Aurora - Friedrich Nietzsche - E-Book

Aurora E-Book

Friedrich Nietzsche

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Beschreibung

Compuesta en su gran mayoría por aforismos, con "Aurora'' (1881) Nietzsche afianza su filosofía del martillo en la madurez. En palabras del autor: «Con este libro comienza mi campaña contra la moral [...] ¿Dónde busca su autor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de nuevo un día –¡ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días!– comienza? En una transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y en una confianza en todo lo que hasta hoy se ha venido prohibiendo, despreciando, maldiciendo...».

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AURORA

PENSAMIENTOS SOBRE LOS PREJUICIOS MORALES

Friedrich Nietzsche

AURORA

PENSAMIENTOSSOBRE LOS PREJUICIOS MORALES

Introducción, traducción y notasde

Germán Cano

BIBLIOTECA NUEVA

 

Segunda reimpresión, primera en esta colección – marzo de 2022

Diseño de cubierta: Ezequiel Cafaro

© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2000, 2022

© Malpaso Holdings, S. L., 2022

C/ Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-18546-60-0

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

ÍNDICE

 

Descensus ad inferos. El inicio de la transvaloración de la moral en Aurora

Bibliografía

Nota sobre la presente edición

Siglas y abreviaturas

Aurora. Pensamientos sobre los prejuicios morales

Prólogo

Libro primero

Libro segundo

Libro tercero

Libro cuarto

Libro quinto

Descensus ad inferos

El inicio de la transvaloración de la moral en Aurora

GERMÁN CANO

Uno empieza a amar algo y apenas llega a amarlo por completo: el tirano que hay en nosotros (y que todos quisiéramos llamar con harta complacencia «nuestro yo superior») nos dice: «Esto es justamente lo que deseo que me des en sacrificio.» Y, efectivamente, nosotros se lo damos —aunque en ello haya algo de malos tratos a animales y de un quemarse vivo a fuego lento. Casi todos los problemas que usted trata son del orden de la crueldad; ¿le hace esto sentirse bien? Se lo diré sinceramente, yo mismo tengo una disposición excesivamente «trágica» que maldigo con frecuencia; mis experiencias, grandes y pequeñas, siempre toman el mismo curso. Por consiguiente, lo que más necesito es alcanzar un lugar elevado desde el cual pueda ver el problema trágico debajo de mí [...]1.

EL VIAJE AL HADES

Ciertamente, hay libros de Nietzsche que no pueden leerse sin sentir un profundo escalofrío. Y otros, como es el caso de Aurora, que nos asedian como si fueran un auténtico «regreso de entre los muertos». «Me he escapado del portal de la muerte», escribe a su amigo Rée poco antes de emprender esta tarea2. Se acerca su autor a los treinta y seis años, la edad en la que murieron personajes tan queridos para él como Byron y Hölderlin, pero también su propio padre. ¿Cómo puede ser entonces que un libro aparentemente tan optimista, incluso titulado Aurora, parezca más bien un discurso fúnebre? A simple vista su lectura parece simplemente un extraño ajuste de cuentas con esa figura todavía rica en significados llamada «cristianismo». Sin embargo, no puede comprenderse la complejidad de la crítica de la moral llevada a cabo sin el esfuerzo «heroico» que aquí está en juego. En cierto modo, el viaje «subterráneo» aquí propuesto por el —así gustaba de llamarse— «primer inmoralista» se parece al viaje al «mas allá» del héroe mítico. Una aventura, en efecto, vedada a la mayoría, que requiere un gran sacrificio, incluso un monstruoso desapego. Procurarse las ventajas de un muerto no es pocas veces interesante a la hora de ser espectador de la vida, sobre todo cuando lo más ensalzado como «humano» comienza a mostrar un aspecto realmente muy poco honroso. Del mismo modo que la transgresión de los límites del héroe mítico afronta un terrible encuentro con otro mundo, el de los muertos, espíritus y fantasmas, al, sin duda, más modesto «psicólogo de la moral» también le aguarda su particular reino de las sombras. En realidad, su «bajada a los infiernos» es, si cabe, más terrible. El bisturí nietzscheano disecciona inflexiblemente lo más querido. A menudo, a este anatomista le repugna el cadáver, pero su insistencia en conocer llega finalmente a ser más poderosa que su inicial disgusto, incluso que sus deseos3.

Como en el resto de sus obras, en Aurora el combate nietzscheano contra la valoración moral adquiere a menudo la forma de una terrible lucha contra lo más amado. No resulta difícil apreciar tras el enfrentamiento con esta Circe moral, la propia resistencia del filósofo asceta a quedar seducido por la cálida fascinación de anteriores «compañeros de lucha»4. Pero resistente al hechizo de Circe, el asceta comenzaba a estar realmente solo5.

Lo curioso es que, en Aurora, el momento destructivo —la disección— no se encuentra muy lejos de una exigencia afirmativa, casi se diría que amorosa. No es extraño así, por ejemplo, que Nietzsche declare a Peter Gast no haber conocido ningún ejemplo de vida real más digna de respeto que el cristianismo6. Hay despedidas necesarias, causadas por el inevitable crecimiento de la vida, ajenas al ruido y al olor de la pólvora. Y así es Aurora: una obra silenciosa, delicada, luminosa. «El que el lector diga adiós a este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había llegado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el hecho de que en todo el libro no aparezca una sola palabra negativa [...]»7.

¿Buscaba acaso aquí la propia katábasis de Nietzsche en Aurora, como Odiseo en su visita al Hades, la respuesta a la pregunta de cómo regresar a su ansiada Ítaca, el reencuentro con «lo humano»? ¿O suponía su descenso a los infiernos, por el contrario, el inicio de un exacto proceso de autodestrucción?

En realidad, llama la atención cómo con este «viaje», Nietzsche pensaba haber dado un paso de gigante dentro de su pensamiento. En su correspondencia de esta época no se cansa de anunciar su nuevo mensaje: «Éste es un libro decisivo, no puedo pensar en él sin sentir una gran emoción»8, representa «un destino más que un libro»9. Una valoración que, pese a todo, al contrario de otras obras suyas, se mantuvo en los mismos términos años más tarde. En una carta de 1888 a K. Knortz, por ejemplo, le comenta que si bien Más allá del bien y del mal y la Genealogía de la moral son sus obras «más importantes» y las de «mayor trascendencia», Aurora y la Gaya ciencia son «las más «personales», las que le son «más simpáticas»10. «Cuando el ejemplar de Aurora llegue a sus manos [...] —escribe a Peter Gast— léalo usted como un todo y, mediante ello, trate usted de hacerse un todo... a saber, un estado pasional»11. Sin embargo no todo era alegría. Su nueva creación también le parecía «un libro de mucho contenido, pero muy difícil»12. En el fondo, ésta era una típica reacción de Nietzsche: cuando creía que su obra representaba la semilla de la que podría llegar a surgir un árbol grandioso que diera sombra a la humanidad, enseguida surgían las dudas y vacilaciones. Al fin y al cabo, ¿no era un espectro más?

En verdad, situada entre el bisturí inmisericorde de Humano, demasiado humano y la serena beatitud de la Gaya ciencia, el carácter espectral de Aurora se revela decisivo en lo que respecta a la conquista de la «auténtica naturaleza» del propio Nietzsche. Así le recomienda a su hermana que lea el libro «bajo un punto de vista muy personal»13. «Mis buenos amigos (y en general, todo el mundo) desconocen mi personalidad, porque nadie se ha parado a pensar sobre ella; yo mismo revelaba muy poco de las cosas que más me importaban, aunque no lo pareciera»14. Tal vez por todo ello también Aurora represente, ante todo, una reflexión sobre el dolor que se emancipa de toda tutela o narcosis moral a fin de servir al nuevo saber: la honradez de la «pasión del conocimiento». Sus críticas a la compasión, al efecto narcótico de la música, al genio, no pueden desvincularse —y así lo muestra el inconfundible tono casi «biográfico» del libro en muchas ocasiones (M 114)— de la propia lucha por la independencia de una subjetividad siempre presta y tensa como un arco. Precisamente la tensión entre su vida y su pensamiento alcanzaba en esa época uno de los momentos más difíciles. Todo parece indicar que 1880, el año de la «gestación» de Aurora, fue un período especialmente doloroso para Nietzsche, aunque intelectualmente fecundo. Significativamente relaciona su situación de enfermedad como un nuevo «cuidado de sí»: «Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El viajero y su sombra, para comprender lo que significó esta “vuelta a mí mismo”: ¡una especie suprema de curación!..»15.

«LIBERARSE DE» LA MORAL, «LIBERAR» LA VIDA

A fin de describir la «segunda transformación del espíritu», Zaratustra desarrolla la imagen de una lucha en un solitario desierto entre un león que pretende conquistar su libertad, su «yo quiero», y un dragón que representa la obligatoriedad categórica del «tú debes». Una lucha entre un nuevo futuro desconocido y un pasado que se resiste a reconocer su contingencia valorativa: «Todos los valores han sido creados, y yo soy —todos los valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún «yo quiero»!»16. Del mismo modo, antes de Aurora, bien desde la figura del Freigeist, bien desde la reivindicación intempestiva, el pensamiento de Nietzsche buscaba o bien cuestionar la sutil inercia que permitía a valores ya «muertos» poder seguir malviviendo, o bien analizar cómo el «valor de lo normal» se remitía en última instancia a valores muy poco nobles y «santos»:

En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho, incluso en lo más santo, de modo que robe el quedar libre de su amor; para ese robo se precisa el león17.

Desde este planteamiento queda claro cómo Nietzsche buscaba acceder precisamente a una consideración extra-moral de la verdad, la mentira y el conocimiento: admitir que la no-verdad es condición de la vida significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimientos de valor habituales; «y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá del bien y del mal»18. De ahí que esta intempestiva crítica de la moral pregunte si, en el desarrollo del espíritu, lo que anda en juego es, no tanto la cuestión de la salvación del hombre en su encuentro último con el planteamiento moral de la verdad cuanto la elevación del cuerpo y de su voluntad a una forma superior de vitalidad.

Antes de entrar más en detalles, creo necesario y oportuno relacionar la crítica de la moral con el planteamiento «médico-cultural» de las intempestivas y de GT. Ya en sus primeros escritos Nietzsche consideraba que sólo después de que el espíritu de la ciencia quedara conducido hasta sus límites y de que su pretensión de validez universal fuera definitivamente aniquilada por la demostración de dichas fronteras, sería quizá lícito abrigar futuras esperanzas en un nuevo renacimiento trágico. En este sentido, la crítica nietzscheana de la moral no puede así separarse de su temprana polémica con esa figura denominada «platonismo»19. La crítica del valor de la verdad y el esclarecimiento genealógico de las «razones» de la sumisión de la ciencia y de la filosofía a «lo verdadero» en UWL tampoco respondían a otra intención. No es tampoco casual que, paralelamente, en un escrito más crítico-cultural como SE, la tercera intempestiva dedicada a Schopenhauer, Nietzsche cuestionara el modelo «objetivista» del conocimiento científico de los «sabios». Aquí observa que es necesario criticar esa actitud de «pureza» aparentemente «extrahumana» o «sobrehumana» del cientificismo en tanto es urgente plantear la relevancia y función del saber científico en relación con el conjunto de la cultura. De este modo no hay que entender la postura nietzscheana como una declaración contra el dominio del conocimiento sobre la vida, sino como una constatación de que el conocimiento (del científico, del sabio, del filósofo tradicional) ha dejado ya de tener derecho a hacerse cargo del problema de la vida y de los valores. La «lucha» contra la moral del «león» en el «desierto» simboliza este planteamiento: desvalorizar esa «búsqueda de nada» que sigue calumniando el mundo y la vida. Por eso, al plantear la cuestión central del valor de la verdad o de la moral para la vida, Nietzsche no va a abandonar la importante dimensión de construir un futuro ni va a esquivar la novedosa dimensión crítica de su discurso. Aunque el problema ya se adelantaba en las intempestivas, la novedad de Aurora, como en MAM, es que el problema crítico comienza ahora a afectar de lleno a la cuestión del sentido y del valor. Dicho esto, se comprende por qué, desde su temprano análisis en GT, el elemento patológico de nuestra decadencia, de nuestro nihilismo, no puede ser ya consecuentemente subsanado terapéuticamente mediante una justa apreciación de los déficit cognoscitivos de nuestra modernidad. Ese espacio ha quedado definitivamente agotado con su formulación de la muerte de Dios. Por esta razón el elemento patológico del nihilismo ha de ser abordado desde una interrogación diferente —«subterránea» (prólogo M)—, y, por tanto, más atenta al juego corporal de las fuerzas en conflicto que al marco moral de legitimación. Dicho brevemente: la «superación» de este nihilismo implica impedir que el «presente» viva a costa del futuro:

Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores —y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron [...] un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda [...] ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?20

De esta transformación de los límites de la crítica se deduce a su vez que toda formulación que conciba el elemento patológico de nuestra modernidad en los términos estrictos de legitimidad permanece todavía aferrada a ese límite moral de problematización. Recuérdese en este sentido la diferenciación nietzscheana entre el «predicador de la moral» y el «médico de la cultura». Naturalmente, esta profunda «sospecha» introducida por la crítica de la moral (¿Y si la moral fuese el peligro de los peligros?) conlleva una renovación de lo entendido filosóficamente hasta ahora por sospecha y nos introduce de lleno en un ámbito vital no sólo difícilmente transitable desde nuestras categorías habituales de pensamiento, sino además difícilmente querido. Si en el primer aforismo de MAM ya se nos avisaba de la orientación «deshumanizada» (entmenscht) de practicar un análisis relativo a las cuestiones de «origen y de principio» (Herkunft und Anfang) frente al «origen milagroso» (Wunderursprung) buscado por la metafísica, lo que resulta determinante en el nuevo planteamiento genealógico surgido a partir de Aurora es que, en la medida que intenta trazar una genealogía de los modos de formación de las identidades ideales, la horadación de este terreno también conduce a un inquietante cambio de perspectiva: con la comprensión del origen, se incrementa su ausencia de significación, mientras que «lo próximo» muestra toda su riqueza de sentido (M 44).

Un cambio radical de óptica que es inseparable de cierta transformación de la experiencia histórica (M 1, 44, 95, 340, 457). En MAM Nietzsche vinculaba esta idea con lo que llamaba la «congelación» de las ideas mediante «el martillo del conocimiento histórico», uno de los conceptos clave para entender el sentido de la genealogía. Lo que parece relevante en esta dimensión casi «pictórica» son las similitudes entre el concepto de genealogía como análisis histórico-lingüístico y el concepto de naturaleza empleado, como si el genealogista quisiera distinguir una historia humana (sujeto) y una historia natural totalmente «deshumanizada». El concepto de Erfrierung («congelación») alude a este segundo tipo de historia: «¡qué fríos y extraños son los mundos que nos descubren las ciencias [...], todo es un nuevo mundo descubierto salvajemente extraño... ¡Qué gran contradicción (Widerspruch) con nuestra sensación (Empfindung)!»21. El primer aforismo de Aurora indica esta preocupación:

Racionalidad retrospectiva. Todas las cosas que viven mucho tiempo se han impregnado paulatinamente tanto de razón que parece inverosímil pensar que su procedencia sea insensata. ¿Acaso no se siente esa exacta historia de una génesis como algo paradójico y ofensivo? ¿No contradice el buen historiador en el fondo continuamente?22

Al hilo de esta «historia de la génesis», como se anuncia en el prólogo de Aurora, la exploración «subterránea» nietzscheana —¿se entienden ahora sus palabras: «no soy un hombre, sino dinamita»?— trata de sacar a la luz el profundo desnivel de la cultura moral, restituyendo a este suelo hasta ahora silencioso, aunque no tan ingenuamente inmóvil, sus rupturas, su inestabilidad, sus grietas. Obviamente, dicha «contradicción» refleja la propiedad genealógica de mostrar cómo los valores de una cultura proceden paradójicamente de lo que ésta niega con tanto empeño. Por esa razón eliminar el «olvido» es siempre una tarea altamente reprobable que choca con el rechazo explícito23. Lo que encuentra el viaje genealógico fuera de la historia y del tiempo son los escenarios «olvidados» y las fuerzas que se han apoderado en un determinado momento de un concepto o de un significado; espacios que, de algún modo, quedan congelados desde este ángulo que interroga sobre la «procedencia» vital —el woher? — de las valoraciones. Subordinando la filosofía a la nueva «psicología», Nietzsche intenta en Aurora hacer visibles las intensidades, afecciones o fuerzas escondidas detrás de las intenciones, los ideales o los sentidos. No existe, pues, en el análisis de los valores la lenta curva de una evolución, sino diferentes escenas en las que se han representado diferentes papeles, diferentes tipos:

De toda moral se ha solido decir siempre: «hay que conocerla por sus frutos». De toda moral, yo digo: «Es un fruto por el cual conozco el terreno donde crece»24.

Por todo ello, la perspectiva histórica aquí desplegada, genealógicamente entendida, realiza una experiencia abismal; «mas a quien se detenga en esto una vez y aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: —se le abre una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una nueva posibilidad...»25. La sensibilidad del genealogista y su atención flotante, «suspendida», es capaz de percibir los matices, transiciones, las «particularidades» no recogidas bajo un elemento común. Por ello ha de estar atento a las rupturas, discontinuidades y transformaciones que inundan el devenir histórico, los cambios menores, los contornos sutiles... La mirada genealógica, en definitiva, no se reconoce, se «disocia». Puede también que, incluso, la honestidad del historiador carezca de palabras o se quede simplemente «muda» (M 457) ante la revelación de esta policromía moral, ante estos «paisajes». De ahí la importancia de la prudencia en esta metodología, «su carácter silencioso»26.

«Pintor», por así decirlo, de esta historia natural, el «ojo» nietzscheano no se mostrará en Aurora tan interesado en negar la moral cuanto en desplegar más bien las distintas escenas y juegos que rompen la identidad del concepto para así «hacer visible» todos los «ritmos» y fuerzas que desaparecen en el manto del tiempo y de la memoria. Lo que Nietzsche denomina la «fábrica del ideal» tiene que ver con esta inédita dimensión visual, casi «espacial». Los colores, las luces y matices con los que Nietzsche describe a «tipos» como San Pablo —espléndida la «pintura» del aforismo 58—, Pascal, Lutero, Schopenhauer, o el «pueblo alemán» son cuadros difícilmente perceptibles dentro de los límites de la psicología moral, más atenta a las antítesis, las brusquedades, las exageraciones... En realidad, la psicología nietzscheana revela toda una experiencia de «disociación» expresada brillantemente en su «fábrica del ideal»: «—¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de abarcar con la mirada»:

—¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrican ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese oscuro taller. Espere usted un momento, señor Indiscreción y Temeridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad [...]27.

Esta labor «subterránea»28 indica que el combate de Nietzsche contra la moral en Aurora no constituye una alternativa al planteamiento moral, sino propiamente su autodestrucción. De ello también se deduce que la radicalidad de su crítica («no apta para todos») queda «imposibilitada» desde los antiguos parámetros tradicionales de valoración y enjuiciamiento: «El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force majeure, un destino —divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él»29. En este sentido hay que entender la célebre frase Dios ha muerto como definitiva conciencia del «agotamiento» de la estructura ontoteológica que ha dominado nuestra cultura occidental, un marco de valoración que hoy es ya incapaz de alumbrar con su «luz».

De esta manera, la «mirada no castrada» del diagnóstico intempestivo comenzaba a desarrollar una pregunta relativa al sentido y al valor de la verdad (¿qué significa el «valor de verdad» dentro de los valores?) destituyendo a ésta de sus prestigios no sólo como valor fundante del discurso filosófico, sino también como único marco de determinación de los valores dentro de un entramado cultural. Esto también indicaba, en efecto, que el problema de la «decadencia» cultural no podía ser ya enjuiciado en términos estrictamente cognoscitivos. En este sentido la «voluntad de verdad» no podía ser calificada simplemente con el predicado de «falsa» o «ideológica». Rechazar el valor de la moral como «falsedad» es absurdo desde una óptica que comienza tímidamente a juzgar la verdad desde la óptica de la vida y no el «valor» desde un punto de vista ontológico. Esta posición de subordinación de la temática epistemológica dentro de la problemática moral puede percibirse claramente en este fragmento:

Profundamente desconfiado ante los dogmas de la epistemología, me gustaba asomarme a tal o cual ventana, pero me cuidaba mucho de detenerme mucho tiempo delante de tales dogmas, pues me parecía perjudicial. —Finalmente, solía preguntarme si un instrumento podría criticar su propia eficacia. Así llegué a la conclusión de que el escepticismo epistemológico o el dogmatismo no se habían jamás desligado de una motivación más profunda y que todo ello adquiere un valor secundario tan pronto como uno considera lo que nos obliga a adoptar tal ángulo de visión. [...] Mi tesis fundamental: tanto Kant como Hegel o Schopenhauer —tanto la actitud escéptico-epojística, como el historicismo o el pesimismo tienen un origen moral30.

Por otro lado, esta extraña interrogación tampoco puede comprenderse como inaugural. La mirada de Nietzsche en Aurora no es por esta razón una mirada virginal ante un mundo inédito en el que haya que comenzar a establecer su sentido, sus verdades y sus valores, sino un «vuelo crepuscular» en un mundo que necesita urgentemente pasar por la criba de la crítica sentidos, valores y verdades bajo una situación de interregno (M 453).

SENTIDO Y LÍMITES DE LA CRÍTICA DE LA MORAL

Después de haber bosquejado a grandes rasgos el desmantelamiento nietzscheano de la moral, puede parecer sorprendente que la mejor definición de este proceder sea precisamente la de un nuevo «moralista». Una apreciación más ajustada y libre de prejuicios de esta problemática nos conduce, sin embargo, a un desplazamiento del sentido de dicha función que puede muy bien precisar las preocupaciones de Nietzsche a lo largo de los cincos libros que componen Aurora:

Inmoralista.— Es preciso que hoy en día los moralistas dejen que se les considere inmoralistas, dado que disecan la moral [...] Lamentablemente, los hombres siguen considerando que el moralista ha de ser, en todos los actos de su vida, un modelo que sus semejantes deben imitar: le confunden con el predicador de la moral. Los moralistas de antaño no disecaban lo suficiente y predicaban demasiado: a ello se debe esa confusión y esa consecuencia desagradable para los moralistas de hoy31.

Es decir, Nietzsche se define como «inmoralista» —a los ojos de la moral dominante— o como nuevo «moralista» en tanto busca pensar los problemas tradicionales partiendo de sus preocupaciones acerca de los límites y del valor de la moral. Un interés, por otro lado, que, aunque no comienza exactamente en Aurora, sí puede decirse que adquiere aquí un sentido profundamente original en su vertiente genealógica. Ante todo, Nietzsche insiste en no confundir al «predicador de la moral» con el investigador analítico de ésta. Una «disección» centrada en la emergencia (Entstehung) —como investigación histórico-genética— del «ideal» y que no puede entenderse sin sus claves fisiológicas, así como sin la profunda y radical sospecha histórica que introduce la temática filológico-lingüística sobre las concepciones filosóficas tradicionales, por ejemplo la duda ante la existencia de las antítesis entre valores, prejuicio típico de lo que va a denominar dogmatismo filosófico. Por eso, su apuesta por la «filosofía del futuro» adopta como uno de sus ejes fundamentales la sospecha ante la distinción «verdad»-«falsedad», tal y como ha sido definida por la filosofía carente de «conciencia lingüística». Bien pudiera ser que esta «perspectiva» no fuera otra cosa que una perspectiva valorativa superficial e «inconsciente», una cuestión ya no defendible si atendemos a otros estratos hasta ahora descuidados. Precisamente ésta será la tarea que debe ser realizada por un nuevo género de filósofos experimentales: poner en cuestión estas distinciones, así como ampliar «de manera tentativa» el ámbito de la interrogación tradicional. No me resisto, pese a su extensión, a citar las «escandalosas» palabras de Nietzsche o la conciencia de «imposibilidad» de su discurso ante su necesidad de depurar los «prejuicios» de la filosofía dogmática o metafísica que ha triunfado hasta ahora. Un texto este tremendamente significativo para entender su posición crítica con la valoración moral, cuyo estilo altamente interrogativo e hipotético muestra, a la vez, las dificultades de su escritura: una cierta opción de lenguaje que se reivindica como experimental:

¿Cómo podría una cosa surgir (entstehen) de su antítesis? ¿Por ejemplo, la verdad, del error? ¿O la voluntad de verdad, de la voluntad de engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y solar contemplación del sabio, de la concupiscencia? Semejante génesis es imposible; quien con ello sueña es un loco, incluso algo peor; las cosas de valor sumo es preciso que tengan un origen distinto, propio —¡no son derivables de este mundo pasajero, seductor, engañador, mezquino, de esta confusión de delirio y deseo! Antes bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto, en la «cosa en sí»—, «¡ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en ninguna otra parte!» —Este modo de juzgar constituye el prejuicio típico por el cual resultan reconocibles los metafísicos de todos los tiempos; esta especie de valoraciones se encuentra en el trasfondo oculto (Hintergrund) de todos sus procedimientos lógicos; partiendo de este «creer» suyo se esfuerzan por obtener su «saber», algo que al final es bautizado solemnemente con el nombre de «la verdad». La creencia básica de los metafísicos es la creencia en las antítesis de los valores. Ni siquiera a los más previsores entre ellos se les ocurrió dudar ya aquí en el umbral, donde más necesario era, sin embargo: aun cuando se habían jurado de omnibus dubitandum (dudar de todas las cosas). Pues, en efecto, es lícito poner en duda, en primer término, que existan en absoluto antítesis y, en segundo término, que esas populares valoraciones y antítesis de valores sobre las cuales los metafísicos han impreso su sello sean algo más que estimaciones superficiales, sean algo más que perspectivas provisionales y, además, acaso, perspectivas tomadas desde un ángulo, desde abajo hacia arriba, perspectivas de rana, por así decirlo, para tomar prestada una expresión corriente entre los pintores32.

Habla, pues, aquí un discurso cercano a la locura (M 107), propio del pensador del «quizás», estilo imposible a los «ojos de rana» metafísicos. Alguien que aceptará la ambigüedad y el parentesco de los valores hasta ahora considerados opuestos y, por tanto, no preocupado tanto en olvidar, disimular o superar esta incómoda paradoja como en «habitarla» y cultivarla con una nueva «reja de arado» —en realidad hasta ahora un lugar inhóspito—. Creo asimismo no exagerar al decir que este texto resume y formula con gran exactitud el contenido de todo el trayecto genealógico desde MAM a M. Un planteamiento genético que, en virtud del problema crucial del nihilismo, parece surgir, en primer lugar, del agotamiento de unos determinados límites (el límite moral) y del comienzo de un «nuevo derecho de preguntar», lejano ya de las antiguas fronteras y delimitaciones entre la filosofía y otros saberes. Un texto, además, que parece tener un pie en el interior de ese límite moral (como propia «autosupresión» de la moral) y otro pie más allá de él (en tanto paso hacia la Umwertung). Por definición dualista y, por tanto, moral, el pensamiento metafísico no puede bajo ningún concepto admitir la propuesta de una génesis mutua entre lo ideal y lo sensible, el ser verdadero y la apariencia, el reposo y el movimiento. Atrapado y «encadenado» (recuérdese la famosa afirmación nietzscheana del «filósofo atrapado en las redes del lenguaje») a un modo de pensar antinómico, el «filósofo» tradicional no puede dejar de engañarse sobre la naturaleza de los problemas y de la reflexión sobre el valor. Esto era precisamente lo que ya indicaba su postura extramoral ante la oposición verdadmentira en la crítica lingüística de UWL. Adoptar un punto de vista extramoral ya aquí suponía cuestionar la supuesta irreductibilidad de la lógica tradicional de los opuestos, una modesta visión que ahora se enriquece desde una propuesta de «filosofía histórica» (no mero «historicismo») atenta a disolver la pretendida superioridad de esas «exageradas», «populares» y «pesadas» perspectivas trascendentes —sin duda aquí Nietzsche adelanta su propuesta de «jovialización» del conocimiento— desde las que el pensamiento metafísico interpreta lo existente.

Efectivamente, no puede dejar de desconcertar al filósofo tradicional esa «indisciplinada» declaración de que la «verdad» y el «error», el «conocimiento» y la «ignorancia», la pureza de la verdad y la impureza del deseo, no deberían ser entendidos ya como opuestos, sino más bien como profundamente «emparentados», como puntos de un, hasta ahora en absoluto estudiado, continuum. Un terreno inaudito que, a pesar de su radical exterioridad, no deja por otro lado de ampliar la temática filosófica tradicional. Muerto el límite moral, la supuesta imposibilidad de estas preguntas adquiere así un nuevo sentido. Una ampliación que es posible a través de una apertura a la otredad: «El demonio posee perspectivas amplísimas sobre Dios, por ello se mantiene tan lejos de él: —el demonio, esto es, el más antiguo amigo del conocimiento»33.

Por todo ello, lo interesante de las interrogaciones nietzscheanas en el texto arriba citado es su intento de proporcionarnos un análisis no metafísico de la metafísica, una «problematización» no moral de la moral. Según Nietzsche, lo que no está en absoluto claro es por qué debemos dar por sentado e incuestionable el presupuesto genuinamente metafísico de dos órdenes opuestos, uno «sensible», otro «suprasensible». Una estructura que, además, comporta «engañosamente» el rechazo del primer orden, el «sensible» como algo plebeyo, «seductor», «bastardo» e «impuro», como una dimensión, en suma, profundamente enferma.

Así, «en primer término», el examen crítico-químico propuesto por esa mirada histórica sin miramientos ni prejuicios agudiza las contradicciones y ambigüedades del tratamiento metafísico de los problemas, ese tratamiento cuyo modelo paradigmático es el optimismo teórico socrático caracterizado por conceder al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, y ver en el «error» el mal en sí. Una apreciación polémica, pero, por otro lado, «en segundo término», ininteligible sin el trasfondo crítico-lingüístico y el tratamiento médico del problema del nihilismo. Pues, como puede observarse en Aurora, Nietzsche no hace sino «desestabilizar» ese casi único «centro de gravedad» de la existencia que desde la figura de Sócrates había sustituido la vida por el conocimiento teorético como principio determinante del valor. Una crítica, paralelamente, que se comprende, por el contrario, como eficaz en la medida que llega a mostrar la «bastarda» filiación de elementos a simple vista antitéticos. La crítica al altruismo en Aurora puede servir de ejemplo. A la luz de la apreciación del valor absoluto del «altruismo», por una parte se reduce el egoísmo a lo más «bajo» y «miserable». Pero, paralelamente, se esconden todas las posibles diferencias de grado, es decir, toda posible «contaminación» y «parentesco» entre las dos esferas, pues desde la hegemonía de la perspectiva moral pasan a ser observadas desde dos orígenes completamente distintos.

Hay que resaltar, por tanto, que se trata de una crítica y de una interrogación que simultáneamente es interna a lo criticado, pero también —lo que es más significativo— externa a él. Si bien se comienza denunciando la metafísica en nombre de sus propios criterios, colocando la voluntad moral de verdad en contradicción consigo misma, al mostrar que traiciona su ideal de pura objetividad en beneficio de determinados intereses y de una interpretación moral de la existencia, no es menos cierto que, paralelamente, revela la contradicción de la propia moral, observándola como una sintomatología y tipología vital que se ha de interpretar. Es justo en este terreno «pluralista» donde la «moral» viene determinada por «las fuerzas» en afinidad con la cosa. Un doble movimiento34 que, por ello, en su primera parte, es primordialmente «destructivo» y, en su segunda, más médico-cultural o «evaluativo». Labor esta última propia del moralista que precisamente es resaltada en el imprescindible prólogo a la GM. Aquí, al realizar un retrospectivo balance de su empresa crítica, el propio Nietzsche destaca que, en el fondo, lo que a él le interesaba entonces era algo mucho más importante que unas hipótesis propias o ajenas acerca del origen de la moral: lo que le interesaba era en realidad el valor (un valor que ahora va a ser ya extramoral) de la moral. Ajeno ya a esa filosofía indiferente al tema del valor y del sentido, su ubicación en esta exterioridad no era gratuita o meramente «destructora» (M 103), ya que se proponía aclarar el valor de la moral desde la vida y sus contradicciones, desde sus luchas, desde la realidad, esto es, desde la moral realmente vivida:

Esto fue suficiente para que, desde el momento en que se me abrió tal perspectiva, yo buscase a mi alrededor camaradas doctos, audaces y laboriosos (todavía hoy los busco). Se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso lejano y tan recóndito país de la moral —de la moral que realmente ha existido, de la moral realmente vivida—: ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por vez primera tal país?35.

Un territorio, efectivamente, «inhóspito», «subterráneo», que abre la puerta a la colaboración con otros «saberes», lo cual también suprime la autosuficiencia y autonomía de cada uno de ellos. Una búsqueda de las condiciones valorativas que necesariamente se tendrá que encontrar ahora con otras «investigaciones» no estrictamente filosóficas (en tanto discurso fundador de un «origen»36). Doble movimiento, además, que es, en parte, interior al proceso «nihilista» y que, en cierto modo, también intenta ser ya exterior a él, pues no se interesa ya por la refutación o la negación de los avatares del nihilismo, sino más bien por la comprensión última (tipológico-sintomática) del enraizamiento vital y corporal de las diferentes valoraciones vitales. Una ambivalencia que, asimismo, también muestra un determinado «agotamiento» (el de los límites de la ontoteología moral) y un nuevo «nacimiento» filosófico. El mejor ejemplo de ello se observa al final del primer tratado de GM, donde Nietzsche invita explícitamente a solucionar el problema del valor y determinar así la jerarquía de los valores: «La cuestión: ¿qué vale esta o aquella tabla de valores, esta o aquella “moral”? debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas; especialmente la pregunta “¿valioso para qué”? nunca podrá ser analizada con suficiente finura»37. Insistiendo en esta idea del «viaje», no es casual que se compare esta nueva mirada experimental a la moral con una navegación por el «mediterráneo ideal» (la gran salud), ni al historiador como un «nuevo Colón» a la búsqueda de «mundos no descubiertos». Aquí ha de entenderse el profundo significado de la metáfora de la «aurora». Por eso no se comprende correctamente a Nietzsche cuando se aprecia su trabajo filosófico como mera clausura de la modernidad desde el ángulo de los límites morales y se desestima su trabajo inaugural e inédito como nuevo crítico y moralista:

¿Cómo es posible que no haya encontrado a nadie, ni siquiera en los libros, que se situase en esta posición [...]? Visiblemente hasta ahora la moral no fue problema, sino más bien aquello en que venían a ponerse de acuerdo unos con otros después de toda la desconfianza, discrepancia y contradicción, el lugar santificado de la paz, donde los pensadores descansaban incluso de sí mismos, tomaban aliento y surgían de nuevo. No veo a nadie que se haya atrevido a hacer una crítica de los juicios morales [...] Apenas he encontrado escasas piezas sueltas para conducirlo a una génesis de estos sentimientos y valoraciones (lo cual es algo diferente a una crítica de los mismos y aún más diferente de una historia de los sistemas éticos)38.

La novedad histórica de esta problematización crítica (genealógica) de la moral es reconocida así por Nietzsche en unos términos bastante diferentes del relativismo historicista o de la «historia» genética —todavía dependiente del marco de la problematización moral— del naturalismo inglés. Esto es lo que también va a llamar «la historia oculta de la filosofía, la psicología de sus grandes nombres». De hecho, «La psicología habida hasta ahora ha naufragado en este punto: ¿y no habrá ocurrido esto principalmente porque ella se había colocado bajo el dominio de la moral, porque ella misma creía en las antítesis morales de los valores, y proyectaba tales antítesis sobre la visión, sobre la lectura, sobre la interpretación del texto y del hecho? —¿Cómo? ¿Sería el “milagro” tan sólo un error de interpretación? ¿Una falta de filología?»39.

Esto quiere decir también que una «buena interpretación» por parte de esta «psicología», además de cuestionar el carácter necesario y universal de las interpretaciones, como en el caso de la «interpretación moral», mostrando las diferencias bajo la incondicionalidad de la identidad, ha de ser capaz de «evaluar» de otro modo entre las distintas interpretaciones. Una crítica «psicológica» que, en su estricto momento teórico, puede proporcionar el instrumento indispensable de la Umwertung, pero que por sí misma no basta para tal empresa, puesto que el problema del origen vital o, si se quiere, lingüístico-fisiológico, de nuestras valoraciones morales y de nuestras tablas de valores no coincide exactamente con este nivel crítico. Nietzsche, como subraya en Aurora, considera tremendamente importante la penetración crítica en este pudenda origo para producir una reacción de «desvalorización», pero también cree absurdo, obviamente, desde estos nuevos parámetros críticos, considerar que la moral pueda ser objeto de refutación. Aunque se pueda refutar un juicio mostrando su carácter condicional, su necesidad de seguir conservándose no queda por ello impugnada. «Erradicar los falsos valores con razones es como erradicar el astigmatismo de los ojos de un enfermo. Uno debe comprender la necesidad de su existencia, ya que son consecuencias de causas que no tienen nada que ver con razones»40. Pese a ello, la imposibilidad de refutar el marco valorativo de la moral no implica necesariamente la imposibilidad de su crítica. Efectivamente, Nietzsche comprende su «psicología» a la luz de la consumación del planteamiento del nihilismo, pero también va en realidad más allá de él en la medida que también trata de apuntar indirectamente contra el proceso vital por el que surge la «ficción» metafísica del «mundo verdadero», esto es, en cuanto expresión sintomática de una determinada «voluntad» decadente de valoración. En este sentido, Nietzsche utiliza términos diferentes como realidad y ficción, entendiendo el primero, como es obvio, de un modo diferente a la «correspondencia con los hechos». La revalorización del modelo cognoscitivo de Tucídides (M 168) y, en general, de toda la cultura «sofista» frente al «idealismo» platónico en Aurora expresa este interés nietzscheano por lo real.

Este puro mundo de ficción se diferencia, con gran desventaja suya del mundo de los sueños por el hecho de que este último refleja la realidad mientras que aquél falsea, desvaloriza, niega la realidad. Una vez inventado el concepto «naturaleza» como anticoncepto de «Dios», la palabra para decir «reprobable» tuvo que ser «natural», —todo aquel mundo de ficción tiene su raíz en el odio a lo natural (¡la realidad!), esa expresión de un profundo descontento con lo real... [...] ¿quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa una realidad fracasada... La preponderancia de los sentimientos de displacer sobre los de placer es la causa de aquella moral y de aquella religión ficticias: tal preponderancia ofrece, sin embargo, la fórmula de la décadence...41

Parece como si Nietzsche quisiera en este texto desplazar el sentido de «verdad» y «mentira» en sentido moral a un sentido ya definitivamente extra-moral. Por otra parte, el continuo uso de cursivas y entrecomillados no es en absoluto casual en un planteamiento que tiende a desplazar los sentidos habituales por otros. Desde este punto de vista «subterráneo», «psicológico», la falsedad de la óptica moral reside en ofrecer una imagen supuestamente «desnaturalizada» de las fuerzas e interpretaciones, así como en ocultar su carácter polémico y conflictivo. Una maniobra que a menudo es llevada a cabo de manera encubierta por la «fetichización» lingüística. Este pretendido «ideal», por supuesto, no es «neutro», ni siquiera inocente: «No se dice “nada”: se dice, en su lugar, “más allá”; o “Dios” o “la vida verdadera” [...]»42. Digámoslo brevemente: cualquier «significado» o «ideal» remite a un concreto espacio físico de lucha, a una confrontación en la que se desarrolla el carácter relacional, espacial de las fuerzas. Frente a la calurosa o tibia «temperatura moral» del origen, el «frío» y «seco» estilo reclamado genealógicamente expresa continuamente la necesidad de traducir el «ideal» a la realidad, mostrar su «materialidad», su «contenido retóricoemocional», devolver el «significado» a las fuerzas que se «apoderan» de él. «Las morales, en definitiva, no son más que un lenguaje mímico de los afectos»43.

UNA NUEVA VIRTUD: LA HONESTIDAD DE LA «PASIÓN DEL CONOCIMIENTO»

De este modo, trágicamente consciente de su fatalidad como primer pensador «consumado» del nihilismo, la posible grandilocuencia de Nietzsche al tratar el problema de la verdad sólo se explica desde su propio reconocimiento de indiscutible condición de punto y aparte dentro de la historia del pensamiento occidental y como incómoda encrucijada cultural. Extraordinariamente sensible y atento espectador de un mundo progresivamente desvelado en su, pese a todo, bella «impureza» y desprovisto de todo amor que no fuera la inmediata satisfacción del egoísmo «débil» e irreflexivo, llama la atención cómo su pensamiento aborda una actitud resistentemente heroica frente al importantísimo problema de la moral. «Conocimiento es dolor», dice Nietzsche en MAM citando los famosos versos de Byron44. Y es que, ¿por qué la verdad debe estar referida necesariamente al Bien? Todo el continuo alegato nietzscheano en favor de la «crueldad» cognoscitiva expresa la necesidad de abordar con honradez el peligro de que la humanidad se sienta herida al contacto de la verdad reconocida, esto es, del error comprendido.

A la luz de lo visto, podría parecer que si la identificación metafísica del Ser con lo «verdadero» y lo «bueno» introduce una singular inversión por la que la vida pasa a depender del conocimiento como «valor absoluto» y en esa medida pasa ésta a «sacrificarse» por este amor absoluto a la verdad, Nietzsche optaría por «devolver» a la vida esos atributos malgastados. Si hasta el momento la verdad ha representado un valor absoluto y la vida un valor relativo, ahora la vida puede constituirse como el valor absoluto. Sin embargo, la relación conocimientovida es una cuestión mucho más amplia y complicada de lo que apunta cierta literatura secundaria. A primera vista parecería que lo que reivindica Nietzsche es una relación con el ámbito vital no sacrificada por el interés por la verdad a cualquier precio. De este modo, se destacaría una determinada inversión de no pocos alcances en la plena continuidad intelectualista entre teoría y práctica: cuando en lugar de observar el problema del conocimiento como mero instrumento práctico con interés en controlar y predecir los fenómenos, éste se identifica y reclama valor absoluto, la vida pasaría fatalmente a depender ahora del conocimiento. A la luz de esta inversión se reconocería la necesaria devaluación a la que han sido sometidos los intereses vitales. Ciertamente, en Aurora, Nietzsche habla de una «honradez» a toda costa y de un «sacrificio vital del conocimiento», como si quisiera dar testimonio de que es en cierto modo en el singular nombre de una cierta verdad por lo que puede denunciarse la «mentira de la moral»45. Toda su llamada a una «genealogía de la moral» así reclama a «animales valientes [...] que se han educado para sacrificar todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repugnante, no cristiana, no moral... Pues existen verdades tales»46.

Un duro servicio a la lucidez, en suma, este de la crítica a la moral que no deja de arrastrar consigo una radicalizada «actitud moral»47. Como se destaca en el prólogo de Aurora, Nietzsche reconoce que su libro está sometido a un «imperativo», que en él todavía habla un severo «deber», en cuanto él es un «ser de conciencia». Porque frente a una verdad configurada desde las categorías del «idealismo», su falta de veracidad y su debilitada voluntad de conocimiento, Nietzsche parece radicalizar el elemento trágico de una veracidad «a toda costa». O Reboul, por ejemplo, identifica este paso como kantiano, conectando la probidad intelectual nietzscheana con el «atrévete a saber» del escrito Was ist Aufklärung? Para ambos la oposición fundamental no sería simplemente ya la oposición de la verdad al error, sino de la verdad a la mentira, concebida esta última como una «voluntad de no querer ver lo que se ve». Esta consideración de la verdad como «acto» ofrecerá interesantes posibilidades como veremos en el análisis foucaultiano de la Aufklärung. En palabras de Reboul, lejos de un posible «desinterés», «lo que distingue la veracidad de la mentira, es la calidad, la grandeza de los instintos que son su motor: el instinto aristocrático de valentía contra la cobarde prudencia plebeya, la libre afirmación dionisíaca contra las negativas del resentimiento»48. Como se recordará, ya en el primer aforismo de MAM, Nietzsche avisaba de la tendencia «deshumanizada» derivada de preguntar históricamente sobre «procedencia y comienzos»:

Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora a la mentira se la ha venido llamando verdad.— Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios... Yo soy el primero que ha descubierto la verdad49.

Ciertamente, el problema del nihilismo provoca que la filosofía, por un lado, deba concebirse, paralelamente a esta reivindicación experimentalista, como ejercicio continuo y vital. Una actitud que no pocas veces será considerada «malvada» (M 432). Pero, al mismo tiempo, no debemos dejar de destacar que para Nietzsche el «descubrimiento» interesado de la verdad implica una obvia contradicción con los mismos presupuestos tradicionales que la mantenían. El ascetismo del filósofo (renuncia al interés) se desvela «psicológicamente» como una manera sutil, «sublimada» de servir a turbios intereses. El servidor de la verdad, es, en realidad, un servidor de la mentira. En la medida que el sentido de la verdad y la «pureza» de la moralidad del deber de no mentir se revelan como lo opuesto, el problema de la verdad ha de legitimarse ante otro tribunal. Y al reclamar el problema de la justicia, este tribunal no puede ser el criterio de conservación o el «consuelo» de la especie: para Nietzsche la vida ya no puede suponer un argumento concluyente. La verdad no «cura», no «consuela», es dura, amarga, fría. Restando «temperatura moral» a la cuestión de la verdad, es decir, interrogándola extramoralmente, Nietzsche renuncia de entrada a cualquier contenido «emocional» o terapéutico, por considerarlo «narcótico» (M 424).

Por eso, el problema que Nietzsche plantea significativamente en Aurora al distinguir entre la creencia «eudaimónica» en la verdad y la locura del fiat veritas, pereat mundus es saber si es lícito sacrificar la humanidad en aras de la verdad, entendiendo esta verdad, como un «sacrificio» del individuo que la intenta enunciar, pese a todo, delante de un «tribunal» más elevado. En ese a pesar de, su posición es inflexible y radicalmente «ilustrada», moderna, aunque se niegue a identificar de modo pragmatista el criterio de verdad con la «felicidad» o con sus consecuencias «agradables». Una actitud que es llamada por Nietzsche la «reconquista de la gran pasión del conocimiento». Siendo honestos, se debe reconocer que son muy pocos los que en realidad sirven a la verdad, porque sólo son pocos los que poseen la pura voluntad de ser justos y, menos aún, la fuerza de poder ser justos. De hecho, el hombre justo «quiere la verdad pero no sólo como el conocimiento frío y sin consecuencias, sino como la jueza que ordena y castiga» [...] «es indiferente al conocimiento meramente “objetivo” y sin consecuencias [...], quiere la verdad, pero no como la posesión egoísta del individuo, sino como la santa autorización para poder desplazar y cambiar de sitio todos los mojones fronterizos de las propiedades egoístas. La verdad, brevemente, como tribunal del mundo, pero de ningún modo como presa atrapada y placer del individuo cazador. Sólo en la medida en que el veraz posee la voluntad incondicionada de ser justo hay algo grande en ese anhelo a la verdad que, en todas partes, es glorificado irreflexivamente»50.

En verdad, desde las elevadas y gélidas alturas de la verdad trágica, Nietzsche no puede necesariamente dejar de sentir insatisfacción ante los restantes criterios de verdad. Mantener y «conservar» la vida no es desde esta —quizá— excesiva altura un argumento para una veracidad a cualquier precio como la suya. Recordemos cómo en GT, el carácter mefistofélico nietzscheano alababa precisamente la figura de Edipo por ser un símbolo transgresor representante de esa «sabiduría trágica» enfrentada a la vida y peligrosa para la existencia humana51. En esta oposición verdad trágica-verdad vital reside fundamentalmente la diferencia con el pragmatismo. Ahora bien, si es repudiado todo este «idealismo», ¿cuál es el nuevo criterio que se ha de adoptar desde el «insuperable» nuevo marco del nihilismo? La propia vida. Como dice de manera significativa —y esto le alejaría de toda postura eudaimonista o pragmatista para centrarse en otros aspectos directamente filosóficos: «El pensador es ahora aquel ser en el que luchan el impulso a la verdad y los errores que mantienen la vida.» Una actitud ajena, desde luego, a las ilusiones «humanistas» y que lleva consigo cierto encarnizamiento en «la curiosidad por saber»52:

La vida puede ser un experimento del que busca conocer. No la considero como deber, ni como fatalidad, ni como engaño. Para otros el conocimiento mismo puede ser algo distinto, por ejemplo, un lugar de descanso, o un entretenimiento o la ociosidad; para mí es un mundo de peligros y victorias en los que los sentimientos heroicos tienen también sus lugares de baile y sus campos de batalla. La vida es un medio para el conocimiento53.

Aquí radica el centro del «vitalismo» nietzscheano. Como destaca muy bien Deleuze, utilizando términos kantianos («conocimiento» y «pensamiento»), el nuevo impulso que tiende al conocimiento más allá de la moral se ve obligado incesantemente a abandonar el terreno en el que el hombre suele vivir y a lanzarse hacia lo incierto. Una nueva conexión entre conocimiento y vida en donde el impulso que quiere realizar la experiencia vital se ve obligado a buscar eternamente y «a ciegas» un nuevo lugar en el que establecerse. En otras palabras: la vida siempre «supera» los límites morales que le fija el conocimiento, pero el pensamiento, al mismo tiempo, logra superar los límites que le fija una vida concreta54:

Algo podría ser verdadero: aunque resultase perjudicial y peligroso en grado sumo; más aún, podría incluso ocurrir que el que nosotros perezcamos a causa de nuestro conocimiento total formase parte de la constitución básica de la existencia —de tal modo que la fortaleza de un espíritu se mediría justamente por la cantidad de «verdad» que soportase, o, dicho con más claridad, por el grado en que necesitase que la verdad quedase diluida, encubierta, edulcorada, amortiguada, falseada55.

Frente al dominio moral de la verdad, Nietzsche no se cansará de demandar la necesidad de una nueva «crueldad cognoscitiva», signo inequívoco de esa renovada «maldad» mefistofélica del conocimiento que busca en el filósofo honrado. «Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo; con el propio tormento aumenta su propio saber»56. De aquí esa llamada a la «pasión del conocimiento» y al sacrificio en aras de una «veracidad» que no es otra cosa que un «sacrificio» por el conocimiento del «sujeto» que «conoce»: «¿No van hermanadas la pasión y la muerte? Sí, odiamos la barbarie, todos preferimos que se dirija al ocaso la humanidad antes de que retroceda y se pierda el conocimiento. Y, finalmente, si la pasión no hace perecer a la humanidad, ésta perecerá por debilidad. ¿Qué se prefiere? Ésta es la gran pregunta: ¿queremos un fin en el fuego y en la luz o en la arena?» (M 429).

HACIA UN NUEVO «TEMPERAMENTO»

Está claro, pues, que el «ocaso» de este sol moral indica la plena conciencia nietzscheana de la «decadencia» de un concreto mundo histórico que todavía es incapaz de problematizar el fenómeno de la decadencia cultural en unos términos que no sean internos a ésta. Por otro lado, Nietzsche progresivamente se va a alejar de ese —quizá necesario como paso previo pero ya antiguo— marco valorativo de la atalaya moral haciendo una experiencia de automoderación y auto-experimentación en la que su propia vida adquirirá progresivamente el valor de un medio e instrumento del conocimiento. Aurora lleva a la práctica este desideratum: todo juicio «moral» implica per se una voluntaria renuncia a comprender. Este recurso nietzscheano del «temperamento» prefigura la maduración espiritual de la «pasión del conocimiento»: una honradez a toda costa que tendrá en el motto «¡qué importo yo!» (M 488, 494, 547) uno de sus puntos de confrontación con los rasgos principales de la subjetividad religiosa, en especial con Pascal. Abundan en este sentido las críticas de Nietzsche a la espectacularización de la vida interior del asceta cristiano. Mientras el hombre moral aprecia la vida a medida que aumenta su temperatura pasional exacerbando los afectos, la nueva «nobleza» a la que apunta Nietzsche tiende a «tranquilizar» y a liberar el alma de toda inquietud superflua. En este sentido hay que entender la reivindicación de Epicteto y Marco Aurelio en Aurora (M 82, 546). Este nuevo saber «terapéutico» es capaz de purificar el cuerpo, lo puede modelar y liberar de su pasado: al regalársela a la metafísica y a la religión, se ha perdido toda seriedad para la vida. Dicho de otro modo: el individuo puede ahora darse otro cuerpo, otro sentir, otros «instintos». En un aforismo titulado «Para tranquilizarse» (Zur Beruhigung), Nietzsche ilustraba así esta nueva posición —y la «nueva pasión cognoscitiva»— del Freigeist:

Toda la vida humana se encuentra profundamente sumergida en la no-verdad; el individuo no la puede sacar de este pozo sin detestar, por las más profundas razones, su pasado, sin encontrar absurdos sus motivos presentes, como el del honor, y sin oponer burla y desprecio a las pasiones que le impulsan en dirección al futuro y a una felicidad en el mismo. ¿Es verdad que quedaría sólo un único modo de pensar que arrastraría como resultado personal la desesperación y como resultado teórico una filosofía de la destrucción? —Creo que la decisión sobre los efectos de este conocimiento la dará el temperamento de un hombre: podría imaginar, lo mismo que ese efecto descrito y posible en caracteres concretos, otro efecto, gracias al cual nacería una vida mucho más sencilla y mucho más pura de pasiones que la actual, de tal forma que en un principio los viejos motivos del deseo tumultuoso aún tendrían poder, en virtud del antiguo hábito heredado, pero éstos se debilitarían paulatinamente bajo el influjo del conocimiento purificador. Finalmente se viviría entre los hombres y con uno mismo como en la naturaleza, esto es, sin alabanza, sin reproches ni acaloramiento, nutriéndose, como en un espectáculo, de muchas cosas que hasta ahora era preciso temer [...] Un hombre, liberado en esa medida de las cadenas habituales de la vida, sin vivir más que para conocer cada vez mejor, debe poder renunciar sin envidia o fastidio algunos a muchas cosas, incluso casi a todo lo que tiene valor para el resto de los hombres: a éste le debe bastar, como el estado más deseable, el libre, impertérrito suspenderse por encima de los hombres, las costumbres, leyes y originarias valoraciones de las cosas [...]57.

Así, en la medida que el nuevo sabio abandona y se «despide» dolorosa aunque tranquilamente (Zur Beruhigung) de la presunta incondicionalidad de la moral como valor absoluto y de los esquemas tradicionales, será no ya sólo capaz de apreciar sin nostalgias metafísicas de ningún tipo el «profundo» parentesco de nuestras verdades con lo que entendía como «errores», sino que entrará en un umbral experimental y en una nueva oportunidad de definir las relaciones entre el sujeto, la verdad y la libertad, a partir, eso sí, de un imprescindible «coraje». Un «cultivo de sí», por otro lado, que consiste más bien en una re-evaluación o transvaloración (Umwertung) de las inquietudes personales: «No subestimemos esto: nosotros mismos, nosotros los espíritus libres, somos ya una “transvaloración de todos los valores”, una corporal (leibhafte) declaración de guerra y de victoria a todos los viejos conceptos de “verdadero” y “no verdadero”»58. Si en la segunda Intempestiva, se nos hablaba de «poseer la fuerza de destruir y aniquilar el pasado para poder vivir» (historia crítica); ahora no se va a tratar de adoptar una vía muy distinta. Nietzsche identifica a menudo la crítica como una dimensión afirmativa, como un proceso de «crecimiento» que lucha contra aquello que obstaculiza lo que «pretende vivir y afirmarse», algo desconocido que pugna por «desarrollarse» dentro de nosotros, un cambio de la «piel de serpiente»59.

En cualquier caso, esta nueva y extraña altura aquí vislumbrada por Nietzsche era la de alguien que comenzaba a percibir el problema de la moral debajo de sí. El crítico de la moral era plenamente consciente de que plantear el problema de la moral cristiana —esa Circe hasta ahora de todos los pensadores— dividía en dos partes la historia de la humanidad. Pues, ¿quién había penetrado antes en las «cavernas» de las que brota el venenoso perfume de ese pestilente idealismo? ¿Quién se había atrevido a ser «psicólogo» hasta tal extremo? Se entiende así por qué Nietzsche compara este «cambio de valores» con un trabajo subterráneo. Como un «basurero», su trabajo consiste en recoger y apreciar toda la «basura», los desperdicios de la valoración moral. A decir verdad, habitar en la fría temperatura del subsuelo de la moral requería profundizar en las laberínticas galerías de sus fondos subterráneos, empaparse como Hércules de hedor e inmundicia (M 430), conocer la soledad y tener la suficiente valentía para volver a la superficie.

Lo que la filosofía moral rechaza constituye ahora, por tanto, el reverso mismo de su poder y su zona de vulnerabilidad. La arquitectura moral establece una implícita demarcación entre lo que puede y es obligatorio conocer como ser y lo que no puede conocerse. La estrategia de Nietzsche consiste en transgredir ese límite, ese suelo, mostrando este planteamiento moral como universalización de una impotencia vital. Una «impotencia» que se legitima y se convierte en normativa encubriendo, invirtiendo y arrojando inmundicia sobre su ineludible subsuelo vital. La «aurora» extra-moral es así el momento en el que, por fin, los límites de esta impotencia se desvelan. De ahí que Nietzsche plantee el problema de la modernidad en términos de poder, de afirmación, incluso de amor. Es en este momento «crítico» donde el nuevo médico de la cultura se separa del sacerdote, donde la «fisiología» se deslinda de la religión y el momento ilustrado se emancipa de sus cargas teológicas. Llama así poderosamente la atención cómo en Aurora Nietzsche utiliza las metáforas del «sembrador», del «mediador» o del «alquimista» (M 486). Significativamente, a medida que se profundiza en el eclipse del horizonte moral, el pensador honrado no tiene más remedio que trabajar en una nueva región incómoda, imposible a los ojos de la moral: zona de mediación y de interacción entre la hasta ahora dominante valoración moral y su exclusión. En un gesto genuinamente «deconstructivo»60, la disección de los valores llevada a cabo en el subsuelo por el «psicólogo» de la moral devuelve, en cierto sentido, la palabra a las «sombras». ¿Se entiende ahora, pues, dónde buscaba este frío «psicólogo» su nueva aurora?:

En una transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado, maldecido. Este libro que dice sí derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en consideración... Este libro concluye con un «¿O acaso?» —es el único libro que concluye con un «¿o acaso?»...61

Obsérvese la especial ubicación nietzscheana ante el fenómeno de la crisis de la metafísica. El hecho de que el nihilismo empiece a hacerse manifiesto no significa para este nuevo «médico de la cultura» meramente la «desvalorización» de la moral, esto es, la «pérdida» de algo, sino, más fundamentalmente la posibilidad