Axis Mundi - Sofía Stigliano - E-Book

Axis Mundi E-Book

Sofía Stigliano

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Beschreibung

En una noche fría de julio, unas cervezas de más y un taxista malhumorado, conducirán a Melián hasta la rejilla que la sumergirá en las entrañas de la Buenos Aires Primera: la ciudad subterránea que sobrevive oculta a los ojos de su homónima de arriba. Un entramado de túneles y pasadizos oscuros que unen poblados en ruinas y llanuras fantasmagóricas, componen la geografía en la que habitan criaturas espeluznantes, seres con extraños poderes y gente común. La Buenos Aires Primera es un lugar hostil y cruel, gobernado por una antigua casa que sostiene su poder mediante la manipulación y el ejercicio de un culto anacrónico. En su desesperado intento por volver a su mundo, Melián se encontrará con un grupo de herejes dispuesto a ayudarla. Juntos, tendrán que hallar un objeto mágico si quieren encontrar la salida. Pero una información repentina cambiará el curso de los acontecimientos, y el destino de Melián, como el de toda la Buenos Aires Primera, se decidirá a los pies del Axis Mundi.

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Seitenzahl: 597

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Sofía StiglianoJuan Stigliano

Axis Mundi

Stigliano, SofíaAxis Mundi / Sofía Stigliano ; Juan Stigliano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6159-6

1. Novelas. I. Stigliano, Juan II. TítuloCDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Diseño de portada: Rodrigo Aman Hernández

Tabla de contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Agradecimientos

A todos aquellos que alguna vez soñaron con vivir una aventura que los arranque de la rutina.

Capítulo 1

Anastasio miró los escalones que se perdían en la oscuridad y maldijo su suerte. Llevaba un buen rato caminando por los túneles. Estaba cansado y hambriento. Tener que presentarse en las recámaras del Aor le resultaba peligroso. Andaba flojo de fe, y si bien era absurdo pensar que el Padre del Culto pudiera notarlo, la situación no dejaba de darle temor. Miró el sobre que traía en la mano derecha, con el que se había cruzado por esos azares malditos del destino, y lo leyó una vez más: «Para Ao Sept, en carácter de urgencia. Información de vital importancia. Entregar en mano». Firmado, el Sucio. Anastasio se llevó el sobre a la nariz y enseguida lo alejó haciendo una mueca de asco. «Podría haberse ahorrado la firma», pensó.

Comenzó a bajar los escalones con sumo cuidado. La humedad tornaba la roca resbaladiza, y la escalera era mucho más larga y empinada de lo que había pensado. En algún lugar, una gota repiqueteaba incesante rompiendo el silencio: plop, plop, plop. En la mano izquierda sostenía un candelabro en el que ardía una vela que amenazaba con extinguirse. Quedarse a oscuras ahí era una idea que no le agradaba en absoluto, pero romperse la crisma de un patinazo por apurarse, lo era menos todavía. Así que continuó bajando despacio, pidiéndole al espíritu del fuego, si tal cosa existía, que sostuviera la llama un rato más.

Cuando llegó frente a la puerta de la recámara se tomó un momento para respirar profundo. Trató de serenarse. «Después de todo es solo una carta», pensó, «¿qué puede salir mal?».

Golpeó la puerta.

—¡Adelante! —se escuchó la voz potente de Ao Sept.

Anastasio abrió la puerta y entró. Cerró la puerta y se quedó de pie frente al Padre del Culto, que lo observaba impertérrito desde su trono de piedra.

—Imagino que es una urgencia la que te trae a mis recámaras sin previo aviso —dijo Ao Sept con sequedad.

—Sin duda, señor, debe tratarse de una urgencia —repuso Anastasio. Le enseñó la carta y, con cautela, se arrimó para entregársela—. La encontré de casualidad, en uno de los tubos de correo, cerca de la biblioteca. Está firmada por el Sucio.

Ao Sept tomó la carta.

—Veamos de qué se trata —dijo.

Mientras el Padre del Culto leía, Anastasio recorrió con la vista la recámara: era un espacio cuadrado, todo de piedra lisa, sin más que un sillar en el centro del recinto, tallado en la misma roca del piso, como si hubiera crecido directamente del suelo; y un pozo, a un costado de la entrada, de no más de un metro de diámetro y del que se desconocía la profundidad y, en especial, la utilidad que Ao Sept le daba. Eso era todo. La luz, escasa y siempre trémula, provenía de dos cirios que se hallaban en unos pequeños nichos a los costados del sillar. A Anastasio le hubiera gustado tener tiempo a solas en esa recámara, y comprobar si todo lo que había leído alguna vez sobre ese sitio era cierto.

—Bueno, bueno —rompió el silencio Ao Sept. Tenía la cara contraída en una mueca de preocupación. Dejó la carta sobre su regazo y miró con ojos encendidos al hombre que tenía enfrente. Anastasio bajó la mirada y tragó saliva—. Una vez más, la Buenos Aires Segunda amenaza con destruirnos —continuó—. Salvo que esta vez, lo que quieren destruir, es precisamente lo que nos ha mantenido unidos por siempre.

Anastasio volvió a alzar la vista, sin poder disimular su desconcierto.

—Así es, mi Telurista fiel —dijo el Padre del Culto—, el Sucio me da aviso en esta carta, de que la Buenos Aires Segunda se propone construir una nueva línea de subterráneo, y que el recorrido de esa línea va a pasar, con maliciosa exactitud, sobre nuestro Axis Mundi.

Anastasio no supo qué responder. Sabía que tenía que decir algo o el silencio sería mal interpretado. Así que disparó lo primero que se le ocurrió:

—¡No! ¡No podemos permitir que se metan con nuestra piedra fundamental!

—Exactamente, como tu emoción clama —dijo Ao Sept, satisfecho—. No podemos permitir que esto suceda, no podemos permitir que se metan con lo más sagrado que tenemos. Siempre he dicho que la Buenos Aires Segunda quiere eliminarnos. Nos hemos visto obligados a modificar nuestro hábitat de maneras radicales. Nos han dividido, nos han encerrado cada vez más con sus malditos subterráneos. Nos han humillado, hemos perdido territorios preciados. —Ao Sept hizo una pausa—. Aún recuerdo con nostalgia mi antigua morada —continuó—, la que tuve que abandonar para no quedar escindido del Ojo y, por supuesto, de nuestro Axis Mundi. —Miró a su interlocutor a los ojos—. Entiendo, por tu anterior exclamación, y por la expresión que ahora se trasluce en tu rostro, que sos plenamente consciente de la gravedad de la situación.

—Lo soy, señor —repuso Anastasio nervioso.

—Y entiendo… que estás dispuesto a hacer lo que sea necesario para evitar esta calamidad.

—Lo estoy, señor —dijo ahora asustado.

—¿Cuento con tu compromiso, entonces?

—Cuenta con mi pleno compromiso, señor.

—Bien, no esperaba menos de vos. Voy a encargarte dos tareas muy importantes. La primera es que filtres la información de la futura línea de subterráneo y lo que esta línea destruirá en su trayecto. Pero necesito que la noticia viaje como un rumor, que se mueva de boca a oído, veloz, de una punta a la otra de nuestra ciudad.

—Pero, señor —lo interrumpió Anastasio casi temblando—, dada la magnitud del acontecimiento, ¿no sería mejor que la noticia se dé de forma oficial, en una… asamblea, por ejemplo?

—Hace años que no convocamos una asamblea, sería una gran pérdida de tiempo —replicó Ao Sept—. Los rumores viajan más rápido, y llegan a todos los rincones y a todos los oídos. Llegan incluso a sitios en los que no entra casi el aire, menos aún las noticias, aunque sean oficiales. Necesito que toda la Buenos Aires Primera se entere de lo que está por acontecer. Creo que sabrás con quién hablar para que el rumor se esparza rápidamente, ¿no?

—Sí, señor.

—Bien. Lo segundo que voy a pedirte es que encuentres a los Obreros y los traigas ante mí.

—¿Dijo a los… Obreros, señor?

Ao Sept lo miró divertido. Era evidente que disfrutaba con el desconcierto de su interlocutor.

—Sí, dije a los Obreros. ¿Qué pasa Bibliotecario, tanto tiempo de encierro te atrofió la audición?

—Pero… nadie sabe dónde encontrarlos, señor.

—Hay alguien que sabe muy bien dónde encontrarlos —repuso Ao Sept—, pero primero debes encontrarlo a él. Y cuando lo hagas, va a pedirte un precio alto por la información. De más está decir que le pagues lo que te pida.

—¿De quién estamos hablando, señor? —preguntó Anastasio mientras comenzaba a maldecir su suerte otra vez.

—De Pierna de Metal.

—¿El Chatarrero?

—El mismo.

—Pero ese hombre es un estafador, además de un mentiroso, ¿cómo podré confiar en su palabra?

—Va a querer saber quién pregunta, posiblemente va a querer saber mucho más, contale todo lo que quiera saber, no va a mentirte, no en esta oportunidad. Y si se atreve a hacerlo, rendirá cuentas ante mí.

A Anastasio le hubiera gustado preguntarle cómo mierda sabía que el Chatarrero tenía esa información. Pero se limitó a asentir en silencio. Después de todo, ese no era su problema, y cuanto antes saliera de ahí, mejor.

—Bien, ya tenés tus órdenes —dijo Ao Sept.

—Así es, señor, y voy a cumplirlas. —Anastasio hizo una reverencia con la cabeza, y dio media vuelta, decidido a abandonar el sitio.

—¿A dónde vas? —lo detuvo Ao Sept.

Anastasio giró sobre sus talones, nervioso.

—Las tradiciones son las que mantienen nuestra identidad —dijo el Padre del Culto mirándolo con seriedad—. Y en momentos como estos, mantener nuestra identidad lo es todo. ¿Comprendés?

Anastasio asintió, aunque no tenía idea de a qué se refería el Padre del Culto por tradiciones.

—Vamos a testificar —dijo Ao Sept.

Anastasio tragó saliva.

Ao Sept tomó la carta que descansaba sobre su regazo y se puso de pie. Dejó la carta sobre el sillar y se estiró. Era bastante más alto que Anastasio, y el doble de grueso. Anastasio dejó el candelabro con la vela en el suelo, le temblaban tanto las manos que casi ahoga la llama con la cera. Se incorporó y se situó frente a Ao Sept, a no más de un metro de distancia. Se quedaron en silencio, mirándose a los ojos, hasta que Ao Sept hizo un gesto con la cabeza. Entonces, ambos hombres tomaron con su mano izquierda los faldones de sus túnicas, y las levantaron hasta que sus virilidades quedaron expuestas. Anastasio no pudo evitar mirar el miembro de Ao Sept: era increíblemente pequeño, casi diminuto, como el pene de un niño. Pero en contraposición, tenía los testículos inmensos, gruesos y peludos, y le llegaban casi hasta las rodillas. Ao Sept enseñó la palma de su mano derecha, Anastasio hizo lo mismo. Después, el Padre del Culto se tomó con ella los testículos, y Anastasio lo imitó.

—¡Yo soy testigo! —dijo enérgico Ao Sept.

—Yo soy testigo —repitió sin tanta energía Anastasio.

Entonces, se soltaron las bolas, dejaron caer sus túnicas, y se estrecharon la mano derecha. Anastasio sintió que Ao Sept iba a romperle los dedos de tanto que se los apretaba.

—Cumplí tus tareas —dijo sin soltarle la mano y mirándolo con fijeza.

—Lo haré, señor. Lo haré.

Ao Sept lo soltó, y le indicó con la cabeza que podía marcharse. Anastasio recogió el candelabro, hizo una reverencia, y salió del recinto. Ao Sept se quedó un momento de pie, en silencio, escuchando cómo se alejaban los pasos por la escalera. Después volvió a sentarse en su trono de piedra. «Nada mejor que el miedo a una amenaza externa para mantener al rebaño obediente a su fe», pensó.

Estaba pisando el sexto escalón cuando la llama de la vela se estiró de golpe. «No, no, no», suplicó Anastasio; pero sus súplicas fueron en vano. La llama se hizo larga primero, y después se encogió hasta desaparecer. «Me cago en la cera del río y en todos sus hacedores», murmuró. Quedó sumido en la más densa oscuridad, y a mucho menos de la mitad del recorrido. Eran veintiséis escalones, los había contado al bajar.

Cuando por fin llegó arriba, tenía la sensación de haber estado un día entero trepando esa maldita escalera. Miró el candelabro con los restos de la vela y tuvo ganas de arrojárselo por la cabeza a alguien. Por suerte no había nadie cerca. No es que arriba estuviera mucho más iluminado, en sí los túneles eran lugares oscuros y fríos, pero siempre se vislumbraba una luz en algún sitio que permitía a los ojos adaptarse a la oscuridad y poder manejarse con normalidad. Aunque era notable cómo había decaído la iluminación de la ciudad con la muerte del último integrante de la Casa de los Luminarios.

Estaba relativamente cerca del primer y segundo Albañal. Cualquiera de sus habitantes sería un excelente portavoz, esparciría la noticia a la velocidad con que fluía el agua de las cloacas. Enfiló entonces hacia la derecha, hacia los desagües. Odiaba ir hacia allí, cualquier persona sensata odiaría ir a ese sitio. Sin embargo, los Albañales eran un sitio de lo más concurrido. Esto significaba dos cosas, que en ese lugar podía encontrarse todo tipo de seres; y que la Buenos Aires Primera estaba repleta de insensatos.

Supo que se acercaba al primer Albañal por la pestilencia. El primer choque con el hedor que flotaba en el aire era el peor. Anastasio sintió que la fetidez se le colaba por las fosas nasales y le escarbaba el cerebro hasta marearlo. Se tapó la boca y nariz con la palma de la mano y, aun así, sintió la náusea subir de su estómago hasta la garganta. Se quedó quieto un momento, respirando muy despacio para no vomitar. Cuando se sintió un poco mejor, continuó adentrándose en las cloacas. Estaba decidido a hablar con el primer habitante que se cruzara y marcharse. Para su fatalidad, en el primer Albañal no se encontró con nadie, le pareció de lo más raro, pero no estaba como para detenerse a pensar mucho. Siguió caminando, siempre con una mano tapándose la nariz y la boca. Y al entrar al segundo desagüe, se encontró con las primeras personas.

La Gente de los Albañales era muy particular, vivía de lo que otros descartaban, se alimentaban y se vestían con los desperdicios que pescaban en los canales de desagüe. Era gente menuda y simpática, que siempre sonreía (aunque la gran mayoría de ellos no tuviese dientes), eran muy propensos a la charla y a compartir sus posesiones. Podían ofrecerte una porquería como si de un valiosísimo tesoro se tratase. Para el ojo inexperto, era casi imposible distinguir sus géneros, todos eran muy parecidos, incluso en sus voces y modales. Eran personas amables y pacíficas, quizá de la gente con mejor talante de toda la Buenos Aires Primera; y lo más importante, amaban los rumores, y se encontraban en todos los Albañales que, como una inmensa telaraña, se esparcían por toda la ciudad.

Eran cuatro, estaban sentados en círculo mientras conversaban y comían. Cuando vieron aparecer a Anastasio, se incorporaron de un salto y lo saludaron con una reverencia.

—Tenga usted muy buenos días, señor —dijo una de las personas—. Puede unirse a nuestra mesa y compartir nuestra comida. Hay para todos.

Y enseguida comenzaron a ofrecerle lo que fuera que se estuviesen llevando a la boca: una sustancia gris y de consistencia chirlosa que se les escurría entre los dedos.

Anastasio sintió que el estómago se le contraía, y un regusto a bilis le subió por la garganta.

—Muchas gracias, pero no es necesario —dijo en cuanto pudo hablar—. Por favor, continúen con su… comida.

—Usted se lo pierde —dijo uno de ellos mientras recogía del suelo un pedazo que se le había caído—, manjares como estos no se comen todos los días.

—Imagino que no —dijo Anastasio sacándose la mano de la boca e intentando ser amable—, tiene muy buen aspecto.

—¿Seguro que no quiere? —insistió otro—, Hay para todos, eh.

—No, no, está bien, gracias, comí recientemente.

—¿Anda buscando algo? —dijo un tercero.

—¿O a alguien? —acotó el que no había hablado hasta ahora.

—Bueno…, sí, en realidad estaba buscando a…

—Espere un momento —lo interrumpió una de las personas—, yo lo conozco —hizo una pausa y miró a sus compañeros—. Usted es… Anastasio, ¿verdad?, ¿el Bibliotecario?

—El mismo —respondió Anastasio sorprendido. Sabía que la Gente de los Albañales era chusma, pero no sabía que además fueran memoriosos. Mejor, tanto mejor.

—Yo soy Bonifacio. ¡Mucho gusto! —dijo el hombre haciendo una reverencia—. Están conmigo Balbina, mi mujer; Buenaventura, mi hijo, y Bartola, mi hija. ¿En qué lo podemos ayudar, don Anastasio?

—Bueno, estoy buscando a Pierna de Metal, ¿lo han visto?

—¿Al Chatarrero? A ese sí que no lo hemos visto en mucho tiempo. Corren ciertos rumores de que pasó a mejor vida, un ajuste de cuentas, vio. Pero ya sabe, son solo rumores, habladurías, y de los rumores nunca conviene fiarse, son traicioneros. ¿Para qué lo buscaba, si me permite la pregunta?

—Ahh, nada importante —respondió Anastasio haciendo un ademán con la mano—. Tiene algo que necesito, nada más, no tiene urgencia. Siempre supe que iba a terminar mal. Si llegara a ser cierto el rumor que me cuenta, claro. —Anastasio nunca se imaginó que algún día iba a desear que Pierna de Metal estuviera vivo—. Y hablando de rumores —continuó aprovechando la ocasión—, ¿han escuchado lo de la nueva línea de subterráneo?

—No, ¿qué línea? —dijo Buenaventura.

—No hemos escuchado nada de nuevas líneas —dijo Balbina.

—¿Otro subterráneo? —dijo Bartola.

—¿De qué nueva línea está hablando, don Anastasio? —preguntó Bonifacio.

—Bueno… —comenzó Anastasio—, escuché por ahí el rumor de que la Buenos Aires Segunda se propone hacer una nueva línea de subterráneo. El problema, por lo que dicen, es que el recorrido de esta nueva línea pasaría exactamente sobre la piedra fundamental. Ya saben, sobre el monolito, sobre el Axis Mundi del Culto.

—Ohhh, nooo —exclamaron al unísono los cuatro habitantes de los Albañales.

—Eso sería terrible —dijo Bartola.

—Un desastre —replicó Buenaventura.

—Una verdadera calamidad —acotó Balbina.

—Eso sí que no puede permitirse —dijo Bonifacio

—No, claro que no podemos permitirlo. Pero ya saben, es solo un rumor —dijo Anastasio dirigiéndose a Bonifacio—, y como bien dijo usted hace un momento «de los rumores uno no puede fiarse». Bueno, mis queridos, debo continuar. Voy a investigar si lo que se ha dicho acerca del Chatarrero es cierto.

—La última vez que lo vieron fue en lo del Barrendero, y estaba acompañado por tres perros —dijo la mujer de Bonifacio.

—¿En lo de Cliba? —preguntó Anastasio.

—Sí, eso fue lo que se dijo —repuso Balbina.

—Si nos espera un momento, podemos ir a preguntar, quizá alguien de los nuestros sepa algo más —dijo Bonifacio.

Anastasio pensó un momento antes de responder. Necesitaba encontrar a Pierna de Metal, eso era cierto, tan cierto como que sentía toda la comida en la garganta, haciendo presión por salir. Y no tenía ganas de ver a aquellas cuatro personas mirar con gula lo que acababa de regurgitar.

—Está bien —dijo al fin—, les agradezco la amabilidad, pero no es necesario. Como dije antes, no tiene ninguna urgencia. Gracias y, hasta el próximo encuentro. —Dio media vuelta para volver sobre sus pasos, cuando uno de los Habitantes de los Albañales, el que Bonifacio había presentado como su hijo, Buenaventura, lo detuvo.

—Don Anastasio, espere, espere —dijo acercándose—. No puede irse con las manos vacías. Espere —se metió la mano pequeña dentro del calzón, en la entrepierna, y estuvo buscando un buen rato—. Acá está —dijo el muchacho del Albañal después de un momento—, tome —y le entregó un objeto pequeño. Anastasio lo tomó sin ver siquiera de qué se trataba y se lo echó en el bolsillo de la túnica.

—Gracias —dijo. Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y empezó a caminar a paso ligero, no vaya a ser que a los otros tres también se les ocurriese sacarse algo de sus genitales y obsequiárselo.

—¡Adiós, don Anastasio! —escuchó que lo saludaban.

Ahora tenía que encontrar al Chatarrero, y no iba a ser fácil, ese condenado andaba siempre de una punta a la otra, moviéndose todo el tiempo, si es que en verdad no lo habían degollado por ahí como decía el rumor. Por lo menos se había librado de la pestilencia de los Albañales, y en ese momento no le pareció poca cosa. De pronto se acordó del objeto que le había obsequiado con tanta amabilidad el hombre de los desagües, y sintió curiosidad. Iba a sacarlo de su bolsillo para ver de qué se trataba, pero el solo recuerdo del hombrecito metiéndose la mano en la entrepierna lo hizo desistir. Ya había tenido suficientes genitales por lo que iba de la jornada.

Anastasio pensaba que lo de Pierna de Metal y el Barrendero era poco probable. Le costaba hacerse a la idea de esos dos juntos, haciendo negocios. Pero no teniendo otra punta por la que comenzar a buscar, valía la pena intentarlo. Así que decidió encaminarse a lo del Cliba.

El viejo Cliba pertenecía a la casa de los Barrenderos; y al igual que Ao Sept, era el último de una antiquísima familia. Con el paso del tiempo, la Casa de los Barrenderos había perdido prestigio y notoriedad, como había ocurrido con casi todas las familias importantes de la Buenos Aires Primera. Sus integrantes fueron entregándose a los quehaceres mundanos, y las hazañas, las que en un pasado los colmaron de gloria y forjaron su reputación, menguaron hasta casi desaparecer. Así fue como Cliba, último de su linaje, se convirtió en la sombra de lo que alguna vez fue. Las nuevas generaciones desconocen por completo el poder que tenían estos señores. Anastasio recordaba haber leído que un Barrendero, con una sola pasada de su escobillón, podía borrar para siempre las huellas de un acontecimiento en la historia. O incluso torcer el destino de una persona de maneras insospechadas, con solo pasárselo sobre los pies. Anastasio conocía de memoria la historia de las casas fundacionales. Había trabajado muchos años en la biblioteca matriz, y gran parte de su trabajo allí había sido estudiar, clasificar y seleccionar archivos. Se había quemado las pestañas leyendo documentos, fragmentos de la historia, árboles genealógicos y todo tipo de información que hoy, muchos años después, no encontraba para nada útil. Hoy, se limpiaría el culo con muchos de esos preciados papiros, o haría una buena fogata para calentarse los pies, de eso estaba seguro. Así que sabía muy bien quién era el viejo Barrendero y lo que su Casa había hecho.

Para llegar a la casa de Cliba había que tomar una zorra, no había otra manera de acceder al sitio. Las moradas de las familias importantes se hallaban en lo que se conocía como «Los Bajíos». No era otra cosa que un profundo valle dentro de las ya profundas tierras de la Buenos Aires Primera. Anastasio odiaba subirse a las zorras, el vaivén constante solía marearlo un poco, y en general los transportistas olían de mil demonios. Pero el viaje en sí le resultaba agradable, bajar siempre era más placentero que subir, excepto en el caso de la escalinata al recinto del Padre del Culto, claro.

Tuvo que caminar un buen trecho por una zona que no era particularmente segura, hasta llegar a las pequeñas vías. Por suerte, Anastasio conocía bien esa parte de la Buenos Aires Primera, la biblioteca no se hallaba muy lejos de allí, y en el pasado había recurrido a ese medio de transporte muchas veces. No sucedía lo mismo con el resto de la ciudad, que desconocía casi por completo.

—A la casa del Barrendero, por favor —le dijo Anastasio al primer transportista que se detuvo ante sus señas.

—Como ordene —respondió el transportista: un tipo pequeño pero robusto, de cabellera abundante y cobriza. El hombre no tenía ninguno de los dientes de arriba, y el labio superior se le hundía en la boca dejando a la vista la dentadura inferior, que por cierto estaba en perfectas condiciones. Parecía la boca de una piraña. Y los ojos saltones y acuosos no mejoraban el cuadro. Anastasio lo observó con curiosidad, tenía el color del cabello de los Habitantes de las Ruinas, pero era más bajo y mucho más musculoso que esa gente. Anastasio contempló los brazos de aquel hombre con admiración, eran gruesos como dos piernas. No pudo evitar pensar que un golpe de ese tipo debía sentirse como un mazazo de herrero—. Hace mucho tiempo que no llevo a nadie a la casa del viejo Cliba —agregó el transportista—. Pensé que el mundo se había olvidado del Barrendero.

—Bueno, ya ve que no —contestó Anastasio con frialdad.

El Bibliotecario se alegró de que el viaje durara mucho menos de lo que recordaba. El hombrecito con brazos musculosos y cara de pez olía como una pila de basura descompuesta. Para Anastasio, tener una nariz prominente y con gran sensibilidad no era, en modo alguno, una bendición, como le habían dicho sus padres cuando era pequeño: «Imaginate, hijo, vas a conocer mundos que permanecen vedados a la gran mayoría». Estaba claro que ninguno de sus padres tenía su nariz, y que, por lo tanto, desconocían esos mundos a los que se referían. Quizá su abuelo materno, de quien había heredado semejante canal olfativo, hubiera podido advertirle del infierno pestilente que le aguardaba.

—La morada del viejo Cliba —anunció el transportista deteniendo la zorra.

—¿Qué le debo? —preguntó Anastasio metiéndose la mano en el bolsillo.

—Nada, nada —respondió el hombre—, hace tiempo que quería venir hasta aquí, y usted me ha dado un motivo para hacerlo.

—¡Por favor! —insistió Anastasio— Es su trabajo.

—He dicho, nada —replicó el hombre mientras bajaba la compuerta para que Anastasio descendiera.

—Bueno…, muchas gracias —respondió Anastasio una vez fuera de la zorra.

El transportista subió la compuerta y miró al Bibliotecario:

—Las personas no deberíamos cobrar por hacer lo que nos gusta —sentenció. Y sin esperar respuesta, volvió a darle a la manivela, y se alejó por las vías.

La casa de Cliba estaba cerca, un camino de piedra serpenteante conducía desde el pequeño andén hasta la puerta de la morada. Anastasio comenzó a caminarlo despacio, se había quedado pensando en lo último que había dicho el transportista. Cuando estaba a mitad de trayecto, se abrió la puerta de la casa, y la voz del viejo Barrendero retumbó en el aire:

—¡¿Quién se acerca a mis dominios?!

Para el estado deplorable en el que se encontraba la casa, el término «mis dominios» se le antojó a Anastasio un poco grandilocuente.

—Soy Anastasio, el Bibliotecario —replicó desde el camino.

El anciano salió de su casa alzando el farol que sostenía en la mano.

—Bueno, bueno, esto sí que es una sorpresa —dijo el viejo mientras se acercaba al visitante—. ¿Qué puede traer a un Bibliotecario hasta la puerta del viejo Cliba? Déjeme adivinar: ¿información?

—Es usted muy perspicaz, señor Cliba —repuso Anastasio. Y agregó—: Información. Pero de ida y vuelta.

El Barrendero estuvo un buen rato observando a Anastasio, como si tuviera dudas de que realmente fuera quien había dicho ser. Anastasio comenzó a perder la paciencia. No se habían visto en muchas oportunidades, pero él consideraba que eran suficientes para recordarse mutuamente. Mantenerlo parado en el camino, mientras lo observaba como si se tratara de un insecto extraño, era una demostración fehaciente de la decadencia a la que habían sucumbido los grandes señores.

—Si quiere puedo recitarle el árbol genealógico de alguna de las familias fundacionales —dijo molesto—. Como certificado de identidad.

El anciano se rio. Una risa franca que retumbó en el aire.

—No hace falta —dijo todavía riendo—. No creo que una persona común sepa lo que es un árbol genealógico. Además, únicamente en la biblioteca pueden estudiar semejantes idioteces.

Anastasio no respondió. Pero estaba de acuerdo con las dos observaciones del viejo.

—Hágame el favor de aceptarme una bebida —dijo Cliba señalando hacia la casa—. No todos los días uno es visitado por un bibliotecario.

—¿Recibe muchas visitas? —replicó Anastasio devolviéndole al viejo un poco de su propia medicina.

El Barrendero dejó escapar algo así como un gruñido, y comenzó a caminar hacia la casa. Anastasio lo siguió.

El viejo Cliba invitó al Bibliotecario a pasar a una sala. Era una habitación grande y vacía, que sin duda había visto tiempos mejores. Tomaron asiento en dos butacones que a las claras eran tan viejos como su dueño. Sin embargo, a pesar de la apariencia, cuando Anastasio posó sus sentaderas, el sillón le resultó en extremo cómodo. O quizá fuera que llevaba muchas horas de pie, y un almohadón en el suelo le hubiera resultado igual de placentero.

—Bueno —comenzó Cliba una vez instalado en la butaca—, ¿qué es lo que querés saber?

—Necesito encontrar a Pierna de Metal —repuso Anastasio sin vueltas—. Escuché por ahí que no hace tanto tiempo estuvo por... tus dominios —aventuró.

—Ah, sí, ¿y dónde escuchaste eso? —quiso saber el Barrendero.

—La Gente de los Albañales.

—¿Y qué hace un bibliotecario creyéndole a esa gentuza? ¿Acaso no sabés que esa gente come mierda y la transforma después en palabras?

Anastasio se rio. Pero no de la ocurrencia de Cliba, sino más bien para no entrar en una discusión ante semejante patraña. La gente más mentirosa que conocía en su vida se había criado comiendo manjares.

—Cada tanto dicen verdades —replicó.

—Seguramente —dijo el viejo—, nadie puede mentir todo el tiempo.

—Entonces puede que sea cierto que hayas estado con Pierna de Metal.

—Puede.

—¿Lo sabés o no? —dijo Anastasio irritado. Sabía que Cliba no iba a darle la información que necesitaba de buenas a primeras. A todos estos grandes señores, aunque hoy no sean más que vejestorios que viven de sus propios recuerdos mientras el resto del mundo no hace más que olvidarlos, les encanta jugar al gato y al ratón. Pero sucedía que Anastasio, quien en general solía prestarse con gusto a esos juegos dialécticos, en ese momento tenía su nivel de testosterona llegando casi a la garganta—. Hagamos una cosa mejor —continuó con una sonrisa—, le cuento primero lo que tengo para decirle, y luego usted me da la información que necesito. ¿Qué le parece?

—En un pasado, cuando yo aún conservaba el poder de mi casa, cuando mi escobillón era todavía un arma, y no un objeto estéril arrumbado en el trastero de algún amigo de lo ajeno; una insolencia como esta solía pagarse cara —replicó Cliba, traspasando con ojos encendidos al Bibliotecario—. Podía hacer que te olvidaras, de un momento para otro, quién sos, de dónde venís, y hacia dónde vas. Podía convertirte, en un zas-zas de escobillón, en un ser que deambula de un sitio a otro sin pasado y sin propósito. Por desgracia para mí, y por fortuna para vos, ya no tengo ese poder. Así es que sí, mi estimado Bibliotecario, me parece una oferta justa. Soy todo oídos.

—Me envía el Padre del Culto… —comenzó Anastasio más sosegado.

—¿El Viejo Mulero? —lo interrumpió el Barrendero.

—El mismo —continuó Anastasio, y antes de que pudiera continuar, el viejo Cliba volvió a interrumpirlo.

—Ajjj, ese viejo chocho inmundo. Debería tirarse de cabeza al pozo en el que mea y defeca todo el día, y librarnos de su locura. ¿Cómo puede haber aún gente que lo respete y lo siga? Decime, Bibliotecario, no serás vos uno de esos «estúpidos Teluristas», ¿verdad?

Anastasio sabía que el viejo Cliba y Ao Sept no se tenían simpatía. Viejas rencillas de poder. Había leído algo acerca de eso, y si no recordaba mal, el problema había comenzado con usurpaciones. Anastasio no recordaba en ese momento qué es lo que se habían usurpado, ni quién a quién, pero estaba seguro de que la cosa iba por ahí. Lo que no sabía, era que esa rencilla había fermentado hasta el punto de convertirse en odio.

—Claro que no soy un Telurista —dijo con firmeza. Y se encontró bastante a gusto diciendo eso, aunque no fuera del todo cierto—. Hago las cosas por propia decisión. En este caso en particular, creo que la información que voy a darle amerita dejar a un lado las propias creencias. Solo sigo mi instinto, de a ratos aparezco y ayudo, de a ratos me esfumo. Hago lo que considero mejor para nuestra ciudad.

—Todo un héroe, eh —repuso el viejo sonriendo de lado. Y yo que por un momento pensé que no eras más que un lamebolas. Bueno, terminemos con tanto preámbulo y vayamos al grano. Ya empiezo a aburrirme, hijo. ¿De qué se trata?

—Ha llegado la información, de fuente fidedigna… —comenzó Anastasio.

—No voy a preguntarte qué considerás fuente fidedigna —lo interrumpió el Barrendero—, únicamente porque no quiero demorar más esto; pero me reservo mis dudas.

—La información viene de arriba, por canal directo —replicó Anastasio. Y antes de que el anciano volviera a interrumpirlo, continuó: —. La Buenos Aires Segunda se propone hacer una nueva línea de subterráneo. Y esto, que ya de por sí es nefasto para nuestra vida, no es lo peor. Lo peor, es que esta nueva línea de subterráneo pasaría exactamente sobre el Axis Mundi, dividiendo a la mitad todo el territorio.

El viejo Cliba se recostó sobre el respaldo de la butaca y dejó escapar un largo bufido. Estuvo un tiempo mirando el techo, sin decir nada. Anastasio comenzó a impacientarse de nuevo. Las pantomimas señoriales, con sus pausas y sus frases pretensiosas y grandilocuentes, le estaban llenando soberanamente las bolas. Estuvo a punto de decir algo, cuando el viejo volvió a mirarlo, y comentó:

—Parece que en verdad la Buenos Aires Segunda se propone exterminarnos. Me pregunto por qué esta gente no puede respetar los viejos acuerdos de paz, de no invasión. En fin, supongo que esto era todo, ¿no?

Anastasio observó con detenimiento a Cliba. Sin poder dilucidar qué pensaba el viejo acerca de la noticia que acababa de darle.

—Necesito saber dónde puedo hallar a Pierna de Metal —repitió—, eso es todo. Si es que no son ciertos los rumores que lo dan por muerto —dijo Anastasio.

—El Chatarrero está bien vivo —replicó Cliba—, aunque esta vez estuvo realmente cerca de pasar al mundo de los muertos. Y con respecto a su paradero, creo que puedo ayudarte.

Capítulo 2

El bullicio del bar la aturdía un poco. Se percibía extraña, como fuera de eje. Por momentos tenía una intensa sensación de vértigo que iba más allá del estado de preborrachera que comenzaba a experimentar. Estaba mareada y revuelta. La cerveza artesanal de ese lugar siempre la descomponía. Pero por algún motivo ella seguía insistiendo, cada vez que se juntaban ahí, volvía a pedir lo mismo, como si de alguna manera, cada visita a ese bar fuese una prueba de resistencia para su organismo.

Mientras esperaba que su amiga volviera del baño, miró hacia la ventana. La calle estaba oscura y desolada. Era pleno julio y hacía un frío que calaba los huesos. La gente buscaba refugio en cualquier lugar que ofreciera abrigo. Esa noche el bar estaba repleto y ruidoso, muy ruidoso.

Revisó su celular, no tenía ningún mensaje, salvo el de una de sus jefas anunciándole que el lunes iría un cliente nuevo a la oficina. Se sintió molesta. Miró la hora en la pantalla: 23:40, y 1 grado de temperatura y -2 de sensación térmica. Para Buenos Aires, eso era mucho frío. Tenía que juntar coraje para salir del bar y volver a casa.

Entre todas las conversaciones simultáneas que escuchaba, como si sus oídos fueran una radio mal sintonizada, hubo una en particular que captó su atención. No pudo discernir de qué mesa provenía, y la verdad tampoco le importó. Escuchó la voz de un hombre decir que esa noche, dentro de una hora exacta, habría un eclipse con doble cono de sombra, y que, si no fuera por las nubes, podrían verlo con claridad. Le preguntaron al hombre algo que no llegó a escuchar, pero la respuesta fue que sí, que era un tiempo de cuidarse, porque las sombras…

—Perdoname, beba, había cola para ir al baño, tardé un montón —le dijo su amiga. La miró arqueando las cejas, y agregó—: Melián, ¿estás bien?

Melián tardó una eternidad en levantar la cabeza y mirar a su amiga, estaba muy mareada.

—Más o menos —respondió. Señaló el porrón que tenía enfrente—, me parece que la Honey ya me hizo efecto. ¿Cuántas tomamos?

—¡Ay, nena!, siempre hacés lo mismo, si sabés que te hace mal, ¿por qué no te pedís otra cosa? No sé, creo que van… dos, o tres, no me acuerdo.

—Uy, ¿ya tres? Con razón me siento medio descompuesta. —Terminó de decir eso, y sintió náuseas.

—¿Querés que salgamos a tomar aire?

—Pidamos la cuenta —dijo Melián—, además de que me siento mal, ya no quiero estar en este bar, hay mucho quilombo.

—Pero es tu bar preferido… —replicó la amiga.

—Ahí está la chica —buscó apresurada la billetera y sacó cuatro billetes de cien—, te dejo mi parte, me voy, Ani, si me quedo un segundo más acá, me caigo de la mesa.

—Pero pará, acelerada, esperá que pida la cuenta, aguantá, nos vamos juntas. Voy a buscar a la chica.

Melián esperó unos minutos, o quizá fuera solo uno, pero para ella fue más de lo que podía aguantar. Salió a los tumbos, en el camino se chocó con un par de personas y casi se derrumba sobre una mesa. Escuchó que alguien le gritaba «Boluda».

El viento helado le golpeó la cara. Salió tan apurada que terminó de abrigarse en la vereda. Acababa de romper su propia regla: nunca te abrigues afuera, vas a sentir más frío. Sentía el estómago dado vuelta, con el vómito a punto de aflorar, y ya empezaba a dolerle bastante la cabeza. Caminó una cuadra para despejarse un poco. El frío era como una bofetada de alfileres; pero le hizo bien. Caminó una cuadra más y se sintió un poco mejor. Paró un taxi. Se subió y se dio cuenta de que no se acordaba la dirección de su casa. El taxista la miraba con cara de impaciencia por el espejo retrovisor.

—Voy para…, para… Boedo —alcanzó a decir.

—¿A qué parte de Boedo, señorita? —preguntó el taxista malhumorado.

—Espere, voy a confirmar la dirección, señor. Es la primera vez que voy —mintió. Sacó nerviosa el celular de su cartera, abrió el WhatsApp, buscó el chat que se había mandado con su última cita. Se quedó unos segundos mirando la foto de perfil: «Dale, venite, te espero tipo 20:00. La dirección es Castro 940, primer piso. Avisame cuando estés abajo, el timbre a veces no funciona».

—Castro al 900, disculpe —susurró Melián—. Pero vaya por Rivadavia por favor, necesito que pare en un cajero, tengo que sacar plata.

—Okey, okey —dijo el taxista, y subió el volumen de la radio—. ¿Le molesta si fumo? —preguntó.

Sí. Le molestaba, odiaba el olor a cigarrillo cuando se sentía mal, le daba más ganas de vomitar, pero no se atrevió a contradecir a ese taxista. No parecía nada amigable.

—No, señor, fume tranquilo.

Lo lógico hubiera sido abrir la ventanilla para que el humo saliera, pero con -2 de sensación térmica, no estaba para bajar ningún vidrio. No bien comenzó a oler el tabaco empezaron otra vez las náuseas. Para peor, el hombre fumaba un cigarrillo fuerte, Parisienne o Parliament, o algo por el estilo. Comenzó a sentir una presión en la boca del estómago, y las sienes empezaron a latirle. Se conocía de sobra para saber que, cuando llegaba a esa instancia, lo que seguía era inevitable. No tenía idea de cuántas cuadras habían hecho, la calefacción empañaba un poco los vidrios, limpió la ventanilla como pudo, y logró ver que la numeración de avenida Rivadavia era 1800. El viaje continuó una, dos, a la tercera cuadra, Melián ya no contenía su mareo ni sus náuseas.

—¡Pare, por favor, pare! —dijo—. Voy a bajar del auto, me siento mal, espere por favor, no se vaya, ¿sí?

El taxista frenó de golpe, parecía más asustado él que ella, incluso más pálido. Melián abrió la puerta y bajó a los trompicones. No bien estuvo afuera, el taxista pisó el acelerador y se alejó a toda velocidad.

—¡Eh, eh hijo de puta, le dije que me espere! —gritó en vano.

El grito acabó de darle vuelta el estómago. No aguantó más, se apoyó contra un árbol y vomitó las dos pintas y media que se había tomado, y alguna cosa más. Quedó agotada, le temblaban las piernas y estaba bañada en sudor; pero se sintió mejor. Se quedó un momento apoyada contra el tronco, recuperándose un poco. Entonces se percató de que no había ni un alma en la calle. Parecía una ciudad fantasma, con la basura corriendo por el pavimento y todo. Sacó el celular y miró la hora, eran las 00:30. Le llamó la atención tanta soledad, tanto silencio, pero lo atribuyó al frío que hacía. Se sintió de pronto extrañamente animada, como si además de la cerveza se hubiera sacado un peso de encima. Se acercó a la calle para parar un taxi. Pasaban pocos autos, y ninguno era negro y amarillo. Mientras esperaba, notó que estaba frente a un terreno baldío, tapiado por unos carteles de obra del Gobierno de la Ciudad. Los carteles estaban llenos de afiches superpuestos de distintos anuncios: un show; una promoción de colchones; un anuncio de la AFIP, entre otras cosas que no alcanzaba a distinguir. Pero lo que captó su atención fue una rejilla enorme en el medio de la vereda, de la que salía un vapor extraño. Melián se acercó a la rejilla despacio, sin saber muy bien por qué lo hacía. Llegó hasta el borde, y se puso a mover con sus manos el vapor. Estaba caliente, y tenía un olor dulzón muy agradable. El aroma le recordó al jardín de su abuela, repleto de jazmines. Amaba los jazmines. Dio un paso adelante y se paró encima de la rejilla. Algo que ninguna persona sensata hubiera hecho; pero en ese momento, Melián estaba lo más lejos que se puede estar de la sensatez sin llegar a ser loco o estúpido. Dejó que el vapor caliente la envolviera, y se sintió reconfortada. Entonces empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas, tuvo la sensación de que los barrotes de hierro que pisaba se volvían de goma… Y perdió el conocimiento.

La despertó un dolor punzante en la pierna izquierda. Había aterrizado de lleno en el cemento. Se incorporó con dificultad y le crujieron todos los huesos. Se tocó la pierna que le dolía y notó una herida que sangraba. Le dolían mucho la nuca y las sienes, tenía la sensación de que un grupo de enanos estaba dentro de su cabeza martillándole el cerebro. No se veía nada. Solo una mancha luminosa que provenía de arriba. Levantó la vista y notó que la luminosidad se filtraba a través de unos barrotes muy altos que estaban justo encima de ella. Se sintió mareada. Volvió a mirar la rejilla…, y los recuerdos comenzaron a acudir a su mente: las cervezas; el vómito; la rejilla…; el vapor… «Ay, no, no, no», pensó, «no puede ser, estoy soñando, me quedé dormida en el taxi, es eso». Cerró los ojos y se pellizcó la mejilla. Cuando los abrió, no solo seguía ahí, sino que además ahora le dolía el cachete. Sintió que empezaba a dominarla el terror y trató de calmarse respirando. Buscó a tientas su celular en la cartera. Parecía entero, pero no tenía una línea de señal. Al menos podía usarlo como linterna. Comenzó a iluminar el lugar, y de a poco se fueron manifestando unas paredes azulejadas, un andén, unas vías…. Se desplazó despacio, le dolía mucho la rodilla. Caminó un par de metros hasta que por fin divisó un cartel a medio colgar. Lo leyó: PASCO. Rivadavia 2100.

—¿Qué? —dijo en voz alta—. ¿Estoy en la estación Pasco?, pero si ya existe una estación Pasco, ¿cómo puede ser?

—Pero usted se encuentra en la estación Pasco Sur, jovencita —respondió en tono amable una voz añeja y profunda.

—¿Quién anda ahí? —dijo Melián asustada—. Voy a llamar a la policía. ¡No se me acerque!

La linterna del celular se movió para todos lados hasta que encontró una figura. Melián se acercó un poco, y la figura acabó siendo un anciano, muy alto y fornido. Tenía el cabello blanco muy sucio y peinado con decenas de trenzas. Su barba, de color gris plata, era muy abundante y estaba llena de objetos enganchados. La vestimenta no tenía ningún tipo de coherencia, aunque Melián alcanzó a advertir que vestía una especie de túnica rotosa y unos pantalones sueltos. En los pies llevaba unas botas como de nieve. La mirada del hombre era bondadosa, lo que hizo que Melián se sintiera más confundida todavía.

—Mi nombre es Telmo —dijo el anciano haciendo una reverencia.

Melián lo observó sin saber qué decir.

—La policía no te va a servir de nada acá, y no te gastes en llamar a nadie de allá —dijo el hombre mientras señalaba hacia arriba.

—¿Qué quiere decir con llamar a nadie de allá, de arriba? ¿Y acá dónde estoy? —preguntó Melián con un nudo en el estómago.

—Tus preguntas son lógicas, pero tiempo al tiempo, ya irás encontrando todas tus respuestas —dijo el anciano con calma—. Acá tenemos nuestras propias reglas, y una de ellas es no hablar de la Buenos Aires Primera a los recién llegados, el impacto puede ser muy grande. —Terminó la frase y se metió en la boca algo que sacó del bolsillo de su pantalón.

Melián vio que era un escarbadientes.

—¿La Buenos Aires primera? ¿Usted está loco o algo así? —dijo Melián, y al instante se arrepintió de su comentario.

El anciano la escrutó con unos ojos centellantes. Melián notó que el rostro del viejo se endurecía. Tuvo miedo.

—Voy a hacer de cuenta que no escuché el último comentario —dijo recuperando la amabilidad—. Nadie cae porque sí, nadie entra porque sí —continuó—. Siempre hay una razón, pero no está en mí descubrirla. ¿No me va a decir su gracia?

—¿Mi gracia…?, ah, mi nombre —resopló Melián.

El anciano volvió a hacer una reverencia.

—¿Y por qué debería darle mi nombre a un extraño que me asedia en el medio de una estación de subte abandonada? —preguntó desconfiada Melián.

El anciano dio un paso hacia adelante, era enorme. Melián se sintió intimidada, y dio un paso hacia atrás.

—Por mera educación, ¿no? En primer lugar, yo no estoy asediándola, jovencita, solo estoy cumpliendo mi trabajo, y, en segundo lugar, el nombre de uno es una carta de presentación, es la identidad, lo que nos representa. Para nosotros tener un nombre es tener pertenencia a un determinado clan o familia.

Melián no contestó, era demasiada locura junta como para procesarla tan rápido.

—¿Me dijo que está haciendo su trabajo? ¿Y… a qué se dedica exactamente? Ah, perdón, me llamo Melián.

—Melián —repitió el anciano—. Muy bonito nombre, jovencita. Soy el guardián de esta estación, el cuidador de esta entrada, vigilo el tránsito que circula por estas vías, y a todas las personas que van y vienen. Y, de vez en cuando, a los desafortunados que caen de arriba —dijo mirándola de reojo, con cierta pena.

—Bueno. Es usted muy amable, y…, esto de la Buenos Aires Primera suena muy interesante; pero… yo necesito volver a la superficie. Supongo que usted sabe cómo salir de acá, ¿no?

Telmo se puso tenso de golpe. Se sacó el escarbadientes gastado de la boca y lo arrojó a la oscuridad. Comenzó a escucharse un lejano chirrido metálico, acompañado de otro sonido que parecía el de unos enormes pies que se arrastraban por el suelo.

El viejo se acercó a Melián y le dijo en un susurro:

—Yo no puedo ayudarla a salir. Pero eso ahora no importa, lo más importante en este momento es que corra, y rápido, jovencita, ese sonido que escucha no anuncia nada bueno. Si Ella llega a descubrirla…

—Ella, ¿quién? ¿Ahora de qué habla, señor?

—Telmo, soy Telmo —dijo el anciano—, no se olvide mi nombre, nunca olvide los nombres de las personas que se crucen en su camino. —Hizo una pausa—. Se está acercando, tiene que huir, ya mismo.

—¿Qué es lo que se acerca?, ¿qué pasa? —insistió Melián asustada.

—No hay tiempo para explicaciones —replicó Telmo apurado—. Tome este palo, va a ayudarla, tantee el suelo, hay mucha porquería en los túneles y en las cloacas, corra, en esa dirección —dijo señalando la oscuridad—, ahora, ahora, ¡váyase!

Melián agarró el palo, indecisa, se colgó la cartera y guardó el celular en el bolsillo.

—Pero, espere… ¿para dónde voy? —preguntó desconcertada.

—Solo siga para adelante, lo más rápido que le permitan sus piernas, si tiene suerte logrará sacarle ventaja —dijo, y la azuzó como si fuera un animal.

Melián salió corriendo para adelante.

El chirrido era ya muy cercano e intenso, los pies se arrastraban pesados, y cada tanto se escuchaban bufidos y eructos.

Comenzó a correr en lo profundo de uno de los túneles. No quiso ni imaginar quién sería o qué sería lo que producía esos sonidos escalofriantes. Seguía pensando que todo era un sueño y que en cualquier momento el taxista iba a despertarla para decirle que estaban frente a un cajero.

Después de correr un buen rato se detuvo. Estaba muy agitada, nunca se le había dado bien lo de correr. En general no era buena para ningún deporte. La única actividad física que practicaba de manera periódica era el yoga. «¿Y ahora qué hago?», pensó, desconsolada. Y así sin más, se largó a llorar a mares. No era un sueño. Estaba muchos metros bajo tierra, en medio de un viejo túnel abandonado. Se sentía sola, tenía miedo y tenía frío. Aquello era mucho peor que la peor de las pesadillas que alguna vez había tenido, incluso era mucho peor que las noches de insomnio y los ataques de ansiedad que a menudo la atormentaban en su departamento. Esto que experimentaba ahora era una soledad real, allí no había nadie, ni nada. Por lo menos de manera aparente. Se percató de que en el frenesí de la corrida no había sacado el teléfono de su cartera en ningún momento, lo que significaba que había hecho todo el trayecto a oscuras, solo con la ayuda del palo que le había dado Telmo. Entre lágrimas, Melián se puso a pensar en todo lo que el anciano había dicho, y se dio cuenta de que no había entendido casi nada. Lo más probable es que fuera un linyera loco, un viejo que vivía aislado del mundo, sin mucho más para hacer que inventar historias rebuscadas.

Decidió retomar la marcha, ya sin correr, no había ningún ruido cercano y el chirrido metálico había desaparecido. Encendió el celular, la pantalla mostraba solamente el fondo de hojas. No había señal, no había ninguna notificación, no estaba el reloj ni la aplicación del clima. Estaba muerto. Lo apagó, decidió que lo mejor era conservar la carga por cualquier cosa, e intentar seguir avanzando así, a tientas.

Melián tenía un sentido de la orientación que rayaba lo pésimo, era común que se perdiese en las calles que ya conocía, o que caminara en las direcciones contrarias a las que debía. Por eso, querer orientarse ahí era por demás absurdo. No obstante, lo intentó. «Después de Pasco viene Alberti, yendo como para Flores», dijo, «y para el otro lado está Congreso, yendo para Plaza de Mayo». Decidió seguir avanzando, no volver hacia atrás. Supuso que caminaba hacia la estación Alberti y que no podía estar lejos. Nunca se le ocurrió ni contemplar la idea de que no estuviese caminando paralela a las vías, menos aún de que estuviese bajando más, que era lo que en verdad estaba sucediendo. «Ya falta poco para que toda esta locura termine», pensó, «esta sí que va a ser una anécdota digna de contar, aunque más de uno no va a creerme». Se imaginó la situación del relato, las palabras, las pausas, los gestos que utilizaría. Era muy buena para las historias.

A unos metros de distancia divisó una bifurcación con dos túneles, ambos le daban miedo y desazón. Llegó a la división y se tomó unos instantes. Pensó en Laberinto, una de sus películas favoritas. Este sería el momento donde los guardianes de las entradas hacían sus triunfales apariciones y le jugarían ingeniosas adivinanzas para acertar a qué túnel ingresar.

Pero allí no había guardianes, ni castillos ni laberintos, solo el incesante ruido de un goteo, y la fría y oscura piedra. No era capaz de decidir qué camino tomar. Se sentó a un costado y se tocó la rodilla izquierda, le dolía bastante. Pero ahora ese corte era el menor de sus problemas.

En un acto de desesperación encendió el teléfono. Nada, seguía muerto. Alumbró la bifurcación, y le pareció ver una sombra que se escurría rápidamente.

—¡Quién anda ahí! —gritó.

Silencio por unos instantes.

—Hola, ¿hay alguien ahí? — volvió a preguntar.

Un ruido de pisadas livianas emergió de la oscuridad de uno de los túneles. Melián levantó el celular que seguía encendido y apuntó. «Que sea alguien bueno», pensó. Y se sorprendió de la estupidez que acababa de pensar.

La luz reveló la imagen de un niño. Los ojos del chico la miraban llenos de estupor y curiosidad. Estaba muy sucio, como Telmo. Era delgado y no tendría más de nueve o diez años. Sus ropas eran de colores vivos, pero estaban muy desgastadas y raídas. Creyó ver que no tenía ningún calzado en los pies.

El niño dio dos pasos y se acercó más.

—Hola —dijo con una voz clara como el agua—. Soy Gurí, de la Tribu de los Herejes.

Melián lo observó con ternura, para ser pequeño se expresaba con mucha cadencia y seriedad.

—Hola, Gurí, qué bueno que te encuentro. Yo soy Melián —y le extendió la mano. La palma del niño estaba caliente, la suya, helada.

—Acá no creemos en las casualidades, pero sí en las causalidades. Bienvenida a Buenos Aires Primera, el Referente va a estar dichoso de verte y recibirte —dijo el niño con orgullo.

—Emmm, bueno —Melián tosió—. Gracias por tu cordialidad, en realidad pensaba preguntarte si conocés una forma de salir de acá, o qué túnel me conviene tomar para llegar a la estación Alberti.

—Mi deber como explorador es informar sobre todo lo que ocurre en estos túneles.

Melián empezó a sentirse incómoda de nuevo, otra vez la locura de la Buenos Aires Primera y todo eso. Volvió a sentirse desesperada.

—Bueno, Gurí, admiro tu responsabilidad como explorador, pero yo solo necesito que me indiques por dónde seguir, para volver arriba. Incluso si fueras tan gentil de acompañarme hasta la salida podría pagarte.

—No le decimos así: «Arriba», para nosotros es la Buenos Aires Segunda —cortó el niño.

—Da igual, no tengo tantas formalidades. ¿Me podés mostrar la salida?

—No hay salida, o mejor dicho sí las hay, pero yo no las conozco. Deberías hablar con el Referente, él va a saber qué hacer.

El niño parecía muy firme y decidido.

Melián se sintió al borde de un ataque de nervios. Tenía ganas de gritar, de salir corriendo, pero… ¿a dónde?

—Okey, si me llevás ante este Referente, o como quiera que se llame —dijo—, ¿él me va a indicar la salida?

—Quién sabe, tal vez sí o tal vez no —repuso el niño—, no puedo decirte qué es lo que va a hacer el Referente.

—Bueno —terció Melián—, entonces prefiero seguir caminando por mi cuenta, hasta dar con la estación. Después de todo, no puede ser tan difícil.

—No, ir a la estación Alberti no es difícil, pero sí peligroso —dijo Gurí—. Y tengo que advertirte que no estás ni cerca, ni en la dirección correcta.

Melián sintió que se le desmoronaba lo último que le quedaba de ánimo.

—Está bien —dijo rendida—. Llevame ante este Referente. —Prefería estar a la merced de un niño extraño, a vagar sola en la fría oscuridad de esos túneles, buscando una salida.

—¿Te cruzaste con alguien? —preguntó Gurí.

—Bueno…, sí —repuso Melián—, con un linyera…

—¿Con quién? —lo interpeló el niño.

—Un viejo grandote, vestido con harapos y peinado con trenzas. Me dijo su nombre…

—¡Telmo! —exclamó Gurí.

—Ese mismo. ¿Lo conocés? —dijo Melián sorprendida.

—Todos conocemos a Telmo —repuso el niño—. Va a ser mejor que nos apuremos entonces. Seguime de cerca, Melián.

El niño se echó a correr sin darle la posibilidad de preguntarle por qué debían apurarse. Melián lo siguió lo más rápido que pudo.

Siguieron por el túnel izquierdo, no era el que Melián hubiera elegido, porque a su parecer se veía mucho más oscuro y deprimente que el derecho, pero ahora todas esas elucubraciones no importaban, tenía que mantener el ritmo para no perder al niño, que corría como un condenado.

Después de estar trotando un buen tramo, Melián se detuvo y resopló.

—Nene, escuchame… Gurí… no puedo más, ¿podemos parar un momento? —Se llevó la mano hacia el bazo, siempre le dolía cuando corría un poco de más.

El niño se detuvo en seco, se le acercó y le susurró.

—Shhh, no se puede parar, no acá, y no es aconsejable gritar tampoco.

—Estoy muy cansada, en serio, acá falta el aire —suspiró—. Vos estarás acostumbrado, pero yo no puedo respirar bien, esto está muy encerrado para mí.

—Es que nos estamos adentrando más abajo, más profundo —susurró—. Hay que seguir un poco más, tenemos que atravesar las cloacas, y bajar todavía un poco más.

—¿Dijiste cloacas? —Melián sintió un escalofrío.

—Hay que seguir —dijo Gurí sin contestar. Y volvió al trote, no tan rápido como antes, pero igual a buen ritmo.

Melián soltó una puteada al aire, y corrió tras el niño.

Lo que para el niño era poco, a ella le pareció una eternidad. Los túneles parecían seguir y seguir hasta el infinito. Le dolían los pies, la rodilla, y tenía frío, aunque estaba muy transpirada por la caminata. Le sorprendía cómo sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, veía el contorno del niño todo el tiempo, las paredes y el techo. Cada tanto el niño se daba vuelta para cerciorarse de que ella siguiera allí. Melián también se había acostumbrado un poco a ese aire viciado, y podía respirar mejor, aunque no dejaba de sentirse cada vez más cansada.

A lo lejos comenzó a divisarse una pequeña lumbre. Melián no pudo distinguir si se trataba de una lámpara, una antorcha o un farol; pero fuera lo que fuera que estuviese iluminando, le dio ánimos para seguir. De a poco se fueron acercando, y entonces notó que el objeto luminoso era una vieja lámpara de aceite. Se detuvieron. El niño se fue hacia un costado y volvió con un recipiente, bajó la lámpara y la recargó. La llama se volvió más intensa. Y por primera vez, desde que había caído en ese mundo, Melián pudo ver con claridad. Observó al niño, tenía el pelo color cobre y muchos dibujos grabados en sus manos, parecían tatuajes rudimentarios, como los tatuajes carceleros, pero con un poco más de estilo. Tuvo ganas de preguntarle qué significaban, pero pensó en lo mucho que a ella le molestaba que le preguntasen eso, y se contuvo. Miró hacia adelante, y para su desgracia, el túnel por el que venían se reducía de manera considerable. Se escuchaba el sonido de agua que corría. Sintió un escalofrío al imaginar que se estaban acercando a las cloacas.

—Más adelante el túnel llega a su fin, Melián, Tenemos que seguir por las cloacas—dijo el niño muy serio—, hay que pisar con cuidado y estar atento. Muchas cosas flotan en el agua.

—No hace falta que me des tanto coraje, Gurí —repuso Melián con sarcasmo.

—Tal vez pueda parecerte negativo, pero te aseguro que no lo es —replicó el niño—, hay muchas criaturas que le temen al agua, aunque no lo creas, los túneles son más inseguros que las cloacas.

Melián pensó otra vez en la película Laberinto: «Las cosas en este lugar no son lo que parecen, así que no des nada por sentado».

—¿Vamos? —preguntó el niño.

—Vamos, tengo mi palo por cualquier cosa —dijo ella alzando la vara que le había dado el viejo.

El niño observó el palo y esbozó una risita.

—Es útil, aunque un tanto aparatoso —dijo con grandilocuencia.

Comenzaron a caminar otra vez, el túnel fue haciéndose cada vez más estrecho. El sonido del agua empezó a oírse más fuerte. Se detuvieron donde un hueco se abría hacia la izquierda. El niño se metió por el agujero, y ella lo siguió. Salieron a las cloacas. El agua corría más rápido de lo que Melián había imaginado. Gurí dio un salto sin decir nada y se hundió hasta la cintura.

—¿No podemos ir por los costados?, ¿sin meternos al agua? —dijo Melián sin animarse a saltar.

—Los bordes son estrechos, y las paredes están llenas de alimañas —contestó seco Gurí.

La palabra «alimañas» fue suficiente para que Melián saltara de golpe al agua. No sabía a qué se refería el niño con eso; pero tampoco quería averiguarlo.

El agua estaba muy fría y el fondo se sentía fangoso. Melián sintió que el lodo le succionaba los pies y se desesperó. Comenzó a dar zancadas como una loca.

—Tranquila —le dijo Gurí divertido—, el viaje es largo, ahorrá energía.

—Es que se me pegan los pies —exclamó ella sin dejar de moverse—, tengo miedo de que me chupe hacia abajo.

Gurí se partió de risa.

—No sé por qué te estás riendo —dijo Melián molesta—. Tener miedo no es algo agradable.

—Nada va a chuparte hacia abajo, como decís —replicó el niño todavía divertido—. Es mejor que sigamos.

Melián sintió que algo le rozaba la pierna y dio un grito. Tanteó con el palo: una enorme bolsa de basura pasó a su lado seguida de una buena cantidad de latas.

Suspiró con un sonoro ufff. Se había imaginado algo peor.

Comenzaron a avanzar por el agua.

Estaba empapada, por momentos las cloacas tenían una profundidad irregular y se hundía casi hasta la cintura. De repente, el corte de la rodilla comenzó a arderle y a picarle. «Se me va a infectar», pensó, «mal lugar para tener una herida».