Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros - Damián Quintero - E-Book

Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros E-Book

Damián Quintero

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Beschreibung

EL KARATE ESTÁ EN PELIGRO. DANI Y SUS COMPAÑEROS SON LOS CAMPEONES Y TIENEN UNA ARRIESGADA MISIÓN EN JAPÓN. ¿LOGRARÁN SU OBJETIVO? Dani Quiroga es campeón de karate de su comunidad y junto a otros niños y niñas representarán a su país en el campeonato internacional en Japón. Quince días con amigos y sin padres en un país desconocido suena muy atractivo. Al menos hasta que surgen las diferencias entre ellos. O hasta que descubren que ninguno está allí por casualidad. Han sido seleccionados para una dificilísima misión: de ellos dependerá que el deporte que aman no desaparezca para siempre.

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Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice

Portada

Créditos

Capitulo 1

Capitulo 2

Capitulo 3

Capitulo 4

Capitulo 5

Capitulo 6

Capitulo 7

Capitulo 8

Capitulo 9

Capitulo 10

Capitulo 11

Capitulo 12

Capitulo 13

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A., 2022

Avenida de Burgos, 8B. Planta 18

28036 Madrid

harpercollinsiberica.com

© del texto: Damián Quintero, 2022

© Idea y desarrollo editorial: Emma Lira, 2022 © de las ilustraciones: Anna Franquesa, 2022 © de la fotografía: José María Rodríguez, 2022 © 2022, HarperCollins Ibérica, S. A.

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica Maquetación: Comando G

ISBN: 978-84-18774-31-7

Depósito legal: M-3083-2022

Impreso en España por: BLACK PRINT

Composición digital: www.acatia.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com —Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

CAPITULO 1

«Vengo hacia ti con las manos vacías. No tengo armas, pero si soy obligado a defenderme, a defender mis principios o mi honor, si es cuestión de vida o muerte, de derecho o de injusticia, entonces aquí están mis armas: las manos vacías.»

BUBISHI

Dani se sentó en el suelo frente al tatami, apoyado contra la pared. Aún tenía la respiración agitada tras su demostración y sentía un hilito de sudor bajándole por la espalda. Bebió agua. Había finalizado su turno en la competición de karate para la que llevaba meses preparándose, ahora solo tenía que esperar el final del campeonato y la puntuación. Estaba nervioso, claro. Buscó con la mirada a su maestro, su sensei, y lo encontró mirándole con una sonrisa de satisfacción. Solo entonces estuvo seguro de que lo había hecho bien. Yago, su maestro, era incapaz de disimular.

Sus compañeros esperaban junto a él. Hugo le sonrió y alzó el pulgar. Fue el único. Todos se llevaban bien, aunque desafortunadamente quien ganara en estos katas tenía muchas posibilidades de ser seleccionado para asistir en Japón al campeonato de karate con el que soñaban. Por supuesto, siempre querían ganar, pero, pese al compañerismo que les había tocado aprender (a veces un poco a la fuerza) y a las reglas de cortesía del karate, todos sabían que, en aquella ocasión más que nunca, la victoria significaría una oportunidad única.

«Bueno, en eso consiste competir, ¿no? —se dijo Dani a sí mismo—. Uno gana y el resto pierde. Y tienes que estar preparado para las dos posibilidades, sobre todo para aprender cuando pierdes, como dice mi sensei.»

La verdad es que él no sabía si estaba preparado. Ni para lo uno ni para lo otro. Tenía once años y llevaba cinco practicando karate, cada día con mayor vocación, con mayor entrega. El deporte cada vez le exigía un poco más. Tenía que renunciar a otras extraescolares que también le gustaban porque los horarios no cuadraban; se perdía algún partido de fútbol con los amigos porque tenía que ir a entrenar; incluso había tenido que sacrificar el cumpleaños de algún compañero de clase, que era lo peor de todo. Sin olvidar que perdía tiempo de estudio. Su padre le decía que si no sabía organizarse los tiempos, tendría que abandonarlo. Pero solo pensar en dejarlo, pese a la dureza de algunos entrenamientos y al agotamiento con el que llegaba a casa, le ponía un nudo en la garganta y en el estómago. Y lo peor: si no le quedaba otra que dejar el karate, no sabía con qué iba a llenar su vida.

Se rio de su propio pensamiento. Su hermana Rebeca siempre le decía que era un maridramas. La buscó en las gradas y la encontró, saludándole feliz, sentada junto a sus padres. Era dos años mayor que él. Ahora se llevaban muy bien, pero de pequeños vivían en una pelea constante. Él le sonrió, sin grandes aspavientos. Yago siempre les recordaba que un karateca debía ser explosivo en el tatami y contenido fuera de él. Dani no sabía muy bien qué significaba aquello, pero le encantaba actuar siguiendo unas reglas que el resto del mundo desconocía, como si formara parte de un escuadrón de elegidos.

Tenía cinco años la primera vez que su madre lo había llevado de la mano al centro de karate del barrio. Su madre no era exactamente una apasionada de las artes marciales, tampoco es que fuera una enamorada de los valores del mundo oriental. Lo que sí necesitaba era hacer algo con la hiperactividad de su hijo pequeño: se le escapaba de la mano al cruzar la carretera, se subía a todos los árboles que encontraba o mataba el tiempo en la cola del supermercado haciendo volteretas entre los lineales. Alguien le había aconsejado que una actividad que combinara la práctica deportiva con la disciplina era perfecta para niños «como él». Dani recordaba perfectamente que, pese a tener tan solo cinco años, se había preguntado qué significaba aquel «como él».

Al asomarse al gimnasio —luego Dani sabría que la palabra correcta para referirse al centro era dojo—, le había fascinado ese mundo de soldados minúsculos descalzos y vestidos de blanco que se movían al compás, como piezas de un juego. No tenía aún la edad que se requería para practicarlo, seis años, pero quien sí se apuntó fue su hermana Rebeca, atraída como él por aquel escenario de videojuego.

—NO ES JUSTO —había gritado Dani, indignado.

—La vida no siempre es justa, hijo. Ve acostumbrándote.

—¡Es el peor día de mi vida!

—¿Ves como eres un maridramas? —intervino su hermana.

Dani recordaba que había llorado con amargura ante lo que consideraba una injusticia, pero no hubo nada que hacer. Las lágrimas no habían conmovido a Yago, el maestro, que se había mostrado inflexible: «Si sigue deseándolo con este entusiasmo dentro de un año, tráemelo», había dicho. Y le cerró la puerta de aquel mundo en las narices.

Durante prácticamente un año.

Hasta donde podía remontarse en su infancia, aquello había sido lo primero que había deseado. Bueno, quizá después de la llegada de los Reyes Magos. Y no podía olvidarse del karate, porque Rebeca, que tenía ocho años, iba dos veces por semana, con su bolsa de deporte y aquel fascinante traje blanco.

Dani acompañaba a su madre para llevar y recoger a su hermana todos los martes y jueves, y, durante todo aquel tiempo, estuvo contando hacia atrás los días que faltaban para su cumpleaños. Esa fue la primera vez que usó un calendario, el de la cocina, y cada día que tachaba le provocaba una gran satisfacción. A veces se le olvidaba, cierto, y entonces la alegría era mayor, porque podía tachar varios días con un solo borrón y le parecía que el tiempo pasaba más deprisa.

—Dani, ¿cómo vas?

Yago le puso una mano en el hombro, interrumpiendo sus pensamientos. A Dani casi le sorprendió encontrarse en el pabellón en lugar de en el dojo de su infancia.

—Bien.

—¿Nervioso?

Se encogió de hombros.

—Como todos, supongo.

—Lo has hecho genial, Dani. De verdad. Estoy muy orgulloso de ti.

Yago le guiñó un ojo y se acercó a una de sus compañeras para susurrarle algo que él ya no oyó. Dani se preguntó si le diría lo mismo que a él; si sus palabras eran sinceras o simplemente trataba de animarlos a todos por igual. Tendría sentido que así fuera, ¿no? Se supone que es lo que debe hacer un buen maestro. «Apoyar a todos en público y reconocer en privado al mejor», les había dicho alguna vez Yago. ¿Sería él? ¿Cómo se nota cuando a uno le consideran el mejor? ¿Puntúan las palmaditas en la espalda?

Dani suspiró. La competición seguía, ahora era el turno de los clasificados de Sevilla, otra de las provincias participantes. Miró los katas con desgana y tuvo que reconocer que lo hacían bien. Bastante bien, incluso. Cerró los ojos para no dejarse ganar por el nerviosismo y regresó de nuevo a su infancia: al día en que por fin había podido entrar en la escuela de karate como alumno. Lo recordó con nostalgia. Tenía tantas expectativas que nada había salido como esperaba. La decepción fue enorme. No había nada mágico allí. No era lo que había esperado. Pese a la bienvenida de Yago y al saludo obligado de sus compañeros, observó las risitas y las miradas cómplices entre ellos.

—Hola, Rebeca —le dijo un niño de unos ocho o nueve años en tono de burla—. Estás muy guapa...

—Adrián, cállate —le regañó el maestro.

Dani no supo muy bien qué estaba pasando hasta que vio que, en la pechera de su karategi, el nombre de su hermana destacaba en letras de color rosa fosforito. RE-BE-CA, deletreó aún con cierta dificultad, pues estaba en primero de primaria y acababa de empezar a leer. No había ninguna manera fácil de convertir eso en DA-NIEL. Sintió una vergüenza y un enfado gigantescos. ¿De verdad su madre le había llevado a su primera clase con un traje de su hermana? ¿Con letras rosas?

—No sabíamos que tenías una gemela, Rebe —apuntó uno de los niños.

—Escuchimizada, además… —añadió otro.

—Todo el mundo con sus rutinas de calentamiento —zanjó el maestro—. Al que oiga hablar lo pongo a hacer cien flexiones.

—Eso no es justo, profe.

—¿Qué profe ni profa? Soy tu sensei. ¡Doscientas!

Dani sabía que era delgadito. Se colocó el flequillo oscuro hasta que le tapó los ojos, como si se ocultara tras una cortina. Solo quería desaparecer. Tragó saliva y trató de imitar a los demás. Buscó la mirada de su hermana, pero esta le sacó la lengua y supo que estaba solo. Rebeca no estaba dispuesta a convertirse en la niñera de su hermano, quizá ni siquiera a admitir que lo era. Se vio muy bajito, muy delgado y muy lento frente a los demás.

Cuando acabó el calentamiento, fue aún peor. Le daba la impresión de que el suelo estaba helado y las maniobras de sus compañeros le parecieron un poco más reales de lo que había supuesto; de las que te hacen daño si te alcanzan, vaya. Le hubiera gustado darse media vuelta, pero sabía que su madre, liberada de los dos, había quedado a tomar un café con sus amigas, en lugar de esperarlos fuera. Se había empeñado tanto en ir que nadie, ni siquiera él mismo, había previsto que pudiera haber una marcha atrás. Se obligó a resistir. Incluso cuando Rebe hizo un par de movimientos rapidísimos que le hicieron caer de manera vergonzosa en el tatami. Incluso cuando uno de los mayores se le sentó encima del pecho sin dejarle respirar y prohibiéndole chivarse. Se obligó porque tenía que ser más fuerte que ellos.

El problema: que no era fácil.

Había cumplido seis años, sí, pero seguía siendo, como mínimo, dos años más pequeño que los más pequeños de la clase. Y, además, el único nuevo. Ya se había enfrentado a aburridos ejercicios de calentamiento cuya utilidad no comprendía y se había tragado una charla sobre karate de la que no había entendido gran cosa. La verdad es que aquel primer día, ninguneado por su propia hermana y humillado por el resto de los niños, el venerable espíritu del karate del que les hablaba su maestro había brillado por su ausencia. Dani no sabía muy bien qué significaba «venerable», pero le sonaba a algo bueno y antiguo, casi sagrado. Y no veía nada de eso allí, en aquel lugar que el maestro llamaba dojo, como si fuese un lugar especial, en vez de un sótano reconvertido en gimnasio.

Aquella tarde esperó pacientemente hasta que en el reloj grande de la pared vio las agujas alinearse en la posición correcta. Entonces, cinco minutos antes del final de la clase pidió permiso para ir al baño. Por supuesto aquello provocó las risas de los demás, los comentarios de «bebé» y los cacareos llamándole gallina; daba igual, él había conseguido lo que quería: ir al vestuario solo.

Allí, frente al espejo se quitó el traje, se restregó el pecho, como si el nombre de su hermana se le hubiese quedado pegado en la piel, y lo tiró al suelo con rabia en un solo movimiento. Respiró hondo. Dio un grito y, descalzo como estaba, por pura rabia y frustración le encajó tres patadas a la pata del banco de madera. Vio las estrellas, pero no soltó ni un quejido. Contuvo las lágrimas. Dolía, vale, pero más le dolía aquella sensación de no encajar, de haber deseado algo que de repente se había desvanecido. Resopló y saltó sobre el otro pie, esperando a que el dolor desapareciera. Luego, con un giro y junto a un nuevo grito de ira, lanzó un puñetazo contra su imagen en el espejo, frenándose a un centímetro del mismo, antes de romper el cristal y —probablemente— su propia mano. Cuando se miró en la imagen reflejada, encontró los ojos de Yago bastante por encima de su cabeza. Le miraba muy serio.

Dani imaginó la bronca que le venía encima…

—Estupendo —dijo Yago, admirado—. Entiendo que quieras esconderte para no despertar las envidias de tus compañeros. Utiliza esa rabia y esa precisión en tus movimientos y serás imbatible. Tienes un talento natural para esto.

Dani no sabía lo que era «talento» ni «imbatible», pero prefirió no interrumpir a Yago por si se le acababa el buen rollo y empezaba con la charla.

—Hagamos una cosa. Hoy puedes cambiarte ya —sugirió, agachándose para ponerse a su altura—, pero el resto de los días, mientras todos vienen al vestuario, tú te quedarás diez minutos más conmigo. ¿Te parece?

—Y ¿qué gano con eso? —preguntó él, enfurruñado.

—Practicarás diez minutos más que el resto.

—¿Para qué? Son todos mayores que yo.

—Por eso precisamente. El karate no es fuerza. Es agilidad, paciencia y previsión. Aprenderás a usar sus ventajas a tu favor.

Empezó a sopesarlo.

—Mi hermana se enfadará si tardo.

—Ni se dará cuenta. Pensará que estás cambiándote también.

—Pero los demás se lo dirán.

—Yo me encargo de los demás. Tú procura hacerte cargo de ti mismo. Tienes que concentrarte en cada parte de tu cuerpo —le advirtió Yago—. Y no lo conseguirás si tienes los oídos en comentarios ajenos.

—Es que no sé concentrarme —admitió Dani con sinceridad—. Me cuesta un montón. Mi madre dice que soy un polvorilla. Por eso me ha apuntado a karate.

Yago había sonreído. Por compromiso. Le pasó la mano por la cabeza y le revolvió el pelo, oscuro y desordenado.

—Bueno, pues no la defraudemos.

Y así había empezado todo. Casi cuando estaba dispuesto a que se acabara aquel sueño que le había durado todo un año de espera. Una sexta parte de su vida, pensaba ahora que ya sabía hacer ese tipo de cálculos. Había aprendido, había evolucionado, se había ganado el respeto de sus compañeros. Se había convertido en un pequeño prodigio de precisión y velocidad. Y lo que era aún mejor: Rebe dejó el karate cuando se dio cuenta de que, pese a los dos años de diferencia, ya no conseguía ganarle. No lo había dicho así, claro. Había explicado que quería cultivar la mente en lugar de la fuerza bruta, y se había matriculado en ajedrez. Pero Dani había sonreído en secreto, si su hermana pensaba que el karate tenía que ver con la fuerza bruta, es que no había entendido absolutamente nada. Entonces supo que, como había previsto su maestro, por vez primera, con paciencia y entrenamiento había conseguido cambiar la situación a su favor. Y recordó que había pensado que aquel era el mejor día de su vida.

Más tarde llegaron las competiciones. Primero en la ciudad. Luego en la provincia. Después por toda la Península. Y sus padres se habían convertido en sus mayores fans. Al menos hasta que había empezado la secundaria con asignaturas nuevas y exigentes y con tareas interminables para casa. El día que se le ocurrió decir que no le daba tiempo a estudiar y que en realidad le daba igual, porque él quería dedicarse al karate, su padre se lo planteó muy claro:

—Espero que no estés suponiendo que con once años vas a dejar de ir al colegio —le advirtió serio—. En este país la educación es obligatoria hasta los dieciséis años. Para todos. Incluido tú. Y luego, ya veremos.

—¿No te gustaría que llegara a ser una estrella del karate? —preguntó sorprendido, recurriendo al chantaje.

—Sí, pero serás una estrella del karate con estudios. Por eso el resultado de hoy era tan importante para Dani. Sentía que clasificarse sería una manera perfecta de demostrarle a su padre que su compromiso con el deporte era serio, que no estaba perdiendo el tiempo ni ellos estaban malgastando el dinero, que con la victoria de su lado quizá podría atreverse a pedir que le buscasen un lugar más especializado. Le daba pena pensarlo, pero tenía la sensación de que el dojo del sensei Yago se le estaba quedando ya un poco pequeño.

—Dani, ¿has visto a ese tío? —La voz de Hugo lo sacó de sus pensamientos.

Dani dirigió la mirada hacia donde su amigo le señalaba.

Cerca del tatami, pendiente de los combates y las demostraciones de katas, un hombre permanecía muy serio. No era un juez, no iba vestido como tal. Era oriental, con una pequeña coleta y unos ropajes blancos y amplios que parecían sacados de otro tiempo. Tenía las manos a la espalda y una pose aparentemente relajada, pero su expresión parecía en alerta. Yago estaba hablando con él.

—¿Quién es?

—Ni idea; es la primera vez que lo veo. Parece un samurái. Da la impresión de que pudiera sacar una espada ahora mismo de su espalda.

Dani sonrió ante la apreciación de Hugo. Él tampoco recordaba haberlo visto nunca, aunque en ese mundo se conocían prácticamente todos. Mientras lo observaban, el hombre los miraba a su vez a ellos, como si hubiese podido sentir sus miradas. Los niños desviaron la vista, como si les hubieran pillado haciendo algo en falta.

—Ya han acabado, ya han acabado —susurró nerviosa una de sus compañeras.

Los jueces se retiraron a deliberar. Era el momento decisivo, el que todos esperaban, y se les había hecho larguísimo. Dani trataba de repasar todos sus movimientos en busca de algún error en la ejecución, aunque no era capaz de encontrarlo. Se preguntaba si en realidad no existía o si tenía la poca modestia de no saber verlo. Esperaba con los ojos apretados. No se atrevía a abrirlos. Ni a mirar a sus padres ni a Rebeca, que ahora era también su principal fan. Sentía que se jugaba mucho en aquella puntuación.

—Dani…

Abrió los ojos. Yago estaba junto a él, mirándolo muy serio. Le posó las manos en los hombros.

—Quiero que sepas que, sea cual sea el resultado, ha sido un placer acompañarte en este camino todo este tiempo…

Dani se quedó desconcertado. ¿Por qué Yago le hablaba como si estuviera despidiéndose?

—Para mí también —acertó a balbucear.

—Nuestros caminos se separarán hoy aquí, Dani —le dijo con aire solemne—. Uno tiene que conocer sus propios límites, y tú has avanzado tanto que a mí no me queda ya nada más que enseñarte…

Entonces se oyó el revuelo, los gritos de sorpresa o de decepción por parte de los niños, algunas lágrimas por la tensión. Chicos y chicas de los equipos de todas las provincias se abrazaban. En la grada, el público se había puesto en pie; algunos asentían, algunos negaban con la cabeza; otros parecían cuestionar la decisión de los jueces. Dani buscaba a sus padres, pero habían desaparecido; no estaban por ninguna parte.

—Felicidades, Daniel-san. —Sonrió entonces Yago.

Miró los marcadores y allí estaba. Daniel Quiroga. Su nombre en primera posición. Como en cámara lenta, primero Hugo y luego el resto de sus compañeros se abalanzaron sobre él, y a punto estuvieron de tumbarlo. Agradeció ese gesto de compañerismo pese a su propia decepción.

¿Había ganado? ¿Era el vencedor real? ¿Era el primer clasificado, y, por tanto, el representante de Andalucía? Su hermana irrumpió a la carrera y se lanzó sobre el grupo de niños, que se tambaleó con el nuevo impacto. Estaba feliz. Realmente feliz de verlo a él feliz. Dani sintió un calorcito muy reconfortante en el corazón. Sus padres esperaban aparte, un poco retirados, hablando con Yago mientras lucían una sonrisa enorme. Un periodista con el micrófono de una emisora local se acercó a ellos, y Dani vio a su padre inflarse de orgullo antes de contestar. Su madre parecía más centrada en ver si la zona se despejaba lo suficiente para correr a darle un beso.

El apretado abrazo de los compañeros se deshizo. Quedaban las felicitaciones, las palmaditas en la espalda, la inclinación respetuosa de los jueces y la de sus amigos. Y la sensación de haber superado una etapa. De haber crecido un poco de repente.

—¿Y ahora? —preguntó Daniel un poco abrumado.

—Okinawa. —Sonrió Yago—. La cuna del karate.

—¿En serio? ¡Qué pasada!

Yago le explicó que de los primeros clasificados por provincias en todo el territorio nacional, se habían seleccionado cinco que, tendrían el privilegio de viajar a la isla japonesa en la que nació el karate. Una semana. Con todos los gastos pagados. Sin padres, por supuesto. Cada noticia iba superando a la anterior.

—¿Solos? —preguntó, entusiasmado.

—Bueno, exactamente solos, no —admitió Yago—. Este es Iwao. Irá en todo momento con vosotros.

El samurái apareció ante él como si acabara de materializarse allí mismo. Dani lo miraba fascinado. El hombre tenía el gesto serio y los ojos luminosos. Saludó inclinándose con los brazos a los costados. Aún no había abierto la boca, pero Dani tenía la inexplicable sensación de que, junto a él, iba a emprender un viaje no solo en el espacio, sino también en el tiempo.

Sin duda, ahora sí: era el mejor día de toda su vida.



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