Balada del cometa - Adrián Linari - E-Book

Balada del cometa E-Book

Adrián Linari

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Beschreibung

El autor teje una historia envolvente donde personajes de distintas épocas se encuentran inexplicablemente conectados por la aparición de un cometa. A través de relatos que entrelazan el pasado y el presente, la obra explora el impacto del destino, la búsqueda de identidad y la conexión entre historias humanas dispersas por el tiempo.

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Adrián Linari

Balada del cometa

Linari, Adrián Balada del cometa / Adrián Linari. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4886-3

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Introducción: El año del cometa

Francine

Giotto

Φ= 1,618

En conclusión: Lecturas del cometa

Introducción

El año del cometa

“Si yo supiera…”, digo cuando me preguntan por qué cierta narración me salió así. “Si yo supiera…”, digo cuando me preguntan qué fue lo que me la inspiró. “Si yo supiera…”, digo cuando me preguntan por el propósito de tal o cual argumento. “Si yo supiera…”, digo cuando me preguntan en quién estaba pensando mientras concebía a determinado personaje. Se me hace que, salvo cuando la pregunta me llega provocada por el cuento del caballero que orinaba siempre afuera por más que se esforzara en atinarle al lugar apropiado, no es por pereza que respondo así. Y es que bien puedo afirmar que el cuento del caballero de la mala puntería es la transcripción de un sueño que tuve en primera persona después de haber digerido una seguidilla de desencuentros que me atizó la sensación de estar fatigando una trama desnorteada. Arriesgo que esa trama arrancó con una frustración.

Le cuento a quien le interese conocer la causa de tal frustración que hubo un instante en el que llegué a creerme a un pelito del Regocijo nocturno, composición aún extraviada que el guitarrista Nitsuga Mangoré escribió durante el quinquenio que corrió entre la creación de la Danza paraguaya y la del Choro de saudades. Todo por entonces me indicaba que el manuscrito que yo venía rastreando estaba traspapelado en un depósito de partituras del Conservatorio Municipal de Asunción. Y también todo por entonces me indicaba que, pues la obra giraba en torno a la evocación del miedo que el autor había padecido a poco de haber cruzado por primera vez la frontera nacional para dar un concierto en la ciudad de Corrientes, el título era un guiño irónico. En realidad, pienso ahora, con un poco de viento a favor acaso hacían un trío las fuentes que hablaban de aquel miedo. La menos resbalosa sostenía que no a otra cosa se habría referido el músico cuando, en el lecho de muerte, le dijo al cura que venía confortándolo: “No temo al pasado, pero no sé si podré superar el misterio de la noche”. El misterio que se suponía incapaz de superar era, al ver de quien arrojó esta hipótesis, el que estaba detrás del miedo en cuestión.

A modo de digresión cuento también que al interior del variopinto gremio de los historiadores corre una serie de advertencias a manera de Decálogo: una de las primeras de la lista indica que la honestidad obliga a evitar formar parte del vasto colegio conformado por quienes padecen el Síndrome de Procusto. Se sabe: así como el Procusto de la mitología griega aserraba a sus huéspedes para ajustarlos al exacto largo del lecho que tenía a disposición, los afectados por el referido síndrome tienden a ajustar lo sucedido a las conclusiones que forjaron de antemano. Para mí, el miedo que habría acompañado a Mangoré hasta la última agonía es una elaboración procustiana que apunta a justificar los prolongados períodos en que el artista se aislaba para rezar hasta el desmayo. Así y todo, admito que cuando él cruzó a Corrientes, latía en el ambiente una suerte de paranoia colectiva que, dado su temperamento inclinado al abatimiento, podría haberlo afectado. Y es que en aquel 1.910 circulaba la especie de que la inminente visita del cometa Halley dejaría en la atmósfera la suficiente carga de gas cianógeno como para encenderle la mecha al Apocalipsis.

No bien el curador del conservatorio se comprometió a enviarme por correo un duplicado del Regocijo nocturno, le comuniqué mi avance a un colega. Mateo es su nombre y, si bien celebramos distintos campos del conocimiento, sabemos compartir gustos, peñas y utopías. “Avisame cuando tengas a mano esa partitura”, me contestó él por lo que el día en que el sobre llegó a casa, lo invité a descubrir juntos el tesoro. “De música entiendo poco, pero esta obra me parece que es anterior al siglo pasado”, observó no bien tuvimos la copia ante los ojos. “Es de la época de las misiones jesuíticas y, por los arreglos, me animo a asegurarte que la escribió Domenico Zipoli”, le dije al cabo de una lectura. Y protesté: “¿En qué estaría pensando el curador, que confundió romanticismo tardío con período barroco? Además, este material ya lleva circulando más de medio siglo”. Para aventar la frustración que seguramente se me manifestó en la cara, Mateo me ofreció facilitarme un libro que le dedicaba un capítulo entero a Zipoli y que se había traído de San Rafael de Chiquitos tras haber participado de un encuentro de muralistas en el que había dejado su colorida impronta en un muro del casco histórico. “Justo estoy mudando mi biblioteca de una habitación a otra, así que me va a costar un poco encontrarlo. Pero la lectura bien vale tu paciencia: trata sobre la confección y la compostura de violines, arpas y oboes en las reducciones de Moxos, Itapúa, San Cosme y Yapeyú”, me dijo con su característico entusiasmo. Si no le contesté que, si bien su oferta me resultaba interesante, mi atención estaba comprometida con Mangoré, fue por no pasar por malagradecido.

Aquello sucedió hacia fines de un ciclo lectivo. Estaba yo formando parte de una mesa de exámenes de invierno cuando una amiga en común pasó al aula para entregarme un paquete. “De parte de ya sabés quién”, me avisó antes de ganar el patio. Desenvolví el paquete no bien firmé la última acta y al minuto me di cuenta de que, aunque la obra exponía asuntos propios del período colonial, el ámbito territorial no coincidía con cuanto Mateo me había adelantado. “Disculpame, estaba segurísimo de que ese era el libro”, me dijo al otro día, cuando lo llamé para señalarle la confusión. “Te disculpo porque de todas maneras me vino bien: encontré un montón de nombres y referencias que me resultan familiares, como el cacique toba Paikín, el cacique abipón Ychoalay, el paraje La Cangayé. Con todo esto voy a enriquecer mi propuesta curricular”, le reconocí. Y era que el texto desarrollaba las causas y las circunstancias que habían empujado a varios grupos indígenas desde el Chaco salteño hasta estas orillas del humedal paranaense, problemática que suelo abordar en una de mis cátedras. “¡Qué bueno, nene!”, celebró y a continuación sopló una seguidilla de adverbios de duda, señal de que le estaba dando forma verbal a una idea que se le acababa de encender. “Ya que estás en ese tema y si te sirve, te voy a contactar con un muchacho que antes de jubilarse aportó mucho a nuestro museo etnográfico. Una de sus investigaciones trata justamente de las migraciones de las naciones chaqueñas a finales del siglo XVIII”, me dijo detrás de aquella seguidilla y yo le agradecí por adelantado el favor.

El muchacho resultó ser, para mi sorpresa, un profesor que me dio clases hace añares. Recuerdo que sabía alternar el ejercicio de la docencia con la búsqueda de restos arqueológicos y paleontológicos. Llegó a ser un referente en estos campos. El sábado en que me llegué a su casa, en apenas un minuto me di cuenta de que él no me tenía presente y que, encima, estaba atravesando un cuadro complicado de salud que a gatas le permitiría concederme una pizca de atención. Así y todo, al final de aquella entrevista me entregó una carpeta cuya carátula afirmaba con tinta que el tiempo había empalidecido que adentro había información sobre los éxodos guaycurúes. “Iba a escribir algo con todo eso, pero ya no tengo ánimo para este tipo de aventura. Quédeselo. Venteo que está en buenas manos”, me dijo instantes antes de que la señora me acompañase hasta la vereda. “Se viene despidiendo del mundo desde hace como mil añonuevos”, me secretó ella un tanto risueña. Pero esta vez el adiós fue acertado. A la vuelta del entierro abrí la carpeta. Ni una sola etnia chaqueña andaba sus hojas. En cambio, me encontré con una serie de apuntes ordenados cronológicamente: el primero, que llevaba pegado el calco de un mapa de lo que hoy es el Noroeste argentino, pintaba lugares en los que se había llevado a cabo, entre 1.658 y 1.667, la tercera y última de las llamadas guerras calchaquíes. Después venía una página que se me antojó un facsímil de época y que con caligráfica elegancia enseñaba la orden que la Real Audiencia de Buenos Aires diera para que se desarraigase a los Quilmes y se los encomendase a lo que en tiempos del Virreinato del Perú era conocido como los Pagos Pampeanos. Los siguientes folios daban cuenta de la marcha forzada a la que fueron sometidos los encomendados, del diez por ciento que llegó con vida a destino, del tipo de trabajo al que los sobrevivientes fueron sometidos, de las posteriores muertes por epidemias. Dos registros me atraparon: el primero estaba dedicado al análisis del estrés que provoca en una comunidad saberse hablante de una lengua a punto de desaparecer; el otro se detenía en la figura de un astrónomo que comparaba el firmamento rioplatense con el que había estudiado desde el observatorio del pucará de donde había sido arrancado. Pues se expresaba en un castellano de salón y recurría a imágenes a ratos bíblicas y a ratos clásicas, malicié que a la cosmovisión del astrónomo había de encontrarla mediatizada por la del escriba. De todas maneras, me topé con algo valioso: a las puertas de la primavera del año que en nuestro calendario corresponde a 1.682, el astrónomo vio a orillas del Río de la Plata un cometa. Si bien los cálculos que había heredado de otro astrónomo cordillerano le recordaban que el cometa había llegado con matemática puntualidad, no pudo eludir la tentación de entregarse a la exégesis del fenómeno. Así fue que en aquella visión leyó la consumación de su derrota y la profecía de una era en la que los suyos se avecinarían como extranjeros. Consulté un par de páginas y conocí que aquel cometa es el mismo que doscientos veintiocho años después asustó –o habría asustado- a Nitsuga Mangoré. “Pero qué cosa”, me dije y, se me hace, me acosté pensando en lo desnorteado de la trama que últimamente venía transitando. También se me hace que en aquella noche soñé el cuento del caballero que, a su pesar, orinaba con mala puntería.

Mientras lo transcribía, me llegaron noticias de otros hechos acaecidos en aquel 1.682 y a la vista del mismo cometa. Seleccioné los que me sedujeron por su cercanía, les di forma narrativa y se los presento a continuación. Ojalá yo supiera decirles por qué me salieron así.

Francine

Dramatis personae

Tespis de Icaria:

Francine:

Amanda:

Don Nuno:

Fray Bronislaw:

Morajú:

Carmencita:

Don Manuel:

Rutilio y Cósimo:

Sor Felicia Maravillas de San José:

Don Faustino de Villegas y Maziel:

Director de una compañía artística itinerante

Pasajera de Tespis de Icaria

Mamá de Francine

Papá de Francine

Padrino de Francine

Recadero de fray Bronislaw

Madrina de Francine

Tío de Francine

Colaboradores de don Manuel

Protectora de Francine

Deán de Santa Fe de la Vera Cruz

Tespis de Icaria

“Abracadabra, se le pasó decir abracadabra. Sin un abracadabra como los que ocupó durante la función de anoche, la gracia del acto palidece”, piensa tras verle al mago retirar de un tirón la lona que con las mismas manos desenrollara hace apenas instantes sobre la cubierta desnuda de la embarcación. De pronto boquiabierto, recorre con la vista el conjunto variopinto de bultos surgido de la nada. “Ni falta que le hizo decir abracadabra”, admite dos segundos antes de que una voz grandota le dé en la cara para prevenirle:

-Doy fe, don Nuno, de que tanta maravilla reunida no sabe hallarse siquiera en los bazares que encantan gentíos al otro lado del orbe, allí donde los asoleados vientos todavía acarrean la doctrina de los inmemoriales zahoríes.

-… los bazares que encantan gentíos… –murmura él sin darse cuenta.

Está a un ápice de detener su curiosidad sobre un potecito de porcelana azul que se le antoja un especiero holandés cuando un dragón verde que ocupa todo el largo del antebrazo izquierdo del mago le atrapa la mirada. Se le hace que, avivado por el demorado desplazamiento que la extremidad realiza para presentar los bienes expuestos, el dibujo recoge y extiende su cola de serpiente, abre las fauces, destella al modo de las luciérnagas. Se dice que le gustaría tener escondido debajo de la manga del pañuelo un tatuaje idéntico para contemplarlo y concebir correrías con su asistencia toda vez que le toca el baño. No alcanza a figurárselo porque con un carraspeo, el mago jala su atención hasta fijársela en el aro que a manera de lente sostiene a la altura del ojo derecho. Nota al momento que a través de la oquedad de la pieza, puede apreciar el ajetreo del muelle cuya vista interrumpe la cabeza del hombre. Un ¡ah! que se extiende a lo largo de una decena de latidos le brinca de la garganta.

-En el Libro Segundo de La República, Platón dejó asentado este portento, el anillo de Giges de Lidia –le siente explicar a una mujer que acaba de aparecerse sobre el castillo de popa.

Más que la irrupción inesperada, más que los ademanes teatrales, más que la dicción cristalina, más que el blanco de la piel, lo que de ella le sorprende es el rojo furioso del cabello.

-Si bien la tradición la ha pintado de oro, el fundador de la Academia de Atenas nos cuenta que la alhaja es de mero bronce, tal como puede su merced apreciar –oye que añade la dama, ahora acompañada por la figura y la voz de una joven que se le antoja esculpida en ébano, que se adelanta medio paso y puntualiza:

-Afirma el sabio que al darla vuelta, torna invisible a su portador. Y comenta a modo de moraleja que es necesario precavernos pues con su uso, Giges conquistó un reino de una forma nada loable.

-¿Pero qué conquista puede ser estimada loable? –le escucha disparar a una tercera fémina, que se ha ubicado en el medio de la dupla.

Viéndola bajita, maciza, morruda se le hacen presentes las vecinas que a diario se congregaban en el patio central de su aldea natal para machacar maíz en el círculo de morteros atadas al ritmo que les imponían los versos que entonaba una matrona de trenzas grises. Se evoca correteando lagartijas junto a otros rapaces entre los morteros y el bosque de piernas de las machacadoras y paladea una brizna de dicha, que se le volatiliza cuando las tres mozas yerguen el dedo de apuntar, conjugan sus rostros en una misma dirección y en el tono de quien suelta una máxima labrada en piedra, rezan a la par:

-¿Acaso el anillo corrompió con su facultad a Giges de tal forma que le hizo cometer conductas deleznables? ¡No! Nadie saca afuera lo que adentro no tiene.

-Desde que de mi patria partí, cachorras mías, pocos coros me resultaron tan acertados –le siente ponderar al mago, que ahora sostiene un telescopio que supone largo y pesado como un cirio pascual. Y le escucha preguntarle detrás del amén que el trío ha exclamado: -En lugar de volverse invisible para poder curiosear las conductas secretas del vecindario que ha sido puesto a su pastoral cuidado, ¿no le apetecería, don Nuno, otear cómo transcurren las noches y los días sobre la superficie lunar?

-Se me hace a mí que a tan vastas alturas, el aire es tan delgado que a nadie le resultaría posible encender un fuego decente –admite él al tiempo que del muelle le llegan los acentos de una discusión de estibadores.

-¡Ah, otra cosa fuera si en vez de suponer y dar por sentado, la gente se dignase preguntar! –le oye corear al trío, que describe a renglón seguido: -Según sea la fase que nuestro satélite atraviesa, las amapolas que cubren sus campos de cultivo son albas, amarillas o purpúreas. Del néctar de esas flores y de ciertos tubérculos se nutren unas cabras cuya leche sustenta a unos pigmeos que doblan las rodillas hacia atrás, conocen los tiempos del verbo, practican una religión natural y entierran en los cráteres a sus muertos.

-Al día de hoy, hay censados quince mil cuatrocientos doce selenitas con esas mismas características, lo que representa algo menos del cero coma tres por ciento de la población de todo el sistema solar –oye que le informa alguien a su espalda y, al volverse, se encuentra con una muchacha que, acuclillada, está componiendo un trasmallo. Le ve recostar la aguja que venía esgrimiendo sobre un lío de cuerdas de cáñamo, tomarse los codos y erguirse con la lentitud con que las sombras se estiran al atardecer antes de ponerse a declamar: -Cuántas almas por salvar, cuánto error por enderezar, cuánto dolor por apaciguar, cuánto desamparo por abrigar.

-Cuánta indocilidad por reducir –le oye sumar a una Eva envuelta en velos superpuestos que el aire hace flamear en dirección del bauprés.

Al momento, la profusión de tules le trae a la memoria la escena de beduinos que ornamentaba al florero que a lo largo de una mañana lo entretuvo en la sala de esperas de la Iglesia Matriz, poco antes de caer en desgracia. Está empezando a retroceder hacia la jornada aquella cuando le escucha al mago afirmar:

-Si en lugar de servirse de un anteojo capaz de adelantarle la extensión de la grey que al otro lado del vacío sideral aguarda sin saberlo la salutífera prédica, su merced prefiere poner las cosas en su lugar sin más retórica que un par de venerables varazos, mayor provecho ha de brindarle esta reliquia.

De entre unos rollos apergaminados que conjetura cartas náuticas y tablas astronómicas, le ve alzar una pértiga oscurecida por el tiempo. Al instante le siente al quinteto recitar que la cuchilla que en tiempos bíblicos coronó a la lanza con la que el soldado Longino de Cesarea atravesó el costado del Mesías, se encuentra en manos del sultán otomano. Le siente franquear una pausa y contar luego que la parte del arma que le está siendo enseñada, pasó hace un siglo y medio el Atlántico a bordo de la carabela Magdalena. Observa a la pelirroja destacarse un palmo en el castillo de popa, levantar la frente y los brazos a semejanza de quien suplica lluvia y le escucha a continuación referir a través de versos endecasílabos y rimados que don Pedro de Mendoza, a la sazón capitán de aquel navío y almirante de la expedición al estuario del Plata, se la había birlado al Pontífice durante el célebre saqueo de Roma. En la extensión de la siguiente estrofa le oye narrar que en cuanto el caballero discernió que el fracaso de su expedición era prueba de que la compañía de la sagrada pieza no le era propicia, resolvió arrojarla al agua. Las corrientes la arrastraron hasta la isla de Santa Catarina, en donde un pescador la halló y pronto la ofreció en venta. Se entera gracias a la tercera estrofa que al cabo de varias transacciones, fue a parar al fuerte de Colonia del Sacramento, en donde su actual poseedor la trocó por un juego de manteles de Ruan.

Cae él en la cuenta de que fuera del momento en que la reliquia fue tirada al agua, a lo único que le ha prestado atención fue a la cabellera de la expositora. Aunque no alcanza a interpretar el contenido de la frase que le rozó las orejas no bien la mujer concluyó su aporte, vislumbra que llevaba la voz del mago y que fue soplada entre signos de interrogación. Pide disculpas al descubrirse en falta y ruega que le sea repetida la pregunta. Le ve al hombre menear la cabeza, cambiar la pértiga por una copa que a primera vista se le hace de peltre y le oye requerirle al coro que vocalice el romance del cáliz sagrado. Observa al trío descender a paso procesional, rodear el mástil mayor y, después de completar el cerco con la tejedora y la de los tules, emprender una ronda. Tranco a tranco y antes de completar el primer giro le escucha preludiar que, en feliz coincidencia con los evangelios de Nicodemo y Gamaliel, el códice de María de Magdala vierte la historia del Grial que el mago está exhibiendo. Se entera durante la segunda vuelta de que el recipiente no es otro que el que José de Arimatea recibió de manos de un arcángel como muestra de gratitud por haberle cedido su propio sepulcro al Mesías sacrificado. Dos estrofas más adelante conoce que a lo largo de cuarenta y tres generaciones, los descendientes de aquel José ocuparon ese mismo premio para rememorar la Última Cena en cada Jueves Santo. Aprende gracias a los siguientes versos que la tradición fue interrumpida por un caballero templario que abusando de la hospitalidad que le fue regalada, al alba de un Domingo de Resurrección lo hurtó para huir con él y esconderlo en uno de los castillos de la orden, junto al Arca de la Alianza y el cráneo del Bautista. Conoce que cuando el rey Felipe, apodado el Hermoso, consumó su deseo de exterminar a los templarios, el cáliz pasó a dilatar el tesoro de la Casa Real. Descubre que a la muerte del monarca, la reina viuda se lo donó a su confesor, un abad que a la semana lo perdió en un juego de dados que favoreció a un tabernero, quien lo cambió por un lote de barricas de cerveza bretona que había de aprovecharle un año entero. Y oye que fue merced al pago recibido por la aún evocada comedia que el mago dirigió en el patio de la cervecería beneficiada, que el Grial acabó su periplo a bordo de la goleta con la que la compañía teatral que está actuando tan solamente para él viene visitando los puertos del orbe.

-¿Y qué adelantaría yo con la posesión de una copa que poco, si no nada, se distingue de la que a diario ocupo? –protesta él en tanto barre de una ojeada el montón de bienes en exposición.

Ve un atril, un tintero con forma de sirena, un códice cuyo lomo reza Breviarium historiae catholicae, un raudal de borlas colgando de un sombrero de fieltro, una lupa, un verduguillo. Está por comentar que tiene la impresión de que los ojos vidriados de una muñeca envuelta con un mantón le están siguiendo los desplazamientos de las manos cuando le oye al expositor contestarle:

-Pero reverendo Nuno, ¿le habré malinterpretado cuando al cierre del espectáculo que ofrecimos anoche me confió que está en la búsqueda de un recurso que le ayude a despegarse de la indigencia? Fíjese que una vez enterados de la existencia de esta pieza, de toda la Gobernación del Paraguay, ¿qué digo?, de todo el Virreinato del Perú han de llegarle peregrinos agitados por participar de las misas por vusted cantadas.

-Como abejas sedientas de néctar, como polillas ávidas de luz –le oye subrayar al coro.

-Figúrese las cestas rebosantes de contribuciones que el sacristán va a entregarle al cabo de cada colecta dominical –le oye rematar al hombre.

Se imagina alzando el cáliz en el momento de la transubstanciación. Imagina una multitud agolpada a sus espaldas. Imagina su fama diseminándose por todos los rincones del Imperio. Imagina al deán que lo dejó al borde de la excomunión rogándole hincado la bendición. Se imagina comiendo a diario. Se imagina compartiendo los salmos de las laudes con el arzobispo de Lima y los padres provinciales de cuanta orden hay asentada en la ciudad. No bien emerge del territorio de sus anhelos se encuentra con la mirada del mago. Se le hace que le está leyendo esos anhelos pues tiene el rostro como el de quien asiste a la ascensión de la Virgen. Y avisa:

-Sepa, maestro, que pues hueca está mi faltriquera, tendrá que concederme unas horas para que pueda yo procurarme el metálico suficiente.

Le siente al hombre advertirle que, a primera hora, con viento propicio ha de zarpar hacia Nuestra Señora de la Asunción, en donde pululan los arcedianos que esperan una joya del quilataje del Grial. En cuanto el coro termina de rogar la asistencia de Eolo, él desembarca y como quien padece un súbito retortijón atraviesa el muelle.

Mientras el aliento se lo permite, trepa corriendo la barranca. Jadeando esquiva estibas, carretones y porteadores hasta que la nariz le avisa que ha alcanzado la arteria que ha de acercarlo a su lugar. Y es que el aire ha sido ganado por el olor de los corrales en donde desde temprano se encuentran encerradas las reses arreadas desde la otra banda del Paraná. Aborda la vía salpicada por tortas de bosta y charcos de un aguacero que el suelo todavía no ha terminado de absorber. Se está dejando conmover por el balido de un ternero destetado cuando advierte que los vapores que ascienden de la mezcla pisoteada de estiércol, barro y orines han sido sucedidos por la fragancia verde de la yerba mate acopiada en los galpones regenteados por el Cabildo. El olor le trae el recuerdo del viaje en balsa que entre desconocidos que transportaban sacos de yerba y fardos de tabaco lo alejó de su aldea materna. Rememora los cambios de ritmos y tonalidades que con ojos infantiles iba leyendo en las aguas que bajaban por el laberinto de islas y bancos de arena, los sapukay con que se saludaban a través de la bruma los jangaderos, el múltiple aullido de los monos carayá que desde la selva de la orilla anticipaba el atardecer, el arribo a una población que todavía no se despegaba de la siesta. “¿Y cuándo dice que iremos a pegar la vuelta?, se recuerda preguntándole al que por las indicaciones que de camino había ido haciendo llegó a considerar el baqueano del grupo. Revive la sensación de pichón caído del nido que le acalambró las entrañas cuando, como si tal cosa, el hombre le reveló que sabía cómo llegar a destino pero no cómo volver a contracorriente. Se recuerda observando azorado a los remeros dispersándose conforme iban pillando algún conchabo. Se recuerda procurando con creciente prisa un sitio que lo guareciera de la noche que se dilataba sobre aquel mundo. “A ver, m’hijito, sígame”, se le hace que le vuelve a escuchar decir al vecino que al alba lo descubrió hecho un ovillo en un rincón de un cobertizo en el que de unos travesaños colgaban cueros de iguanas, de coipos, de yacarés, de carpinchos, de curiyúes. “Yo no sé si aquí lo van a amparar mejor que en el galpón que vusté invadió, pero al menos no lo van a querer poner en venta”, le oye en ecos señalarle al samaritano mientras se ve dejado en el atrio de la Iglesia Matriz, que por entonces estaba en construcción. O más bien en reconstrucción. Porque pronto había de enterarse de que el templo era la imagen de otro templo que había formado parte de una ciudad que, antes de ser entregada a la voracidad de una selva que de noche arañaba puertas, levantada baldosas e invadía huertos, había sido duplicada con meticulosidad de orfebre en un recodo menos hambriento del río. “Así procedieron los alarifes para que el vecindario no se diera cuenta de que en la noche había sido reasentado. Y el vecindario no se dio cuenta de que en la noche había sido reasentado porque durante el movimiento dormía como un mamoncito recién amamantado. Y dormía como un mamoncito recién amamantado porque estaba bajo los efectos del kaapí que los regidores del Cabildo habían mandado traer bien en secreto del Guayrá. Sobornados por los regidores y con la excusa de una fiesta de guardar, los capuchinos habían incensado las calles y las plazas, pero en lugar de ocupar incienso como Dios manda, habían ahumado a todo el mundo con aquel yuyo, que adormece los sentidos y embota la razón como todos los bienes que nos convida el pícaro de Satanás”, recuerda que le explicaría más adelante el peón patiero de la Iglesia Matriz, que no había de demorarse en adoptarlo como aprendiz.

-¡Pero Ave María, don Nuno! –siente que de pronto le grita un carrero que está bajando en dirección del puerto y en cuanto termina de emerger del territorio de los recuerdos, cae en la cuenta de que el grito lo salvó de vérselas de frente con el buey uncido-. ¿Pero en donde es que vusté tiene la cabeza?

Se disculpa con un ademán y para darse compañía, vuelve a sumergirse en sus adentros. Tan ensimismado sigue tres potreros más adelante que no alcanza a advertir que una racha que le ha revuelto el pelo, le ha abierto un siete al toldo de humo que enfunda a un horno de tejas. Tampoco advierte que de un tirón, la racha le ha robado un jirón al toldo para arrastrarlo casi al ras del suelo por entre las estibas de adobones y hacerlo caracolear alrededor de la rueda de una noria. Recién cuando lo arroja el jirón a la cara, cae en la cuenta de cuanto ha mirado sin ver. Al segundo, el olor dulzón de la arcilla incandescente lo trae al presente. Toma consciencia de que un propósito lo apura: regresar munido de dinero a la goleta antes de que el mago zarpe.

-Y zarpará aunque el río se enardezca y el viento se aplome porque los elementos acatan sus órdenes –dice con una voz apenas más audible que la de quien desgrana a solas el rosario y al punto redobla el paso pensando en el hombre.

Se había enterado de su arribo en la jornada anterior, cuando frente a sus narices desfiló una columna de arlequines, forzudos, tragasables, bufones, odaliscas, contorsionistas, lanzallamas, acróbatas seguida por una orquesta que, armada con tambores y flautas, le abría el paso a un barbudo apenas ataviado con un taparrabos que, desde el lomo de un elefante, anunciaba la inminente actuación de la compañía del inmortal Tespis de Icaria. Aquello había sucedido en las inmediaciones de la feria, adonde había ido a primera hora en busca de las mandiocas coloradas que Amanda, su ama de llaves, le había encargado para el almuerzo. Deslumbrado, había seguido al espectáculo junto a una bandada de niños hasta que, en una esquina, se detuvo al acordarse de que todavía no había cumplido con el mandado. Dudó entre proseguir y volver sobre sus pasos. Cuando al cabo de un parpadeo tomó una decisión, vio que la columna, la orquesta, el elefante y la bandada de niños se habían transformado en un punto apenas audible que se perdía en una lejanía que contradecía a las dimensiones del casco urbano. Sintió en las entrañas el resabio que solían dejarle sus sueños, sueños cuyo argumento invariablemente se enredaba y se agotaba sin haberle permitido alcanzar aquello que había estado persiguiendo. Aún apesadumbrado, se dijo que por andar con la cabeza descubierta, de seguro había sufrido el embate de una alucinación. Al girar sobre su eje, se topó con un extraño cuyo rostro se le antojó idéntico al que había visto montado sobre el paquidermo. Le llevaba al menos una cabeza de altura, era tan flaco como un esclavo recién desembarcado y en un portugués que le recordó a los que pasan la vida a la intemperie, o quizá en un castellano como el de los que conocen el mar, le preguntó si no planeaba asistir a la función. “Dada mi condición, primero debiera requerir el permiso necesario”, contestó él. “Amigo, los dos sabemos que quien ruega permiso, a cambio de nada le concede a un arribista el placer de hacerse rogar como un monarca”, le retrucó el barbudo en el tono de quien se ve forzado a explicar una perogrullada. “Así anduviese por la vida sin deberle cuentas a nadie, primero tendría que hacerme de un real para abonar la entrada”, prosiguió reconociendo él. “Pues en toda la comarca no circula metal acuñado, la gente paga en especies”, le confió el barbudo, que le guiñó un ojo y se le despidió con un ademán gentil. Con una tenaza que consiguió a préstamo y después de analizar varias alternativas, esa tarde desprendió del catre dos clavos de tres pulgadas que consideró redundantes. “Un vaivén, un rempujón y vamos a terminar en el suelo”, le oyó protestar al ama de llaves, que lo había mirado hacer sin abrir la boca. “Paciencia, mujer”, devolvió él antes de avisar: “Si no le apetece acompañarme, con esto creo que basta para una entrada”. Se arregló como si hubiera sido día de baño y volvió a hollar la calle a la hora de la oración. Empezaban a ser encendidas las luminarias del barrio de los beneméritos cuando divisó el tablado instalado en una de las cabeceras de la Plaza Mayor. Un bufón erigido sobre zancos le dio la bienvenida y le señaló el arca en donde debía depositar el óbolo. Mientras abonaba, le dio un vistazo al interior de la caja: pudo reconocer cucharas, agujas, un botón nacarado, un cubilete, una herradura, un trozo de sierra, yesca. Enderezó hacia al hemiciclo de escaños y tomó asiento a cuatro o cinco brazos de distancia del escenario. Vio al bufón pasar por arriba del público al tiempo que agitaba un cencerro y demandaba silencio. Lo vio zambullirse con zancos y todo en una humareda que junto a un estruendo de salva brotó de la boca de un cañón más ancho que largo. Cuando el humo se disipó, comprobó que el bufón había desaparecido. Tal fue el silencio que se impuso entre los presentes que, durante el rato que le llevó poner en palabras lo que acababa de presenciar, pudo sentir las palpitaciones del río. Una vez limpio el aire, vio al barbudo parado frente al público y vestido con una túnica escarlata salpicada de estrellas y medialunas doradas. Se le hizo que ahora lucía el largo y la barriga de un vecino común y corriente. Le oyó presentarse con el nombre de Tespis y contar que llevaba fatigados algo más de dos milenios, fatiga cuyo transcurso comenzó cuando, a bordo de un carromato, partió de Icaria, su patria, presto a representar tragedias que, si todavía daban tela para hablar, era porque la condición humana no había cambiado desde entonces. “Icaria, la ínsula que perpetúa la memoria del vuelo primero de los hombres”, le oyó precisar en el instante previo al planeo de un sujeto alado, que a la altura de los campanarios trazó un estilizado ocho e, impulsado por un par de aleteos, se alejó en dirección del puerto. Valiéndose de que todas las miradas habían quedado pegadas a la bóveda celeste, le hizo notar a la concurrencia que la Luna aún no se había asomado. “Es que le hemos rogado la gentileza de retrasar su presencia hasta que hayamos sellado nuestro espectáculo”, le oyó confiar. “Porque no hemos abarajado una fecha cualquiera para presentarnos en estas playas: por el contrario, hemos seleccionado con pitagórica precisión la que, merced al acontecimiento que la oscuridad reinante nos permitirá bien pronto avistar, hará simetría temporal con el día de nuestra partida”, le oyó explicar. Le oyó soplar el primer abracadabra de la noche y vio dibujarse al segundo en el cielo la cola de un cometa. “¡Ahí está, tal y como hace dos mil doscientos veintiún años!”, le oyó exclamar y de inmediato, media docena de actores representó una miscelánea de diálogos de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides que giraba en torno a las pasiones. Le oyó pintar el viaje que a la sombra de Heródoto le permitió conocer Tesalia, Persia, Babilonia, Egipto. Delante de una esfinge de cartón piedra, el sexteto encarnó a dioses con cabeza de gato, de chacal, de halcón, de cobra, de cocodrilo, de galgo. A diez o doce pies del suelo y desde un aparato hecho de cables, roldanas y trapecios, entonó en forma polifónica la elegía que por Bucéfalo compuso Alejandro de Macedonia. Sobre la arena de un circo, se transformó en una cuadriga del tiempo de los gladiadores y a bordo de una galera, describió el mar del que se extrae la púrpura imperial. Vino luego una combinación de actos de magia y audacia con escenas tomadas del santoral que fue sucedida por algunos de los cuentos con que Sheherezade salvó su cabeza a lo largo de mil y una noches. Le dio a entender qué es el sueño a una aldea de insomnes y qué el color a una nación de ciegos, puso a danzar a unos demonios del Magreb que, como todo el mundo sabe, son rengos, y con la guitarra del cante hizo pucherear a una cuadrilla de sordos. “Hace ya trescientos ochenta y un años, estando este mismo cometa sobre el cielo de Génova, conocimos a un amanuense llamado Rustichello de Pisa”, le oyó introducir para recorrer pronto con la pluma del presentado el palacio en donde Marco Polo y Kublai Khan celebraron el misterio de la amistad. De la mano de Lope, celebró en Fuenteovejuna el pacto de un pueblo. Y celebró la compra que, setenta y cinco años atrás y durante la última visita del cometa, hizo de una embarcación en Lisboa. “A bordo de ella, esta compañía viene asombrando al mundo desde Cabo Verde hasta Cartagena, desde Aruba hasta Curazao, desde Maranhao hasta el Janeiro, desde San Vicente hasta Colonia del Sacramento, desde Santísima Trinidad hasta este momento, que es cuando la docilidad que nuestro paciente satélite nos ha concedido llega a su fin”, le oyó terminar de contar en el preciso instante en que el resplandor de la Luna se insinuó sobre las aguas. Vio a las seis máscaras bajar de una nube algodonosa para despedirse del público a la par de Tespis. “¿Su merced pasa a saludarme estimulado, como tantos otros, por el deseo de que le revele el secreto de la longevidad?”, le oyó al barbudo preguntarle mientras a su alrededor, los espectadores se retiraban y el elenco desmontaba aparejos, descolgaba pendones y apagaba lámparas. “El día sabe hacérseme tedioso por lo hueco, pobre y previsible: ¿con qué beneficio querría yo dilatar mi fastidio hasta cubrir los dos milenios?”, se recuerda respondiendo para admitir al punto: “Paso a saludar a su merced pues me tienta formar parte de su compañía: no tengo habilidades que me destaquen pero me sé aprender rutinas si no son sesudas”. Recuerda al barbudo agacharse para aflojarse las correas de los calzados. Recuerda que cuando se incorporó, tenía rasurada la cara y el mismo perfil que había de conocerle en unas horas a bordo de la goleta. “Me intriga conocer qué es lo que vusted imagina que ha de encontrar viajando entre artistas”, admitió Tespis, que entornó los párpados y se tomó la carretilla. “No es que con ansias espere fama ni sumar experiencias que les son exóticas a la generalidad de los hijos de Eva: acaso ambiciono ventilarme con la mucha soltura que, según imagino, sus mercedes han de respirar andando tantos mundos”, se sinceró él. “¿Ventilarse, dice? En tal caso, a vusted le bastará con alcanzar el buen aire que, por lo común, la estrechez niega”, razonó Tespis, que luego de preguntarle el nombre, el oficio que ejercía y los componentes de lo yantando durante la última semana, le propuso: “Pase a visitarnos, si es gustoso, esta misma tarde. En la nave tenemos algún que otro objeto que de seguro ha de voltearle la suerte”. Preguntó al instante él si esos objetos tenían mágicos poderes. “Para vusted, ¡a no dudarlo! Para nosotros representan un ingreso que viene a redondear lo que el tablado nos concede”, le contestó Tespis. Y cuando él preguntó si le seguiría aceptando clavos en pago, en respuesta escuchó: “Sé que lo que le tengo reservado, don Nuno, vale su peso en plata del Potosí. Si al examinarlo, vusted coincide con mi parecer, sobre seguro sacará la manera de hacerse de unos ocho reales”.

Ahora es el olor a suero que satura a la atmósfera lo que lo trae al presente. Cae en la cuenta de que está subiendo por el camino que costea al tambo que hace las veces de límite de su jurisdicción parroquial. Cae además en la cuenta de que gastar los ocho reales que cuesta el Grial le provocará conflictos de entrecasa. “No han de ser los primeros que he debido sortear ni los últimos que tendré que digerir”, piensa y al segundo, el innumerable concierto de grillos y ranas lo pone al corriente que la noche ha llegado. Hacia el Oeste de la bóveda ve extendida la cola del cometa y, sobre la cresta de un saucedal, el lucero. Percibe el hedor que sabe anunciarle la proximidad de la curtiembre, se dice que ya casi está llegando y acelera el paso. Salta por sobre el zanjón que desagota el caldo que desde los piletones de curtido baja al río y a la luz de las constelaciones distingue el tejado de su iglesia. Para sacarse de encima sin mayores trámites a un perrazo que le ha salido al cruce a contados metros del templo en donde practica su ministerio, dispara una interjección en una lengua imaginaria. A fin de que ningún ruidito delate su llegada se descalza en el atrio, empuja con suavidad una de las hojas del portal, pasa en puntas de pie, se arrodilla de cara al sagrario apenas alumbrado por una flama, se persigna y atraviesa de memoria la oscuridad en dirección a la sacristía. “No hay moros en la costa”, piensa luego de haber permanecido un buen rato inmóvil y con el oído atento en medio de la sacristía. De memoria da con el armario que guarda los ornamentos y utensilios litúrgicos y lo abre con la demora con que se retira la gasa que cubre una herida. Con el brazo diestro franquea el conjunto conformado por el alba, las estolas, el cíngulo y la casulla que cuelgan del travesaño. De memoria tantea la tabla del fondo hasta que palpa una fisura vertical, que de memoria recorre con la yema del índice derecho. De la fisura extrae una llave no bien la toca y de memoria se desplaza un par de pasos para introducirla en el ojo de la cerradura de un arcón. Aprieta los párpados, le sopla un shhh al mecanismo, que la memoria le recuerda alcahuete, gira la llave y sonríe al comprobar que el pestillo ha retrocedido sin toser un solo quejidito. Musita un aleluya y al abrir los ojos repara en la sombra que su cuerpo está proyectando contra la pared. El corazón le corcovea y un dedo frío le recorre el espinazo. Al volverse, se encuentra con la mirada encrespada del ama de llaves, que porta en una mano un candil y en la otra, un palo.

-No es lo que parece ser, Amanda –se defiende él con lo poco de voz que consigue sacarse de la garganta y, para certificar su aseveración, levanta el botellón de mistela, señala con una uña una marca trazada con cera en el vidrio y dice: -Vea, compruebe que no ha bajado ni un pelito desde que canté la última misa.

-¿Y entonces qué quiere inventar en lo oscuro? –brama ella y deja caer el brazo del palo-. ¿O anda buscando matarme de un susto?

-No tanto, Amanda, no tanto –contesta él al tiempo que rebusca algo en la hondura del arcón. Y cuando lo detecta, lo exhibe-. Ando queriendo sacarla de la penuria con esto.

-¿Finalmente la sobriedad lo ha terminado trastornando? Deje esa moneda en donde la teníamos escondida, que es el único resguardo que nos queda si a su merced lo expulsan también de aquí –exige ella y vuelve a enseñarle el palo.

-Serénese y siéntame un poco, Amanda –ruega él y a continuación despliega los beneficios que la tenencia del Grial les ha de conceder.

Completada la exposición, ella se apropia del silencio que tan solamente mancillan los chillidos de los murciélagos para tantear la calidad del negocio. Está aún vacilando cuando siente que alguien está chocando palmas en el atrio. Con una mueca, le manda a él que se asome para ver qué está pasando. Él regresa la moneda al arcón y obedece. El primer resplandor lunar le permite verle la cara a una anciana, frente a la que con la cola barre el piso el perro que hace un rato le saliera al cruce. Murmura un “Ave María purísima” y la visita le responde “Sin pecado concebida” para al segundo contarle que su hijo mayor está boqueando a consecuencia de la picadura de una yarará de la cruz. Le detalla que ya en vano le ha pagado dos libras de yerba al curandero y otras tantas al cirujano del puerto, que fue el único que se dignó asistirla. Añade que también les ha prendido velas a San Huberto y a San Pantaleón y, para reforzar el ruego, a San La Muerte. Y concluye la exposición diciendo que para que la agonía no se demore en demasía y termine pegándosele a los allegados, hizo llamar al despenador. Con un balanceo de cabeza, él aprueba los pasos dados y promete ir donde el moribundo no bien tenga en mano el santo óleo para proporcionarle la extremaunción. Espera que ella se aleje y suelta en dirección de la Cruz del Sur un chiflido partido en tres sílabas. Al rato se le hace presente un muchachito que para hacerle las veces de acólito le demanda el pago de cuatro huevos de gallina. No bien él termina de protestar que el precio representa una desmesura, el niño expone calmoso que todo el mundo conoce que de noche, las tarifas se duplican. Tras una puja, convienen valuar el servicio en tres huevos pagaderos a la vuelta.

-Temo perder a Tespis si este asunto se llegara a demorar, así que le encargo la compra –le dice al ama de llaves tras extraer la crismera y el hisopo del mismo armario que abrió hace un rato-. La copa que va a traerme se parece a la que ocupo en el altar, aunque a simple vista se nota que es tan antigua como el propio Jesucristo. Cuídese bien de que no la vayan a querer embromar.

-¡Pero hombre, que a mí no me llaman Nuno! –gruñe ella y lo ve salir con prisa.

A la altura del primer canto del gallo, don Nuno ve llegar al despenador. De un codazo despierta al acólito que duerme a su diestra, acuclillado en una esquina de la choza en donde el desahuciado resuella. Al pasar a su lado, el hombrecito le dedica una reverencia y sin más vueltas toma asiento a la altura de la cabecera del lecho, entre dientes pronuncia algo en una lengua nasal, apoya los labios contra el pecho del agonizante y sorbe haciendo fuerza a la manera de quien procura destapar la bombilla atascada del mate. Un estertor estalla contra la techumbre de paja y despabila a los deudos. Mientras la anciana de la casa rompe a llorar, el hombrecito se incorpora con la boca visiblemente llena. Todos lo observan escupir algo en la concavidad de un pañuelo amasado como un nido y entregarle a continuación el paquete a don Nuno, que gana el patio y una vez a solas, sacude el trapo en dirección del ocaso. La luz que apenas conceden las constelaciones tan solamente le permite vislumbrar durante no más de dos segundos una sombrita que aleteando como un quiróptero se pierde.

-Requiescat in pace –dice y mediante un chiflido llama a su acompañante.

Despiertan los zorzales y los benteveos en el minuto en que emprende el regreso. Siente que en el aire hay una atmósfera de vísperas y su apuro contrasta con el paso del niño, que culebrea como un borracho y a cada rato se detiene para arrancarse abrojos de las plantas de los pies. Mojado por el rocío del alba alcanza su morada, abona lo convenido e ingresa entonando hosannas. Halla al ama de llaves sentada de cara al fogón, donde una pava tiznada está tomando temperatura de una cancha de brasas.

-¿Dónde está, Amanda, dónde está? –exclama.

Ve que con el solo concurso de la quijada, ella señala hacia un punto celado por la semipenumbra. Hacia ese punto él dirige la vista y al instante detecta una silueta recostada contra un rincón. Al toparse con los mismos ojos vidriados que viera a bordo de la goleta, para él la hora pierde en un latido todo su encanto. Se le escapa una blasfemia que, aunque corpulenta, no consigue desahogarlo. Se le hace que en cualquier momento le va a dar un soponcio. Respira con demora, como cuando procura evadirse de la tentación de zamparse un vaso de caña, y en cuanto considera que el corazón ha recuperado su ritmo habitual, solicita una bolsa de arpillera.

-Se la voy a devolver envuelta como corresponde a ese truhan –avisa y baja un par de santos del cielo.

-Ya zarpó. ¡Fue algo tan pero tan lindo de ver! Sirgaron la embarcación hasta que una de las tripulantes arrojó una maroma como para enlazar al cometa que don Tespis nos mandó a todos los presentes que mirásemos. Con el extremo perdido en la hondura de lo oscuro, la maroma cinchó la nave hasta que en un de repente no la vimos ni la oímos más. ¡Todavía me arden las palmas de tanto aplaudir! –le oye contar a ella, que se inclina para tomar del asa la pava y, después de verter un chorrito de agua en la calabacita que sostiene con la mano torpe, pregunta: -¿Y por qué, en vez de andar despotricando en balde, no le mira un poco la carita a esa muñequita? ¡Parece viva!

-¡Parece, su merced lo ha dicho, parece! –rezonga él-. La ilusión es precisamente el arte del que maman los trashumantes como Tespis.

-¡Ah, pero en cambio la santísima copa que vusté quería comprarse no era cosa de ilusión! ¡Pero si será candoroso, padrecito Nuno! –exclama ella, carcajea y prueba la primera cebada, que aprueba con una media sonrisa-. Vamos, déjese de bobear, hágame caso y mírele la carita un poco.

Él sacude la cabeza, se caga en el Colegio Cardenalicio, en la Casa de los Habsburgo y en la Madre España, resopla y cede. Advierte en seguida que las pupilas de la muñeca siguen sus movimientos. Advierte que sus iris brillan. “No como los de quien soltó una carcajada sino como los de un cachorro amoquillado”, compara. Se le acerca hasta que se advierte en el reflejo de sus ojos. De manera instantánea recuerda la vez en que se contempló en un espejo similar. Recuerda que por entonces no tenía más alzada que la muñeca por la que el ama de llaves pagara en plata acuñada. Recuerda a su mamá mirándolo a un aliento de distancia y sin casi parpadear. La recuerda entregándole un avío que, según le dijo, era para aguantar los rigores del camino. “¿Y adónde es que vamos?”, se recuerda preguntando con una vocecita de pollo sin cresta, como recuerda a la mujer explicándole que el señor encomendero la había seleccionado junto a un puñado de aldeanas de Yaguarón para servir en el palacio que el Oidor tenía en la Asunción. “Mañana mismo y por caminos de tierra nos van a llevar. Se comenta que a cambio, el señor encomendero recibió un par de yuntas de bueyes amansados, demasiada riqueza como para que el viaje tenga vuelta. Para que no acaben cabresteando como los herrados, a las hermanas de vusted ya las he repartido entre mis primas. Y vusted, que no tiene nada que hacer allí donde me han de llevar, se me va a embarcar con los baqueanos que, a más tardar, esta misma tardecita están por bajar el río. Ponga cuidado y aprenda de ellos, que haciéndose de un oficio han de tratarlo con algún respeto en esta vida”, la recuerda despidiéndolo. Recuerda que sin comprender la situación a la que había sido arrojado, derivó entre jangaderos que una jornada después empezaron a escoltar a unos balseros que traían tabaco y yerba desde Mbaracayú. Recuerda que antes de pasar el tramo en el que el Paraguay y el Paraná corren juntos pero sin mezclar la coloración y la fragancia de sus aguas, se dio cuenta que ya no tenía provisiones. Recuerda cuando, más o menos a la altura de Corrientes, lo entregaron a los balseros a cambio de unos cigarros.

-Si no fuera porque adentro no está habitada, me animaría a apostar que esta muñeca se siente tan solita como hace añares me sentí yo, Amanda –arriesga no bien vuelve al presente-. ¿Y qué provecho cree su merced que le vamos a sacar, si se puede saber?

En respuesta, ella se encoge de hombros. Ceba en silencio hasta que, al cabo de diez o doce mates, chasquea la lengua al modo de quien tiene una ocurrencia que evalúa caída del Cielo y comenta:

-¡Hasta ahora me viene el recuerdo de por qué se la compré a don Tespis! Siéntame… Cuando la detecté entre tantas chucherías, se me hizo que me pedía upa. Y ahí mismo me acordé de que en una de esas noches de invierno que parecieran no querer terminar de pasar más, vusté me despertó porque para no variar, andaba atacado por el insomnio. Yo le dije entonces que qué cosa se le ofrecía y vusté me confesó que hasta ahora se había venido a dar cuenta de que le hubiera gustado tanto criar hijos –recuesta la pava sobre las brasas y completa: -No será gente como Dios manda pero para sacarse el antojo de la paternidad, la muñequita capaz le sirva.

Don Nuno gruñe algo incomprensible, le dice a ella que su noche ha sido aún más larga que la noche que le acaba de arrojar a la memoria y, al final de un desperezo, le pide que no lo despierte hasta el mediodía, así llueva azufre sobre la creación.

Fray Bronislaw

Al despertar, don Nuno tiene la sensación de que viene de dormir el largo de una jornada. No bien un cacareo que llega del patio le atiza la consciencia, se le hace que una telaraña le fastidia el garguero. Carraspea para librarse del estorbo y supone que es el poso del embuste que ha sufrido lo que ahora le ha agriado al paladar. Está poniéndose las alpargatas cuando comienza a sentir la vocecita de una duda que no le termina de enseñar el nombre. Le pone atención y cuando la interpreta, se dice que no es el poso de un embuste lo que le está estorbando. Se mira hacia adentro y halla que, de nuevo, se ha soñado enredado en un rosario de hechos que a medida que se sucedían, más lo alejaban del propósito que lo había llevado hasta la feria, que según recupera, consistía en trocar choclos por media libra de sal. “¿Cuándo me va a ser dado paladear la suerte de consumar un intento en el reino de Morfeo?”, se pregunta. Se hace unas gárgaras y, arrastrando las suelas de yute, regresa donde la muñeca, que sigue recostada contra una pared.

-¿Y qué voy a hacer con vusted? –le dice y comprueba con el tacto que la pava está tibia.

Sopla las cenizas y nota que las brasas se conservan barrigonas. “Apenas descabecé un sueñito, entonces”, deduce y a través de la ventana ve que Amanda se encuentra carpiendo el huerto. La observa segando a golpes de azada los yuyos que pretenden treparse a las tomateras y al punto recuerda la primera vez que la espió fatigando esa misma tarea. En aquellos días se estaba iniciando como capellán de la Casa de las recogidas y fue el maestro de oficios el encargado de enseñarle a las pupilas. Conoció a un par de solteras que se empecinaban en evadirse del convento, a la esposa del alférez que no terminaba de dejarse apaciguar, a la viuda de buena sangre que en confesión había admitido estar enamorada del hijo de un pulpero de sangre quebrada, a la mestiza que practicaba artes ocultas, a una iluminada que jugaba al naipe con los finados y siempre ganaba fortunas, a una mocita que a pesar de no entender la castilla había sido bien tasada porque daba señales de adelantar en el campo de la costura. A Amanda la conoció entre ajíes y pimientos pintones y a poco de habérsele presentado, le oyó describirle la escarlatina que unos carios recientemente reducidos le habían pegado a su aldea materna, que hasta que un fuego higiénico la redujo a polvo, había estado asentada dentro de las márgenes de una misión de aguas arriba, próxima a Itatí. Supo a continuación que habiendo quedado desamparada y aún convaleciente, un fraile doctrinero la trasladó hasta el hogar de expósitos de la ciudad de Corrientes. De allí fue tomada como criada por una familia de andaluces que, según lo había convenido con el director del hogar, además de desparasitarla la terminó de hacer catequizar. A las puertas de la pubertad, el señor de la casa la trocó por un par de conguitos recién importados de la Costa del Oro. “Eran tan nuevecitos que ni siquiera estaban carimbados”, recuerda que le detalló. El mercader que se la agenció, un lusitano que andaba extendiendo su radio de operaciones sobre ambas bandas del río, la cebó con la esperanza de optimizar su precio. Pero una disentería echó por tierra su esfuerzo de meses en no más de dos semanas y lo decidió a descartarla en el mismo puerto en donde él se había descubierto desamparado.

-¿Y hasta cuándo va a seguir persiguiéndome con esos ojazos? –le pregunta a la muñeca y al instante conjetura que una suerte de piedra imán instalada dentro de la cabeza ha de estarle otorgando la capacidad de semejar una persona fisgona.

Le hace nudillos en la mollera para constatar que debajo del cráneo hay algo que, lo mismo que el corcho, cautiva los sonidos. Repite la operación a la altura de la nuca y golpecito a golpecito va bajando por el espinazo hasta que detiene su atención una vértebra a la que la distingue un reborde afilado. No bien le levanta la blusa, descubre que lo que ha tocado es una tecla. Oprime la pieza con el dedo gordo y detrás de un quejido como de pestillo atascado ve a la espalda abrirse como las hojas de una ventana. Curioseando el interior de la caja reconoce espirales, clavijas, piñones, resortes, válvulas, engranajes. “El mecanismo de un artilugio digno de un embustero como Tespis”, piensa y si no alcanza a introducir un índice en el espacio que separa a dos haces de cables es porque un grito le hace pegar un salto.

-¡Pero Nuno, que la ha puesto a pucherear! –oye que lo reta Amanda desde el vano de la puerta que da al patio.

-Ni que fuera gente –protesta él en cuanto el alma le vuelve al cuerpo.

-Lo que sea que es, entienda que siente –le oye aleccionarle. Y tras verle apoyar el cabo de la azada contra una pared, le atiende informarle: -Don Tespis me contó que unos balleneros la encontraron flotando entre sargazos y calcularon que hasta allí la había arrojado un naufragio.

-Ah, eso explica por qué tiene herrumbradas las piezas de metal –opina él.

-¡Vamos! Eso explica que esta muñequita viene de un naufragio –lo corrige ella al cabo de un resoplido-. Lo mismo que vusté, lo mismo que yo.

Con su carga al hombro envuelta en un lienzo, don Nuno atraviesa la Plaza Mayor. “¡No que la va a acarrear en una bolsa de arpillera, como si fuese una cosa!”, le había espetado Amanda al momento de salir. “¿Y cómo quiere que la disimule para no terminar en boca de todo el mundo?”, había protestado él y en respuesta, ella había desnudado el altar. “Si tuviésemos un segundo juego de sábanas, no haría falta llegar tan lejos”, había concluido ella. Está diciéndose que demasiado lejos lo está llevando el juego en el que se ha involucrado cuando pasa frente a la puerta principal de la iglesia de los franciscanos. Como puede, ensaya una genuflexión y se persigna. Unos pasos más adelante alcanza la entrada del claustro. Con la mano que le ha quedado libre hace sonar la aldaba y espera ser atendido. Al rato, un reducido cuyos rasgos le recuerdan al peón patiero que años atrás lo adoptó como aprendiz le pregunta qué se le ofrece.

-¿Será que encuentra disponible el hermano Bronislaw? –contesta él.

El portero lo invita a pasar y, una vez en la portería, le pide que aguarde un poco. En cuanto queda a solas, él tiende el paquete sobre el largo de un banco, se fricciona la cintura y se asoma por la abertura que da al patio. Recorre con la vista el jardín ceñido por galerías que a las celdas les regalan sombra y se entretiene mirando a un muchacho que está podando un emparrado. Ve el arco de un aljibe e imaginando el agua dormida en la cisterna, siente empastado el paladar. “No es sed lo que me ataca: es el demonio de la caña el que me llama”, piensa y para distraerse, concentra su atención en las voces infantiles que en una sala contigua recitan declinaciones.

-Ager, ager, agrûm, agrî, agrŏ, agrŏ –les siente declamar y, no bien una voz adulta les demanda ensayar el plural, les oye proseguir: -Agrî, agrî, agrŏs, agrŏrum, agrîs, agrîs.

Se acuerda de lo extenuado que quedaba al cabo de las tardes que lo tenían trasladando al castellano las epístolas que San Jerónimo había escrito en latín para finalmente desembocar en la armonía de su lengua materna. “O affecto de la Pietosa demoti one e charita nostra Vergine”, piensa mientras recuerda lo entintados que le quedaban los dedos con los que sostenía la pluma de ganso. Está examinándose las callosidades que se le han ido formando en esos mismos dedos cuando una carcajada ancha como un trueno lo regresa a la portería.