Barcelona Negra - Carles Quílez - E-Book

Barcelona Negra E-Book

Carles Quílez

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Beschreibung

Andreu Martín, Ernesto Mallo, Empar Fernández, Toni Hill, Rosa Ribas, Milo Krmpotic, Teresa Solana, Carlos Zanón, Lilian Neuman y Carles Quílez. Esta antología reúne a algunos de los autores más destacados de la novela negra en castellano, en un recorrido criminal por los barrios emblemáticos de la ciudad de Barcelona. La población urbana mundial es mayor que la población rural y tal vez el «premio» por esta supremacía sea la soledad en medio de la multitud. ¿El infierno será el otro, como predicaba Sartre? Cada ciudad late al ritmo de las ambiciones, deseos y temores de sus habitantes, y estos, como caudal sanguíneo, circulan por sus calles y sus avenidas con su carga de desamor, con sus ansias de venganza, con su desesperación, en busca de algo que no saben si podrán encontrar y que con frecuencia no saben qué es, pero que resultará distinto y muchas veces fatal. Víctimas y victimarios que se desplazan hacia un encuentro, esperado o inesperado, pero que intuyen modificará el curso de sus vidas. Mecanismos cuya fatal predeterminación solo se desvela cuando ya es tarde para intentar un cambio. He aquí lo negro literario, entendido como aquello que nos inquieta, nos perturba, nos amenaza... ERNESTO MALLO

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Edición en formato digital: abril de 2016

 

En cubierta: fotografía de iStock.com / Necip Yanmaz

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© De la edición y del prólogo, Ernesto Mallo

© De los textos, sus autores

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16749-40-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Mosaico narrativo

 

ANDREU MARTÍNEl resto de mi vidaNou Barris

 

ERNESTO MALLOEl paraíso en inviernoEl Borne

 

EMPAR FERNÁNDEZRojo infiernoSants-Montjuïc

 

TONI HILLEspecies protegidasLa Barceloneta

 

ROSA RIBASPablitoPoble Sec

 

MILO J. KRMPOTICRuido blancoGràcia

 

TERESA SOLANATiempo muertoL’Eixample

 

CARLOS ZANÓNEl día que mataron a LeoEl Guinardó

 

LILIAN NEUMANEl muerto de madrugadaLa Ribera

 

CARLOS QUÍLEZVallbona: La ley de la calleVallbona

Mosaico narrativo

La protagonista de esta antología es una ciudad que, una vez visitada, se queda grabada en el inconsciente. Aunque nunca vivió en ella de adulto, Julio Cortázar lo atestiguó diciendo: «Tengo recuerdos pero no son precisos. Recuerdos que me atormentaban cuando era niño. Hacia los nueve o diez años, de cuando en cuando me volvían imágenes muy inconexas y dispersas que yo no podía hacer coincidir con nada conocido. Se lo pregunté a mi madre: “Mira, hay momentos en que yo veo formas extrañas, colores, como mayólicas con colores. ¿Qué puede ser eso?”. Y mi madre me dijo: “Bueno, eso puede corresponder a que a ti, de niño, en Barcelona, te llevábamos casi todos los días a jugar con otros niños al parque Güell”. Así que, fíjate, mi inmensa admiración por Gaudí comienza quizá inconscientemente a los dos años». Esta antología reúne a un grupo de autoras y autores de distintas generaciones, y también con diferentes estilos y trayectorias. No pude evitar, al recopilar estos cuentos, recordar las mayólicas de Gaudí que atormentaban al gran Julio. Se me antoja que esta colección de cuentos refleja también el carácter barcelonés: ingenioso, colorido, inmensamente creativo y a la vez peleón y soberbio. Marià Cubí, el lingüista catalán, señaló los principios básicos de la frenología, aquella seudociencia que afirmaba la posible determinación del carácter y los rasgos de la personalidad, así como las tendencias criminales, basándose en la forma del cráneo y en las facciones. En ella se basaría más tarde el italiano Lombroso para su peligrosa teoría sobre el criminal nato, a quien podría reconocerse por sus facciones y por la forma de su cráneo. Se dibujaban entonces las cabezas de los sujetos en casilleros separados donde se indicaban las diferentes condiciones psíquicas. Nuevamente aquellos mosaicos. Los barrios de Barcelona también responden a esa manera de organizar la información, la población se conforma de manera similar. Tanto la migración interna como la externa contribuyen al mosaico barcelonés estimulado por su carácter portuario. Capital de una de las provincias más pujantes del país, Barcelona es un imán que atrae a gentes de todas latitudes en busca de mejores condiciones de vida, ya sea por su propio esfuerzo o esquilmando el de los demás. Paco Camarasa, quien colaboró para hacer posible esta antología cuando era solo un proyecto, afirma que «Barcelona es una ciudad de novela negra por excelencia». Este conjunto de relatos, este mosaico narrativo, demuestra lo acertado del concepto del comisario de Barcelona Negra. En la singularidad de esta ciudad, en su carácter y en sus diferencias se percibe, sin embargo, como en la obra de Gaudí, algo intangible que le da unidad, y creo que es el color. Barcelona tiene el cambiante color del mar en su afán por parecerse al cielo. Esta antología, que llamamos negra, me ha recordado al leerla que el negro es la suma de todos los colores. Los autores que han colaborado generosamente para que sea posible no necesitan presentación, por lo tanto lo mejor será que dejemos al lector en su compañía, ya que en estos relatos está la voz inconfundible de cada uno de ellos, hablándonos como si estuvieran aquí.

 

ERNESTO MALLO

 

ANDREU MARTÍNEl resto de mi vida1Nou Barris

La voz del locutor de televisión atruena en todo el piso proclamando que en el aeropuerto de Barcelona reina el caos porque, además de sufrir una huelga ilegal e indefinida de pilotos millonarios, ayer se les estropeó el aire acondicionado.

Mientras canturrea «Si me das a elegir entre tú y la riqueza...», Nolan prende del cinturón la funda de policarbonato y fibra de vidrio del cuchillo de combate Aitor Jungle King I. Es un cuchillo largo, con una hoja de veinte centímetros y un mango de quince, así que tiene que fijárselo al muslo con el cordón que lleva para tal propósito.

Es un cuchillo hermoso, de color negro, con un filo cortante como una hoja de afeitar y ocho centímetros de sierra por el otro lado. Letal.

«Si me das a elegir entre tú y la gloria...».

Mete el cuchillo de cocina en el bolsillo lateral de la pernera del pantalón. Este mide más de veinte centímetros y es más peligroso que el otro. Lo lleva solo por si acaso.

Desde el otro extremo del piso, mamá tiene que vociferar para hacerse oír por encima del informativo, que ahora habla de caos en las calles de la ciudad, invadidas por las obras:

—¿Has ido ya a comprar el pan?

—¡No he salido todavía!

—Pues acuérdate de comprar dos latas de atún, de paso. En aceite de oliva.

Ahora, la pistola. Lo más importante. Es espléndida. Se la compró a un uruguayo que tuvo que salir por piernas y no podía pasarla por la frontera. No la había usado nunca. La tenía porque sí.

Introduce la pistola en el bolsillo trasero del pantalón. No se mueve, no se cae. Teme que, al sacarla, se enganche en la tela, le resbale de los dedos, caiga al suelo, se dispare. Prueba un par de veces, como De Niro en Taxi Driver. Plis, plas, como un pistolero del Oeste. No se traba. (Suspiro de alivio o de angustia). Es una buena pistola, una Para-Ordnance P13, canadiense, cargador con trece cartuchos del 45. Apenas un kilo de peso. Tiene un montón de seguros y deberá llevarlos todos desactivados para que esté a punto. A punto para disparar.

Le cuesta respirar con normalidad.

Le duele la cabeza.

Cierra los ojos.

El locutor dice que ayer se produjeron nuevos enfrentamientos en el Líbano, entre Hezbolá y los israelíes, con resultado de más de sesenta muertos.

«Si me das a elegir entre tú y el cielo...».

Se pone la sudadera de capucha, la que se cierra con botones y lleva el número 13 a la espalda. Es larga, pero no lo bastante para ocultar del todo el Aitor Jungle King. Tal vez alguien se dé cuenta de que eso que asoma es la funda de un cuchillo de combate. Ojalá que no.

Abandona su dormitorio para siempre. En la consola del recibidor, le esperan diez euros. Los coge. Cuando abre la puerta, la voz de mamá:

—¡Acuérdate del pan!

—Sí, mamá.

—Y de las latas de atún.

—Que sí, mamá.

—Y trae el cambio, que te doy de más.

«Si me das a elegir entre tú y mis ideas...».

Sale a su calle, estrecha y vocinglera, con ropa tendida en los balcones, rejas en las ventanas de los bajos, pintadas multicolores y tags para reafirmar identidades frágiles. Barrio nacido a mediados del XIX alrededor de un camposanto, como un símbolo de futuro. Primero fue el cementerio de Sant Andreu del Palomar y, luego, las casas y los talleres creciendo alrededor de sus muros. Todavía conserva hileras de casas bajas que recuerdan su pasado rural. Creció de manera tan atomizada y desordenada que no es un solo barrio, sino nueve, o trece, o no sé cuántos. Los reunieron todos en un solo amasijo y ni siquiera se tomaron la molestia de inventar un nombre nuevo. Lo llaman Nou Barris, Nueve Barrios, aunque no sean nueve, los que sean, qué sé yo, los barrios del montón, de desecho, esos del rincón. Nunca nadie le tuvo respeto. El mítico y especulador alcalde Porcioles se lo endosó como una patata caliente a su sucesor Masó, dos años antes de la muerte de Franco, y nunca nadie ha conseguido que le hagan el caso que merece.

Alguien lo definió irónicamente como barrio residencial para obreros inmigrantes. Zona de especulación desde que fue creado, bloques de viviendas para disimular la miseria de las chabolas cuando el Congreso Eucarístico, con un ferrocarril inoportuno que lo parte por la mitad, con centrales eléctricas amenazadoras en medio de los bloques de pisos.

Conoció a Linda en el metro, aquel día en el que daba grima usar el metro porque el día anterior, en el de Valencia, se había producido un accidente donde habían muerto cuarenta y tres personas. Nolan y Linda entraron al mismo tiempo en la estación de Virrei Amat y se fijó en ella en el andén, antes de acceder al vagón. Ella vestía un top y pantalones cortos muy escasos y sandalias de rafia de gran plataforma. Mascaba chicle y lo miró de reojo, con intención coqueta. Luego cuchicheó y se rio con unas amigas que la acompañaban. A él se le olvidó para qué había cogido el metro y se dedicó a observarla descaradamente, y la siguió.

Hicieron transbordo en Verdaguer y viajaron con la línea 4 hasta Urquinaona. Salió a la luz amarillenta de una tarde calurosa, sol poniente y deslumbrante, acompañada de aquellas amigas anodinas, invisibles y estúpidas. Las siguió por la calle Trafalgar hasta una escuela de idiomas que hace esquina. Las chicas se metieron allí alegremente, como si fueran a una fiesta.

Muy poco después volvieron a verse en el bar del Pelotilla, que está en uno de los bloques de Can Dragó. El Pelotilla es el hijo del dueño del bar, un colega muy torpe a quien la pandilla suele tomar el pelo. Siempre andaba haciendo exhibiciones con un balón, tanto fuera como dentro del bar, y su padre le decía «que vas a romper algo, que vas a romper algo»; y un día se le escapó un chut digno de penalti, el balón rompió un montón de botellas de una estantería, que fue una catástrofe bonita de ver, catarata de alcoholes perfumando la comarca, y su padre le pegó una paliza de las que hacen época en medio del bar, delante de la parroquia. De ahí le viene al chico lo de Pelotilla. Y, desde entonces, a su padre lo conocen como el Pelotas.

Ahí estaba otra vez Linda, con sus amigas de la risa boba, mascando chicle, luciendo un tatuaje muy denso en la teta derecha y con la tira del tanga visible por encima de la cinturilla de la falda. Unas piernas hermosas, y una mirada de reojo que era una invitación a gritos.

Miraban embobadas el televisor, donde se hablaba de que la policía había detenido a una mujer, Remedios Sánchez, que se había dedicado a asesinar a ancianas para robarlas.

—¿Quiénes son esas?

—Vienen por aquí —respondió el Pelotilla—. ¿Por qué? ¿Te interesa alguna?

—Hombre, la rubia teñida no está nada mal.

—Pues cuidao con ella.

—¿Por?

—Porque es algo del Guirao.

La siguiente vez que la vio fue en casa del Guirao. Para visitar al Guirao hay que subir a pie tres pisos de uno de esos bloques miserables que hay cerca del Ateneu Popular y de la Escuela de Circo. Da igual que llames a la puerta de la derecha que a la de la izquierda. Ambas pertenecen al piso del Guirao. Son puertas blindadas, con dos o tres cerrojos, y no te abren si no tienes cita previa. Te espían por la mirilla. Aquel día iban Tiranosaurio Rey, abreviado Trey, y el Rejas para entrevistarse con el Guirao en persona. Crac, crac, crac, los tres cerrojos y apareció el Boca, un gigantón argentino de labios muy gruesos y ojos hundidos bajo cejas pesadas. Los cacheó a los tres en un recibidor más grande de lo previsto, con dos puertas. Todas las habitaciones de aquella planta tenían más de una puerta y formaban un denso laberinto por el que uno podía perderse sin problemas cuando había redadas de la policía.

Una de las puertas daba a un pasillo. Ahí mismo, sentadito en una silla, un hombre armado y paciente. En mitad del pasillo, a la derecha, una puerta enrejada al otro lado de la cual se apilaban cajas llenas de frascos de sales de Epsom y bolsas etiquetadas como «magnesio» que parecía que contenían cristales de sal y no magnesio. Al otro lado de los barrotes, una puerta entornada impedía ver a los que trabajaban allí. Al final del corredor, otra silla y otro hombre armado y paciente guardando el acceso a la que sería la vivienda de los Guirao propiamente dicha. Más allá, una sala de reuniones de tamaño ministerial, con mesa para doce personas, butacas acolchadas, televisor, ordenador, reproductor de DVD, mueble bar y un retrato al óleo del Guirao en plan padre de la Patria. Tres puertas te llevaban en dirección a tres puntos cardinales diferentes. Se contaba que, desde aquel piso, uno tenía acceso a las ocho escaleras del bloque y podía escabullirse por cualquiera de los ocho portales que lo componían.

Los recibió el Guirao, gordo, bonachón y cansino como siempre, y Trey le expuso el plan de robo de camiones en el área de descanso de la autopista para el que precisaban de cierta financiación. Lo estaban discutiendo (el Rejas y Nolan se limitaban a escuchar y mover la cabeza afirmativamente) cuando de repente entró Linda, deslumbrante como una actriz de cine. Espectacular. Comiendo chicle y mirando a los ojos como diciendo «Ven».

—Hola, dame eso —dijo como solo una hija pide dinero a un padre.

El Guirao, fastidiado, «te he dicho que no me molestes cuando estoy reunido», le dio un billete de cincuenta euros como solo un padre se quita de encima a una hija insolente. La chica estaba irresistible. Decía «Cómeme» a gritos.

Y, por fin, la noche de la discoteca. Ahí estaba ella y ahí estaba Nolan. Ella lo contempló descaradamente, de aquella manera, y si te miran así en una discoteca, no lo dudes ni un segundo. Ella y su pecho tatuado y el pelo suelto y las piernas tan largas y el vestido tan corto y su desafío, y él musculoso y valiente, tan seguro de sí mismo. Que fuera algo del Guirao constituía un aliciente más.

Le tendió la mano, la sacó a bailar.

Los Chunguitos cantaban «Me quedo contigo».

 

Si me das a elegir

entre tú y la riqueza...

ay, amor, me quedo contigo...

 

—¿Cómo te llamas?

—Linda.

Pronunciaba la ene con un tono muy especial. Como de doblaje de cine.

—¿Cómo?

—Linda. ¿Y tú?

—Nolan.

—¿Cómo?

—Nolan.

Todo lo decían las miradas. Y la canción.

 

Si me das a elegir

entre tú y la gloria,

paque hable la historia

de mí por los siglos,

ay, amor, me quedo contigo.

ay, amor, me quedo contigo.

 

Se besaron enseguida.

 

Pues me he enamorado

y te quiero y te quiero

y solo deseo

estar a tu lado...

 

Fueron a los lavabos. Ciegos sin haber tomado nada todavía. Se encerraron en un retrete y se besaron y las manos de él no pudieron esperar, buscaron las nalgas bajo la falda, bajaron las bragas, le temblaba la voz mientras gruñía: «Te voy a joder viva, te la voy a meter por todas partes, perra, que sé que te gusta, que me lo dicen tus ojos». Ella ponía los ojos en blanco.

—Vamos a un sitio más cómodo.

—Que no nos vean —suplicó ella, medrosa y ansiosa.

Se escaparon de la discoteca por un ventanuco que se abría a la noche, a un patio desolado y maloliente, y tuvieron que saltar una valla antes de llegar al coche, donde él no pudo contenerse: «Y ahora me la vas a chupar».

Terminaron en el piso de él, el mismo que acaba de abandonar vistiendo la sudadera con el número 13, armado con un cuchillo de combate, un cuchillo de cocina y una automática del 45. Él dijo: «No hagas ruido», pensando en sus padres, pero tenía el disco de los Chunguitos y no se pudo reprimir. Lo puso demasiado fuerte.

 

Pues me he enamorado

y te quiero y te quiero

y solo deseo

estar a tu lado...

 

Él decía: «Perra hija de puta, guarra, cómo disfrutas, cabrona, cerda».

 

Soñar con tus ojos,

besarte los labios,

sentir en tus brazos

que soy muy feliz.

 

Y los viejos reclamaban silencio golpeando la pared pero sin gritar, como si fueran los vecinos del piso de al lado.

Al día siguiente, a la luz abrasadora que entraba por la ventana, ella lloraba asustada.

—Si se entera mi padre —decía—, si se entera mi padre.

Desnuda, asustada y llorosa resultaba mucho más atractiva. Él la agarró de los brazos y ella se quiso zafar diciendo «No, no».

—¿Cómo que no?

La tiró sobre la cama y se introdujo a la fuerza entre sus piernas, y entró en ella con furia aunque Linda gritaba que no, que no y que no, y se insultaban mutuamente, cerdo asqueroso, puta, puta de mierda, puta barata, machacándole los pechos como si quisiera reventarlos. Se abrió la puerta y mamá gritó: «Pero ¿qué estás haciendo? ¿Qué haces? ¡Déjala!».

Fue el mejor de los polvos. Se cayó de la cama y perdió el conocimiento, o se quedó en trance, o simplemente se durmió.

 

 

Al despertar, ella ya no estaba allí. El piso estaba invadido por el sonido del televisor que anunciaba que el Papa se iba de Valencia aclamado por la multitud, que gritaba: «Benedicto equis, uve, palito», y tuvo que preguntarle tres veces a su madre si había visto salir a una chica antes de que ella le entendiera y le dijera que no, que qué chica, como si no hubiera oído ni visto nada.

No tenía un número de teléfono al que llamarla ni al que enviar wasaps secretos. No podía preguntarle al Guirao. Las amigas, tal vez. El Pelotilla.

Fue al bar del Pelotilla. Las chicas no estaban. Y el bobo del Pelotilla no tenía por qué saber nada de Linda.

—¿Te acuerdas de la rubia teñida del otro día?

—¿La rubia teñida?

—La que dijiste que era algo del Guirao.

—Ah, sí.

—¿La has visto?

—No. ¿Por qué?

—Por nada.

Paseó por las calles. Por la plazuela triangular que hay frente a la casa del Guirao. No la vio.

No la vio. Probablemente lo captaron las cámaras de seguridad con que se protegía la fortaleza del Guirao, pero Linda no estaba allí.

Volvió a casa. Comió cualquier cosa mientras mamá planchaba y trató de entender una película de idiotas que daban en la tele. Mamá le hablaba de cosas que no tenían nada que ver con nada. De buena gana se habría levantado y habría tirado la tabla de planchar y la plancha por la ventana, y hubiera abofeteado a la vieja alcohólica que no paraba de murmurar tonterías.

Salió de nuevo a buscar a Linda.

—¿Dónde vas?

—¡A ti qué te importa!

Primero arrastró los pies, sin fuerzas ni interés por nada. Luego miró el reloj y se le ocurrió que un día de diario, sobre aquella hora, la había visto por primera vez en el metro. Echó a correr con el corazón explotándole en el pecho.

«Si me das a elegir entre tú y ese cielo...».

Linda no estaba en el metro. Fue hasta la academia de inglés de la calle Trafalgar y la esperó en la acera de enfrente durante horas, fumando y fumando y fumando y fumando y fumando. Se desesperaba. Daba saltos de impaciencia sobre ambos pies. Se mordía los puños de cara a la pared.

Se le ocurrió que nunca más volvería a verla. Que lo que habían vivido aquella noche no se volvería a repetir jamás. Así conoció una enfermedad terrible que le llenaba el pecho de vacío y le quitaba todas las fuerzas. Linda se había evaporado de su mundo y el mundo sin Linda era inconcebible, inhabitable. Era el infierno.

Le telefoneó Trey.

—Eh, tío, que te estamos esperando donde el Pelotilla.

—Ah, sí, sí, ya voy.

—Que hay un negocio en marcha con unos dominiques.

Se trasladó al bar del Pelotilla. Lo primero que buscó fue si estaba Linda o alguna de sus amigas en la mesa donde las había visto la última vez. Sí estaban las tres monas. Ignoró a Trey, al Rejas y a los dominiques, que conspiraban alrededor de la mesa del billar, y se dirigió a las niñas como si nada, tratando de disimular los latidos del corazón, los ahogos y los sollozos contenidos.

—¿Dónde está Linda?

—Ah, no sé.

—Hoy no ha venido.

—No está aquí.

Les hubiera partido la boca a las tres.

—¿Cómo es eso?

—Me ha puesto un wasap que hoy no salía, que está enferma.

—¿Está enferma? ¿Qué le pasa?

—Ah, no sé.

—¡Nolan! ¿Vienes o no?

Los dominiques eran unos dominicanos que estaban muy excitados y ansiosos, muy colocados de su propia mierda, que querían ofrecer meta de supercalidad al Guirao. El que llevaba la voz cantante se hacía llamar Dominik y no admitía el no de Trey, y casi se ofendió cuando Trey le dijo que paciencia y que no podía garantizarle nada. Parecían dispuestos a llegar a las manos y a Nolan no le hubiera importado porque necesitaba desahogar su cólera de una manera u otra, pero luego todo resultó puro blablablá. Trey les dijo que hablaría con el Guirao, pero que no pensaba meterle prisa porque ahora estaban estudiando un proyecto nuevo y no quería que lo uno interfiriera con lo otro; y los dominiques, en lugar de cortarle el cuello, se conformaron.

El domingo siguiente, un domingo como el día que cayeron uno en brazos de otra, Nolan fue a la discoteca. Estaban las amigas de Linda, pero Linda no estaba allí.

—¿No ha venido Linda?

—No.

—¿Qué te pasa a ti con Linda?

—Está enferma.

Se emborrachó. Se metió unas pastillas que lo pusieron enfermo y le hicieron vomitar. Por si fuera poco, por los altavoces los Chunguitos no paraban de repetir:

 

... Pues me he enamorado

y te quiero y te quiero...

 

No podía vivir sin ella.

Se vio en mitad de la plaza triangular, mirando al tercer piso con desesperación, esperando que desde uno de los balcones cayera sobre él una mirada que lo iluminase. Quiso creer que ella lo estaba mirando y que entendía lo que estaba pasando, y fantaseaba con que el Guirao lo veía y, mosqueado, enviaba a alguien a por él. Hacía que lo subieran a su casa, le preguntaba a la cara qué coño estaba ocurriendo, y él se lo decía y le pedía la mano de su hija, y llamaba a Linda en su presencia y no se sabe cómo terminaba el delirio pero así, al menos, podría verla, podría volver a intercambiar una mirada con los ojos que un día le invitaron a probar.

Le sonó el móvil. Número desconocido.

—¿Sí?

—¿Nolan? —La voz ronca del Boca—. ¿Se puede saber qué haces ahí?

—¿Yo? No. Nada. Sí. Me gustaría hablar con el Guirao.

—¿De qué?

—De una cosa. Cosas mías. Cosas privadas.

—Tú no tienes que hablar de nada con el Guirao. Lárgate de ahí, a ver si voy a tener que echarte a patadas.

Junto a Nolan pasó un negro en bicicleta arrastrando un carrito de supermercado cargado de hierros retorcidos. Un transistor estridente difundía que los catalanes estaban satisfechos con su Estatut, que todo iba a cambiar muy pronto.

 

La siguiente vez que tuvieron que ir a casa del Guirao fue sumamente importante para él. «La veré y le diré...». «Le preguntaré al Guirao por ella».

—¿Tú estuviste molestando al Guirao el otro día? —le preguntó Trey, mosqueado.

—¿Quién? ¿Yo? No. Me llamó el Boca porque estaba en la placeta, tan tranquilo. Me dijo que qué hacía allí.

—¿Y qué hacías?

—Nada.

—Pues no hagas el idiota porque han estado a punto de no dejarte venir. He tenido que decirles que te portarías bien, así que pórtate bien. No me jodas.

Llamaron al portero electrónico de la calle. Les preguntaron quiénes eran. Como los estaban esperando, les abrieron. Subieron por las escaleras. Tres pisos. Llamaron a la puerta blindada del tercero. Les abrió el Boca, el argentino que llevaba una camiseta del Club de Fútbol Boca Júnior. Adelante. Los cacheó. A Nolan le pareció que a él lo miraba y lo cacheaba más que a Trey o al Rejas.

Recorrieron el pasillo que tenía guardianes en ambos extremos, como muñecos impávidos armados. Al final, la amplia sala de reuniones presidida por el espantoso retrato al óleo. El Guirao ya estaba allí.

Quien no estaba era Linda. Nolan no podía apartar la mirada de aquella puerta por la que un día apareció la muchacha y le pidió a su padre que le diera eso. Cincuenta euros. El Guirao no miró a Nolan en ningún momento. Como si no estuviera. Veía a través de él, como si fuera de cristal. Quería decirle a Trey que tenía vía libre para el negocio de los camiones, pero había que renegociar los beneficios. Él financiaría la operación pero cobrando un doscientos por cien, dos euros por cada euro aportado. Y no se aceptaba el fracaso.

¿Dónde estaba Linda?

Trey se puso muy contento, como si le acabara de tocar el Gordo. Aceptó las condiciones, cerró el trato con un apretón de manos y pidió la venia para hablar de los dominiques, que aseguraban tener meta de buena calidad.

—Diles que vengan mañana —dijo el Guirao—. Reunión a las once, a esta misma hora. ¿Quieres estar presente?

Trey le dijo que no, que él no se comprometía tanto por los dominiques, que quería que el Guirao tuviera plena libertad para hablar con ellos y no quería sacar de ese trato más que lo que él le quisiera dar.

A partir de ese momento, el cerebro de Nolan empezó a funcionar en otra dirección.

Esta noche pasada ha pensado, o ha soñado, que toda la discoteca estaba pendiente de él y de Linda cuando se fueron ciegos de sexo a los servicios. Que corrieron rumores, que no los vieron salir, de manera que pudieron deducir que se habían escapado por el ventanuco de atrás y, por tanto, la noche no había tenido fin. El Guirao se enteró. «Si se entera mi padre, si se entera mi padre». El Guirao se enteró y tiene secuestrada a Linda. A saber lo que le habrá hecho.

«Es un demente que tiene algún problema con su hija. Ella debe de ser mayor de edad, o casi, y puede hacer lo que le dé la gana. Pero él está loco. A lo mejor se la tira desde que es una niña, es un pederasta, un enfermo, y ella también ha enloquecido».

Los hombres del Guirao yendo a casa de Nolan y hablando con sus padres alcohólicos: «¿Es verdad que trajo aquí a la hija del Guirao?». «Sí —habrían dicho a coro sus desgraciados padres en la fantasía—. Y la violó».

A los hombres del Guirao, el Boca, los guardianes del pasillo, todos sus sicarios armados, gente peligrosa y mala, mala de verdad, les cambiaba la mirada, pupilas rojas de vampiros. Son monstruos. Y se están cebando en Linda.

El Aitor Jungle King I de color negro a la cintura; el cuchillo de cocina en el bolsillo lateral de la pernera del pantalón; la P13 con cargador de trece cartuchos del 45 en el bolsillo de atrás. La sudadera con el número 13 en la espalda.

 

Si me das a elegir

entre tú y la riqueza,

con esa grandeza

que lleva consigo,

ay, amor, me quedo contigo.

ay, amor, me quedo contigo.

 

Ahí vienen los dominiques. Nolan suponía que se reunirían en el bar del Pelotilla y, para ir a ver al Guirao, tenían que pasar por aquí. Son tres y se acercan con un andar desgarbado que ocupa toda la acera. Se sorprenden al verle.

—Me envían para que os acompañe.

—¿Para que nos acompañes? Trey dijo que fuéramos nosotros solos.

—Pero Trey dice y luego el Guirao dice. Para asegurarse de que no vais empalmaos y que traéis una buena muestra de la cosa.

—¿Y nos vas a cachear? —Dominik da a entender que no habría nada más ofensivo.

—Claro que no. Ya nos conocemos. —Plan colega, aquí no pasa nada—. Yo me fío de vosotros.

Llegan ante el portal y llaman al timbre. Nolan se mantiene fuera del alcance de la cámara de seguridad. Se ha puesto la capucha de la sudadera. Dominik dice simplemente «Soy Dominik» porque le gusta creer que ya tiene un nombre que le abre todas las puertas. No va a mencionar a sus compañeros. Y mucho menos al mindundi que han enviado para que los controle.

Se abre la puerta y suben seis tramos de escaleras hasta el tercer piso.

 

Si me das a elegir

entre tú y ese cielo,

donde libre es el vuelo

para ir a otros nidos,

ay, amor, me quedo contigo.

ay, amor, me quedo contigo.

 

La puerta blindada es la siguiente barrera.

—¿Quién?

Hay que repetir por segunda vez «Soy Dominik».

—¿Tenéis cita?

Dominik se impacienta.

—El Guirao me espera.

Se abren los tres cerrojos. Crac, crac y crac. Pasan los tres dominiques, Nolan se queda atrás. Cuando ha pasado tanto tiempo sin que ocurra ningún incidente, la rutina relaja los músculos y enturbia la visión. El Boca se hace a un lado, procede a cachear a Dominik. No ve llegar al asesino. El filo de sierra del Aitor Jungle King I de color negro le secciona la garganta, lo deja mudo con un mínimo gorgoteo en el fondo de la garganta y lo mata.

Mientras el Boca se va de cabeza contra la pared y se desparrama sobre las baldosas, Nolan se vuelve a los dominiques y los encañona con la pistola.

—Largaos de aquí, que esto no tiene nada que ver con vosotros.

Está dispuesto a disparar y matarlos a los tres en ese mismo momento, el tiempo de contar hasta tres, uno, dos y..., pero ya se van escaleras abajo, atropelladamente, gritando como verduleras.

Han gritado, de manera que hay que actuar de prisa.

La puerta de la derecha. Se abre y Nolan empieza a disparar. El guardia que estaba ahí mismo recibe los balazos antes de entender lo que está viendo. Nolan se tira al suelo para asomarse al pasillo fuera del alcance de las balas que puedan buscarle pecho y cabeza, y continúa disparando y disparando como si la automática fuera una ametralladora. Este es un espacio largo y estrecho donde cualquiera sería un blanco fácil. El hombre armado del fondo pega un brinco, se le enredan los pies con las patas de la silla y cae de bruces. Si no le acertaba Nolan, le darían los rebotes.

Recorre el pasillo, pasa por delante de la reja al otro lado de la cual se almacenan sales de Epsom y paquetes de magnesio. La hoja de madera ha cegado ese acceso y, sin duda, al otro lado hay gente marcando números en los móviles, llamando al Guirao y dando la señal de alarma. Ha disparado ya los trece cartuchos de su pistola canadiense, así que recoge al paso el arma del guardián caído. Uno de esos Uzi de forma estrambótica que tan famosos se han hecho en las películas.

El Guirao habrá levantado la barbilla, habrá olfateado el aire, lanzará el rugido de furia.

Nolan llega a la sala de reuniones, rodea la mesa para doce personas y atraviesa la puerta por donde un día apareció Linda pidiendo eso.

A partir de ese punto, el piso ya parece más habitable, con una marina en la pared y una vitrina con cajones, pero continúa teniendo ese aspecto de laberinto con exceso de puertas ideado para desorientar a los intrusos.

Cuando los dominiques han llegado al portal, ya había allí un montón de amigos del Guirao cerrándoles el paso. En principio, ellos eran los sospechosos, los responsables, ellos tenían hora de visita, el tiroteo ha estallado segundos después de que ellos tocaran el timbre. Por eso los han agarrado por el pescuezo, los han amorrado a la pared, les han insultado y les han puesto cañones de pistola en la nuca. «Hijos de la gran puta...». Que no, que no, que ellos no han hecho nada, que están desarmados, que están aquí, que han salido corriendo. Suena lógico. Que ha sido Nolan, que les ha salido al paso, que ha matado al Boca con un cuchillo, que continúa arriba y continuará matando si no le paran los pies. Parecen sinceros.