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Las "Aventuras de Arthur Gordon Pym" es una novela escrita por Edgar Allan Poe y publicada en 1838. Narra las desventuras de Pym, un joven marinero, en su travesía a bordo del barco Grampus. Durante su viaje, experimenta una serie de eventos surrealistas y aterradores, incluyendo motines, naufragios y encuentros con tribus caníbales. La narrativa, marcada por su atmósfera oscura y misteriosa, exploras temas como el aislamiento, la obsesión y la lucha por la supervivencia en un entorno hostil y desconocido. A través de una prosa vívida y evocadora, Poe sumerge al lector en un mundo de peligros y maravillas, desafiando las convenciones narrativas de su época y dejando una huella indeleble en el género de la literatura de aventuras.
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Seitenzahl: 347
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Probablemente, Narracion de Arthur Gordon Pym es la obra de EDGARALLANPOE(1809-1849) que ha suscitado valoraciones más dispares. Los surrealistas han hablado con gran estima de la eficacia evocativa de sus elementos inconscientes (por los que se ha interesado también el psicoanálisis) y los aficionados al realismo mágico elogian tanto el encadenamiento de aventuras que aparecen en la superficie como la corriente subterránea, alegórica y extraña, que las transporta. En cuanto a la abrupta conclusión de la historia, lo más probable es que sea una exigencia de la propia trama; a las puertas del gran misterio, el narrador se ve obligado a callar. «Y este silencio —concluye JULIOCORTAZAR, traductor y prologuista de esta edición— tiñe todo el libro con un horror sagrado, insinúa un sentido ambiguo en cada escena anterior, enriquece misteriosamente el relato y a la vez lo desnuda de su fácil truculencia para dejar entrever detrás de esas matanzas, ese canibalismo, esa exhibición de cadáveres descompuestos, un signo profundo de hombre en lucha consigo mismo o con el destino».
Edgar Allan Poe
Si toda la obra de Edgar Allan Poe ha sido y sigue siendo un fértil terreno polémico, en Pym alcanza quizá su punto más crítico. A la opinión dominante en el sector erudito, según la cual este relato representa un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de Poe, se opone la entusiasta aceptación de los poetas y de los aficionados a un género que cabría calificar de «realismo mágico», en el que encuentran el doble valor de un libro de aventuras lleno de episodios «vividos» y a la vez de una corriente subterránea evasiva y extraña, un trasfondo que cabría considerar alegórico o simbólico de no tener presente la tendencia contraria del autor, y sus explícitas referencias en este sentido. Los surrealistas han exaltado siempre el valor de Pym, mostrando su especial eficacia evocativa de elementos inconscientes. El psicoanálisis ha buceado también en los mares que recorren el héroe y sus desventurados compañeros. En cuanto a Poe, sólo sabemos que buscó escribir un relato de aventuras, que lo consiguió hasta cierto punto y que lo dejó inconcluso; el problema, quizá insoluble, está en explicarse si abandonó la tarea por fatiga o carencia momentánea de invención, o si la obra se lo impuso. Una lectura atenta tiende a apoyar esta segunda hipótesis. A partir de cierto momento (la llegada a Tsalal), Poe renuncia voluntaria e involuntariamente al terreno verista, de crónica de viajes, para entrar en tierra incognita donde, por supuesto, se movía más libremente. Pero hay entonces como un vértigo en el libro, un avance en profundidad que coincide simbólicamente con el avance hacia el polo. A las puertas de un gran misterio, Pym-Poe se ve precisado a callar. Y este silencio tiñe todo el libro con un horror sagrado, insinúa un sentido ambiguo en cada escena anterior, enriquece misteriosamente el relato y a la vez lo desnuda de su fácil truculencia para dejar entrever detrás de esas matanzas, ese canibalismo, esa exhibición de cadáveres descompuestos, un signo profundo del hombre en lucha consigo mismo o con el destino. Quizá por eso no hay férula estimativa capaz de quitarle el indefinible, sigiloso prestigio de que goza en el mundo entero.
Los elementos exteriores en que se basa la creación de Pym pueden reducirse a los siguientes: Al tanto del interés de su época por las expediciones polares, Poe comprendió el atractivo que tendría un relato de ese género. Benjamín Morell acababa de publicar su Narración de cuatro viajes a los mares del Sur y al Pacífico; la crónica del motín del Bounty era igualmente popular. Otro libro del momento ostentaba este título: The mariner’s chronicle, containing narratives of the most remarkable disasters at sea such as naval engagements, poetical adventures, incidents of discovery, and other extraordinary and interesting occurrences[1], «especie de centón —dice Baldini— de documentos de naufragios, tempestades, incendios, epidemias y otros siniestros marítimos» y del cual extrajo Poe más de un motivo de sus relatos; además de la famosa historia del naufragio del Medusa, contiene la minuciosa descripción del Maelstrom y otra del extraordinario hambre a bordo del navio norteamericano Peggy… que sirvió seguramente de modelo para los episodios del hambre a bordo del Grampus» (Poe no olvidaría tampoco el terrible episodio que figura en la segunda parte de Robinson Crusoe).
El pasaje del barco de los muertos lleva, naturalmente, a pensar en The rime of the ancient mariner de Coleridge, e indirectamente en la leyenda del buque fantasma y la del holandés errante. En cuanto al tema del Polo, en 1836 el Comité de Asuntos Navales de los Estados Unidos había dado a conocer su informe sobre un proyecto de expedición al Antártico, presentado por J. N. Reynolds, a quien Poe conoció superficialmente y a quien admiraba. (En sus últimas horas de agonía se le oyó llamar reiteradamente a Reynolds; doce años después de Pym los temas del libro volvían a la memoria del moribundo).
Con estos elementos técnicos, mapas, sus recuerdos náuticos, algunos elementos autobiográficos, Poe suelta amarras. El resto —o sea, casi todo— lo pone su imaginación, lo ceden sus impulsos y sus obsesiones. La crueldad, la angustia del encierro y del ahogo, la podredumbre y el hambre, el agobio de fuerzas ciegas, se ordenan y actúan bajo los dictados de una lúcida pericia narrativa. Pero la novela era ajena al genio de Poe, como lo muestra toda su preceptiva. No llega a escribirla (falta en Pym la alternación de momentos dramáticos con los necesarios respiros al lector, que acaba por saturarse), ni tampoco escribe una pseudocrítica de aventuras, pues es incapaz de atenerse al clima, en resumidas cuentas normal, de toda aventura terrestre. Desde las primeras páginas la atmósfera se vuelve obsesionante, y la sucesión de horribles desventuras, sin el menor intervalo, sólo se interrumpe en el pasaje del rescate de los náufragos y los informes sobre tierras australes; casi de inmediato recomienza el drama, y por él, inevitablemente, acaba imponiéndose el tono de los mejores cuentos breves (Manuscrito hallado en una botella, por ejemplo) y el inexpresable horror del misterio con que se cierra el libro. «Pero Poe triunfa —dice Colling— porque estos defectos salvaguardan su auténtica personalidad. Gordon Pym deja una impresión de violenta poesía; orquesta los temas del mar, el alcohol, el naufragio, el Polo, el odio y la muerte, a los cuales el genio de Poe confiere timbres tan particulares». Y Shanks señalará: «Sé que entre los críticos modernos existe la tendencia a subestimar Arthur Gordon Pym. Pienso que el libro no ha sido muy leído en estos tiempos salvo por aquellos que lo hacen para ponerse a escribir luego sobre él. A mí me parece un excelente ejemplo del género al cual pertenece ante todo: un relato de aventuras marinas, directo, vigoroso, dinámico y excitante, con una extraordinaria conclusión, o falta de conclusión, que lo eleva incuestionablemente por encima de los de su especie».
Los elementos autobiográficos agregan interés a Pym. Se ha hecho notar la equivalencia rítmica y fonética de «Arthur Gordon Pym» y «Edgar Allan Poe». Al principio del relato dice Pym: «Cuando cumplí seis años (mi abuelo) me envió a la escuela del viejo Mr. Ricketts, caballero a quien faltaba un brazo, etc.»; Hervey Allen señala que en Ricbmond había en la infancia de Poe un maestro de ese nombre y que era manco. El abuelo de Pym tiene muchos rasgos de John Allan, empezando por la cólera; Pym expresa además su esperanza de que el abuelo habría de dejarle la mayoría de sus bienes. La primera aventura en el Ariel, en compañía de Augustas Barnard, debió nacer de las escapadas de Poe adolescente con los camaradas de Richmond. Augustas puede ser muy bien un tal Ebenezer Burling, con quien, como señala Baldini, Poe debió huir de Richmond en el mismo año en que hace huir a Pym de Nantucket. (En cuanto al Ariel, ¿no será un recuerdo del naufragio y muerte de Shelley?).
Krutch ha conjeturado una influencia de Defoe en este libro, «pues ciertamente Poe descubrió el secreto de Defoe de volver verosímiles ciertas cosas terribles, mediante el relato circunstancial de detalles realistas», aunque agrega que Poe había ya desarrollado una técnica propia, adecuada para los relatos en los cuales descolló. En cuanto al mar, Baldini observa que «no desempeña en Gordon Pym él papel que quizá Poe se había propuesto. Las páginas más bellas y famosas, salvo la gran escena del barco holandés, muestran él mar como elemento extraño o solamente accesorio; lo que más se hace oír es siempre la resonancia interna de la desesperación de los personajes».
En los últimos años, lectores y críticos parecen haberse interesado especialmente por la segunda parte de Pym, allí donde la mera narración de aventuras marítimas cede paso a un territorio tan insólito y fuera de todo parámetro racional que el mismo Poe habría de abandonarlo en el momento culminante —a menos de aceptar que, más que abandono, el autor estaba inaugurando a su manera lo que hoy se da en llamar «obra abierta», ese dar paso al lector para que imagine, complete e incluso transforme lo que el novelista le ha puesto entre las manos. Sidney Kaplan ha tratado de responder a la pregunta que todos nos formulamos: ¿Cuál es el significado de esa «escritura secreta» que parece insinuarse en la flora y la fauna negras del misterioso archipiélago antártico que abordan los navegantes, y que se contrapone desde un principio a la blancura creciente del mar, a la silenciosa lluvia blanca que no es nieve ni ceniza, a la inmensa figura totalmente blanca con que se cierra casi insoportablemente el relato? La oposición del negro como signo negativo y del blanco como una fuerza que lucha con él y en último término lo aniquila, va desde luego más allá de una alegoría primordial en el sentido del eterno enfrentamiento de Ormuz y de Arimán. Críticos como Kaplan han creído ver en el inconsciente de Poe ese antagonismo racial que nada ha podido destruir hasta hoy en los Estados Unidos. Blanco, de tendencias aristocráticas.
Poe no disimuló jamás sus opiniones en favor de la esclavitud, y los personajes negros de sus cuentos son presentados siempre con un paternalismo en el que el desprecio bonachón se abre claramente paso. Es sabido que los defensores de la esclavitud se apoyaban en argumentos teológicos, presentando a los negros como los descendientes de una raza maldecida por Jehovab; el propio Poe no vacila en utilizar argumentos genéticos basados en las Escrituras cuando se trata de defender la tesis esclavista. En todo caso, Pym muestra admirablemente cómo los peores reductos de los atavismos pueden polarizarse en un sentido positivo cuando la alquimia de un artista visionario los deja manifestarse a través del plano de la creación. La casi increíble paradoja —si aceptamos que Kaplan está en lo cierto— sería que en último término el horror de lo negro como símbolo profundo de un racismo es el motor secreto que pone en marcha algo que trasciende por completo el problema racial para insinuar, en ese acceso a la blancura última, una superación humana, un encuentro con un absoluto para el que Poe ya no tenía palabras.
El otro enigma que ha preocupado a los críticos es la fuente de las enigmáticas inscripciones talladas en los abismos rocosos de Tsalal; si en un principio se supuso que surgían de la lectura de Arabia Petrea, de Stephens, libro sobre el que Poe escribió una reseña entusiasta, el propio Kaplan ha probado que fueron extraídas del diccionario hebreo-latino de Gesenius, editado en inglés por Edtvard Robinson en la época en que Poe trabajaba en su novela. Nombres como Tsalal, Klock-klock, Nu-Nu y Too-wit vienen del hebreo y significan respectivamente lo oscuro, lo negro, la negación y lo sucio. El grito fatídico «¡Tekeli-li!», deriva de Tekel, una de las palabras (Mane, Técel, Fares) que aparecen en el muro del palacio de Baltasar y anuncian su caída. Como siempre, Poe aplicaba allí esa maniática erudición que lo fascinaba por sí misma y quizá por el trabajo futuro que daría a los exegetas. Hasta se permitió una broma: la única frase que pronuncia el pérfido Too-wit está formada por una mezcla de hebreo, latín, inglés e italiano, lo que en labios de un salvaje tiene un mérito considerable.
Julio Cortázar
Autores citados:
Hervey Allen, Israfel, the life and times of Edgar Allan Poe, New York, 1949.
Joseph Wood Krutch, Edgar Allan Poe, a study in genius, New York, 1931.
Edward Shanks, Edgar Allan Poe, London, 1937.
Gabriele Baldini, Edgar Allan Poe, Brescia, 1947.
Alfred Colling, Edgar Poe, Paris, 1952.
Sidney Kaplan, An introduction to Pym, New York, 1960.
La cual comprende los detalles de un motín y atroces carnicerías a bordo del bergantín norteamericano Grampus, en su viaje a los Mares del Sur; con un relato de la reconquista del buque por los sobrevivientes; su naufragio y horribles sufrimientos por el hambre; su rescate por la goleta británica Jane Guy; el breve crucero de esta última en el océano Antártico, su captura y matanza de la tripulación en un archipiélago del paralelo 84 de latitud sur, conjuntamente con los increíbles descubrimientos y aventuras, más al sur, a los cuales dio lugar esta espantosa calamidad.
Hace unos meses, al volver a los Estados Unidos después de una extraordinaria serie de aventuras en los Mares del Sur y otras regiones, cuya crónica se hallará en las páginas que siguen, circunstancias ocasionales me relacionaron con algunos caballeros de Richmond (Virginia), quienes se interesaron sobremanera por todo lo referente a las regiones que había visitado, instándome de continuo —pues lo consideraban mi deber— a que publicara mi narración. Diversas razones, empero, me movían a no hacerlo; algunas eran de naturaleza privada y de mi exclusiva incumbencia, mientras otras no lo eran tanto. Una de las consideraciones que me detenían era el hecho de no haber llevado un diario durante la mayor parte del tiempo en que anduve de viaje, por lo cual temía que me fuera imposible escribir de memoria un relato lo bastante detallado y coherente como para presentar la apariencia de esa verdad que realmente contendría, y en el que sólo se suprimieran las naturales e inevitables exageraciones en que incurren aquellos que han pasado por episodios capaces de excitar poderosamente las facultades imaginativas. Otra de mis razones consistía en que los incidentes que debía narrar eran de un carácter tan absolutamente maravilloso que, sin tener pruebas de ellos (si se exceptúa el testimonio de un solo individuo, mestizo de indio), apenas podía esperar credulidad por parte de mi familia y de aquellos entre mis amigos que nunca perdieron la fe en mi veracidad; en cuanto al público en general, lo más probable era que considerara mi historia como una ficción tan descarada como ingeniosa. Pero una de mis razones principales para no seguir el consejo de mis amigos residía en la desconfianza que me inspiraba mi capacidad de escritor.
Entre los aludidos caballeros de Virginia que tanto se habían interesado en mis afirmaciones, y especialmente en la parte referente al océano Antártico, se encontraba Mr. Poe, quien dirigía en aquellos días el Southern Literary Messenger, revista mensual de Richmond publicada por Mr. Thomas W. White. Fue él quien, conjuntamente con otros amigos, me urgió insistentemente a que preparara una crónica completa de lo que había visto y padecido, y que la confiara a la sagacidad y al sentido común del público, insistiendo plausiblemente en que toda imperfección formal de mi libro, si las hubiera, no haría más que reforzar la impresión de veracidad del relato.
A pesar de estas observaciones no me decidí a llevar a cabo lo que se me sugería. Al ver que dejaba las cosas como estaban, Mr. Poe me propuso entonces que lo autorizara a escribir un relato de la primera parte de mis aventuras, basándose en los hechos que le había referido, y a publicarla en el Southern Messenger como si se tratara de una ficción. No me opuse a esto, estipulando tan sólo que no se daría a conocer mi verdadero nombre. Fue así como la pretendida ficción se publicó en dos números del Messenger —enero y febrero de 1837—, y, a fin de que nadie tuviera la menor duda de que se trataba de una obra imaginaria, el nombre de Mr. Poe quedó incorporado a las dos partes en el índice de la revista.
La forma en que fue recibida esta ruse me ha decidido al fin a emprender una compilación y publicación regular de las aventuras aludidas; a pesar del tono de ficción tan ingeniosamente impreso a las partes publicadas por el Messenger —por cierto que sin alterar o deformar el menor hecho—, el público no se mostró dispuesto a recibirlas como una obra de imaginación, y Mr. Poe recibió numerosas cartas que expresaban claramente una convicción en contrario. Deduje, pues, que los hechos contenidos en mi narración eran de naturaleza tal que contenían en sí mismos la prueba suficiente de su autenticidad, y que, por lo tanto, poco debía temer desde el punto de vista de la incredulidad del público.
Dicho esto, inmediatamente se advertirá en lo que sigue la porción que me corresponde como autor; quede entendido, sin embargo, que no se ha alterado ningún hecho en las primeras páginas escritas por Mr. Poe. Incluso los lectores que no las leyeron en el Messenger notarán dónde terminan éstas y comienzan las mías; las diferencias de estilo son de las que se advierten en seguida.
A. G. PYM
Nueva York, julio de 1838.
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un acreditado comerciante en los almacenes navales de Nantucket, lugar donde nací. Mi abuelo materno fue un abogado de múltiple actividad. Tenía suerte en todo, y había especulado muy favorablemente con acciones del Edgarton New Bank —como se le llamaba entonces—. Gracias a estos y otros medios llegó a reunir una apreciable fortuna. Creo que me quería más que a nadie en el mundo, y esperaba yo heredar la mayor parte de sus bienes. Cuando cumplí seis años me envió a la escuela del anciano Mr. Ricketts, caballero a quien faltaba un brazo y que se caracterizaba por sus excéntricos modales; casi todos los que han visitado New Bedford han de recordarlo bien. Permanecí en su escuela hasta los dieciséis años, en que la abandoné para entrar en la academia de Mr. E. Ronald, situada en la colina. No tardé en llegar a ser íntimo amigo del hijo de Mr. Barnard, capitán de la marina mercante que, por lo regular, navegaba por cuenta de Lloyd y Vredenburg. Mr. Barnard es asimismo bien conocido en New Bedford, y estoy seguro de que tiene muchos amigos en Edgatton. Su hijo se llamaba Augustus y era casi dos años mayor que yo. Había hecho un viaje con su padre en el John Donaldson para pescar ballenas, y me hablaba continuamente de sus aventuras en el Pacífico meridional. Con frecuencia iba yo a su casa, donde pasaba el día y a veces la noche. Dormíamos en la misma cama, pero Augustus me mantenía despierto hasta casi el alba narrándome historias de los nativos de la isla de Tinián y de otros lugares que había visitado en el curso de sus viajes. Al final empecé a interesarme por lo que decía y poco a poco me entraron grandísimos deseos de hacerme a la mar. Poseía un bote de vela, llamado Ariel, que valdría unos setenta y cinco dólares. El bote contaba con un medio puente o tumbadillo y estaba aparejado como una balandra. No recuerdo su tonelaje, pero podía contener diez personas holgadamente. Teníamos la costumbre de embarcamos en este bote y lanzamos a las peores locuras imaginables; cuando pienso en ellas me maravilla profundamente estar vivo hoy en día.
Relataré una de esas aventuras como introducción a otro relato más extenso e importante. Cierta noche había una fiesta en casa de Mr. Barnard y tanto Augustus como yo terminamos bastante embriagados. Como solía hacer en estos casos, acepté la mitad de su lecho en vez de volverme a casa. Mi amigo se durmió de inmediato, según creí (pues ya era la una), y sin decir palabra de su tema favorito. Habría pasado media hora y estaba a punto de dormirme cuando Augustus se enderezó de golpe y, con un terrible juramento, afirmó que no se dormiría por ningún Arthur Pym de la cristiandad cuando soplaba un viento tan maravilloso del sur. Me quedé estupefacto, sin comprender lo que quería decir, y suponiendo que el vino y los licores le habían hecho perder el sentido. Pero Augustus continuó hablando fríamente, diciéndome que, aunque yo le suponía borracho, jamás había estado tan sobrio en su vida. Agregó que le fastidiaba estarse en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que tenía intención de vestirse y hacerse a la mar en el bote. Apenas puedo decir lo que pasó por mí, pero tan pronto había pronunciado esas palabras cuando sentí un estremecimiento de placer y de excitación, y consideré que tan alocada idea era una de las más deliciosas y razonables de este mundo. El viento que soplaba era casi huracanado y hacía mucho frío, pues nos hallábamos a fines de octubre. Salté, sin embargo, de la cama, poseído por una especie de rapto, y declaré que era tan valiente como él, que estaba igualmente cansado de estar en cama como un perro y tan preparado para ir a divertirme como cualquier Augustus Barnard de Nantucket.
Sin perder un segundo nos vestimos y corrimos al bote. Hallábase éste anclado en el viejo desembarcadero, al lado del depósito de maderas de Pankey & Co., y su borda casi chocaba contra los ásperos troncos. Augustus se embarcó y empezó a achicar la embarcación, que estaba semiinundada. Terminado esto, izamos el foque y la vela mayor y nos hicimos resueltamente a la mar.
Como ya he dicho, el viento arreciaba del sur. La noche era tan clara como fría. Augustus había empuñado el timón y yo me instalé junto al mástil, sobre el techo del tumbadillo. Así navegamos a gran velocidad, sin que hubiéramos cambiado una palabra desde que perdimos de vista el muelle. Por fin pregunté a mi compañero qué rumbo pensaba tomar y a qué hora creía probable que estuviéramos de regreso en casa. Silbó durante un rato y, por fin, repuso colérico:
—Yo sigo mar afuera. Tú puedes irte a casa, si prefieres.
Al mirarlo, y a pesar de su fingida nonchalance, percibí inmediatamente que era presa de una extrema agitación. A la luz de la luna pude distinguir claramente su rostro: estaba más pálido que el mármol y le temblaba de tal modo la mano que apenas podía sujetar el gobernalle. Me di cuenta de que algo andaba mal y me alarmé seriamente. En aquel entonces sabía yo muy poco de gobernar un bote y dependía completamente de la habilidad náutica de mi amigo. El viento, además, arreciaba con más fuerza y se nos hacía cada vez más difícil mantenemos al socaire. Pero me avergonzaba manifestar la menor vacilación y durante casi media hora permanecí obstinadamente callado. Al final, sin embargo, no pude más y pregunté a Augustus si no sería conveniente poner proa a tierra. Como antes, tardó más de un minuto en contestarme o en dar señales de haberme oído.
—Más tarde… —dijo por fin—. Hay tiempo de sobra… Más tarde volveremos.
Había yo esperado una respuesta parecida, pero algo en el tono de su voz me llenó de indescriptible espanto. Volví a mirarlo atentamente. Tenía lívidos los labios y le entrechocaban a tal punto las rodillas que apenas podía sostenerse en pie.
—¡Por amor de Dios, Augustus! —clamé, aterrado hasta lo más hondo—. ¿Qué te pasa…, qué ocurre? ¿Qué vas a hacer?
—¡Qué ocurre! —murmuró él, aparentemente muy sorprendido, soltando en el mismo instante el timón y desplomándose en el fondo del bote—. ¡Qué ocurre…! ¡No ocurre nada…! ¿No ves que… volvemos a tierra?
Como un relámpago comprendí la verdad. Corrí hacia él y lo levanté. Estaba borracho, atrozmente borracho, incapaz de mantenerse en pie, de hablar o de ver. Tenía los ojos vidriosos, y cuando lo solté, desesperado, rodó como un tronco en el agua del pantoque, de donde acababa de sacarlo. Era evidente que aquella noche había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su conducta, mientras estábamos acostados, era resultado de una intoxicación alcohólica en el máximo grado —grado que, a semejanza de la locura, permite con frecuencia imitar la apariencia exterior de alguien que guarda plena posesión de sus sentidos. Pero el frío de la noche había producido sus efectos usuales; la energía mental cedió a su influencia, y la confusa percepción que sin duda tenía Augustus de su peligrosa situación había contribuido a acelerar la catástrofe. Se hallaba ahora completamente insensible y pasarían horas antes de que volviera en sí.
Casi imposible es concebir el terror que sentí. Los vapores del vino habían desaparecido, dejándome en un estado de timidez y de irresolución. Sabía que era absolutamente incapaz de gobernar el bote y que el viento huracanado y el fuerte reflujo nos precipitaban a la destrucción. Una tormenta se preparaba a popa; carecíamos de brújula y de provisiones, y si manteníamos nuestro rumbo actual, antes del alba perderíamos de vista la tierra. Estos pensamientos y multitud de otros igualmente horribles pasaron por mi mente con aturdidora rapidez y me paralizaron al punto de no dejarme hacer un solo movimiento. El bote navegaba a espantosa velocidad, con todo el trapo al viento, sin un solo rizo en el foque o la vela mayor y con la proa sumida en un mar de espuma. Fue un verdadero milagro que no cambiara de rumbo, pues, como he dicho, Augustus había soltado el timón y yo estaba demasiado agitado para pensar en tomarlo. Por suerte se mantuvo fijo y poco a poco fui recobrando algo de mi presencia de ánimo. El viento, sin embargo, arreciaba horrorosamente, y cada vez que nos alzábamos, después de habernos sumido de proa, el oleaje nos tomaba por la bovedilla y nos inundaba. Yo había llegado a un grado tal de entumecimiento que casi no experimentaba sensaciones. Por fin, reuniendo todo el coraje de la desesperación, corrí a la vela mayor y la solté de golpe. Como era de esperar, voló sobre la proa y, al mojarse en el mar, arrancó el palo mayor al ras del puente. Gracias a esto me salvé de una muerte inmediata. Con sólo el foque, el bote siguió corriendo viento en popa, recibiendo una que otra vez una ola en cubierta, pero el peligro de una muerte inminente había pasado. Empuñando el gobernalle, respiré más libremente al pensar que aún nos quedaba una probabilidad de escapar. Augustus seguía inconsciente en el fondo del bote, pero, como corría el riesgo de ahogarse, pues había más de un pie de agua, logré enderezarlo parcialmente, pasándole una soga por la cintura y amarrándola a una armella en el puente del tumbadillo. Y así, después de hacer todo lo que podía en el estado de agitación y el frío que me dominaban, encomendé mi alma a Dios y me resolví a sobrellevar con la mayor fortaleza posible todo lo que me ocurriera.
Apenas me había formulado esta resolución cuando, repentinamente, un agudo y prolongado alarido, un ulular como nacido de la garganta de mil demonios, pareció invadir el aire que rodeaba el bote. Jamás, mientras viva, olvidaré el espanto que sentí en aquel momento. Mis cabellos se erizaron, la sangre se congeló en mis venas y mi corazón cesó de latir; y así, sin haber alzado los ojos para descubrir la fuente de mi terror, caí cuan largo era, desmayado, junto al cuerpo de mi compañero.
Al despertar me encontré en la cabina de un gran ballenero (el Penguin) que navegaba hacia Nantucket. Varias personas se inclinaban sobre mí, y Augustus, más pálido que la muerte, me frotaba ansiosamente las manos. Cuando me vio abrir los ojos, sus exclamaciones de gratitud y de júbilo provocaron tanto las risas como las lágrimas de los rústicos marinos que nos rodeaban. Pronto quedó explicado el misterio de nuestra sobrevivencia. Habíamos sido embestidos por el ballenero, que navegaba de frente al viento, avanzando hacia Nantucket con todo el velamen que era posible soltar y que, por consiguiente, se hallaba casi en ángulo recto con nuestro rumbo. Varios marineros vigilaban a proa, pero no vieron nuestro bote hasta que ya era demasiado tarde para impedir el choque; sus gritos de alarma fueron los causantes de mi terrible pavor. Según me dijeron, el pesado ballenero pasó por encima de nuestro pequeño bote con la misma facilidad que si éste hubiera sido una pluma y sin que su avance se viera obstaculizado en lo más mínimo. No se oyó ningún grito desde la cubierta del bote; sólo hubo un ligero roce, que se escuchó mezclado con el rugir del viento y del agua, cuando la frágil embarcación, antes de quedar sumergida, rozó por un momento la quilla del ballenero —y eso fue todo—. Suponiendo que nuestro bote (que, como se recordará, estaba desmantelado) era un simple casco abandonado por inútil, el capitán (E. T. V. Block, de New London) decidió continuar su ruta sin preocuparse más del asunto. Afortunadamente, dos de los vigías insistieron en afirmar que habían visto a alguien junto al timón del bote y hablaron de la posibilidad de un salvamento. Siguió una discusión en la que Block perdió la paciencia y manifestó que «no estaba para vigilar botes abandonados, que el ballenero no cambiaría de rumbo por semejante tontería, y que si había un hombre en peligro nadie tenía la culpa sino él, por lo cual podía ahogarse y condenarse»; tales o parecidas fueron sus palabras. Henderson, el piloto, se alzó entonces justamente indignado ante palabras que revelaban tan abominable falta de humanidad, y toda la tripulación se puso de su lado. Al verse apoyado por sus hombres, declaró llanamente que el capitán era digno de la horca, y que por su parte desobedecería sus órdenes aunque al desembarcar le costara la vida. Echó a andar a popa, apartando a Block, que se puso muy pálido pero no dijo nada, y, luego de empuñar el timón, ordenó con voz firme: «¡Todo a sotavento!». Los hombres corrieron a sus puestos y el buque viró a bordo. Todo esto había llevado unos cinco minutos, y parecía más allá de toda posibilidad que alguien hubiera sobrevivido al siniestro —suponiendo, además, que hubiese alguien a bordo—. Sin embargo, como lo ha visto el lector, Augustus y yo fuimos rescatados, y nuestra salvación se debió a una doble y casi inconcebible circunstancia afortunada que los sensatos y los piadosos atribuyen a la especial intervención de la providencia.
Mientras el ballenero se mantenía entre dos rumbos, el piloto mandó arriar el botequín y saltó a bordo con los dos hombres —según creo— que habían afirmado haberme visto en el timón. Acababan de abandonar el socaire del barco, iluminados por la brillante luna, cuando aquél hizo un prolongado y amplio rolido a barlovento, y en ese mismo instante, enderezándose en el bote, Henderson gritó a los dos hombres que remaban de vuelta. Sin agregar otra cosa, repitió impacientemente: «¡Atrás, atrás!», y los hombres cumplieron la orden con toda la rapidez posible; pero, entretanto, el buque había virado de lleno y ganaba velocidad, a pesar de que a bordo se hacían los mayores esfuerzos para cargar las velas. No obstante el peligro que corría, el piloto se colgó de un cabo tan pronto estuvo a su alcance. Otro pesado golpe de mar puso en descubierto el lado de sotavento del ballenero, hasta la quilla, y entonces pudo verse la causa de la ansiedad del piloto. Un cuerpo humano aparecía sujeto de la más extraña manera al pulido y brillante fondo (pues el Penguin estaba forrado y remachado de cobre), golpeando violentamente a cada movimiento del casco. Después de varios infructuosos esfuerzos efectuados durante los rolidos del barco, y a riesgo de hacer zozobrar el bote, fui arrancado finalmente de mi peligrosa posición y subido a bordo —pues aquel cuerpo era el mío—. Resultó que una de las cabillas de las cuadernas del bote había penetrado en el forro de cobre, deteniendo mi avance cuando pasaba por debajo del casco, y sujetándome de manera tan extraordinaria. La cabeza de la cabilla había perforado el cuello de la chaqueta de bayeta verde que tenía puesta, penetrándome en la nuca entre dos tendones, justamente debajo de la oreja derecha. Me llevaron inmediatamente a la cama, aunque no daba la menor señal de vida. A bordo no había médico, pero el capitán me dedicó los mayores cuidados, supongo que con la intención de reivindicarse a ojos de su tripulación después de su monstruosa conducta de momentos antes.
Entretanto, Henderson se había alejado nuevamente del ballenero, aunque el viento soplaba en forma huracanada. Apenas llevaba unos minutos en el mar cuando dio con un pedazo de nuestro bote, y un momento después uno de los remeros afirmó que había oído un grito de socorro que se repetía a intervalos entre el fragor de la tempestad. Esto indujo a los valientes marinos a continuar su búsqueda por más de media hora, aunque el capitán Block no cesaba de hacerles señales para que retornaran, y el frágil bote corría el más terrible de los peligros en aquel mar embravecido. Casi imposible es concebir cómo el pequeño botequín en que se hallaban pudo escapar al desastre. Pero había sido construido para los usos propios de un ballenero, y creo no equivocarme al suponer que estaba equipado con compartimentos de aire, a la manera de los botes salvavidas que se usan en la costa de Gales.
Después de buscar en vano durante el tiempo señalado, los hombres decidieron retornar al navío. Apenas habían resuelto esto cuando un débil llamado se alzó desde una masa negra que pasaba rápidamente al lado. La persiguieron y no tardaron en darle alcance. Era el puente del tumbadillo del Ariel. Augustus luchaba en el agua, cerca de él, aparentemente moribundo. Al subirlo al bote se vio que estaba atado con una soga al maderamen flotante. Como se recordará, yo mismo le había pasado la soga por la cintura, sujetándola a una armella, a fin de mantenerlo erguido; por lo visto, esto le había salvado su vida. El Ariel poseía una estructura livianísima y, como es natural, la colisión lo hizo pedazos; es de suponer que el puente del tumbadillo fue desprendido de las cuadernas principales por la fuerza del agua al penetrar en él, y que subió a la superficie (sin duda con otras partes) llevando consigo a Augustus, que escapó así a una terrible muerte.
Pasó más de una hora después de ser trasladado a bordo del Penguin sin que pudiera decir nada o comprendiera la naturaleza del accidente que nos había ocurrido. Por fin se recobró del todo y explicó en detalle las sensaciones que había experimentado mientras estaba en el mar. En el momento de recobrar parcialmente los sentidos se había hallado bajo el agua, girando en un torbellino de increíble velocidad, con una soga que le daba dos o tres apretadas vueltas al cuello. Un segundo más tarde se sintió remontar a la superficie, pero entonces su cabeza golpeó violentamente contra algo duro y perdió de nuevo el sentido. Al recobrarse se halló en plena posesión de su inteligencia, aunque lleno de confusión y desconcierto. Se daba cuenta de que había ocurrido algún accidente y que se encontraba en el agua; su boca sobresalía de la superficie, permitiéndole respirar con cierta libertad. Es probable que en este momento los restos del puente estuvieran derivando rápidamente por acción del viento, arrastrando a Augustus que flotaba de espaldas. De haber podido mantener largo tiempo esa posición hubiera sido casi imposible que se ahogara, sobre todo cuando un golpe de mar lo proyectó hacia adelante, haciéndolo quedar cruzado sobre el puente. Luchó por mantenerse allí, gritando de tiempo en tiempo en demanda de socorro. Un momento antes de ser descubierto por Mr. Henderson se había visto obligado a aflojar las manos, vencido por la fatiga, y al caer otra vez al mar se consideró perdido. Durante todo el tiempo que duró su lucha en la mar no recordó para nada el Ariel ni todo lo que se relacionaba con él desastre acaecido. Un vago sentimiento de terror había tomado posesión de sus facultades. Al ser izado a bordo perdió por completo el sentido y, como he dicho, se requirió más de una hora para que se diera clara cuenta de su situación.
Por lo que a mí se refiere, resucité de algo que mucho se parecía a la muerte, después de habérseme aplicado diversos remedios durante tres horas y media, y gracias a vigorosas fricciones con franelas empapadas en aceite caliente —procedimiento que había sugerido Augustus—. Aunque la herida en la nuca tenía una fea apariencia, resultó superficial y pronto me recobré por completo.
El Penguin entró a puerto a las nueve de la mañana, después de capear uno de los vientos más recios jamás observados en Nantucket. Augustus y yo nos arreglamos para presentamos ante Mr. Barnard a tiempo para el desayuno, que afortunadamente se servía tarde a causa de la fiesta de la noche anterior. Supongo que en la mesa todos estaban demasiado fatigados para advertir nuestro agotamiento; de habernos mirado mejor se hubieran dado cuenta con toda seguridad. Pero los muchachos son capaces de maravillas en el arte del engaño, y estoy segurísimo de que ninguno de nuestros amigos de Nantucket sospechó que la terrible historia que contaban algunos marineros en el pueblo, o sea, que habían chocado con un barco en alta mar y que treinta o cuarenta pobres diablos se habían abogado, tenía algo que ver con el Ariel, mi compañero y yo. Desde aquel día comentamos muchas veces lo ocurrido, pero jamás lo hicimos sin estremecernos. En una de nuestras charlas Augustus me confesó francamente que en su vida había sentido una sensación tan terrible de espanto como cuando descubrió, a bordo de nuestro bote, que estaba borracho perdido y que empezaba a perder el sentido bajo el efecto del alcohol.
Aun en los hechos más simples es imposible deducir nada con plena certidumbre, aunque se trate solamente de un pro o un contra. Podría suponerse que una catástrofe como la que he relatado debía enfriar mi incipiente pasión por los viajes marítimos. Pero, muy al contrario, nunca sentí deseo más ardiente de lanzarme a las extrañas aventuras propias de un navegante que una semana después de nuestra milagrosa salvación. Bastó tan breve período para borrar todas las sombras de mi memoria y llenar de vivos y excitantes colores los detalles pintorescos del peligroso accidente. Mis conversaciones con Augustus se hicieron más y más frecuentes, y cada vez tenían para mí mayor interés. Mi amigo relataba sus aventuras marinas (de las cuales creo hoy que buena parte no eran más que invenciones puras) de manera tal que coincidían exactamente con mi temperamento lleno de entusiasmo y mi imaginación exacerbada, aunque un tanto melancólica. Es extraño, en efecto, que mi mayor atracción por la vida de los marinos se derivara de aquellos relatos en que Augustus describía terribles momentos de sufrimiento y desesperación. Poco me interesaba el lado brillante de sus relatos. Mis visiones eran siempre de naufragio y hambre, de muerte o cautiverio entre pueblos bárbaros, algún islote gris y desolado, perdido en un océano infranqueable y desconocido. Semejantes visiones y deseos —pues llegaban a ser deseos— son propios, según se me ha asegurado, de esa numerosa especie humana constituida por los melancólicos; pero en la época de que hablo sólo los consideraba atisbos proféticos de un destino que en cierta medida me sentía obligado a cumplir. Por su parte, Augustus coincidía plenamente con mi manera de ser. Es muy probable que nuestra íntima amistad hubiera producido entre nosotros un intercambio parcial de caracteres.
Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel, la firma de Lloyd y Vredenburgh (casa vinculada en cierto modo con los señores Enderby, creo que de Liverpool) se ocupaba de reparar y aparejar el bergantín Grampus