Belleza descubierta - Andrea Laurence - E-Book
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Belleza descubierta E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

Haría lo posible por llegar a su corazón El director ejecutivo Brody Eden era un hombre solitario y taciturno que tenía secretos que se negaba a desvelar a nadie, hasta que conoció a su nueva asistente, Samantha Davis. Ella era la tentación personificada. Samantha nunca había conocido a un hombre tan reservado y atractivo como Brody. No quería enamorarse de su jefe, pero él tenía algo especial; bajo sus hoscos modales se percibía ternura y una intensa pasión a la espera de ser liberada. Y ella deseaba ser quien se metiera en su guarida… y en su cama.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Andrea Laurence

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Belleza descubierta, n.º 1958 - enero 2014

Título original: A Beauty Uncovered

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4035-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

¿Acuerdo de confidencialidad?

Samantha Davis miró a su madrina con el ceño fruncido. Agnes había apoyado a Sam toda la vida. Confiaba en la mujer que había asumido el papel de madre cuando Sam estaba en la escuela elemental. Y estaba ayudándola a conseguir un empleo cuando Sam más lo necesitaba. Pero, aun así, no le gustaba cómo sonaba el asunto.

Llegar a la oficina de Agnes había sido toda una odisea. Sam estaba muy segura de que había menos medidas de seguridad en la sede de la CIA. Se preguntó en qué se estaba metiendo.

–No es nada de lo que tengas que preocuparte, cielo –Agnes empujó el formulario hacia ella–. El señor Eden es muy especial con respecto a su privacidad. Por eso hay tantas medidas restrictivas para subir a esta planta. Nadie tiene acceso excepto yo, el señor Eden y el jefe de seguridad. Soy la única persona de la empresa que tiene contacto personal con él. Si ocupas mi puesto mientras estoy de vacaciones, tú también interactuarás con él, así que tendrás que firmar el acuerdo.

Sam sintió un incómodo cosquilleo en la nuca. Aunque Agnes y ella eran las únicas personas en la habitación, se sentía observada. Miró con curiosidad alrededor de la moderna pero cómoda oficina y vio una diminuta videocámara en una esquina. Había una segunda cámara en el extremo opuesto de la habitación. ¿Quién necesitaba equipo de vigilancia para supervisar a su secretaria?

Si cualquiera excepto su madrina le hubiera pedido que aceptara ese trabajo, se habría ido. Pero Agnes no la pondría en una situación difícil solo para irse de vacaciones en su cuarenta aniversario de boda. Seguro que no era tan malo como parecía.

Sin embargo, no entendía qué ocurría ahí. Miró con desconfianza el documento de confidencialidad. Brody Eden era el propietario de Software de Sistema Eden. Soluciones de comunicación para oficinas. Nada clasificado. Nada que pudiera perjudicar la seguridad nacional si se filtraba. Pero, si incumplía los términos del acuerdo, se vería obligada a pagar una compensación de cinco millones de dólares.

–Esto no me convence. ¿Cinco millones de dólares? No tengo ese dinero.

–¿Crees que yo sí? –Agnes se rio–. Es una suma tan elevada que nadie se atreve a romper el acuerdo. Mientras hagas tu trabajo y no hables del señor Eden con nadie menos conmigo, estarás bien.

–No lo entiendo. ¿Hablar de qué? –por lo que Sam sabía, Brody Eden era una especie de genio a la sombra. Era como Bill Gates pero sin rostro conocido. Los periodistas habían intentado encontrar información suya sin éxito, y eso había incrementado el misterio. Sencillamente, no había existido antes de lanzar su imperio del software. Suponía que si la gente descubría que tenía acceso a él podrían pedirle información, pero ¿qué iba a decirles?

Sam no entendía tanto misterio. Siempre había supuesto que era un truco para dar publicidad a la empresa, pero las cámaras y el contrato le hacían preguntarse si no habría algo más.

–Firma el acuerdo y te lo contaré. No es nada grave –Agnes suspiró–. Desde luego, nada por lo que merezca la pena perder esta oportunidad. Necesitas el dinero. Firma –le dio un bolígrafo–. Hazlo.

Sam necesitaba el dinero, sin duda. Y era un buen sueldo. Demasiado bueno. Tenía que haber una razón que lo justificara, pero por lo visto no sabría cuál hasta después de firmar su pacto con el diablo. Se dijo que daba igual. Tenía que pagar el alquiler y solo le quedaban quince dólares. Firmó y fechó el acuerdo.

–Excelente –dijo Agnes con una sonrisa–. Crucero por el mediterráneo, allá voy –se levantó de la silla y metió el documento en una carpeta. Lo llevó a una especie de pequeña puerta plateada que había en la pared, que resultó ser un cajón. Agnes metió la carpeta dentro y lo cerró.

–¿Qué es eso?

–Es para entregarle el contrato al señor Eden.

–¿No entras en su despacho a dárselo?

–No –Agnes se rio–. Casi nunca entro allí.

Sam se volvió a las enormes puertas de roble que las separaban del despacho de Brody Eden. Parecían lo bastante fuertes para resistir cualquier ataque, y seguramente contaban con cerrojos y alarmas de vanguardia. Eran intimidantes, inasequibles. Se moría de ganas de saber qué había al otro lado.

–¿Y él no sale aquí a recoger nada?

–Sí, pero solo cuando le apetece. Se comunica por el interfono y el ordenador. Envía varios correos electrónicos y mensajes instantáneos a lo largo del día. El cajón funciona para todo lo demás. Así le entregarás el correo e intercambiarás documentos con él. Cuando acabe con algo, lo meterá en el cajón.

–¿Como Hannibal Lecter?

–Algo así –admitió Agnes. Se sentó tras el escritorio–. Bueno, ahora que el tema legal está solucionado, tenemos que hablar.

Sam inspiró profundamente. La última media hora le había creado mucha tensión nerviosa. Ya que había firmado en la línea de puntos, no estaba segura de querer saber el secreto. Pero, por otro lado, le atenazaba la curiosidad.

–¿En qué lío me has metido, Agnes?

–¿Crees que habría trabajado aquí tanto tiempo si el trabajo fuera horrible? He tenido jefes malos pero él no es uno de ellos. Adoro a Brody como si fuera mi propio hijo. Tienes que aprender a manejarlo. Será menos... hiriente... si lo haces.

Hiriente. A Sam no le gustaba esa palabra. Prefería que sus jefes fueran amables. Por supuesto, tener un jefe carismático y sexy había tenido como resultado un corazón roto y quedarse sin empleo. Tal vez sería mejor un jefe hiriente y distante. Si apenas pasaba tiempo con él no podría tener una aventura y acabar siendo despedida.

Sam se volvió hacia una de las videocámaras. Se sentía incómoda teniendo esa conversación sabiendo que él podía estar escuchando.

–¿Nos está observando por ahí?

–Probablemente, pero no recibe sonido –Agnes se encogió de hombros–. Solo puede oírnos por el intercomunicador. Podemos hablar tranquilamente, así que te contaré el gran secreto. El señor Eden quedó desfigurado en un accidente, hace mucho tiempo. No quiere que nadie lo sepa. A eso se reduce todo el misterio: nadie puede saber lo desfigurado que está. Cuando le veas cara a cara, si le ves, es mejor que no reacciones, actúa como si no lo notaras. Oculta la sorpresa, el disgusto y la compasión. Tal vez resulte difícil al principio, pero te acostumbrarás.

Sam no pudo evitar sentir un pinchazo de lástima por su nuevo jefe. Tenía que ser muy solitario vivir así. Sonaba horrible. Le hizo desear ayudarlo de alguna manera. Era su naturaleza.

Su padre siempre la había llamado «arreglatodo». La madre de Sam había fallecido cuando ella tenía siete años, pero su corta edad no le había impedido convertirse en la mujer de la casa. Si los calcetines tenían agujeros, los zurcía; si faltaba dinero para la compra, hacía macarrones para comer.

Si alguien tenía un problema, Sam lo solucionaba con rapidez y eficacia. Incluso si no se lo pedían. Por eso sus dos hermanos menores le llamaban «metomentodo».

–¿Lo veré alguna vez? Da la impresión de que no sale nunca –Sam se preguntaba cómo iba a ayudar al señor Eden si se mantenía oculto.

–Antes o después, lo hará. Gruñón como un oso después de hibernar. Pero ladra más que muerde. Es inofensivo.

Sam asintió, absorbiendo la información. Agnes pasó a informarle de sus tareas. Además de las funciones de secretaria, tenía que hacer recados para él.

–¿Tengo que recoger la ropa del tinte? ¿No tiene una esposa o alguien que lo haga? –preguntó, mirando la lista que le dio Agnes.

–No. Es soltero. Cuando he dicho que solo tú y yo lo veremos, era en serio. Le traerás el café por la mañana. A veces le encargo el almuerzo, pero suele traerlo él o alguien lo entrega en el vestíbulo; en ese caso tendrás que bajar a recogerlo.

–¿Cómo puede vivir alguien sin salir al exterior? Sin ir a las tiendas, al cine o a cenar con amigos? –Sam estaba atónita.

–El señor Eden vive por medio del ordenador. Lo que puede hacer así, lo hace. Lo que no pueda hacer, te lo pedirá a ti. Serás su asistente personal, más que su secretaria. No paga un salario tan alto para que te pases el día limándote las uñas y contestando el teléfono.

–¿Cuándo empiezo? –preguntó Sam. Ya que sabía la verdad, no se sentía tan nerviosa.

–Mañana. Serás mi sombra durante dos días, después estarás al mando cuatro semanas.

–Vale. ¿Hace falta una vestimenta especial?

–La mayoría de los empleados visten a su gusto. El señor Eden lleva traje a diario, aunque no sé por qué, dado que solo yo lo veo. Se te da tan bien ir a la moda que no tendrás problemas.

Sam intentó no reírse de esa alusión a su gusto por ir a la moda. Era un eufemismo para referirse a su obsesión por la ropa y los zapatos. Le encantaban las cosas brillantes, rosas y moradas. Un par de zapatos de plataforma o un bolso de cuero adecuados casi podían llevarla al clímax.

Por desgracia, los dos últimos meses de desempleo habían sido devastadores para su vestuario. Pero eso ya era el pasado. Tenía trabajo, había vuelto al mundo y volvería a la moda. El señor Eden vería todo un desfile de modelos por sus videocámaras.

–Vamos a conseguir tu etiqueta y tus códigos. Escanearán tus huellas digitales para que puedas acceder a esta planta.

Sam se levantó y siguió a su madrina. Sintiéndose valerosa, se detuvo un momento y miró directamente a la cámara. Se echó los largos rizos rubios por encima del hombro y se enderezó.

–Si vas a pasar el próximo mes mirándome por esa lente –dijo, sabiendo que no la oía–, espero que te guste lo que ves.

 

***

 

«Gustar» era quedarse muy corto. Samantha Davis era toda una distracción.

Brody llevaba dos días observando a su nueva asistente siendo adiestrada por Agnes: era como contemplar una película fascinante. Las dos grandes pantallas conectadas a las cámaras de vigilancia habían capturado su atención desde que Samantha se presentó a la entrevista. Había ignorado su trabajo y olvidado una conferencia telefónica. Le intrigaba la mujer y también su forma de volverse hacia la cámara como si lo observara, igual que él a ella.

Tal vez porque no veía a mucha gente, sobre todo a mujeres, Samantha lo tenía hipnotizado. Le gustaban los espesos rizos rubios que le caían por los hombros y la espalda. Su piel tenía un tono dorado, como si le gustara salir a correr o a nadar al aire libre. Le atraían sus enormes ojos marrones y su esplendorosa sonrisa. No era muy alta, pero lo compensaba con tacones altísimos que, acompañados de faldas cortas y rectas, daban un aspecto fantástico a sus piernas. Era muy atractiva.

Brody quería a Agnes como a una madre. Era trabajadora, eficiente y algo regañona, pero a él le gustaba así. Agnes era una dinamo en la oficina. Brody se preguntaba cómo iba a apañarse sin ella.

Agnes le había mencionado su viaje de aniversario hacía meses. Había tenido tiempo de sobra para prepararse. Sin embargo, seguía sin hacerse a la idea de que faltaría tanto tiempo.

Cuando Agnes había sugerido que contratara a su ahijada para sustituirla, le había parecido una idea sensata. Pero no se le había ocurrido preguntarle si su ahijada era atractiva. Suponía que a la mayoría de la gente no le importaría eso, pero a él sí. Brody evitaba a la mayoría de la gente pero, sobre todo, a las mujeres guapas.

Nadie lo entendía, y menos aún sus hermanos de acogida, que siempre lo pinchaban para que saliera y tuviera citas. Porque no sabían cómo era eso para él. Cuando ellos abordaban a una chica guapa solo tenían que preocuparse de ser rechazados. Y, considerando que sus tres hermanos eran guapos y ricos, eso no ocurría a menudo.

Cuando Brody se acercaba a una mujer guapa sabía que el rechazo estaba cantado. Pero eso no era lo peor. Era la expresión de la mujer cuando lo veía. Esa primera reacción. El destello de miedo y asco que ni la persona más sensible y educada podía evitar. En el mundo de Brody, eso era lo primero, aunque fuera seguido por una rápida recuperación y un intento de simular indiferencia.

Era aún peor la inevitable compasión que seguía. Brody sabía que había gente con lesiones peores que la suya que no se escondían. Algunos incluso eran conferenciantes, modelos para otras víctimas. La gente, inspirada por su fuerza, veía más allá de sus cicatrices.

Esa opción, por noble que fuera, no encajaba con Brody. No se había lesionado sirviendo a su país y no quería ser la imagen pública de las víctimas de quemaduras de ácido. Ya le costaba bastante enfrentarse a la lástima de una sola persona. No podía soportar la compasión pública. Suponía que esa era la razón de su reputación no solo de recluso, sino de auténtico bastardo. No le gustaba ser así, pero era una necesidad. La gente no sentía lástima por un villano, aunque estuviera desfigurado. Pensaban que se lo merecía.

Brody suspiró y volvió a mirar la pantalla que mostraba a Agnes y a Samantha.

Mirar a una mujer bella y recibir a cambio una mirada de horror... Brody prefería evitarlo. Por eso no había salido aún a presentarse. Le daba igual que ella pensara que era un grosero. Todos lo pensaban.

Disfrutaba observándola a distancia, a salvo de su expresión horrorizada ante su rostro deforme y lleno de cicatrices. Como estaría allí un mes, Brody acabaría saliendo. Pero, cuando ocurriera, ella seguiría siendo bella y él sería... lo que era.

El pitido de uno de los ordenadores puso fin a sus oscuros pensamientos. Girando en la silla, se acercó a una de las seis máquinas que rodeaban el escritorio. Una de sus búsquedas tenía resultados.

Había diseñado un programa que revisaba Internet a diario respecto a distintas búsquedas, incluidas las de su propio nombre, Brody Butler. Un filtro excluía duplicados y menciones de otros Brody Butler cuya identidad había establecido.

Después, revisaba los resultados por si había algo que pudiera causarle dolor a él o a su familia de acogida. Si alguien lo buscaba, Brody sería el primero en saberlo. Era un hombre muy celoso de su intimidad, y no quería que su pasado interfiriera en su presente. Por eso había tomado el apellido de su familia de acogida cuando terminó el instituto. Quería dejar atrás su pasado. Quería empezar de cero y tener éxito porque era listo y astuto, no porque la gente le tuviera lástima.

Lo preocupaba que alguien vinculara a Brody Butler y a Brody Eden, porque eso daría lugar a preguntas sobre su pasado que prefería evitar.

Brody nunca bajaba la guardia. Sabía que si algo podía ir mal, iría mal. Sus hermanos lo acusaban de pesimismo, pero él prefería estar preparado para lo peor. No había podido evitar que su padre biológico le pegara, pero siempre había estado preparado física y mentalmente cuando ocurría.

Así que, igual que había hecho de niño, dormía con un ojo abierto, por decirlo de alguna manera. Su ojo nunca dejaba Internet. Si alguien lo buscaba, estaba preparado.

–¿Qué tenemos aquí? –Brody echó un vistazo al informe y suspiró con alivio. Alguien llamado Brody Butler había estrellado un camión contra el escaparate de un supermercado en Wisconsin. Falsa alarma. Nadie lo estaba buscando ese día. No lo habían hecho en los últimos cinco años. Tal vez nunca lo hicieran.

Su identidad anterior se había desvanecido cuando dejó el instituto. No era más que otro crío perdido en el sistema de acogida. Ni siquiera sus auténticos padres lo habían buscado. Su padre, en prisión, tenía acceso restringido a Internet, pero su madre tampoco lo había buscado. Dado que había apoyado al padre maltratador en vez de al hijo maltratado, le importaba poco.

Brody no estaba seguro de poder llegar a entender a las mujeres. Era inteligente, cariñoso y exitoso, pero la mayoría de las mujeres solo veían las cicatrices. Y, además, su madre asistía a todas las vistas de libertad condicional, anhelando el día en que su agresivo esposo saliera de la cárcel para vivir con él de nuevo.

Era mejor estar recluido. Las mujeres, bellas o no, solo causaban problemas y dolor. Y sin duda, su nueva asistente sería igual. Era una novedad, un brillante juguete. Su brillo no tardaría en apagarse y podría volver a centrarse en el trabajo.

Salir con la secretaria no solo era un cliché, era mala idea. Incluso fantasear con ello le causaría problemas. Lo mejor era mantener las distancias hasta que Agnes volviera.

Brody miró el monitor y vio a Samantha sentada sola ante el escritorio. Estaba preciosa, con un rizo rubio cayéndole por la frente. Le hizo desear salir, presentarse y apartarle el rizo de la cara. Pulsó el botón del intercomunicador.

–¿Dónde está Agnes? –preguntó, con voz seca. Notó que le ofendía, por cómo se enderezó, frunció el ceño y se echó el pelo atrás.

–Buenas tardes, señor Eden –contestó con tono amable, ignorando la pregunta y dejando claro lo que opinaba de sus malos modales.

Su madre de acogida, Molly, también lo habría recriminado por su grosería. Pero le servía para mantener a la gente a distancia.

–¿Dónde está Agnes? –repitió.

–Ha bajado a llevar un informe a administración y a recoger su almuerzo del vestíbulo. Me ha dejado a cargo del teléfono.

El almuerzo. Había olvidado que había pedido comida a su restaurante tailandés favorito.

–Cuando vuelva, dígale que necesito preguntarle algo –la observó en el monitor.

–Verá, ella va a estar fuera un mes, y tendrá que apañarse conmigo. ¿Por qué no empezar ya? ¿Y si le llevo yo el almuerzo, me presento y me hace la pregunta? Si no sé la respuesta, seguro que puedo averiguarla.

–No será necesario, señorita Davis. Pídale a Agnes que venga cuando regrese.

Él pensaba retrasar un encuentro cara a cara lo más posible. Tal vez indefinidamente.

–Sí, señor –canturreó ella, pero él notó que casi echaba humo por las orejas.

Brody la observó ordenar su escritorio con gestos airados. Después, alzó la vista a la cámara. Él se quedó sin aliento, atrapado por sus ojos oscuros. Sabía que ella no lo veía, pero se sentía como si lo estuviera taladrando con la mirada.

Lo miraba sin miedo, compasión o asco. Por desgracia, eso no sería igual cuando no hubiera cámaras entre ellos.

Capítulo Dos

 

«Necesito este empleo. Necesito este empleo. Necesito este empleo».

Sam se apretaba las sienes y repetía ese mantra cada vez que el señor Eden llamaba a su mesa, pero eso no mejoraba su humor. De hecho, le causaba un horrible dolor de cabeza. Solo llevaba allí tres días sin Agnes, pero ya estaba deseando que volviera. Era obvio que no era capaz de tratar con la bestia.

Agnes le había advertido de que era «hiriente», y era una descripción de lo más ajustada. La irritaba. Cierto que estaba ocupado y tenía que dirigir un imperio, pero no le mataría ser amistoso o, cuanto menos, educado. O preguntarle qué tal le iba, o darle los buenos días. Pero se limitaba a ladrarle órdenes: «Consígame esto, haga aquello, recoja mi almuerzo».

Ya se había hecho a la idea de que nunca entraría en su despacho. Él había rechazado cualquier sugerencia en ese sentido y tampoco había salido. Estaba en el despacho cuando Sam llegaba y seguía allí cuando se iba. Se preguntaba por qué había tenido que firmar un contrato de confidencialidad cuando solo podría haber dicho de él que era un antipático. Por lo que había oído del resto de los empleados de Software de Sistema Eden, eso no era ningún secreto.

–Necesito este trabajo.

Sam leyó los nuevos correos electrónicos y empezó a escribir una carta. Según avanzaba el día, más le costaba concentrarse en el trabajo. El dolor de cabeza empeoraba y empezaba a sentirse mareada. El monitor empezó a parecerle demasiado brillante y cada sonido era como una puñalada que le atravesaba el cerebro. Tenía que irse a casa, tomarse una pastilla y echarse una siesta.

–¿Señor Eden? –dijo, tras pulsar el botón del intercomunicador.

–¿Sí? –como siempre, fue una respuesta impaciente y seca.