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La editora neoyorquina Kimi Renton estaba entre la gente guapa que cada año acudía a la semana de la alta costura de París. Pero esa vez no le quedaba más remedio que asistir con un desaliñado investigador privado que fingía ser fotógrafo de la revista de Kimi. Holden MacGreggor era guapo, duro… y muy poco elegante. Así que, si iba a ser su acompañante, antes tendría que vestirlo adecuadamente… y luego desnudarlo muy despacio. Pronto comenzaron a pasarlo tan bien en la cama, que casi olvidaron que tenían una misión, detener a una importante banda de ladrones… No sospechaban que serían ellos los descubiertos.
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2008 Nancy Warren
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Besos en París, Elit nº 470 - septiembre 2025
Título original: French Kissing
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370008703
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Si te ha gustado este libro…
En la cabeza de Kimberley Renton sonaba I love Paris in the spring time mientras se dirigía al lugar donde se celebraba la semana de la alta costura. Era su primer acto importante y estaba en la ciudad que más le gustaba.
Sus zapatos de tacón altísimo resonaban en la Rue de Rivoli como chasquidos de dedos que siguieran el ritmo de la música. Su falda blanda y negra de tafetán se mecía a su alrededor. La chaqueta negra, a juego, rebajaba lo justo la exuberancia de su aspecto. Y en la mano llevaba la tarjeta blanca que le abría las puertas de una de las mejores fiestas del gremio.
Kimi asistía en calidad de redactora de moda de la revista Uptown, que se encontraba entre las publicaciones más respetadas de Estados Unidos. Iba a ver algunos de los magníficos trabajos de los diseñadores, presentados al mundo por primera vez, y tenía un asiento en primera fila que habría sido el sueño de cualquier aficionado al glamur.
Cuando llegó, se quedó en la calle y se dedicó a observar el goteo de famosos que entraban en el edificio y seguían las discretas instrucciones de Simone, quien obviamente disfrutaba con su reinado de número uno de la moda de Francia. Los periódicos amarillos, las cadenas de televisión y la prensa del corazón dedicarían gran parte de su atención a las estrellas mayores y menores que daban su brillo a la semana de la alta costura. Pero Kimi también sabía que, durante esa semana, ella y los suyos serían más importantes para los grandes diseñadores que la pareja de famosos recientemente reconciliados que salían en ese momento de una limusina negra o la cantante pop y su novio el productor de cine, quienes se detuvieron en la alfombra roja de la escalinata para posar ante los fotógrafos.
El espectáculo era tan divertido como la noche de los Oscar. Había docenas de periodistas y de cámaras y montones de admiradores y curiosos que se apretujaban al pie de la escalera.
Cuando la limusina negra se alejó, otra de color blanco ocupó su lugar. La puerta se abrió y entre la multitud se extendió un grito ahogado de admiración. Nicola Pietra salió del vehículo y se detuvo, tan acostumbrada a las fotografías que podía adoptar su habitual sonrisa, sexy y algo triste, en cualquier circunstancia. Era una joven de cabello negro y rizado, ojos ligeramente sesgados y cierta expresión de desamparo. Una diosa del cine italiano de cara y cuerpo impresionantes y sexualidad tórrida.
Su acento al hablar otros idiomas añadía atractivo a su personaje, y parecía animar las comparaciones inevitables con actrices como Sofía Loren y Gina Lollobrigida. Kimi, que era medio italiana, había disfrutado con su fulgurante carrera; primero en películas de su país y más tarde en superproducciones de Hollywood, hasta alcanzar su estatus de estrella del séptimo arte.
Las joyas de Nicola brillaron bajo la luz de los focos mientras esperaba a que Mark Apple, el actor más deseado de Estados Unidos, saliera de la limusina. La pareja concedió unos segundos a los periodistas y a los espectadores para que estuvieran contentos. Después, empezaron a subir por la escalinata. Los guardaespaldas los protegían de la gente que intentaba acercarse para que les firmaran autógrafos, pero el anuncio de su boda había despertado un interés que no se había visto desde el compromiso de Tomkat, Tom Cruise y Katie Holmes. Y como en los casos de Tomkat, Bennifer y Brangelina, también se habían ganado un mote: ApplePie.
Nicola Pietra y Mark Apple eran un objetivo demasiado apetecible. Al ver los destellos de las cámaras y la riada de preguntas y buenos deseos formulados en varios idiomas, Kimi pensó que los medios no dejarían ni una miga de aquel pastel. Se suponía que era un secreto, pero todos sabían que habían viajado a París para elegir el vestido de la novia.
E incluso allí, en París, en una ciudad famosa por no prestar atención a las celebridades, había cientos de personas deseosas de ver a la pareja. Se había extendido el rumor de que Mark Apple había intentado alquilar el Palacio de Buckingham para celebrar la boda. Era evidente que el éxito se le había subido a la cabeza. Cuando le notificaron que no podía alquilar la residencia de la reina de Inglaterra, no se le ocurrió mejor cosa que intentar comprarla. Hasta llegó a decir que su fortuna era tres veces más grande que la de los Windsor, y añadió que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo.
Teniendo en cuenta sus grandiosas ambiciones con la celebración de la boda, Kimi ya se podía imaginar cómo sería el vestido de Nicola Pietra. Pero tanto ella como el resto del mundo tendrían que esperar, porque todavía no lo habían diseñado. Simone había aceptado el encargo con la condición de que se presentara allí, en la semana de la alta costura, y de que no se revelara su coste. El trabajo de la diseñadora, siempre escandaloso e inolvidable, se basaba en la premisa de que si alguien preguntaba el precio, no merecía el producto.
Por fin, Mark Apple, vestido con un traje de Armani, y Nicola Pietra, que lucía un precioso vestido rojo de Valentino, llegaron a la parte superior de las escaleras. Casi de inmediato, la multitud se redujo a un número muy inferior de personas. Kimi pudo escuchar los veredictos, pronunciados en una mezcla de francés, italiano e inglés.
Los comentarios de los anglosajones se centraban en el aspecto físico de la pareja: decían que él era más bajo que en las películas y que ella estaba demasiado delgada. Las opiniones de los franceses se centraban en la ropa: les parecía que el traje de Armani era muy obvio y que el vestido rojo de seda resultaba excesivo para una mujer tan flaca. Pero los italianos eran mucho más tolerantes; casi todos se dedicaron a celebrar los cuerpazos de la pareja o el maravilloso pelo de Nicola.
Como ya habían llegado todos los famosos, Kimi se decidió a entrar. Y mientras ascendía los últimos escalones, se giró para echar un vistazo a su ciudad preferida.
La Rue de Rivoli tenía un bulevar tan bonito que casi parecía imposible. La luz de las farolas titilaba y los paseantes, todos bien vestidos, disfrutaban del aire fresco de la noche. Inclinó un poco la cabeza y pudo ver el Louvre, elegante como una vieja dama. El Sena avanzaba a su lado, sin prisas, tomándose su tiempo como los amantes que paseaban por la orilla.
Pensó que una de esas noches se escaparía y disfrutaría de París como una turista más. Pero ahora no podía. Tenía que trabajar.
Se giró de un modo tan repentino que estuvo a punto de derribar al único hombre mal vestido de la zona. Era alto y fuerte, de cabello enmarañado, y llevaba una chaqueta de tweed que podría haber pertenecido a su padre, o tal vez a su abuelo, y unos vaqueros tan desgastados que ningún diseñador se habría rebajado a ponerles su nombre.
—Lo siento…
Kimi se apartó del estómago sorprendentemente duro con el que acababa de chocar.
—¿Hablas inglés?
—Oui, sí… —respondió ella, algo confundida—. ¿Puedo ayudarte?
El hombre sacó una tarjeta blanca muy parecida a la que ella llevaba en la mano.
—Estoy buscando el número cuarenta y cinco.
Kimi parpadeó.
—¿Por qué?
Esta vez fue él quien se sorprendió.
—Por una fiesta a la que debo asistir. Creo que es una fiesta de moda o algo así.
—Una fiesta de moda —repitió ella.
A Kimi le pareció una forma especialmente extravagante de referirse a la semana de la alta costura. Como decir que la Mona Lisa era un simple garabato.
El hombre la miró desde arriba, lo cual le pareció desconcertante porque Kimi era muy alta y no estaba acostumbrada a sentirse pequeña. Tenía gafas de montura de metal y expresión de intelectual. Parecía estadounidense y estaba tan fuera de lugar que su presencia era todo un insulto al mundo de la moda.
—Sí, la organiza una diseñadora de moda —comentó él—. Y vas tan bien vestida que he pensado que estarías informada.
—Yo también estoy invitada. Es aquí mismo.
Él suspiró.
—Gracias. Le enseñé la invitación al taxista, pero me ha echado del coche antes de llegar al edificio que buscaba —explicó.
—No quiero parecer maleducada, pero… ¿qué estás haciendo aquí?
—Soy fotógrafo del Minneapolis Daily Tribune.
—Comprendo —dijo ella, observándolo con más atención—. ¿Qué le ha pasado a Harold Vine?
—¿A quién?
La respuesta del hombre fue extraña como todo lo demás. Le parecía imposible que trabajara para el Daily Tribune y no conociera al redactor que se había encargado de la información de la moda durante los cinco años anteriores.
—A Harold Vine —repitió—. Era el fotógrafo habitual de tu periódico.
—Ah, sí, Harold… Pues no lo sé, la verdad. Supongo que estará enfermo. Me llamaron a última hora para que viniera a París. Normalmente trabajo por mi cuenta.
Para entonces, Kimi había tenido ocasión de mirarlo mejor. Llevaba una camisa terrible, que resultó ser de franela; y sus botas estaban tan sucias como si acabara de llegar de una excursión por el Himalaya.
—Es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
—Por supuesto que no —afirmó, ligeramente indignado—. He hecho miles de fotografías. Y algunas francamente complicadas, debo añadir…
—No, me refería a que es la primera vez que cubres la información de una fiesta de la alta costura —puntualizó.
—¿En París? Sí —dijo a la defensiva.
—Qué extraño. Si has estado en otros actos, debería acordarme de ti…
Kimi estaba completamente segura de que se habría acordado. No sólo por total falta de elegancia en el vestir, sino por la forma en que la miraba: en el mundo de la moda no había muchos hombres que no fueran homosexuales.
—¿Vives en París? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—Me encantaría, pero no… vivo en Manhattan.
—Qué curioso. Tu acento es de Estados Unidos, pero pareces europea.
—Bueno, mi ropa es francesa y yo soy medio italiana. Pero nací y crecí en Nueva York.
—Pues Nueva York es una ciudad afortunada…
Kimi pensó que, al margen de vestir como un campesino, era un hombre encantador y francamente sexy.
—¿Entramos? —continuó él.
—¿No vas a cambiarte antes de ropa? ¿No tienes nada que preparar? —preguntó, señalando la bolsa que colgaba de su hombro.
—Eso es mi cámara.
—Ya.
Ella se encogió de hombros. A fin de cuentas no era fotógrafo de su publicación. Y por otra parte, su presencia añadiría interés a la velada.
Mientras avanzaban, él miró la alfombra roja y comentó que era muy elegante. Kimi se dijo que si le parecía elegante la alfombra, se quedaría absolutamente pasmado cuando entrara en el edificio.
Al llegar a la puerta, ella presentó su invitación.
—Bonsoir, mademoiselle —dijo el guardia de seguridad.
Pero su reacción fue completamente distinta cuando el fotógrafo del Daily Tribune se acercó a él.
—Un moment, monsieur. S'il vous plait.
—¿Qué ha dicho?
—Que esperes un momento.
Él suspiró con disgusto.
—¿Y este tipo quién es? ¿Un policía de diseñadores?
Ella sonrió.
—Sí, exactamente eso. Y si no haces lo que te digan, te pondrán de patitas en la calle.
El portero soltó una retahíla de palabras en francés que básicamente significaban que no podía entrar con esa bolsa. Kimi se lo explicó y el fotógrafo abrió la bolsa y le enseñó su contenido.
—Regístrela si quiere. Es mi cámara. Soy fotógrafo —dijo en voz muy alta.
—Y él es francés, no sordo —comentó Kimi.
El guardia sacudió la cabeza y se giró hacia ella.
—Pas de sacs dans le salon —ordenó.
—Dice que no puedes entrar con esa bolsa.
El fotógrafo agarró la bolsa con más fuerza y Kimi echó un vistazo al interior. La fiesta estaba en su apogeo. Deseó entrar y mezclarse con el resto de los invitados. Además, el pequeño drama con el desconocido empezaba a resultar tedioso.
Se giró hacia él, lo miró y dijo, antes de marcharse:
—Espero que lo soluciones.
Las elegantes habitaciones estaban atestadas de gente, y los camareros iban de un lado a otro con bandejas cargadas de copas de champán.
Kimi metió tripa en uno de los pocos lugares del mundo en el que una mujer de metro setenta y cuatro de altura y cincuenta y nueve kilos de peso podía considerarse gorda.
Todos los presentes, desde los famosos hasta las modelos, pasando por los diseñadores y por los simples amantes de la moda, eran guapos y estaban delgados o tenían el dinero suficiente para operarse y parecerlo. Los trajes y los vestidos que llevaban costaban muchos millones, y el precio de los collares, pendientes, brazaletes y anillos excedía cualquier cálculo posible.
No había nada que le disgustara en aquel mundo. Adoraba el aroma a perfume caro, el glamur, el oropel y la mezcla de más de una docena de idiomas. Por suerte, Kimi hablaba tan bien el francés y el italiano como el inglés, de modo que aceptó la copa de champán que le ofreció un camarero y dio un paso adelante.
Se introdujo entre la multitud y se dedicó a saludar a los periodistas que conocía, a los ayudantes de los diseñadores y a algunas de las modelos. Simone, la anfitriona, se había sentado en una silla que casi parecía un trono. Su aspecto era tan adusto como siempre y su vestido, uno de su propia colección, tan negro como siempre. Nunca llevaba prendas de colores.
Hablaba en un francés rápido y sus manos no permanecían quietas ni un solo segundo. La gente que se agolpaba a su alrededor escuchaba atentamente todas sus palabras. Incluso Mark Apple y Nicola Pietra quedaron relegados, por una vez, a un segundo plano. Aquella fiesta era la fiesta de Simone.
Kimi comprendió que no conseguiría acercarse a ella y echó un vistazo a su alrededor para intentar decidir con quién podía hablar. Justo entonces, vio al fotógrafo. Había conseguido entrar, pero sin la bolsa.
Lo miró durante un momento y le pareció que su actitud era demasiado observadora incluso para ser fotógrafo. Parecía estar vigilando. Y la copa de champán que llevaba en la mano aumentaba la sensación de que no pertenecía a ese mundo. Era evidente que no era un hombre de bebidas con burbujas.
Su mirada absorbió las caras y los trajes alegres de toda la gente guapa que lo rodeaba y de repente se detuvo en ella. A Kimi le pareció un lobo solitario que se hubiera introducido en una pajarera de aves exóticas. Tenía aire de depredador y un fondo de peligro. Aunque su aspecto exterior fuera desastrado, tuvo la absoluta seguridad de que podía acabar con todos ellos en un santiamén y marcharse sin dejar nada salvo un montón de plumas.
Nadie hablaba con él. Era la quintaesencia del hombre fuera de lugar. Y Kimi se estaba preguntando si debía ser buena y presentarle a algunos de sus conocidos cuando vio que Brewster Peacock se le acercaba.
En un campo tan cruel como el periodismo de famosos, Peacock se llevaba la palma. Todo el mundo leía su columna de prensa, venenosa y cruel como la mordedura de una avispa. Pero normalmente sólo atacaba a los más indefensos: la modelo que volvía al trabajo después de un tratamiento de rehabilitación, el diseñador caído en desgracia que intentaba salir a flote y otras gentes por el estilo. Vivía con el lema de que la pluma era más fuerte que la espada, o más bien, de que el ordenador era más poderoso que los juicios por injurias. Sus palabras habían destruido la reputación de muchas personas.
Kimi no tenía nada que temer. Peacock siempre la había tratado bien e incluso la había votado en su columna como una de las mujeres mejor vestidas del mundo de la moda. Pero le causaba tanto recelo como una serpiente de cascabel.
Una mujer inteligente habría dejado al hombre alto, extraño y mal vestido a merced de la serpiente; pero su madre la había educado bien y le había enseñado a ser solidaria con los más desfavorecidos. El fotógrafo no conocía los entresijos del mundo de la moda, y su carácter no le serviría de nada si arruinaba su carrera antes de tener la ocasión de hacer su primera fotografía.
Se acercó a la extraña pareja. El nombre real del columnista era Boris Pushkoski, pero su seudónimo periodístico, Brewster Peacock, le sentaba mucho mejor. En inglés, «peacock» significaba «pavo real», y a Brewster le encantaban los colores llamativos. Esa noche se había puesto un esmoquin de terciopelo azul, una joya de la década de 1920 que parecía de Dior. Era rubio teñido, llevaba el pelo corto y afirmaba haber sido el inventor de la moda de que los hombres llevaran pendientes, lo cual era probablemente cierto. De hecho, llevaba dos diamantes pequeños en el lóbulo.
Parecía tener entre cuarenta y cincuenta años. Sin embargo, Kimi sospechaba que también lo habría parecido unas décadas antes. La cirugía estética hacía milagros.
Ya casi había llegado a su altura cuando Brewster preguntó:
—¿Qué te parece la moda del décolletage hasta el ombligo?
—Lo siento, no entiendo el francés —respondió el fotógrafo.
Sin pensar lo que hacía, Kimi soltó una carcajada como si fuera el chiste más gracioso que había oído en varios meses.
—Disculpadme, pasaba por aquí y he oído vuestra conversación. Me alegra observar que todavía somos capaces de reirnos de nuestro propio negocio —dijo Kimi—. Brewster… ¿cómo estás? Te he echado mucho de menos.
Kimi se acercó y le dio los besos de rigor.
—Kimi, ma petite… —dijo él, mirándola con sus ojos azules—. Estás tan fabulosa como siempre. ¿Con quién te has acostado para conseguir esa falda?
El fotógrafo reaccionó con sorpresa y bajó la mirada a la prenda de Kimi, que sonrió con dulzura.
—Ah, eso es un secreto…
Brewster volvió su atención al fotógrafo.
—Nuestro amigo también debe de tener un diseñador secreto.
—Ya te lo he dicho. Su sentido del humor es altamente censurable.
El columnista arqueó una ceja.
—¿Es que lo conoces?
Kimi no sabía lo que estaba haciendo. Por alguna razón incomprensible, se estaba jugando su reputación por ayudar a un individuo que no sabría distinguir la alta costura de los remiendos de su chaqueta.
Ella se encogió de hombros.
—Claro.
Decidió ser críptica y no dar explicaciones porque sabía que a Brewster le encantaban los misterios. Sobre todo, para poder resolverlos y contar al mundo los secretos que ocultaran.
En un intento desesperado por cambiar de conversación, Kimi añadió:
—Parece que Simone está en buena forma…
Brewster miró hacia el lugar donde la famosa diseñadora aleccionaba a sus seguidores. Por su forma de hablar y de moverse, cualquiera habría pensado que estaba rezando el rosario.
—Siempre encuentra una ocasión para desparramar su sabiduría sobre sus acólitos —dijo Brewster con ironía—. No recuerdo que haya dicho nada interesante en toda su vida… ¿Ya has visto a su último novio? Un checo sarnoso que por lo visto jugaba al hockey. ¿Puedes creerlo? Al hockey…
—No sabía que tuviera novio. ¿Qué ha pasado con su marido?
—Oh, está por ahí, en alguna parte. Supongo que persiguiendo faldas anoréxicas…
—Acabo de ver a Mark Apple y a Nicola Pietra. ¿Tienes idea de cómo es el vestido?
—Bueno, ya te puedes imaginar que no he podido verlo. Pero… se oyen cosas —respondió, muy satisfecho de sí mismo.
A Kimi no le gustaba ser cotilla. Pero no pudo evitarlo. A fin de cuentas, Brewster era el rey de los rumores.
—¿Qué cosas, si se puede preguntar… ?
Él miró a su alrededor con expresión de conspirador y bajó el tono de voz.
—Me han dicho que son dos vestidos.
—¿Dos vestidos? —preguntó en un susurro.
En cuanto notó el brillo en sus ojos azules, supo que la historia era interesante. Parecía Elton John a punto de empezar a cantar.
—Sí, uno para la novia… y uno más pequeño para la niña de la novia.
No era ningún secreto que Pietra y Apple, a los que todos llamaban ApplePie, tenían una niña de dos años. Pero el hecho de que le pusieran un vestido a juego con el de la novia era toda una noticia.
—¿Bromeas?
Brewster había conseguido sorprenderla. Lo cual era, evidentemente, su intención.
—Espera y verás —respondió con una sonrisa—. Pero ahora tendréis que disculparme… tengo que hablar un rato con Valentino.
El columnista se marchó y Kimi miró al supuesto fotógrafo. De buena gana le habría pegado una bofetada.
—Gracias por rescatarme —dijo él.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Quién eres?
—Ya te lo he dicho. Un fotógrafo del Minneapolis Daily Tribune.
—Déjate de estupideces. No serías capaz de diferenciar un décolletage de un demitrain. Nadie te contrataría como fotógrafo de moda.
Él arqueó una ceja, pero los ojos que ocultaba detrás de las gafas se clavaron en ella. Acto seguido, sacó una tarjeta y se la dio. Parecía una credencial auténtica del Daily Tribune.
—Holden MacGreggor, fotógrafo —leyó Kimi en voz alta.
—En efecto. Yo soy Holden MacGreggor.
Kimi se alegró de que tuviera el buen juicio de no estrecharle la mano a continuación. Le había dicho a Brewster que se ya conocían y ciertamente habría resultado extraño.
—Encantada. Yo soy Kimberly Renton, redactora de moda de la revista Uptown.
Kimi volvió a mirar la tarjeta. Como si buscara más información que la que ya le había proporcionado.
—¿Quién es tu directora?
Ella conocía a casi toda la gente del gremio. Incluida la directora de la sección de moda del Daily Tribune, que le habría cortado el cuello de haber sabido que se presentaría en la fiesta con ropa de supermercado barato.
—Marsha Sampson. Se suponía que nos conoceríamos aquí.
—¿Es que no la conoces en persona?
Él sacudió la cabeza.
—Pues como te vea con esa ropa, tu primer día será también tu último día —afirmó.
Kimi todavía no sabía lo que estaba pasando. Pero había algo muy raro en ese hombre.
—Soy fotógrafo, no modelo —dijo él, molesto—. A quién le importa lo que me ponga…
—¿Lo ves? Ese comentario demuestra que no eres fotógrafo de moda.
Él la miró con sus ojos color avellana. Y pensó que eran muy atractivos.
—De todas formas, sólo estoy a prueba —añadió.
—¿Y quién te ha contratado?
Esta vez fue él quien la miró con desconfianza. Pero tras unos segundos de silencio, contestó.
—Rhett Markham.
—¿El editor? Pero…
—¿Qué te parece si salimos de aquí y tomamos algo en alguna parte? —la interrumpió.
Kimi ya había saludado a todas las personas a quienes tenía que saludar. Pensaba quedarse un poco más, pero ya había hecho su trabajo y podía marcharse cuando quisiera. Además, había estudiado periodismo porque tenía un sentido muy desarrollado de la curiosidad. Y aquel asunto era tan extraño que supo que necesitaría fumarse un cigarrillo cuando supiera lo que pasaba.
—¿Por qué?
—Porque necesito que me echen una mano con cierto problema. Y tengo la impresión de que tú podrías ser la persona adecuada —respondió él.
Kimi sintió una especie de descarga eléctrica entre ellos.
—Bueno, no se puede negar que es una excusa original…
La sonrisa lenta y sensual del supuesto fotógrafo demostró claramente que él también había sentido la descarga.
—No son palabras para ligar contigo. Créeme: cuando decido actuar, no soy un hombre sutil. Necesito tu ayuda como profesional de la moda. Lo digo muy en serio. Pero no puedo contártelo aquí.