Ayesha: el retorno de Ella - H. Rider. Haggard - E-Book

Ayesha: el retorno de Ella E-Book

H Rider Haggard

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Beschreibung

Una de las primeras novelas del género del "mundo perdido", Ayesha relata las aventuras de un profesor de Cambridge y su hijo adoptivo. El profesor, llamado Horace Holly y su protegido Leo viajan por el mundo en búsqueda de una misteriosa reina dotada de poderes sobrehumanos, conocida como "Ella".Ella reinó por milenios en el corazón de África, y en aventuras de antaño, Holly y Leo presenciaron su desaparición, sin embargo están convencidos de que sigue con vida en alguna remota parte del mundo.Guiados por extraños sueños, los aventureros viajan por Asia con el objetivo de reencontrarse con la poderosa reina, y deberán enfrentarse a interminables peligros. Imperios ocultos, tormentas de nieve, precipicios estrechos y bestias salvajes harán que nuestros protagonistas utilicen sus cerebros y su destreza para sobrevivir.-

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Henry Rider Haggard

Ayesha: el retorno de Ella

Saga

Ayesha: el retorno de EllaOriginal titleAyeshaCover art: brethdesign.dk Cover illustration: Shutterstock Copyright © 1905, 2019 Henry Rider Haggard and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726338584

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

INTRODUCCIÓN

Rápido e imprevisto es como se presenta siempre lo inesperado. Si alguna personahabía de quien el editor de este libro no se acordara ni creyese volver a saber más deella, era seguramente de Ludovico Horacio Holly, sencillamente porque creía que éstehabía muerto hacía varios años.

Cuando recibí la última carta de Holly, muchísimos años antes, con el manuscritoque la acompañaba y que no era otro que la interesantísima narración de ELLA, meanunciaba que él y su ahijado Leo Vincey, el bienamado de la divina Ayesha, partíanpara el Asia Central con la esperanza, según creo, de que allí se les volvería a aparecerELLA, llena de dulces promesas.

Muchas veces he pensado sobre la suerte que ambos corrieran. Después de tantosaños llegué a suponer que habrían muerto o ingresado en alguna de las comunidades demonjes tibetanos, o tal vez se hallasen estudiando y practicando la magia o lanigromancia, bajo la tutela de algún maestro oriental, esperando encontrar algún mediode acercarse a la adorada inmortal.

Ahora, cuando ya ni me acordaba de ellos ni pensaba. volver a saber más, hete aquíque de improviso vuelven a aparecer en mi vida.

Me encontré con un montón de manuscritos, sucios y medio quemados,acompañados de dos cartas. A pesar del tiempo transcurrido y de los muchos eventosque han trastornado mi cabeza en estos últimos años, conocí, en seguida, la escritura.

Rompí el sobre' y, efectivamente, al pie de la carta estaba la firma tan conocidapara mí de Ludovico H. Holly.

Ni qué decir que devoré su contenido. Decía así:

«Mi distinguido amigo:

"Tengo la seguridad de que usted todavía vive, y aunque le parezca extraño, tambiénvivo yo, si bien mi fin se acerca.

"Tan pronto como entré nuevamente en contacto con la civilización, cayó en mismanos su libro ELLA, o mejor dicho, mi libro. Volví a leerlo con verdadera admiración.

La primera vez lo leí en una traducción a la lengua indostánica. Mi anfitrión, ministro de una secta religiosa, hombre de talento natural pero de prosaica inteligencia, se extrañaba de que una "historia vulgar" absorbiera mi atención en esa forma. Le contesté que a menudo los hombres que han tenido una ruda experiencia de la vida se interesan por las aventuras que pueden ocurrir en una "historia vulgar". No sé qué hubiera pensado si llega a saber que el protagonista de esa "historia vulgar" era yo.

"He visto que ha hecho usted una fiel transcripción de los hechos; por eso a usted, aquien hace veinte años confié el principio de esta sin igual aventura, quiero confiarletambién el fin. Fue usted el primero en saber de ELLA, quien debe ser obedecida, la quepor centurias y centurias vivió sin perder nada de su belleza eterna en los sepulcros deKor, esperando que su perdido amor reencarnara de nuevo en el mundo y que el Destinose lo devolviera para siempre; y es usted también el primero en saber fue Ayesha, Heseay el Espíritu del Monte del Fuego, la sacerdotisa que desde el tiempo de AlejandroMagno reinó entre las llamas del Santuario de la Montaña del Fuego, era laencarnación terrenal de la diosa Isis, venerada por los egipcios, y también es usted elprimero entre los hombres a quien revelo el místico desarrollo de esta tragedia, quecomenzó en las cavernas de Kor.

"Siento próximo mi fin. He consumido mis últimas fuerzas en llegar a mi antiguacasa, en la que deseo morir. He rogado al médico que me asiste, que cuando todo hayaacabado, le envíe estas cuartillas, que milagrosamente se han salvado del fuego. Miprimera intención fue quemarlas. Si llegan a sus manos, recibirá también una cajaconteniendo algunos croquis que creo pueden serle de alguna utilidad y un sistro1, el instrumento usado en el culto de la Diosa Natura, por los egipcios. Se lo regalo por dosrazones: una, como prueba de amistad y cariño, y otra, como evidencia de que lo que enel manuscrito se cuenta es la estricta verdad. Fue ELLA quien me lo regaló en elSantuario del Monte del Fuego. Tiene también sus virtudes. Encierra una parte delpoder de Ayesha. Si llega a descubrirlas, tenga cuidado del uso que haga de ellas.

"Las fuerzas me faltan para seguir escribiendo. Mis memorias hablarán por mímismo. Haga con ellas lo que quiera, créalas o no, según su sentido le dicte.

"¿Quién es Ayesha? ¿Quién fue Ayesha? ¿Una esencia encarnada? ¿Lo soñado?¿Lo cruel? ¿Lo inmortal? ¿Lo desconocido? ¿Lo redimible únicamente por la Humanidad y su piadoso sacrificio? ¡Quién sabe! Le deseo buena suerte y toda clase deventuras. Adiós, y hasta la otra vida.

LUDOVICO HORACIO HOLLY."

Dejé la carta. Diversas emociones paralizaron por completo mi. pensamiento.Maquinalmente abrí el segundo sobre, que contenía la carta que transcribo, si bientacho algunos párrafos, a ruego de la persona que me la dirigió.

"Muy señor mío: Como médico que ha asistido al señor Holly durante suenfermedad, cumplo con la promesa que hiciera a éste, antes de morir, de servir deintermediario entre él y usted, en la confianza de que mi nombre no ha de figurar paranada, como tampoco la localidad en la cual actualmente ejerzo mi profesión.

"Hace unos diez días fui llamado para visitar al señor Holly, en una antigua casa delas afueras, cerca del Cliff, y que por muchos años había estado deshabitada, al cuidadosolamente de los caseros que atendían la limpieza. Esta casa pertenecía al señor Holly,habiendo pasado a su propiedad a través de generación en generación. La casera, quefue la que me llamó, me informó que su señor, que había regresado hacía poco tiempo deun largo viaje por Asia, se hallaba muy enfermo, moribundo.

"Encontré al señor Holly sentado en la cama. Era un hombre de fisonomía extraña,y si yo hubiera sido artista y hubiese deseado pintar un espíritu superior y bueno, perogrotesco al mismo tiempo, lo hubiera tomado como modelo.

"El señor Holly mostró su descontento por haber sido yo llamado sin suconsentimiento, pero pronto nos franqueamos lo bastante para darme muestras degratitud por el interés que le demostraba. En diferentes ocasiones charlamos largosratos sobre los países por los cuales había viajado durante mucho tiempo, envuelto encierta extraña aventura, de la que nunca me habló claramente.

"Varias veces se vio acometido por delirios. Hablaba mucho, casi siempre en unalengua desconocida para mí; no obstante, creo recordar haber oído frases de griegoantiguo y árabe. Sólo una vez habló en inglés, dirigiéndose, al parecer, a algún serimaginario que era objeto de su veneración. Lo que dijo, sin embargo, prefiero no repetirlo, pues entra en el secreto profesional. Un día en que se encontraba bastante animado, me señaló esa caja construida en una madera desconocida para mí, que le envío,y dándome su nombre y dirección, me hizo prometerle que sin falta se la remitiera,después

de su muerte, junto con el manuscrito adjunto. Enseñándome las últimas páginasque aparecen medio quemadas, me dijo textualmente: "En verdad, nada puede hacersecontra lo que está escrito. Intenté destruir estas memorias por el fuego, cuando recibí elmandato terminante de quien debe ser obedecida, dándome apenas tiempo para librarlode las llamas...

"Lo que el señor Holly quería decir con este mandato no lo sé, pues no me volvió ahablar del particular.

"Paso, por último, a los postreros momentos de su vida. Una noche, cerca de lasonce, y sabiendo que el fin del enfermo estaba próximo, fui a verlo. Antes de llegar meencontré a la casera, que, muy excitada, salía a mi encuentro. Preguntéle si su señorhabía muerto, y me contestó que no; pero que se había marchado de casa. Había saltadodel lecho, saliendo por la puerta del jardín, perdiéndose en la oscuridad.

"Rogué a la casera que fuese a buscar a su marido para ayudarme, si algodesagradable hubiera ocurrido, mientras yo comenzaba la búsqueda del señor Holly.

"La noche estaba iluminada por una brillante luna; la nieve caída horas antesreflejaba sus rayos, dando una claridad poética. Comencé a buscar entre las rocas lashuellas del señor Holly, y no tardé mucho en encontrar sus pasos. Éstos se extendían enla colina situada detrás de la casa. En lo alto de ella existe un antiguo monumento,formado por erectos monolitos, construido por los primitivos pobladores del país. Estelugar es vulgarmente conocido por el nombre de "Anillo del Diablo". En realidad, es un"Stonehenge"2 en miniatura. Yo lo conocía ya, pues no hace mucho tiempo se habló y sediscutió sobre él, en la conferencia de una sociedad arqueológica. Todavía recuerdo queun erudito y excéntrico conferenciante, aseguraba que la piedra grande y vertical, deforma plana en la parte superior, del centro del Anillo, era una representación de Isis,asegurando a su vez que en este lugar había existido un templo de veneración y culto ala diosa Natura. Ni qué decir que esta versión fue acogida por los oyentes como ridículay absurda. Aseguraban que Isis no llegó a venerarse nunca en Inglaterra, aunque en mihumilde opinión no creo extraño que si los fenicios o los romanos adoptaron su culto enalgunas de sus colonias, bien pudieron traer su veneración hasta aquí. Recordé que elseñor Holly conocía este lugar, pues el día anterior me habló sobre él, preguntándome silas piedras estaban todavía igual que en los lejanos tiempos de su juventud,asegurándome que con mucho gusto moriría entre aquellas piedras. El recuerdo de estaconversación fue para mí la clave, y sin preocuparme de seguir sus huellas, me dirigí alAnillo, todavía distante como una milla. Cuando llegué, efectivamente allí estaba, de pie,descubierto y descalzo, vestido con su ropa de dormir solamente. Entre las piedras y enmedio de la nieve presentaba la más extraña figura que he visto en mi vida.

"El círculo formado por las toscas piedras, de punta, semejando cuchillosemergiendo del suelo, la claridad de la noche, el cielo estrellado, el silencio, todo, todocontribuía a dar un aspecto solemne y tétrico. El gran menhir, erecto en el Centro delcírculo, proyectaba en la parte posterior una gigantesca sombra al recibir de lleno la luzde la luna; junto a él pude distinguir la figura blanca del señor Holly. Su cara, intensemente pálida, reflejaba su próximo fin. Parecía estar bajo el influjo de cierta evocación.

De vez en cuando movía sus largos brazos, y en su mano derecha empuñaba el sistro,que por expreso deseo suyo le envío a usted."De lo que a continuación aconteció, no quisiera que creyese que soy supersticiosoal tomar por natural una cosa que es completamente absurda y sobrenatural, y la razónpor la cual quiero ocultar mi identidad. De un dolmen central fue emergiendo unasombra que lentamente fue tomando la forma de una mujer, en cuya cabeza brillaba unaluz, rodeada por un nimbo glorioso y brillante. Este espejismo, visión, o lo que fuera,.me dejó sobrecogido y sin fuerzas para moverme del sitio en que me encontraba. Me dicuenta perfecta de que el señor Holly también lo veía. De repente lanzó un grito salvajede alegría, y dando unos pasos vacilantes, cayó de bruces, al intentar estrechar alfantasma entre sus brazos. Cuando ya dueño de mí, corrí hacia él, la visión habíadesaparecido. Éste había muerto. Tenía los brazos fuertemente apretados y en la manotodavía empuñaba el sistro, mientras el tintineo de sus cascabeles se perdíalúgubremente en el silencio de la noche."

El resto de la carta del médico se refiere a varios detalles complementarios: del transporte del cuerpo del señor Holly y de los trabajos que le costó convencer a la policía de que no era necesario investigación alguna, pues la muerte había sido natural. La caja de la que me hablaba, llegó satisfactoriamente. De los dibujos no debo decir nada, y del sistro unas pocas palabras solamente. Tenía la forma de crux ansata, o sea el emblema de la Vida, tan común entre los egipcios. La empuñadura y la cruz estaban combinadas en forma caprichosa; de los lados de la cruz caían alambres de oro, y engarzados en ellos había gemas, diamantes, zafiros azul mar y rubíes rojos como la sangre; de uno de ellos pendían cuatro cascabeles de oro, de suave y penetrante sonido.

Cuando lo tuve entre mis manos y lo sacudí ligeramente, lleno de extraña emoción,los cascabeles produjeron una música agradable y suave, parecida a la de las campanasoídas .a lo lejos en el silencio de la noche. Creí sentir, pero no quiero asegurarlo, puesbien pudo ser ilusión, que una extraña sensación se apoderó de mí; recordé lasmisteriosas virtudes que en el manuscrito se aluden, pero no he de hacer ningún comentario; los dejo al criterio de los lectores. Lo único claro para mí es que si Holly yLeo Vincey dicen verdad acerca de lo acontecido, todas las explicaciones sobre Ayesha ysu personalidad no dan ninguna clave capaz de aclarar el misterio que la rodea. Yo, sinembargo, me inclino a creer, como el señor Holly, que ELLA, si así la seguimosllamando todavía, coloca algunas de sus personalidades, tal como el vago mito de Isis yla admirable historia de la sacerdotisa de la Montaña del Fuego, como velos que ocultanla verdad, que sólo la revela a aquellos que emprenden el viaje a las regiones eternas.

EL AUTOR

CAPÍTULO 1 EL DOBLE MENSAJE

DECÍA así el manuscrito de Holly:

Veinte años han pasado desde la noche en que Leo recibió el mensaje de la Inmortal.

Quizá los más arduos y rudos que ser humano haya pasado en el mundo. Veinte años de busca y rebusca por el Asia en pos del ideal soñado.

Mi muerte está próxima. La siento llegar; pero no importa; me alegro, porque quizá en la otra vida hallaré lo que me está prometido. Deseo conocer el fin de este drama espiritual, cuyas primeras páginas han sido escritas sobre la tierra.

Yo, Ludovico Horacio Holly, he estado muy enfermo. He luchado entre la vida y la muerte. Las montañas que veo desde las ventanas de esta casa, en el norte de la India Inglesa, en vez de haberme dado salud y vida, han contribuido a ni¡ próximo fin. Otro hombre, en mis circunstancias, hubiera muerto ya; pero quizá el destino reservó mi vida para que pudiera escribir estas memorias.

Mi enfermedad todavía me retendrá aquí uno o dos meses, hasta que esté lo suficientemente fuerte para poder emprender el regreso a la madre patria. Quiero morir donde nací. Mientras tanto, todavía tengo fuerzas para escribir esta historia, o, al menos, las partes más importantes de ella, a excepción, claro está, de aquellas que nadie debe saber. No es mi idea hacer un libro extenso, si bien en mis notas hay materia para llenar varios tomos.

Pero pasemos a explicar el mensaje que recibió Leo.

Después que él y yo regresamos de África, en 1885, ansiosos de soledad y descanso, moralmente conmovidos por el terrible choque que habíamos experimentado, nos dirigimos a una antigua casa del Cumberland, que perteneció a mi familia durante varias generaciones. Esta casa, si alguien no se la ha apropiado creyéndome muerto, es aún mía y es allí donde pienso morir.

Algunos de los que esto lean, preguntarán: "¿Qué choque?"

Como he dicho antes, soy Ludovico Horacio Holly, y mi compañero es mi entrañable amigo, mi hijo adoptivo Leo Vincey. Nosotros somos aquellos viajeros que en el África Central descubrimos en las cavernas de Kor a Aquella a quien buscábamos, a la Inmortal, a ELLA, a "quien debe ser obedecida". ELLA encontró en Leo su amor reencarnado, al espíritu de Kalikrates, el sacerdote griego de Isis, a quien unos dos mil años antes diera muerte en un arrebato de celos. En ELLA encontré yo el ser soñado, la mujer amada, el ideal sublime. La divinidad suprema a quien adorar.

En las cavernas de Kor encontramos a la mujer inmortal. Allí, ante los flamígeros destellos y vapores de la Fuente de la Vida, declaró su místico amor por Leo, y ante nuestros ojos desapareció entre las llamas, no sin antes decirnos: "¡No olvidarme; tened piedad de mí! ¡Yo no muero, yo volveré, y volveré más bella aún! ¡Yo volveré, os lo juro!.. ." Pero no es cosa de volver a describir las escenas que ya saben ustedes, y que se han publicado ya. En la actualidad son conocidas por el mundo entero. Yo las he leído, primero, en una traducción indostánica y después en inglés, a mi llegada a Inglaterra.

En nuestra casa de Cumberland pasamos un año en espera de algún acontecimiento que nos pusiera en contacto con nuestra adorada Inmortal. Allí recobramos nuestras fuerzas y nuestra salud. Los cabellos de Leo, que se habían blanqueado de horror en las cavernas de Kor, crecían ahora dorados v abundantes. Su varonil belleza volvió a ser lo que fue, dejando impreso en su cara los pasados horrores un gesto de energía y voluntad.

Todavía recuerdo aquella noche. Estábamos descorazonados y sin esperanzas. La ausente permanecía muerta para nosotros, sin que ninguna contestación obtuviéramos a nuestras llamadas. Era una noche de agosto. Después de comer dimos un paseo por la playa. Paseábamos en silencio. De repente, Leo, tomándome del brazo, me dijo: -¡Esto no puede prolongarse más, Horacio! -así me llamaba ahora-. Mi vida es un tormento: el deseo de ver a Ayesha martillea mi cerebro. Voy a volverme loco. Mi vida así no puede ser. Deseo la muerte y todavía soy joven. ¡Tengo que vivir aún otros cincuenta años!

-¿Qué piensas hacer entonces? -pregunté.

-Voy a tomar el camino más corto para conocerlo todo o para no saber nada -me contestó sordamente-. No soy inmortal, y moriré, moriré esta misma noche.

Me volví rápidamente hacia él. Sus palabras me daban miedo.

-¿Sabes lo que te digo, Leo? ¡Que si tal haces eres, un cobarde! ¿Es que no comparto yo todas tus penas?

-Tú no sufres tanto como yo. ¡Sabes que la amo y que sin ella no puedo vivir! Además, tú eres más fuerte que yo, has vivido más. ¡No! ¡No puedo, no quiero vivir más!

-¡Pero eso es un crimen! Es el insulto mayor que puedes hacer al Poder Divino que te ha creado. Es un crimen que te hará acreedor al mayor castigo que cerebro humano pueda imaginar. ¡Quizá la separación eterna de ELLA!

-Pero, ¿tan gran delito es para un hombre torturado por el dolor, el que tome un cuchillo y con él se separe de una vida que ya no tiene objeto, con ansia loca de buscar el olvido? ¿Es que no hallará merced tal ser humano? ¡Yo te repito, Horacio, que moriré esta noche! ELLA está muerta, y quizá en la muerte estaré más cerca de ELLA.

-Pero, ¿por qué crees eso, Leo? ¡Quizá Ayesha viva!

-¡No! Si viviera, estoy seguro que me hubiera enviado algún mensaje. Pero dejemos esta cuestión. No hablemos más de ello.

Dimos la vuelta, y nos dirigimos hacia casa, en silencio. Tenía la seguridad de que Leo estaba loco. Aquel terrible choque moral había destruido su razón. De otra forma no comprendía su manía del suicidio. Leo era un hombre muy religioso, y en su trato había tenido ocasiones de conocer sus estrictas opiniones en tal materia. Me volví, y le dije: -Leo, ¿será posible que hayas perdido el corazón hasta tal punto que no te importe dejarme solo? ¿Es así como pagas todo el cariño que siempre te he demostrado? ¡Quieres mi .muerte! ¡Haz esa locura, y mi sangre caerá sobre tu cabeza!

-¿Tu sangre? ¿Por qué tu sangre, Horacio?

-Porque el camino es ancho, y por él pueden caminar dos personas juntas. Juntos hemos vivido, y juntos moriremos. Si te matas, ten la seguridad de que moriré, y serás tú quien me haya matado.

Leo exclamó:

-Está bien. Te prometo que no me mataré esta noche. Daremos otra oportunidad a la vida.

Llegábamos a la casa. Le contesté solamente:

-Está bien.

Y sin cruzar palabra, me fui a mi cuarto, lleno de congoja, porque estaba seguro de que, una vez poseído del deseo del suicidio, éste llega a convertirse en una. obsesión tan fuerte, que la vida se hace imposible, acabando por matarse. En mi desesperación, dirigí mi alma a Ayesha, exclamando: "¡Si tienes algún poder, si de alguna forma puedes hacerlo, da una muestra de que todavía vives, y no permitas que muera tu amado! ¡Ten piedad de su pobre corazón dolorido! Sin esperanza, Leo no puede vivir, y sin él yo moriré."

Cansado ya, me dormí.

De repente, me despertó la voz de Leo, hablándome muy bajo, pero en tono muy excitado, a través de la oscuridad.

-¡Horacio -me dijo-, Horacio, amigo mío, escucha! ...

Me incorporé en la cama, con todas las fibras de mi cuerpo en tensión. Por el tono de su voz, comprendí que alguna cosa había ocurrido, que iba a cambiar el destino de nuestra vida.

-Déjame encender una luz, primero -contesté.

-¡Sin luz es mejor, Horacio; escucha! Me acosté, y ya dormido, he tenido el sueño más extraño y más emocionante que imaginar se puede. Me parece que estaba en el cielo, entre las nubes. El cielo estaba muy negro y no había una estrella que brillara en él. Un gran estremecimiento se apoderó de todo mi ser. De repente, subí disparado millas y millas hacia el espacio. Vi entonces una pequeña luz, y pensé que sería una estrella que venía hacia mí. La luz se agrandó lentamente, como si fuera un globo de fuego. Descendía y descendía hasta que llegó a posarse sobre mi cabeza, tomando la forma de una lengua de fuego. A la altura de mi cabeza se detuvo y permaneció extática, y a la luz que irradiaba, pude ver la figura de una mujer envuelta en la llama. El resplandor se atenuó, y pude entonces ver claramente a la mujer. Y Horacio, amigo mío, ¡era Ayesha! Ayesha misma, sus ojos, su cara, su cabello. Me miraba con reproche, como diciendo: "¿Por qué dudaste?"

"Intenté hablar, pero mis labios permanecieron mudos; traté de avanzar y abrazarla, pero mis brazos permanecieron quietos. Había una barrera entre nosotros. ELLA, con la mano, me hizo seña de que la siguiera.

"La seguí. Mi espíritu parecía haber huido de mi cuerpo, pero volvió a mí para poder seguirla. Nos dirigimos velozmente hacia el oeste, pasando tierras y mares. En un punto se detuvo. A nuestros pies, brillando a la luz de la luna, aparecieron las ruinas del Palacio de Kor. Más lejos se veía la cabeza del Etíope, y entre las marismas vi a los árabes, nuestros compañeros de antaño. Job estaba también entre ellos; levantó la cabeza y me vio.

"Cruzamos los mares de nuevo y los arenosos desiertos. Cruzamos más mares. Vimos las costas de la India a nuestros pies. Y hacia el norte, siempre hacia el norte, vimos enormes macizos de montañas cubiertos de nieves eternas. Pasamos por encima de ellas y nos detuvimos un instante sobre una meseta. Había un monasterio, vimos a los monjes orando sobre su terraza. Si lo volviera a ver, lo reconocería. Tenía la forma de media luna, y, lo que es más, a poca distancia se elevaba una gigantesca estatua de algún dios venerado en los desiertos. Yo creo que conocería esto. ¿Cómo? No lo sé. Estoy seguro que aquellas montañas pertenecían al Tibet. Más montañas y un desierto. Más montañas y picos nevados.

"Cerca del monasterio se elevaba una montaña de roca, solitaria y más alta que las de sus contornos. Nos detuvimos sobre su nevada cresta. De repente, en otras montañas de los alrededores surgió una luz semejante a las que se cruzan los marinos en el mar. Nos dirigimos hacia allí, atravesando una gran llanura, en la que había varias aldeas y una ciudad situada sobre un despeñadero.. Cuando llegamos al abrupto pico, vi que éste tenía la forma de crux ansata, símbolo de la Vida en el pueblo egipcio, y que estaba formada por la superposición de capas de lava, hasta alcanzar cerca de cien pies de altura. Vi también que el fuego que brillaba y que habíamos visto desde lejos, procedía del cráter de un volcán. Sobre la cresta de este pico permanecimos largo rato, hasta que la sombra de Ayesha, señalándome con la mano hacia el cráter, desapareció de mi vista. Entonces desperté.

"¡Horacio! No hay duda, es un mensaje que me envía Ayesha.

Su voz calló en la oscuridad, pero yo permanecí absorto por la extraña revelación.

Entonces, Leo, sacudiéndome por un brazo, me dijo:

-¿Duermes? ¡Habla, por Dios, habla!

-No -le contesté-; nunca he estado más despierto; pero deja que reflexione.

Me levanté y me dirigí hacia la ventana abierta, y descorriendo la cortina me puse a contemplar el cielo. Éste era de un gris perla oscuro, teñido de los primeros colores del amanecer. Leo vino hacia mí, apoyándose en el alféizar. Tan junto estaba, que sentía su cuerpo temblar, como si estuviera aterido.

-¿Crees que es un mensaje? -le pregunté-. Yo creo que se trata simplemente de una pesadilla ...

-¡No; estoy seguro! Fue un mensaje. Lo que he visto es lo que haré. ¡Tú, haz lo que quieras! Mañana salgo para la India. Contigo, si quieres; si no, solo.

-¿Por qué hablas así, Leo? -le dije-. Yo no he recibido ningún mensaje; pero, a pesar de ello, no puedo dejar solo a un hombre que hace unos momentos quería suicidarse, para que sea víctima de los peligros del Asia Central. Todo lo que nos queda por hacer es buscar una montaña que tenga la cúspide en forma de crux ansata. ¿Pero tú crees que Ayesha estará reencarnada en el Asia Central como sacerdotisa Gran Lama o algo así?

-No he pensado en eso; pero, ¿por qué no? Acuérdate que en cierta escena de la caverna de Kor nos dijo que la Muerte y la Vida, y la Vida y la Muerte, eran lo mismo. Acuérdate también que nos prometió que vendría de nuevo a este mundo. ¿Y, cómo puede ser eso, sino por la reencarnación, o, lo que es lo mismo, por la transmigración de las almas?

No supe qué contestar a este argumento; una terrible lucha interior se desarrollaba en mí.

-Ningún mensaje he recibido -dije-; y, sin embargo, he jugado un papel importantísimo en vuestro drama, y, lo que es más, presiento que mi parte no ha acabado todavía.

Quedamos en silencio, sin saber qué decir, con los ojos fijos en la inmensidad del cielo.

Amaneció. Las nubes, en fantásticas masas, avanzaban negras, presagiando un día de tormenta. Una de ellas, enorme, tenía la forma de una formidable montaña; la mirábamos sin fijeza, cómo lentamente, a impulso del viento, cambiaba de apariencia; su cresta tomó la forma de un cráter, haciendo después los jirones de nubes un pilar sobre él. Los débiles rayos del sol dejaron pasar su luz, y el cráter y el pilar quedaron blancos, como si fueran de nieve; entonces un trozo de nube, negra como el humo, salió por detrás de lo que figuraba el cráter, como una enorme masa de humo...

-Mira, Horacio -dijo Leo con voz temblorosa-. Esa es la forma de la montaña que vi en mi visión. Allí está el pilar, y tras él el fuego... ¡Horacio! ¡Horacio! ¡El mensaje es para los dos, Horacio!

Miré, como queriendo grabar su forma y sus contornos en mi cerebro, hasta que el viento lentamente continuó su obra, cambiando la forma de las nubes.

-¡Leo, hijo mío -exclamé-; voy contigo al Asia Central!

CAPÍTULO 2 EL MONASTERIO

DIECISÉIS años han pasado desde la noche en que recibimos el mensaje de la adorada Inmortal en nuestra casa de Cumberland, y desde entonces Leo y yo seguimos incansables viajando, y viajando con la esperanza de encontrar la montaña que tiene la cumbre igual a la de la visión de Leo.

Nos encontramos ahora en un país que, según mis informes, no ha sido hollado todavía por pie de europeo alguno.

Es una parte del enorme Turquestán. A orillas del lago Balkash, a unas doscientas millas hacia el oeste del macizo de montañas señalado en los mapas con el nombre de ArkartyTau, en las cuales estuvimos un año, y a unas quinientas millas al este de las montañas llamadas Chergas, de donde acabámos de regresar, después de haber explorado las del Tau.

Aquí es donde comienzan nuestras verdaderas aventuras.

En uno de los picos de las imponentes Chergas, que no están señaladas en los mapas, estuvimos a punto de morir de inanición. El último viajero que encontramos, cien millas al sur, nos dijo que entre estas montañas existía un monasterio habitado por lamas, de reconocido grado de santidad, que para alcanzar méritos moraban en esta tierra salvaje sin más compañía que la de sus oraciones.

No sólo estábamos hambrientos, sino que en este áspero terreno ni abrojos pudimos encontrar con los que hacer un fuego para reconfortar nuestros ateridos cuerpos. Viajábamos día y noche, llevando entre los dos al pobre yak, el último que nos quedaba de la caravana. Era una noble bestia, y de la constitución más hermosa que he visto entre los de su especie.

Cruzábamos a través de una meseta de nieve, dejando a nuestra derecha los picos de las Chergas, cuando el yak se detuvo. Nosotros nos detuvimos también, y arrojando nuestras pieles, nos sentamos sobre ellas en la nieve, a esperar la luz del día.

-Tendremos que matar a este animal si no queremos morir de hambre -dije, compadeciendo al pobre yak, que se tumbó pacientemente a nuestro lado.

-Quizá podamos encontrar caza mañana -dijo Leo con esperanza. -Y quizá no; en cuyo caso deberemos morir.

-Bien; moriremos -contestó-. Éste es el último recurso del fracaso; hemos hecho cuanto hemos podido.

-Ciertamente, Leo: Hemos hecho cuanto hemos podido, si así se puede llamar a nuestros diecisiete años de vida azarosa, persiguiendo la realización de aquel sueño de Cumberland.

-¡Sabes que lo creo firmemente! -contestó Leo.

El silencio sé hizo entre nosotros, porque contra esta razón todos los argumentos fracasaban.

El día llegó, y con él su luz. Ansiosamente nos miramos el uno al otro, tratando de descubrir las fuerzas que nos quedaban.

Al alumbrar los rayos del sol con su brillante luz los picos nevados, vi que los ojos de Leo expresaban admiración. De repente se volvió hacia mí y me mostró el confín del desierto.

-Mira allí -me dijo, señalándome una cima de enorme altura.

Era una montaña a no más de diez kilómetros de donde nos encontrábamos. De pronto, volviendo la espalda al desierto trepó por una pequeña colina que se elevaba a nuestras espaldas, y por la cual habíamos pasado la noche anterior. El sol seguía elevándose sobre nuestras cabezas, iluminando alegremente a su paso las desiertas llanuras. Al extremo de la colina, solamente en la inmensidad del desierto, se veían las ruinas de un Buda de colosal tamaño, y a sus espaldas, en piedra amarilla, la imponente masa de un monasterio budista.

-¡Por fin! -gritó Leo-. ¡Gran Dios, por fin!

Hincando las rodillas en tierra, murmuró una oración de gracias, y estoy seguro de que lo que dijo no hubiera querido que nadie en el mundo lo supiera.

Le dejé que diera rienda suelta a los impulsos de su corazón; yo también me encontraba emocionado; pero, reaccionando, me dirigí al pobre yak que no hacía más que mirar aquí y allá con hambrientos ojos. Cargué las pieles sobre su lomo, y, tomando de la mano a Leo, le dije, procurando dar a mi voz el mayor aplomo posible:

-Ven; si en ese lugar vive gente, encontraremos comida y agua. Ven; la tormenta no tardará muchas horas en estallar.

Sin decir una palabra, se levantó, sacudiéndose la nieve de la cara y de la ropa, ayudándome a levantar el yak, pues tan débil estaba el animal, que no podía hacerlo por sí mismo. En la cara de Leo se había operado una transformación: una gran calma se había apoderado de su espíritu.

Descendimos por la ladera de las montañas hasta el plano donde el monasterio estaba construido. Nadie parecía habitarlo; no había ni una huella que nos pudiera indicar tal cosa. ¿Serían solamente unas ruinas? ¡Habíamos encontrado tantos de esta forma! Esta tierra tan antigua está llena de antiguos monumentos que sirvieron de hogar y retiro a lamas, por cientos y miles de años, antes de que la civilización occidental llegara aquí.

Mi corazón, o, mejor dicho, mi estómago, que desfallecía, se sobresaltó de gozo al contemplar una pequeña columna de humo que se elevaba débilmente por una chimenea. En el centro del edificio se elevaba una cúpula, perteneciente, sin duda, al templo; y, enfrente de nosotros se veía una pequeña puerta. A ésta fue a la que llamamos, diciendo en voz alta: "¡Abrid, abrid, santos lamas! ¡Extranjeros necesitan de vuestra caridad!" Detrás de la puerta oímos pasos y a poco giró la puerta sobre sus goznes, apareciendo en su marco un hombre muy viejo, vestido con un traje amarillo.

-¿Quiénes sois? -dijo-. ¿Quiénes sois, que venís a tan apartados lugares a turbar la paz de los santos lamas de la Montaña?

-Viajeros, sagrado lama, que se encuentran demasiado solos -le contesté en su propio dialecto, que en nuestra ruda marcha por el Tibet había tenido ocasión de conocer a fondo-. Viajeros que morirán de hambre sin vuestra caridad -y añadí-: Las leyes sagradas no os permiten negar hospitalidad.

Nos miró a través de sus anteojos, y, sin duda, nuestras caras nada le decían, pues paseó su vista por nuestras ropas, que estaban destrozadas, y que en sus buenos tiempos debieron ser de la misma forma que las suyas. Eran como aquellas que usan los monjes tibetanos. Las adoptamos porque en aquellas regiones no era posible encontrarlas en otra forma.

Dándose cuenta de ello, nos preguntó con duda:

-¿Sois lamas? ¿De qué monasterio?

-Lamas somos -contesté-, de un monasterio que se llama el Mundo, lo que no quita que estemos hambrientos.

La contestación pareció complacerle, porque, después de un momento de duda, sacudiendo ligeramente la cabeza, contestó:

-No es nuestra costumbre admitir en esta casa a extranjeros que no pertenecen a nuestra fe, y estoy seguro que vosotros no pertenecéis... -¿Es quizá contra vuestras leyes, santo Khubilgham -pues así se llaman los abades tibetanos-, dejar morir de hambre a los extranjeros?

Le recité un pasaje de las doctrinas de Buda, que se refería a este punto. -Veo que habéis leído los libros sagrados -exclamó con admiración-. No puedo negaros asilo. Entrad, lamas del monasterio del Mundo; entrad, así como vuestro yak, que también necesita caridad.

Y dando un golpe en un gong, apareció otro hombre, más viejo aún que él, que nos contempló estupefacto.

-Hermano -dijo el abad-; cerrad vuestra boca asombrada, no se introduzca un espíritu maligno. Llevad a ese pobre yak al establo, y dadle de comer.

Tomamos nuestros bártulos del lomo del yak, y el viejo lama, cuyo retumbante título era de "Maestro del ganado", salió arrastrando el yak. Cuando se marchó, no sin haberle costado trabajo separar el animal de nuestro lado, pues se había encariñado con nosotros, el abad, cuyo nombre era Kou-en, nos llevó al interior de la habitación general, o, mejor dicho, de la cocina, pues para ambas cosas servía. Allí estaba el resto de la comunidad. Eran unos doce. Estaban sentados alrededor del fuego, cuyo humo habíamos visto. Uno de ellos preparaba la comida matinal, mientras el resto se calentaba a su alrededor. Todos eran viejos. El más joven no tendría menos de sesenta y cinco años. Kou-en nos presentó a ellos como "hermanos del monasterio llamado el Mundo, que morían de hambre". El viejo abad no se dio cuenta de la pequeña sátira que encerraban mis palabras.

Nos tendieron sus arrugadas manos, expresándonos el contento que nuestra llegada les producía. No era extraño, pues éramos las primeras caras nuevas que veían desde hacía muchísimos años. No se pararon en palabras; nos dieron en seguida agua caliente, con lo que nos lavamos, mientras dos de ellos nos preparaban una habitación y nos proporcionaban nuevos vestidos y nuevo calzado. Nos condujeron a la habitación de honor, donde nuestros deseos se vieron colmados por un reconfortante fuego encendido, dos blandos lechos y unos viejos vestidos, incluyendo ropa interior, que en aquella ocasión nos parecieron flamantes. Ya lavados y mudados, dimos un golpe al gong que había en nuestra habitación, apareciendo un monje, que nos condujo otra vez a la cocina, donde una frugal comida estaba servida.

Terminada ésta, recitamos una oración de gracias budista, lo que impresionó grandemente a nuestros anfitriones.

-¡Sus vidas van por la Senda! ¡Sus vidas van por la Senda! -replicaron ellos al unísono.

-Sí, santos lamas; por ella van nuestras vidas, desde hace dieciséis años de nuestra presente encarnación. Pero nosotros somos neófitos. Vosotros, sagrados lamas, conocéis cuán ancha y cuán larga es esta senda, máxime cuando no se está instruido en la forma recta de marchar por ella. Dirigidos por un sueño, hemos venido a turbar vuestra paz; vosotros, los más piadosos, los más santos, y más sabios lamas de estos lugares.

-Ciertamente -respondió el abad-, si se tiene en cuenta que no se encuentra otro monasterio en cinco meses de jornada a la redonda. Desgraciadamente, somos muy pocos...

Después de esta escena, pedimos permiso para retirarnos a nuestra habitación a descansar; y dormimos veinticuatro horas seguidas, despertándonos fuertes y frescos como si nada hubiera pasado.

Tal fue la forma como nos introducimos en el Monasterio de las Montañas, pues no tenía otro nombre, y donde estábamos destinados a pasar seis meses de nuestra historia.

Según parece, muchísimos años antes existió en este lugar un monasterio en el cual vivían varios cientos de lamas.

Así debió ser, pues de otra forma no se comprendía las enormes dimensiones del edificio, la mayor parte ruinoso, y, como demostraba la estatua del Buda, antiquísimo. La historia decía, según el viejo abad, que los monjes, unos doscientos años antes, fueron pasados a cuchillo por cierta tribu salvaje que vivía al otro lado del desierto, detrás de las montañas, y los cuales suponían eran adoradores del Fuego. Únicamente se salvaron unos cuantos lamas, llevando la infausta nueva a otros monasterios. Durante cinco generaciones este lugar estuvo deshabitado.

Por fin, le fue revelado a nuestro amigo Kou-en, cuando joven, que él era la reencarnación de un viejo monje que habitó el monasterio, que se llamaba también Kouen, y que era su misión en esta nueva vida volver a habitar el abandonado monasterio, ganando así méritos y recibiendo interesantes revelaciones. Así, pues, reuniendo unos cuantos de sus compañeros, y con permiso de sus superiores, después de seis meses de búsqueda ardua e infatigable, tomaron posesión del monasterio, reparándolo lo suficiente para sus necesidades.

Poco después de nuestra llegada al monasterio, comenzó el invierno con sus helados fríos y sus tormentas de nieve. Pronto nos convencimos de que debíamos permanecer allí hasta la primavera. Hubiera sido una locura salir en cualquier dirección, con riesgo de perecer. Con alguna reserva le expusimos nuestra situación al viejo abad, añadiendo que, para no ser gravosos, arreglaríamos algunas de las habitaciones de la parte ruinosa, subviniendo a nuestras necesidades con pescado del vecino lago, y alguna caza que cayera en nuestras trampas, cortando el hielo del primero y colocando lazos en el pequeño bosque de pinos y abetos que crecía a sus orillas. El buen abad ni nos quiso escuchar.

-Habéis sido enviados para ser nuestros huéspedes, y podéis permanecer cuanto tiempo queráis. Nosotros estamos muy complacidos en oír hablar del gran monasterio llamado del Mundo, donde los monjes están tan harapientos de cuerpo como de alma.

Aunque el tiempo transcurría en una situación bastante confortable para nosotros, si la comparamos con las angustias pasadas, nuestros corazones se consumían en la impaciencia del deseo de proseguir nuestra busca. Sabíamos que estábamos en la ruta verdadera; lo presentíamos, y, sin embargo, estábamos imposibilitados de salir. En el desierto la nieve caía sin cesar y frecuentemente se desataban fuertes vientos que arrastraban la nieve como si fuera polvo, formando montañas.

No obstante nuestra impaciencia, encontramos algo que la mitigó. En una derruida habitación del monasterio existía una biblioteca, compuesta de numerosos volúmenes, y obtuvimos permiso para examinarlos libremente. Era verdaderamente la más extraña colección y de valor más inapreciable que figurarse puede.

Lo más interesante que hallamos fue una especie de diario, en muchos tomos, a cargo de los "Khubilgham" o abades del antiguo monasterio, y en los cuales, acontecimientos de gran importancia estaban expuestos con todo detalle. Pasando las páginas de uno de los tomos más recientes, escrito, según las apariencias, hacía unos doscientos años, encontramos unos pasajes interesantísimos, de los cuales no puedo acordarme de memoria. En substancia decía así:

"En el verano de este año, después de una gran tormenta de arena, uno de nuestros hermanos (el nombre estaba, pero lo he olvidado) encontró en el desierto a un hombre, habitante del país por detrás de las montañas. El hombre vivía, pero cerca de él encontramos los cuerpos de dos de sus compañeros, que habían muerto asfixiados por la sed y el polvo. El hombre no quiso decirnos cómo llegó al desierto, manifestándonos solamente que siguió el camino conocido por los ancianos de antes de que nuestras relaciones con el mundo cesasen. Después nos dijo que sus compañeros, los muertos, habían cometido un crimen, por lo que fueron condenados a muerte, y que él los había acompañado en su huida. Nos dijo que existía un delicioso país detrás de las montañas, fértil, pero lleno de ruidos y terremotos. Más tarde éstos tuvieron lugar por nuestros contornos. La gente de aquel país era guerrera, pero también cultivaba la tierra. Siempre habían vivido gobernados por Khanes, que eran descendientes de un griego llamado Alejandro, el cual conquistó muchos territorios al sudoeste de la región. Esto puede que fuera verdad, pues nuestro diario nos cuenta que unos dos mil años antes un ejército invasor penetró por aquellas tierras, aunque de nuestras relaciones con ellos nada se dice.

"El extranjero nos dijo que aquel país adoraba a una sacerdotisa llamada Hes o

Hesea, que reinaba eternamente, de generación en generación. Ella vivía en una gran montaña aislada; era obedecida y acatada por todos, pero que no era la reina del país, en el gobierno del cual no intervenía. Era a ella, sin embargo, a quien se ofrecían los sacrificios, y quien incurría en su desagrado moría sin remedio.

"Le contestamos que mentía, cuando dijo que era una mujer inmortal, pues creo que era eso lo que quería decir. ¡Nada hay inmortal! ¡Nosotros nos reímos de su poder!

"Esto indignó a nuestro hombre. Dijo que nuestro Buda no era tan poderoso como su sacerdotisa, y que ella lo demostraría castigándonos a nosotros.

"Le dimos de comer, y se fue, no sin antes decirnos que cuando, volviera, veríamos quién decía la verdad.

"No sabemos qué fue de él, y no nos quiso decir cuál era el camino para llegar a aquel país que se extiende tras las montañas.

"Yo creo que era un espíritu maligno, enviado para tentarnos y hacernos pecar, pero se vio fracasado"

Un día, después de este descubrimiento, rogamos al abad Kou-en que nos acompañara a la biblioteca, y leyéndole el pasaje que he expuesto, le preguntamos si conocía algo sobre este asunto. Sacudió su inteligente cabeza, que siempre me recordaba la de una tortuga, y contestó:

-Un poco, muy poco, casi nada; y lo que sé, se refiere al ejército del rey griego a quien ese escrito se refiere.

Sorprendidos, le preguntamos cómo era que supiera algo de tan antiguos acontecimientos, a lo que Kou-en contestó con calma.

-En aquellos días, cuando la fe en Buda era todavía joven, yo, que vivía como un humilde hermano en este monasterio, que fue uno de los primeros que se construyeron, vi el paso del ejército del rey griego; eso es todo -pero añadió inmediatamente-: Eso pasó... en mi quincuagésima encarnación. ¡No!, estoy equivocado con otro ejército: fue en mi septuagésima tercera encarnación 3 .

Al oír esto, Leo no pudo menos de esbozar una carcajada, que evité a tiempo, haciéndole una seña con el pie por debajo de la mesa. De otra forma hubiera sido incurrir en la irritación terrible del fanático viejo. Me extrañó esto en Leo, pues nunca se río de la gente que acepta la teoría de la reencarnación, que es el primer artículo de fe entre casi las tres cuartas partes de la raza humana.

-¿Cómo puede ser esto? -pregunté más dueño de mí-. Quiero saberlo para mi progreso, sagrado lama. Siempre creí que la memoria desaparecía con la muerte.

-¡Ah! -contestó-: así es, en efecto. Pero, hermano Holly, muchas veces ésta vuelve otra vez para aquellos que están avanzados en la senda que conduce a la Verdad. Por ejemplo, hasta que vosotros no leísteis este pasaje del diario, no se despertó en mi mente el recuerdo del paso de este ejército. Ahora los veo pasar, estando yo entre otros monjes, al pie de la estatua de Buda, contemplando su marcha. No era un gran ejército; se encontraba muy diezmado; la mayor parte de sus soldados habían muerto o habían sido pasados a cuchillo por las tribus salvajes que los perseguían. Su general tenía gran prisa en poner el desierto entre ellos. Era un hombre de altiva apostura. Quisiera recordar su nombre, pero no puedo. Llegó hasta nosotros y nos pidió una habitación donde pudieran pasar la noche su mujer y sus hijos. Nos pidió provisiones, medicinas y guías. El abad de aquel entonces le contestó que no era permitido por las leyes de las comunidades lamitas que ninguna mujer entrara bajo nuestro techo. Él, soberbiamente, nos contestó que si tal no hacíamos, no necesitaríamos ya nuestro techo, pues cortaría nuestras cabezas a golpes de su yatagán. Para nosotros, los lamas, morir de muerte violenta representa reencarnar varias veces en el cuerpo de un animal, lo que es horrible; escogimos el menor mal, accediendo a los deseos del bárbaro, obteniendo después perdón para nuestra culpa, del gran Lama. Yo no llegué a ver a esta mujer, pero, sin embargo, vi a la sacerdotisa a quien estos extranjeros adoraban.

Kou-en movió su cabeza tristemente, y calló.

-¿Qué pasa? -le pregunté, pues esta historia nos interesaba grandemente.

-¡Oh! ¡He podido olvidar al ejército, pero a la sacerdotisa, no! Y ha sido para mí la rémora que me ha hecho caminar lentamente a través de muchas encarnaciones, retardando mi marcha hacia el Otro Lado, a la Orilla de Salvación. Yo era un humilde lama, y se me encargó de preparar las habitaciones que había de ocupar. Cuando esto hacía, ella entró en la habitación, despojándose de sus velos. Dándose cuenta de que era un adolescente, me hizo muchas preguntas, entre ellas, si me gustaba ver una mujer de su hermosura.

-¿Cómo, cómo era ella? -preguntó Leo, ansiosamente.

-¿Que cómo era ella? ¡Oh! Era la beldad en conjunto, era como la aurora sobre las nieves, como la estrella de la tarde; como la primera flor de la primavera. Hermanos, no preguntarme cómo era. No lo sabría decir. ¡Es mi pecado, mi pecado! Su recuerdo dormía en mi mente, y vosotros lo habéis traído para avergonzarme a la luz del día. Pero no, debo confesaros cuán vil y malvado soy. Yo, a quien vosotros creíais un santo, soy pecador como vosotros. Aquella mujer, si mujer era, encendió un fuego en mi corazón que no se apagará nunca, ¡nunca!

Kou-en se sentó en el banco, llorando.

Sus lágrimas de contrición le empañaban los anteojos, mientras decía, lentamente: -¡Me hizo adorarla! Me hizo preguntas acerca de mi religión. Yo le contesté, esperando que la Luz se hiciera en su corazón con mis palabras. Mas ella dijo: "-Vuestra Senda es la renunciación, y vuestro Nirvana, la nada. En llegar hasta él empleáis toda vuestra vida de sacrificios. Yo os enseñaré una senda más agradable y una diosa más poderosa a quien adorar.

"-¿Qué senda y qué diosa?

"-La Senda del Amor y de la Vida -contestó-. Ella es la que ha hecho al mundo, y es la que os ha hecho a vosotros. La diosa soy yo. ¡Adórame y ríndeme homenaje!

"Pobre de mí, hermanos míos. Me postré de hinojos y besé sus pies. Después, avergonzado de mí mismo, salí con el corazón destrozado. Al ver que me alejaba, me dijo entre risas:

"-Acuérdate de mí cuando alcances tu Devachan, siervo del Santo Buda. Yo no cambio, yo no muero, y siempre estoy con aquellos que me han rendido una vez homenaje.

"Y así es, hermanos; aunque obtuve la absolución para mi culpa y he sufrido mucho, hasta mi próxima encarnación no podré olvidarla...

Kou-en sollozaba con la cabeza entre las manos.