Avenida 10 de Julio - Nona Fernández - E-Book

Avenida 10 de Julio E-Book

Nona Fernández

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Beschreibung

Después de sufrir un colapso emocional y dejar su carro parado en medio del tránsito, Juan renuncia a su vida. A su vez, Greta, tras acarrear como un lastre la pérdida de su hija en un accidente automovilístico, pone fin a su matrimonio y se empeña, a modo de catarsis, en recolectar las partes del vehículo en el que ocurrió el accidente. Desde una narración fragmentaria que toca las fibras más sensibles de las pérdidas y anhelos de los personajes, Nona Fernández escribe de manera clara e íntima el trauma de la pérdida y cómo ésta une como un hilo invisible a sus protagonistas que, aislados, escindidos y despojados, buscan resignificar su trauma incluso después de la muerte.

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Seitenzahl: 341

Veröffentlichungsjahr: 2024

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COLECCIÓN POPULAR
921
AVENIDA 10 DE JULIO

 NONA FERNÁNDEZ

Avenida 10 de Julio

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2023[Primera edición en libro electrónico, 2024]

Distribución en México, Centroamérica, Ecuador,Colombia y los Estados Unidos

© 2021, Nona Fernández SilanesEsta obra se publica por acuerdo con Ampi Margini Literary Agencyy con autorización de Paola Fernández Silanes

La primera edición de esta obra fue publicada por Uqbar Editores en 2007

D. R. © 2023, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.comTel.: 55-5227-4672

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8123-2 (rústica)ISBN 978-607-16-8215-4 (ePub)ISBN 978-607-16-8226-0 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

   

Entre el azar y el delito 

Primera Parte. Un pañuelo rojo 

Segunda Parte. La pieza oscura 

Tercera Parte. El palacio del repuesto 

Cuarta Parte. La pieza oscura 

Quinta Parte. Kinderhaus 

Sexta Parte. La puerta en el suelo 

Séptima Parte. La pieza oscura 

Octava Parte. La grieta

ENTRE EL AZAR Y EL DELITO

  Existe una calle que quizá no es una calle sino varias. Un conjunto de vías que tal vez son sólo una parte, un tramo, el desarrollo o incluso el clímax (nunca el final, probablemente no lo tenga o sea un nuevo principio) de una avenida larga que se extiende o más bien se refleja en el mapa de muchas ciudades latinoamericanas. En Buenos Aires se llama Warnes. En Lima, San Jacinto. En el D. F., la Buenos Aires. En Santiago de Chile es Avenida 10 de Julio, la calle de los repuestos. Si alguien ha quebrado uno de sus espejos, si le han robado las tapas de las ruedas, los limpiaparabrisas, los parlantes de la radio, si ha roto un foco, si ha hecho mierda el tapabarro, en cualquier casa de Avenida 10 de Julio encontrará el accesorio que necesita. El Palacio de la Bujía, El Reino del Tapabarro, El Castillo del Espejo. Trece cuadras y media destinadas a entregar un repuesto tan bueno como la pieza que ya no está.

Hace más de quince años entré en la escritura de esta calle movilizada por la inquietud de una perdida. Algo había extraviado, aunque no sabía bien qué. Una pieza original que ya no existía y que en su lugar había dejado la incomodidad de un espacio vacío. La certeza de esa falta se expresaba como un llamado que sólo podía responder escribiendo. Comenzaban los dos mil, la democracia chilena llevaba más de diez años inoculando la postal del país ganador. Supongo que por eso avanzábamos apuradas y apurados, con la necesidad de ganarle a alguien, apretando el acelerador a fondo sin saber hacia dónde nos dirigíamos. Tampoco con quién competíamos. Una rutina veloz y agotadora de trabajo y deuda, de deuda y trabajo, para alcanzar el estatus de la postal del país de la televisión. Y en medio de ese trayecto cayó en mí, como un explosivo, la evidencia de la pérdida. Definitivamente algo ya no estaba, algo se había echado a perder y, como quien lleva un auto al taller mecánico, ingresé en la escritura intentando encontrar el problema.

Fueron meses de pasear por las veredas de Avenida 10 de Julio sin saber qué buscaba. Seducida por una escenografía de tuercas y repuestos que, intuía, guardaba algo para mí. Con esa sospecha observaba vitrinas, letreros, cerros de neumáticos; escuchaba a los vendedores convocar con sus ofertas, entraba a los cafés con piernas, a las fuentes de soda. Caminaba empujando el coche de mi hijo, que entonces apenas hablaba y no tenía cómo quejarse de esos paseos entre bujías y chatarra. Él se dormía y despertaba, y se volvía a dormir y se volvía a despertar, mientras yo intentaba dar con la puerta de ingreso a la escritura.

 ***

 El 10 de julio de 1883 los ejércitos peruanos y chilenos se enfrentaron en Huamachuco en lo que marcó, según varios historiadores, un hito importante en el desenlace de la guerra del Pacífico. En esa batalla, que perjudicó radicalmente al ejército peruano, hubo cerca de mil bajas y en la trastienda histórica la evidencia de abusos y robos, además de una pérdida territorial significativa para el Perú que generó un rencor fronterizo que permanece vivo hasta hoy. La ciudad de Santiago recogió este hito y bautizó a una de sus calles con esta fecha bélica. Una dimensión de Avenida 10 de Julio es entonces la del campo de batalla. El metal de la artillería de ayer se emparenta con el de la industria automotriz de hoy, y esas mil bajas que cayeron en el desierto reaparecen con la forma de autos desmantelados, cadáveres desguazados ofrecidos como repuestos. Muchos de ellos son rescatados de algún choque y reciclados para su venta. Muchos son robados. Es posible que tras el robo de nuestro espejo retrovisor lleguemos a Avenida 10 de Julio a comprar el mismo espejo que nos robaron. Es posible también que nos subamos a un auto ajeno y encontremos ahí un pedazo nuestro que alguien nos hurtó. El azar y el delito trazan pacto para replantear nuestras estructuras móviles, para proponer e intervenir los artefactos en los que nos desplazamos y, por ende, para ofrecer una nueva manera de transitar el mundo. Una que implica cargar con piezas ajenas. Con repuestos que hablan de nuestra propia carencia, de lo perdido en las batallas del pasado, de las bajas que dejamos en el desierto, de lo que ya no está y de cómo intentamos suplirlo.

 ***

 El 10 de julio de 1985 fue la toma del Liceo A-12 en la ciudad de Santiago. La prensa tituló el hecho como “la vandálica acción de un grupo de exaltados” que concluyó con más de trescientos escolares detenidos por las fuerzas especiales de Carabineros. Era la primera vez que los medios se referían a las movilizaciones de los estudiantes secundarios, una generación adolescente que se abría camino, en plena dictadura cívico-militar, organizando centros de alumnos, federaciones, asambleas, marchas, actos. La historia de la toma del Liceo A-12, contenida en otro 10 de julio, no sería jamás parte de un libro de historia como la batalla de Huamachuco, pero en su centro también circulan uniformes, bajas, balas y enfrentamientos, en una gesta distinta, urbana y menor, sin afanes patrióticos, pero una gesta, al fin y al cabo. La gesta de las niñas y los niños.

En esos paseos por Avenida 10 de Julio recordé a ese ejército de escolares marchando en la calle el año 1985. Recordé las pancartas, los gritos, las consignas. Recordé la insolencia y la ingenuidad con la que nos movilizábamos, entusiasmadas y entusiasmados por la energía colectiva, por la posibilidad del cambio. Y en esas reflexiones por la calle de los repuestos me pregunté dónde había ido dar toda esa seductora imprudencia. De un momento a otro, una vez llegada la democracia, esos adolescentes, que pensaban cambiar el escenario dinamitándolo si era necesario, desaparecieron. Ahora no eran más que un recuerdo de la infancia. Una baja en el desierto. Una pieza perdida y, al parecer, imposible de remplazar.

 ***

 El 10 de julio de 1988 murió el poeta Enrique Lihn. Su poemario La pieza oscura apareció en este recorrido y me acompañó como una banda sonora. “¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, / más rápido que el pensamiento de las personas mayores.” Me encontré en la melancolía y la rabia de Lihn, en su ingenio desmedido, en su honesta incomodidad. E intentando enredar los hilos de poesía, azar y sentido que se acumulaban en el escenario de esa calle de artillería metálica, repuestos y ejércitos acribillados, un día, pegado en la vitrina de un almacén, vi el anuncio de un grupo de niñas y niños desaparecidos. “¿Qué será de los niños que fuimos? […] ¿O nos perdimos, realmente, en el bosque?” El afiche mostraba las fotografías de sus rostros junto a un listado de datos a los que acudir en caso de dar con uno de ellos. Era el llamado desesperado de sus familiares ante el vacío, ante la pérdida. Niñas y niños que ya no estaban, que vivían única y exclusivamente en el recuerdo y en esas fotografías expuestas en una vitrina de Avenida 10 de Julio, como un repuesto más.

¿Dónde están los niños? ¿Habrá forma de recuperarlos?

Inauguré una libreta con estas dos preguntas. Y así partió la escritura.

 ***

 Avenida 10 de Julio es el lugar de las segundas vidas. De las nuevas oportunidades, de las otras combinaciones posibles. Si se perdió una pieza, si algo está a punto de darse de baja por esa falta, puede encontrar aquí el accesorio exacto que arregle el problema. Hoy retomamos este libro quince años después de haber cerrado su escritura. Era el año 2006 y la Revolución Pingüina se gestaba en las salas de clase de los colegios mientras yo, ignorante de esa nueva gesta infantil que aún no explotaba mediáticamente, buscaba una editorial que quisiera publicar esta historia de niños perdidos. Pensaba que esa antigua imprudencia, que tanto echaba en falta, había quedado sepultada en los pactos democráticos. Que ya no habría posibilidad de romper la rutina neoliberal con un reclamo insolente. Pensaba que no había segundas oportunidades, que la pieza original era irremplazable, que el protagonismo de la Historia era sólo propiedad de mi cansada, anestesiada y desmemoriada generación, y que, por lo tanto, no habría repuesto ni combinación posible que nos sirviera para replantear el rumbo.

Pero me equivoqué.

En abril de 2006, en la ciudad de Lota, los estudiantes del Liceo A-45 tomaron su establecimiento en protesta por las malas condiciones de infraestructura. El colegio se había hecho famoso por los videos que mostraban el agua corriendo por sus pasillos durante las primeras lluvias del año, lo que ejemplificaba la precaria e insostenible situación de la educación pública. Un mes después fue la toma del Instituto Nacional en la ciudad de Santiago, hito que marcó el inicio de masivas movilizaciones de estudiantes que paralizaron a más de cuatrocientos colegios en el país. La irrupción de las protestas estudiantiles marcó un cambio importante en una sociedad adormecida por las lógicas consensuales de la transición, que no cuestionaba, o no se atrevía a cuestionar el funcionamiento del modelo neoliberal que precarizaba sus vidas. Después de mucho tiempo estábamos otra vez en la calle y habían sido las y los niños quienes nos empujaban a esas primeras descargas de insolencia. Descargas que fueron, sin duda, el primer antecedente de la revuelta social que explotó en octubre de 2019, cuando las y los estudiantes secundarios —otra vez la lucidez de la juventud— saltaron los torniquetes del Metro para abrir con ese gesto la antigua grieta. Décadas de malestar subterráneo emergieron con fuerza. La revuelta de octubre cambió el escenario, los límites se corrieron, el punto de vista se amplió y, con la caída de cada estatua de los supuestos próceres, evidenciamos el colapso de un orden que se vino abajo. Gracias a ese gesto insolente que detonó todo, después de treinta años de supuesta democracia comenzamos a dejar atrás la constitución de Pinochet para idear juntas y juntos la escritura de una nueva, en un proceso histórico de una intensidad que aún no dimensionamos.

 ***

 En medio de este escenario pandémico reciclo estas letras de Avenida 10 de Julio para volver a lanzarlas a la calle. Encerrada como Juan y Greta, los protagonistas de esta historia, escribo a ciegas, en una verdadera pieza oscura, tanteando un punto donde afirmarme, en medio de un tiempo hecho pedazos. El pasado se desborda, el futuro se mantiene en pausa y el presente se desbarata a diario. Revuelta social y pandemia enredadas para suspender cualquier interpretación de la realidad. Todo razonamiento es frágil y se pone en crisis en cuanto se asoma. Imposible aferrarse a una certeza porque no sólo es improbable encontrarla, sino que parece no servir. Nada es claro y ése está siendo el desafío a la hora de pensarnos. Andar a tientas. Y así, a oscuras y en cautiverio, como los niños perdidos de esta historia, esperamos encerrados que el escenario general se componga mientras buscamos esa pieza en falta que nos obligó a la pausa y al arreglo.

Pero Avenida 10 de Julio es el lugar de las segundas vidas. De las nuevas oportunidades, de las otras combinaciones posibles, ya lo dije. En un mundo neoliberal y mercantilista organizado por límites, fronteras, muros, razas, clases, idiomas, patrias, géneros, nombres, firmas, autorías, vitrinas, marcas, un intercambio delictual como el que se ofrece en Avenida 10 de Julio con su contrabando y reciclaje puede transformarse en un camino posible para desbaratarlo todo y proponer una lógica distinta. Una que sea un verdadero asalto a las formas de producción pauteadas por el mercado, una que rompa la monotonía, que quiebre vitrinas, active alarmas, alerte a la fuerza policial y huya con todo para reciclarlo. Una que devuelva lo hurtado a la comunidad. Una que recupere, que restituya, que pague la deuda enorme que tenemos con nosotros y nosotras mismas. Esa deuda alimentada por el culto al capital, a la propiedad y al personalismo egótico en el que nos enseñaron a movernos y a escribir. Deuda que nos ha dejado un hueco, la nostalgia de quienes somos, de aquellos que fuimos antes de entrar en la brutal competencia y transformarnos en mercancía. Añoranza de esa pieza original en falta que dejó el vacío con el que intentamos cargar.

Quizá el intercambio delictual que se ejerce en Avenida 10 de Julio nos permita hallarnos en las y los otros, respirar, sudar y escribir juntos, volver a reconocernos en esa calle comunitaria y abierta donde finalmente nada tiene dueño y donde todo está ofrendado para la mezcla y el enredo. Esa calle plural que nos pertenece, pero que también le pertenece al resto. Ésa de la que somos dueñas y huéspedes, protagonistas y secundarios. En la que ejercemos de eslabón, de pieza suelta que encuentra en el todo su lugar. Esa calle ancha que se abre como el territorio fundamental de nuestra vida comunitaria. Ésa que quizá no es una sino varias. Un conjunto de vías que tal vez son sólo una parte, un tramo, el desarrollo o incluso el clímax (nunca el final, probablemente no lo tenga o sea un Nuevo principio) de una avenida larga que se extiende o más bien se refleja en el mapa de muchas ciudades latinoamericanas.

 NONA FERNÁNDEZ SILANESSantiago de Chile, mayo de 2021

   Nada es bastante real para un fantasma.

 Soy en parte ese niño que cae de rodillas dulcemente abrumado de imposibles presagios y no he cumplido toda mi edad ni llegaré a cumplirla como él de una sola vez y para siempre.

 ENRIQUE LIHN, La pieza oscura

   Trece cuadras y media destinadas a entregarel accesorio que se busca. Una pieza igual o mejor que la que se perdió.

PRIMERA PARTE

UN PAÑUELO ROJO

I

  ORDENANDO cosas viejas encontré este recorte de diario. Es del invierno del ochenta y cinco, un poco antes de que cumpliéramos quince años. Las letras del reportaje están casi borradas, pero la foto se ve bien todavía. Estamos en el techo del liceo, ¿te acuerdas? Mirando a la calle con esa tremenda bandera chilena, viendo cómo la gente se amontonaba en el frontis mientras mostrábamos el lienzo que tú y yo pintamos la noche anterior en el patio de mi casa. Mira la cara que tenemos. Estábamos felices. Ni siquiera se nota el frío que hacía esa mañana. Nunca se nos pasó por la cabeza que alguien nos tomara una foto. Pensábamos que algún periodista iba a llegar si todo salía bien, ésa era la idea, pero la verdad es que nos pilló por sorpresa el ruido de las cámaras cuando nos fotografiaron desde la calle. Días después, cuando los pacos nos soltaron, mi papá me fue a buscar y me pasó este recorte. Yo lo guardé y con el tiempo se destiñó, por poco se deshace. Pero aquí está todavía, resistiendo. Seguro que si no lo hubiera encontrado lo olvido todo. ¿Lo olvidaste tú?

El del pañuelo rojo en la cara soy yo, estoy casi seguro. La del pasamontañas es la Chica Leo. El que sale de lado, con la boina y el linchaco en la mano, es el Negro. Los que sostienen la bandera son los hermanos Ubilla y la que mira a la cámara con la lengua afuera eres tú. Greta. Tienes puesto mi abrigo y llevas esa bufanda larga con la que jugaba a amarrarte. Mírate el pelo. Qué largo lo tenías. Mírate los ojos. Sí sé que apenas se ven, pero de recordarlos grises, grandes, con esa línea negra dibujada en el párpado, puedo imaginarlos otra vez en la foto.

Te echo de menos, Greta. A ti y a los demás. Seguro que si me encontrara en la calle con alguno de ustedes no me reconocería. A veces ni yo mismo me reconozco. No sé qué tengo que ver con ese niño de cara cubierta que me mira desde el recorte. Obsérvale los ojos. Es el único que está viendo a la cámara. ¿Qué estaría pensando en ese momento? ¿Acaso sabría que veinte años más tarde tú y yo lo estaríamos espiando en este pedazo de papel? A ratos creo que quiere decirme algo. No sé qué. Demasiado tiempo y tinta desteñida nos separan. Pendejo de mierda. Seguro que por su culpa te escribo esta carta que no sé a dónde te voy a mandar.

II

  HACE rato que intento comerme un plato de garbanzos que preparé. Ha sido difícil porque el teléfono suena y suena y, como no tengo nada mejor que hacer, contesto todas las llamadas. Primero fue el tipo del crédito bancario. Manuel Urrutia, ese dijo que era su nombre. Me hizo la última oferta del banco con tasas de interés imperdibles, esa palabra ocupó. Si yo tomo el crédito ahora, un crédito de consumo de un millón de pesos, o algo así, puedo empezar a pagarlo en seis meses más, con una tasa de sólo un cero punto nueve por ciento dz<e interés. La otra mujer, Gloria Díaz, llamó a continuación y me estuvo conversando sobre una estadía en Buenos Aires, en pleno barrio Recoleta, con todos los gastos pagados, que supuestamente me gané respondiendo una encuesta callejera hace unas semanas. El detalle de los pasajes es lo único que tendría que cubrir y que ella misma y su agencia podrían venderme a precio módico. Andrés Leiva me ofreció un servicio de banda ancha en una promoción increíble en la que por los tres primeros meses se paga sólo uno. Y ahora Carmen Elgueta me cuenta de un seguro de vida fantástico y muy rentable que no sólo me cubre a mí en caso de tragedia, sino que también a toda mi familia, siempre y cuando mi núcleo familiar no sobrepase las cuatro personas.

—No tengo familia, Carmen. Mi mujer me dejó.

Carmen guarda silencio.

—Bueno… Si es así, usted podría asegurar a las personas que quisiera. Tal vez a un amigo.

—No tengo amigos.

Carmen vuelve a silenciarse un momento.

—Podríamos considerar su situación y hacer una tarifa especial para usted solo.

—No tengo plata, Carmen. Dejé mi trabajo.

—Entonces, entiendo que no le interesa el servicio.

—No.

—Muy bien, gracias por su tiempo.

—Me sobra, no se preocupe.

Carmen cuelga. Parece que un hombre abandonado y sin trabajo ahuyenta a la gente. A mis amigos, a mis colegas, a las vendedoras de seguros. Yo me voy a mis garbanzos y los recaliento en el microondas. He tratado que queden blandos, pero no es fácil. Los garbanzos tienen un tiempo de cocción definido. ¿Media hora? ¿Cuarenta minutos? La verdad es que no lo manejo, por eso esta vez me quedé al lado de la olla probándolos hasta que estuvieran a punto. Después un poco de crema y un aliño que encontré en el mueble. Estragón se llama. También queso rallado. Mi mamá los cocinaba así. Recuerdo ese olor golpeándome la nariz cuando llegaba del liceo. Corría a la mesa y me comía por lo menos un par de platos. Desde entonces que no los pruebo. Con Maite nunca comíamos garbanzos. Nos íbamos a puro sándwich y cuando queríamos variar pedíamos pizza, normalmente de pepperoni, o alguna otra porquería que nos trajeran a la puerta de la casa. No teníamos tiempo para cocinar. A duras penas teníamos tiempo para comer.

El teléfono suena. Yo lo dejo insistir seis veces mientras pienso si contesto o no. De verdad tengo hambre, no quiero hablar. Siete veces. Ocho. Nueve.

—Juan, soy yo otra vez, Carmen, la del seguro.

—¿Qué pasa, Carmen?

—¿Qué le pasa a usted?

—¿A mí?

—Sí. No anda bien, ¿no?

Estoy preparado para recibir ofertas, no para que pregunten sobre mis problemas.

—¿Por qué la pregunta?

—Tengo su ficha aquí, sus datos bancarios, sus datos personales. Por lo que veo hasta hace poco las cosas le iban bastante bien. Me impresiona que de un día para otro su situación haya cambiado de esta manera.

—¿Está preocupada por mí?

—Un poco.

—¿Por qué?

—Es un gesto humanitario, nada más. Si le molesta…

—No, para nada. Pero… ¿quiere que le cuente, Carmen?

—Sólo si a usted no le incomoda.

—¿Tiene tiempo?

—La verdad es que no mucho.

—Entonces dejémoslo para otra oportunidad. Cuando tenga tiempo, llame.

Carmen corta sin decir nada.

¿Para qué pregunta si no tiene tiempo de escuchar? Una tragedia como la mía no puede explicarse en dos minutos. O tal vez sí, pero no con ese pie forzado.

Un día me fundí. No pude seguir adelante y frené en seco. Fue hace algunos meses, una mañana. Maite y yo salimos de la casa muy temprano para empezar con el circuito diario, pero como para variar íbamos tarde, tuve que apretar el acelerador y tomar todos los atajos conocidos para cumplir a tiempo con la agenda.

8:30 horas: Agencia Pronto Viaje, una agencia de turismo donde Maite se dedica a organizar paquetes para señoras que pasean por Europa o África u Oriente Medio.

9:00 horas: Banco de Chile, oficina Tobalaba, trámites varios.

9:30 horas: reunión con mi editor en el diario hasta mediodía.

Primero pasé a dejar a Maite a su trabajo. Llegamos con dos minutos de atraso. Después me detuve en la oficina del banco y entré corriendo. Saqué plata del cajero automático, pedí un talonario de cheques nuevo, hice dos depósitos y pagué las cuentas del agua, la luz, el gas y el cable. La del teléfono estaba atrasada por un día, tendría que hacerme un tiempo más tarde y pasar a una oficina especial. Después me compré un café y un sándwich en una estación de servicio y entré rápido al auto para seguir al diario mientras desayunaba. Tenía nueve minutos para llegar. Mientras manejaba llamé a Maite por el manos libres, le dije que se hiciera cargo de la cuenta del teléfono, que yo no iba a pagarla ese día, que no me alcanzaba el tiempo. Traté de comer algo de mi sándwich mientras ella respondía, no recuerdo qué, seguro un garabato porque tampoco le sobraban minutos para pagar cuentas. Conversaba, manejaba, masticaba con dificultad y los segundos corrían y yo aún no llegaba al diario. Cuando me metí en el taco de turno, en pleno Américo Vespucio, comenzó a llover tan fuerte que apenas pude ver a través del parabrisas. Tuve que concentrarme mucho y cortar de golpe el teléfono para manejar entre medio del agua. No pude desayunar, no pude tomarme el café, no pude comer mi sándwich. Maite me llamó de vuelta para seguir discutiendo. Escuché el sonido del celular insistiendo una y otra vez. Maite, se leía en el visor rabioso y urgente. La lluvia golpeaba el techo del auto, tenía hambre, frío, sueño, y no quería estar ahí, quería estar en otro sitio, en otro tiempo, en otra vida. Y entonces, sin pensarlo mucho, en medio del aguacero, me detuve.

Puse el freno de mano, cerré las ventanas del auto, apagué la radio.

No puedo explicar qué me pasó. Tampoco qué fue lo que pensé en ese momento, aunque probablemente no debe haber sido nada brillante. Sólo lo hice. Desconecté el limpiaparabrisas, saqué las llaves y ahí me mantuve, comiendo mi sándwich en silencio, tomando el café ya helado. Por un segundo sentí sólo la percusión de las gotas cayendo por los vidrios del auto y eso me gustó. Dejé de oír el ruido del teléfono. Dejé de oír la voz del locutor de la radio. Sólo la lluvia estaba ahí conmigo.

Mi auto quedó detenido en Américo Vespucio. Los vehículos circulaban por los costados y atrás comenzó a armarse una gran fila. Primero sentí las bocinas, después los gritos. Apúrate, mueve el auto, qué te pasa, ahuevonado. De a poco, por el parabrisas empecé a ver a la gente que se acercaba con sus paraguas. Eran muchos rostros confusos entre la lluvia, una masa de bufandas, gorros, pelos mojados. Golpeaban el vidrio de la ventana. ¿Se siente mal? ¿Tuvo un ataque de algo? ¿Llamamos a una ambulancia? Yo sólo los miraba. Sus labios se contorneaban del otro lado. Oía sus voces a lo lejos entremedio del repiquetear de la lluvia. Un par de pacos aparecieron y trataron de poner orden al asunto. ¿Qué le pasa, hombre? Yo me quedé callado. Me arropé con mi abrigo, moví el respaldo de mi asiento hacia atrás y me recosté a descansar, que era lo que necesitaba.

Creo que dormí. Dormí y soñé con un recorte de diario viejo que había encontrado hace poco en la azotea de la casa. Soñé con mi propia imagen estampada en ese papel, la de veinte años atrás cuando yo era apenas un pendejo de quince. Soñé con ese niño que fui. Me miraba a través del parabrisas del auto, entremedio de la lluvia y de la gente, con el rostro cubierto por un pañuelo rojo.

De pronto llegó una ambulancia. Un par de tipos descerrajaron la puerta del auto, me sacaron, y luego me llevaron a la Posta Central. Un grupo de médicos me examinó, pero como no encontraron nada me derivaron a un psiquiatra. No sé qué diagnóstico habrá dado el tipo, pero el caso es que después de responder muchas preguntas abandoné la Posta esa misma noche. Maite me fue a buscar y me llevó en taxi a la casa porque el auto estaba en un taller.

Al día siguiente boté mis relojes. También mis celulares, mi agenda y mi beeper. Los metí en una bolsa negra y los dejé irse en el camión de la basura. Después llamé al diario y les conté que tendrían que prescindir de mis servicios. Mi editor no quiso soltarme y ofreció aumento de sueldo, peleó por mantenerme en el equipo, pero no acepté. Maite quiso que viera un psicólogo, que tomara alguna terapia, que hiciera yoga. Incluso dijo que me organizaba un paquete económico para viajar a Oriente, a Europa, o a la playa, por lo menos, y así relajarme un poco, pero me negué a todo. Nadie entendía que estaba cansado, que sólo quería parar. No necesitaba vacaciones. Simplemente tenía que frenar en seco y no dar un paso más hacia adelante.

Dos meses después, Maite me dejó.

Ahora hago lo que quiero, que no es mucho. Me levanto a la hora que se abren mis ojos. Como cuando tengo hambre. Ordeno, lavo platos, sigo ordenando, cocino, saco a pasear a Dalí, mi perro. No trabajo, no hago vida social, no converso. Ya ni me baño. Antes leía un poco. Siempre me ha gustado leer. Recuerdo una colección de revistas viejas que mi mamá guardaba en el sótano de esta misma casa cuando yo era un niño. Pasé tardes enteras leyendo reportajes pasados de moda bajo la luz de esa ampolleta subterránea. Después llegó la enciclopedia Salvat que se ganó en la rifa de Pascua. La puso en el mueble grande del comedor. Leí desde la A hasta la Z, todo cuanto había en esas páginas. Recuerdo la palabra hecatombe. No sé por qué, pero se me viene a la cabeza. En ese tiempo no sabía lo que significaba y por alguna razón hasta el día de hoy tengo memorizado lo que leí ahí. Hecatombe: Cualquier sacrificio solemne con muchas víctimas.//Matanza de personas en una batalla, asalto, etc.//Desastre con abundancia de víctimas. Después de enterarme de qué se trataba la palabra me dio miedo y como cábala nunca la nombré. La pensaba, pero no la decía. Creo que no sirvió de mucho. Hecatombe. Hecatombe. Hecatombe.

Ahora ya no tengo enciclopedias ni nada para hojear. Maite se llevó todos los libros que teníamos. También el televisor y el equipo, así es que tampoco puedo matar las horas escuchando música o viendo idioteces. Echo de menos a Maite, no puedo negarlo. A veces miro las sacarinas que dejó en el mueble o los restos de una crema de manos que todavía está sobre su velador. O su paraguas, sus llaves marcadas con esmalte de uñas, o las medias rotas que quedaron bajo la cama, y me entra una pena negra que no se me pasa en días. Me habría gustado que me siguiera en esto, pero sé lo difícil que es. A ratos la llamo, hablamos un poco, y finalmente terminamos discutiendo. De todas formas me gusta escucharla. Es por eso que aún mantengo el teléfono y esa línea endemoniada. Con él por lo menos tengo la posibilidad de su voz una vez a la semana.

No sé cuánto tiempo llevo así. Podrían ser años o meses. Tengo la idea de que las cosas se detuvieron en algún momento. Ahí me quedé yo suspendido y todo se fue a pasar a otro lado. A uno mejor o peor, no lo sé, pero a un lado que no tiene que ver con esta casa y conmigo. Es como si me encontrara en un tiempo muerto, girando en banda entre estas cuatro paredes. Me dedico a escuchar el silencio, que en este lugar hay mucho. Fumo un poco de hierba, pienso, recuerdo cosas. Sobre todo eso: recuerdo cosas. Cosas que creía olvidadas, personas, situaciones. Es una verdadera estupidez cómo uno va desechando tanto material del disco duro. Se necesita tiempo y mucha concentración para recordar las cosas que de verdad quieres. Mi mamá, mis amigos del liceo, los garbanzos, las enciclopedias. Greta.

III

  LA MURALLA. Así bautizaste a esta revista, si es que se puede llamar revista a este par de hojas corcheteadas. Está escrita a mano con tu letra. Tiene un artículo mío sobre el pasaje escolar y el valor histórico que siempre tuvo y que, por supuesto, no se respetaba. La verdad es que nunca se respetó, así es que finalmente no sé cuál era el valor histórico que tenía ese valor histórico. También hay un par de poemas malos de la Chica Leo —“Esperanza Rebelde” y “Palomas Revolucionarias”—, un cancionero con posturas de guitarra y una agenda con las actividades que programábamos para la semana. Martes 10:00 horas: Marcha revolucionaria hasta el Ministerio de Educación. Miércoles 15:00 horas: Jornada solidaria con los pobladores del Campamento Nuevo. Jueves 18:00 horas: Jornada cinematográfica de reflexión con la película La noche de los lápices. Viernes 22:00 horas: Fiesta pro fondos para acciones revolucionarias. Y lunes 15:00 horas: Asamblea general con motivo de la organización de la gran toma revolucionaria del liceo.

El ministro salía en la tele diciendo que no habría más tomas de colegios, que los pingüinos se iban a quedar tranquilos. Eso nos hirvió la sangre porque no éramos pingüinos sino estudiantes, y porque no era él quien iba a decidir cuándo parábamos o cuándo tomábamos los colegios. El Negro escribió en esta misma revista que estoy leyendo, el número cinco de La Muralla, que cuando las cosas no funcionaban había que detenerse y arreglarlas, así es que las tomas seguirían y los secundarios pararíamos cuantas veces fuera necesario hasta que el sistema se arreglara. Escribía pésimo el Negro, pero algo tratabas de arreglar tú para que quedara más clara la explosión de ideas que se le venían a la cabeza cuando le bajaba la rabia, como esa vez que salió el ministro en la tele, como esa vez que planeamos la toma.

Creo que La Muralla salía una vez a la semana. Creo que la sacabas en un mimeógrafo que le robaste a tu mamá y que instalaste ahí en el galpón de Serrano para que todos pudieran ocuparlo y hacer panfletos u otras revistas como la tuya. Ahora no recuerdo el número exacto ahí en Serrano, pero el galpón estaba como a mitad de cuadra. Era chico, helado y tenía un hoyo en el medio del suelo, probablemente un pozo de ésos para arreglar autos, que delataba su pasado como taller mecánico y que nos servía para esconder lo escondible, que no siempre eran panfletos o miguelitos, sino también botellas de pisco o de cerveza o motes de marihuana o simplemente tabaco. La puerta de entrada era un portón de metal verde que crujía cada vez que lo abrían. Adentro no había nada salvo una cocinilla a gas donde preparábamos café en una olla y tu mimeógrafo o esténcil o cómo se llamara ese aparato que te dejaba las manos moradas.

Greta, olor a chicle y a cigarrillo. Tu boca con una costra en la comisura de los labios. ¿Un herpes? ¿El frío? Te echabas una pomada hedionda que ahuyentaba a todos menos a mí. Tus manos de dedos sucios de tanto escribir y sacar revistas. Veo tu letra aquí en La Muralla, mis propias palabras reclamando por el alza de la micro, pero escritas con tus manos. Las palabras del Negro, los poemas de la Chica Leo, todo reescrito por ti, con tu letra. Una letra grande, clara y exasperantemente revolucionaria, como lo era todo en ese tiempo.

IV

  SUENA el timbre. Un solo toque. Corto, pero certero. Me despierto sobresaltado. Es de noche; me dormí en el sillón. ¿Quién puede estar tocando? Aún no abro, pero mientras me acerco a la puerta sospecho de quién se trata.

—¿Cómo está, Juan? ¿Puedo pasar?

—Sabía que era usted, Lobos. Adelante.

Lobos se sienta en el sillón donde yo dormía. Trae su maletín, su terno azul marino, su corbata color guinda seca. Con él siempre me pasa esto. Es como un sexto sentido que he desarrollado para percibirlo antes de que aparezca.

—¿Estaba durmiendo?

—Un poco.

—Disculpe que lo interrumpa, pero de todas formas es un poco temprano para dormir, ¿no cree?

—Tenía sueño y dormí.

—Qué suerte la suya.

Lobos me mira intrigado. Un tipo como yo le llama mucho la atención.

—¿Quiere algo? Tengo garbanzos; los hice yo mismo.

—No, muchas gracias. Lo mío aquí es corto y preciso, usted sabe. ¿Va a aceptar nuestra última oferta, Juan?

Lobos debe tener mi edad. Parece un hombre muy seguro, pero sus uñas lo delatan. Ahora tiene las manos tomadas. En público nunca se muestra nervioso, pero seguro que antes de entrar aquí venía en lo suyo porque trae los pulgares con heridas frescas.

—No. No voy a aceptarla —contesto.

Lobos me mira con sorpresa.

—Doblamos la oferta, Juan.

—Cuando me la hizo le dije que no.

—Pero iba a pensarlo, Juan.

—Fue usted el que me pidió que lo pensara.

—¿Y después de pensarlo me dice que no?

Yo asiento con la cabeza.

—¡Pero Juan, por favor, pare con esto! Discúlpeme que le hable así, pero es que esta situación me tiene aburrido. Estamos esperando sólo su respuesta para empezar y usted sigue con lo mismo.

—Yo no quiero incomodarlo, Lobos. Sé que éste es su trabajo, pero no voy a vender mi casa.

—Es que no puede ser tan cabeza dura; le estoy ofreciendo el doble del precio de esta casa y usted sigue con lo mismo. ¿Qué tiene esta casa que yo no pueda pagar?

—Aquí nací.

—Y aquí se va a morir si sigue en esto. ¿Cómo va a resistir el ruido de las demoliciones? ¿Cómo va a aguantar el polvo?

—No lo sé.

—Mire, Juan, yo lo respeto porque conozco su trabajo y sé que es un hombre inteligente. Pero créame que esto es una soberana pelotudez. Un verdadero suicidio.

Lobos despotrica contra mí. A ratos trata de convencerme y a ratos me insulta. Se suelta la corbata, se desordena el pelo con las manos, se masajea la cara. Me pregunto cómo duerme este hombre. Me pregunto si duerme. Una pastilla por la noche y luego una pesadilla, vueltas en la cama e insomnio y uñas mordidas y gotitas de sangre en sus sábanas, en su almohada. Me imagino toda la presión que debe haber sobre él por este asunto. Pero qué puedo hacer yo, no es mi culpa ser la piedra de tope. Yo lo único que quiero es vivir en mi casa.

—¿No tiene nada más que decir, Juan?

—No.

Lobos me mira rendido. Se muerde el labio. Está a punto de comerse una de sus uñas, pero se controla.

—Entonces nos vemos cuando comiencen las obras.

Toma su maletín y sale sin despedirse. No cierra la puerta. Puedo verlo subir a su auto rojo, tan parecido al que tenía yo hasta hace poco. Enciende el motor. Se aleja rápidamente por la calle solitaria.

En unos días van a llegar las máquinas, las grúas y todo será polvo, ruido y ni el cielo podrá verse desde mi patio. En menos de un mes comienzan a construir un centro comercial. La empresa de Lobos compró las ocho manzanas colindantes. Durante un tiempo estuvo ofreciendo plata, casa por casa, hasta que logró echarse al bolsillo a todos. Supongo que les ofreció un buen billete porque nadie lo pensó mucho y en menos de una semana vi llegar a un montón de camiones de mudanza. La gente se fue de aquí como si hubiese caído una plaga de la que había que arrancar. Las cuadras quedaron desiertas. Hasta los viejos del almacén de la esquina y los italianos de la panadería se fueron. El quiosco de la plaza cerró y los juegos ahora parecen un lugar fantasma, sin niños y con los resbalines oxidados por la lluvia.

El liceo en el que estudié, a dos cuadras de mi casa, está convertido en una ruina. Hace unos años se trasladaron de aquí dejando el edificio abandonado y Lobos disfrutó tragándoselo a precio de huevo. Ahora una cadena gruesa cierra la reja de entrada impidiendo el paso. En el frontis todavía está escrito con letras de metal oxidadas el nombre. A diario yo paseo por ahí y por el resto del barrio con mi perro. Caminamos por las calles vacías y contemplamos la debacle. La maleza ha crecido rápida en los antejardines, las flores se han secado. Las hojas de los árboles caen amontonándose y tapando los alcantarillados porque ya nadie las barre. Algunas cuentas aún llegan a las casas y se acumulan junto a las rejas. Los vidrios de las ventanas están sucios de polvo; nadie se asoma a través de ellos. A veces espío hacia dentro con la idea de ver a alguien, de escuchar algún sonido, una radio, una enceradora, los gritos de algún cabro chico, pero nunca pasa nada. Sólo silencio.

Juego a imaginar que ocurrió una gran tragedia, una matanza, una peste negra que hizo desaparecer a la gente y dejó sólo las construcciones en pie. Los vestigios de una civilización que ya no existe, que murió. Quizá el que yo era huyó en un camión de flete, como el resto, y el que está aquí, sobreviviente de la hecatombe, mutó la piel como una culebra y quedó convertido en esto que soy. Único habitante en ocho cuadras a la redonda, viviendo en una especie de isla en la que nadie quiere estar.

V

  LA ASAMBLEA estaba citada a las tres de la tarde. El primero en llegar fue Pizarro con toda su gente. Saludaron y se sentaron al fondo porque eran medio desconfiados. Aparecían sólo para las cosas grandes. Se decía que eran todos amarillos, ¿te acuerdas? Pero la verdad es que era un misterio porque a veces tenían actitudes marxistas e incluso a Pizarro se le rumoreaba cierto coqueteo con la Jota. Nos perdíamos con ellos, no sabíamos cómo tratarlos, pero el caso es que igual servían porque eran varios y hacían número. Después llegó Riquelme, que había sido de la



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