Ópera paranaense - Adrián Linari - E-Book

Ópera paranaense E-Book

Adrián Linari

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Beschreibung

En el vasto territorio del humedal paranaense y a lo largo de una ristra de cuentos, una vez más se nos representa el misterio de la condición humana. O, si se quiere, se nos presenta lo que quiere mostrarnos un ita'nguechá. Lo hace a través de un desenterrador, de un utopista, de un demonio enamorado, de un camorrista, de un clon de Dios, de un chamán mocoví, de la Llorona, de un neandertalense, de un muchacho que hace caca fosforescente, de un gourmet, de la Muerte, de pescadores y bolaceros, de una pitonisa, de un titiritero, de un antropólogo victoriano que aprende a leer la existencia en guaraní, de un fotógrafo… "En guaraní, espejo se dice ita'nguechá. Sin embargo, no cualquier espejo es un ita'nguechá. O sea, no cualquier espejo provoca en quien lo ocupa la sensación de estar frente a alguien que reclama ser descubierto (…). Si bien sus detractores aseguran que distorsiona, nadie ha osado atribuirle la capacidad de mentir. El que encontró Kambá Cuerito reflejaba lo pretérito en tiempo presente: fue gracias a su servicio que conoció a su bisabuelo –puede que haya sido su bisabuela–". Mbopí Kuruzú

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ADRIÁN LINARI

Ópera paranaense

Editorial Autores de Argentina

Linari, Adrián

Ópera paranaense / Adrián Linari. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0582-8

1. Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicatoria en orden cronológico:

A la Fabi, la Mayra, el Tabaré, la Aylén, el Isaías y la Agustina.

A modo de introducción

“La vida es así, compañero, tiene vocación de cuento.

Y si no entiendes esto, no entiendes nada”.

Manuel Rivas: Los libros arden mal

El giro del Lembú

—Resígnense, che, que está visto que los llamados de la sangre son como los designios del Señor, irrevocables –falló nuestro párroco, don Tránsito de la Cruz Gil.

Los devotos que al cabo de la misa vespertina lo habían rodeado para demandarle que destinara su autoridad al encauzamiento del amotinado, acusaron el golpe de su sentencia. Prueba de ello es que durante un buen rato se quedaron barriendo el atrio con la mirada. Sucedía que a ninguno se le pasaba de largo que, aparte de no ser amigo de pronunciarse a la ligera, don Tránsito nunca daba el brazo a torcer. Nunca. Y menos que menos cuando lo que estaba en juego era tan luego un precepto, como consideraba él al asunto de la voz de la sangre.

A la convicción del curita la apuntalaba una serie de argumentos que, si bien andaban flojitos en el aspecto canónico, se nutrían de la observación y la experiencia. A fin de respaldar este caso en particular, había averiguado que al sujeto en cuestión le sobraban antepasados con aliento suficiente como para jalarles las venas a diez generaciones puestas en hilera. Sabía, pues, que por el lado de la madre había tenido un tío con la facultad de los Oparaíva, que es esa gente que sabe contar cuanto sucedió en el pasado más apartado. Estaba además al corriente de que una de las ramas de ese mismo tronco se expresaba en Ñeé’mboé, la lengua que dice lo que las lenguas no alcanzan a decir. Les había sentido afirmar a personas dignas de confianza que gracias a ese talento, uno de los miembros de aquella rama había actuado como portavoz de los Amandayé, los sabios que se congregan a escuchar lo que la lluvia tiene para revelarles a los poetas y consejeros. Según fuentes que daba por ciertas, el abuelo del portavoz se había dedicado a rescatar anguerÿ, almitas que no quieren alzar vuelo por haber estado debiendo algo en el momento en que las pilló la muerte y que solo se dejan persuadir con argumentos floridos. Por las mismas bocas se había enterado de que el rescatador había sido tan competente que jamás un conversado por él se había vuelto Pora, que es el ánima que por llevar tanto tiempo penando en determinado lugar, acaba echando raíces. Y en el confesionario le habían confiado que un medio hermano de ese abuelo había sido un palabrero de fogón que avivaba a los apesadumbrados con ficciones que hasta a los oídos campantes deleitaban.

—Entiéndanlo, che, es su destino –subrayó el cura y se despidió diciendo que si el puchero se le enfriaba por dejarse entretener, su ama de llaves no le iba a querer hablar hasta el siguiente domingo-. Y arrugaditos como estamos, nos hace mal tanto silencio.

Uno de los presentes estuvo a un pelo de intentar refutar el patriarcal juicio señalando que todos allí habían olvidado hacía añares el nombre de bautismo del causante del debate, mientras que no existía quien no lo llamara por el mote que se había ganado a poco de aprender a gatear, Lembú. En consecuencia, dado que el lembú es un cascarudo que se pasa la vida cavando túneles en la tierra, no había forma de no darse cuenta de que el apodo expresaba de una manera redonda cuál era el verdadero destino que el personaje andaba queriendo desviar con el pretexto del llamado de los ancestros. Si nada expresó fue porque el de la sotana ya había pegado media vuelta.

—Ya voy, Imelda, ya voy –se fue diciendo don Tránsito en el dichoso tono de quien canta bajo la ducha.

Lo cierto es que la frustrada objeción del feligrés representaba al dedillo el desvelo del vecindario. Porque hasta la fecha en que con su determinación sorprendió a propios y ajenos, el Lembú había fatigado sus horas buscando con éxito ese tipo de enterramiento al que los lugareños llaman yvygüy. Gracias al don que vaya uno a saber qué abuelo le había transferido antes de volverse al polvo, era capaz de ver al Jaguá morotï echado encima de un cofre tapado por seis metros de tierra. Guiado por ese perro fantasmal, en una oportunidad había dado con un atado de tejas de plata que, volviendo de la Ciudad de los Césares, algún lugarteniente de Ayolas había enterrado con la idea de pasarlo a recoger no bien se le apaciguase la malaria que se había pescado de camino. Cándido para los negocios, con aquellas piezas se compró una canoa de segunda mano, a la que bautizó Bonita. Navegando riachos y esteros fue que se topó con el mentado tesoro que los jesuitas escondieron en una isla cuando, declinando el siglo XVIII, fueron expatriados de América. Además de candelabros, copones, cálices, patenas, relicarios y ostensorios, trajo al continente la mítica campana de oro, que en calidad de ofrenda dejó a los pies de la Virgencita que al altar mayor hermosea. Don Tránsito de la Cruz Gil mandó bañar la donación en bronce en cuanto comprobó, a poco de haberla instalado en la torre, que sus tañidos eran de tal dulzura que ponían melancólicas a sus ovejas. Con el resto de los bienes, el Lembú saldó las deudas que su familia había ido acopiando en el almacén de ramos generales. Más tarde, al otro lado del Paraná, dio con un kambuchí, un cántaro colmado con alhajas. No bien lo destapó, entendió que aquellos aderezos le habían pertenecido a Madame Lynch. Y era que de pronto fue asaltado por el recuerdo de una guarania que contaba que, para preservarlo de la rapacidad de quienes le estaban pisando los talones, Francisco Solano López había hecho sepultar el ajuar de su señora poco antes de que concluyese la Guerra Guazú. El mismo día del desentierro soñó con el Mariscal, quien a caballo de una pantera y chuceado de pies a cabeza, le demandó que no cometiera un sacrilegio. A poco de despertarse, regresó el recipiente a su sitio y no tardó en considerar que en premio a su actitud, López le había hecho acrecentar el poder de su talento. Porque desde entonces no hubo mes que no concluyera sin que el Jaguá morotï lo pasase a buscar. Vaya uno a saber si mal aconsejado o de puro desprendido que era, todo cuanto desenterró fue a parar a la cómoda de una quinceañera, la caja registradora del almacenero, el menaje de una madrina, el bolsillo de un cuñado, la cartera de una enamorada.

—¿Quién va a pagarnos la vuelta en la cantina, ahora que el gentecito ya no embolsa un cobre? –lanzó al montón otro de los feligreses y, consciente de que sin el apoyo del sacerdote llevaban las de perder, el que estaba a su lado inició el desbande.

Conscientes eran todos de que, últimamente, el Jaguá morotï había estado guiando a su favorecido hacia una clase de enterramiento menos lucrativa. Al respecto circulaba una certeza generalizada: en los rezagados efectos de una picadura estaba la explicación a tamaño cambio. Se sabía que, cuando acaso tenía cinco años, al Lembú se le había antojado comer choclo. Después de mucho insistir, había logrado que su madre interrumpiese los quehaceres para acompañarlo a la chacra. Con su atención puesta en las mazorcas, la mujer estuvo a un ápice de pisar una yarará enroscada en medio de un liño. Sintiéndose agredida, la víbora lanzó un ataque que fue a terminar contra el empeine izquierdo del gurrumino. Medio día les tomó llegarse a un hospital; medio verano tardó en ceder la agonía. Desde entonces, el Lembú sufrió el mal de los emponzoñados: en las jornadas de viento Norte le dolían las coyunturas, le sangraban las encías, lagrimeaba un quesillo, escuchaba abejorros y le asaltaban pensamientos sombríos.

Estaba atravesando uno de esos trances cuando lo enteraron de que en un rancho había un nene que padecía pesadillas durante las madrugadas previas a las fiestas de guardar. Convencido de que este fenómeno era un aviso de que en las inmediaciones había escondido algo valioso, rumbeó al lugar de los hechos con su pala de punta al hombro. En el camino lo alcanzó el perro afantasmado, que no bien llegó a destino se echó a la sombra del alero, junto al resto de la perrada. El Lembú mandó correr la cama del crío y cavó un hoyo de casi cinco brazadas de profundidad. Lo detuvo un arcón de cuero cargado con lingotes marcados con el sello de la Nación y billetes apelmazados por la humedad. Tras contemplar aquel contenido, el más añoso de la casa cedió al llamado de la memoria, que en su caso andaba casi casi en pelotas y hablaba un dialecto guaraní.

—Vuélquenlo en un canal para que las aguas la sepulten junto con la maldición que arrastra –dijo el memorioso no bien terminó de retornar al presente.

Como la familia se lo quedó viendo helada por la estupefacción, aunque andaba tragando saliva con gusto a hiel, el Lembú le ofreció su conocimiento del río para consumar la orden. Bisbisearon un par de protestas que la brisa se llevó a cuestas luego de que el veterano balanceara la frente. El desenterrador derivó varias horas por entre las islas y a media tarde ató la proa de su embarcación a una baliza del grandor de un cebú anclada en el centro mismo de la correntada. Arrojó el arcón por la borda, se tomó un resuello y pegó la vuelta. Habiendo hollado tierra firme sobre el filo del atardecer, para no pasar por maleducado desatendió los chuchos que le recorrían el espinazo y aceptó participar de la cena que le convidó el anciano. Se hallaba dando cuenta de una fritanga de sábalos cuando el anfitrión carraspeó. Una quincena de bocas se llamó a silencio para sentirle contar a la cascarita de voz que del tesoro se había hablado mucho en tiempos idos. Le oyeron decir que en aquella época se secreteaba que las guerras civiles habían dejado diseminados varios enterramientos en la región, aparte de centenares de cadáveres que nunca recibieron siquiera una palada de tierra sobre la cara. De los enterramientos no aportó más detalles; de los cadáveres desplegó un delta de historias protagonizadas por agonizantes que boquearon preguntándose por qué causa habían peleado, ánimas que se presentaban en los vivaques para encargarles a los vivos que las despidiesen de sus viudas, osamentas que describían cuanto estaban viendo al otro lado de la muerte, chasques que durante décadas siguieron surcando pajonales a revientamonturas. Mientras se dejaba conducir por aquel delta, el Lembú notó que echado a sus pies, el Jaguá morotï lo observaba expectante. Supuso que estaba aguardando sus sobras, de modo que le tiró el espinazo de un pescado. El animalito dejó que un cuzco le ganase el obsequio y, sentado sobre sus cuartos, principió a cepillar el suelo con la cola. El desenterrador advirtió que la satisfacción que su lazarillo le estaba manifestando era igual a la que desplegaba siempre que venteaba una fortuna. Cayó al segundo en la cuenta de que la boca se le había deshinchado. Se descubrió reviviendo el mismo contento que de chiquito paladeara, un contento que cobraba cuerpo toda vez que sentía hablar del tío que sabía contar cuanto sucedió en el pasado más apartado, o del que actuaba como portavoz de los sabios que se congregan a escuchar lo que dice la lluvia, o del abuelo que se dedicaba a rescatar almas usando como único recurso una ristra de argumentos floridos. Recordó que, por ese entonces, únicamente aquellos relatos conseguían apagarle la fiebre de caballo que le atacaba cuando soplaba el viento Norte. Y discernió que la búsqueda de metálico ya lo había distraído demasiado de lo que en sus entrañas le estaba pidiendo cancha: exhumar historias sepultadas para después desembucharlas.

Fue don Tránsito quien, tras resumirme este suceso un sábado en que pasé a saludarlo, me hizo poner cuidado en la creciente cantidad de vecinos que últimamente andaba calmando su sed de narraciones en el patio del Lembú.

—Lo que me cuesta creer de todo esto es cómo una criatura tan livianita pudo sobrevivir a la mordedura de una yarará –admití y el cura se quedó con la gana de decirme algo pues el ama de llaves nos llamó a tomar la sopa y la conversación siguió derivando por otro cauce.

Del cauce

“Tarde o temprano, lo que somos nos muestra”

William Ospina: La serpiente sin ojos

Kupirí

Como de costumbre, don Tránsito de la Cruz Gil se durmió sentando mientras Imelda, el ama de llaves de la casa parroquial, terminaba de lavar los servicios que habíamos ocupado durante el almuerzo. Y, también como de costumbre, estaba yo a punto de dar por acabada mi visita sabatina habiendo dejado un beso en la frente del padrecito cuando ella me detuvo, diciéndome a través de un soplidito:

—Sí que es posible.

—¿Qué cosa? –le devolví en el mismo tono.

—Usted no se anima a creer lo que hoy le contó mi viejito, eso de que un mitaí puede sobrevivir a la ponzoña de una yarará –me reprendió. Y añadió al tiempo que se secaba las manos con un repasador que daba pena: -Se lo leí en la cara.

—Es que los curitas se tragan cada cosa, doñita –me excusé-. Ha de ser porque en el librote que los inspira, las vírgenes dan a luz y el agua se vuelve vino.

Con suaves movimientos desprendió del consagrado pescuezo la servilleta utilizada a modo de babero. Mientras la veía proceder, supuse que debajo de su demora se estaba gestando una réplica. Y no me equivoqué. Pues no bien concluyó la operación, del corpiño se sacó un cuchillito que al instante advertí gastado por los años y el esmeril. Me contó que su finada madre, la Pochina, siempre lo llevaba encima y completó en tanto me lo entregaba:

—Como vivía solita en un ranchito de este lado del Saladillo, con él se cortaba el cordón umbilical de los críos que iba teniendo. Con él carneaba pollos y corderos. Con él pelaba las iguanas que salía a cazar para vender los cueros. Con él supo hacerse respetar hasta por los cuatreros que en la noche querían llegársele.

—Gente dura la de antes –opiné y me contestó:

—Y como para no.

Me confió a continuación que al quedar huérfana en torno a los once años, la Pochina había heredado junto a sus tres hermanos un rodeo de vacas cimarronas y un puñado de hectáreas isleñas que hasta el día de hoy siguen figurando como fiscales en catastro. Detrás del entierro y dado que las lluvias del Brasil andaban engordando al Paraná, el mayorcito del clan le propuso ir a recorrer la isla a fin de cerciorarse de que todos los animales ya hubiesen sido arreados a tierra firme.

—Cuando los troperos trabajan apurados por la creciente, no retroceden para recoger al ganado retobado, que termina boyando panza arriba en los remansos. Y tampoco se distraen poniéndose a distinguir pelos y señales: empujan todo lo que van encontrando de camino. Después, una tiene que arreglárselas para ubicar, reconocer y apartar lo que le pertenece antes de que uno de esos pillos que nunca faltan se le adelante –me pintó por si acaso.

Limpió de miguitas la mesa y continuó su relato diciéndome que la que en algo menos de una década sería su mamá aceptó la propuesta tironeada a un mismo tiempo por el miedo que le provocaba el olor a río revuelto que había en el aire y el temor a perderlo todo. Con el primer canto del gallo, partió a lomo de una criollita rosilla. Por su parte, los varones abordaron una canoa. A poco de llegar a destino, mientras ella y los benjamines rastrillaban un monte de aromitos alertados por el balido de una mamona rezagada, el de la propuesta desató la embarcación y se mandó a mudar.

—Su idea era alzarse con la herencia completa en cuantito la creciente se hubiera tragado a sus hermanitos –me aclaró, aunque no hacía falta-. Por poquito no se le cumplió.

—¿Los abandonados ocuparon la petisa para pegar la vuelta? –murmuré.

—Ni un caballo de porte es capaz de pasar la correntada nadando con tres gentecitos arriba. Cuanto mucho podrá llevar a uno prendidito de la crinera y de la cola a otro –me desasnó. Y prosiguió diciéndome: -Lo que los chiquitos puchereaban, la mami no se animó a dejarlos solitos para salir a pedir socorro. Así que en una loma armó una ranchada y abrazaditos se sentaron a esperar que el río les llegara. Y engañaron el hambre comiendo kupirí.

En respuesta a mi inmediato pedido de traducción, me expuso que kupirí se les dice a los huevitos que las hormigas acarrean hasta el extremo del cono de sus nidos cuando los túneles se les anegan.

—Pruébelos, son dulcitos. Eso sí, hinchadas como ubres llenas le van a quedar las manos por las picaduras –se explayó.

—Lo dulce me puede –le confié-, aunque no creo que me anime a revolver un hormiguero.

—Hinchados como ubres quedaron los inocentes, no tanto por las bichas que defendían a sus huevos sino por las avoá que el oleaje les arrojaba –avanzó y de nuevo la interrumpí al solicitarle una segunda traducción.

—Avoá son las bochas de hormigas que boyan en tiempos de inundación –me explicó y, tras guardar los platos, dijo: -Ya les estaba queriendo llegar el agua cuando chapaleando se les apareció un toro barcino amansado por el miedo. Y ahí fue que a la Pochina le relumbró una ocurrencia.

Mi rostro le demandó la siguiente explicación.

—El toro no se ahoga: el toro se infla y así puede nadar horas y horas lo más pancho –me respondió y selló su relato, diciendo: -De la cincha de su montura, ella desató un tiento, que ceñido al cogote del animal sirvió para que los gurises tuvieran de qué prenderse, y estribó. Atropellándole los cuartos, hizo entrar al barcino al agua. El río los arrastró varias leguas y ella fue la primera en alcanzar el continente porque podía manejar su monta.

—Los niños tienen un Dios aparte –opiné no bien pesqué adónde había querido llevarme con su relato.

—Y como el que a los adultos debiera cuidarnos sabe distraerse con sus cuestiones, es conveniente andar por la vida como la Pochina –concluyó recibiéndome de vuelta el cuchillito.

Mermelada de guayaba

La corteza del guayabo es fresca, azafranada, lisa. Tan fresca que hay quienes posan la frente contra ella cuando les urge aplacar una cefalea. Tan azafranada que, por contraste, hasta la mirada menos entrenada es capaz de detectarla en lo tupido del monte. Tan lisa que gatearla en alpargatas o con cualquier otro calzado de suelas resbaladizas puede convertirse en una empresa temeraria. Es esta última peculiaridad la que me recuerda a la abuela Visitación instándome a que me descalzase antes de intentar alcanzar los frutos que pendían de las ramas más altas del árbol.

En mi recuerdo, además del pañuelo que portaba en la manga izquierda y del tintineo del rosario que a la hora de la oración extraía del bolsillito interior de su pollera, la abuela sigue acarreando una irrefutable ristra de sentencias destinada a poner cada cosa en su debido lugar. Merced a este artilugio didáctico, los nietos aprendimos los nombres de los duendes que tornan peligroso andar a la siesta, qué razones hacen que madrugar sea ventajoso, por qué queda feo decir mentiras y cómo se tienen que comer las guayabas. Según ella, así como a las tunas hay que embuchárselas paradas para que no nos obstruyan la operación última del proceso digestivo, a las guayabas se las debe consumir de a pares, pues son los nones de su ingesta los causantes del más tenaz estreñimiento que alguien pueda padecer. Evaluando todo aquello desde la perspectiva que me dieron las siestas que atravesé sin cruzarme con un solo duende, los madrugones que lo único que me aportaron fue frío, las mentiras que se me cayeron de la boca y las constipaciones que me agarré tras perder el cómputo de las guayabas devoradas, puedo afirmar que la abuela interpretaba cada fenómeno que se manifestaba ante sus ojitos de perdiz desde una óptica reñida con el pensamiento cartesiano. Esa óptica también se hacía patente cuando curaba de palabra, así se tratara de niños ojeados o de adultos ganados por la congoja. Hoy se me hace comprensible la confianza que ella depositaba en su talento: he visto que las personas que acaso esgrimen la décima parte del repertorio de refranes que ella manejaba, suelen caer en la tentación de considerar incontestable el poder terapéutico de sus consejos.

Lo que me animo a afirmar incontestable es el poder terapéutico de la guayaba. Uno se acerca a la planta promediando el estío y, a pesar del amargor que experimenta recordando las siestas que atravesó sin la compañía de un solo duende, ya empieza a sentirse mejor. Supongo que ello se debe a que el olor que despiden las frutas es el pórtico de un ámbito inocente y lúdico. Algo parecido ocurría cuando, de chicos, nos aproximábamos a la casa de la abuela: una atmósfera de sortilegio se hacía más densa a medida que, por una picada serpenteante, nos adentrábamos en el monte quebracheño en cuyo seno el abuelo Santos Cornelio y Cipriano había construido el rancho. En mi memoria, aquella atmósfera tiene la fragancia del pan recién horneado, del patio de tierra regado con el agua del pozo, del sudor del tobiano que tiraba del zulky a bordo del que los domingos nos llevaban a pasear por el pueblo. Respirándola, los genios velados por la fronda se nos tornaban reales, las sentencias de la abuela adquirían bíblica autoridad, las insolaciones cedían al encanto de la anciana voz.

Ignoro lo que la categórica Escolástica y sus arrabales teológicos opinan al respecto, pero se me hace que la fragancia que prima en el aire celestial es igual a la que segregan las guayabas a punto. Dulce como una caricia en el pelo, ella provoca gana de reírse en aquel que la percibe. De reírse como quien cae en la cuenta de que existir es un milagro. La risa llama entonces a la dicha, su vecina, que se descubre tentada a morder un fruto. Descolgarlo es fácil, pues se nos entrega sin la más mínima resistencia, a diferencia de los mangos, que son reacios al desprendimiento. Las yemas de los dedos lo encuentran terso, rubio lo ven los ojos, grato el paladar. Tan grato que se hace necesario echar mano a una templada fuerza de voluntad para no continuar el festín al cabo del noveno o décimo tarascón. O como en mi caso, que soy de voluntad anémica, acudir al auxilio de las advertencias que, rimadas y tajantes, Visitación dejó cinceladas en mi memoria.

Lo que no acabo de entender es por qué la abuela, tan bien armada como estaba con su irrefutable ristra de sentencias destinada a poner de inmediato cada cosa en su debido lugar y su capacidad para curar con la palabra, tuvo que sobrellevar una vida signada por la aspereza, o sea, una vida opuesta a la sensación de sortilegio que saboreábamos los que, de chicos, nos íbamos adentrando en el monte quebracheño en cuyo seno el abuelo había alzado su rancho. Ella, dispuesta siempre como estaba a acompañar a un enfermo y a prestar la experiencia de sus manos en los partos más torcidos, a criar guachos y a cocinar para cualquier batallón que sin previo aviso rodease su mesa, bien merecido tenía –pienso entre mí- algún tipo de reconocimiento por parte de siquiera uno de sus favorecidos. Sin embargo, los años la fueron tornando una pasa, la enlutaron de pies a cabeza, le trabajaron un previsible prolapso, le robaron casi por completo la dentadura y el brillo de la mirada, le cascaron la voz y le sacaron altura sin que ella reclamase ni tan solo una señal de gratitud. Quizá la ausencia de sus reclamos respondiese al canon moral de entonces, canon según el cual la mujer que a cierta edad no se hubiese quedado vistiendo santos, tenía que conformarse con desvestir borrachos. Con un criterio así –deduzco-, la generosidad de la abuela, lejos de ser considerada un obsequio que recibimos de la vida para nutrirnos las alicaídas esperanzas en el género humano, había de observarse como una obligación ineludible de la condición femenina.