Belleza Negra, sus caballerizos y sus compañeros - Anna Sewell - E-Book

Belleza Negra, sus caballerizos y sus compañeros E-Book

Anna Sewell

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"Belleza Negra" es el clásico más conocido universalmente de la literatura que aboga por los derechos de los animales. Publicado en 1877, se convirtió en un bestseller que cruzó el Atlántico, donde apareció, unos años más tarde, con el subtítulo de ¿'La cabaña del tío Tom' de los caballos¿. Vendido de un amo a otro, Belleza Negra narra su historia desde su posición como testigo directo de las crueldades padecidas por él y sus congéneres, con el fin de denunciar muchas de las lacras sociales, políticas y económicas de la Inglaterra de finales del XIX. De ahí que, esta animalografía equina se convierta en alegoría de la subyugación de diversos sectores sin voz de la sociedad victoriana, en especial, las clases trabajadoras, y exija una toma de conciencia a los lectores.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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ANNA SEWELL

Belleza Negra,sus caballerizosy sus compañeros.

La autobiografía de un caballo

Edición de Carme Manuel

Traducción de Consuelo Rubio Alcover

Índice

INTRODUCCIÓN

Anna Sewell: una vida protegida y desafiante

Black Beauty: de caballos y hombres

BIBLIOGRAFÍA

BELLEZA NEGRA, SUS CABALLERIZOS Y SUS COMPAÑEROS. LA AUTOBIOGRAFÍA DE UN CABALLO

PARTE PRIMERA

Capítulo uno. Mi primer hogar

Capítulo dos. La cacería

Capítulo tres. De cómo me domaron

Capítulo cuatro. Birtwick Park

Capítulo cinco. Un buen comienzo

Capítulo seis. Libertad

Capítulo siete. Jengibre

Capítulo ocho. La historia de Jengibre continúa

Capítulo nueve. Patas Alegres

Capítulo diez. Una charla en el huerto

Capítulo once. Hablando con franqueza

Capítulo doce. Un día de tormenta

Capítulo trece. La marca del diablo

Capítulo catorce. James Howard

Capítulo quince. El viejo caballerizo

Capítulo dieciséis. ¡El incendio!

Capítulo diecisiete. Lo que contó John Manly

Capítulo dieciocho. Enviado a la casa del médico

Capítulo diecinueve. Pura ignorancia

Capítulo veinte. Joe Green

Capítulo veintiuno. La separación

PARTE SEGUNDA

Capítulo veintidós. Earlshall

Capítulo veintitrés. Un envite por la libertad

Capítulo veinticuatro. Lady Anne, o un caballo fugitivo

Capítulo veinticinco. Reuben Smith

Capítulo veintiséis. Cómo terminó

Capítulo veintisiete. Destrozado y cuesta abajo

Capítulo veintiocho. Un caballo de tiro y sus arrieros

Capítulo veintinueve. Cockneys

Capítulo treinta. ¡Un ladrón!

Capítulo treinta y uno. ¡Un farsante!

PARTE TERCERA

Capítulo treinta y dos. Una feria de ganado equino

Capítulo treinta y tres. Caballo de coche de punto en londres

Capítulo treinta y cuatro. Un viejo caballo de guerra

Capítulo treinta y cinco. Jerry Barker

Capítulo treinta y seis. El coche de domingo

Capítulo treinta y siete. La regla de oro

Capítulo treinta y ocho. Dolly y un auténtico caballero

Capítulo treinta y nueve. Sam el zaparrastroso

Capítulo cuarenta. La pobre Jengibre

Capítulo cuarenta y uno. El carnicero

Capítulo cuarenta y dos. Las elecciones

Capítulo cuarenta y tres. Un alma amiga en apuros

Capítulo cuarenta y cuatro. El viejo Capitán y su sucesor

Capítulo cuarenta y cinco. El año nuevo de Jerry

PARTE CUARTA

Capítulo cuarenta y seis. Jakes y la dama

Capítulo cuarenta y siete. Tiempos difíciles

Capítulo cuarenta y ocho. El granjero Thoroughgood y su nieto Willie

Capítulo cuarenta y nueve. Mi último hogar

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

A Nina,perquè estima totes les criatures

Como toda mirada sin fondo, como los ojos del otro, esa mirada así llamada «animal» me hace ver el límite abisal de lo humano: lo inhumano o ahumano, los fines del hombre, a saber, el paso de las fronteras desde el cual el hombre se atreve a anunciarse a sí mismo, llamándose de ese modo por el nombre que cree darse.

DERRIDA, El animalque luego estoy si(gui)endo, 28

EN el primer y divertido capítulo de Tiempos difíciles, la novela satírica de Charles Dickens contra el utilitarismo de la sociedad victoriana, publicada en 1854, el director de escuela Thomas Gradgrind, «un hombre de hechos», pregunta a su alumna número veinte, la pequeña Sissy, cuyo padre trabaja en un circo, que defina lo que es un caballo. Ante la incapacidad de la párvula de proporcionar datos reales, el maestro se vuelve al muchacho Blitzer, quien no duda en responder, entre otras muchas cosas, con la siguiente definición:

Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos. Tiene los cascos duros, pero es preciso calzarlos con herraduras. Se conoce su edad por ciertas señales en la boca.

La satisfacción del pedagogo es completa y, dirigiéndose a grandes voces a Sissy, la amonesta: «Niña número veinte, ya sabes ahora lo que es un caballo».

Tendrían que pasar más de dos décadas para que la realidad de los más de casi dos millones y medio de caballos que tenía Inglaterra recibieran una descripción no basada en hechos gradgrindianos, sino en emociones, que, aunque imaginadas, emanasen de los propios sentimientos y de las voces de los equinos, y les convirtieran en criaturas merecedoras de benevolencia por la gracia de la ficción. Esta humanización llegaría con la publicación en 1877 de la novela de Anna Sewell, Black Beauty: His Grooms and Companions. The Autobiography of a Horse. Translated from the Original Equine, una obra que, lejos de ser únicamente la narración más enérgica contra las crueldades perpetradas contra el caballo durante el siglo XIX, es un texto complejo tanto desde el punto de vista literario como social, y que oculta importantes luchas ideológicas en la sociedad de la Inglaterra victoriana. Esto es así, porque, como manifiesta John Berger, los ojos de un animal pueden mirar del mismo modo a los hombres o a cualquier otro ser de otra especie, pero el hombre es el único que reconoce en esos ojos algo familiar, pues «toma conciencia de sí mismo al devolver esa mirada» (9).

Durante los primeros diez años tras la publicación de Black Beauty, aparecieron más de treinta y cinco ediciones, y en Estados Unidos, se anunció, trece años más tarde, como The Uncle Tom’s Cabin of the Horse, distribuyéndose más de un millón de copias hacia principios de 1890. El libro, que como tantos otros clásicos del siglo XIX ha acabado siendo título principal en colecciones infantiles y juveniles, y ha sufrido incontables transformaciones, cortes, y manipulaciones, no fue escrito para el público infantil o juvenil, sino para los lectores adultos, y en especial, para aquellos cuyas vidas se relacionaban directamente con el mundo de los caballos, presencias omnipresentes hasta las primeras décadas del siglo XX en el mundo urbano y rural occidental.

En 2004, Adrienne Gavin publicó, lo que hasta la fecha es la biografía más completa de Sewell y en 2012, una edición crítica de Black Beauty en Oxford World’s Classics. El impacto de la biografía y de la nueva edición crítica entre los lectores, además de la acogida en bibliotecas y clubs de lectura, páginas webs y blogs, en Estados Unidos y Gran Bretaña, demuestran que el texto clásico de Sewell continúa siendo de gran interés en estas primeras décadas del tercer milenio. El libro, del que se han vendido más de cincuenta millones de copias, sigue apareciendo en nuevas ediciones cada año y se ha traducido a innumerables lenguas a lo largo de los más de ciento cuarenta años de vida, si bien es extremadamente difícil encontrarlo como parte importante en las historias de literatura inglesa y prácticamente imposible como libro de lectura en cursos universitarios de literatura victoriana. Más difícil es encontrar noticias de su autora, Anna Sewell, una inválida que solo compuso este texto y que murió a los pocos meses de ver su obra publicada. En estos momentos posthumanistas, en los que parece haber finalizado la era del antropoceno, los estudios sobre los animales no humanos se han erigido en un campo de investigación y debate que abarca disciplinas tan variadas como la historia, la geografía, la biología, la antropología, la ecología, la economía, la literatura, la filosofía y la ética. De ahí que sea conveniente recuperar este clásico victoriano que marcó un hito en la literatura que abogaba, entre otras, por la defensa de un trato justo para los animales, y que se erige, por derecho propio, en ejemplo de la literatura reformista y del activismo animalista del siglo XIX.

ANNA SEWELL: UNA VIDA PROTEGIDA Y DESAFIANTE

En 1851, Henry Curling, en «A Lashing for the Lashers. Being an Exposition of the Cruelties Practised Upon the Cab and Omnibus Horses of London», después de realizar un detallado análisis de las diversas formas en que los caballos de la metrópolis eran maltratados, lamentaba que, si bien,

[...] hemos tenido unos autodenominados filántropos recorriendo el mundo con engaños, sin un ápice de humanidad real, rasgándose las vestiduras por los abusos y fustigándose como locos por absolutas nimiedades; [...] y de hecho tenemos en Inglaterra especímenes de la clase más despreciable de los traficantes de humanidad, pero ninguno de esos cazadores de popularidad movería un dedo para aliviar los sufrimientos de un pobre y maltratado caballo, ni tampoco daría un real para salvarlo de los latigazos que acaban con sus huesos en la carretilla del vendedor de los desechos de matadero. La verdad es que el tema no goza de popularidad. Los filántropos egoístas son conscientes de que entrometerse en las comodidades de los hombres es una tarea muy ingrata (210-211).

Al parecer Anna Sewell fue la única que no desoyó el reto de Curling y, pocos meses antes de morir, dejó como testamento una novela que se adentraría en un territorio que, según Curling, nadie se había atrevido a pisar: la defensa de la humanidad del caballo victoriano. La popularidad universal de la obra, sin embargo, ha dejado sorprendentemente a su autora en la más absoluta oscuridad, ya que la verdadera vida de Anna Sewell permanece todavía sepultada en el misterio, a pesar de los datos aportados por la última biografía de Adrienne Gavin, de 2004, quien, ante la carencia de un testimonio directo por parte de la escritora, recurre constantemente a la especulación y a las más que, en ocasiones, limitadas suposiciones. El versículo de Eclesiastés 3: 19 («Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra; y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad»), que sirve de epígrafe inicial a John Lawrence en su A Philosophical and Practical Treatise on Horses, and on the Moral Duties of Man Towards the Brute Creation de 1796, bien podría iluminar la trayectoria de Anna Sewell, nacida el 30 de marzo de 1820 en Yarmouth, Norfolk, y fallecida en Old Catton, cerca de Norwich, el 25 de abril de 1878, a la edad de cincuenta y ocho años. Las dolencias que padeció y que limitaron seriamente su movilidad, convirtiéndola en una inválida desde muy temprana edad, la obligaron a vivir con sus padres y a depender de los cuidados de su madre. Su padre, Isaac Sewell, tuvo empleos relacionados con la banca, mientras que su madre, Mary Wright Sewell (1797-1884), había trabajado como gobernanta en una escuela de Essex antes de casarse con Isaac en 1818, y se convertiría con el tiempo en una apreciada escritora. Ambos progenitores pertenecían a reputadas familias de fe cuáquera desde hacía varias generaciones, y los repetidos fracasos del padre en los empleos y negocios que emprendió, llevaron a la familia a una vida de quiebra económica y traslados de domicilio constantes. Si las obligaciones laborales mantenían al padre distante e imposibilitaban una relación estrecha con sus hijos, Anna y Philip, fue la madre la que forjó un vínculo poderoso con la hija, una relación que, debido a la temprana discapacidad de la joven, aparece como un lazo simbiótico irrompible entre ambas, hasta el punto que en la vida de una y otra se superponen intereses, preocupaciones y esperanzas.

La información a la que las biógrafas de Anna Sewell han tenido acceso procede principalmente del volumen que Mrs. Mary Bayly escribió sobre su madre, The Life and Letters of Mrs. Sewell, aparecido en 1889, cuatro años después del fallecimiento de la biografiada, y que incluye un valioso breve texto autobiográfico de setenta páginas de esta. Bayly, como Mary Sewell, era una de las muchas inglesas de clase media entregadas a las obras de beneficencia, en especial a la lucha antialcohólica y la alfabetización de las clases trabajadoras. Como explica Dorice Williams Elliott, en The Angel Out of the House: Philanthropy and Gender in Nineteenth-Century England, a finales de la década de 1850, las actividades relacionadas con las obras de caridad, se habían convertido ya en un «pasatiempo nacional» para las inglesas de las clases acomodadas. Además de las miles de mujeres que se dedicaban a visitar a los pobres por cuenta propia, había ya registradas más de seiscientas cuarenta instituciones en el país, la mayoría dirigidas por mujeres y formadas por mujeres, que contribuyeron con sus esfuerzos a engrosar la imaginación popular de la época que, a su vez, las elevó a la categoría de inglesas heroicas, contribuyentes en la construcción de un nuevo sentido de identidad nacional ligada a la transformación y refinamiento sociales. Filántropas dedicadas a la mejora de las prisiones, el trabajo infantil, las condiciones de los asilos para pobres y casas urbanas, la clases dominicales, la sanidad, como Sarah Martin, Elizabeth Fry, Hannah More, Mary Carpenter, Louisa Twining, Ellen Ranyard y Octavia Hill, junto con escritoras como Anna Jameson, Frances Power Cobbe y la propia Mary Bayly, arropan el trabajo de la más conocida hoy, Florence Nightingale, y todas ellas desmienten con sus propias trayectorias vitales la manida definición de la mujer victoriana como un ángel aprisionado entre las cuatro paredes del hogar (160).

Mary Bayly pertenece, pues, a esta legión de inglesas, concienciadas con su sociedad a través de sus actos y su escritura. En 1853 había fundado una asociación denominada Mothers’ Society; en 1859 había publicado Ragged Homes and How to Mend Them, texto en el que hablaba de su viaje a las zonas más desfavorecidas de Lancashire, de la explotación laboral de las mujeres y de las repercusiones del abandono del ámbito doméstico, y donde destacaba que el trabajo de las filántropas como ella no solo servía para mejorar las condiciones de los pobres sino que repercutía en el avance de todo el tejido social (Prochaska, 148). En 1862 completó The Christian Aspect of the Temperance Question, un alegato contra la bebida.

Juliette Atkinson, en Victorian Biography Reconsidered: A Study of Nineteenth-Century ‘Hidden’ Lives, estudia las biografías de escritoras victorianas realizadas por otras autoras de renombre, quienes prefirieron compilar volúmenes colectivos que «les dieran la oportunidad de participar en un proceso de canonización a mayor escala», y dejar constancia entre el público de estas mujeres. Ahora bien, la biografía que Mrs. Bayly publicó de Mary Sewell se enmarca dentro del reducido número de libros de este tipo dedicados a una única autora (156). Bayly, como otras biógrafas, destacará la incuestionable profesionalidad de su biografiada y muy especialmente la falta de una ambición por alcanzar altos vuelos literarios, así como la dedicación a la literatura por culpa de los problemas financieros del esposo. El hecho de que las obras de Mary Sewell, más que adentrarse en el propio mundo interior, se abrieran al exterior y tomaran como inspiración los problemas sociales es considerado como un signo elogiable de provecho que la contrasta con otros escritores masculinos, y nunca como símbolo de la opresión femenina (159-161). Bayly, como otras biógrafas contemporáneas de escritoras menores, valora las cualidades morales de su biografiada por encima de las literarias y destaca, al tiempo, la normalidad de su vida. De hecho, su existencia anodina es «un homenaje a la superioridad de un carácter que pasa desapercibido, y por esa razón, es la biógrafa la que crea una nueva jerarquía dentro de esas trayectorias oscuras». Es muy posible que las mujeres como Mary Sewell, y también los hombres como ella, «no alcancen la estrella de la fama, pero pueden constituir una élite desconocida, porque esa oscuridad, que caracteriza sus vidas, lejos de ser símbolo de fracaso, es marca de superioridad» (162).

Bayly presta especial atención, además, al estrecho vínculo existente entre Mary Sewell y su hija Anna, de tal manera que, al hablar de la vida de una, se estaba relatando a la vez la vida de la otra. Asimismo se detiene en comentar cómo en ocasiones se producía un intercambio de autoridad entre una y otra, y era la hija quien, si bien no tomaba la iniciativa, sí juzgaba con sagacidad, y por lo tanto, dirigía las acciones de la madre.

Las costumbres sedentarias a las que se vio obligada Anna a adoptar desde muy temprana edad la llevaron a una madurez excepcional, lo que sumado al temperamento dócil de la señora Sewell, hizo que esta aceptara con complacencia las opiniones de la hija —declara Bayly (249).

Adrienne E. Gavin, en Dark Horse: A Life of Anna Sewell (2004), el estudio biográfico más reciente sobre la escritora, continúa, como los anteriores, sin aportar luz lo suficientemente crítica que revele en la relación madre-hija lo que en algunos momentos debió adquirir visos perversos desde el punto de vista de la madre, quien, atenazada por un matrimonio poco feliz con un esposo distante, parece haber proyectado sus carencias emocionales en la hija.

La profunda religiosidad de la familia Sewell se vio reflejada en las numerosas obras benéficas a las que se dedicó la madre durante toda su vida. Como cuáqueras, las Sewell participaron en actividades y organizaciones abolicionistas, antialcohólicas y educativas para las clases trabajadoras, temas todos ellos que Anna trasladará a su única novela. En su breve autobiografía, Mary Sewell, repasa las muchas ocupaciones que, durante los primeros diez años de casada, en la localidad de Dalston, fueron objeto de su interés y colaboración: las sociedades antiesclavistas, la ayuda a los presos en la cárcel y las visitas a los pobres. Mary Sewell hace especial hincapié en otra tarea, que en aquellos momentos acaparaba la atención de los reformistas: la calamitosa vida de los niños deshollinadores. En 1817 se había presentado un informe parlamentario sobre el tema, en el que se exponían las inhumanas condiciones laborales y las dolencias que estas acarreaban a los pequeños, aunque no sería hasta 1840 cuando se aprobaría una ley de los menores que trabajaban en este oficio, que quedó sin cumplirse hasta 1875. La concienciada Sewell, como ella cuenta, reunió el valor suficiente para recorrer la vecindad sola y mendigar algunas monedas con el fin de aliviar la situación de estos deshollinadores, y conseguir diez libras con las que se adquirió un cepillo más perfeccionado para su tarea (61). El ejemplo que Mary establece sería seguido por su hija Anna, quien también se dedicaría a un sinfín de actividades filantrópicas, propias de la clase social y afiliación religiosa a la que pertenecía.

Es necesario entender que las Sewell y todas las mujeres, tanto de su círculo familiar como del de sus amistades, con que las que se rodearon a lo largo de su vida pertenecen a lo que Andrew Mark Eason denomina «las mujeres del ejército de Dios», y sus vidas se explican solo si se tienen en cuenta los cambios religiosos que tuvieron lugar en el mundo inglés y angloprotestante transatlántico del siglo XIX. La Iglesia de Inglaterra entendió que, durante este siglo, su papel de preponderancia estaba cambiando. Obligada a competir con unos cambios ideológicos producidos por el asentamiento de una nueva economía capitalista, estableció en el país una red de instituciones religiosas fundadas en el voluntarismo. Donald M. Lewis, en Lighten Their Darkness: The Evangelical Mission to Working-Class London, 1828-1860, analiza el liderazgo de los evangélicos anglicanos tras la muerte de William Wilberforce en 1833, la fundación del periódico Record, la expansión del premilenarismo, y los inicios de una colaboración con evangélicos de otras denominaciones. Un ejemplo de esta cooperación es el movimiento de la «City Mission», que lanzó a las calles y suburbios de Londres a centenares de misioneros laicos, procedentes de diversas iglesias, desde la década de 1840 hasta principios del siglo XX, que fueron ejemplo de la colaboración entre anglicanos y evangélicos no-conformistas, que cubrieron los espacios dejados por las iglesias y escuelas parroquiales, y que entraron en competencia con las asociaciones anglocatólicas en el reclutamiento de miembros de las clases trabajadoras. Estas misiones municipales, entre las que destaca la de Londres, movilizaron a hombres y mujeres de las clases medias y trabajadoras, que eran enviados a evangelizar a las clases trabajadoras a las que los reverendos o ministros parroquiales tradicionales no llegaban. Estos misioneros y misioneras, como hicieron las Sewell, además de organizar las llamadas «ragged schools», visitaban a los pobres en sus casas, les leían la Biblia, les dejaban libritos y panfletos, les proporcionaban ropa, comida y cuidados médicos, y les predicaban contra los vicios a los que se entregaban.

Los estudios sobre la importancia de las actividades filantrópicas desarrolladas por las mujeres victorianas se debaten entre diversas posiciones, porque si para algunos investigadores resultan problemáticas las muchas trabas que estas mujeres encontraron a la hora de ostentar posiciones de liderazgo dentro de las instituciones benéficas y la subordinación consiguiente de estas a los hombres, otros subrayan las oportunidades que encontraron para liderar iniciativas y campañas. El hecho es que la dedicación a la beneficencia fue decisiva para las victorianas, quienes, partiendo del camino ya labrado por las reformistas ilustradas del siglo XVIII, encontraron unas posibilidades de desarrollo personal, aceptadas y respetadas por la sociedad, gracias a las que pudieron abandonar el ámbito de lo estrictamente doméstico y adentrarse en la vida pública. Andrea Geddes Poole, en Philanthropy and the Construction of Victorian Women’s Citizenship, explica el significado casi de sacerdocio que adquirió para hombres y mujeres la entrega al cuidado de los enfermos, los pobres y los desvalidos. Este compromiso social que recorrió el mundo angloprotestante transatlántico en el siglo XIX, posibilitó que las mujeres pudieran hacer oír su voz y publicar profusamente sobre cuestiones de interés nacional, bajo la justificación de «su indignación moral, invocando una conciencia cristiana como prolongación de su ámbito natural de autoridad» (199).

Las tareas filantrópicas que ocuparon la vida de Sewell y de su madre se enmarcan dentro de estas tendencias. Las visitas a los encarcelados y a los pobres en sus domicilios o en los asilos y orfanatos, el establecimiento de una asociación antialcohólica y un grupo de fomento de la temperancia para niños, la fundación de una biblioteca, la organización de grupos para la educación de las madres, de círculos catequistas, de clases nocturnas para el trabajadores, de preparación de mujeres sin recursos para el oficio de sirvientas, entre otros empeños, hacen de las Sewell mujeres comprometidas con su tiempo y sociedad, y en el caso de Anna, a pesar de las restricciones físicas y de salud a las que se vio sometida desde muy temprano, ayudan a entender la filosofía que enmarcaría Black Beauty, su única obra. Como explica Poole, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, de forma consciente o inconsciente, fueron muchas las victorianas, que, sin defender ninguna posición política radical, comenzaron a separar las actividades de la caridad de sus orígenes como un compromiso firmemente enraizado en las creencias religiosas, y lo remodelaron como una virtud, no personal, sino cívica, alejado de los términos victorianos del culto al ángel del hogar, y lo transformaron en una obligación más de su condición de ciudadanas (200).

Aunque no se tiene testimonio escrito del pensamiento político de Anna Sewell, por lo que trasluce Black Beauty, la escritora, situada, por su discapacidad física, en un espacio de invisibilidad social, sí debió de ser consciente del cambio que Poole apunta. De hecho, para esta investigadora, el giro hacia la filantropía está relacionado con la cuestión de la ciudadanía, y en concreto, con el sufragio de la clase trabajadora. Uno de los argumentos utilizados por los reformistas y que llevaron a la Segunda reforma electoral (Second Reform Bill) de 1867, y que en la novela de Sewell aparece en diversas ocasiones en las que los cocheros toman la voz para reivindicar sus derechos laborales, fue el de que la idea de ciudadanía estaba unida al concepto de servicio. El sufragio era una «confianza» ganada por aquellos que habían demostrado su autoridad a nivel laboral, por la que podían ejercer un papel productivo para el beneficio de la nación (200). Más allá de los términos de sacrificio cristiano y deber moral, la filantropía que ejercieron las Sewell, cuyo papel económico dentro del núcleo familiar sustituyó en ocasiones al del padre, se inscribe dentro de estas nuevas coordenadas políticas de contribución ciudadana a la reforma y bienestar nacionales.

Tras haber vivido, primero en Yarmouth (Norfolk), Londres (1820), Bishopgate (1821), Hackney (1822) y con la quiebra del negocio del padre, la familia se trasladó a Dalston en 1822, momento en que Isaac se convirtió en comercial de una empresa de encajes de Nottingham, lo que le obligó a ausentarse de casa con frecuencia. Es en Dalston donde Anna creció durante su infancia. Mary, como tantas otras mujeres de su época y clase social, llevada por las estrecheces económicas derivadas de los percances de la situación laboral del esposo, buscó una salida digna en la literatura, como autora de poemas y relatos moralizantes. El primer título que publicó iniciaba una serie titulada Walks with Mamma, or Stories in Words of One Syllable (1824), una cartilla para aprender a leer que consistía en un listado de monosílabos, y que apareció anónimamente. Ella misma da cuenta de este momento:

Yo quería ganar dinero, con el fin de adquirir libros que me ayudaran a educar a mis hijos. Vendí mi libro por 3 libras, lo que entonces era una fortuna, porque todas mis necesidades dependían de nuestras circunstancias y cualquier regalo era muy valioso (56).

Con las ganancias, compró los diez volúmenes encuadernados en piel de la respetada y célebre autora ilustrada Maria Edgeworth, Early Lessons y The Parent’s Assistant, libros clásicos en la pedagogía y lectura infantiles, que se adaptaban a las manitas de los pequeños Anna y Philip, y de los que leyeron historias que les encantaban como las que hablaban de cómo coger cerezas, hacer pompas de jabón, plantar vegetales en el huerto o hacer ladrillos de arcilla (Margaret Sewell, 32).

Mary continuaría con mucho éxito su carrera de escritora años más tarde. En 1858 apareció en una edición particular Homely Ballads, versos que tenían por objeto inculcar los valores y virtudes morales, y que, en 1889, llegarían a alcanzar una tirada de más de cuarenta mil ejemplares. En 1860 aparecería Mother’s Last Words, una balada más tarde incluida en el libro ‘Thy Poor Brother’: Letters to A Friend on Helping the Poor (1863), que llegó a convertirse en un auténtico éxito de ventas, ya que se distribuyeron más de un millón de copias. Mary Sewell utilizó los recursos literarios de la literatura sentimental para despertar la emoción de sus lectores, y predicar los valores de la ética protestante. La balada, de dieciséis páginas de longitud, relata la dramática historia de dos jóvenes a quienes las últimas palabras de su madre moribunda ayudan a apartarles del mal camino. La madre en el lecho de muerte de un tétrico sótano londinense habla a sus desconsolados y harapientos hijos, y les advierte de que la soledad y el desamparo en los que se verán tras su desaparición son una oportunidad para poner en práctica los preceptos morales que ella les ha inculcado. Incapaces de hacer frente a los gastos de alquiler de la casa, se ven obligados a deambular por la ciudad, y a enfrentarse a las muchas tentaciones que la vida en el medio urbano, corrompido por infinidad de males, les depara. Gracias a las enseñanzas cristianas sobre la honradez, el trabajo y el respeto a los demás con las que la madre les crio, salen adelante como hombres de bien. En una Inglaterra en la que los huérfanos carecían de protección y, en el mejor de los casos, se encontraban a merced de familiares o instituciones benéficas de dudosa fiabilidad, no sorprende que un texto en el que la autora destaca la relevancia de la propia moralidad como único baluarte contra un destino más que inseguro en la calle, la prisión o los asilos de pobres, fuera tan exitoso. En 1861, aparecería otra balada, ahora con el título de Our Father’s Care, de la que también se vendieron casi ochocientos mil ejemplares. Con posterioridad, compondría una serie de libros con enseñanzas morales, en prosa y en verso (Children of Summerbrook, 1859; Patience Hart’s Experience in Service, 1862, una historia sobre la primera experiencia de una sirvienta, de la que se vendieron más de treinta mil ejemplares), que triunfaron entre el público infantil, y también entre las clases trabajadoras. Llegó asimismo a publicar dos colecciones de versos, Stories in Verse for the Street and Lane (1861) y Poems and Ballads (1886). Los poemas de Mary Sewell estaban destinados a la instrucción y mejora de unos lectores pertenecientes a las clases trabajadoras que debían aprender los modos de las clases medias, tanto sociales, como económicos y culturales. La sencillez del lenguaje junto con unas estrategias literarias que dejaran al descubierto unas enseñanzas morales y religiosas claras, forman parte de la literatura filantrópica que cultivó.

Mary se sirvió de su hija Anna, a quien llamaba «My Nannie», para que le ayudara en la preparación de los manuscritos. Como se ha mencionado con anterioridad, todas las biógrafas coinciden en señalar la empatía entre las dos, hasta el punto de que la hija ejercía de madre y viceversa, pero se muestran prudentes a la hora de apuntar hacia las presiones que esta madre puede haber ejercido con su hija. Ahora bien, esta estrecha dependencia entre las dos a la hora de escribir es relevante para apreciar cómo el moralismo que impregna la literatura de Mary Sewell es elemento consustancial de Black Beauty. Este moralismo, sin embargo, despreciado y totalmente descontextualizado de las circunstancias históricas que lo hicieron posible, por parte de los críticos literarios, es el que lleva a la primera biógrafa del siglo XX de Anna Sewell, Susan Chitty, a declarar que Black Beauty es «la prueba final del dominio que Mary ejerció sobre Anna, ya que en la novela, la visión que Anna muestra de la vida es un reflejo fiel de la de su madre» (206).

Anna estuvo siempre rodeada de mujeres dedicadas a las causas reformistas y a la escritura, tanto en el seno de la propia familia como entre sus amistades, por lo que la composición de la novela no resultó un hecho sorprendente, sino esperado y lógico, dentro de los dos círculos en los que transcurrió su vida, e incluso casi una obligación para sí misma. Además de su propia madre, su tía Anne Harford Wright (1793-1861), esposa de su tío materno John, quien también se dedicó a obras filantrópicas, escribió varios libros y fue una de las muchas escritoras victorianas que intentaron popularizar los avances científicos de la época. Bernard Lightman, en Popularizers of Science, explica que el siglo XIX fue el siglo de oro para estas autoras, interesadas en escribir sobre cualquier aspecto de las ciencias naturales. Anne Wright pertenece a un grupo integrado por Lydia Becker, Phebe Lankester, Anne Pratt, Elizabeth Twining, Jane Loudon, Arabella Buckley, Alice Bodington, Margaret Gatty, Mary Roberts, Sarah Bowdich Lee, Annie Carey, Elizabeth Brightwen, y Elizabeth y Mary Kirby, entre otras mujeres que se adentraron en el campo de la botánica, biología y biología marina, evolución, historia, geología, conquilogía, omitología, entomología, e historia natural. Mientras que los naturalistas de la época se presentaban ante el público desde la autoridad que les otorgaba su pertenencia al clero, las naturalistas, que desde principios del siglo XIX se habían dirigido a un público mayoritariamente femenino e infantil, a partir de la segunda mitad de siglo y con los avances relativos a la teorías evolucionistas, tuvieron que mostrar su adhesión a los científicos reconocidos a la vez que remodelar sus estrategias para adaptarlas a las de los clérigos anglicanos anteriores (Lightman, 96-97).

Anne Wright fue autora de varios libros sobre geología, ornitología y zoología, y como su cuñada Mary y su sobrina Anna, también empezó a escribir a una edad avanzada, y luchando contra la enfermedad. En 1849 publicó Passover Feasts, or OldTestament Sacrifices (1849), y para el público infantil, y aparecidos de manera anónima en 1850, tres partes de una obra titulada The Observing Eye; Or, Letters to Children on the Three Lowest Divisions of Animal Life, the Radiated, Articulated, & Molluscous, que tuvo cinco ediciones y más de diecisiete mil ejemplares impresos hacia finales de aquella década. Wright, como sus contemporáneas, analizaba el mundo natural como escenario de lecciones morales para el individuo. En 1853 apareció The Globe Prepared for Man; A Guide to Geology, y ese mismo año su marido, John Wright, fundó un reformatorio para jóvenes, donde ella impartió lecciones sobre las aves que le llevarían a escribir What is Bird? (1857), y a partir de 1859 empezó a publicar por capítulos mensuales Our World: Its Rocks and Fossils,que fue también un éxito comercial.

Otra mujer con la que convivió Anna Sewell y que también se dedicó a la literatura fue su tía materna Maria Wright (1801-1889), autora de numerosas obras que alcanzaron gran difusión entre los círculos populares de la literatura moralizante victoriana. En 1859 aparecieron The Anchor of Hope; or New Testament Lessons for Children y The Bow of Faith; or, Old Testament Lessons for Children, libros que se enmarcan dentro del género divulgativo bíblico para los lectores infantiles. Unos años más tarde, en 1872, y cuando ya contaba más de setenta años, publicó The Beauty of the Word in the Song of Solomon, otro texto de comentario devocional para a continuación adentrarse en la ficción con The Happy Village, and How it Became So y The Forge on the Heath. A principios de 1877, el año en que su sobrina Anna estaba componiendo Black Beauty, publicó Jennett Cragg The Quakeress: A Story of the Plague. Esta novela, «inspirada en hechos reales», se basaba en la vida de la cuáquera que cabalgó más de doscientas millas hasta llegar a Londres para rescatar a dos nietos después de que la Gran Peste de 1665 azotara la ciudad y acabara con la vida de los padres de los pequeños. Para Adrienne Gavin, el tipo de heroína que dibuja Mary Wright en esta novela de ensalzamiento de la fe cuáquera y del sacrificio de la protagonista, debió ser del agrado de Anna. Por otra parte, Jennett cabalga a lomos de un caballo negro llamado Midnight, que sin necesidad de tralla ni riendas, galopa veloz, conocedor del drama que vive su ama.

La estrecha relación con sus tías, la profunda religiosidad de su familia y la conciencia social que sentían, marcaron los primeros años de Anna, sin olvidar las enseñanzas de su madre, quien al cumplir la niña los nueve años, escribe: «Anna Sewell ha llegado hoy a su noveno año y es, en muchos aspectos, una auténtica delicia y profundo consuelo para su madre» (Bayly, 85). Estos años de la infancia y adolescencia de Anna son recordados por la madre como años de felicidad y de salud, en los que la educación materna sigue las normas dictadas por una nueva pedagogía que confía más en métodos benevolentes que en sistemas punitivos:

Los niños tenían muy buen carácter y una excelente disposición. No conocíamos los castigos, porque no darles un beso era ya una condena más que severa, para cualquiera de los dos. ¡Qué hermosa me parece su infancia ahora que vuelvo la vista atrás y veo aquellas prometedoras plantitas! Incluso si no los hubiera amado tanto, me habría sentido igual de orgullosa de ellos, porque eran unas criaturas hermosas, buenas y muy inteligentes (Bayly, 56).

Anna mostró capacidad para el dibujo, y a los dos hermanos les encantaba la historia natural y las ciencias. Como otros niños victorianos, sintieron fascinación por el coleccionismo de conchas, y disfrutaron de las visitas al Museo Británico donde aprendieron a clasificarlas y nombrarlas; se asombraron de ver los fósiles en Folkestone; aprendieron a amar las flores y plantas cuando conocieron al célebre botánico Gerard Edward Smith; y se apasionaron con la entomología, si bien, como explica Mary, «nunca infligimos la muerte a ningún ser con tal de tener una colección. Bueno, en realidad lo intentamos una vez y ya fue suficiente» (Bayly, 57). El respeto por la vida animal, en todas sus formas, es destacado por la madre como una de las enseñanzas fundamentales de su pedagogía:

Siempre he pensado que hicimos muy bien en dejar el coleccionismo de insectos. Creo que las costumbres de estas criaturas se observan mejor a simple vista que si se gratifica la ambición por poseerlos. Yo solía pintar palomillas y mariposas que habían sido capturadas y conservadas bajo un cristal un tiempo. Hicimos algunos experimentos químicos, y descubrimos que el mundo era un lugar maravilloso e interesante para vivir.

Mary destaca asimismo lo que les enseñó a repudiar:

Lo que disgustaba a mis hijos eran aquellos individuos que disparaban a los pájaros por diversión, y los llamaban bobos. Un día uno de estos mató un mirlo, que fue a caer en nuestro jardín. Cuando el hombre se acercó a la verja para recogerlo, Anna corrió hacia la puerta con una aduladora sonrisa, y dijo entonces el hombre: «Señorita, haga el favor de dejarme coger el pájaro». A lo que ella respondió: «No, señor. Usted es muy cruel y no voy a dejar que lo coja». La crueldad o la opresión de cualquier tipo les despertaba la indignación más profunda (Bayly, 57).

Estos episodios infantiles ayudan a entender cómo, desde su más tierna infancia, Anna Sewell fue educada en el rechazo de la violencia contra cualquier criatura viviente y en el convencimiento cuáquero del deber del ser humano con sus congéneres, del respeto y mejora de las condiciones de vida tanto de las personas como de los animales, valores que explican cómo Black Beauty es la plasmación lógica de una indignación grabada a fuego por la madre y por su entorno familiar.

De este periodo y como una prueba más de la dedicación a los demás, Mary cuenta cuál fue la reacción de la familia ante la hambruna de la patata que sufría Irlanda durante ese periodo. En realidad, no se trataba de la gran crisis que azotó el país entre 1845 y1849, sino de las consecuencias que la rebelión agraria contra los terratenientes ingleses y anglo-irlandeses, denominada la campaña del capitán Rock, generó entre 1820 y 1824.

Habíamos estado planeando una visita a un lugar de la costa desde hacía tiempo, y yo había estado ahorrando poco a poco para hacer frente a los gastos, y no hacíamos más que hablar de la ilusión que nos hacía el viaje. Fue entonces, cuando con infinita tristeza, les describí los muchos sufrimientos que estaban padeciendo los irlandeses, y las enormes sumas de dinero que se necesitaban para comprarles comida. Les dije que no tenía más dinero que el que había ahorrado para el viaje, y les pregunté si estaban dispuestos a renunciar a la excursión para enviar lo ahorrado a los irlandeses. Los dos y a la vez dijeron que sí. Les dije que se lo pensaran durante el día y que, si por la noche pensaban lo mismo, enviaríamos entonces el dinero. Por la noche estaban aún más seguros de que lo apropiado era enviar el dinero a los irlandeses hambrientos.

El sacrificio de sus hijos, para Mary, no fue en balde, porque

[...] a la larga, ganaron más de lo que perdieron. William, el hermano de mi marido, que no sabía nada de este acto de renuncia de mis hijos, nos dijo que nos invitaba a pasar unas semanas en la playa en Sandgate, y que él pagaría nuestros gastos. Fue un regalo maravilloso que nos hizo aprender mucho (Bayly, 58).

Mary Sewell resume estos primeros años de infancia de sus hijos, en los que destaca el carácter fuerte e independiente de Anna, como

[...] años idílicos, para recordar durante toda la vida. Una infancia libre, activa y alegre para los hijos es la mejor base para una vida feliz, y si pueden enfrentarse a tantas responsabilidades como sean capaces de sobrellevar sin ansiedad, las disfrutan y les fortalecen el carácter (Bayly, 60).

En 1832 se trasladaron a Stoke Newington, un área donde gran parte de la población era cuáquera y de otras congregaciones disidentes, y donde habían residido célebres teólogos, intelectuales y escritores como Isaac Watts, Anna Laetitia Barbauld, Mary Wollstonecraft o Thomas Day, entre otros. Allí reformaron una pequeña granja que llamaron Palatine Cottage, en la que, por el trabajo del marido, Mary se encontraba el día entero sola con sus hijos. Contaba con la ayuda de una sirvienta, con quien lavaba en casa, y también con la de los niños que contribuían en las tareas domésticas: «Mis hijos siempre estaban conmigo. Éramos compañeros de trabajo y de juegos, y yo no deseaba otra felicidad. Creo que entonces éramos muy felices» (Bayly, 56). En Stoke Newington, Anna pudo asistir a la escuela y seguir una educación reglada, ya que hasta entonces habían sido las clases de su madre la única forma de aprendizaje. La tutela materna se encontraba arraigada entre las clases medias y el sistema había sido expuesto por la pedagogía radical de finales del siglo XVIII, como la defendida por Richard y Maria Edgeworth en Practical Education (1789) (Guest, 2016, 12). Además de los rudimentos en lectura, escritura, matemáticas e historia natural, Sewell también empezó a leer a los clásicos en lengua inglesa, como Shakespeare, Wordsworth y a su contemporáneo Tennyson.

En 1835 Anna sufrió un accidente que acabaría marcándola de por vida: un resbalón en el camino mojado que le causó lo que su madre pensó que era una simple torcedura de pie, pero que, para cuando la visitó un médico, resultó ser ya una lesión incurable. La madre da cuenta del percance que cambiaría el rumbo de la vida de la hija con una mezcla de desesperación y resignación:

Un día por la tarde, al regresar de la escuela, empezó a llover muy fuerte, y mi Nannie, como no llevaba paraguas, se puso a correr muy rápido hacia casa. La carretera bajaba en una pronunciada pendiente, y justo al llegar a la verja, se cayó y se torció el tobillo. Era una torcedura muy mala. Empezó a gritar y la ayudé a entrar, sin imaginarme que a partir de aquel momento su vida estaría coloreada por aquel incidente. No digo decoloreada. Ahora sé que el Señor vio que podía hacer un carácter más extraordinario de aquella noble, independiente, valiente y capaz criatura si lo aprisionaba dentro de unas limitaciones más estrictas que si le daba completa libertad para que se desarrollara. Sin embargo, ¡con cuánto dolor y cuántas veces no deseó mi corazón que volviera a tener esas, en apariencia, condenables facultades! ¡Cómo se desangró al ver los calambres que producían aquellos grilletes que paralizaban una de sus facultades día tras día, dejándola sin fuerza alguna para realizar lo que con tanta claridad le gustaba y tan bien hacía! (Bayly, 70).

Son las palabras de Mary Sewell las que con más precisión aciertan a dibujar las circunstancias tan onerosas en las que su hija se debatiría el resto de sus días, porque, una vez fallecida Anna, es capaz de declarar sin cortapisas que, «[a]unque ahora está a salvo en el cielo, con todo el trabajo hecho, me cuesta mucho, incluso ahora, recordar el principio de esa vida de constante frustración» (Bayly, 71). Mary, sin embargo, no puede ni debe cerrar la vida de su hija con estas palabras de amargura y desgarro, y a continuación recapitula para, desde la fe, declarar:

Pero Dios le ha otorgado la victoria. Todos los que la conocían, la querían, y a ellos les ha dejado un ejemplo de perseverancia y animosa paciencia. Sus sufrimientos nunca oscurecieron ni nublaron nuestro hogar. Nunca mostró ninguna inquietud por la pérdida de sus fuerzas, o por la pérdida de diversiones que otros disfrutaban. Su mente fue siempre un refugio de ánimo para ella, un florido jardín, que aunque las circunstancias nunca permitieron que cultivara con toda su plenitud, sí llenó de pensamientos que le permitieron apreciar el genio y talento de otros.

Y Mary finaliza con la confesión más sincera: «Ella fue el sol que me alumbró siempre, y entre nosotras jamás se interpuso ninguna nube. Doy gracias a Dios por esto» (Bayly, 71).

Es a partir de este accidente, cuando la adolescente de catorce años empezó una vida que su propia madre, como se ha visto, denominó de «constante frustración», y que Mary Bayly describe de la siguiente manera:

A pesar de que su carácter dulce y bondadoso se hacía sentir allá donde se encontraba, no hay duda de que una buena parte de su vida acabó determinada por la angustia. Sus muchas y variadas capacidades le permitieron conocer desde un profundo y no disimulado interés una sustanciosa cantidad de temas. Era capaz de ver al instante cómo debía componerse un cuadro, cómo expresarse un hecho o un sentimiento, cómo cortar un traje, cómo arreglar unas flores, y lo que debía o no hacer un comité. Ahora bien, todas estas capacidades mentales debían enfrentarse a la fragilidad de un cuerpo que se negaba a hacer lo que le correspondía hacer, y la obligaba a pasar días y semanas en una forzada inactividad. Su naturaleza ávida deseaba alimento de muchas clases: político, social, filantrópico, puesto que todo ello le resultaba interesante. Sin embargo, padeció temporadas en las que leer un breve párrafo del periódico, o el informe de una asociación, le era imposible (245).

Postrada e incapaz de ejecutar el mínimo esfuerzo físico o intelectual, Anna Sewell se lanzó a una búsqueda espiritual que la llevara a encontrar un cierto grado de paz, y como es lógico, la resignación con las dolencias crónicas que la aquejaban.

Durante el verano de ese año los Sewell recibieron las visitas de una pariente suya y gran amiga de la madre, Sarah Stickney Ellis (1812-1872), una escritora de gran popularidad y renombre que publicaría títulos de poesía, algunas novelas moralizantes, y unos célebres manuales de conducta que rigieron el comportamiento de las mujeres inglesas victorianas, y que obtuvieron excelentes ventas. Anna pasaría temporadas en casa de Sarah, en compañía de sus sobrinas, por lo que esta amiga se erige como otra de las intelectuales primordiales que inspiraron la vida de la futura autora de Black Beauty. Ellis, como Mary Sewell, había nacido en el seno de una familia cuáquera, pero se convertiría al congregacionalismo al casarse en 1837 con William Ellis, un ministro congregacionalista viudo y con cuatro hijos, que pasaría años en Madagascar por su labor de misionero. Ella también había conocido la ruina económica de su familia, y su vida se vería volcada a proyectos reformistas educativos, antiesclavistas y antialcohólicos. Era amante de los animales, y había escrito algunos textos en los que hacía de la defensa de los animales un deber de las mujeres. Entre sus primeros títulos destaca Contrasts, un libro de ilustraciones; TheNegro Slave: A Tale Addressed to the Women of Great Britain, una narración antiesclavista; The Poetry of Life, y el primer volumen de una trilogía titulada Home, or, The Iron Rule (1836), entre otros textos sobre el manejo de la casa y la economía doméstica.En 1838 apareció The Women of England, y con posterioridad The Daughters of England (1842) The Wives of England (1843), The Mothers of England (1843), manuales de conducta que alcanzaron una extraordinaria popularidad entre las clases medias, y cuya filosofía entroncaba con las ideas de una feminidad ilustrada, en la que la responsabilidad de las mujeres, tanto como hijas, esposas y madres, era influenciar la sociedad y mejorarla, pero desde el ámbito doméstico. En la misma línea que Coventry Patmore, Sarah Lewis o John Ruskin, Ellis defendió en sus obras un feminismo conservador de la diferencia, que consideraba que las inglesas eran el pilar no solo de la nación sino del imperio británico, pero desde la esfera privada, tal y como declaraba su Education of the Heart: Woman’s Best Work (1869).

La relación entre los Sewell y Sarah Stickney Ellis fue siempre de tal cercanía que en 1853, cuando el marido se encontraba en Madagascar durante dos años, ocupado en sus actividades de apostolado, Ellis intentó que la familia de Anna se trasladara a vivir con ella durante esa ausencia. No cabe duda de que, durante estos periodos, Anna tuvo ocasión de leer los libros de esta amiga íntima de la madre, aplaudidos por el conservadurismo social de la época, si bien las directrices que predicaban respecto al papel de las mujeres parecían, en un principio, entrar en conflicto con el activismo público que la propia Ellis o Mary Sewell ejercían. Para Ellis, el espacio en el que las mujeres podían lograr mayor y más feliz influencia era el hogar, puesto que, según su definición en The Women of England, las mujeres eran «criaturas relativas»:

Las mujeres consideradas en su distinta y abstracta naturaleza, como seres aislados, pierden más de la mitad de su valor. En realidad, por su propia constitución y por el lugar que ocupan en el mundo, son, estrictamente hablando, criaturas relativas. Si, por lo tanto, se las dota de unas facultades que las convierta en extraordinarias y distinguidas por sí mismas, y no de la facultad de hacer servir esos mismos dones, se convierten en letra muerta en el libro de la vida humana, y llenan lo que de otra manera sería un espacio en blanco, pero nada más (155).

Esta visión respecto a las mujeres es relevante, porque Anna Sewell, como se verá más adelante, la trasladó a su actitud respecto a los caballos en Black Beauty, donde la vida de estos animales adquiere sentido en proporción a la actitud con que estos prestan sus servicios a los hombres.

En 1836, a la situación de sufrimiento, desencadenada por el accidente de Anna, se ha de añadir otro cambio de gran calado en el hogar de los Sewell. Mary empezó a experimentar una gran crisis espiritual que la llevó a interesarse por el unitarismo del norteamericano William Ellery Channing, a rechazar la doctrina de la justificación de la fe de los cuáqueros y a presentar la renuncia a la congregación de cuáqueros a la que pertenecía.

Me resulta muy difícil expresar con palabras el profundísimo desconsuelo que esta separación me produjo, si bien, pensando y sintiendo lo que entonces pensaba y sentía, no tenía en conciencia otra alternativa, lo que no dejó de ser doloroso por muchas razones, y si Dios no me hubiera dado paz, no habría podido sobrellevar el trance —confiesa (Bayly, 67).

Son innumerables los historiadores que destacan cómo la Inglaterra victoriana fue un siglo en que lo religioso ocupó buena parte de la vida de la nación, al tiempo que los avances científicos empezaban también a extenderse, lo que ocasionó una nueva problemática en cuanto a las crisis de fe (Nixon, 3). Como explica Gavin (2004, 41), la renuncia de Mary no fue excepcional, sino que forma parte de un movimiento más amplio que se produjo durante esa década en el seno del cuaquerismo. Las diferencias surgieron entre los cuáqueros quietistas, conservadores y que subrayaban la validez de la luz interior del espíritu, y los ortodoxos o evangélicos, que destacaban las Escrituras, y criticaban la doctrina de la luz interior como una fantasía, el misticismo y la oración en silencio. Mary Sewell se decantó por los evangélicos, aunque, tras abandonar la religión cuáquera, abrazó la fe de la Iglesia de Inglaterra entonces, mientras su hijo Philip continuó asistiendo a los oficios cuáqueros con el padre, y Anna, coja como estaba ya, apenas podía salir de casa.

¡Ay, qué sola estaba! Casi todas mis amistades y mis conocidos eran cuáqueros, y como puede suponerse, fui objeto de muchas críticas. Unos pensaban que yo quería más libertad, y que me disgustaban algunas de las peculiaridades propias del cuaquerismo, y que lo que quería era dejar de llevar el gorro de la congregación. Pero, nada más lejos de lo que pensaban, porque me supuso un gran disgusto dejar de llevarlo. Entonces y aun hoy, estoy convencida de que la vestimenta de los cuáqueros es la más hermosa que puede llevar una mujer (Bayly, 56).

Mary, y con ella su hija, continuaron, sin embargo, observando actitudes profundamente cuáqueras respecto a muchos aspectos, en especial, ante el compromiso con la mejora social, al tiempo que iniciaban un camino de búsqueda espiritual que no cesaría nunca. En realidad, los muchos traslados y vicisitudes que sufre el caballo protagonista y sus compañeros en Black Beauty están relacionados con el providencialismo religioso que predicaban los cuáqueros.

Cabe imaginar, pues, lo que supuso para estas cuáqueras, que hablaban utilizando las formas de expresión propias del cuaquerismo que generalizaban el uso del tú, en vez del usted, como forma de trato de igualdad social, esta ruptura y la profunda crisis emocional que debieron sufrir. De hecho, Black Beauty es un libro marcado por la ética cuáquera y el espíritu de compromiso con la reforma de la sociedad, como destaca Peter Hollindale, ya expuestos por John Woolman, el célebre predicador cuáquero nacido en la entonces colonia inglesa de Norteamérica, y que en 1772 había visitado Inglaterra con el fin de obtener apoyos para la causa de la abolición de la esclavitud. En su diario, en el capítulo 25, Woolman expone lo siguiente:

Desde muy temprano me convencí de que la verdadera religión consistía en cultivar la vida interior, donde el corazón ama y reverencia a Dios el Creador, y aprende a ejercer la verdadera justicia y bondad no solo hacia todos los hombres sino también hacia las bestias; me convencí de que la mente, por un principio interior, es llamada a amar a Dios como ser invisible e incomprensible, y que el mismo principio hace que lo ame en todas sus manifestaciones en el mundo visible; me convencí de que gracias a su aliento la llama de la vida prendió en todos los animales y criaturas sensibles, y por eso, decir que amamos a Dios [...] y al mismo tiempo ejercer la crueldad con la más insignificante de sus criaturas [...] es una contradicción.

Estas ideas que hacen de Dios un ser esencialmente dispensador de amor, un humanitarista, calaron muy hondo en la sociedad victoriana, haciendo que los escritos de Woolman circularan ampliamente entre los miembros de las distantes Sociedades de Amigos inglesas durante la década de 1870, como indica Harley Rose Glaholt (159).

El cuaquerismo, además, explica los pasos reformistas respecto al trato de los animales, que se estaban sucediendo en la Inglaterra de la época, porque en 1824, cuatro años después de la fecha de nacimiento de Sewell, se fundó la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals, y en 1835 Joseph Pease, el primer cuáquero en formar parte del parlamento, logró que se aprobara la llamada The Cruelty to Animals Act o Pease’s Act, por la que se prohibió la lucha de gallos, la de perros y los espectáculos con osos. En la segunda mitad de siglo, serían también los cuáqueros los que tomaron la iniciativa en el campo de la lucha contra la vivisección.

La otra figura cuáquera que destaca por ser modelo de vida para las Sewell fue Elizabeth Fry, el llamado «ángel de las prisiones». Fry (1790-1845) había sido la protagonista de las muchas historias que Mary Sewell había contado a sus hijos, en las que describía el importante trabajo filantrópico que la cuáquera realizaba en las prisiones y también con las condenadas obligadas a emigrar a la entonces colonia de Australia. El primer reformista de prisiones inglés había sido John Howard (1720-1790), pero Fry había sido la primera mujer en comenzar una serie de campañas para la mejora de las condiciones de vida de los presos, y había organizado la British Ladies’ Society for Promoting the Reformation of Female Prisoners, una asociación nacional, a la que se sumó su participación y defensa de sus ideas reformistas en la Cámara de los Comunes, entre ellas la de la rehabilitación de los encarcelados. Como relata Margaret Sewell, Anna no se cansaba de rogarle a su madre que le contara cómo Fry, en su juventud en Norwich, había empezado sus actos de caridad con los pobres, y cómo había iniciado sus visitas a lomos de su poni. En su primera escuela de Stoke Newington, cuando la maestra hablaba a los párvulos de la pobreza de otros niños, «Anna sabía que algún día haría algo para paliar ese sufrimiento de la misma manera que Fry había ayudado a las mujeres encarceladas en las prisiones y en los barcos de convictos que se dirigían rumbo a Nueva Gales» (49).

En 1837, año de coronación de la reina Victoria, los Sewell se trasladaron a Brighton, donde el padre obtuvo un puesto como director de una sucursal bancaria del London and Count Joint Stock Bank, y donde permanecerían hasta 1845. En esta ciudad costera y balneario tradicional de muchos londinenses, Anna empezó a aprender a tocar el piano y a colaborar con su madre en uno de los asilos de pobres de la localidad. Sería aquí, donde, según Mary Bayly,

[...] tuvo el privilegio de consolar a los abatidos, y es muy posible que en ningún otro momento de su vida, con tanta frecuencia como durante los años que residió en Brighton. Al trabajar entre los pobres, gozó de la enorme ventaja de poder ganarse de inmediato la confianza de aquellos a los que visitaba (94).

Bayly recurre a las propias palabras de Mary Sewell en su Thy Poor Brother, en las que habla de la insensatez en la que caían algunas de las jóvenes que visitaban a los pobres cuando hacían preguntas que solo «un ángel o un representante del gobierno podía preguntar sin ofender». Mary, por su parte, no pecaba en este aspecto, y en vez de exigir confianza, la daba libremente y con alegría, por lo que «el desdichado se mostraba muy agradecido de que alguien le prestara atención y consideración» (Bayly, 94).

En 1838, y siguiendo los pasos de su madre, Anna abandonaría la fe cuáquera y se bautizaría por inmersión, posiblemente en la Salem Particular Baptist Chapel (Gavin, 2004, 57). El 17 de agosto recibió el documento que confirmaba su expulsión de la congregación cuáquera, y en el que se le recordaba cuál era la verdadera doctrina que rechazaba. Este abandono supuso un paso más en la búsqueda espiritual que la joven había iniciado hacía un tiempo.

Hacia 1839, cuando contaba diecinueve años, a los problemas de movilidad se añadieron unos nuevos síntomas de debilidad en el pecho y espalda, cansancio, incapacidad de concentración, que para Adrienne Gavin pueden haber sido manifestación de la enfermedad de lupus eritematoso sistémico (2004, 72). La invalidez física de Sewell la incluye dentro del grupo de famosas victorianas (y también famosos, como Charles Darwin, Tennyson o Thomas H. Huxley), entre las que destacan Harriet Martineau, Elizabeth Barrett Browning, Florence Nightingale y Christina Rossetti, que sufrieron alguna discapacidad acompañada de una reclusión, si bien, la suya fue una invalidez casi de por vida, y que tendrá un reflejo literario en algunos personajes femeninos secundarios de Black Beauty. Ahora bien, como explica Maria H. Frawley, en Invalidism and Identity in Nineteenth-Century Britain (2004), la discapacidad física o la enfermedad crónica no puede considerarse como un simple invento de la Inglaterra victoriana, sino que se ha de entender dentro del ambiente social de la época, relacionado con el evangelismo, la industrialización, además de como parte de los cambios en la relación médico-paciente, lo que permitió a cientos de hombres y mujeres, de todas las clases sociales, desde aquellos pertenecientes a las élites económicas e intelectuales hasta los de las clases trabajadores, asumir la identidad de «inválido», y cómo se sintieron motivados para dejar testimonio escrito de su situación. Es muy posible, pues, que Sewell leyera a lo largo de su vida y proyectara su propias limitaciones en textos autobiográficos como Life in the Sick-Room (1844) de Harriet Martineau, o de ficción como The Heir of Redclyffe (1853) y The Pillars of the House (1873) de Charlotte M. Yonge, Little Dorrit (1855-1857) de Charles Dickens, Olive (1850) o A Noble Life (1866) de Dinah Mulock Craik, relatos todos ellos en los que la invalidez física aparece como una vivencia espiritualmente enriquecedora que convierte a quien la padece en un individuo compasivo, piadoso y generoso con el prójimo. También cabe imaginar que Sewell leyera el volumen del reverendo William Berrian, de la episcopaliana iglesia de la Trinidad de Nueva York, Devotions for the Sick Roomand for Times of Trouble (Nueva York, Stanford & Swords, 1847), en el que se recogían plegarias con las que poder afrontar y encontrar resignación para todo tipo de sufrimientos, desde el dolor pasajero hasta los padecimientos más extremos y duraderos. Esta literatura junto a la iconografía que rodea la figura del inválido, hombre o mujer, da idea, según Frawley, de hasta qué punto cualquier dolencia que postraba al enfermo en una cama o en un diván era considerada como una oportunidad hacia la introspección y la búsqueda personal de una espiritualidad, que animaba a estos dolientes a dejar por escrito los avances de sus respectivos viajes transcendentales (36). Desde este punto de vista, puede pensarse que Anna Sewell, al contrario que muchas de sus célebres contemporáneas —Martineau, Nightingale, Barrett Browning o Rossetti— trasladó sus vivencias al mundo animal e hizo de Black Beauty un texto pseudoautobiográfico y ejemplarizante que, como todos los que profesaban la fe evangélica deseaban, justificara la utilidad de su vida.

Entre 1845 y 1858, los Sewell volvieron a trasladarse, ahora, a tres lugares diferentes: Lancing (1845), Haywards Heath (1849) y Chichester (1853). Durante estos años, además, Anna recorrería diversos balnearios con el fin de tratar sus dolencias. Como la condición de la joven mejoró, la familia compró un poni y un cabriolé para ella. Al parecer era la primera vez que la familia poseía un caballo propio. Anna debía conducir a su padre a la estación por las mañanas y recogerlo por las tardes después del trabajo, además de vigilar el bienestar del animal y supervisar a los mozos de cuadra. Susan Chitty y Adrienne Gavin coinciden en señalar que las dificultades de movilidad de la joven contribuyeron en gran manera a su interés por los caballos, medio primordial que le permitía el desplazamiento y una cierta sensación de libertad (Chitty, 109; Gavin, 2004: capítulo 8).

Durante su estancia en Lancing, la salud de la joven empeoró sin que los médicos dieran un diagnóstico exacto de lo que le sucedía. En dos viajes a Alemania con su madre, el primero a Marienbad en 1846 y el segundo a Boppard en 1856, disfrutó de tratamientos de hidroterapia. Isaac Sewell se retiró del banco en 1857, y en el otoño de ese año la familia visitó Santander. El último año en Lancing la salud de Anna se quebró hasta el punto de que dejó de poder ayudar a su madre en las tareas de beneficencia, escribir cartas o visitar a las mujeres de los asilos de pobres. Bayly habla de la vida de intenso sufrimiento que padeció Anna y de la entereza con que sobrellevó las muchas aflicciones que la hostigaban diariamente. Su profunda fe en Cristo y en el valor del dolor como pruebas determinantes de la elección divina jalona, para Bayly, una vida que, de otra manera, habría estado marcada por la desesperación (256). La biógrafa copia una carta que Mary Sewell le remitió, y donde le confesaba lo siguiente: