo ella–. Te estás comportando como un niño cabezota.

–Al contrario –dijo él–. No veo por qué lo dices.

–Por supuesto que no. Nunca lo haces. Ni tus hermanos tampoco.

–¿Qué tienen que ver Kamal y Fariq con todo esto? –preguntó él.

–El príncipe de la corona y el ministro de los Recursos Petrolíferos no tienen nada que ver con nuestra conversación. Sólo era un comentario.

–Los hombres de la familia real de Hassan hemos jurado fidelidad al país y a la familia –dijo él–. Somos los protectores de los ciudadanos de El Zafir. No podemos permitir equivocarnos.

–Es una gran responsabilidad –convino ella–. Y he encontrado a una mujer joven que, creo, será una excelente secretaria. Una persona brillante y amena que me gustaría durara mucho tiempo trabajando para mí. Sólo te pido que no hagas nada para facilitar su regreso a los Estados Unidos.

–Ni se me ocurriría.

–Me pongo nerviosa cuando te veo tan complaciente –dijo ella, y al ver que él iba a contestar, lo interrumpió–. Ve a contárselo al rey o a tus hermanos. Quizá ellos crean tus quejas.

–No soy tan complaciente como crees –se defendió.

–Por el bien del palacio, eso espero.

Rafiq hizo una reverencia y, conteniendo un suspiro, salió de la habitación. Una vez fuera, recordó a la joven estadounidense. ¿Amena y brillante? No estaba seguro de haber conocido ese lado de Penny Doyle. Quizá debiera hablar con ella otra vez. Sólo para asegurarse de que no había subestimado a su nueva secretaria. Y, ya de paso, para conocerla mejor.

Así, los negocios de El Zafir se desarrollarían sin problemas.

Capítulo 2

Penny paseaba de un lado a otro de la habitación. Estaba nerviosa y no podía dormir. Al menos la habitación era lo bastante grande como para pasear. No podía dejar de pensar en cómo había podido ser tan estúpida y en por qué él le había permitido llegar tan lejos.

Rafiq. Un nombre con gracia que encajaba con aquel hombre. Era muy atractivo. Un príncipe, un gobernador de su país. Eso disculpaba su comportamiento. Horrorizada, recordó la conversación que había mantenido con él. Por supuesto que sabía cuánto cobraba una empleada del palacio. Y claro que había visto a la princesa Farrah un par de veces. Penny le había dicho que era atractivo, pero él le había sonsacado la información.

Se cubrió la cara con las manos deseando olvidar aquella humillante situación. Qué tonta había sido. Y él se lo había permitido, a pesar de que ella le había pedido que no la dejara quedar en ridículo.

No era la primera vez que un hombre le tomaba el pelo. La última vez, el hombre se había llevado todo su dinero antes de desaparecer. Esta vez, le habían dicho que desapareciera. El príncipe le había dicho que podía tomarse el día libre. Para aclimatarse. ¿Era la manera de decirle que se preparara para ser descuartizada al amanecer por haber cometido el delito de ser impertinente?

–Casi preferiría estar muerta –dijo en voz alta–. Pero me gustaría una muerte menos violenta.

Tenía que admitir que aquél era un lugar maravilloso para pasar las últimas horas de su vida. Las paredes eran blancas, y en ellas colgaban coloridos tapices. En la zona del salón había un sofá desde el que se veía un bonito jardín lleno de flores. No se veía el mar, pero desde el balcón se podía sentir la brisa marina. En la habitación había una cama con dosel, una cómoda y un armario a juego. ¿Qué estaba haciendo allí? Era una pregunta que constantemente rondaba su cabeza, pero que, por suerte, no necesitaba respuesta ya que, después de lo que había hecho, no estaría por allí mucho tiempo. Sin duda, el príncipe de El Zafir no permitiría que se quedara después de haberlo ofendido.

Al oír que llamaban a la puerta, se sobresaltó. «Ha llegado el momento», pensó, y abrió la puerta.

¡Era él! Por segunda vez en el día, se sintió incapaz de pronunciar palabra.

–¿Puedo pasar? –preguntó el príncipe.

–Por supuesto –contestó ella, y se echó a un lado.

–Has cambiado –dijo él, mirándola de arriba abajo.

–En realidad no. Soy la misma persona que hace un rato. No tengo palabras para...

–Me refería a la ropa –dijo él, señalando los pantalones que ella llevaba.

–Ah –dijo ella, y se fijó en sus pies descalzos. Al levantar la vista vio un brillo incomprensible en la mirada del príncipe. Pero sólo se le ocurrió una palabra para describir lo que veía en sus ojos negros. Seducción.

En la información que había buscado sobre la familia real había encontrado que el apellido Hassan significaba atractivo y, desde luego, él hacía honor a su nombre. Tenía el pelo corto y oscuro. Los pómulos prominentes, la nariz recta y el mentón casi perfecto. Anchas espaldas y un torso musculoso. Llevaba un traje azul hecho a medida que resaltaba todo su cuerpo. Penelope recordó el comentario inapropiado que había hecho acerca de que en Texas, los vaqueros reunían los estándares del atractivo masculino. El príncipe Rafiq Hassan acababa de superar el listón, y había conseguido que a Penelope le temblaran las piernas y se le acelerara el corazón.

–Yo no...

–¿Sí? –interrumpió él.

–¿Cómo he de llamarlo? –soltó ella–. ¿Alteza? ¿Majestad? ¿Señoría? ¿Miembro de la familia real conocido como príncipe?

Estaba siendo impertinente, pero no podía evitarlo. Era su forma de ser. Además, ¿qué tenía que perder? Ya había metido la pata. Y aunque él tenía parte de culpa por haberla engañado, seguramente había ido allí para despedirla.

–Puedes llamarme Alteza, príncipe Rafiq Hassan, ministro de Interior y Asuntos Exteriores, el espléndido y bondadoso.

Ella empezaba a pensar que tendría que anotárselo para poder recordarlo cuando vio que él esbozaba una sonrisa.

–Está bromeando –lo acusó.

–Sí.

–Menos mal.

–¿Qué?

–Que tiene sentido del humor.

–Por supuesto. ¿Por qué no iba a tenerlo? –se encogió de hombros y después extendió el brazo para mostrarle la mano.

En el dedo índice llevaba una tirita con dibujos de cómic.

–En nuestro primer encuentro no esbozó ni una sonrisa –le recordó ella.

–Por eso estoy aquí.

–¿Para mostrarme que sabe sonreír?

–No. Para comenzar de nuevo.

Durante medio segundo, ella pensó que él iba a disculparse por haber permitido que quedara en ridículo. Lo miró y se colocó las gafas.

–Creía que había venido a por mí.

–¿Perdón?

–Ya sabe, a deshacerse de mí.

–¿Por qué?

–Me preguntaba si me llevaría a la plaza de la ciudad para descuartizarme al amanecer.

–De hecho, sí pensé en decapitarte.

–¡No!

–Sí. Y después en cortarte la lengua.

–Está bromeando –dijo ella al ver que él sonreía.

–Sí –dijo él, y metió las manos en los bolsillos del pantalón–. ¿Creías que venía a revocar tu contrato?

–Así es. A despedirme.

–No he venido a hacer tal cosa.

–Es un alivio. Aunque debe admitir que, si me hubiera dicho enseguida quién era, ahora no habría una mancha de café sobre la alfombra de su despacho.

–No tengo que admitir nada –dijo él–. Soy el príncipe.

–Por supuesto. Y el príncipe es un experto en todo lo que hace.

–Más o menos –dijo él, con un brillo en la mirada.

–Si no ha venido a admitir nada, entonces, ¿a qué ha venido?

–Para darte la bienvenida a El Zafir.

–Gracias... –dudó un instante y añadió–. Todavía no me ha dicho cómo he de llamarlo.

–Príncipe Rafiq en público. En privado, cuando estemos trabajando, puedes llamarme por mi nombre de pila.

Rafiq. El nombre hacía que Penelope se estremeciera. Él no se parecía a nadie que ella hubiera conocido antes. Sólo su nombre implicaba misterio, magia, encanto y romance.

–Príncipe Rafiq –dijo ella, probando el nombre.

–Puesto que me han encargado tu formación...

–Pero se suponía que iba a trabajar para la princesa Farrah.

–Ha habido un cambio de planes. Mi padre se ha apropiado de mi secretario, y mi tía...

–¿La princesa Farrah?

Él asintió.

–La hermana de mi padre. Ella te ha entregado a mi cuidado.

Al oír sus palabras, Penelope se estremeció de nuevo.

–¿Así que voy a trabajar contigo?

Él asintió.

–Si quieres, puedo pedir que traigan chocolate y, después, podemos hablar de nuestras cosas.

–Eres diferente a los otros hombres –dijo ella, y se arrepintió enseguida. Era un comentario inapropiado. Ya sabía que Rafiq era el príncipe y no podía coquetear con él. Además, nunca había sido una coqueta. ¿Habría algo extraño en el aire exótico de El Zafir? ¿O en el agua?

–¿Diferente? –preguntó él con curiosidad.

–En donde yo vivía, siempre se decía que los hombres no escuchan, y que tampoco recuerdan nada.

–A lo mejor, los vaqueros de tu país tienen algo que les falta para llegar a cumplir los estándares masculinos.

«Escucha de verdad», pensó ella sonrojándose.

–Quizá escuchar y recordar son acciones sobrevaloradas -comentó Penny.

Él sonrió y mostró su blanca dentadura.

–Con el debido respeto –dijo él–, todavía no he conocido una mujer que prefiera que un hombre la ignore.

Ella no pudo evitar preguntarse cuánto había investigado sobre las mujeres, aunque, según las revistas que había leído, el príncipe había tenido numerosas relaciones románticas. Penny había visto su foto más de una vez, y por eso se sentía tan mal al pensar que no lo había reconocido. Pero en realidad el príncipe Rafiq no se parecía en nada al Don Juan que mostraban los periódicos.

¿Con cuántas mujeres habría salido? ¿Con diez? ¿Con veinte? ¿Con cien? ¿Y con cuántos vaqueros había salido ella? Con ninguno. Por tanto, ¿quién estaba en mejores condiciones para opinar?

–De acuerdo. Ganas puntos por ser capaz de escuchar y recordar.

–Gracias –dijo él, y miró a su alrededor–. Supongo que el alojamiento es de tu agrado.

–Oh, sí. Éste es el lugar más bonito que conozco.

–¿Y comparado con Texas?

–Comparado con cualquier sitio. Incluso con el hotel en el que conocí a tu tía.

–Es más espartano que el hotel de Nueva York al que ella va.

Penny asintió.

–Pero hay mucho a favor de la simplicidad. A veces, menos es más.

–Sé muy bien lo que quieres decir –la miró a los ojos con una mirada ardiente. Penny sintió que se le cortaba la respiración–. Háblame de ti, Penny.

La pregunta la sorprendió. No sabía por qué, pero no esperaba que un miembro de la realeza se preocupara por alguien como ella.

–¿Quieres sentarte? –le preguntó ella al ver que todavía estaba de pie.

Él dudó un instante y contestó:

–Sí. Gracias –se acomodó en el sofá y señaló el espacio vacío que quedaba a su lado–. Por favor.

Ella obedeció, pero dejó una distancia apropiada entre ambos.

–¿Y qué te gustaría saber de mí?

–¿Por qué abandonaste tu país y aceptaste un trabajo en El Zafir, en la otra punta del mundo?

–Tu país es muy progresista.

–Trabajamos duro para que así sea. ¿Qué más?

–Creo que ya quedó claro que el palacio paga bien a sus empleados –dijo ella con una sonrisa.

–Sí, creo que sí. ¿El dinero te parece importante?

–Sólo alguien que nunca lo ha necesitado haría esa pregunta.

–¿Eso es un sí? –preguntó él arqueando una ceja.

–Sí.

–Dime por qué.

–No quieres saberlo.

–Al contrario.

–El dinero es algo importante para mí porque mi madre trabajó muy duro para conseguirlo.

–¿Y tu padre?

–Nunca lo conocí. Sólo estábamos mi madre y yo. Ella murió cuando yo era pequeña.

–La mía también. Mi tía Farrah llenó el vacío cuando mi madre falleció.

–Eres afortunado. Yo no tenía a nadie que llenara ese vacío. La pequeña herencia que me dejó no consiguió borrar el dolor de su pérdida. Me crié en un orfanato.

–Ya veo.

–A los dieciocho años, el Estado dice que uno es adulto y tiene que vivir por su cuenta.

–El Estado está equivocado –contestó él–. A esa edad todavía se es un crío.

–Puede. Pero yo estaba decidida a conseguir un título universitario.

–Y lo hiciste... en Educación Infantil y Económicas. Mi tía me ha contado que conseguiste hacer prácticas con Sam Prescott en Dallas.

–Sí. Los Prescott se han portado muy bien conmigo. Sam fue el que me sugirió que pensara en la posibilidad de trabajar en El Zafir.

Porque ella había pensado en montar su propio centro de preescolar. Y, como una idiota, permitió que se llevaran su dinero. Pero, aunque Rafiq la hacía sentirse muy cómoda, ella creía que no le apetecería oír su historia. O quizá ella no quería confesarle lo estúpida que había sido al dejarse camelar por un hombre atractivo. Había prometido que nunca más se dejaría embaucar por un atractivo jugador.

Él la miraba con tanta intensidad que ella se preguntó si podría llegar a ver sus sentimientos. Esperaba que no. El príncipe no querría que una mujer tan ingenua trabajara para él.

–Conozco a Sam Prescott desde que éramos niños. ¿Hay algún motivo especial por el que ganar dinero sea tan importante para ti?

Porque una promesa era una promesa. Y la que Penny había hecho años atrás significaba mucho para ella. Pero él no querría oír la historia.

–Mi sueño es abrir un centro de preescolar, posiblemente en el ámbito empresarial. De esa manera podría estar subvencionado por la empresa.

–¿Por qué?

–Siendo un hombre de negocios, pensé que te parecería evidente. El apoyo de la empresa haría que las posibilidades de éxito fueran mayores...

–No, me refería a ¿por qué quieres montar un centro de preescolar?

–Ah. Me gustan los niños –lo miró a los ojos y se sorprendió al ver que parecía interesado–. Creo que es hereditario. A mi madre le encantaba enseñar en la escuela elemental. Antes de que yo fuera lo suficientemente mayor como para ir al colegio, ella se esforzó para poder pagar una guardería. Siempre decía que una madre no debería tener que elegir entre un sitio seguro para su hijo a costa de sacrificar un ambiente estimulante.

–¿Y un centro de preescolar reúne ambas cosas?

–Sí. Mientras las mujeres sean parte de la fuerza de trabajo, y no veo que eso vaya a cambiar, el cuidado de calidad para los niños será algo imprescindible.

–En mi país también.

–¿De veras?

Rafiq observó cómo se acomodaba en el asiento. Ella se sentó hacia atrás y, aunque el sofá era bajo, las piernas no le llegaban al suelo. Se fijó en que tenía los pies pequeños y, como iba descalza, pudo ver que llevaba las uñas pintadas de rojo. Penny colocó las piernas a un lado y apoyó el codo en el brazo del sillón. Ya no llevaba el pelo recogido en un moño y los mechones de su melena dorada le llegaban hasta la cintura, como una cascada de seda que cualquier hombre desearía acariciar. Los pantalones vaqueros que llevaba resaltaban su cintura y sus piernas delgadas. No tenía el cuerpo de las mujeres en las que él solía fijarse. La miró a los ojos y vio que ella lo miraba expectante tras los cristales de las gafas.

–Pensaba que en El Zafir no habría muchas mujeres que trabajaran fuera de casa –dijo Penny.

–En este país, cada vez hay más mujeres que reciben educación y eligen trabajar. Durante muchos años hemos obviado esta maravillosa fuente de trabajo y vitalidad.

–Entonces, el cuidado de los niños es un problema.

–Exacto.

–Todavía me gustaría saber por qué tu hermano buscaba una niñera corriente para sus hijos.

¿Cómo podía conseguir que se olvidara de esa pregunta? Se fijó en su boca. Hasta entonces, no se había percatado de lo sensuales que eran sus labios. Sentía ganas de probarlos. Quizá eso la ayudara a olvidarse de su pregunta. Pero se contuvo y trató de no pensar en esa posibilidad. Ella era su secretaria personal. Nada más. Él tenía que recordarlo y olvidarse de lo bien que le quedaban los pantalones vaqueros.

Era su jefe. Y ella apenas era más que una niña. Él tenía veintinueve años, pero ella lo hacía sentir como un anciano.

–Tengo que irme –se puso en pie–. Sobre el trabajo...

–¿Sí? –preguntó ella, y también se levantó. Era tan bajita que su cabeza apenas llegaba al hombro de Rafiq. De pronto, él experimentó un fuerte sentimiento de protección. Nunca había sentido lo mismo con otra mujer.

A Penny la habían herido. Como su tía se lo había contado, él podía percibir desilusión en su mirada cuando le hablaba de un sueño no cumplido. La rabia lo invadió por dentro. Deseaba vengarse del hombre que la había engañado.

–¿Qué hay del trabajo? –preguntó ella.

–Sí, el trabajo.

–¿A qué hora quieres que vaya al despacho?

–A las nueve.

Ella sonrió.

–Al menos no tendré que sortear los atascos.

–No –él se aclaró la garganta–. Sobre tu vestimenta...

–Tu tía ya me ha instruido sobre eso. Nada de pantalones en público. También me dijo que en este país las mujeres se cubren los brazos y que las faldas deben llegar por debajo de la rodilla.

–Así es.

Rafiq debería sentirse contento de que ella supiera todo aquello, pero sin embargo, se sentía apenado porque los vaqueros no fueran una prenda adecuada.

–Entonces, mañana nos vemos –dijo ella.

–Sí, mañana.

–Estoy impaciente.

Igual que él. Y mucho más de lo que debiera.

Capítulo 3

Penny cerró la puerta de su habitación y se dirigió a cenar con los Hassan. Estaba emocionada, iba a cenar con todos los miembros de la familia real.

A medida que se acercaba al comedor, las piernas le temblaban con mayor intensidad. Si la invitación se la hubiera hecho otra persona que no fuera la princesa Farrah...

¿La habría rechazado? Imposible. El sentido común le decía que no se puede morder la mano que te da de comer. Rechazar la invitación no era correcto. Y ella respetaba a la princesa. Pero estaba tan nerviosa...

Penny bajó la escalera agarrada a la barandilla de caoba. Cuando llegó abajo, caminó hacia la izquierda y abrió las puertas del comedor. «No hablaré demasiado», se repetía en voz baja.

Asomó la cabeza pensando que no habría llegado nadie y sintió que se le detenía el corazón al ver que todos estaban allí. ¿Llegaba tarde? Odiaba llegar tarde. Odiaba entrar en una habitación y que todo el mundo la mirara. Al menos, ninguno se había sentado a la mesa.

Penny miró el reloj que llevaba en la muñeca. Había calculado el tiempo para llegar diez minutos antes que todo el mundo y tranquilizarse mientras los esperaba. Pero no, la familia real había llegado antes que ella. Detestaba la impuntualidad. Y el nerviosismo. Ése era el motivo por el que su primer encuentro con Rafiq había sido desastroso.

Sintió un nudo en el estómago al ver la cantidad de personas que había reunidas para la cena. Penny los había conocido a todos, pero de uno en uno. ¿Y cómo iba a enfrentarse a todos ellos en grupo? «Con mucho cuidado», pensó.

Al entrar en el comedor miró a su jefe. Él estaba hablando con sus hermanos y, de pronto, sonrió. En un instante, el hombre serio y autoritario con el que ella se había familiarizado, desapareció y se convirtió en un hombre imponente y desenfadado. Penny sintió que le temblaban las piernas. Le resultaba mucho más fácil tratar con su jefe, el príncipe, que con ese hombre que sonreía o incluso bromeaba con cortarle la lengua.

Rafiq.

Él le había dicho que lo llamara por su nombre cuando estuvieran en privado. ¿Había una norma sobre cuántas personas constituían público? ¿Tenía que respetar la norma aunque fuera su familia? ¿Debía llamarlo príncipe Rafiq o podía prescindir del título?

Miró hacia el suelo y suspiró al ver el vestido negro de punto que le llegaba hasta los tobillos. Recordó que la dependienta de la tienda donde lo compró le había dicho que nunca podría equivocarse vistiendo de negro. Pues se había equivocado, pero no tenía presupuesto para comprarse otro vestido.

–Ah, Penny –la princesa Farrah, que iba vestida con un vestido verde de seda, una gargantilla de diamantes y unos pendientes a juego, se acercó a saludarla.

–Buenas noches, Alteza –Penny miró a su alrededor–. Espero no llegar tarde. Me dijo a las siete...

–Llegas puntual, cariño. ¿Verdad, Gamil? –le dijo al rey.

El rey se acercó a ellas e hizo una pequeña reverencia.

–Señorita Doyle. Me complace enormemente que haya venido a cenar con nosotros.

–Es usted muy amable por invitarme –Penny miró al resto de los presentes. La princesa le había dicho que sería una cena íntima con la familia. Se dirigió a ella y antes de poder contenerse, le preguntó–. ¿Todas las noches se visten así para la cena?

La princesa se rió.

–Tres o cuatro veces a la semana. Las otras noches, uno o más de nosotros tiene que asistir a algún acto oficial en el que se requiere corbata negra y traje formal.

–¿Esto no es formal? –preguntó asombrada.

–¡Cielos! ¡No! –contestó la princesa.

Penny se sintió avergonzada. Seguro que se estaban riendo de ella, y si no, lo harían pronto. Su vestido poco elegante la hacía parecer el patito feo entre los cisnes.

–Entonces, ¿para la familia real esto es informal?

–Supongo que sí –contestó el rey.

–Lo siento. No pretendía ser impertinente –se disculpó Penny, aunque él no parecía enfadado–. Es sólo que no tengo ninguna referencia para este tipo de cosas. Lo que quería decir es que invitarme ha sido todo un halago para mí, Majestad –aclaró–. Y ya sé de dónde han sacado sus hijos el atractivo –añadió. Nadie podía equivocarse diciendo un cumplido.

Él se rió y le hizo una reverencia.

–Farrah tiene razón. Sin duda es como una bocanada de aire fresco. Y una aduladora descarada.

–Al contrario, Majestad. Adular implica falta de sinceridad, y le aseguro que lo digo de verdad –dijo ella, sin poder dejar de mirar a Rafiq.

Se fijó en que se parecía mucho a su padre. El rey Gamil tenía cincuenta y tantos años, pero no aparentaba más de cuarenta. Podía confundírsele con el hermano mayor de sus hijos. El rey le recordaba a un actor famoso. Y Penny no podía evitar preguntarse por qué no estaba casado. Y lo mismo le pasaba con la princesa Farrah.

–Nos gustaría darle la bienvenida a nuestro país –dijo él.

La princesa dio un sorbo de la copa que tenía en la mano y dijo:

–Esperaba que Rafiq te comunicara que estabas invitada a la cena. Pero al ver que se había olvidado, yo misma me encargué de rectificar la situación.

Penny suponía que el príncipe se había olvidado de invitarla porque tenía miedo de que derramara algo sobre su traje de Armani. Aunque su relación laboral progresaba de manera adecuada, ella no creía que fuera a permanecer en El Zafir el tiempo suficiente como para olvidar el incidente del café.

Justo en ese momento, Rafiq se acercó a ellos.

–Buenas noches, Penny –dijo él, e hizo una pequeña reverencia.

–Hola –dijo ella con la respiración entrecortada.

–¿Puedo ofrecerte una copa de champán? –preguntó él.

–Sí, gracias. Nunca he probado el champán –ya empezaba. Sentía la necesidad de hablar a mil por hora. Respiró hondo y lo miró–. Es una advertencia... A lo mejor quieres mantener la distancia.

–¿Y por qué iba a querer hacerlo? –preguntó él, mirándola fijamente–. Era evidente que el día de tu llegada no era la primera vez que tomabas café, algo que no pasó desapercibido para la alfombra de mi despacho.

–Supongo que era mucho pedir que hubieras olvidado ese incidente.

–Como bien señalaste... escucho y recuerdo –dijo con una sonrisa–. Así que me arriesgaré a que pruebes tu primera copa de champán.

–Mi hijo tiene el corazón de un león –dijo el rey, y le guiñó un ojo.

Rafiq sonrió a su padre y después se acercó a uno de los camareros que sujetaba una bandeja de plata. Penny se colocó las gafas y aceptó la copa de champán que le ofrecía.

–Rafiq, has sido muy descuidado al no invitar a Penny a cenar antes –dijo la princesa–. Es... ¿cómo se dice en los Estados Unidos? El procedimiento que se hace con cada nuevo empleado, para que podamos conocerlo personalmente.

–Una gran familia –comentó Penny.

–Exacto –dijo el rey, sonriente–. Con los años se ha demostrado que los empleados contentos son más productivos. ¿Cree que soy un tirano, señorita Doyle?

–Al contrario, Majestad, es algo de sentido común.

La princesa lo agarró del brazo.

–Discúlpanos, querida. Gamil y yo tenemos que ir a ayudar a Johara con los gemelos de Fariq.

–A mí me parece que están muy bien –dijo el rey.

–Hana y Nuri son buenos chicos, pero sabes tan bien como yo que a veces son muy inquietos.

El rey la miró y comprendió lo que le transmitía con los ojos. Asintió e hizo una reverencia.

–Mi hermana tiene razón. Discúlpenos, por favor.

Penny miró a Rafiq y comenzó a ponerse nerviosa. En el trabajo se sentía segura y se había acostumbrado a tratar con su jefe. Él le encargaba tareas y ella las resolvía lo mejor posible.

Con el paso de los días, se había establecido una rutina. Por la mañana, ella bajaba el correo electrónico del príncipe, lo imprimía y lo dejaba sobre la mesa de su despacho. Después, devolvía llamadas, escribía cartas y confirmaba citas. Las tardes estaban reservadas para las reuniones. Él entraba y salía del despacho mientras ella continuaba recibiendo llamadas y tomando mensajes.

Como ya le había contado a Rafiq, cuando estaba en la universidad trabajó en Prescott International como secretaria personal de Sam Prescott, un director ejecutivo que le había enseñado muchas cosas. El Zafir era un país pequeño, pero había muchas cosas similares a las de su anterior trabajo y, laboralmente, se sentía segura de sí misma. El problema era que, en esos momentos, no estaba trabajando. Sintió un nudo en el estómago.

Miró de nuevo a Rafiq, deseando que él dijera algo. Ella estaba haciendo todo lo posible para no hablar demasiado, pero cuando no pudo soportar el silencio, comentó:

–Este lugar es muy bonito.

–Gracias –contestó él.

–Las lámparas de araña son sobrecogedoras. Aunque he de decirte que no puedo evitar preguntarme quién las mantiene tan brillantes. Sacarles brillo debe de ser el trabajo más aburrido del mundo.

–Nunca había pensado en ello.

–Lo dabas por hecho. Pero mira –dijo ella, señalando la lámpara con la copa de champán–. Debe de haber mil cristales por lo menos, y todos brillan como diamantes. El efecto es deslumbrante.

–Sí –dijo él, mirándola.

¿Qué significaba su mirada? En el despacho se centraba en los negocios y era inexpresivo. Pero aquella noche, la expresión de su mirada era muy intensa, como si pudiera ver todos los secretos que ella guardaba. A Penny le resultaba difícil no romper el silencio con lo primero que le pasaba por la cabeza. Se fijó en la mesa que estaba servida y preguntó:

–¿Esos platos están grabados en oro de verdad?

–Eso creo.

–¿Y los tenedores y los cuchillos?

–De oro –sus ojos brillaron como si estuviera a punto de burlarse de ella–. De oro macizo.

–¿Lo dices en serio?

–Sin duda.

–Nunca he visto nada tan maravilloso como esta habitación. El mantel de la mesa, los apliques de la pared –dijo ella, encogiéndose de hombros–, las flores. ¿Eso no son orquídeas, mezcladas con las rosas?

–Sí. Son de verdad y están recién cortadas. Se puede sentir cómo su aroma invade el ambiente –dijo él, y esbozó una sonrisa–. No bromeo.

–Te estás riendo de mí.

Rafiq se llevó la mano al corazón.

–Me has herido en el corazón.

–Sí, ya veo cómo sangras.

–¿Lo dices en broma? –preguntó con una amplia sonrisa.

–No. Nunca sería tan impertinente como para bromear.

Penny miró a su alrededor y vio a los hermanos de Rafiq, el príncipe Fariq y el príncipe heredero, Kamal. Su hermana, la princesa Johara, lucía un vestido de terciopelo granate que resaltaba su cabello moreno y sus ojos oscuros. Estaba cuidando de los hijos gemelos de Fariq, que tenían cinco años. Nuri llevaba un traje como el de su padre, y Hana, un sencillo vestido verde de terciopelo. Ambos eran adorables.

Incluso los niños iban mejor vestidos que ella.

–Me alegro de que sea una cena familiar íntima y sencilla –dijo ella.

–¿Por qué lo dices?

Penny miró su vestido.

–No voy apropiadamente...

Antes de que pudiera terminar la frase, la princesa Farrah golpeó una copa con suavidad.

–Todo el mundo a sentarse, por favor. La cena está lista. Penny, siéntate aquí, junto a Rafiq, y cerca de Hana y Nuri.

«Llegó la hora. Por favor, no me dejes tirar nada», suplicó al dios del decoro.

Rafiq inhaló el aroma del perfume que llevaba Penny mientras le sujetaba la silla. La tela del vestido se ceñía en su cintura, trasero y caderas, resaltando las curvas de su cuerpo. Desde el día de su llegada, sólo la había visto con vestidos anchos que no tenían comparación con lo bien que le quedaban los pantalones vaqueros. Pero aquel vestido sencillo era una mejoría.

Para su desgracia, Penny llevaba la melena rubia recogida en un moño que dejaba al descubierto su bonito cuello y, al verlo, Rafiq deseó darle un beso junto al lóbulo de la oreja. «Algo inapropiado», pensó él.

–Gracias –ella lo miró cuando él se sentó a su lado–. Has sido... Lo único que se me ocurre decir es que has sido muy cortés. Nadie me había sujetado la silla antes.

–De nada.

Teniendo en cuenta lo que ella le había contado sobre su pasado, Rafiq no se sorprendió. Además, pensaba que, dadas las circunstancias, Penny debía de ser una mujer fuerte si había conseguido llegar hasta donde había llegado con pocos recursos.

Penny bebió un poco de champán y dejó la copa sobre la mesa.

–Bueno, en realidad no es del todo verdad. Una vez, en el orfanato, un niño me sujetó la silla. Pero la quitó cuando fui a sentarme y se rió al ver cómo me caía.

–Maldito...

–Imbécil es la palabra que estás buscando.

–Estaba pensando en bestia. Pero imbécil me sirve también –Rafiq la observó pero no percibió ni una pizca de autocompasión. Ella estaba relatando una experiencia, nada más. Algo que los haría conocerse mejor–. ¿Qué te parece el champán? –le preguntó.

–No soy una experta, pero me gusta mucho.

A él le gustaba bromear con ella. Pero no en el despacho. Lo que significaba que no había tenido oportunidad de bromear desde el día de su llegada. El encuentro de aquella noche le parecía tan placentero como el del primer día. Y no es que se hubiera olvidado de la tradición de invitar a cenar a los nuevos empleados con la familia, era sólo que no estaba seguro de que ver a Penny fuera del despacho fuera algo sensato.

El rey se aclaró la garganta y levantó la copa:

–Me gustaría dar la bienvenida a nuestro país a nuestra nueva empleada. Creo que todos la habéis conocido ya. Penny, espero que la estancia en El Zafir sea tranquila y agradable.

–Gracias, Majestad –dijo ella, y bebió un sorbo de champán.

Durante los minutos siguientes, los camareros fueron de un lado a otro sirviendo los cuencos de sopa. De reojo, Rafiq vio cómo Penny miraba a su alrededor. Casi podía sentir la tensión que irradiaba de su cuerpo. Cuando todos empezaron a comer, Penny tocó cada cubierto y, agarró la cuchara más alejada del cuenco.

–Bueno, Penny, cuéntame, ¿estás contenta hasta el momento? –le preguntó el rey.

«¿Por qué no iba a estarlo?», pensó Rafiq. Tenía un buen sueldo, un techo sobre su cabeza y comida. Era eficiente y muy organizada, y se había adaptado a la perfección en su despacho. ¿Por qué no iba a estar contenta?

Cada día, cuando se marchaba del despacho, pensamientos sobre Penny Doyle invadían su cabeza.

–Estoy contenta, Majestad.

–¿Qué te parece nuestro país? –le preguntó Fariq.

–No he tenido oportunidad de ver mucho, pero puedo decir honestamente que esto –levantó la mano para señalar la habitación–, me parece precioso. No se parece en nada al lugar de donde yo vengo.

–Háblanos de los Estados Unidos –le dijo Johara.

Penny observó el rostro de emoción de la adolescente.

–El rancho de los Prescott es lo más parecido a El Zafir que he visitado en los Estados Unidos. Tengo entendido que conocen a los Prescott.

–Muy bien –contestó el rey.

–¿Y qué más has visto? –preguntó Rafiq.

Ella miró a su alrededor y después a él.

–Estoy segura de que no quieren oír hablar sobre mi aburrida vida.

–Al contrario –dijo la princesa Farrah–. Nos encantaría saberlo todo sobre ti.

Todos prestaron atención mientras Penny hablaba de su pasado y de las becas que había conseguido. El rey le preguntó qué tal se llevaba con Sam Prescott y si había conocido a su padre, que era un buen amigo de Gamil. Ella le contestó que sí, y el tema le dio la oportunidad de evitar la parte de la historia en la que conoció al hombre que huyó con su dinero. Al fin y al cabo, eso no era asunto de nadie más que de ella. Mientras hablaba, los camareros retiraron el primer plato y sirvieron las entradas.

–Me encantaría ir a la universidad en los Estados Unidos –dijo Johara.

–Está muy lejos –contestó su padre.

–Pero Kamal, Fariq y Rafiq estudiaron allí –dijo la joven.

–Eso es diferente –respondió el rey.

–No veo por qué.

Rafiq observó cómo Penny miraba a su hermana pequeña. Era un tema conflictivo y su hermana no estaba dispuesta a olvidarlo a pesar de las múltiples veces que su padre había negado su petición. A pesar de su comportamiento, Johara cortó la carne de Nuri. Al instante, Penny estaba haciendo lo mismo con la de Hana.

–Gracias, Penny –dijo la niña con timidez.

–De nada –susurró ella.

Kamal la miró y le dijo:

–Muy pronto, Penny, nos aseguraremos de que hayas visitado los lugares más bonitos de nuestro país. Estoy seguro de que Rafiq estará encantado de mostrártelos. Entretanto, dime, ¿qué te parece tu trabajo?

Ella se colocó las gafas. Tras los cristales, sus ojos brillaron de entusiasmo.

–Me encanta. Siempre es un reto y me mantiene ocupada. Eso me gusta.

–¿Y no tienes problema en trabajar para Rafiq? –le preguntó Fariq.

–No –dijo ella con el corazón acelerado–. He aprendido mucho de él. Es paciente con mis preguntas y un profesor excelente.

–¿Qué te está enseñando? –preguntó Kamal, y sonrió con picardía.

–Puesto que es el ministro de Interior y el de Asuntos Exteriores, estoy aprendiendo mucho sobre El Zafir.

Los dos hermanos de Rafiq se rieron de que Penny no se hubiera percatado de la doble intención de la pregunta. Rafiq sabía que estaban tratando de que picara. Tenía que admitir que, en un principio, se sintió escéptico cuando su tía le ofreció a Penny como secretaria, pero hasta el momento, ella había demostrado ser muy buena trabajadora. Y él estaba agradecido porque ella no parecía tener intención de esperarlo desnuda en su cama, como había hecho la última niñera.

–¿Echas de menos los Estados Unidos? –preguntó Johara.

Penny se mostró pensativa antes de contestar.

–No tengo mucho que echar de menos. Así que voy a contestar que no.

–¿Cómo van los preparativos del baile benéfico? –le preguntó el rey a su hermana.

–Estamos haciendo la lista de invitados –le informó ella–. Sólo invitaremos a los más ricos de entre los ricos. Nuestro objetivo es recaudar más dinero que nunca para alimentar a los niños hambrientos del mundo.

–Es una causa muy importante –dijo Penny–. Recibí una clase que trataba sobre los factores que impiden el aprendizaje. Una de ellas era que los estudiantes hambrientos no son capaces de prestar atención. El cerebro necesita nutrientes para funcionar de manera apropiada y asimilar la información.